El reinado de Federico el Grande fue una continua sucesión de batallas en las que el genio militar del monarca quedó de manifiesto en repetidas ocasiones. Pero más allá de su persona existía uno de los mejores ejércitos del mundo, cuyos soldados eran célebres por su nivel de disciplina y obediencia ciega. El presente artículo tiene el objetivo de revisar la política, estructura y organización de la maquinaria bélica que permitió el surgimiento de Prusia como potencia desde mediados del siglo XVIII, así como sus mitos, sus innovaciones y sus limitaciones.

Las reformas en el reclutamiento y el sistema cantonal

El mayor triunfo a conseguir por cualquier país durante el siglo XVIII era la construcción de un poderoso Estado fiscal-militar que le permitiese sostener un gran ejército con el que ganar guerras y alcanzar la supremacía. Es por esto por lo que en la Europa «absolutista» los gastos militares suponían la partida más extensa de los presupuestos, normalmente entre un 20 y un 30% del total. Pero el caso de Prusia esto iba todavía más lejos, pues allí representaban regularmente hasta las tres cuartas partes del gasto público, incluso en tiempos de paz (Showalter, 2016: 14).

Entre 1740 y 1756 un 83% de los ingresos estuvo dedicado exclusivamente al mantenimiento de la milicia. Además, mientras que una potencia como Austria retuvo la administración civil y militar separadas hasta las reformas de 1750, Federico centralizó la suya en el Directorio General de Guerra y Finanzas (Generaloberfinanz, Kriegs, und Domänendirektorium). Todo esto permite hablar de Prusia como un Estado decididamente militarista, dotando de verosimilitud a aquella frase atribuida tanto al ministro Friedrich von Schrötter como al conde de Mirabeau que decía que: «La mayoría de los estados tenían un ejército, pero el ejército prusiano tenía un Estado».

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
Federico II de Prusia y Margrave Elector de Brandeburgo (Wilhelm Camphausen, 1871).

Solo un sistema recaudatorio implacable y una burocracia competente hacían posible la explotación racional de los ingresos estatales, pero al menos los súbditos prusianos podían compartir esta pesada carga con los de los territorios ocupados. La marcha de las tropas prusianas sobre Sajonia, Mecklemburgo y la Pomerania sueca vino acompañada de las oportunas «contribuciones», una auténtica rapiña que unida a los generosos subsidios británicos proporcionó un notable desahogo a las finanzas de la Corona. Por lo demás, la demografía no era muy prometedora. A comienzos del reinado de Federico II el número de habitantes de las provincias prusianas no excedía las 4.500.000 almas. Deduciendo de esta cantidad aproximadamente a la mitad por su condición de mujeres, junto con los menores y ancianos, quedaban apenas un millón de hombres que se considerasen capaces de portar armas (Luvaas, 1999: 75).

Sin embargo, el Estado logró exprimir al máximo a la escasa población existente. Esto resulta evidente al comparar el caso prusiano con otros estados vecinos como Sajonia. El Electorado era similar en tamaño y población al reino de Prusia antes de la anexión de Silesia, pero su pequeño ejército apenas contaba con 9.000 soldados en el momento de su rendición total en Pirna, salvo por algunos regimientos de caballería que se encontraban a la sazón en Polonia. Por su parte, ese mismo año el ejército de Federico consistía en nada menos que 89.000 soldados de infantería y 32.000 de caballería más 20.000 tropas guarnicionadas. A menudo ha suscitado debates esta tolerancia de los súbditos, que cumplían con estoicismo su deber de acudir por turnos a filas. Y en ocasiones se ha atribuido a un renacimiento religioso de carácter pietista que enfatizó el compromiso personal con la vocación de uno (Dwyer, 2001: 229).

Pero esos niveles de adhesión no se debían únicamente a la resignación calvinista o al uso de la coacción. La instrucción del soldado estaba diseñada para inculcarle un genuino espíritu moldeándolo en la lealtad al Estado y al rey. Además, esta disposición de las familias y comunidades a entregar anualmente a una parte de sus hijos era mérito de un sistema de conscripción que había logrado extraer a pequeña escala, pero sistemáticamente, los recursos humanos del país. El sistema cantonal no encontró mucha resistencia debido en parte a la integración de los magistrados locales y las élites en los procesos de reclutamiento, lo que lo hacía preferible a la arbitrariedad de los anteriores métodos. Aunque también podría haberse beneficiado de esa vieja idea medieval de que todos los hombres aptos son responsables de la defensa del reino (Möbius, 2019, 41).

Por exigente que fuese su impacto en los súbditos prusianos, el llamado sistema cantonal cumplió su cometido con resultados muy eficientes para los estándares de la época. Este método de reclutamiento se había implantado durante el reinado anterior y sin duda, la herencia del Rey Soldado resulta fundamental a la hora de comprender los éxitos de su hijo. Así, en 1713 Federico Guillermo I contaba con aproximadamente 40.000 hombres, mientras que a su muerte ya rondaban los 80.000. En ese tiempo no solo se había conseguido doblar el número de efectivos, sino que desde el mismo año de su ascenso al trono había cesado la dependencia de subsidios extranjeros, en especial de los holandeses (Dwyer, 2001: 60).

La extracción social del soldado prusiano

Como siempre, el peso del servicio militar caía sobre los hombros de los más desfavorecidos. Pero una economía de subsistencia de base agraria como la de Prusia, o cualquier otro reino en aquella época, difícilmente podía soportar la pérdida de su mano de obra durante los años más productivos de su vida. Tampoco a los miembros de la clase terrateniente les interesaba una disminución considerable de su fuerza de trabajo en pleno siglo de la fisiocracia.

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Federico el Grande examina la cosecha de patatas (Robert Warthmüller, 1886).

Aunque la idea de un ejército compuesto casi exclusivamente de campesinos pobres, pequeños propietarios y trabajadores urbanos es acertada, también puede resultar engañosa, pues en la Prusia del siglo XVIII todos debían servicio al Estado. Aquellos no aptos para vestir el uniforme simplemente lo hacían de muchas otras formas, como con el pago de impuestos, la cesión de viviendas para el acuartelamiento, la producción de alimento para los soldados, la cría de animales de tiro para fines militares, la venta de forraje a precios fijos o las prestaciones de trabajo obligatorio en la nueva red de fortalezas construida a lo largo del país…Todas estas actividades contribuyeron al proceso de integración entre el ejército y los súbditos.

Además, como un proceso de selección al azar parecía demasiado irracional para un rey ilustrado como Federico Guillermo, una gran cantidad de grupos socioeconómicos estaban exentos de cumplir con la obligación del servicio militar: aristócratas, hombres de negocios, terratenientes, aprendices de un amplio espectro de oficios, trabajadores textiles, estudiantes de teología, colonos agrarios de primera generación…la lista crecía cada año y cada categoría tenía su base lógica (Showalter, 2012: 21). Nunca se reclutaba a hijos únicos y, en principio, tampoco se hacía acudir a filas a ciertos grupos religiosos, como los menonitas, los cuáqueros o los judíos. Sin embargo, sí se recurría a menudo a las élites rurales, de las que formaban parte los hijos de los Dorfschulzen (administradores de las villas), que resultaban cruciales como mediadores entre tropa y oficiales (Möbius, 2019, 41).

El sistema cantonal introducido en 1732-1733 dividía el reino en distritos basados en el número de «hogares». Cada regimiento tenía asignado un distrito específico, que estaba subdividido en tantos cantones como compañías tuviese el regimiento. Todos aquellos hombres capaces de entre 13 y 40 años se consideraban como aptos para el alistamiento, aunque hasta los 20 únicamente se les adiestraba durante dos meses todos los veranos. Puesto que sus requerimientos físicos eran significativamente distintos, infantería, caballería y artillería compartían los mismos distritos sin problemas.

Los mejores hombres se incorporarían a una unidad regular para el servicio y recibirían instrucción con el regimiento correspondiente, mientras que el resto pasaría a servir en una guarnición de esa misma área y actuarían como una reserva para el regimiento de campo (Marston, 2001: 20). De esta forma, los hombres recibían adiestramiento sin que ello tuviese repercusiones materiales en la economía del Estado. Las revistas tenían lugar una vez al año, durante los meses de primavera-verano, cuatro días de actividad concentrada que representaban la culminación de esos dos meses de adiestramiento. En términos de utilidad, las revistas estaban muy limitadas, pero tenían una gran importancia ritual. En contraste, las maniobras de otoño representaban una actuación mucho más realista que los desfiles primaverales.

Otra clave de este sistema es que los conscriptos retornaban a la vida civil y a sus profesiones quedando exentos de servicio durante diez meses, por lo que solo habían de pasar en los cuarteles los dos restantes. En general, se intentaba evitar que las revistas y maniobras coincidiesen con la época de cosecha, que es cuando se les permitía quedarse en casa para dedicarse a sus ocupaciones. En tiempo de paz los reclutas cantonales (kantonisten) vivían en sus hogares con sus familias, los forasteros (ausländer) eran alojados en casas particulares y solo los soldados profesionales permanecían con sus familias incluidas si las tenían en los barracones, donde se gestaba una particular «sociedad de guarnición».

Entre las mujeres que podían acompañarles estaban sus esposas, hijas y hermanas, pero también existían permisos especiales para soldados que carecían del dinero o del permiso para casarse con sus novias y que las reconocían como legítima compañía, eran las llamadas liebsten o «queridas». En ausencia de sus maridos, estas mujeres tenían deberes varios, que iban desde suplirlos en las guardias hasta supervisar la limpieza de los establos, y en muchos casos desempeñaban oficios adicionales relacionados o no con la milicia (Möbius, 2019, 44). Asimismo, existían gran número de trabajadoras de campamento, vivanderas, prostitutas, etc.

El ejército alcanzó el número de 194.000 soldados en 1786. Hasta un tercio de la población de Berlín desde 1750 estaba compuesta por soldados y familias de soldados. Tampoco existía un límite marcado para la duración del servicio militar, sino que cada hombre seguía sirviendo bajo los colores de su regimiento hasta que era herido o excedía la edad requerida. Lo cierto es que no existían muchas pensiones o ayudas para veteranos o viudas de soldados, a las que en numerosas ocasiones encontramos reclamando dinero a las administraciones locales. Muchos soldados retirados se desempeñaban como guardias, conserjes, buhoneros, vendedores ambulantes, ordenanzas…(Johnson, 1975: 265).

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Veteranos inválidos (el oficial de la izquierda lleva la medalla Pour le Mérite) en Die Armee Friedrichs des Grossen in ihrer Uniformierung o Los uniformes del ejército bajo Federico el Grande (Adolph Menzel, 1857).

Una segunda fuente importante de soldados para el ejército prusiano fueron los extranjeros, la mayoría de los cuales se naturalizaba al casarse con mujeres nativas. Se estima que, para 1756, hasta el 25% del ejército estaba formado por mercenarios. A medida que avanzaba la guerra, los desertores y prisioneros de otros ejércitos también fueron presionados para alistarse y aumentar su número (Marston, 2001: 20).

Desde los días del Gran Elector el ejército prusiano había dependido de voluntarios. La mayoría de ellos procedían del territorio de Prusia y eran un conjunto poco fiable de aventureros, desesperados y criminales que acudían a ganarse el tálero del rey. Desde entonces, los oficiales habían dedicado una porción considerable de su tiempo al negocio de adquirir carne de cañón. Cientos de agentes prusianos recorrían Europa en busca de hombres adecuados a fin de evitar que el establecimiento militar se convirtiera en un drenaje intolerable para la población. Se buscaban hombres grandes, altos y bien formados, capaces de manejar los fusiles de barril largo que en esa época eran aún de avancarga.

También estaba muy extendida la creencia de que ciertas regiones producían mejores soldados que otras, y en el caso de Prusia las merecedoras de tal fama eran Magdeburgo, Pomerania y Brandeburgo. Curiosamente, muchos oficiales estaban de acuerdo en que la mejor y más obediente infantería del mundo no era propiamente alemana, sino que procedía de los sorbios o wendos, una minoría étnica de origen eslavo que todavía hoy habita en parte en las tierras de Sajonia y Brandeburgo. El Regimiento de von Meyenrinck o Regimiento nº 26, considerado como el mejor del ejército, contaba con siete compañías sorbias y tres alemanas (Möbius, 2019, 217).

El reclutamiento prusiano a menudo había sacado hombres de pequeños estados vecinos, una costumbre muy alemana, por otra parte. Pero las patrullas de enganche empleadas en esta tarea nunca dudaron en emplear la fuerza, el chantaje o el fraude si era necesario. Una política que casi provoca una guerra con Hannover en 1729. Para finales de la década de 1720 incluso los oficiales más honestos se habían embarcado en esta caza al hombre y el número de soldados extranjeros siguió ascendiendo desde un tercio hasta la mitad del total a finales del reinado de Federico. El rey llegó a firmar tratados secretos con los gobernantes de Sajonia y Mecklemburgo, pero cuando esto no era posible se recurría a métodos pocos ortodoxos. Es así como en 1732 uno de sus agentes acabó bajo arresto en Hesse-Kassel por reclutamiento ilegal (Asprey, 1986: 94).

Por todas estas razones, el sistema cantonal atrajo el interés de economistas políticos y observadores militares de toda Europa, pues hizo del reclutamiento un proceso completamente controlado, una cuestión de administración y no de aventuras e incursiones inciertas. Pese a todo, dichas tretas siguieron empleándose a la hora de introducir a los hombres de otras naciones en el servicio y los oficiales mantuvieron en parte estas atribuciones. Naturalmente, a los capitanes les gustó este arreglo, porque a menudo les permitió quedarse con la paga de los hombres de sus compañías que estaban de permiso (Duffy, 1988: 12).

Sin embargo, este modelo no estuvo exento de críticas. El ministro Ludwig von Hagen lo consideraba un estorbo para sus planes de desarrollo mercantilista, pero como siempre estuvo más interesado en los sectores no agrarios de la economía, se contentó con presionar al mariscal Wichard Joachim Heinrich von Möllendorff, inspector general a cargo del sistema cantonal, para que sacase a sus reclutas del agro. Aun así, cuando entre 1766 y 1769 las reclutas comenzaron a llevarse a los pastores, afectando con ello a la industria lanera que era uno de los pilares de la economía, el Directorio General protestó y obtuvo licencias especiales para ellos (Johnson, 1975: 264).

En casos ideales, el terrateniente local (Gutsbesitzer) era también el capitán de la compañía y el campesino que trabajaba para él en un Rittergut (finca señorial) le seguía en tiempo de guerra, convirtiéndose uno en soldado y el otro en oficial. La relación recíproca entre el feudo y el regimiento y entre el cantón y la compañía daba lugar a la percepción por parte de la población rural de que los sistemas social y militar eran uno solo (Dwyer, 2001: 206). Si el patriotismo o el nacionalismo quedaban todavía lejos de Prusia en particular y de Alemania en general, la solidaridad regional y el espíritu de cuerpo quedaban reforzados por este sistema. La presencia de compatriotas en la oficialidad también apelaba a un cierto sentido de obligación feudal. Al menos en teoría, la preocupación de estos oficiales por el bienestar de los hombres cuyos padres y abuelos habían servido a los suyos no se podía comparar con la que inspiraban los forasteros sin raíces traídos al azar por las partidas de reclutamiento (Showalter, 2012: 22).

La oficialidad era fundamentalmente de extracción nobiliaria. Bien es cierto que en el pasado hubo hasta generales de origen campesino en el servicio prusiano, como Georg von Derfflinger (1606-1695) o Joachim Hennigs von Treffenfeld (1610-1688), que compartieron mesa con el Gran Elector pese a su humilde ascendencia (Craig, 1964: 17). Pero Federico II desestimaba incluso a los elementos más influyentes y respetables de las clases medias para este fin. En 1739, en vísperas de la Guerra de Sucesión Austriaca, la totalidad del Estado Mayor del ejército era aristócrata, y de sus 211 oficiales superiores solo 11 eran plebeyos (Anderson, 2001: 61).

Por supuesto, todos los ejércitos de la época estaban sujetos a la venalidad, pero los nobles a menudo contaban con una amplia educación militar y no eran los cortesanos fanfarrones e ignorantes de los asuntos de la guerra que la propaganda revolucionaria posterior a 1789 se empeñó en señalar. La preminencia aristocrática se basaba concretamente en los Junker como clase análoga a la private gentry inglesa o a la noblesse d’épée en Francia (Duffy 1987: 30). En tiempo de necesidad, Federico se vio obligado a «recurrir a lo innoble», como él mismo lo expresó de manera poco delicada. Pero una vez finalizada la Guerra de los Siete Años, los escasos burgueses que se habían abierto paso hasta la oficialidad serían purgados del ejército, de manera que en 1786 solo 700 hombres de un cuerpo de oficiales de unos 7.000 no eran aristócratas (Mollo, 1977: 10).

El rey solo retuvo a unos pocos de estos oficiales en el cuerpo de artilleros, donde los ingenieros eran valorados por su formación superior. Y es que, tomados en su conjunto, los oficiales burgueses estaban mejor educados que los nobles y a menudo mostraron un decoro mucho mayor en su conducta. Sin embargo, el monarca se mostró arbitrario, obtuso y mal informado a la hora de tratar con ellos. Una relación desafortunada que se debe en buena medida al hecho de que la artillería estuviese considerada como un arte sucio y burgués, demasiado técnico y que exigía un trabajo duro y sin glamur. Federico rara vez mencionaba a la artillería en sus reportes de batallas y durante la mayor parte de su reinado este cuerpo no tuvo un jefe reconocible.

Los miembros más humildes del cuerpo de caballería, brazo aristocrático por tradición, aún podían probar suerte entre los pendencieros regimientos de húsares, donde se admitía a hombres de toda condición, pero tampoco esto era una garantía. Allí servía como oficial el único hijo de Johann Friedrich Domhardt, Kämmerprasident de Prusia Oriental, al menos hasta que el monarca le expulsó del ejército anunciándole con malicia: “ahora puedes ser funcionario, como tu padre” (Duffy, 1974: 27). Siempre hubo excepciones, como el judío Konstantin Salenmon, el bastardo Mayer o el general von Stolpen, que era hijo de un predicador y llegó a comandar el Regimiento nº 1 de Infantería. Por otra parte, docenas de oficiales fueron ennoblecidos por el rey como recompensa por sus servicios. El caso más famoso fue el de David Krauel (Regimiento Braunschweig-Bevern), que se había destacado siendo el primero en entrar en la fortificación de Ziskaberg (Praga) el 12 de septiembre de 1744. Este mosquetero ascendería a la nobleza con título de Krauel von Ziskaberg.

Al principio de su reinado, Federico se encontró con un Estado Mayor realmente envejecido. De un total de cinco mariscales de campo solo dos, el Viejo Dessauer (a sus 64 años) y Kurt Christoph Graf von Schwerin (con 56), eran lo bastante «jóvenes» para ir a la guerra y demasiados de sus 35 generales en activo eran ancianos o estaban físicamente impedidos para soportar los rigores de una campaña. Por su parte, los suboficiales carecían de educación y, a pesar de las estrictas regulaciones, se daban a la prostitución, el alcohol y el juego. Muchos de ellos se formaban en el cuerpo de cadetes de Berlín creado en 1717. Durante su reinado recibieron instrucción allí unos 2987 cadetes, de los cuales 41 llegaron a convertirse en generales. Su educación militar empezaba con 13, aunque se bajó a los 10 en plena Guerra de los Siete Años para cubrir las vacantes. Durante las comidas en los barracones debía leerse un poco sobre la historia de Brandeburgo o extractos del Arte de la Guerra de Feuquieres, tal y como se les leía la Biblia a los monjes en el refectorio. También se intensificaría la instrucción en ingeniería y francés (Asprey, 1986: 145).

Los oficiales extranjeros no sufrieron discriminación como los de clase media, por lo que hubo entre ellos renegados austriacos y de otros estados alemanes del Sacro Imperio, así como numerosos rusos y franceses, e incluso un turco (Haythornthwaite, 2012: 5). Uno de los más destacados sería el aristócrata escocés James Keith, un jacobita que pasó por el servicio español y ruso antes de convertirse mariscal de campo (Generalfeldmarschall) y ganarse la amistad de Federico II. Esta afluencia no era casual, pues desde tiempos del Gran Elector el reino había estado abierto a inmigrantes y refugiados procedentes de todos los rincones de Europa (Peuplierung). Muchos eran hugonotes que huyeron a Prusia en generaciones anteriores, como Henri-Auguste de la Motte-Fouque. Esta relativa tolerancia religiosa se manifestaba entre los capellanes, habiéndolos luteranos, calvinistas, católicos y hasta greco-ortodoxos.

Pese a lo cual, por la íntima relación entre religión y honor militar, unida a las antiguas rivalidades existentes tras años de conflictos, nada de esto entraba en contradicción con que el enfrentamiento con los austriacos se presentase en parte como una guerra contra los católicos. Un soldado llamado Liebler se refería a estos como «enemigos del Evangelio». Y un rumor muy extendido entre sus camaradas decía que se había capturado a un grupo de monjes con seis carros cargados de aplastapulgares para torturar protestantes. El desprecio a los papistas también se manifestó en los gritos de los dragones de Normaan cuando rompieron el ala derecha austriaca en Kolin (1757): «¡Bribones austriacos, perros católicos!» (Möbius, 2019, 221).

Ejército prusiano
Oración del Príncipe Leopoldo de Anhalt-Dessau antes de la batalla de Kesselsdorf en Der Alte Fritz in 50 Bildern für Jung und Alt o El Viejo Fritz en 50 imágenes para jóvenes y mayores (Carl Röchling, 1895).

A pesar de todo, el sistema cantonal tuvo sus limitaciones, pues la Guerra de los Siete Años duró más de lo esperado, resultando inadecuado para mantener a los regimientos adecuadamente entrenados. El ejército se estaba desangrando lentamente en número y calidad de hombres para 1759. A esto hay que sumarle que el territorio prusiano sufrió periodos de ocupación intermitente, por lo que existían vacíos demográficos y núcleos urbanos arruinados.

Tácticas y organización de la infantería

Las décadas que siguieron a la Guerra de Sucesión Española vieron una serie de cambios que permitieron el desarrollo de la guerra de línea hasta su máxima expresión gracias a las innovaciones en las tácticas y métodos de disparo. El mosquete de chispa fue el arma principal de todos los ejércitos desde principios de siglo. No era preciso y tenía un alcance limitado, pero el disparo exacto o a mucha distancia tampoco era su papel previsto. Este mosquete era ante todo un arma de disparo rápido, al menos en comparación con la tecnología anterior, y su concepto base era que los cuerpos de infantería se acercasen a lo largo de una línea de avance determinada lanzándose descargas devastadoras a poca distancia.

Con el tiempo, la columna de marcha de infantería y la línea de fuego se redujeron de cuatro a tres filas para facilitar el despliegue. El uso del nuevo mosquete hizo que los ejércitos dispusieran a sus hombres en frentes mucho más largos. Así, en la batalla de Leuthen (1757) la línea austriaca tenía 7,2 km mientras que la prusiana tenía algo más de 3,2 km (Marston, 2001: 16). Esta última era más reducida debido a la táctica del orden oblicuo, que se tomará en consideración más adelante.

En sus primeros años de reinado el ejército aún se regirá por el Reglamento de 1726, que era único ya por el mero hecho de su existencia. Y es que Francia y Gran Bretaña carecieron de regulaciones similares hasta la década de 1740 y María Teresa de Austria no estableció uno hasta 1749. La excepción sería el caso de España, donde Felipe V introdujo el suyo en 1728. Estaba basado en dos fuentes, destacando un manual de entrenamiento sueco publicado en la ciudad de Reval en 1701. Los prusianos implementaron la manera sueca de maniobrar con batallones, pero no los métodos escandinavos de disparo durante las cargas de infantería. La segunda influencia notable era el disparo por pelotones adoptado por la infantería británica y holandesa y copiado por Prusia en 1705 (Möbius, 2019, 56).

La infantería prusiana, entrenada durante muchos años bajo la tutela del príncipe Leopoldo de Anhalt-Dessau, conocido por las tropas como el Viejo Dessauer o der Schnauzbart (el Bigote), empleaba así un complicado sistema desarrollado por él mismo y por el duque de Marlborough durante la Guerra de Sucesión Española. Sin embargo, dicha táctica se demostró impracticable en tiempos de la Guerra de los Siete Años, abandonándose en favor de las descargas masivas por batallones (Mollo, 1977: 12).

Este método de descargas hacía que los ocho pelotones de cada batallón disparasen por separado, uno tras otro empezando por el pelotón de un extremo (probablemente, el más veterano, situado a la derecha) seguido de inmediato por el del flanco opuesto de manera alternativa hasta llegar al centro de la formación. El proceso duraba en total entre 15 y 20 segundos, al menos en terreno de marcha, de tal forma que una vez que habían abierto fuego todos los pelotones el primero ya había tenido tiempo de recargar y estaba presto para continuar (Jörgensen et al., 2012: 57).

Todos los comandantes entendieron que después de tres descargas, debía permitirse a las tropas disparar a voluntad, manteniendo así un fuego continuo. Los prusianos, debido a su nivel de entrenamiento, van a ser los más próximos a este ideal, mientras que otros ejércitos acabarían adoptando una versión simplificada del mismo, donde la primera fila de hombres dispararía una sola descarga, seguida de la segunda y así sucesivamente a medida que cada una recargaba. Los británicos aplicaron bien esta táctica en las Llanuras de Abraham en 1759 (Marston, 2001: 18).

Sin embargo, incluso antes de la Guerra de los Siete Años, Federico también tuvo que permitir las salvas masivas desde la primera línea, reduciéndose el fuego por pelotones a dos o tres batallones por cada flanco. En caso de que un batallón se viese superado por una temible carga de húsares o jinetes croatas, el oficial de turno recurría al heckenfeuer (fuego trasero o fuego de retaguardia), que era una especie de escaramuza controlada.

En este sentido tuvo mucha importancia una innovación tecnológica como fue la baqueta metálica introducida por Leopoldo de Anhalt-Dessau en su propio regimiento en 1698 y en todo el ejército desde 1718. Estas eran más resistentes que las de madera, quebradizas y con tendencia a romperse en medio de la batalla con peligro de atascar el arma, y venían usándose para pistolas durante mucho tiempo. Proporcionaban al soldado prusiano una considerable ventaja sobre los austriacos, que no la introdujeron hasta 1744. Posteriormente, Fernando de Brunswick mejoraría el modelo haciéndolo cilíndrico. El problema principal era encontrar el temple adecuado, ya que si el metal utilizado era demasiado blando se doblaría dificultando su inserción y retirada del cañón. Pero cuando su composición era la correcta permitía disparar con bastante rapidez.

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
Mosquetero del 5.º Regimiento Alt-Braunschweig en Die Armee Friedrichs des Grossen in ihrer Uniformierung o Los uniformes del ejército bajo Federico el Grande (Adolph Menzel, 1857).

Por lo demás, el mosquete prusiano era uno de los peores de Europa. El patrón típico del mismo había quedado fijado en tiempos de Federico Guillermo I por armeros procedentes del Principado de Lieja. Resultaba incómodo de manejar y muy impreciso a no ser que el soldado se hubiese ejercitado el tiempo suficiente como para conocer todos sus defectos. El gatillo estaba demasiado alejado de la guarda, mientras que el peine de la culata era tan elevado que dificultaba mucho la tarea de apuntar al objetivo. Pero lo peor de todo era que el peso combinado de la bayoneta y la baqueta hacía que el cañón del arma resultase pesado en exceso. Además no tenía un gran alcance. Cada bala perdía su capacidad letal tras recorrer 100 metros, aunque en salvas cerradas y a corta distancia podía destrozar a un hombre.

Y aún con todo eso, ningún ejército superaba al prusiano en la velocidad de disparo. Aunque había muchos otros factores que contribuían a reducir la velocidad, como la cantidad de arreos que cargaba cada soldado, el estruendo de las armas que dificultaba escuchar las órdenes de los oficiales o el humo que restaba visibilidad. En la confusión de la refriega, los soldados llegaban incluso a abandonar el uso de la baqueta, vertiendo el contenido del cartucho desde fuera del cañón y luego golpeando el extremo del mosquete contra el suelo para ganar tiempo (Jörgensen et al., 2012: 58-59).

Un soldado bien entrenado podía cargar uno de los viejos mosquetes prusianos en unos 11 segundos, mientras que, con el nuevo modelo cónico con baqueta de metal solo tardaba 8 o 9 segundos. Debería esperar unos tres segundos más para recibir orden de disparar, lo que daba un total de 4 disparos por minuto con los mosquetes antiguos y 5 o 6 con los nuevos. Un batallón podía disparar tanto en parada como durante el avance, adelantándose con pasos cortos mientras cargaba, siendo la media de 45 pasos por minuto.

Pese al énfasis puesto por Anhalt-Dessau en la potencia de fuego, durante las dos primeras décadas de su reinado Federico II era todavía partidario de usar la maniobrabilidad y la disciplina de las tropas para llevar sus batallones a la lucha cuerpo a cuerpo con el enemigo en un combate cercano a bayoneta. Esta era una idea todavía muy vigente en el pensamiento militar, compartida por grandes generales como Mauricio de Sajonia y Jean Charles de Folard (el Vegecio francés), los austriacos Thüngen o Khevenhüller o el teórico militar prusiano Georg Heinrich von Berenhorst (hijo natural de Anhalt-Dessau). En sus Instrucciones Militares el monarca llegaría a decir que: «La infantería se basa en la potencia de fuego para la defensa y en la bayoneta para el ataque…toda la fuerza de nuestras tropas reside en el ataque, y sería poco inteligente renunciar sin causa a la ofensiva» (Jörgensen et al., 2012: 57).

Mientras que la espada no tenía un excesivo protagonismo, pese a que el soldado la asociaba a un cierto concepto del honor y habría considerado una vergüenza no llevar una, la bayoneta todavía era un arma muy socorrida. Las de esta época tenían una hoja estrecha, de sección triangular, soldada a una manga metálica que se ajustaba sobre la boca del mosquete. Cuando no estaba inserta se colocaba en una funda que colgaba del cinturón de la espada, aunque después de la batalla de Mollwitz (1741) Federico insistió en que debía permanecer fija al mosquete mientras el soldado estuviese de servicio (Duffy, 1974: 80).

Entre 1753 y 1755 el monarca introdujo bayonetas más largas y sólidas para los hombres de las primeras filas, además del llamado kurzgewehr (una alabarda de trece pies de largo) para los suboficiales y para algunos hombres de la tercera fila, lo que equivalía a reintroducir la pica a pequeña escala, invirtiendo de manera puntual una tendencia que comenzó 60 años atrás. La batalla de Praga (1757) le dio una oportunidad de probar a gran escala su método de avance sin fuego, que resultó en la sangría de muchos de sus regimientos ante la artillería austriaca. Tras esto, Federico se vio obligado a revisar sus métodos y volver a las tácticas basadas en la potencia de fuego, demostrando con creces haber aprendido de su error en Leuthen (1757), de tal modo que la prevalencia de la mosquetería prusiana perdurará durante el resto de la guerra.

Leopoldo de Anhalt-Dessau también es el artífice del uso de marchas rítmicas a partir de 1730. Tanto es así que una de las primeras lleva su nombre y se inspiró en una melodía que el mariscal escuchó durante su servicio en Italia. El propio Federico, gran flautista y compositor, estuvo detrás de algunas de las más recordadas. Compuso la marcha de Mollwitz en su campamento pocos días después de que esta batalla tuviese lugar y se le atribuye la célebre marcha de Hohenfriedberger, otorgada a los dragones de Bayreuth por su papel en la misma.

Esta innovación iba más allá del aporte estético y tuvo notables implicaciones prácticas, ya que permitía a las tropas prusianas avanzar al unísono, cada soldado al ritmo de sus compañeros, con paso regulado al son de pífanos y tambores. Esto hizo posible mejorar la capacidad de maniobra tanto en el campo de batalla como en el tránsito sin tener que recurrir a tantas detenciones, con oficiales moviéndose entre vanguardia y retaguardia rectificando la posición de sus hombres y reubicando las líneas con frecuencia. Al mismo tiempo, los prusianos se sentían orgullosos de poder marchar ordenadamente sin necesidad de música alguna. El marqués de Toulongeon se sorprendió de que la guarnición berlinesa, un total de 40.000 hombres, fuese capaz de ejecutar sus maniobras en completo silencio, acostumbrado como estaba al estrépito de los franceses.

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
El ataque prusiano en Leuthen en Der Alte Fritz in 50 Bildern für Jung und Alt o El Viejo Fritz en 50 imágenes para jóvenes y mayores (Carl Röchling, 1895).

El Arte de la Guerra del siglo XVIII siempre ha tenido fama de estático y poco imaginativo. Habitualmente los ejércitos contendientes solo habían de disponer un bloque central de infantería con un ala de caballería colocada en aquel flanco que presentase mayor espacio para maniobrar. Pero la guerra de línea a menudo castigaba a ambas partes y no permitía la flexibilidad y maniobrabilidad necesaria para alcanzar una victoria decisiva. Dos líneas abriéndose fuego a corta distancia podían convertirse en una máquina de destrucción mutua. En buena medida, los combates en tiempos de la Guerra de los Siete Años se asemejaban bastante a acercar una llama a dos velas y observar cuál se derretía primero (Showalter, 2016: 15).

Las tácticas en el campo de batalla en ocasiones podían resultar rígidas y estereotipadas. Anhalt-Dessau estaba tan obsesionado con las ideas predominantes que en Kesselsdorf (1745), cuando se encontró por casualidad en el flanco occidental de la línea sajona, lo que le otorgaba una fantástica posición de cara a arrollar al enemigo desde la izquierda, decidió llevar a su ejército frente a las líneas enemigas, desde donde podía atacar de la manera convencional.

La solución pasaba por sacar al enemigo del propio campo. Por este motivo, los éxitos posteriores del ejército prusiano se han atribuido a su uso del llamado ataque u orden oblicuo (schräge schlachtordnung) como una variación de las tácticas lineales habituales de la época. En lugar de presentar batalla en paralelo al ejército rival, Federico trataba de concentrar más soldados en un ala (que solía reforzarse con caballería) y emplearla para asestar un gran golpe contra el ala más débil del contrario o incluso a su flanco. El monarca llegaría a escribir: «Al atacar en el flanco, un ejército de 30.000 efectivos puede derrotar a otro de 100.000» (Citino, 2018: 83).

La táctica oblicua de Federico el Grande pasó por todo un proceso evolutivo que comienza en tiempos de paz, cuando se empleó de manera experimental durante unas maniobras en 1747, aunque los primeros ensayos todavía resultaban torpes y poco prometedores. Se trataba de un tipo de maniobra que exigía una acción de la infantería especialmente hábil y rápida, en particular cuando el terreno era quebrado.

Sirva de ejemplo el caso de la batalla de Kunersdorf (1759), donde los rusos se presentaron en un área abrupta y pantanosa atravesada por un barranco, lo que impediría a las reducidas tropas prusianas desplegarse con holgura, otorgando al enemigo un objetivo más pequeño para batirlo con artillería. En terrenos boscosos o montañosos, las grandes formaciones lineales tuvieron dificultades para marchar y actuar con libertad de movimiento. Esto se notó mucho en la Guerra Franco-India, paralela en el tiempo a la contienda europea. En circunstancias similares los austriacos no tuvieron problemas para infligir graves daños a los prusianos con su infantería y caballería irregular.

Esta táctica de concentrar la fuerza prusiana contra una parte de la línea opuesta y luego explotar la situación se usó con gran efecto en Leuthen (1757) para desgracia de los austriacos. Dicha batalla es el ejemplo clásico de orden oblicuo y permitiría a los prusianos obtener la victoria pese a verse superados en proporción de casi dos a uno. En este caso, un ataque fingido dio la impresión de una aproximación frontal mientras que la masa de la infantería giraba hacia el sur bloqueando el ala izquierda austriaca. En esta extraordinaria ejecución, los «muros móviles» eran flanqueados por fuego de artillería coordinado a medida que los cañones prusianos se trasladaban de una posición de fuego a otra a lo largo de la línea de ataque. El coup de grâce lo daba la caballería, barriendo a los que huían.

¿Pero era realmente el orden oblicuo un pensamiento original? Lo cierto es que esta estrategia no carece de precedentes históricos bien conocidos, pues en realidad se trata de un concepto que procede de la Antigüedad. Puede verse tanto en la victoria del tebano Epaminondas sobre Esparta en la batalla de Leuctra en 371 a.C. como en la estratagema usada por Alejandro Magno contra los persas en Gaugamela. De sobra es sabido el gusto de la Ilustración por imitar a los antiguos y Federico II no era una excepción. Lo único que sí se puede decir que sea suyo es el empleo del término «oblicuo» para definir a esta maniobra. Pero hasta su propio antepasado, el duque Alberto I de Prusia, ya había escrito sobre la misma en pleno siglo XVI.

A menudo se ha sugerido como posible inspiración la práctica de fortalecer un ala de un ejército para envolver a la del enemigo en la Guerra de la Sucesión Española, demostrada en batallas tan decisivas como Blenheim, Ramillies y Turín. Pero la idea del orden de batalla oblicuo puede encontrarse tanto en teóricos militares clásicos (Flavio Vegecio Renato) como modernos (Montecuccoli, Folard, Feuquières, Puységur). Incluso se ha querido establecer un paralelo con las cargas de los Highlanders escoceses, especialmente en el «cluster» o «wedge», diseñado para golpear en un punto particular de la línea enemiga (Black, 1994: 65).

De hecho, el éxito a la hora de evitar una derrota decisiva a manos de oponentes sustancialmente más fuertes durante la Guerra de los Siete Años puede distraer la atención de la medida en que estas pudieron innovar para responder a las tácticas prusianas: una vez conocido, el orden oblicuo ya era familiar para el resto de los contendientes. Asimismo, las pesadas bajas que tuvo Prusia en la agotadora campaña de 1757 aseguraron que muchas de sus nuevas tropas fueran entrenadas apresuradamente, resultando poco adecuadas para la ejecución de métodos tácticos complicados y anunciado los graves fracasos posteriores.

La trayectoria militar de Federico es un recordatorio de las características esenciales de esta época, es decir, de la dificultad de crear y mantener una «ventana de oportunidad» táctica. Los ejércitos no eran exactamente idénticos, pero eran muy similares en su armamento y entrenamiento, así como en el equilibrio entre los brazos que los componían. En un contexto semejante era muy sencillo igualar las innovaciones de los poderes rivales, situación que iba a ser desafiada durante el período revolucionario y napoleónico. Pero entre finales del XVII y gran parte del XVIII ciertos historiadores como David Chandler llegan a hablar de una auténtica «crisis de la estrategia».

Granaderos, fusileros y tropas ligeras

La unidad principal del ejército era el regimiento, que a nivel táctico se dividía en dos batallones, excepto el Regimiento nº 3 de Infantería y la Guardia, que mantenían tres. Cuando Federico ascendió al trono existían 31 regimientos de 1.700 hombres cada uno, con 50 oficiales, 160 suboficiales, 40 músicos, una docena de ordenanzas médicos, y el resto del personal, que correspondía a los cargos de secretario, tesorero, capellán, etc. La organización administrativa del batallón constaba de seis compañías. En cualquier caso, las fuerzas en campaña eran a menudo mucho menores que sobre el papel y no era extraño en tiempo de guerra que un regimiento constase de un único batallón en la práctica. (Haythornthwaite, 2012: 6-8).

La última reorganización táctica llevada a cabo por orden real antes del ascenso de Federico II tuvo lugar en 1735, cuando se crea una compañía de granaderos para cada batallón de mosqueteros. Antes todas las compañías de infantería habían tenido este tipo de soldados entre sus filas, pero más adelante se amalgamaron para formar batallones propios de 700 hombres entre tropa y oficiales (Seaton, 1973: 9-10). Los granaderos eran tropas agresivas con una gran versatilidad en combate, seleccionadas especialmente de entre hombres robustos, en edad madura y resistentes en la marcha. Una vieja regulación incluso especificaba que era deseable que no tuviesen un aspecto afeminado, por el contrario, el granadero ideal debía presentar un semblante curtido, cabello oscuro y un bigote vigoroso (Duffy, 1974: 70).

Su aspecto era inconfundible, caracterizado las llamadas mitras, unos gorros altos decorados con una chapa de latón, que inicialmente se justificaban por la necesidad de que no hubiera alas en los sombreros que interfiriesen con el movimiento del brazo durante el lanzamiento de las granadas. Más adelante, se llevaban simplemente porque daban mayor estatura a sus portadores, elegidos de por sí entre los más altos de los reclutas existentes, y actuaba como una marca de distinción que se vestía con orgullo. A menudo estos hombres portaban hachas por su papel destacado durante los asedios (Jörgensen et al., 2012, 55).

Federico también observó de cerca las innovaciones militares de otros ejércitos. Por eso trató de copiar los nuevos fusileros empleados por Francia, con sus armas más cortas y ligeras, que ya estaban presentes en el resto de los ejércitos alemanes. En un primer momento intentó convertir el Regimiento nº 28 de Infantería en un cuerpo de este tipo, sin embargo, el experimento no se llevó a cabo y los fusileros prusianos, excepto porque llevaban una mitra algo más corta que la de los granaderos, eran indistinguibles del resto de soldados (Seaton, 1973: 9). También destacaron por la incorporación de hombres de otras provincias que no cumplían las características físicas o de lealtad de los pomeranos y brandenburgueses, creándose 16 regimientos nuevos tras la conquista de Silesia. Por esta razón eran considerados hombres de menor valor que los reclutados en el «Reino Antiguo».

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Homenaje de los estados de Silesia a su nuevo monarca el 17 de noviembre de 1741 en Der Alte Fritz in 50 Bildern für Jung und Alt o El Viejo Fritz en 50 imágenes para jóvenes y mayores (Carl Röchling, 1895).

Otro aspecto que debe tratarse, aunque sea brevemente, es el de la milicia. Este era un cuerpo local y temporal que fue llamado a participar en la Guerra de los Siete Años entre los meses de mayo y agosto de 1757, cuando las provincias orientales del Estado prusiano estuvieron invadidas y a merced de los rusos. Su uniforme era del estilo del de la infantería regular, aunque inicialmente vestían ropa de civil, en los colores habituales.

Su razón de ser se explica más por el deseo de causar desgaste en los ejércitos enemigos a su paso por el territorio que por inspirar algún tipo de patriotismo. Todavía quedaba muy lejos el Landsturm de la Guerra de Liberación de 1813-1814, pero la tendencia a la nacionalización del ejército aparentemente cambió la imagen del «partisano», esto es, de los cuerpos voluntarios (Freikorps o Freitruppen). Unidades como estas nacieron en Pomerania, Prusia Oriental, Neumark, Kurmark y el distrito de Magdeburgo, dando un total de 17.000 hombres alistados en las milicias.

Las tropas ligeras empleadas por la mayoría de los ejércitos se reclutaban sobre una base voluntaria, operaban de forma semiautónoma respecto a las unidades regulares, no se les proporcionaba el apoyo logístico estándar y se sustentaban sobre las exacciones y la obtención del botín (Clark, 2016: 268). En contraste con la mayoría de sus rivales, el ejército prusiano había carecido de este tipo de infantería ligera hasta el reinado de Federico el Grande y no tenía nada similar ni en compañías regulares ni en cuerpos irregulares como los croatas de los Habsburgo o los Highlanders de la Corona británica.

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Feld Jäger prusiano en Die Armee Friedrichs des Grossen in ihrer Uniformierung o Los uniformes del ejército bajo Federico el Grande (Adolph Menzel, 1857).

Los Jägers prusianos nacen en 1740 como pequeñas partidas de reconocimiento que tenían la misión de guiar a las tropas regulares en terrenos difíciles o desconocidos. Para ello vestían un práctico uniforme verde con chaleco y calzones de cuero e iban armados con el característico Büchse, una carabina de calibre pesado utilizada para cazar jabalíes. También portaban cuernos de caza para dar señales. El Feldjäger-Corpszu Fuss demandaba hombres ágiles y enérgicos con conocimientos de campo y lo bastante inteligentes y leales como para luchar en formaciones dispersas. Como muchos soberanos de su tiempo, Federico recurría para este cometido a sus guardabosques y forestales. Al principio esta unidad apenas constaba de 60 hombres, pero para 1760 alcanzó el volumen de un batallón, lo que da cuenta de su éxito.

A falta de una infantería ligera nativa, el monarca prusiano también hubo de recurrir a «batallones libres» (Freibataillone) y trató de atraer a ciertos mercenarios extranjeros de dudosa reputación y eficacia. El teniente-coronel le Noble (Palatinado), el teniente-coronel Mayr (Sajonia) y el coronel d’Angelelli (Holanda) tuvieron permiso para reclutar sus propios batallones en 1756. Otro cuerpo de este tipo, el llamado batallón Rapin, se componía de franceses hechos prisioneros en la batalla de Rossbach. Del mismo origen eran los llamados Etrangers Prusses, que un 2 de septiembre de 1761 protagonizaron un vergonzoso motín cuando tres de las compañías dispararon a su comandante mayor para desertar al Reicharmee llevándose el arca de la unidad y un cañón.

La indiferencia del rey a las escaramuzas y al uso de la guerrilla ha sido atribuida a su desconfianza en la voluntad de los soldados ordinarios para luchar sin supervisión directa. Él consideraba que la petite guerre, entendida como todas aquellas acciones que no constituyesen una batalla, es decir, acciones de baja intensidad, era una pérdida de tiempo en tanto que Prusia no tenía nada de su parte en términos tácticos o estratégicos (Showalter, 2012: 34).

El incierto rol de la caballería

Cuando uno piensa en el ejército de Federico el Grande casi siempre suele pensar en la infatigable y disciplinada infantería que le procuró tantas victorias y rara vez suele acordarse de la caballería, pero mientras que la primera es en buena medida herencia del reinado anterior, fue en la caballería donde el monarca prusiano tuvo que poner todo su ingenio creativo.

La vieja formación de tres en fondo para el cuerpo de caballería sobrevivió hasta 1757, cuando los hombres comenzaron a ser reagrupados en dos filas para compensar la escasez de caballos. Esto funcionó tan bien que en 1760 se generalizó para todas las unidades, aunque los húsares ya venían trabajando así desde mucho antes. También influye el que solo en la campaña del año anterior Federico hubiese perdido la asombrosa cifra de 20.000 caballos ¿Cómo podía Prusia afrontar estas pérdidas? En parte recurriendo a la requisa de los mismos en los territorios conquistados, como Sajonia, pero también gracias a los caballos polacos que los bien pagados asentistas judíos del monarca se encargaban de enviarle.

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Seydlitz lanzando su pipa como señal para la carga de caballería durante la batalla de Rossbach en Der Alte Fritz in 50 Bildern für Jung und Alt o El Viejo Fritz en 50 imágenes para jóvenes y mayores (Richard Knötel, 1895).

Es ahora cuando se empieza a aceptar la teoría de que el ímpetu del galope siempre atemorizaba a una caballería que avanza a un paso más lento, algo que durante mucho tiempo se había evitado por el miedo a perder la cohesión del trote. Los escuadrones de la caballería pesada prusiana protagonizarían cargas en muraille (rodilla con rodilla o bota con bota) demostrando gran agresividad. Buena parte del mérito corresponde a su general, el célebre Federico Guillermo von Seydlitz.

La montura por excelencia de coraceros y dragones eran los robustos caballos de los estados del norte de Alemania, particularmente los infatigables caballos de Holstein, cuya resistencia quedaría más que demostrada en la batalla de Soor (1745), cuando 26 escuadrones prusianos cargaron cuesta arriba sobre un terreno quebrado dispersando a los austriacos de la loma de Graner-Koppe. Sin embargo, los oficiales del Estado Mayor y el séquito de Federico, como el propio monarca, tenían preferencia por los de raza inglesa.

Todo estaba regulado, incluso el color de los caballos. En 1751 el rey estipuló que las monturas de pelaje más oscuro, signo de calidad, fuesen para los coraceros, las de color negruzco o marrón oscuro para los dragones y las claras para la caballería ligera. Los húsares montarían caballos más pequeños comprados en Polonia, Rusia, Moldavia o Valaquia. Estas monturas, aunque menores en tamaño, eran perfectas para su cometido, como se demostró cuando el general suizo Charles-Emmanuel de Warnery y sus 800 húsares prusianos acosaron al regimiento de dragones del archiduque José hasta la extenuación, haciendo 400 prisioneros.

La caballería era uno de los cuerpos menos propensos a la deserción. Esto se debe en buena medida a la extracción social de los hombres que la nutrían, en su mayor parte hijos de campesinos independientes y más o menos acomodados, que tenían experiencia de sobra en el trato con estos animales. En este cuerpo no había sitio para conscriptos movilizados por el Estado o mercenarios extranjeros poco fiables, al contrario, los piquetes de caballería eran la principal disuasión contra desertores. Acaso se puede decir que los húsares eran algo distintos, porque al principio los prusianos no estaban familiarizados con el rol de la caballería ligera.

Los 30 regimientos de coraceros existentes iban armados con dos pistolas y una carabina, excepto oficiales y suboficiales, que prescindían de esta última. Su uniforme era muy parecido al que llevaban en otros ejércitos, de mismo color que la clásica cuera amarillenta utilizada por casi toda la caballería del siglo anterior (Haythornthwaite, 1991: 9). Por su parte, los dragones habían renunciado a su rol original de «infantería montada» antes del ascenso al trono de Federico, pero aún había varios elementos de su equipamiento que revelaban este antiguo cometido. Uno de ellos era su uniforme: carecían de coraza y vestían una casaca de soldado de infantería con las solapas abiertas.

Federico comenzó con 10 regimientos de dragones, pero crearía otros dos más durante su reinado. Uno de ellos, el Regimiento nº 5 de Dragones, el de los llamados Dragones de Bayreuth, se convertiría en una de las unidades más destacadas por su ya citado papel en la batalla de Hohenfriedberger (1745). Ahora bien, si el rey simplemente recibió la mayor parte de la caballería pesada de su padre, los regimientos ligeros fueron sobre todo creación suya.

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
El rey es recibido por los dragones prusianos en la batalla de Liegnitz en Der Alte Fritz in 50 Bildern für Jung und Alt o El Viejo Fritz en 50 imágenes para jóvenes y mayores (Richard Knötel, 1895).

Aunque los húsares tenían su origen en la Hungría medieval, durante los siglos XVIII-XIX aparecerían en todos los ejércitos de Europa occidental y central para tareas de reconocimiento, persecución y vigilancia, así como para asegurar los flancos y la retaguardia durante la marcha y las batallas. Los primeros húsares al servicio de este país nacen de la mano del general Wuthenow en 1721, como un mero apéndice del Regimiento de Dragones de Prusia Oriental, pero a partir de 1730 conformaron la Compañía de Húsares del Rey, que Federico Guillermo I empleaba como escolta, correo y cuerpo para la persecución de desertores (Winter, 216: 28).

El rey pensaba que los alemanes no eran tan aptos para esta tarea y cuando su hijo ascendió al trono apenas había nueve escuadrones de este tipo. Estos jinetes, tachados a menudo de bandidos y pendencieros, tampoco debían de ser del gusto de Federico el Grande, que apenas desplegó seis escuadrones al comienzo de la Primera Guerra de Silesia. Dicha fuerza protagonizaría un vergonzoso fracaso en Mollwitz (1741) donde, a pesar de tener orden de vigilar el bagaje que recibieron, lo saquearon cuando parecía que sus compañeros de armas iban a ser derrotados. Desde entonces el rey y sus oficiales se emplearon a fondo para reestructurar e instruir debidamente a este cuerpo.

En este sentido es de obligada mención la persona de Hans Joachim von Zieten, quien como los primeros húsares prusianos estaba lejos de parecerse al soldado ideal. Era un hombre maleducado, bajito y de voz débil, con gusto por el alcohol y un terrible carácter, proclive a los duelos y con tendencia a la insubordinación. Esto pudo costarle su permanencia en el ejército más de una vez. Sin embargo, con el tiempo, y tras renunciar la bebida, se convirtió en uno de los mejores oficiales de caballería del siglo. Jürgen Kloosterhuis le denominó como «el húsar de manual» y el propio Federico II le condecoró con la Orden Pour le Mérite tras destacarse en la batalla de Rothschloss. Allí, un 22 de julio de 1741, vencería a su antiguo mentor austriaco, el general Baranyai.

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
Federico el Grande saluda agradecido al general Zieten después de la batalla de Torgau en Der Alte Fritz in 50 Bildern für Jung und Alt o El Viejo Fritz en 50 imágenes para jóvenes y mayores (Carl Röchling, 1895).

Los húsares estaban llamados a cumplir la misma función que los croatas o panduros desempeñaban para el ejército de María Teresa. El avance de Federico II hacia el interior de Bohemia en 1744 se convirtió en un auténtico infierno por culpa de estos temibles jinetes, que causaron estragos entre sus columnas de abastecimiento, bagaje y partidas de forrajeadores. También resultaban muy útiles para el reconocimiento y las escaramuzas, aunque al contrario que su contraparte austriaca, los húsares prusianos estuvieron sometidos a una instrucción mucho más rigurosa y a un mayor control. Prueba de ello es la acción de Neumarkt (1757), donde demostraron su valía contra los croatas y además actuaron desmontados.

En contraste con el servicio austriaco, donde los húsares eran una rama independiente del ejército, los prusianos de estas mismas unidades recibían adiestramiento durante dos años. Además existía cierto intercambio de hombres entre los regimientos ligeros y pesados bajo el principio de que cada uno de los tres brazos de la caballería debía ser capaz de realizar las funciones de los otros dos. Prueba de esta peculiar armonización prusiana es que un comandante de dragones como Seydlitz liderase también escuadrones de húsares durante la Segunda Guerra Silesia.

Los primeros oficiales y soldados de los cuerpos de húsares eran contratados en Hungría y Polonia cuando era posible. Federico también tanteó la posibilidad de que María Teresa le vendiese un regimiento completo una vez hizo las paces con el Imperio. Sin éxito, trataría incluso de obtener cosacos, tártaros y calmucos en Rusia. El barón Mardefeld reclutaría unos cuantos oficiales de caballería rusos sin preocuparse demasiado por su coraje o valía. Como dijo el propio Federico, simplemente quería «el nombre de Rusia asociado con mi ejército para asombrar a otras potencias». A lo que añadió: «Sin duda, me gustaría tener entre doscientos y trescientos [cosacos], especialmente si puedo tenerlos como familias, es decir, con esposas e hijos, para poder asentarlos en mi país». Pero su ministro desaconsejó continuar con el proyecto, ya que Rusia necesitaba a esas poblaciones y la zarina Isabel nunca lo permitiría (Asprey, 1986: 283).

Realzados por su atavío colorido y extravagante, los húsares generaron toda una mitología en torno a sí mismos y alcanzaron tal popularidad que en sus filas terminaron sirviendo numerosos caballeros, mientras que sus oficiales procedían ya de algunas de las mejores familias prusianas. Durante el reinado de Federico se crearían 10 regimientos de húsares, uno de los cuales estaba integrado mayoritariamente por polacos desertores. Pero, sin duda, una de las unidades más singulares de este tipo era el Regimiento nº 9 de Húsares Bosniacos (Bosniakenkorps) armados con lanzas y dotados de turbantes o colbacs de piel y uniformes de estilo oriental.

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
Bosniaco del ejército prusiano en una lámina del Uniformenkunde (Richard Knötel, 1890)

El mito de la disciplina prusiana

El ejército prusiano llegó a representar ante el resto de las potencias existentes un modelo de perfección militar. Su oficiales eran el producto característico un país pobre y nuevo con una nobleza educada que disfrutaba de un alto estatus en la compañía, pero que tenía que ganárselo a través de una dedicación permanente a su profesión. La exhaustiva disciplina y las restricciones resultantes hicieron que el servicio prusiano fuese notorio en toda Europa. Menos conocido era el hecho de que la base del éxito del ejército era ante todo una excelente administración, lo que aseguraba que los soldados recibiesen pagos regulares, alimentos de calidad y entregas anuales de ropa nueva. Los prusianos también tenían el beneficio de la continuidad y la estabilidad en sus instituciones militares, porque el Viejo Fritz cambió muy poco en el equipamiento y la rutina desde los tiempos de su padre.

Tras la Guerra de los Siete Años, muchos militares de Europa intentaron imitarles, pero los «prusomaníacos» rara vez vieron algo más que detalles de uniformes y tácticas que realmente no tenían importancia. Cuando los oficiales extranjeros hicieron su peregrinación a este país se sorprendieron al descubrir que los soldados eran más informales y mucho «menos prusianos» que sus imitadores de otras partes. Si bien es cierto que una de las primeras ordenes de Federico, dada un 28 de octubre de 1740, recomendaba ya recurrir a los medios físicos de instrucción, los tópicos sobre la rígida disciplina, los castigos corporales y los reglamentos draconianos no dan la clave de sus victorias. Aun así, conviene aclarar hasta qué punto eran reales ese tipo de medidas.

Ejército prusiano
Sanciones militares: De cómo un hombre honesto recibe una paliza en Militärstrafen. Wie ein ehrlicher Mann Prügel empfängt (Daniel Nikolaus Chodowiecki, 1776).

Según el propio Federico, el soldado «debía temer más a sus oficiales que a los peligros a los que estaba expuesto». Esta máxima aparece tanto en sus instrucciones para la caballería de 1763 como en su Testamento Político de 1768. Para el monarca, el esprit de corps y la moral de las tropas eran importantes, pero no tanto como saber que las espadas de los oficiales y las medias picas de los suboficiales te estaban apuntando a las espaldas durante la batalla. El 21 de junio de 1749 emitió una circular a todos los Chefs (coroneles propietarios) de los regimientos autorizando cualquier tipo de castigo corporal sin necesidad de informar a una autoridad superior.

Algunos castigos estaban regulados por el reglamento militar, por ejemplo, un soldado demasiado lento en cargar su mosquete durante unos ejercicios debía recibir tres golpes de vara. Un observador español, el duque de Almodóvar, vio la dureza e intensidad de los entrenamientos como la razón de la gran cantidad de suicidios que se producían entre los reclutas. Sin embargo, hay un hecho que ha sido pasado por alto a menudo y es que el coronel de un regimiento estaba obligado a asumir todos los gastos si un soldado apaleado quedaba malherido y debía ser apartado temporalmente del servicio (Möbius, 2019, 50).

Cualquier forma de insubordinación, delitos de robo o embriaguez eran castigados con flagelación o pena de baquetas (Gassenlaufen o Spiessruthen). Un terrible castigo por el que el soldado infractor, desnudo de medio cuerpo para arriba, era obligado a caminar entre dos filas formadas por sus compañeros, quienes lo golpeaban con todas sus fuerzas con baquetas, varas, correas o portafusiles. Normalmente le precedía un sargento que caminaba hacia atrás con una alabarda inclinada a la altura del pecho del reo, para impedir cualquier intento de este de echarse a correr.

En caso de delitos más graves como el motín o la deserción, el soldado podía ser sometido a un juicio militar y a menudo era condenado a muerte. Los artículos de guerra establecían que el desertor de origen extranjero, en su primera falta, sería condenado a 12 «paseos» por las baquetas, 24 por la segunda infracción y 36 por la tercera o por su complicidad en un complot mayor. Por su parte, el desertor cantonal, considerado como un traidor a todos los efectos, sería condenado a 36 «carreras» o «paseos» por la primera falta, y si alguna vez la repetía era directamente ahorcado. En cualquier caso, el general d´Hullin aseguraba que ningún hombre sobrevivía a 36 paseos. Otras veces a los desertores se les cortaban la nariz y las orejas.

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
Extracto de la película Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975) que narra las andanzas de un desertor irlandés del ejército británico en el servicio prusiano.

El mayor ejemplo de una conspiración de desertores tuvo lugar en Halle, tras la Guerra de los Siete Años, cuando 360 soldados sajones del Regimiento de Anhalt-Bernburg trataron de huir para alcanzar la frontera cercana, pero fueron delatados y emboscados. A continuación se desató una batalla contra los granaderos de la unidad en la que una bala pasó a través del sombrero del Príncipe de Bernburg. El hombre que efectuó ese disparo fue condenado a morir en la rueda, 16 de los cabecillas serían ahorcados y el resto fueron baqueteados. Los sajones incorporados forzosamente en Pirna siempre se mostraron reacios a servir bajo el mando de Federico y protagonizaron continuas deserciones. El propio monarca llegó a golpear a un joven soldado sajón que se negó a jurarle lealtad en los momentos previos de la batalla de Lobositz en 1756. Para finales del año siguiente apenas quedaban tres regimientos y un batallón de granaderos de este origen en todo el ejército prusiano (Hook, 2001: 26).

Las palizas a los soldados en servicio enseñaban obediencia ciega, pero en ocasiones iban demasiados lejos. Un sargento reportó el caso de un capitán del ejército austriaco que apuñaló hasta la muerte a diez de sus hombres cuando intentaban huir durante la batalla de Lobositz. Sin embargo, golpear a un soldado en retirada bastaba a menudo para hacerle volver a su lugar en las filas (Berkovich, 2017: 99). Por otra parte, resulta llamativo el hecho de que prácticamente todos los regimientos de caballería abandonasen esta clase de prácticas. Esto se debe tanto a la influencia de Seydlitz como a la de Zieten, quien, pese a su temperamento, también era enemigo de los castigos corporales contra los húsares. Otros, como el general von Natzmer, defenderían un trato más humano hacia los soldados por motivos religiosos.

Las instrucciones de Federico II en materia disciplinaria podían ser muy severas, pero los niveles de deserción sufridos en las campañas que libró demuestran que muchas de sus precauciones no pudieron llevarse a cabo. Un buen ejemplo es la caída de la fortaleza de Glatz ante los austriacos en 1760, como consecuencia de la deserción en masa del Regimiento de Quadt. Hasta el Regimiento de la Garde, el más distinguido y favorecido históricamente de todo ejército, llegaría a perder 3 oficiales, 93 suboficiales, 32 músicos y 1525 soldados rasos en el periodo de 1740-1800 debido a deserciones.

Además, pese a su inmaculada reputación, los prusianos no siempre actuaban de forma correcta con los civiles. Un soldado llamado Dominicus contaba en sus memorias que las tropas de Federico a menudo rompían las ventanas de las casas de los pueblos por los que pasaban robando todo a su paso. Este mosquetero dejó por escrito como en una ocasión el monarca permitió a sus tropas saquear una villa cuyos habitantes habían escondido a soldados austriacos. Todas sus posesiones de valor fueron tomadas como botín, tras lo cual redujeron la población a cenizas. Las tropas no solo solían forzar a los civiles a abastecerlos con comida, bebida y dinero en metálico, sino que a menudo desmantelaban las casas para obtener madera para sus fogatas o por puro vandalismo (Berkovich, 2017: 160).

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
Los húsares prusianos se divierten con el bagaje tomado de los franceses en Der Alte Fritz in 50 Bildern für Jung und Alt o El Viejo Fritz en 50 imágenes para jóvenes y mayores (Richard Knötel, 1895).

El saqueo de propiedades civiles en zonas devastadas por la guerra era en ocasiones necesario para la supervivencia, pero rara vez ofrecía posibilidades de enriquecimiento como ocurría con el botín obtenido durante el combate. Un caso bien conocido es el rico y «decadente» bagaje del ejército francés en Rossbach, que incluía pelucas empolvadas, batas, redecillas para el pelo, sombrillas, camisones y hasta loros.

Aunque todos los soldados tenían derecho a lo que capturaban a sus oponentes muertos o cautivos durante la batalla, eran sobre todo las tropas de la caballería las principales beneficiarias de esta situación. La formación en línea ofrecía menos posibilidades al soldado de infantería para alcanzar a un oficial enemigo o llegar hasta los carros de suministros del otro ejército. Un cuerpo particularmente afortunado en este sentido fue el de los Húsares Prusianos Rojos, que capturaron a un pagador con una fortuna valorada en 25.000 táleros, una cantidad de dinero tan grande que fue repartida en sombreros llenos. Naturalmente, los oficiales se quedaban con la parte del león. Es el caso de Georg Beß’, comandante de los Jäger prusianos, que recibió el caballo de un oficial de húsares al que mató en combate singular.

Conclusiones:

La clave de la victoria para Federico el Grande estaba librar guerras breves y enérgicas (kurtz und vives). Incluso la Guerra de los Siete Años, pese a su duración, se caracterizó por campañas rápidas y planeadas de improvisto. Así lo ponen de manifiesto marchas forzadas como la de Bohemia a Turingia en la campaña de Rossbach o la de Moravia hasta la ribera occidental del Oder durante la campaña de Zondorf (Citino, 2018: 153). Ninguna otra fuerza del mundo podía levantar el campamento, formar en columna y ponerse en camino con la misma presteza que los prusianos.

Además, puesto que carecían de aliados a los que rendir cuentas, y dado que el comandante en jefe era el propio soberano, el proceso de toma de decisiones era muy simple. El cardenal de Bernis (diplomático francés) lo expresó muy bien tras la derrota de Rossbach cuando dijo: «No debemos olvidar que estamos tratando con un príncipe que es a la vez su propio comandante de campo, primer ministro, organizador logístico y, cuando es necesario, capitán preboste. Estas ventajas son mayores que todos nuestros expedientes mal ejecutados y combinados» (Duffy, 1988: 144).

Pero Prusia no las tenía todas consigo. Era un reino pequeño cuya ausencia de integridad territorial lo hacía extremadamente vulnerable. La búsqueda de ambiciones poco realistas ya había arruinado a otros estados alemanes como Baviera o el Palatinado, por lo que cuando Federico acabó con la neutralidad pro-imperial de su padre emprendiendo una política tan agresiva podría haber conducido a su país al desastre. Durante su reinado tuvo que librar una guerra simultanea contra tres grandes potencias (Francia, Rusia y Austria), cada una de las cuales tenía cuatro veces más población.

Pro Gloria et Patria: el ejército de Prusia en tiempos de Federico el Grande (1740-1786)
Mapa con la expansión de Prusia entre 1713 y 1795.

Además, su reino no gozaba de la protección de un cinturón de fortalezas como Francia o de una profundidad estratégica como la de Austria y Rusia, por lo que solo podía jugárselo todo en batallas decisivas y forzar a un enemigo tras otro a retirarse de la contienda. El corazón del Estado, Brandeburgo, quedó a merced de sus enemigos y Berlín fue tomado por las fuerzas austriacas y rusas en 1760, después de sufrir 60.000 bajas solo en el año anterior. No debe olvidarse que si Prusia sobrevivió fue a costa de bajas y pérdidas humanas y materiales muy graves: perdió en total alrededor de un 11% de su población.

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