Atenas: un viaje en busca de las raíces de Occidente

Turismo mítico

Atenas: un viaje en busca de las raíces de Occidente

Desde el Partenón al santuario de Apolo en Delfos y desde 
el templo de Hefesto a las cumbres del Parnaso.

Atenas es el corazón de Grecia y la cuna de la filosofía, la democracia y numerosos valores de la civilización occidental. Conocer la ciudad y sus museos resulta tan instructivo como estimulante.

No vamos a ser muy originales si aconsejamos a quien visite Atenas por primera vez que empiece por ver la Acrópolis. Sin embargo, esta ciudadela levantada sobre una imponente mole de roca constituye el alma de la ciudad, su centro de gravedad, alrededor del cual giran todos, visitantes y locales. Elevada sobre una meseta de piedra, presenta un aspecto ambiguo, robusto y ligero a la vez. Está sólidamente arraigada en la tierra, pero al mismo tiempo parece flotar fuera del tiempo. Resulta inevitable dirigir allí nuestros pasos.

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El pausado camino hasta la Acrópolis

Aun así, es aconsejable no apresurarse en llegar. Más vale irse acercando poco a poco, recorriendo la ancha calle peatonal rodeada de extensiones arboladas que une las estaciones de metro de Thissio y Acrópolis. Los más aventureros pueden emprender ese mismo trayecto por las dos colinas que se encuentran al sur de dicho paseo, subiendo al Observatorio Astronómico primero y continuando por la Pnyx, que era la sede de la Asamblea del pueblo en la democracia ateniense y ofrece la única perspectiva frontal de la Acrópolis que se puede lograr en toda la ciudad. Desde la Pnyx, se desciende a la vieja iglesia de Lumbardiaris, remarcable por su pórtico de madera y, desde allí, siguiendo la línea de una antigua muralla, al monumento de Filopapos, un príncipe cultivado de la corte del emperador romano Adriano que quiso que su tumba se construyera en la cima de la colina de las Musas, pues tal era el nombre que recibía esa elevación en la Antigüedad.

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Entre teatros y reliquias

Desde allí podremos bajar a la calle peatonal, que en este tramo se llama Dionisíu Areopayitu, y al innovador Museo de la Acrópolis, inaugurado en 2009. Si la visita al museo, que puede calificarse sin lugar a dudas de imprescindible, la dejamos para antes o después de la ascensión, es cuestión de gustos. Como quien esto escribe es más bien partidario de recorrer los lugares a pie hasta donde el cuerpo o las ampollas lo permitan y después, si acaso, visitar los museos para entender qué hemos visto, proseguiremos nuestro camino unas pocas decenas de metros. A mano izquierda hallamos entonces una de las dos puertas del recinto vallado de la Acrópolis.

La subida definitiva también conviene realizarla con calma, apreciando las ruinas que se hallan al pie de la colina y las vistas, que van ensanchándose progresivamente. En cuanto a los restos arqueológicos, merecen especial atención el Teatro de Dioniso, en el que nacieron la tragedia y la comedia griegas –aquí se representaron por vez primera el Edipo Rey y la Antígona de Sófocles, la Medea y el Hipólito de Eurípides, el Agamenón de Esquilo y la Lisístrata de Aristófanes, por poner solo unos pocos ejemplos– y el Odeón de Herodes Ático, una imponente sala de conciertos de época romana, fuertemente restaurada, que en verano es escenario de conciertos y óperas.

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La Acrópolis como mirador

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La Acrópolis como mirador

Prosiguiendo nuestro camino ascendente, no tardamos en llegar a la gran escalinata de los Propileos, construida sobre el único acceso natural a la meseta de roca y presidida por el pequeño templo de Nike, la Victoria. Al franquear la entrada, dominan el paraje el Partenón, majestuoso, y un poco más lejos, el intrincado Erecteón.

La Acrópolis, sin embargo, no es solo importante por lo que se ve en ella, sino también por lo que permite atisbar. Desde su cima podemos distinguir perfectamente la llanura de Atenas, cercada de montañas por todas partes menos por el sur, donde se extienden las aguas del golfo Sarónico, parte del mar Egeo, con la isla de Egina en primer plano y, al fondo, las montañas del Peloponeso.

iStock-831134488. Cuna de nuestra civilización

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Cuna de nuestra civilización

En el centro de esta planicie se yergue la colina rocosa donde nos encontramos, una fortificación natural que fue aprovechada desde épocas muy tempranas. Su carácter prácticamente inexpugnable, junto a la proximidad del mar, fueron la base del poderío de Atenas. A principios del siglo v a.C., durante las guerras contra el Imperio persa, la Acrópolis fue incendiada y reducida a escombros en el decurso de los enfrentamientos. Pero tras el triunfo de Atenas y Esparta fue levantada de nueva planta por los arquitectos y artistas punteros de la época. Los logros arquitectónicos que tenemos delante, pues, son contemporáneos del nacimiento y la consolidación de disciplinas como la historia, la filosofía –con la personalidad clave, aunque misteriosa, de Sócrates–, la tragedia y la comedia, siempre bajo la égida de la democracia, otro producto de aquel siglo. No es exagerado afirmar, como se hace a menudo, que nuestra civilización, para lo bueno y para lo malo, nació aquí.

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Atenas a través de los milenios

Una vez asimilada esa idea, podemos investigar qué ocurrió durante los siguientes milenios y si existe alguna conexión entre aquella Atenas y la actual. Eso se puede hacer tranquilamente sin bajar de la Acrópolis: mirando hacia el norte con el mar a nuestra espalda, vemos a nuestros pies las dos ágoras o plazas públicas de la ciudad. La romana, encajada entre las callejuelas del barrio de Plaka, nos recuerda que durante muchos siglos Atenas estuvo bajo el poder de Roma. Mientras que las iglesias bizantinas que puntean este mismo barrio atestiguan, por otro lado, la honda huella del Imperio Romano de Oriente, cristianizado y helenizado, al que perteneció la ciudad de Atenas hasta principios del siglo xiii. En ese momento, con la IV Cruzada, Atenas cae en manos de los francos, palabra con que se designa en Grecia a los europeos occidentales, en especial a los de tradición católica.

En 1456, un ejército otomano puso fin a los dos siglos y medio de historia del ducado de Atenas y añadió la ciudad a los extensos dominios del sultán Mehmet II, quien apenas tres años antes había conquistado Constantinopla y puesto punto final a la historia del Imperio bizantino. El sultán en persona visitó la ciudad recién conquistada y ordenó, con un edicto, que no se saquearan ni dañaran los monumentos de la Antigüedad.

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La Acrópolis como emblema nacional

Paseando entre el Partenón y el Erecteón, los dos grandes templos que coronan la colina, toda esa turbulenta historia nos parecerá ausente, ajena al aura de serenidad de los mármoles y las columnas. El trabajo de los arqueólogos, desde la creación del Estado griego a partir de la Revolución de 1821, ha consistido en dos tareas básicas: depurar los restos de la Acrópolis –puesto que todos los vestigios que no databan de la Antigüedad fueron considerados superfluos y suprimidos– y hacerlos en la medida de lo posible. La labor de reconstrucción era particularmente necesaria porque en 1687, durante un asedio veneciano, el pequeño templo de Nike fue demolido y un proyectil disparado desde la colina de Filopapo impactó de pleno en el Partenón, que entonces servía de mezquita y polvorín, e hizo estallar las municiones allí almacenadas. La explosión destrozó el techo y las paredes del templo, así como un número importante de columnas. Mirando hacia la colina vecina desde el flanco sur del gran templo, con el mar al fondo, podemos hacernos una idea de la trayectoria de aquel fatídico cañonazo. Es comprensible, por tanto, que la tarea de los arqueólogos requiera un esfuerzo titánico y una paciencia infinita, puesto que conlleva, entre otros trabajos, la recolección, identificación y reubicación de todos los pedacitos de mármol que saltaron por los aires cuando estalló el Partenón.

No podemos olvidar, además, que no todas las piezas se encuentran sobre esas rocas resbaladizas. Faltan los frisos que Lord Elgin, menos considerado que el sultán Mehmet II, consiguió arrancar y transportar a Londres a principios del siglo xix, durante los últimos años de dominación otomana. Grecia ha reclamado en numerosas ocasiones que esas esculturas sean devueltas a la ciudad de la que fueron arrebatadas –en el Museo de la Acrópolis los espacios diseñados para albergarlas exhiben, de forma elocuente, copias de yeso–, pero hasta la fecha quien quiera ver las piezas originales tendrá que viajar a la brumosa capital inglesa.

shutterstock 1517527472. El Aeropago, mucho más que un mirado

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El Aeropago, mucho más que un mirado

Si seguimos bajando por la ladera norte, a la salida del recinto vallado encontramos una formación rocosa prominente con buenas vistas a la ciudad y a la ciudadela que acabamos de dejar atrás. Esta era la sede del Areópago (la «colina de Ares»), el tribunal de los delitos de sangre en la Atenas clásica. En esta roca, según la Orestíada de Esquilo, los atenienses juzgaron a Orestes por asesinar a su madre Clitemnestra para vengar la muerte de su padre Agamenón. Y aquí mismo, según los Hechos de los Apóstoles, San Pablo predicó delante de los filósofos atenienses, con escaso éxito. Los filósofos, por lo que parece, no encontraron muy convincente la idea de la resurrección de los muertos. Una placa moderna de bronce encastrada en la roca reproduce su discurso.

iStock-1315026662. El ágora ateniense

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El ágora y el templo griego mejor conservado del mundo

Prosiguiendo nuestro descenso, llegamos al Ágora, el centro de la vida comercial y política de la Atenas antigua. El punto más impresionante del yacimiento es sin duda el templo de Hefesto, situado en la cima de una pequeña colina. Se trata del templo griego antiguo mejor conservado en el mundo, y constituye un ejemplo excelente de la arquitectura del periodo clásico.

iStock-496585963. El callejero encanto de Plaka

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El callejero encanto de Plaka

Al salir del Ágora, vale la pena perderse por las callejuelas del barrio viejo de Plaka, especialmente las que rodean el Ágora romana, con el peculiar observatorio astronómico llamado popularmente Torre de los Vientos y la Biblioteca de Adriano, ejemplos del esplendor cultural de la ciudad durante aquellos siglos. Las pequeñas iglesias bizantinas esparcidas por Plaka, algunas de gran belleza, atestiguan el fervor cristiano de los atenienses medievales.

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Una isla griega a los pies de la Acrópolis

La parte más alta del barrio antiguo oculta además un secreto particular. En el siglo xix un grupo de reputados albañiles de la isla de Ánafe emigraron a Atenas para trabajar en las obras del palacio del rey Otón I. Levantaron sus casas debajo mismo de la Acrópolis y lo hicieron conforme a la arquitectura tradicional de la isla. El barrio no es muy grande, consta apenas de unos pocos callejones, pero nos transporta de inmediato, en pleno centro de Atenas, a la atmósfera de las islas Cícladas, con sus casas blancas de cal y sus callejones rebosantes de plantas y flores.

iStock-1327764717. Por Psirrí hasta el templo de Zeus olímpico

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Por Psirrí hasta el templo de Zeus olímpico

Para recuperarse del desnivel que conlleva esta ruta, se puede tomar un café o un refresco en las cercanías del Ágora romana o, si se nos ha hecho de noche, una copa en el barrio vecino de Psirrí. Por el contrario, si el sol empieza a declinar y aún tenemos fuerzas, vale la pena visitar las gigantescas columnas del templo de Zeus Olímpico, de la época de Adriano, y ver la luz rojiza del atardecer sobre los mármoles del santuario y de la ciudadela que preside el lugar.

iStock-1283393498. Entre montes y barrios modernos

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Entre montes y barrios modernos

Atenas, sin embargo, es mucho más que la Acrópolis y el barrio viejo. La plaza Syntagma, con el monumental edificio del Parlamento (antes palacio real), el Museo de Historia (en la sede del antiguo Parlamento) y la tríada neoclásica del arquitecto y arqueólogo Ernst Ziller, formada por la Biblioteca Nacional, la Universidad y la Academia de Atenas, presentan un gran interés.

La aguzada colina del Licabeto (en la imagen) proporciona vistas excelentes, mientras el barrio de Exárjia, sembrado de edificios neoclásicos (estilo característico de la Grecia del xix y de principios del siglo xx), es particularmente vivaz y sede de un movimiento anarquista considerable. En los bordes de Exárjia se encuentran dos edificios singulares: el Museo Arqueológico Nacional, que alberga una de las colecciones de escultura griega antigua más importantes del mundo y merece al menos una visita, si no dos o tres, y la Universidad Politécnica. En este edificio tuvo lugar en 1973 la revuelta de la Politécnica, protagonizada por los estudiantes y cruentamente reprimida por la junta militar que gobernaba el país. Ese hecho contribuyó un año después a la caída de la dictadura, y se conmemora cada 17 de Noviembre, día en que los tanques del ejército irrumpieron en la facultad.

iStock-973446418. Pireo, el puerto de Atenas

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Pireo, el puerto de Atenas

Si queremos cambiar de aires, no debemos olvidar que Atenas tiene puerto. El Pireo es, estrictamente hablando, otra ciudad, aunque se halle en la conurbación de la capital. Su carácter portuario le da un aire muy diferente al de la Atenas estricta. Una ruta interesante podría empezar en la estación de metro del Pireo –aunque los atenienses, a la línea verde, la llaman tren y no metro–, pasar por el Teatro Municipal, neoclásico, y seguir por las bahías de Pasalimani, donde se encuentra el Mikrolímano, un puerto deportivo hoy famoso por sus tavernas y restaurantes de pescado y marisco. El Museo Arqueológico del Pireo también tiene un notable interés.

iStock-959226964. Los pulmones de Atenas

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Los pulmones de Atenas

Para los visitantes que gustan de la naturaleza, los montes Párnitha e Himeto constituyen dos destinos ideales. Al segundo, además, se puede llegar fácilmente en autobús desde el centro. El lugar más destacado del Himeto es el monasterio de Kaisariani, de época bizantina, notable por sus pinturas murales. Desde el monasterio pueden emprenderse rutas a pie por el bosque que ayudarán a descansar de la ruidosa Atenas. En cambio, al monte Párnitha (1413 m), 40 km al norte de la ciudad, se llega mejor en vehículo privado. Se trata de un lugar boscoso y agreste, con una considerable población de ciervos y dos refugios de montaña.

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Camino a Delfos...

Si la combinación de montaña e historia nos gusta, desde Atenas es fácil acercarse al santuario de Delfos, sede del famoso oráculo de Apolo, dios de la luz, la música y la medicina, coronado de laurel. Quien disponga de vehículo, podrá detenerse en el monasterio bizantino de Osios Loukás, del siglo xi, uno de los más espléndidos de Grecia y Patrimonio de la Humanidad desde 1990, así como explorar el monte Parnaso (2457 m), con sus bellos parajes de alta montaña, que sirvieron de morada a Apolo y las nueve musas y hoy acogen la mayor estación de esquí griega. En verano, a Delfos se accede fácilmente en autobús desde Atenas.

iStock-1282963529. Delfos

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Atardece en Delfos

Cualquier descripción de ese lugar se queda corta. No es solo que los restos del que probablemente fuera el santuario más rico de la Grecia antigua, esparcidos por la vertiente de la montaña, sean impresionantes. O que el museo, que da cobijo a una notable colección de esculturas coronada por la del justamente famoso Auriga, así como a una de las pocas notaciones musicales de la Antigüedad que se han conservado, en un himno cincelado en piedra, sea un tesoro de deleites. Es que todo el conjunto, situado entre los acantilados del Parnaso, por un lado, un hondo valle, por el otro, y al fondo un rinconcito de mar, conforma un paraje absolutamente sublime.

Resulta aconsejable pernoctar en Delfos para gozar del lugar tranquilamente al alba o al atardecer. El antiguo santuario, a pesar de la explotación turística, conserva su fuerza. Cuando atisbamos aquel rincón de mar y la brisa sopla entre los laureles, tenemos claro que este lugar invita al reposo y a la contemplación. Algo de su antigua santidad se nos hace aún presente.