Woody Allen se inventa un «alter ego» en «Anything else», su última película

Woody Allen se inventa un «alter ego» en «Anything else», su última película

Completan el reparto de esta comedia Danny de Vitto, Stockard Channing y el propio Allen, que interpreta a un esquizofrénico amante de las armas de fuego

El director, con los protagonistas de su filme, Christina Ricci y Jason Biggs. REUTERS

VENECIA. Buenas caras a la salida de lo último de Woody Allen, que, por primera vez en la historia, se ha dignado a aparecer por la Mostra de Venecia, quizás para celebrar con su particular estilo el 60 aniversario del festival. En un certamen europeo, un filme suyo es siempre un acontecimiento y éste no ha sido una excepción.

Mucho se había hablado de este nuevo proyecto, ya que, así de entrada, Allen ni siquiera aparecía en el trailer promocional, y algunos especulaban con la posibilidad de que la película entrara en una línea más comercial, ya que es bien sabido que el director es auténtico veneno en la taquilla norteamericana. Ahora bien, el que piense que con «Anything else» va a encontrar otro Allen, con una nueva cara, renovado, se equivoca. El que piense que va a encontrar al mismo Allen de siempre, se equivoca, pero no del todo. Así es Woody Allen, un hombre que lo cambia todo para seguir igual, y que en esta ocasión, como si de «El exorcista» se tratara, parece haber poseído al joven Jason Biggs, un actor que se convierte en su perfecto «alter ego», con sus tartamudeos, sus paranoias y su inseguridad. Biggs es Jerry, un chaval bastante normal (léase el adjetivo con la máxima cautela), dando sus primeros pasos en el mundo del «showbusiness», incapaz de dejar atrás todo lo que le atormenta: un agente con un solo cliente (él), que no le hace ni caso (Danny de Vitto); una suegra con la que convive, metidos en un apartamento de 40 metros (Stockard Channing); y una novia con problemas, muchos problemas.

Aplausos, pero sin euforia

Un elenco que es casi un calco de los que acostumbraba a perfilar el neoyorquino en los tiempos de Annie Hall. Para echarle una mano (es un decir), Jerry cuenta con la inapreciable ayuda de David (el propio director), un maniático esquizofrénico amante de las armas y con delirios conspiratorios -«nunca se sabe cuándo vendrán a por ti», repite su personaje-, que intenta inspirar al muchacho un mínimo de confianza. Además, chistes sobre Auschwitz, la masturbación, el sexo y todos los items que acompañan las películas de Woody Allen.

El caso es que, lo que a primera vista podría parecer una comedia ligerita, va adquiriendo, como quien no quiere la cosa, esa pinta de drama que se niega a sí mismo, cuando, entre risa y risa, le entra a uno el mal rollito de ver el embolado en el que se está metiendo el bueno de Jerry. Jason Biggs y Christina Ricci sostienen perfectamente la película, recibida con aplausos, pero sin euforia, por la crítica especializada; y el director les deja vía libre, convirtiéndose simplemente en un secundario de lujo, que puntea el relato, pero no lo condiciona; o sea, que aparece y desaparece sin demasiados complejos. Los dos interactúan con la química necesaria, aunque Biggs tiene más cancha, por aquello de ser el sufridor en casa; y Ricci perfila un papel en el que seguro la vamos a ver en los próximos años: el de mujer fatal, aunque en este caso sea un problema puramente hormonal, más que una actitud frente a la vida, por más que la chica, qué quieren que les diga, tenga pinta de mala.

Así le va al pobre Jerry, que tiene la cara como un «putching ball» de las bofetadas que recibe, mientras su mentor, el me-da-igual-todo que interpreta Woody, no deja de soltarle discursos (inolvidable el de la masturbación). Se permite, al final, una salida de tono que, no por chaladura, deja de ser coherente con la transformación que su personaje sufre en esta película, más bien alejado de los personajes habituales del realizador, cuando el pacifista -más o menos chiflado- que siempre ha interpretado, se torna en un loco por las armas, retrato extremo del americano post 11-S, que desconfía de todo y de todos, aunque en el fondo acabe resultando entrañable.

Es curioso que Allen haya escogido a dos actores como Biggs y Ricci para demostrar que su cine no depende de ninguna cuota de veteranía, y que es capaz de escribir diálogos que suenan tan veraces en sus bocas como en las de cualquier otro, a la espera de ver cómo reacciona el público a una propuesta que, siendo fresca, sigue siendo cien por cien marca de la casa.

En el filme vemos a un Woody Allen que supera con mucho sus propias cuotas de locura (en lo que a su personaje se refiere), al que acompañan De Vitto y Channing (los dos con personajes de vuelta de todo y que son inmunes a los sermones), dispuesto a volver a tramas más sencillas, aunque no por ello menos elaboradas. Gran escritor de diálogos y buen director de actores, especialmente cuando éstos están por la labor, y que, por primera vez, confía en una generación que no le ha seguido y a la que nunca ha tenido entre su público fiel, como portadora de la trama. Una buena película, donde se ríe y se sufre, se suda y se disfruta, que, como siempre, gustará a los fans del director y desquiciará a sus detractores. Seguramente, porque de eso se trata.

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