(Esta crítica fue publicada en la cobertura del Festival de Cannes de este año)

Termina Annette, la película de Leos Carax que por lo menos llevábamos dos años esperando, y el resultado, a pie de butaca, es coherentemente descorazonador. Casi 1.000 personas se congregan en la Sala Debussy y la respuesta es un silencio atronador, espontáneamente roto, esto sí, por un par de quejas airadas. Podría ser decepcionante, si no fuera porque ha pasado lo que tenía que pasar. Porque pensándolo bien, lo que hay que pedirle al primer contacto de una película de Carax es que nos recuerde la dificultad de entrar, entender, incluso domar una película (la que sea), de Carax.

Y esto, no hay duda, es un film del genio responsable de Holy MotorsLos amantes del Pont-Neuf o Mala sangre. El prólogo, como cabía esperar, nos presenta al propio director encarnándose a él mismo, presentando la función que estamos a punto de ver, y también a los actores que la van a interpretar. Y, cuando termina dicha secuencia, cada uno se mete en su vehículo y se va, literalmente, hacia la película que estamos a punto de ver. Lo intangible de la fantasía cinematográfica convertido en un lugar físico, en un destino que podría ponerse en un GPS cualquiera.

Un juego de espejos virtuoso (tanto a nivel conceptual como, por supuesto, estético), que remite directamente a anteriores trabajos de este autor, pero que no por ello hace que Annette se asiente en algo que remotamente pudiera considerarse como zona de confort. Esto con Leos Carax no existe. Para muestra, las casi dos horas y media que están por venir: una cascada de decisiones arriesgadas, siempre al filo del abismo, que obligan al conjunto a vivir en el limbo del desconcierto o, si se prefiere, a caminar sobre la fina línea que separa el triunfo más sublime con el fracaso más estrepitoso.



Así transcurre esta fábula melodramática híper-musicalizada, entre la estilización artesanal de la imagen y el kitsch del CGI; entre la delicadeza de esos gestos que solo se muestran en la intimidad y la grosería de la prensa rosa. En ocasiones, Annette -concebida originalmente por los hermanos Ron y Russell Mael, integrantes del dúo estadounidense Sparks- parece comportarse como una película de animación en imagen real (que no live action), en ocasiones Adam Driver parece estar poseído por el histrionismo performático de Denis Lavant y, en todo momento, da la sensación de que cada actor y cada frente temático queda reducido al esquema; a la condición de marioneta en manos de Carax. De alguien que no muestra el más mínimo miedo ante la posibilidad de perder la compostura o hacer el ridículo.

Es la libertad radical del artista, ese ser al que no se ve venir; de quien es imposible adivinar qué as (o qué carta perdedora) va a sacarse de la manga. Annette descoloca seguramente porque es la obra de alguien que nos habla desde un tiempo que aún está por llegar, o que a lo mejor nunca llegará. Es la dimensión Leos Carax, engrandecida ahora por una nueva pieza o juguete, fascinante en su caótica y expeditiva imperfección.


Videocrítica, por Diego Conesa



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