«El asesino» (2023): la luz que nunca se apaga | Crítica - Revista Cintilatio

El asesino
La luz que nunca se apaga

País: Estados Unidos
Año: 2023
Dirección: David Fincher
Guion: Andrew Kevin Walker (Novela gráfica: Matz, Luc Jacamon)
Título original: The Killer
Género: Thriller. Intriga
Productora: Archaia Entertainment, Paramount Pictures, Plan B Entertainment, Boom! Studios, Panic Pictures
Fotografía: Erik Messerschmidt
Edición: Kirk Baxter
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Reparto: Michael Fassbender, Tilda Swinton, Charles Parnell, Arliss Howard, Kerry O'Malley, Sophie Charlotte, Sala Baker, Emiliano Pernía, Gabriel Polanco, Kellan Rhude
Duración: 118 minutos

País: Estados Unidos
Año: 2023
Dirección: David Fincher
Guion: Andrew Kevin Walker (Novela gráfica: Matz, Luc Jacamon)
Título original: The Killer
Género: Thriller. Intriga
Productora: Archaia Entertainment, Paramount Pictures, Plan B Entertainment, Boom! Studios, Panic Pictures
Fotografía: Erik Messerschmidt
Edición: Kirk Baxter
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Reparto: Michael Fassbender, Tilda Swinton, Charles Parnell, Arliss Howard, Kerry O'Malley, Sophie Charlotte, Sala Baker, Emiliano Pernía, Gabriel Polanco, Kellan Rhude
Duración: 118 minutos

David Fincher no pierde ni el nervio ni la mirada sólida en una película que explora sus viejas premisas en la máxima depuración de su estilo. Con un Michael Fassbender extraordinario, es un filme de regusto clásico pero de una modernidad y vigencia aplastantes.

David Fincher, llegado a estas alturas, poco o nada tiene que demostrar. Su filmografía habla por él, una de las más sólidas que cualquier cineasta en activo pueda lucir, aunque se le haya colado por ahí algún tropiezo como Mank (2020). Pero lo cierto es que al cineasta detrás de obras capitales como Seven (Se7en) (1995), El club de la lucha (1999) o Zodiac (2007) poco se le puede reprochar, teniendo en cuenta que, y a pesar de la experiencia que lleva acumulada en esto del cine, no ha claudicado todavía en su visión del mundo y del arte. Pesimista, oscuro, casi siempre irónico, amante de lo atmosférico y vigoroso. Unas características propias como artista que le han llevado a tocar en apariencia muchos palos —pensemos en piezas en la superficie muy dispares como el home invasion de La habitación del pánico (2002) o la interpretación de nuestros muy cuestionables tiempos de La red social (2010)—, pero que en realidad nunca ha sido más que uno solo: el ser humano, el individuo, la sociedad, el sistema. En El asesino (The Killer, 2023), que viene con el símbolo de la «n» roja al inicio de sus créditos y adapta libremente la novela gráfica de Matz y Luc Jacamon, sigue la misma senda, esta vez bajo la forma de un thriller seco y frío que previo a su estreno hizo creer a tantos que se trataba de su nueva Seven (Se7en) (ay, la mercadotecnia). Y qué craso error, siendo dos filmes de forma tan diferente, la una tan líquida y pegajosa, la otra tan pulcra y sarcástica, aunque ambos sinceros en la mirada del cineasta. Aquí, y siendo algo claro cómo Fincher se deshace en elogios hacia el polar francés en general y Jean-Pierre Melville en particular —¿cómo no pensar en El silencio de un hombre (Le Samouraï, Jean-Pierre Melville, 1967)?—, la narrativa es lineal, simple, franca, sin artificio ni señas de pretendida ampulosidad. La cámara sigue de cerca al personaje de Michael Fassbender, majestuoso en una creación hierática e impasible, en el ejercicio de varias jornadas de duro trabajo en el que deberá enfrentarse a las consecuencias de un error. Y este es el principal gran acierto de una obra que se siente siempre tan orgánica como distante —en el buen sentido, entiéndanme—: que no quiere confundir, no quiere ser inescrutable, no pretende epatar con rimbombantes arrebatos de autoría. Y, precisamente, gracias a todo esto podemos hablar de estar ante un filme cien por cien de autor, por paradójico que parezca.

Pero, ¿por qué El asesino funciona tan bien pese a su parquedad o narrativa silenciosa? En primer lugar, por la composición de personaje. Ese sicario calculador y frío da con suficientes claves como para ser tenido en cuenta como una creación cinematográfica muy bien definida y carismática. La innegable gracia escénica de Fassbender ayuda a ello, por supuesto —y también su magnífico desfile de sombreros—, pero sobre todo el misterio y el buen gusto con el que está delimitado: no fue necesario abrumar con métodos, trasfondos, líneas paralelas ni montajes obtusos para fundamentar su idiosincrasia y su motivación, que se vale únicamente de una mirada, una voz y un estilo para convertirse en verdadero. Además, su innegable sentido del humor, tan negro que a veces provoca carcajadas culpables, está aquí tan bien integrado y tan bien expuesto que no solo no causa rechazo o desconexión, sino que aporta un valor más dentro la obra, una demostración de músculo compositivo que sabe exactamente cómo manejar el tono fílmico. Y en segundo lugar porque su estructura en capítulos guía al espectador de una manera en absoluto invasiva, porque toma las decisiones correctas a la hora de ir desarrollando y resolviendo el conflicto, y porque su idea de lo que significa el cine es fina, bella, precisa.

Poder posar los ojos sobre un filme tan arriesgado, tan desértico e inflexible y con las cosas tan claras es un privilegio de difícil alcance.

Por supuesto, el uso que hace de la voz en off es, como poco, digno de comentario. Por lo general, tendemos a pensar que un flujo de pensamiento constante que verbaliza el mundo interior de un personaje traiciona el uso de la imagen fílmica, que debe ser autocontenida y no depender de factores externos como la música o la voz para ser comprendida. Y estaríamos en lo cierto. El caso es que en El asesino, la idea de Fincher de voz en off o de flujo de conciencia, además de haber demostrado la capacidad de adaptar el lenguaje de la novela gráfica en que se basa al medio fílmico sin estridencias, es mucho más concreta y delimitante que todo esto: el personaje de Fassbender no se explica como tal, sino que redescubrimos desde otro ángulo unos entresijos intelectuales que ya eran perfectamente visibles desde la imagen y la composición, desde la puesta en escena y la excelente fotografía de Erik Messerschmidt, desde los contraluces y las siluetas recortadas: es metódico, es firme, es frío, evita lo sensible, acepta los eventos, toma partido cuando es necesario. ¿Hemos realmente aprehendido alguna característica de su composición a base de voice over? En absoluto. Por si esto fuera poco, el excelente montaje del habitual de Fincher Kirk Baxter resuelve los eventos con máxima eficiencia y sentido del tiempo: el mantra que repite la mente del asesino coincidiendo en cada momento relevante, las finas elipsis, la adaptación de cada humor de la película a la idea narrativa última (cortes y puntos de vista en la escena de lucha, tranquilidad aplastante en la escena del restaurante con Tilda Swinton).

Porque una de las grandes virtudes de la obra es esa idea tan bella que expone de la creación cinematográfica en la que cada secuencia tiene un carácter particular que encaja dentro del gran contenedor de la suma de los tres actos. Fincher sabe rodar la caza paciente de un depredador, la huida firme de alguien que ya va calculando la respuesta, la fisicidad de una bestia en combate que hace daño con cada golpe encajado y propinado, la tranquilidad del que sabe que no va a perder su objetivo. Y todo ello lo rodea con la voz melancólica de Morrissey —y la banda sonora de sus habituales Trent Reznor y Atticus Ross— bajo la misma entidad narrativa: aquí no se trata de que haya set-pieces claramente diferenciadas, sino de aproximaciones a la misma realidad narrativa y conceptual desde márgenes complementarios del mismo acto fílmico. Interpretar cada uno de estos vaivenes no tendría un efecto claro sobre la percepción global de El asesino, que realmente debe ser entendida como una recuperación de las viejas costumbres cinematográficas, como una demostración de un gran cineasta como David Fincher de que el gran cine ni tiene los días contados ni está únicamente lleno de personajes en mallas pegando saltos y lanzando rayos, aunque aquí —y cada vez más— se nos haya obligado a asistir a ella en la pequeña pantalla. Poder posar los ojos sobre un filme tan arriesgado, tan desértico e inflexible y con las cosas tan claras es un privilegio de difícil alcance.

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