Las infidelidades que cambiaron la historia de España: de Enrique IV a Alfonso XIII

Las infidelidades que cambiaron la historia de España: de Enrique IV a Alfonso XIII

La historia de la realeza y nobleza española está repleta de cuernos legendarios que cambiaron, de un modo u otro, el devenir de los acontecimientos

Tamara Falcó: «El anillo se lo devolví el sábado antes de irme de casa»

Isabel II y su marido, Francisco de Asís de Borbón ABC
César Cervera

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Las infidelidades salpican la historia de la humanidad. En unos casos se presentan como hermosas historias de amor vividas en secreto, mientras que otras, la mayoría, son vistas como graves traiciones condenadas, como en el caso de Tamara Falco e Iñigo Onieva, por la sociedad de su tiempo. La historia de la realeza y nobleza española está repleta de cuernos legendarios que cambiaron, de un modo u otro, el devenir de la historia.

El descrédito de Enrique IV

La infidelidad más trascendental en la historia de Castilla fue la protagonizada supuestamente por Juana de Portugal, esposa del Rey Enrique IV, al que sus enemigos motejaron como 'El Impotente'. El nacimiento de la única criatura del matrimonio que vivió hasta la edad adulta fue apodada Juana 'La Beltraneja' porque, según defendió parte de la nobleza, era hija del favorito del Rey Beltrán de la Cueva. Esto derivó en una grave crisis sucesoria donde finalmente salió vencedora Isabel La Católica. Dado que los restos de Juana se han perdido, resulta imposible saber si Enrique lució o no cornamenta y si ella era hija suya. Lo que sí resulta indiscutible es que tanto la Reina Juana, que luego tuvo dos hijos con un noble castellano, como el Rey, que recogió el testimonio de varias prostitutas de Segovia con las que dijo haber compartido cama, no es que fueran estrictamente fieles al lazo sagrado del matrimonio...

Una cautiva cristiana en la Guerra de Granada

En esas mismas fechas, el emir de Granada Muley Hacén se enamoró de una arrebatadora cristiana llamada Isabel de Solís, a la que los musulmanes habían hecho cautiva durante sus correrías por Andalucía. Rubia y de una belleza arrebatadora, esta hija de un comendador cristiano se entregó a un frenesí de amor tan alocado con su secuestrador que le llevó a convertirse al Islam y hacer carrera en la afilada corte nazarí. Con el nombre de Zoraya ('El Lucero del Alba') se impuso en el harén del emir como la favorita, por encima de su esposa Aixa La Horra ('La Honesta'), con la cual ya había tenido dos hijos, Abd-Allah el Zaquir (conocido por los cristianos como Boabdil el Chico o el Chiquito) y Yusuf.

La antigua cautiva cristiana y los hijos que tuvo con el emir desplazaron en la corte a la estirpe de Aixa, que en un golpe de celos abandonó la Alhambra y se refugió en el Albaicín

En cierta ocasión, la Reina sorprendió a Zoraya regresando de los aposentos del sultán y le dio con las chanclas tal cantidad de golpes que la dejó medio muerta. A partir de entonces, Muley Hacén dio la espalda a su esposa y la abandonó en el otro extremo del laberíntico complejo de la Alhambra para beber las pasiones de la conversa. Poco a poco, la antigua cautiva cristiana y los hijos que tuvo con el emir desplazaron en la corte a la estirpe de Aixa, que en un golpe de celos abandonó la Alhambra y se refugió en el Albaicín.

Todo hubiera quedado en un lío de faldas, sino fuera porque en Granada dos facciones estaban al mínimo desquite desde hace décadas. Los abencerrajes, enemigos irreconciliables del emir, se levantaron en armas contra él reprochándole el haber perdido la cabeza por tan poca como era una cristiana, mientras que el bando de los zegríes se alineó de manera incondicional con el Monarca y contra la agitadora Aixa. Estos eran, además, partidarios de atacar la frontera cristiana y de responder con fuego a los movimientos cada vez más atrevidos de los nobles andaluces. Esto terminó forzando la guerra.

Celos y mentiras en la corte de los Reyes Católicos

Fernando el Católico protagonizó un sinfín de relaciones amorosas antes y durante su matrimonio con Isabel. En marzo de 1469, fue padre de su primer hijo ilegítimo, Alonso, que fue instruido de forma esmerada y ejercería como arzobispo de Zaragoza y hasta virrey en Aragón. La madre de la criatura fue Aldonza Roig, vizcondesa de Evol, un precoz amor que acompañó disfrazada al aragonés, según la leyenda, en su viaje a Castilla para casarse con Isabel. Con Juana Nicolás, una plebeya con la que tuvo un fugaz encuentro en la villa de Tárrega, tuvo una hija natural llamada Juana María dos años después de casarse con Isabel. Además, aún puso en la tierra a otras dos niñas fuera del lecho conyugal. Estas solo fueron una muestra de sus infidelidades, las cuales su esposa vivió con desesperación a pesar de su amor hacia Fernando.

Juana, la hija de una celosa tan legendaria como Isabel, se casó con otro contumaz infiel llamado Felipe El Hermoso. La pasión inicial se consumió al poco de llegar Juana a los Países Bajos, dando comienzo a una vida conyugal marcada por las infidelidades de él y por la absoluta soledad de ella. Lo más sorprendente es que Felipe no reconoció a ningún bastardo como hijo suyo. Sus frecuentes coqueteos con damas flamencas irritaban gravemente a Juana, quien presa de los celos no dudaba en espiar cada movimiento de su marido e incluso agredir a las mujeres más descaradas. En una ocasión golpeó con un peine a una de las damas sospechosa de ser una de las amantes de su esposo.

40 bastardos y una descendencia corta

A Felipe IV las mujeres que no eran su mujer (Isabel de Borbón) le enloquecían. La adicción al sexo anónimo del Rey hace que incluso hoy se dude sobre el número de hijos que engendró. Cerca de 40 se mueven las cifras más exageradas, aunque irónicamente dejar una sucesión legítima fue una pesadilla para el Rey. El apuesto joven desarrolló su obsesión por el sexo «con los primeros hervores de la adolescencia, cuando cabalgó sin freno por todos los campos del deleite, al impulso de pasiones desbordadas». Teatros, bajos fondos, lugares inesperados… Casadas, viudas, doncellas, sirvientas, damas de alta alcurnia, monjas y, por supuesto, también actrices...

Retrato de María La calderona, una de las conquistas amorosas de Felipe IV. ABC

Con el transcurso de los años, se hizo evidente que Felipe IV era incapaz de gobernarse a sí mismo en un país donde para los jóvenes aristócratas casi era obligatorio tener una manceba, es decir, una amante. Los jóvenes empezaban a la edad de doce o catorce años a tener una querida, que habitualmente se seleccionaba entre las comediantas y mujeres de vida alegre. Incluso casados, los aristócratas seguían amancebados con mujeres. Las esposas veían con desdén y superioridad a aquellas mujeres destinadas a tan bajos oficios, por lo que ni siquiera las veían como una amenaza. Eso a pesar de que muchas de estas relaciones eran uniones casi tan duraderas como las matrimoniales.

La vida privada salpica la pública con los Borbones

A pesar de la fama de libertinos de la dinastía de los Borbones, lo cual es más propio de la rama francesa, los primeros cinco reyes de esta familia en España fueron rigurosamente fieles a sus mujeres o, desde luego, no se les conocieron amantes notorias. Es el caso de Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV. A este último se le atribuyó ser víctima de la infidelidad de su esposa con Manuel Godoy, secretario y hombre fuerte del reinado, pero no parece que hubiera un componente sexual en esta extraña relación, más propia de un hijo y una madre que de dos amantes.

Godoy, en cambio, sí fue aficionado a ponerle los cuernos a su mujer, la Condesa de Chinchón, que tenía sangre Borbón. El Generalísimo se presentaba en público con su célebre amante Pepita Tudó, una andaluza de padre militar, a tal grado de publicidad que el escritor Gaspar Melchor de Jovellanos, con ocasión de la comida que le ofreció Godoy en el palacio de Grimaldi, escribió: «A su lado derecho, la princesa; a su izquierdo, Pepita Tudó. Este espectáculo acaba en mi desconcierto. Mi alma no pudo sufrirlo. Ni comí, ni hablé, ni pude sosegar mi espíritu. Huí de allí».

Retrato de Fernando VII con uniforme de capitán general. abc

Harina de otro costal fue el Rey Fernando VII, un pionero para los Borbones españoles en este aspecto. De la mano de un destacado miembro de la camarilla, el Duque de Alagón, que seleccionaba a mujeres de mucho trapío y poco señorío para divertir al Rey, conoció a Pepa la Malagueña en una de sus muchas salidas nocturnas por los barrios bajos. Parece ser que esta mujer fue la amante más duradera de las que tuvo Fernando, que solía bromear con que el celibato no era para los Borbones. Su hija Isabel II, casada con su primo Francisco de Asís, tomo buena nota de este consejo. Mezclada tanto con gente elevada como llana, al gusto de su padre, salió a la luz la imagen de Isabel que más ha perdurado a finales de su adolescencia. A través de estas malas compañías conoció al militar moderado Francisco Serrano, «el general bonito», con una impresionante hoja de servicios. Junto a él se encaminó sin frenos hacia una aventura escandalosa con un hombre veinte años mayor que ella a principios de 1847. Juntos montaban a caballo, asistían al teatro y a fiestas sin recato que se prolongaban hasta la madrugada en los reservados del restaurante Lhardy. 

Serrano no fue más que el primero de los muchos amantes de Isabel. Este agitado comportamiento privado colocó a la Reina en el ojo de la opinión pública, que podía tolerar las infidelidades si las protagonizaban los hombres pero no si eran ellas las escandalosas.

Al filo de la Segunda República

La lista de amantes de Alfonso XIII es interminable, tal vez solo comparable a la de Felipe IV y, en menor media, la de su padre. Bajo el nombre de Monsieur Lamy pastoreó a varias mujeres hacia París, donde vivió encuentros tan tórridos como ruidosos. La mayoría de las damas nocturnas del Rey entraba y salía con la misma presteza de la alcoba real. Gerard Noel, el biógrafo británico de la reina Victoria Eugenia, recordaba que Alfonso hacía el amor «igual que devoraba una merienda: sin gusto ni gracia, fatalmente como un patán. Ninguna mujer sensata repetiría la experiencia, aunque todas gustaban de probarla una vez». Lo anterior tenía una explicación: el Rey padecía halitosis. 

Se suele dar por válida la cifra de unos cinco hijos fuera del matrimonio, aunque falta todavía perspectiva histórica para hacer un cálculo global del impacto del apetito sexual de Alfonso XIII en la población femenina. Poco después de su boda con Victoria Eugenia, el Rey preñó a una nodriza irlandesa, que fue expulsada de la corte y con la cual tuvo una hija sobre la que siempre sintió predilección. Una aristócrata francesa le dio por vástago a Roger de Vilmorin, un botánico, horticultor y genetista muy destacado en el país vecino. Y fruto de su relación secreta con María Milans del Bosch, hija de su general más leal, nació una niña. Pero, sin duda, su amante más resistente, cuya existencia quizás más cabreaba a la Reina, era Carmen Ruiz de Moragas, una mujer de baja cuna, moderna y culta, a la que el Rey apodaba Neneta. Toda esta sucesión de señoritas erosionó el crédito del Monarca en vísperas de la proclamación de la Segunda República.

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