(Cesar Bueno/@photo.gec)
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Desde que cayó el Gobierno de Fujimori en el 2000, se ha erguido una corriente denominada antifujimorismo, en supuesta señal de rechazo hacia los crímenes cometidos durante la década de 1990. Sin embargo, en los últimos años, el antifujimorismo colérico ha demostrado no oponerse a los actos delictivos, sino simplemente a todo lo relacionado al apellido Fujimori.

Cuando apareció Alberto Fujimori en 1990, era un candidato improvisado cuyo único mérito era ser un profesor “del pueblo” montado en su tractor. Su candidatura presidencial fue tan improvisada que ni siquiera presentó plan de gobierno, y tenía serios cuestionamientos de su época como rector en la Universidad Agraria. A la izquierda no le importó nada de eso y lo apoyó sin titubear. Vargas Llosa, en su libro El pez en el agua, cuenta cómo el diario La República le declaró la guerra al escritor para favorecer a Fujimori. Parece que a los jóvenes antifujimoristas les falta un poco de lectura para ver que su gran enemigo fue creado por los que ahora marchan gritando –irónicamente– “memoria y dignidad”.

A Fujimori se le puede acusar de haber destrozado el sistema de partidos, haber dado un golpe de Estado, eliminar el Senado, la corrupción de su Gobierno y demás crímenes, pero eso mismo debe ser condenado a cualquier otro político. Al igual que Fujimori, Vizcarra destrozó el sistema de partidos y cerró “fácticamente” el Congreso, y fue aplaudido por la izquierda; Castillo no tuvo plan de gobierno, su Gobierno secreta corrupción, y así como Fujimori tuvo congresistas tránsfugas, el presidente tiene a ‘Los Niños’ en el Congreso que evitan su vacancia y, aun así, la izquierda antifujimorista lo apoya.

Queda claro que el fanatismo de cualquier tendencia, mezclado con ignorancia histórica, lleva a que los fanáticos apoyen a una persona que representa a lo que supuestamente ellos se oponen, pero con diferente apellido. Por eso, a las personas, sobre todo a los políticos, hay que juzgarlas por sus acciones y no por sus palabras.