André de Toth. Primera Parte | Cine Divergente

André de Toth. Primera Parte

La ética de la panorámica Por Marco Antonio Núñez

O. André de Toth: Overtura/justificación/captatio benevolentiae.

El húngaro André de Toth reúne todos los rasgos del cineasta desplazado por la barbarie teutona. Provisto de una sensibilidad típicamente centroeuropea, manifiesta en su singular estética, hubo de adaptarse a las condiciones materiales del sistema de estudios hollywoodense y a la imposición de unos códigos genéricos extraños, sin menoscabo, en ningún caso, de su personalidad artística. Conservó la independencia ante los primeros (nunca aceptó vincularse a ningún estudio), y aportó un punto de vista sumamente personal a los segundos. Trabajó el noir, el cine bélico, de terror, de espías y especialmente el western con igual soltura, asumiendo la naturaleza dúctil de sus convenciones e incurriendo en sincretismos notables. Su talento visual rindió en el blanco y negro como en el color, tanto en interiores como exteriores, ora en cinemascope, ora en 3-D, manteniendo unas constantes estilísticas con tendencia a las composiciones barrocas y una cámara en continuo movimiento, desviando la atención hacia el proceso mismo de escritura fílmica en abierta desconfianza hacia el relato «clásico».

¿Qué es o qué pretendemos decir con el pretencioso, pomposo y pedante título de «una ética de la panorámica»? Aparte del típico tufillo godardiano, epatante y gratuito, gracias al que algún moderno, poco interesado en un clásico olvidado, se detendrá (confiamos); nos hemos decantado por él a pesar de los pesares, porque pensamos que tras el estilema dilecto del húngaro, especialmente en las raras ocasiones en la que lo lleva al máximo de grados, algo que no por infrecuente, deja siempre de manifestar su ambición y deseo incluso cuando las circunstancias técnicas no lo consienten, subyace, en fin, una voluntad de «mostrar» el otro lado del plano; el envés, el reverso, la cruz, el lugar reservado para la cámara y los técnicos, la cuarta pared que se abre en auditorio. Si bien, frustrando esa expectativa.

El plano imposible tiene en su naturaleza volverse autorreferencial, desvelar el artificio. ¿Y no es de eso mismo de lo que versan sus tramas? Caracteres con una doble faz que caminan, conviven, simulan, aceptan las reglas comunitarias como uno más, en apariencia, con fingimiento hasta que son desenmascarados. Naturalmente la asimetría es sólo operativa en el interior de la diégesis, André de Toth siempre enseña sus cartas al espectador. De ahí ese suspense tan típico de su cine, con independencia del género.

La tensión que late en los márgenes de cada encuadre, márgenes móviles que se configuran a través de unos espacios líquidos, permeables a la cámara y las evoluciones de los personajes, confundidos a menudo con la tramoya con que revisten sus motivos y actos, nace en la puesta en escena y se comunica a la historia; nace siendo un recurso estético que deviene ético, una norma de conducta.

Las hermosas figuras del museo de cera, tan reales, tan vívidas, manifiestan un afán de ocultación exhibicionista digno del célebre cuento de Poe. No resultan vívidas porque bajo la cera haya un cadáver, sino a causa precisamente del aparato de afeites y cosméticos y los disfraces que los identifican como figuras históricas; en la paradójica ocultación misma de la verdad que exhiben, en la máscara que oculta el horror y lo articula en el universo simbólico del espectador.

La magia del cine nace de la asunción de una impostura que De Toth, ya sea por su origen o por una inclinación personal, se empeña en revelar, articulando lo imposible, forzando los ejes hasta dislocarlos, dilatar el tiempo, tensionar los planos anunciando un dato, revelación o sorpresa que a menudo se frustra. O no, si lo que se desea es exhibir la naturaleza panóptica de la cámara.

Esta actitud, pues, cristaliza en un estilo que manifiesta un hábito, un carácter, un ethos, que preside la obra de nuestro director.

Ante la imposibilidad de ocuparnos del conjunto de su obra y dado nuestra repulsa a condescender con la mera reseña, abordaremos un conjunto de películas, más o menos representativas, más o menos conocidas y accesibles, asumiendo la injusticia que se le hace con ello a las que dejamos fuera sin merecerlo.

House of Wax André de Toth

Los crímenes del museo de cera

1.  André de Toth. Saldando cuentas con el presente: None Shall Escape

En ocasiones el deber cívico genera verdadero arte. En ocasiones filmes concebidos para aleccionar a la audiencia, remover sus conciencias, crecen sobre su fin utilitario, legítimo sin duda, pero que en manos poco hábiles, condenan el producto final. Lo contrario ocurre cuando el talento se compromete, y la hondura moral del testimonio que entrañan, se suma a su logro estético. A Fritz Lang debemos las mejores cintas antinazi, None Shall Escape no desmerece de Los verdugos también mueren (Hangmen also die, 1943), por ejemplo, llegando a anticipar elementos presentes de Roma, ciudad abierta (Roma città aperta, Roberto Rossellini, 1945).

En ocasiones se ha destacado de None Shall Escape su carácter profético, al plantear la necesidad de juzgar a los responsables de la mayor matanza de la historia de la humanidad al término del conflicto. El filme se rodó en un momento, además, en el que el alcance de la misma, estaba lejos de conocerse, con lo que la audacia de su planteamiento resulta aún mayor.

Pero su verdadero interés, a nuestro juicio, radica en plantear una genealogía del nazismo a partir de la evolución de su protagonista, Wilhelm Grimm (Alexander Knox), cuyos episodios vitales, en ocasiones, guardan parentesco con los de Hitler (la muerte de su sobrina, la clandestinidad y posterior estancia cómoda en prisión, etc.). André de Toth estructura la historia a partir de tres flash-backs en correspondencia con sendos testimonios de un sacerdote, el hermano del acusado y una antigua novia polaca, en los que el tono además, guarda relación con el nivel de sufrimiento que Grimm les ha causado y el propio devenir de los acontecimientos, estructurados con gran habilidad, en gradación climática en correspondencia con el aumento de los crímenes.

En el primer bloque, la mirada piadosa del sacerdote católico interpretado por el capriano Henry Travers, trata de indagar en las razones que hacen de un buen hombre, un monstruo. La Gran Guerra y la chapuza de Versalles, donde la intransigencia de los «vencedores», impidió ganar la paz, sobrevuela el episodio, centrado en el regreso de Grimm a sus clases en un pueblo polaco.

Como toda persona con una inteligencia superior a la de los componentes del actual Ministerio de Educación sabe, la educación de la juventud es la base del futuro de una nación. Dependiendo de qué futuro se desee, así será. La primera víctima del fanatismo incipiente de Grimm es una alumna. La muerte del inocente aparece como motivo recurrente en el desarrollo del filme. La manipulación de los jóvenes a partir de adoctrinamiento, variante perversa de la educación, es el peligro del que se advierte con gran lucidez.

Su propio sobrino, Willie (Richard Crane, Billy Dawson) será la segunda víctima de Grimm. El niño crecerá fascinado por el poder creciente de su tío, así como por las ideas de grandeza germana que aquel le presenta. Este episodio lo narra el hermano del acusado y padre de la víctima, Karl (Erik Roff), que será enviado a un campo de concentración por sus ideas contrarias al nazismo.

Si algo hay que valorar en el filme, es la ausencia de condena al pueblo alemán, nunca identificado con el nazismo y sí visto cómo víctima de una conspiración, en la que los más jóvenes se empaparon de una ideología a la que no podían enjuiciar por carecer de sentido crítico, en cuyo desarrollo colabora activamente, materias tan despreciadas por los mercaderes del templo, como la filosofía; y en la que los mayores, por miedo a la purga, colaboraron por omisión de acción.

El último episodio corresponde a Marja (Marsha Hunt), antigua novia de Grimm y primera persona en advertir la deriva peligrosa de su pensamiento, algo que le lleva a rehusar casarse con él. Tras la invasión de Polonia, un ensoberbecido Grimm regresa para saldar cuentas con el pasado. A las humillaciones seguirá el uso de la fuerza con el comienzo de la segregación judía, anticipando incluso su exterminio.

La matanza del vagón de carga, rodada por André de Toth de un modo brutal, al mostrar repetidamente los impactos que lo astillan, el modo frío y desapasionado con que Grimm dispara al rabino a quemarropa, o el plano de Marja caminando con el cadáver de su hija en brazos, a la que Grimm había destinado al club de oficiales, para apartarla de Willie, a la sazón, Teniente de las SS, merecen estar, junto con el asesinato de Pina en Roma, ciudad abierta, entre lo mejor que se ha hecho nunca en género de la ocupación.

A Grimm aún le faltará matar a su sobrino, cuando reniegue del nazismo y entre en la iglesia, luego de entregar la esvástica a su tío y arrancarse los galones de su uniforme, para arrodillarse y rezar ante Janina (Dorothy Morris), la enésima víctima de un conflicto que no ha hecho más empezar.

André de Toth desplaza la barbarie ejercida sobre los otros, eslavos y judíos, hacia la propia sangre, dejando claro que el pueblo alemán fue la mayor víctima de Hitler. No sólo lo llevó a la guerra y cubrió de un oprobio que perdurará mientras perviva la memoria de los hombres, sino que castigó hasta el último momento, no cediendo cuando la guerra estaba pérdida, exponiendo a la población civil a los bombardeos criminales de Dresde y Berlín, así como al salvajismo soviético.

Naturalmente, el fanatismo de Grimm no transige con el arrepentimiento y su enérgica intervención final estará trufada de expresiones literalmente tomadas de los discursos del Fürher. Con un perro rabioso sólo hay un tratamiento, parece querer sugerir.

El filme comienza con la bandera nazi arriada, y a continuación, el primer plano del juez de un tribunal internacional constituido para depurar responsabilidades, se abrirá en un travelling retro en forma de barrido hacia la izquierda, sobre los rostros de los miembros del jurado, que terminará en el banquillo del acusado. Desde su derecha, aparecerán los testigos que narran la historia. El filme se cierra con el referido discurso de Grimm, donde su mirada se dirige hacia la cámara, haciendo a la audiencia destinataria de sus palabras admonitorias. El contraplano nos devuelve al juez, cuya mirada también coincide con el eje de la cámara, y en un suave travelling de aproximación hasta regresar al primer plano con que se abría la película. El cierre completa el círculo con el fundido de su rostro sobre las tremolantes banderas aliadas.

La cuidada estructura tiene su eco en la enunciación, siempre a partir de una cámara en perpetuo movimiento, que combina panorámicas en sendas direcciones como forma de representar el conflicto, el choque. De Toth juega igualmente con los segundos términos, para no perder de vista la dimensión colectiva de ese conflicto personal al que nos hace asistir en los primeros compases de la historia, con lo que el dinamismo visual de la cinta, en comunión con osadas disposiciones lumínicas, hacen de ella un trabajo de fina orfebrería visual, una experiencia estética única, una obra maestra imprescindible para conocer de donde viene esta Europa en la que tanto creen los mercachifles.

None Shall Escape André de Toth

 None Shall Escape

3. André de Toth. El western para un húngaro.

El western para un húngaro debe ser algo exótico.

Abordaremos ahora el género que más veces frecuentó André de Toth. Hasta en 11 ocasiones fatigó la aspereza de los paisajes de un género dominado por la representación del espacio y una mitología muy consolidada. Superó en número a su paisano Michael Curtiz, sin por ello, llegar a gozar nunca del reconocimiento de otros artesanos como Daves, Sturges o Boetticher.

En los mejores títulos (La mujer de fuego, El día de los forajidos) el espectador infiere un conflicto previo que late tras la tensión de las primeras secuencia. La crisis de los héroes de André de Toth procede de su implicación en una cierta ruptura del pacto comunitario, a menudo, provocado por la no observancia de esa regla de oro del liberalismo, el derecho a la propiedad. En ocasiones su honorabilidad es cuestionada. En ambos casos, la raíz del conflicto está siempre en el lugar de los otros, pendiente del filo de sus miradas y el estilete de sus lenguas (por cierto, en los westerns del húngaro, se habla mucho).

Tres líneas temáticas principales han regido el género por excelencia del cine norteamericano en su periodo clásico: la Frontera, la Guerra Civil y la consolidación del capitalismo, o lo que los cursis, cínicos y canallas llaman, «el progreso».

Las cintas del húngaro abordan estas las líneas temáticas más como una convención asumida con profesionalidad que con convicción artística. Por otra parte, y a diferencia de lo que venía siendo habitual, a André de Toth nunca le interesaron las grandes individualidades, y sí en cambio, las tramas que implicaban y complicaban, personajes y acciones. Dato que se confirma en el escaso aliento épico de sus cintas y la difusa naturaleza heroica de sus protagonistas.

El rodaje en exteriores propiciará el empleo de las citadas panorámicas alejadas de una intención meramente paisajística, durante (la panorámica expresa una duración siempre) la que observadores situados en primer término, asisten a la acción, expectantes, pacientes, ocultos, rompiendo la simetría en la narración con el héroe, cuyo punto de vista, rara vez se asume. Mostrando, en definitiva, la otra escena.

En El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955), el personaje de James Stewart detenía su caballo para contemplar los restos carbonizados de las carretas que engrosaban la impedimenta de la patrulla de su difunto hermano. El contraplano adopta la forma de una panorámica que se identifica con la mirada del protagonista, barre la desolación del paisaje para incluirlo, por último, en el encuadre y fundirlo con la tragedia que está en la raíz de sus motivos. La complejidad nace de la disociación en dos planos diversos que acaban fundidos; la dialéctica de la mirada y lo mirado, sujeto y objeto, se unen en el espacio, prefigurando la resolución del conflicto como síntesis de los antagonismo previos.

En André de Toth, sin embargo, la enunciación se aleja del héroe y se funde con el personaje colectivo, verdadero asiento del drama. La cámara mantiene siempre la lateralidad respecto al eje de acción y no acostumbra a adoptar la mirada del protagonista. Una cámara ubicua echa un vistazo en derredor hacia el paisaje humano desde el que se juzga, conspira, aprueba o condenan a determinados personajes. La mirada y el conocimiento de todos ellos es sesgada, ignoran la otra escena, el lugar donde se cocinan las conspiraciones, los otro 180º que el ángulo de su mirar no abarca.

En cuanto a los temas, la trama de La mujer de fuego (Ramrod, 1947), se sitúa dentro de las luchas entre ganaderos. Se trata de su western más estilizado en el que no es arriesgado apuntar una influencia notable de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Además de por su puesta en escena, brillante, fascinante a ratos, destaca por su personaje principal, interpretado por Veronica Lake, una verdadera femme fatale que anticipa a otras mujeres fuertes en un ámbito eminentemente masculino, como la Vienna de Johnny Guitar ( Nicholas Ray, 1954) o Altar Kane en Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang, 1952).

Sus recursos formales (largos travellings, paredes líquidas, presencia obsesiva de los techos en interiores, iluminación lateral y consiguiente abundancia de sombras, etc.), su estética expresionista y el tipo femenino referido, son una extrapolación o trasvase de estilemas y tipos del noir, poniendo de manifiesto ya desde su primera incursión en el género, una voluntad de cuestionar la pureza de ciertos principios genéricos que se mantendrá en sus mejores obras.

El «western fronterizo», lo forman títulos como El último de los comanches (The Last of Comanches, 1953) o Pacto de honor (The Indian Fighter, 1955). André de Toth se suma a la corriente romántica del «buen salvaje» inaugurada por Flecha rota (Broken Arrow, 1950) del gran Delmer Davis, y en respuesta a cierta mala conciencia que comenzaba a despertarse en la joven nación, a la que el hedor de los campos de Europa le había hecho reparar en su pecado: el racismo.

Ante la realidad del genocidio sobre el que se establecen los EE UU, la progresía de Hollywood reacciona en la década de los cincuenta con una serie de filmes que abordan el trauma que para las naciones indias supuso la conquista del oeste. Pero había de remozar al indígena, domesticarlo, ponerle el rostro de un blanco, antes de presentarlo en sociedad. Se asimila entonces al indio al discurso del anglosajón, aniquilando su identidad cultural y trivializando su exterminio. La guerra, en estos filmes bienintencionados, suele ser fruto de malentendidos incubados por minorías interesadas en el conflicto y no como respuesta a un programa metódico que empezó a gestarse desde la llegada del Mayflower. Si el católico vio en el indio una oportunidad, para evangelizarlo o para explotarlo laboral y sexualmente, el puritano veía en él únicamente un obstáculo, un problema que había que erradicar; y vaya si erradicó.

El único cineasta que tuvo la lucidez y honestidad suficiente para abordar al indio desde su radical otredad, fue, como no, John Ford. Acusado de racista y militarista por la miope muchachada gala, el sabio irlandés exploró como nadie las imposibles relaciones entre el este y el oeste, dicho en palabras de otro incomprendido por la progresía, Kipling; sin concesiones ni complacencias. La inconmensurabilidad entre culturas, se resolvió en la confrontación, siempre deseada por el poder, ya que de ella saldría la solución final.

André De Toth representa aquella tendencia amable que llenó las pantallas de hermosos salvajes, como Elsa Martinelli, domiciliando el conflicto en fechorías privadas que malquistaban la convivencia, al final, salvada in extremis. El enlace entre el blanco y la india sellaba un nuevo pacto, y soñaba la promesa de un mestizaje imposible.

André de Toth abordará directamente el conflicto fratricida en El honor del Capitán Rex (Spingfield Rifle, 1952), más atento a las evoluciones de una historia ciertamente original, que al conflicto o sus consecuencias, como hacía Fuller en un western lúcido como pocos, Yuma (Run of the Arrow, 1957).

Espionaje y contra-espionaje aparecen en una historia dominada por una atmósfera paranoide que parece trasladar un argumento más propio de la Guerra Fría a los predios del western, llegando a verse un juicio por traición resuelto en términos propios de la caza de brujas. Y todo ello, con la excusa última de mostrar el funcionamiento de un nuevo rifle (algo anecdótico que, no obstante se utilizó en el título con fines comerciales tras el éxito de Winchester 73 (Anthony Mann, 1950).

El filme plantea la interesante cuestión de la idea de «honor» (el título español es más rico que el original) como atributo social que en nada responde a la conducta propia y sí a la consideración que ésta reciba. El individuo se ve de continuo sometido al escrutinio de la mirada sesgada de la comunidad, siempre dispuesta al linchamiento, físico o social. De modo que, estamos tentados a pensar que André de Toth, podría estar valiéndose del pasado para hablar de la dura actualidad del macartismo, especialmente, teniendo en cuenta la benevolencia con la que trata al traidor.

Por encima del interés de la historia está el vigor de su narración, Gary Cooper y la brillantez de su puesta en escena. Menudean las panorámicas de 360º, los contrapicados y un tratamiento espectacular de los exteriores que en nada envidian a los mejores de Mann, y hacen de El honor del Capitán Lex una de las cintas más representativas del estilo del húngaro.

De Toth no abordará de forma directa el conflicto entre ganaderos (representantes del capital) y campesinos, como lo hiciera Vidor, entre otros, en La pradera sin ley (Man Without a Star, 1955), sino a partir de la amenaza que para el capital suponen las actividades delictivas. De modo que la resolución de los conflicto supone siempre un restablecimiento del orden, el acatamiento al status quo y su beneplácito al dominio del capital, tantas veces identificado con el progreso. De modo que podemos concluir que el húngaro es más conservador que algunos de sus ilustres colegas.

La peligrosa ideología del progreso se incuba como un virus en el seno del pensamiento liberal durante el s. XVIII, entre comerciantes y usureros, remozada luego bajo el barniz del bienestar comunitario, como una forma de dominio económico. Los bandidos de De Toth carecerán del halo romántico y rebelde de los felones de Ray, autor más reacio a comulgar con el poder. Carson City (1952), La última patrulla (Thunder over the Plains, 1953), El día de los forajidos (The Day of Outlaws, 1959) o La mujer de fuego, abordarán, siempre de un modo oblicuo y nada valiente, estas cuestiones.

The Man from Laramie André de Toth

El hombre de Laramie

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