Los asirios y el imperialismo (1)
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Los asirios y el imperialismo (1)

Emilio de Miguel Calabia el

En julio de 2018 comenté aquí el libro de Krishnan Kumar “Imperios. Cinco regímenes imperiales que moldearon el mundo”. En él, Kumar recordaba que los imperios han englobado a una parte mayor de la Humanidad que cualquier otra forma de organización política. En contra de la imperiofobia reinante, defendía sus rasgos positivos. Vivir bajo los Habsburgos austriacos, por poner un ejemplo, fue mucho mejor que vivir bajo la dictadura comunista que Bela Kun implantó en Hungría a la caída del Imperio Habsburgo y que afortunadamente sólo duró 133 días que a los húngaros se les hicieron larguísimos.

Kumar definía el concepto de imperio sobre la base de los siguientes rasgos: 1) A diferencia de los estados-nación que dividen entre mayoría y minorías étnicas, los imperios tratan de unificar a sus poblaciones. Una consecuencia de esto es que las posiciones de mando están abiertas a todos con independencia de su origen étnico. La etnia creadora del imperio de alguna manera renuncia a sus intereses en aras del mayor bien del imperio; 2) La participación de las poblaciones en la empresa común imperial se conseguía mediante la fijación de una misión universal que justificase la razón de ser del imperio y su expansión.

Aunque esos rasgos son perfectamente aplicables al Imperio Romano y a todos los imperios de la Edad Moderna, su extensión a la Antigüedad nos obligaría a borrar de las listas de los imperios al imperio faraónico, al acadio y al asirio. Marco Liverani en “Asiria. La prehistoria del imperialismo” precisamente reivindica a Asiria como imperio a justo título y pasa revista a algunas de sus características.

Para empezar, debemos destacar tres categorías de imperio que se han sucedido en el tiempo. La primera es el imperio predador, como eran los asirios. El centro explota a la periferia y le roba sus recursos. La segunda es el imperio moderno, como fueron el español y el romano. El centro no esquilma a la periferia sino que la gestiona y administra en su beneficio. Los asirios mataban a la gallina de los huevos de oro; los imperios modernos la cuidan para que produzca más. El tercero sería el imperio comercial. Los holandeses y los ingleses lo practicaron parcialmente, pero es EEUU quien lo ha desarrollado hasta sus últimas consecuencias. En este modelo lo que cuenta no es el control político ni la extensión territorial. Lo importante es el control económico.

Veamos a continuación cómo era el imperialismo asirio y en cuáles de sus elementos era equiparable a otras formaciones imperiales.

Todo imperio necesita una ideología que lo justifique, que inspire a sus súbditos y que atraiga a otras naciones. El rey asirio se veía como el delegado del dios Asur en la tierra. Su misión era traer orden, justicia y paz en el país central y extender sus fronteras incorporando la periferia al sistema ordenado del centro. Dada la visión reducida que tenían los asirios del mundo, la idea de extender la monarquía asiria por todo el mundo parecía factible, sobre todo en el imperio medio. El mundo se reducía para ellos al espacio que iba del Golfo Pérsico al Mediterráneo oriental y a las zonas montañosas y desérticas que lo circundaban y cuya extensión exacta desconocían.

A diferencia de Francia y su misión civilizadora o de España y su expansión de la única fe verdadera, la ideología legitimadora del imperio era poco exportable. De los pueblos no-asirios se esperaba que reconocieran el poder supremo de Asur y se sometieran, pero no que lo amaran y lo incorporaran como propio. Los asirios tenían un sentido de su propia superioridad étnica que les impedía hacer amigos y dificultaba la asimilación pacífica de otros pueblos.

Asur era tanto el dios nacional de Asiria como el más importante de todos los dioses. Los triunfos del rey asirio se justificaban por la asistencia de Asur, que le ayudaba a vencer a enemigos numéricamente más poderosos, pero que no contaban con ayuda divina. Los anales de Salmanasar III (858-824 a.C.) recogen el papel de Asur a la perfección: “Cuando Asur, el gran señor, en la firmeza de su corazón y de sus ojos puros me eligió y me llamó a ser pastor de Asiria, me puso en la mano la poderosa arma que abate a los rebeldes, me puso en la cabeza la magnífica corona y me ordenó vehementemente dominar y conquistar todas las tierras (todavía) no sometidas a Asur”.

A diferencia de imperios posteriores monoteístas, los asirios no buscaron convertir a los vencidos al culto de Asur. Les bastaba con mostrar su superioridad sobre los demás dioses. De los súbditos vencidos que eran asimilados a los asirios, se esperaba que adorasen a Asur, pero no se les exigía que renunciasen a sus propios dioses. Era como el culto al Emperador romano: se esperaba de los ciudadanos que lo rindieran como prueba de su lealtad al Imperio, pero no se pretendía que reemplazase a las creencias sostenidas por los ciudadanos. En ambos casos, el culto estatal era una cuestión política, no religiosa.

Los asirios no fueron los últimos en ver en dios la causa de sus victorias. Cuando los primeros musulmanes derrotaron a una fuerza mecana superior en número en Badr, atribuyeron la victoria a los ángeles que les había mandado Allah. Cuando a Felipe II le hacían ver las dificultades logísticas de la empresa de Inglaterra, su respuesta era que Dios proveería, ya que era su causa. Un modo de pensar que Salmanasar III habría entendido perfectamente.

Una consecuencia de este modo de pensar es la introducción del concepto de guerra santa. Dado que Asur quiere que su mandato se extienda y el método de hacerlo es la guerra, toda guerra se convierte en santa y meritoria, en algo querido y hasta ordenado por dios. En el Occidente post-renacentista se distinguirá entre guerra santa y guerra justa. Asiria no conoce esa distinción: toda guerra santa es justa y la justicia de la causa se demuestra mediante la victoria. En el mundo post-axial los hombres combaten por Dios. En el mundo pre-axial, al que pertenece Asiria, Dios combate por los hombres y con los hombres.

 

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