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Crímenes de la historia: La decapitación por adulterio de Ana Bolena

Crímenes de la historia: La decapitación por adulterio de Ana Bolena

Crímenes que cambiaron la Historia: episodio 4

Ana Bolena: de amada a ejecutada

Ana Bolena fue dama de honor de Catalina de Aragón y reina de Inglaterra. Sin embargo su marido Enrique VIII la acusó de adulterio y acabó ejecutada en mayo de 1536 en el interior de la Torre de Londres.

Ana Bolena fue dama de honor de Catalina de Aragón y reina de Inglaterra. Sin embargo su marido Enrique VIII la acusó de adulterio y acabó ejecutada en mayo de 1536 en el interior de la Torre de Londres.

Crímenes de la historia: La decapitación por adulterio de Ana Bolena

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El día en el que le cortaron la cabeza, Ana Bolena comentó, optimista: “He oído que el verdugo es muy bueno, y yo tengo un cuello fino”. Aquella mañana de mayo de 1536, la todavía esposa del rey Enrique VIII de Inglaterra estaba todo lo contenta que podía estar, dadas las circunstancias, porque tendría una muerte rápida y digna -al menos, para los estándares de la Inglaterra del siglo XVI-. La sentencia que había marcado su trágico destino la condenaba a morir o bien en la hoguera, o bien por decapitación. La elección no era de Ana Bolena, sino de su marido, el rey. Por suerte para ella, este tuvo el detalle de elegir la decapitación, y ahorrarle así una muerte lenta y agonizante entre las llamas. Con su muerte, Ana Bolena se convertiría en la primera reina de Inglaterra en subir al cadalso, y la primera de las dos esposas de Enrique VIII en ser ejecutadas por orden suya.

¿Pero qué hizo Ana Bolena para merecer semejante castigo? Según el jurado que la juzgó, la reina era culpable de cometer adulterio, incesto y alta traición. Pero la mayoría de los historiadores coinciden en que su único crimen fue no haber dado a luz a un hijo varón; el hijo que Enrique VIII esperaba ansiosamente, y que heredaría el trono de Inglaterra. Irónicamente, fue el deseo de Enrique de tener un hijo lo que convirtió a Ana Bolena en reina de Inglaterra. Pero ser esposa de Enrique VIII no era garantía de tranquilidad y prosperidad; al contrario, era un deporte de alto riesgo.

Ana Bolena pertenecía a una familia aristocrática inglesa. Pasó parte de su adolescencia en la corte francesa, donde recibió la educación típica para las chicas como ella. Allí aprendió a bailar, a cantar y a flirtear, pero también ayudó a su padre, que era diplomático, a influir en asuntos políticos. Según las crónicas de la época, Ana era inteligente, carismática y atractiva. De vuelta en Inglaterra, entró en la corte de Enrique VIII como dama de honor de la entonces reina de Inglaterra, Catalina de Aragón.

A Ana Bolena no le faltaban admiradores en la corte inglesa. Su magnetismo y su estilo afrancesado la convirtieron en una figura popular. Fue entonces cuando el rey -que, por cierto, estaba liado con la hermana de Ana Bolena, María- comenzó a fijarse en ella. Al principio, Ana intentó frenar sus avances. De hecho, pasó un año fuera de la corte para intentar distanciarse de él, aunque continuaron comunicándose por carta. Es difícil saber si Ana buscaba alimentar el deseo del rey desde la distancia para asegurarse una posición más sólida que la de amante -como se ha dicho tradicionalmente-, o si realmente quería que Enrique VIII se olvidase de ella. En todo caso, la presión del rey dio sus frutos, y Ana Bolena volvió a la corte.

En 1527, la entonces reina de Inglaterra, Catalina de Aragón, tenía 42 años, y llevaba 18 casada con Enrique VIII. En todo ese tiempo había dado a luz a tres hijos y tres hijas. De todos ellos, solo una, María, sobrevivió a los primeros meses de vida. Esto significaba que el rey no tenía sucesor, ya que las mujeres no podían

heredar el trono entonces. Enrique necesitaba un hijo legítimo que asegurase el futuro de su dinastía. Tenía treinta y cuatro años, y se estaba impacientando. Con este objetivo en mente, y propulsado por su obsesión amorosa, el rey comenzó a buscar la manera de invalidar su unión con Catalina y casarse con Ana.

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La prohibición del divorcio

En el siglo XVI, la Iglesia católica no permitía el divorcio, así que Enrique centró sus esfuerzos en conseguir la anulación de su matrimonio. Para esto, necesitaba una justificación sólida. Entonces, Enrique desarrolló la teoría de que su matrimonio con Catalina no había dado un heredero porque estaba “manchado a ojos de Dios”. ¿El motivo? Antes de casarse con él, Catalina se había casado con su hermano Arturo. Pero Arturo murió antes de consumar su matrimonio con Catalina, y la unión fue anulada. Para no perder la alianza entre Inglaterra y España que este matrimonio había asegurado, Enrique se casó con Catalina. Y aquí estaba el quid de la cuestión: el rey se convenció a sí mismo de que este matrimonio iba contra la ley divina, porque la Biblia prohibía que un hombre se casase con la viuda de su hermano. Según él, el fracaso de su matrimonio a la hora de producir un heredero era un castigo divino recibido por su unión ilegítima. Y no solo eso: Enrique aseguraba que estaba viviendo en pecado mortal con Catalina, y que para volver a tener el favor de Dios tenía que cambiar esta situación urgentemente.

En aquella época, cuando un rey hacía una petición especial al papa, lo normal era que este se la concediera sin demasiadas complicaciones. Pero este caso concreto era demasiado arriesgado para el papa Clemente VII. Y es que Catalina de Aragón era la tía de nada menos que Carlos I de España y V de Alemania. Acceder a la petición de Enrique VIII de anular su matrimonio era humillar a la tía del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Además, Catalina era una mujer muy devota, muy popular, y estaba orgullosa de su estatus de reina. Para ella, su matrimonio con Enrique era una unión sagrada, y no se iba a rendir sin pelear. El papa no tenía ningún interés en crear un conflicto que le podía complicar mucho la vida, así que rechazó la solicitud de Enrique VIII. El rey inglés volvía a estar en la casilla de salida.

Enrique VIII y el cristianismo

La vía legal para invalidar el matrimonio de los reyes de Inglaterra no llevaba a ningún lado, y Enrique VIII tenía prisa. Entonces, el rey dio un paso que cambiaría el curso de la historia de su país y de la del cristianismo: rompió los lazos entre Inglaterra y la Iglesia católica de Roma, e inició la Reforma anglicana. Con la ayuda de Thomas Cromwell, su consejero más próximo, Enrique hizo que Inglaterra se convirtiese en un estado religioso independiente, cuya máxima autoridad era el rey; o sea, él mismo. Así, a través de una revolución religiosa que no había planeado -y que causó inestabilidad política y religiosa durante los doscientos años siguientes-, Enrique VIII pudo por fin casarse con Ana Bolena, su gran objeto de deseo, y declarar nulo su matrimonio con Catalina de Aragón.

Nueve meses después de la boda, la nueva reina de Inglaterra dio a luz. Lamentablemente para el rey, el bebé era una niña, a la que llamaron Isabel. En los tres años siguientes, Ana sufrió al menos un aborto natural, y dio a luz a un niño que nació muerto. A pesar de su obsesión romántica inicial, para entonces, Enrique ya había perdido el interés en Ana y había retomado su costumbre de tener amantes. Una de ellas, Jane Seymour, le gustaba especialmente. Quizá el nacimiento de un hijo hubiese salvado su segundo matrimonio, pero lo cierto es que Enrique VIII no era muy amigo de la monogamia.

En palacio, la reina Ana no caía demasiado bien. Según los historiadores, los cortesanos la veían arrogante y distante. Surgieron grupos de aristócratas molestos porque, con el cambio de régimen religioso, habían perdido su influencia. Entre el pueblo llano, Ana tampoco era muy popular. Muchos simpatizaban con Catalina, que había sido apartada de un guantazo, y con su hija María, que ahora era “hija ilegítima”.

A nivel internacional, el rey perdió una alianza muy beneficiosa con el emperador Carlos V, que se negó a reconocer el matrimonio de Enrique VIII con Ana Bolena. Cromwell, el consejero del rey, tampoco había hecho buenas migas con la nueva reina. Al parecer, Ana y él no estaban de acuerdo en muchos asuntos de política exterior, y tenían opiniones contrapuestas en cuanto a cómo gestionar las finanzas del rey. Y es que Ana estaba interesada en los asuntos de estado, tenía buenas ideas, y quería implementarlas. Pero el rey solo quería una cosa de su esposa: que diese a luz a un niño. Al ver que su ansiado heredero no llegaba, Enrique -que siempre había sido supersticioso- empezó a preguntarse si esta unión no estaría condenada al fracaso también, así que empezó a pensar en cómo librarse de su segunda esposa. Las aguas se estaban enturbiando alrededor de la reina.

Comisión secreta contra Ana Bolena

Enrique VIII ordenó organizar una comisión secreta liderada por Cromwell para investigar a Ana Bolena: qué hacía, qué decía, con quién se veía. El propio padre de Ana formaba parte de este grupo. Algunos historiadores sugieren que este habría intentado advertir a su hija de lo que estaba pasando. Pero poco podía haber hecho ella para esquivar su destino. Al cabo de poco tiempo, Ana Bolena fue acusada de serle infiel al rey con cuatro hombres de la corte. Uno de ellos confesó; eso sí, bajo tortura. También fue acusada de cometer incesto con su propio hermano, de utilizar magia negra para embrujar al rey, y de conspirar para asesinarlo. La mayoría de los historiadores modernos coinciden en que las acusaciones eran falsas. El 2 de mayo de 1536, Ana Bolena fue arrestada y encarcelada en la Torre de Londres, donde la hicieron entrar por la infame Puerta de los Traidores.

Enrique VIII era desconfiado por naturaleza, y no le costó creer en la culpabilidad de Ana Bolena. Además, a estas alturas, el rey ya estaba perdidamente enamorado de Jane Seymour, así que ignoró las protestas de Ana, que defendía su inocencia. Días después de la detención de Ana Bolena y de sus supuestos amantes, se celebró un juicio-farsa. El veredicto: culpables; el castigo: pena de muerte. La sentencia de Ana Bolena decía que se le condenaba a “ser quemada en la Torre de Londres, o a ser decapitada de la manera que más le plazca al rey”.

Durante años no se supo gran cosa sobre los preparativos de la ejecución de Ana Bolena, y se dio por hecho que habían corrido a cargo de Cromwell. Pero, en 2020, un grupo de historiadores descubrió un documento entre los archivos de los Tudor que explica el proceso con pelos y señales. Y no solo eso: también revela que la persona que ideó y coreografió la ejecución de Ana Bolena fue… el propio Enrique VIII. Según

Tracy Borman, una de las historiadoras que estudiaron el hallazgo, el documento “muestra el modus operandi premeditado y calculado de Enrique. Sabe exactamente cómo y dónde quiere que ocurra”. El rey dio instrucciones precisas sobre la ejecución, dejando claro que todas debían seguirse al pie de la letra.

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Enrique VIII diseñó la ejecución de Ana Bolena

Así, con la máxima frialdad, Enrique VIII diseñó la ejecución de su esposa; de la mujer por la cual literalmente había cambiado la religión de todo un país. Pero, dentro de esa frialdad, el rey encontró un resquicio de calidez, al ordenar que fuese decapitada, y no quemada. También mandó que el verdugo utilizase una espada en vez de un hacha. Algunos historiadores interpretan este detalle como un gesto de cortesía, ya que el hacha no era tan eficiente a la hora de cortar cabezas, y a veces había que dar más de un golpe; un espectáculo francamente cruel y desagradable, incluso para la época. Otros estudiosos apuntan a que Enrique eligió la espada porque este era el método de ejecución de moda en Francia, donde Ana Bolena había pasado algunos de sus años más felices. También se ha especulado que quizá la decisión podría haber estado relacionada con la leyenda artúrica. Según la historiadora Leanda de Lisle, la espada era “símbolo de Camelot, del rey justo, y de la masculinidad”. De Lisle argumenta que, por un lado, los Tudor consideraban a su dinastía una continuación del Camelot del rey Arturo; y por otro lado, Enrique, supuestamente engañado por Ana, se identificaba con el rey legendario, cuya esposa, Ginebra, también había sido condenada a muerte por adulterio. Según la leyenda, Arturo la salvó de la hoguera, en un honorable acto de compasión. Enrique estaba dispuesto a no mandar a Ana a las llamas, pero no iba a imitar a su ídolo hasta el punto de salvarle la vida.

Las historias sobre el adulterio de Ana Bolena habían extendido rumores sobre la virilidad del rey. Se decía que la reina se había buscado amantes porque su marido no la satisfacía en la cama. Es probable que estos rumores llegasen a oídos de Enrique y añadiesen más leña al fuego de su resentimiento, a la vez que le ayudaban a convencerse a sí mismo de que el castigo era justo. En público, el rey se rodeaba de mujeres atractivas y hacía exhibiciones de “alegría extravagante”, según un testigo de la época. Pero, de puertas para dentro, se reconfortaba planeando cada detalle de la ejecución de Ana Bolena. Según de Lisle, “tomar el control sobre la muerte de su esposa le ayudaba a convencerse a sí mismo de que la caída de Ana Bolena le fortalecería en vez de debilitarle”.

En la mañana del 19 de mayo de 1536, Ana Bolena bromeaba sobre el tamaño de su cuello. El gobernador de la Torre de Londres se sorprendía gratamente al ver la alegría con la que la reina afrontaba su propia ejecución. Según su testimonio, en un gesto que pretendía dejar clara su inocencia, Bolena comulgó aquella mañana. También se quejó de la hora prevista para su muerte, que rozaba el mediodía. Y es que, aunque el sentido del humor la ayudaba a sobrellevarla, la espera era angustiante.

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Las últimas palabras de Ana Bolena

Cuando llegó el momento de subir al cadalso, Ana Bolena llevaba puesto un vestido gris adornado con pieles, y el pelo recogido. Colocándose delante de su verdugo -un espadachín que Cromwell había traído desde Calais-, la reina dirigió las siguientes palabras a los presentes:

“Buena gente cristiana: no he venido aquí a dar un sermón; he venido aquí a morir, ya que, según la ley y por ley, he sido condenada a muerte, y, por tanto, no diré nada contra ello. No estoy aquí para acusar a nadie, o para hablar de aquello de lo que se me ha acusado y por lo que se me ha condenado a muerte, sino para rezarle a Dios para que salve al rey y le dé un largo reinado, ya que jamás ha habido un príncipe más gentil y misericordioso, un señor soberano que siempre fue bueno y amable conmigo. Y si alguna persona quiere entrometerse en mi causa, le pido que lo haga con buen juicio. Y así dejo el mundo y a todos vosotros, y deseo de corazón que recéis por mí.”.

Entonces, Ana Bolena se arrodilló, pronunciando una oración final en la que rogaba a Dios que se apiadase de su alma. Sus damas le quitaron el tocado y le vendaron los ojos. Cuenta la leyenda que el verdugo, conmovido por la dignidad de la reina, intentó distraer su atención diciendo: “¿Dónde está mi espada? Mozo, trae mi espada”. Inmediatamente después, y por sorpresa para la reina, el espadachín la decapitó de un solo golpe; un golpe rápido y certero, como ella había rezado por que fuese. El cañón de la Torre de Londres resonó en la ciudad, informando de que Ana Bolena estaba muerta. Once días después, Enrique VIII se casó con Jane Seymour. La historiadora Sandra Vasoli reveló que, años después, en su lecho de muerte, Enrique expresó su arrepentimiento por cómo había tratado a Bolena y a su hija. A buenas horas.

Y así fue como pasó a la historia la mujer por a que el rey de Inglaterra deseaba tanto que cambió la religión de su reino para tenerla. La mujer que iba a salvar a la dinastía de Enrique VIII, y de la que él se deshizo sin contemplaciones, y como si fuese una criminal. Su tercera esposa, Jane Seymour, dio a luz un varón que sobrevivió a la infancia, y Enrique VIII por fin respiró tranquilo. Su trabajo estaba hecho. Por si acaso, se casó tres veces más, pero no tuvo más hijos. El ansiado heredero, Eduardo VI, fue coronado a los nueve años, tras la muerte de su padre. Pero, a los dieciséis años, Eduardo contrajo una fiebre que lo acabó matando. Así fue como, irónicamente, la dinastía Tudor sobrevivió unos años más gracias a las hijas a las que Enrique VIII había despreciado: primero María -hija de Catalina de Aragón-, y después Isabel -hija de Ana Bolena-.

Ana Bolena no le dio a Enrique VIII el heredero que deseaba, pero le dio a Inglaterra algo mucho más valioso. Porque el legado de Ana Bolena fue su hija, Isabel I: La monarca que hizo grande Inglaterra, poniendo los cimientos de un país que dominaría el mundo.

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