Joan Crawford: la estrella de Hollywood que quiso morir sola como lo hacen los gorilas
La protagonista de Johnny Guitar tenía fama de bipolar, manipuladora y alcohólica, pero también de ser una luchadora por los derechos de la mujer (sobre todo por los suyos). Tuvo cuatro maridos, varios hijos adoptivos y un premio Oscar, pero murió alejada de los focos. Repasamos su vida, su obra y sus mejores fotos por el 120 aniversario de su nacimiento.
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“Me gustaría ser un gorila anciano. He oído que cuando saben que están llegando a su fin, se alejan para estar solos y sencillamente desaparecer. Es una gran idea. De hecho no sé cuándo moriré, pero sí dónde: en mi casa, en mi habitación”, le dijo a una de sus biógrafas Joan Crawford (San Antonio, Texas, 23 de marzo de 1904–Nueva York, 10 de mayo de 1977). Y así fue, porque Joan, a pesar de ser una de las más grandes actrices de Hollywood, falleció en su apartamento de Manhattan cuando ya llevaba años retirada del mundanal ruido. Había tomado la decisión cuando el teléfono dejó de sonar para ofrecerle trabajo –su última película fue Trog (1970), una de terror bastante terrorífica– y, sobre todo, cuando el espejo y los periódicos le empezaron a devolver la imagen de una mujer derrotada por la vida y el alcohol. Ella era la actriz de Grand Hotel (1932), de Encadenada (1934), de La bella libertina (1936), de Maniquí (1937), de Mujeres (1939), de Mildred Pierce (1945) –premio Oscar–, de Possessed (1947) –segunda nominación a la estatuilla–, de Miedo súbito (1952) –tercera–, de Johnny Guitar (1954), de ¿Qué fue Baby Jane? (1962). Ella era la gran dama de la escena, la estrella de belleza exótica, cejas altivas, carácter visceral e ideas perversas a la que nadie podía toser. Por eso no iba a permitir que hubiera pruebas de su decrepitud.
Joan murió sola, pero no absolutamente sola. Aquella última mañana de su vida se había levantado haciendo un último esfuerzo porque uno de sus fieles admiradores había pasado la noche velándola junto a la cama, en presencia del ama de llaves. Estaba enferma, cáncer de páncreas, pero quería que ambos disfrutaran de un buen desayuno. Por eso se levantó, obsesa como era de la pulcritud y el perfeccionismo, para supervisar que en la mesa no faltaba de nada. Después volvió a la habitación, se metió en la cama y cerró los ojos. Esa fue su última vez. Recordando el momento, no sería extraño que Joan, vanidosa y con un ego enfermizo, hubiera ensayado su final como si se tratara del último acto de una obra de teatro. La versión oficial confirmó que había muerto de un ataque al corazón. Los rumores apuntaron sin embargo a un posible suicidio a base de pastillas. Que la actriz regalara una semana antes a su perro querido y que no se le practicara la autopsia levantaron ciertas sospechas.
Joan Crawford contra Bette Davis: la venganza maquiavélica
Si entre tanto torbellino cinéfilo se te pasó ver la serie de Ryan Murphy en HBO Max titulada Feud –se acaba de estrenar la segunda entrega, Feud: Capote vs. The Swans, en la que Esquire también es protagonista–, te recomiendo que la añadas a tu lista de deseos porque retrata uno de los capítulos más sonados de la vida de Crawford y Davis. Jessica Lange en el papel de Joan Crawford y Susan Sarandon en el de Bette Davis recrean con absoluta credibilidad la lucha de egos que ambas protagonizaron durante el rodaje de la película ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), de Robert Aldrich. Su rivalidad legendaria da para varios episodios, pero uno de los más entretenidos por maquiavélico es el que tramó Davis cuando hizo traer al set de rodaje una máquina de Coca-Cola, cuando todos sabían que Crawford se acababa de casar con su cuarto marido, Alfred Steele, presidente de Pepsi-Cola. Joan, igual de retorcida o más, se la devolvió con creces cuando Bette fue nominada a los Oscar por la dichosa película que las había enfrentado. ¿Qué hizo? Ofrecerse a las demás actrices nominadas para recoger el premio en su lugar, en el caso de que no pudieran asistir. Así arrebataría el protagonismo a Bette Davis. Y funcionó. El Oscar fue para Anne Bancroft por El milagro de Ana Sullivan (1962), pero esa noche tenía función de teatro y dejó que Joan lo recogiera en su nombre. Bette Davis se quedó de piedra al ver en el escenario a su archienemiga con la estatuilla en las manos.
Así se las gastaba Joan Crawford. Una mujer tan engreída como insegura que era capaz de manipular la realidad por miedo a que se le volviera en contra, antes incluso de que ocurriera. Ese fue el motivo por el que no acudió a la gala de los Oscar de 1946, a pesar de estar nominada –revisa aquí dónde ver todas las películas ganadoras de los Oscar 2024–. Un año antes, la actriz había regresado triunfal a la cartelera con la película Mildred Pierce, dirigida por Michael Curtiz, el director de Casablanca (1942). Interpretaba a sus órdenes el papel de una mujer de clase media que hacía lo imposible para que su hija ascendiera en la escala social. Ella, que sabía lo que era abrirse camino, pero desde mucho más abajo, resultó tan convincente que se llevó el Oscar a la mejor actriz. Pero no pudo disfrutar del gran momento. Presa de sus obsesiones, fruto, dicen, de un trastorno bipolar, estaba convencida de que se lo llevaría Ingrid Bergman por Las campanas de Santa María. Y como no quería pasar por esa humillación pública, decidió no ir alegando que estaba enferma. Al día siguiente, radiante de felicidad al saberse ganadora, recibió en su casa a la prensa metida en la cama con la estatuilla. Estaba perfectamente maquillada y rebosaba salud. Se había recuperado milagrosamente. Aquel Oscar con historia se subastó en 2012 por 427.000 dólares.
Bette Davis: "Joan Crawford se ha acostado con todas las estrellas de la Metro, menos con la perra Lassie"
Reconocido por fin su talento, aprovechó para plantar a la MGM y marcharse a Warner. Llevaba desde 1925 trabajando para la Metro Goldwyn Mayer, primero como estrella del cine mudo y después aprobando con nota su transición al cine sonoro con La indomable (1929). Pero estaba harta de aguantar a los magnates de la industria y de trabajar en ciertos títulos que consideraba por debajo de su talento. Y como era tan dura como las mujeres que interpretaba, se largó convencida de que ya les había dado bastante, incluidos los éxitos de taquilla junto a Clark Gable, con el que protagonizó ocho películas, entre ellas Amor en venta (1931), Alma de bailarina (1933) y Encadenada (1934). Con él también compartió una de las relaciones no oficiales más sonadas de la época, pues ambos estaban casados. Y es que la sofisticada Joan Crawford no solo era un genio de la interpretación y una adicta manipuladora. También era una devorahombres. A sus cuatro maridos hay que añadir una colección de amantes donde tampoco faltaron nombres de mujer. Dicen que sedujo a Marilyn Monroe y a Barbara Stanwyck, entre otras, y que por ese apetito bisexual desmedido Bette Davis dijo: “Se ha acostado con todas las estrellas de la Metro, menos con la perra Lassie”. Graciosa estuvo, la verdad, pero a Crawford todo eso le resbalaba. Es más, ella misma decía: “Me encanta interpretar a zorras. Todas las mujeres somos un poco zorras. Y los hombres incluso más”.
Joan Crawford: bipolar, obsesiva y maltratadora, según su hija
Pero ¿por qué ese carácter indomable, provocador, competitivo, envidioso, manipulador y sin escrúpulos? Algunos apuntan a sus orígenes humildes y a la falta de apego familiar. Nació pobre y sin padre con el nombre de Lucille Fay Le Sueur. Pero cuando su madre, que se ganaba la vida como lavandera, se casó con un empresario teatral con pocas luces y menos suerte, a la pequeña Lucille se le encendió la bombilla al ver que eso de la actuación a veces daba dinero. En casa había lo justo para comer, así que empezó desde muy joven a trabajar como camarera en hoteles y en otros empleos por el estilo. Nunca lo hizo para echar una mano en casa. Su objetivo era pagarse los estudios de teatro y danza y huir de allí. El día que ahorró lo suficiente y lo hizo, no hubo marcha atrás. Primero aterrizó en Broadway y después en Hollywood, con el sueño de ser bailarina. En aquella época, Joan era la típica flapper, es decir, una joven moderna y sexi que lucía vestidos y peinados cortos, prescindía de corsé y bailaba al ritmo de la música jazz –aquí la historia de uno de los padres del jazz, Louis Armstrong–. Ganar un concurso de charlestón la condujo directamente a los estudios de la MGM. Su primera película fue Lady on the night (1925). El resto, a estas alturas, ya lo sabemos.
Así que volvamos al día en que murió porque estoy segura de que alguno se preguntará por qué allí no se encontraba ninguno de sus cuatro hijos, los cuatro adoptados. La respuesta puede que se encuentre en el best seller Queridísima mamá, que publicó al año de su muerte la hija mayor, Christina Crawford. Allí contaba que la actriz era una adicta al vodka, una maniática de la limpieza que la arrastraba de la cama en plena noche para limpiar lo que había manchado y una maltratadora. No todos los hermanos respaldaron estas acusaciones, pero lo cierto es que los dos mayores se quedaron sin herencia –“ellos saben por qué”, dijo la actriz en su día– y los dos pequeños recibieron 77.500 dólares cada uno. El resto lo repartió en obras benéficas, quién sabe si como castigo o tras un ataque de humanidad.
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