Pensada como una obra
destinada a «suscitar la reflexión
sobre el presente y el futuro del
país» esta Breve historia de la
Argentina se ha convertido, con
los años, en un libro clásico.
Obra de síntesis, pero a la vez
de ideas, en sus páginas no sólo
se encuentran hechos sino
también interpretaciones que
generan polémicas y suscitan
opiniones encontradas.
Escrito en 1965, fue actualizado
por el autor poco antes de su
fallecimiento en 1977. Por la
notable difusión que tuvo, tanto
como por su extendido uso en la
enseñanza, Luis Alberto Romero
agregó un último capítulo,
referido a los acontecimientos de
las
últimas
décadas,
«ciertamente decisivos para la
comprensión
de
nuestro
presente y de conocimiento
fundamental para la formación
de un ciudadano».
Considerado, con justicia, como
uno de los mayores intelectuales
que ha dado el país, José Luis
Romero no sólo renovó los
estudios históricos; transmitió
además sus ideas de un modo
tan claro como atractivo.
Ejemplo mayor de ello es este
libro, cuyo estilo, sencillo y
refinado, hace que la lectura de
la historia sea a la vez
aprendizaje y placer.
El Fondo de Cultura Económica,
que ya había editado numerosas
obras del autor, dio inicio, con
este libro, a la Biblioteca José
Luis Romero, que se publicó en
memoria suya a los veinte años
de su fallecimiento. Esta nueva
edición, preparada por Luis
Alberto Romero, es la versión
definitiva
de
una
obra
fundamental.
José Luis Romero
Breve historia de la
Argentina
ePUB v1.0
pigpen 29.08.12
Título original: Breve historia de la
Argentina
José Luis Romero, 1965
1° edición: Eudeba, 1965
Presente edición: 1997
Editor original: pigpen (v1.0)
ePub base v2.0
Prefacio
En 1965 apareció en Eudeba la
primera edición de Breve historia de
la Argentina, que Boris Spivacow le
encargó a mi padre: un cuaderno, de
grandes páginas, con muchas
ilustraciones y una viñeta de Schmidl
sobre fondo rojo en la tapa. Era un
producto típico de aquella notable
empresa editorial, tan característica
de los años sesenta. El texto concluía
en 1958; con su cruce de optimismo e
incertidumbres, su fe en el desarrollo
de la democracia, la libertad y la
reforma social, y sus dudas acerca de
la era «plutocrática» que se iniciaba,
es un testimonio de aquel formidable
proyecto social de modernización
cultural,
tan
desdichadamente
concluido.
Ignoro cuánto circuló esa
edición. A poco de aparecer, la
universidad fue intervenida, Eudeba
pasó a malas manos, el libro
desapareció de la venta y mi padre
inició una larga gestión para
recuperar sus derechos. Hacia 1973
lo consiguió, con la ayuda
profesional de Horacio Sanguinetti, y
poco después acordó con Juan
Carlos Pellegrini su reedición
actualizada en Huemul.
A principios de 1977 murió mi
padre. En aquel año, en el que la
catástrofe del país se sumaba a mi
desventura personal, Fernando Vidal
Buzzi, a cargo de Huemul, me
propuso
llevar
adelante
la
proyectada reedición, agregando un
último capítulo. En 1975 mi padre
había agregado un capítulo final a
Las ideas políticas en la Argentina,
sobre el período 1955-1973. Yo lo
había ayudado, tenía bastante
práctica en trabajos profesionales
conjuntos —solíamos decir que
teníamos una sociedad anónima de
producciones históricas— de modo
que no me pareció mal escribir lo
que hoy es el capítulo XIV,
basándome en aquel tema, usando sus
ideas y también sus palabras, sin
mencionar participación, que en el
fondo era sólo parcial. Al fin y al
cabo, era como una de aquellas
batallas que el Cid ganaba después
de muerto.
Sorpresivamente, en su segunda
versión, el libro tuvo un éxito
callado y enorme. No podría decir
cuántos ejemplares se han vendido,
pues me consta que hubo muchas
ediciones clandestinas. Pero sé que
ha llegado a ocupar un lugar
importante en la enseñanza,
particularmente en los últimos años
de la escuela media. Siempre me
pareció su difusión que en aquellos
años formaba parte de las respuestas,
modestas pero firmes, que nuestra
sociedad daba al terror militar.
En 1993, otro avatar editorial me
planteó la disyuntiva acerca de su
actualización. No podía ya apoyarme
en escrito o pensado por mi padre.
Pero a la vez, era consciente de que
el principal valor de un libro de este
tipo era para comprender el presente,
ese «presente vivo» que mi padre
contraponía con el «pasado muerto».
En la Argentina habían ocurrido
cosas demasiado importantes entre
1973 y 1992 como para que no las
registrara en un libro destinado a los
jóvenes, a quienes se estaban
formando como ciudadanos. Yo
acababa de terminar mi Breve
historia contemporánea de la
Argentina y me pareció que podría
ofrecer un resumen digno, que
cubriera el período hasta 1993.
Tengo la íntima convicción de que
las ideas generales de este capítulo
estarían en consonancia con las del
resto de la obra.
Hoy, en esta nueva versión, he
revisado el texto original y he
completado el capítulo XV, pues lo
ocurrido en los últimos tres años sin
duda hace más claro lo que en 1992
era
sólo
una
intuición.
Probablemente seguiré haciéndolo en
el futuro, en parte porque este libro
ya tiene una existencia propia, y en
parte por convicción filial. Estoy
convencido de que es mi obligación
hacer lo necesario para mantener
vigente el pensamiento de mi padre,
que me sigue pareciendo admirable,
enormemente complejo detrás de su
aparente sencillez, y sin dudas más
allá de cualquier moda intelectual.
En rigor, dediqué mucho tiempo en
estos veinte años a reeditar sus
obras, reunir sus artículos y
conservar vivo su recuerdo, y seguiré
haciéndolo. Mantener actualizado
este libro en particular es parte de
ese propósito.
Se trata, pues, de un libro con una
historia, que se prolonga hasta el
presente. También tiene una historia
editorial que en la ocasión me resulta
particularmente significativa. En
1945, el Fondo de Cultura
Económica le encargó a mi padre un
libro sobre las ideas políticas en la
Argentina, destinado a una de sus
colecciones. Por entonces mi padre
se dedicaba a la historia antigua, y
sólo
había
incursionado
tangencialmente en la historia
argentina, sobre todo como parte de
su activo compromiso en la lucha
intelectual y política de aquellos
días. De cualquier modo, la elección
de Daniel Cossio Villegas, y la
previa recomendación de Pedro
Henríquez Ureña, fue para él un
honor y a la vez un desafío. Con
justicia, Las ideas políticas en la
Argentina se ha convertido en un
verdadero clásico, y desde entonces
la relación de mi padre con el Fondo
—diría: con Arnaldo Orfila Reynal y
María Elena Satostegui— fue muy
intensa. Allí aparecieron La Edad
Media
—otro
clásico—, El
desarrollo de las ideas en la
sociedad argentina del siglo XX y
más recientemente La experiencia
argentina, donde hace unos años
reuní el conjunto de sus artículos y
ensayos sobre el país.
En 1992 Alejandro Katz,
responsable del Fondo en Buenos
Aires, me propuso escribir una
historia argentina del siglo XX,
destinada también a una colección de
la editorial. Como le ocurrió casi
cincuenta años antes a mi padre, el
encargo fue para mí un honor y sobre
todo un desafío muy grande, aunque
ignoraba su magnitud cuando lo
acepté. Por circunstancias que no
conocí, el libro terminó con un título
muy parecido al de mi padre: Breve
historia contemporánea de la
Argentina. No puedo dejar de pensar
en este extraño juego de
coincidencias y de tradiciones. No
puedo dejar de pensar que Breve
historia de la Argentina de José Luis
Romero, que hoy reedita el Fondo,
está finalmente donde debía estar.
Luis Alberto Romero.
Febrero de 1997.
Esta breve historia de la Argentina
ha sido pensada y escrita en tiempos
de mucho desconcierto. Mi propósito
ha sido lograr la mayor objetividad,
pero temo que aquella circunstancia
haya forzado mis escrúpulos y me
haya empujado a formular algunos
juicios que puedan parecer muy
personales. El lector, con todo,
podrá hacerse su propia composición
de lugar, porque a pesar de la
brevedad del texto, creo que he
logrado ofrecer los datos necesarios
para ello. La finalidad principal de
este libro es suscitar la reflexión
sobre el presente y futuro del país.
Su lectura, pues, puede ser
emprendida con ánimo crítico y
polémico. Me permito sugerir que
esa lectura no sea sólo una primera
lectura. El texto ha sido apretado
desesperadamente y creo que el libro
dice más de lo que parece a primera
vista. Quizá me equivoque, pero
sospecho que, al releerlo, aparecerán
más claras muchas ideas que he
reducido a muy escuetas fórmulas.
J.L.R.
Primera parte
LA ERA INDÍGENA
¿Cuántos siglos hace que está
habitada esta vasta extensión de casi
tres millones de kilómetros
cuadrados que hoy llamamos la
Argentina? Florentino Ameghino, un
esforzado investigador de nuestro
remoto pasado, creyó que había sido
precisamente en estas tierras donde
había aparecido la especie humana.
Sus opiniones no se confirmaron,
pero hay huellas de muchos siglos en
los restos que han llegado a nosotros.
Ni siquiera sabemos a ciencia cierta
si estas poblaciones que fueron en un
tiempo las únicas que habitaron
nuestro suelo llegaron a él desde
regiones remotas, tan lejanas como la
Polinesia, o tuvieron aquí su origen.
Sólo sabemos que un día, muchos
siglos antes de que llegaran los
conquistadores españoles, se fijaron
en nuestro territorio y permanecieron
en él hasta identificarse con su
paisaje.
De esas poblaciones autóctonas
no conocemos la historia. Las que
habitaron el noroeste del país
revelan una evolución más intensa y
parece que aprendieron con duras
experiencias el paso del tiempo y la
sucesión de los cambios que es
propia de la historia de la
humanidad. Las demás, en cambio, se
mantuvieron como grupos aislados y
perpetuaron sus costumbres seculares
o acaso milenarias, sin que nada les
hiciera conocer la ventura y la
desventura de los cambios históricos.
Eran,
ciertamente,
pueblos
adheridos a la naturaleza. Ésta de
nuestro suelo es una naturaleza
generosa. La Argentina es un país de
muy variado paisaje. Una vasta
llanura —la pampa— constituye su
núcleo interior; pero en la planicie
continua se diferencian claramente
las zonas fértiles regadas por los
grandes ríos y las zonas que no
reciben sino ligeras lluvias y están
pobladas por escasos arbustos. Unas
tierras son feraces —praderas,
bosques—, otras estériles, a veces
desérticas. Pero la llanura es
continua como un mar hasta que se
confunde con la patagónica del Sur, o
hasta que se estrella contra las altas
montañas de los Andes hacia el
Oeste una de esas regiones se fijaron
viejos y misteriosos pueblos que
desenvolvieron oscuramente su vida
en ellas.
Eran pueblos de costumbres
semejantes en algunos rasgos, pero
muy diferentes en otros, porque
estaban encadenados a la naturaleza,
de cuyos recursos dependían, cuales
variaban sus hábitos. Cuando
comenzó la conquista española, las
poblaciones
autóctonas
fueron
sometidas y atadas a las formas de
vida
que
introdujeron
los
conquistadores.
Durante
algún
tiempo, algunos grupos conservaron
su libertad replegándose hacia
regiones no frecuentadas por los
españoles. La pampa y la Patagonia
fueron su último refugio. En un
último despertar, constituyeron una
de las llanuras cuando la desunión de
las provincias argentinas les permitió
enfrentarlas con ventaja. Pero,
cuando la lanza se mostró inferior al
fusil, cayeron sometidos y fueron
incorporados a las nuevas formas de
vida que les fueron impuestas.
Acaso ellos no creían que las
formas europeas fueran superiores a
las suyas, heredadas y mantenidas
durante largos siglos. Y acaso la
melancolía que la música y su mirada
oculte el dolor secular de la
felicidad perdida.
Capítulo I
LAS POBLACIONES
AUTÓCTONAS
Desde el Río de la Plata hasta la
cordillera de los Andes, la pampa
inmensa y variada estaba habitada
por los pueblos que le dieron su
nombre: los pampas. Estaban
divididos en diversas naciones,
desde los araucanos, que traspasaban
los valles andinos y se extendían
hacia la otra ladera de la cordillera,
hasta los querandíes que habitaban
las orillas del Río de la Plata. Eran
cazadores o pescadores según las
regiones, de costumbres nómadas,
diestros en el uso del arco y de las
boleadoras, con las que acertaban a
los avestruces que cruzaban la
llanura. Y para descansar y
guarecerse
construían
toldos
rudimentarios que se agrupaban
formando pequeñas aldeas.
Más favorecidos por la
naturaleza los guaraníes que
habitaban la región de Corrientes y
Misiones aprendieron a cultivar la
tierra con instrumentos de madera y
cosechaban zapallo, mandioca y
especialmente maíz; con eso
completaban su alimentación hecha
también de caza y pesca. Cuando se
establecían en algún lugar durante
largo tiempo construían viviendas
duraderas de paja y barro. Eran
hábiles y sabían fabricar cacharros
de alfarería, un poco elementales,
pero capaces de servir a las
necesidades de la vida cotidiana; y
con las fibras que tenían a su alcance
hacían tejidos para diversos usos,
entre los cuales no era el más
frecuente el de vestirse, porque
solían andar desnudos.
Próximos a ellos, en los bosques
chaqueños, los matacos y los
guaycurúes alternaban también la
caza y la pesca con una rudimentaria
agricultura en la que trabajaban
preferentemente las mujeres. Y por
las regiones vecinas se extendían
otros pueblos menos evolucionados,
los tobas o los chanés, que conocían
sin embargo, como sus vecinos el
difícil arte de convertir un tronco de
árbol en una embarcación con la que
diez o doce hombres solían navegar
grandes ríos en busca de pesca.
Menos evolucionadas aún eran
las poblaciones de la vasta meseta
patagónica. Allí
vivían los
tehuelches, cazadores seminómadas,
que utilizaban las pieles de los que
lograban atrapar para cubrirse y para
techar las chozas en que habitaban,
luego de haber comido cruda su
carne. Onas y yaganes poblaban las
islas meridionales como nómadas del
mar, y en él ejercitaban su
extraordinaria habilidad para la
pesca con arpón, a bordo de
ligerísimas canoas de madera y
corteza de haya.
Escasas en número, con muy
poco contacto entre si —y a veces
ninguno—, las poblaciones de las
vastas llanuras de las duras mesetas,
de las selvas o de los bosques,
perpetuaban sus costumbres y sus
creencias tradicionales sin que su
vida sufriera alteraciones profundas.
Iban a las guerras que se suscitaban
entre ellos para defenderse o para
extender sus áreas de predominio, y
en el combate ejercitaban los
varones sus cualidades guerreras,
encabezados por sus caciques, a
quienes obedecían respetuosamente.
Para infundir temor a sus enemigos y
para señalar su origen, cubrían con
adornos o lo tatuaban con extraños
dibujos, y algunos solían colocarse
en el labio inferior un disco de
madera con el que lograban adquirir
una extraña fisonomía. La tierra
entera les parecía animada por
innumerables espíritus misteriosos
que la poblaban, y a sus designios
atribuían los avatares de la fortuna:
el triunfo o la derrota en la guerra, el
éxito o el fracaso en la caza o la
pesca, la crueldad o la benignidad de
las fuerzas de la naturaleza. Sólo los
hechicero mirar conocían sus
secretos y parecían capaces de
conjurarlos para tornarlos propicios
y benévolos. Gracias a eso gozaban
de la consideración de los suyos, que
los admiraban y temían porque
constituían su única esperanza frente
a las enfermedades o frente a las
inciertas aventuras que entrañaban la
cotidiana busca de los alimentos y la
continua hostilidad de los vecinos.
Más compleja fue, seguramente,
la existencia de las poblaciones que
habitaban en las regiones montañosas
del noroeste. Allí, los valles
longitudinales de la cordillera abrían
caminos
prometedores
que
vinculaban regiones muy distantes
entre sí, y hubo pueblos que se
desplazaron y conocieron las
alternativas de la victoria y la
derrota, esta última acompañada por
el forzoso abandono de las formas
tradicionales de vida y la aceptación
de las que les imponían sus
vencedores. Tal fue, seguramente, el
destino de los diaguitas, que
habitaban aquellas comarcas.
A lo largo de los valles, los
diaguitas vivían en pequeñas aldeas
formadas por casas con muros de
piedra. Era el material que les
ofrecía su paisaje. Hábiles alfareros,
usaban platos, jarras y urnas de barro
cocido en cuyo decorado ponían de
manifiesto una rica imaginación y
mucho dominio técnico; pero
utilizaban además para sus utensilios
cotidianos la madera, el hueso, la
piedra y el cobre. Estaban
firmemente arraigados a la tierra y
sabían cultivarla con extremada
habilidad, construyendo terrazas en
las laderas de las sierras para
sembrar el zapallo, la papa y el maíz,
que eran el fundamento de su
alimentación. Criaban guanacos,
llamas y vicuñas, y con su lana
hacían tejidos de rico y variado
dibujo que teñían con sustancias
vegetales.
Los adornos que usaban solían
ser de cobre y de plata. En piedra
esculpieron monumentos religiosos:
ídolos y menhires. Y con piedra
construyeron
los
pucaras,
fortificaciones con las que defendían
los pasos que daban acceso a los
valles abiertos hacia los enemigos.
Sin duda se vertió mucha sangre
en la quebrada de Humahuaca y en
los valles calchaquíes, pero no con
las alternativas de esa historia. Los
pasos que miraban al Norte vieron
llegar, seguramente más de una vez,
los ejércitos de los estados que se
habían constituido en el altiplano de
Bolivia o en los valles peruanos:
desde el Cuzco el imperio de los
incas se extendía hacia el Sur y un
día sometió a su autoridad a los
diaguitas. Signo claro de esa
dominación fue el cambio que
introdujeron en sus creencias
religiosas, abandonando sus viejos
cultos animalísticos para adoptar los
ritos solares propios de los quichuas.
Y el quechua, la lengua del imperio
inca, se difundió por los valles hasta
tornarse el idioma preponderante.
Propias o adquiridas, la música y
la poesía de los diaguitas llegaron a
expresar una espiritualidad profunda
y melancólica. Acaso la fuerza del
paisaje montañoso las impregnó de
cierta resignación ante la magnitud
de los poderes de la naturaleza o ante
el duro esfuerzo que requería el
trabajo cotidiano. Pero no estaban
ausentes de su canto ni el amor ni la
muerte, ni el llamado de la alta
montaña ni la evocación de la luna
nocturna. En el seno de comunidades
de rígida estructura, vivían vueltos
sobre sí mismos y sobre su destino
con una vigilante conciencia.
Por eso constituían los diaguitas
un mundo tan distinto del de las
poblaciones de la llanura, de la
meseta de las selvas y de los
bosques. Cuando llegaron los
españoles y los sometieron y
conquistaron sus tierras, unos y otros
dejaron muy distinto legado a sus
hijos, y a los hijos de sus que sus
mujeres dieron a los conquistadores
que las poseyeron, mestizos a los que
quedó confiado el recuerdo
tradicional de su raza.
Segunda parte
LA ERA COLONIAL
La conquista de América por los
españoles es una empresa de
principios del siglo XVI. Es la época
de Leonardo, de Maquiavelo, de
Erasmo. Como el pensamiento
humanístico y como la pintura de ese
instante, la conquista tiene el signo
del Renacimiento; es indagación de
lo misterioso, aventura en pos de lo
desconocido. Alvar Núñez Cabeza
de Vaca, caminando por el Brasil
hasta Asunción, pertenece a la misma
estirpe de Paracelso indagando los
secretos del cuerpo humano. Pero
cuando la conquista termina y
comienza
la
colonización
sistemática, en la segunda mitad del
siglo XVI, también el Renacimiento
ha terminado.
La España imperial de Carlos V,
avasalladora y triunfante en el
mundo, ha dejado paso a la España
de Felipe II, retraída dentro de sí
misma, militante sólo en defensa del
catolicismo contra la Reforma,
hostigada en los mares por los
corsarios ingleses que asaltaban los
galeones cargados con el oro y la
plata de América. Ni España ni
Portugal, los países descubridores,
mantendrán mucho tiempo el dominio
de las rutas marítimas. Y en el siglo
XVII, los Austria acentúan su
declinación hasta los oscuros
tiempos de Carlos II el Hechizado.
Holanda e Inglaterra comienzan a
dominar los mares, movidas por los
ricos burgueses que, finalmente, no
vacilan en tomar el poder. La
monarquía inglesa cae a mediados
del siglo XVII con la cabeza de
Carlos I y la república le sucede
bajo la inspiración de Oliverio
Cromwell. Ahora se trata de que
Inglaterra reine sola en los mares del
mundo. Ni siquiera la Francia
absolutista de Richelieu y de Luis
XIV podría competir con ella sobre
las aguas.
En este mundo de los siglos XVI
y XVII se desliza la primera etapa de
la vida colonial argentina. El
autoritarismo de los Austria
impregna la existencia toda de la
colonia. Sagrado como el rey es el
encomendero a quien se confían
rebaños de indios para su educación
cristiana y para el trabajo en los
dominios de su amo. Una idea
autoritaria del mundo y de la
sociedad se desprendía de la
experiencia de la política española
tanto como de la prédica de los
misioneros y de la enseñanza de las
doctrinas neoescolásticas de la
Universidad de Córdoba, basada en
los textos del teólogo Francisco
Suárez. Pero, para las poblaciones
autóctonas, el autoritarismo no
derivaba de ninguna doctrina, sino
del hecho mismo de la conquista.
Naturalmente, su tendencia fue a
escapar o a rebelarse. Durante largos
años el problema fundamental de la
colonial fue ajustar las relaciones de
dependencia entre la población
indígena sometida y la población
española conquistadora. Puede
decirse que la región que hoy
constituye la Argentina, excepto
como exportadora de cueros apenas
existía pará el mundo.
Pero, justamente al comenzar el
siglo XVIII —triunfante Inglaterra en
los mares—, España cambia de
dinastía: los Borbones reemplazan a
los Austria. El mundo había
cambiado
mucho
y
seguía
cambiando. La filosofía del
racionalismo y del empirismo
acompañaba a la gran revolución
científica de Galileo y de Newton, y
juntas se imponían sobre las
concepciones tradicionales de raíz
medieval. La convicción de que lo
propio del mundo es cambiar,
comenzaba a triunfar sobre la idea de
que todo lo existente es bueno y no
debe ser alterado. La primera de esas
dos ideas se enunció bajo la forma
de una nueva fe: la fe en el progreso.
Y España, pese al vigor de las
concepciones tradicionales, comenzó
bajo los Borbones a aceptar esa
nueva fe.
Naturalmente, se enfrentaron los
que la aceptaban y los que la
consideraban impía en una batalla
que comenzó entonces y aún no ha
concluido. La colonia rioplatense
imitó a la metrópoli: unos la
aceptaron y otros no; pero era claro
que los que la aceptaban eran casi
siempre los disconformes con el
régimen colonial, y los que la
rechazaban, aquéllos que estaban
satisfechos con él.
Poco a poco las exportaciones
que salían del puerto de Buenos
Aires aumentaban de volumen; en el
siglo XVII se agregó a los cueros el
tasajo que se preparaba en los
saladeros. La exportación era un
buen negocio, pero también lo era la
importación de los imprescindibles
artículos
manufacturados
que
llegaban legalmente de España y
subrepticiamente de otros países.
Inglaterra, que dominaba las rutas
marítimas, había proclamado la
libertad de los mares.
En el Río de la Plata, los
partidarios del monopolio español y
los defensores de la libertad de
comercio se enfrentaron y buscaron
el fundamento de sus opiniones —
generalmente vinculadas a sus
intereses— en las ideologías en
pugna. Hubo, pues, partidarios del
autoritarismo y partidarios del
liberalismo. Entre tanto las ciudades
crecían, se desarrollaba una clase
burguesa en la que aumentaba el
número de los nativos y, sobre todo,
se difundía la certidumbre de que la
comunidad tenía intereses propios,
distintos de los de la metrópoli.
Cuando la fe en el progreso
comenzó a difundirse, bastó poco
tiempo para que se confundiera con
el destino de la nueva comunidad. Si
la Universidad de Córdoba se
cerraba resueltamente al pensamiento
del Enciclopedismo, la de Charcas
estimulaba el conocimiento de las
ideas de Rousseau, de Mably, de
Reynal, de Montesquieu. En Buenos
Aires no faltó quien, como el padre
Maciel, poseyera en su biblioteca las
obras de autores tan temidos. Una
nueva generación, al tiempo que se
compenetraba de las inimaginables
posibilidades que el mundo ofrecía a
la pequeña comunidad colonial,
bebía en las obras de los
enciclopedistas y en las de los
economistas liberales españoles una
nueva doctrina capaz de promover,
como en los Estados Unidos o en
Francia, revoluciones profundas.
A fines del siglo XVIII, la
colonia rioplatense comenzado a ser
un país. Durante tres siglos se había
ordenado su estructura económicosocial y se habían delineado los
distintos grupos de intereses y de
opiniones. Todavía durante toda la
era criolla subsistirían los rasgos que
se habían dibujado durante la era
colonial.
Capítulo II
LA CONQUISTA ESPAÑOLA Y
LA FUNDACIÓN DE LAS
CIUDADES (SIGLO XVI)
Los españoles aparecieron por
primera vez en el Río de la Plata en
1516, veinticuatro años después de
la llegada de Colón al continente
americano. Ciertamente, no buscaban
tierras, sino un paso que comunicara
el océano Atlántico con el Pacífico,
recién descubierto por Balboa. Juan
Díaz de Solís, que mandaba la
expedición, recorrió el estuario y
descendió en las costas orientales:
allí trabó contacto con los
querandíes, que lo mataron a poco de
desembarcar. Así empezaron las
relaciones
entre
indios
y
conquistadores.
De los hombres de la expedición
de Solís, el más joven, Francisco del
Puerto, quedó entre los indios; los
demás regresaron a España; pero una
de las naves naufragó en el golfo de
Santa Catalina y algunos de los
tripulantes se salvaron nadando hasta
la costa. Uno de ellos, Alejo García,
oyó hablar a los indios de la
existencia de un país lejano —la
tierra del Rey Blanco— en cuyas
sierras abundaban el oro y la plata.
Seducido por la noticia, emprendió a
pie la marcha hacia la región de
Chuquisaca, y luego de llegar y de
confirmar la noticia, regresó hacia la
costa. También él fue muerto por los
indios cuando volvía; pero lo que
había visto llegó a oídos de sus
compañeros y así nació la
obsesionante ilusión de los
conquistadores de alcanzar la tierra
de las riquezas fabulosas. Poco
después, el Mar Dulce, como lo
llamó Solís, comenzaría a ser
llamado Río de la Plata, en
testimonio de esa esperanza.
Sin embargo, la busca de un paso
que uniera los dos océanos seguía
siendo lo más importante para la
Corona española; y para que lo
hallara envió a Hernando Magallanes
en 1519 con la misión de recorrer la
costa americana. Seguramente, tanto
él como Solís poseían noticias de
navegantes portugueses que habían
hecho ya análogo viaje. Magallanes
no se dejó tentar por las promesas
del ancho estuario y siguió hacia la
costa patagónica. Hizo escala en el
golfo que llamó de San Julián,
conoció a los indios tehuelches —
que los españoles llamaron
patagones—, y finalmente entró en el
estrecho que luego se conoció con su
nombre. Siguiendo sus huellas, llegó
al Río de la Plata en 1526 la
expedición de Sebastián Gaboto;
pero las noticias difundidas por los
que sabían del viaje de Alejo García
incitaron al piloto a penetrar en el río
Paraná en busca de un camino hacia
la tierra del Rey Blanco. Un pequeño
fuerte que se llamó de Sancti
Spiritus, levantado sobre la
desembocadura del Carcarañá, fue la
primera fundación la en suelo
argentino.
Ya entonces comenzaron las
rencillas entre los que buscaban la
tierra de la plata. Gaboto exploró el
Paraná y el Bermejo, pero retornó al
saber que otra expedición al mando
de Diego García, le seguía los pasos.
Cuando se pusieron de acuerdo,
recorrieron juntos el Paraguay hasta
las bocas del Pilcomayo. Pero nada
pudieron averiguar sin certeza sobre
la manera de llegar a la fabulosa
región de guaraníes destruían el
fuerte Sancti Spiritus.
Desde ese momento, el hallazgo
de un camino que condujera desde el
Río de la Plata hasta el recién
descubierto Perú comenzó a
transformarse para los españoles en
una obsesión.
Si ese camino existía y era más
fácil que la ruta del Pacífico las
incalculables riquezas que habían
dejado estupefacto a Pizarro podrían
llegar a la metrópoli por una vía más
directa y más segura. Para tentar esa
posibilidad, Pedro de Mendoza,
investido con el título de adelantado
del Río de la Plata, salió de España
en 1535 al mando de una flota para
fundar un establecimiento que
asegurara las comunicaciones con la
metrópoli.
Así nació la primera Buenos
Aires, fundada por Mendoza en
1536, sobre las barrancas del
Riachuelo que pronto se llamaría de
La Matanza. Ulrico Schmidl, uno de
sus primeros pobladores, describió
la ciudad y relató las peripecias de
sus primeros días. Un muro de tierra
rodeaba las construcciones donde se
alojaban los expedicionarios, entre
los que había, además de los
hombres de espada, los que venían a
aplicar sus manos a los instrumentos
de trabajo. Caballos y yeguas que
habían viajado a bordo de las naves
daban a los conquistadores una gran
superioridad militar. Los querandíes
ofrecieron al principio carne y
pescado a los recién llegados; pero
luego se retrajeron y las relaciones
se hicieron difíciles. Hubo luchas y
matanzas. Pero los españoles se
sobrepusieron a las dificultades y
procuraron cumplir sus designios
emprendiendo el camino hacia el
Perú.
Juan de Ayolas navegó por el
Paraná y el Paraguay y se internó
luego por tierra hacia el noroeste.
Quizá llegó a Bolivia y acaso logró
algunas riquezas, pero nunca volvió a
las orillas donde lo esperaban sus
hombres. Su lugarteniente, Domingo
Martínez de Irala, asumió el mando
en la pequeña ciudad que otro de
ellos —Juan de Salazar— acababa
de fundar con el nombre de
Asunción. Desde entonces, ésa fue la
base de operaciones de los que
repitieron el intento de llegar a la
tierra de la plata: el segundo
adelantado, Álvar Núñez Cabeza de
Vaca, Irala y otros más. Buenos
Aires fue despoblada y abandonada,
en tanto que Asunción prosperó con
la introducción de ganados y el
desarrollo de la colonización. Pero
la ruta que conducía al Perú no fue
hallada.
Viniendo del Perú hacia el sur,
en cambio, los españoles de la tierra
de la plata lograron hallar una salida
hacia la cuenca de los grandes ríos.
Diego de Almagro recorrió en 1536
el noroeste argentino. Poco después,
en 1542, Diego de Rojas —y sus
hombres después de su muerte—
cruzaron esa misma región, que se
conoció con el nombre de el
Tucumán y llegaron hasta las bocas
del Carcarañá. Y algo más tarde,
Núñez del Prado fundó en esa
comarca la primera ciudad, que
llamó del Barco.
Por entonces, comenzaba a
desvanecerse la esperanza de
establecer en el Río de la Plata la
base de operaciones para el
transporte de los metales peruanos.
El tercer adelantado, Juan Ortiz de
Zárate, decidió colonizar la fértil
llanura que le había sido adjudicada,
y uno de sus hombres, Juan de Garay,
fundó en 1573 la ciudad de Santa Fe.
La estrella de Asunción, que tanto
había ascendido durante el esforzado
gobierno de Irala, comenzó a
declinar, y el Río de la Plata volvió
a parecer el centro natural de la
región. Al año siguiente, Ortiz de
Zárate regresó de España con cinco
naves colmadas de hombres y
mujeres que se afincaron en la
comarca y por cierto, acompañado
del arcediano Martín del Barco
Centenera, que más tarde compuso un
largo poema; en el que narró la
conquista y que tituló precisamente
La Argentina. Pero el adelantado
murió al poco tiempo y tras diversas
vicisitudes, quedó Juan de Garay a
cargo del gobierno del Río de la
Plata.
Para entonces, los conquistadores
que venían del Perú lograron reducir
a los diaguitas y fundaron Santiago
del Estero en 1553, San Miguel del
Tucumán en 1565 y Córdoba en
1573. Los que venían de Chile, por
su parte, fundaron Mendoza en 1561
y al año siguiente San Juan. El origen
de los conquistadores determinó la
orientación de cada una de esas
regiones: el Tucumán hacia el Perú y
Cuyo hacia Chile.
Pero la cuenca de los grandes
ríos miraba hacia España y Juan de
Garay decidió cumplir el viejo
anhelo de repoblar Buenos Aires. En
1580 reunió en Asunción un grupo de
sesenta soldados, muchos de ellos
criollos, y se embarcó llevando
animales y útiles de trabajo. Sobre el
Río de la Plata, el 11 de junio de
1580, fundó por segunda vez la
ciudad de Buenos Aires, distribuyó
los solares entre los nuevos vecinos,
entregó tierras para labranza en las
afueras y constituyó el Cabildo. Así
quedó abierta una «puerta a la tierra»
que debía emancipar al Río de la
Plata de la hegemonía peruana. Poco
después, sin embargo, la metrópoli
invalidaría el puerto de Buenos
Aires, que sólo sirvió para alimentar
el temor a los ataques de los piratas.
Muy pronto debía servir también
para el contrabando de las
mercancías que España le vedaba
recibir.
En 1582 fue fundada la ciudad de
San Felipe de Lerma, que recibió del
valle en que estaba situada el nombre
de Salta. Las riquezas minerales de
la sierra de Famatina atrajeron a los
conquistadores hacia otros valles, y
en 1591 se fundó La Rioja; y para
vigilar la boca de la quebrada de
Humahuaca se fundó en 1593 San
Salvador de Jujuy. No mucho antes,
el cuarto adelantado Juan Torres de
Vera y Aragón había fundado en el
alto Paraná la ciudad de Corrientes
en 1588.
Así nacieron en poco tiempo los
principales centros urbanos del país,
donde se radicaron unos pocos
pobladores, españoles de la
península unos y criollos nacidos ya
en estas tierras otros; a su alrededor
flotaban los grupos indígenas de la
comarca conquistada, sometidos al
duro régimen de la encomienda o de
la mita con el que se beneficiaba de
su trabajo el español que era su
señor; y mientras fatigaban sus
cuerpos en la labranza de las tierras
o en la explotación de las minas,
soportaban el embate intelectual de
los misioneros que procuraban
inducirlos a que abandonaran sus
viejos cultos y adoptaran las
creencias cristianas. Un sordo
resentimiento los embargó desde el
primer momento, y lo tradujeron en
pereza o en rebeldía. Las mujeres
indias fueron tomadas como botín de
la conquista, y de ellas tuvieron los
conquistadores hijos mestizos que
constituyeron al poco tiempo una
clase social nueva. De vez en cuando
llegaban a las ciudades nuevos
pobladores españoles, que se sentían
más amos de la ciudad que esta
heteróclita población criolla, mestiza
e india, que se agrupaba alrededor de
los viejos vecinos. En los cabildos,
aquellos que tenían propiedades
ejercían la autoridad bajo la lejana
vigilancia de gobernadores y
virreyes.
En la dura faena de la conquista y
la colonización, los misioneros
solían introducir cierta moderación
en las costumbres y algunas
preocupaciones espirituales. Pero su
esfuerzo se estrelló una y otra vez
contra la dureza del régimen de la
encomienda y de la mita. En los
templos que se erigían no faltó la
imagen tallada por artesano indígena
que transmitió al santo cristiano los
rasgos de su raza o el vago perfume
de sus propias creencias. En 1570
fue creado el obispado de Tucumán
para celar la obra de sacerdotes y
misioneros. A los dominicos y
franciscanos, se habían agregado
poco antes los jesuitas que, activos y
disciplinados,
organizaron
las
reducciones de indios y dedicaron
sus esfuerzos a la educación. Así
adquirieron los religiosos fuertes
influencia y osaron disputar con las
autoridades civiles sobre la vida
misma de la colonia. Muy pronto
hubo frailes criollos y mestizos.
Criollos
fueron
también
el
gobernador de Asunción, Hernando
Arias de Saavedra y el obispo del
Tucumán, fray Hernando de Trejo y
Sanabria; mestizo fue también Ruy
Díaz de Guzmán que escribió en
Asunción la primera historia
argentina. Las razas y las ideas
comenzaban a entrecruzarse.
Capítulo III
LA GOBERNACIÓN DEL R ÍO
DE LA P LATA (1617-1776)
Cuando llegó al gobierno del Río de
la Plata Hernando Arias de Saavedra
—el primer criollo que alcanzó esa
dignidad—, se ocupó de regularizar
las difíciles relaciones entre las
autoridades eclesiásticas y civiles en
un sínodo que reunió en Asunción en
1603. Pero el problema era arduo y
volvió a suscitarse una y otra vez. En
Buenos Aires, la querella entre
obispos y gobernadores fue durante
toda la época colonial una de las
causas de agitación en el vecindario.
Fuera de las pequeñas cuestiones
personales y del conflicto entre las
distintas tendencias políticas que se
suscitó después, un motivo frecuente
de discrepancia fue el problema de
los indios, más grave, sin duda, en el
Paraguay y en el Tucumán que en el
Río de la Plata.
Pese a las recomendaciones
reales, el trato que los encomenderos
daban a los indios era duro y cada
uno se servía de los que le habían
sido asignados como si fueran sus
siervos, olvidados de los deberes
para con ellos que les estaban
encomendados. Para protegerlos,
Hernandarias
tomó
diversas
medidas, pero no fueron suficientes
para corregir la conducta de los
encomenderos obsesionados por la
riqueza. Francisco de Alfaro,
enviado para visitar la comarca por
la Audiencia de Charcas, dispuso en
1611 suprimir el servicio personal
de los indios; pero sus ordenanzas
tampoco modificaron la situación.
Hernandarias dio un paso audaz y
encomendó a los jesuitas la
fundación de unas «misiones» donde
trabajarían y se educarían los
guaraníes del Paraguay. Las
fundaciones fueron extensas y
prósperas; pero crearon un mundo
incomunicado en el que las mismas
autoridades civiles difícilmente
entraban. Fue el «Imperio jesuítico».
Así comenzó a ser el Paraguay un
área marginal, ajena a la evolución
del Tucumán y del Río de la Plata
donde
el
mestizaje
creó
dolorosamente una sociedad abierta.
Curioso explorador tanto de las
tierras del sur como de las del
Chaco, Hernandarias comprendió
que Asunción y Buenos Aires
constituían dos centros de distintas
tendencias
y
de
diferentes
posibilidades, y solicitó a la Corona
la división de la colonia rioplatense.
Una Real Cédula de 1617 separó al
Paraguay del Río de la Plata y desde
entonces sus destinos tomaron por
caminos diversos.
Buenos Aires, la pequeña capital
de la gobernación del Río de la
Plata, adoptaba ya, pese a su
insignificancia, los caracteres de un
puerto de ultramar. Situada en una
región de escasa población autóctona
los vecinos se dedicaron a la
labranza ayudados por los pocos
negros esclavos que comenzaron a
introducirse, y algunos procuraron
obtener
módicas
ganancias
vendiendo sebo y cueros, que
obtenían capturando ocasionalmente
ganado cimarrón que vagaba sin
dueño por la pampa. Quienes
obtenían el «permiso de vaquerías»
para perseguirlo y sacrificarlo,
vendían luego en la ciudad aquellos
productos que podían exportarse,
unas veces con autorización del
gobierno y otras sin ella. Porque a
pesar de su condición de puerto
pesaba sobre Buenos Aires una
rígida prohibición de comerciar.
Desde 1622, una aduana «seca»
instalada en Córdoba defendía a los
comerciantes peruanos de la
competencia de Buenos Aires. Tales
restricciones hicieron que el
contrabando fuera la más intensa y
productiva actividad de la ciudad, y
sus alternativas llenaron de
incidentes la vida del pequeño
vecindario. Unas veces fue la falta de
objetos imprescindibles, como el
papel de que carecía el Cabildo;
otras, fue la llegada subrepticia de
ricos cargamentos; otras, el
descubrimiento de sorprendentes
complicidades entre contrabandistas
y magistrados. Siempre condenado,
el contrabando hijo de la libertad de
los mares, floreció y contribuyó a
formar una rica burguesía porteña.
Mil españoles y una caterva de
esclavos constituían el vecindario de
la capital de la gobernación. Dentro
de su placidez, la vida se agitaba a
veces. En más de una ocasión se
anunció la llegada de naves corsarias
y fue necesario poner a punto las
precarias fortificaciones y movilizar
una milicia urbana; pero el peligro
nunca fue grande y los vecinos
volvían a sus labores prontamente.
Lo que más los agitó fueron las
querellas entre el obispo y las
autoridades civiles, todos celosos de
sus prerrogativas y todos acusados o
acusadores en relación con los
negocios de contrabando. Así se
desenvolvió, durante el siglo XVII y
buena parte del XVIII, la vida de
Buenos Aires, la pequeña aldea en la
que los viajeros advertían la vida
patriarcal que transcurría en las
casas de techos de paja, en cuyos
patios abundaban las higueras y los
limoneros. Allí vivían los más ricos,
rodeados de esclavos y sirvientes,
orgullosos de sus vajillas de plata y
de los muebles que habían logrado
traer de España o del Perú, y los más
pobres, ganando su pan en el trabajo
de la tierra o en el ejercicio de las
pequeñas artesanías o del modesto
conchavo. Una pequeña burocracia
comenzaba a constituirse con
españoles primero y con criollos
también mas tarde. Y alrededor de la
ciudad se organizaban lentamente las
estancias de los poseedores de la
tierra, algunos de los cuales se
lanzaban de vez en cuando hacia el
desierto, ayudados en su tarea de
perseguir ganado cimarrón por los
«mancebos de la tierra», criollos y
mestizos que preferían la libertad de
los campos a la sujeción de una
ciudad que no era de ellos y que
prefiguraban el tipo del gaucho.
Cada cierto tiempo, un navío
traía noticias de la metrópoli y del
mundo. Las más interesantes eran,
naturalmente, las que tenían que ver
con el destino de la gobernación y
especialmente
las
que
se
relacionaban con la suerte de la costa
oriental del Río de la Plata. Desde
1680 había allí una ciudad
portuguesa —la Colonia del
Sacramento— que se había
convertido en la puerta de escape del
comercio de Buenos Aires. Artículos
manufacturados,
preferentemente
ingleses, y algunos esclavos se
canjeaban por el sebo y los cueros
que proveía la pampa. Pero
precisamente por esa posibilidad, la
suerte de la Colonia fue muy
cambiante. Una y otra vez las pobres
fuerzas militares de Buenos Aires se
apoderaron de ella, pero tuvieron
que cederla luego a causa de los
acuerdos establecidos entre España y
Portugal. En 1713, por el tratado de
Utrecht, lograron los ingleses
autorización
para
introducir
esclavos; y en connivencia con los
portugueses
organizaron
metódicamente el contrabando con
Buenos Aires. El tráfico entre las dos
orillas del río se hizo tan intenso que
los portugueses se creyeron
autorizados para extender aún más
sus dominios. Pero España reaccionó
enérgicamente y encomendó al
gobernador Bruno Mauricio de
Zabala que los contuviera. Zabala
fundó Montevideo en 1726, y las
ventajas de ese puerto lo
transformaron pronto en el centro de
las operaciones navales en el Río de
la Plata. Muy poco después
Montevideo se consideró un
competidor de Buenos Aires.
En el norte, de espaldas al Río de
la Plata y mirando hacia Lima las
ciudades del Tucumán progresaban
más lentamente. Córdoba, la más
importante de ellas, apenas llegaba
al millar de habitantes; pero tenía ya
desde 1622 una universidad cuya
fundación había promovido fray
Hernando de Trejo y Sanabria y veía
levantarse la fábrica de su catedral el
más atrevido y suntuoso de los
templos de la colonia. A diferencia
de las comarcas rioplatenses,
abundaban en el Tucumán los indios
labradores y mineros. El contacto
entre las poblaciones autóctonas y
los españoles fue allí intenso y
dramático. Hubo uniones entre
españoles y mujeres indígenas, unas
veces legítimas y otras no, que
originaron la formación de una
nutrida y singular población mestiza.
Pero hubo sobre todo relaciones de
dependencia muy severas entre
indios y encomenderos. En los
cultivos —el trigo, el maíz, la vid, el
algodón— y en las industrias, unas
tradicionales de la región y otras
nuevas, entre las que se destacaba la
del tejido de lana y de algodón, los
indígenas trabajaban de modo
agotador
en
beneficio
del
encomendero. Más duro todavía era
el trabajo que realizaban en las
minas, cuyo secreto sólo ellos
poseían, no sin desesperación de los
españoles. En cambio, la cría de
mulas que se enviaban al Perú en
grandes cantidades, y el traslado de
vacunos desde la pampa constituían
trabajos más livianos en los que se
ejercitaban preferentemente criollos
y mestizos.
La sistemática explotación de los
indios,
apenas
amenguada
ocasionalmente por la influencia de
algún funcionario o algún misionero,
suscitó un sordo rencor en los
naturales del país. Unas veces se
manifestó en la negligencia para el
trabajo, otras en la fuga desesperada
y otras, finalmente, en una irrupción
violenta que desembocaba en la
rebelión. Hacia 1627, un vasto
movimiento polarizó a los diaguitas y
la nación entera estalló en una
sublevación contra los españoles.
Diez años necesitaron éstos para
someter a los diversos caciques
rebeldes, cuyos hombres se extendían
por todos los valles calchaquíes y
amenazaban las ciudades.
Algo singular había en las
relaciones entre los indios y los
conquistadores del Tucumán. La
sospecha de que aquéllos conocieran
la existencia de ricas minas de
metales preciosos movía a los
conquistadores a intentar de vez en
cuando una aproximación benévola
para tratar de sorprender sus
secretos. Acaso fue esta esperanza la
que movió gobernador Alonso
Mercado a confiar en los proyectos
de un imaginativo aventurero, Pedro
Bohórquez,
que
se
decía
descendiente de los incas y prometía,
a cambio del título de gobernador del
valle calchaquí, la sumisión de los
indios y los tesoros de Atahualpa.
Pero el virrey de Lima no aceptó el
juego y los diaguitas, que también
habían puesto sus esperanzas en
Bohórquez, volvieron a sublevarse
en 1685. Esta vez la lucha fue
extremadamente violenta y duró
varios años, al cabo de los cuales los
indios fueron vencidos y las diversas
tribus arrancadas de sus tierras y
distribuidas por distintos lugares del
Tucumán y del Río de la Plata. Así
se dispersaron los diaguitas, sin que
los españoles del noroeste argentino
alcanzaran nuevos secretos sobre las
riquezas metalíferas de las montañas
andinas.
Los indios del Este también
hostilizaron a las ciudades del
Tucumán, a cuyas vecindades
llegaron los del Chaco. Pero más
peligrosos fueron éstos para los
vecinos de Asunción, que estaba más
próxima y se sentía, además,
amenazada por los mamelucos de la
frontera portuguesa. En esa zona
tenían los jesuitas sus reducciones y
allí se produjo también una
sangrienta insurrección indígena en
1753, cuando los guaraníes de los
pueblos de las misiones se
resistieron a abandonarlos tal como
lo mandaba el tratado firmado entre
España y Portugal, tres años antes.
La lucha fue dura y concluyó con la
derrota de los guaraníes en las lomas
de Caibaté en 1756. Poco después, el
gobernador del Tucumán, Jerónimo
Matorras, consiguió contener a los
indios chaqueños que amenazaban su
provincia. Esta lucha intermitente y
dura con los indios fue una de las
preocupaciones fundamentales de los
conquistadores en las regiones que
constituirían la Argentina. Crecía el
número de mestizos, ingresaban
nutridos grupos de esclavos negros,
pero se deshacía la personalidad
colectiva de las poblaciones
indígenas. En la llanura, se salvaron
alejándose por las tierras desiertas,
disputando a los conquistadores la
captura de los ganados, que los
indios desplazaban hacia sus propios
dominios extendidos hasta los valles
chilenos. En el Tucumán, procuraban
retraerse hacia los valles más
protegidos. Así, las ciudades recién
fundadas fueron ínsulas en medio de
un desierto hostil. En el Río de la
Plata, el gobernador Pedro de
Cevallos volvió a ocupar la Colonia
del Sacramento en 1762, y la
diplomacia portuguesa volvió a
recuperarla poco después. El
contrabando continuó intensamente.
Entre tanto, los cambios políticos e
ideológicos que se producían en
España a fines del siglo XVIII
repercutieron en Buenos Aires
cuando el conde de Aranda, ilustrado
ministro de Carlos III designó
gobernador de la provincia a
Francisco de Paula Bucarelli.
Reemplazaba a Cevallos, notorio
amigo de los jesuitas, con la misión
de cumplir la orden de expulsar a
éstos del Río de la Plata, tal como la
Corona lo había resuelto para todos
sus dominios. La medida se cumplió
en 1766 y se fundaba en el exceso de
poder que la Compañía de Jesús
había alcanzado.
Signo de regalismo, la expulsión
de los jesuitas reflejaba la
orientación política de Carlos III y
de sus ministros. En Buenos Aires,
un hecho tan insólito tenía que
dividir las opiniones. La ciudad
alcanzaba los veinte mil habitantes y
comenzaba a renovar su fisonomía.
Dos años antes se había erigido la
torre en el edificio del Cabildo y la
fábrica de la catedral comenzaba a
avanzar. Las iglesias del Pilar, de
Santo Domingo, de las Catalinas, de
San Francisco, de San Ignacio y otras
más se levantaban ya en distintos
lugares de la ciudad, exhibiendo su
fisonomía barroca. En la Recova
discutían los vecinos y comenzaban a
polarizarse las Opiniones entre los
amigos del progreso y los amigos de
la tradición. La llegada del nuevo
gobernador Juan José de Vértiz,
criollo y progresista, acentuó las
tensiones que comenzaban a
advertirse en el Río de la Plata.
Capítulo IV
LA ÉPOCA DEL VIRREINATO
(1776-1810)
En el último cuarto del siglo XVIII,
la Corona española creó el virreinato
del Río de la Plata. La colonia había
progresado: crecía su población,
crecían las estancias que producían
sebo, cueros y ahora también tasajo,
todos productos exportables, y se
desarrollaban
los
cultivos.
Concolorcorvo, un funcionario
español que recorrió el país y
publicó su descripción en 1773 con
el título de El lazarillo de ciegos
caminantes, había señalado en las
colonias rioplatenses, antes tan
apagadas en relación con el brillo de
México o Perú, nuevas posibilidades
de desarrollo, porque a la luz de las
ideas económicas de la fisiocracia,
ahora en apogeo, la tierra constituía
el fundamento de la riqueza. Esas
consideraciones y la necesidad de
resolver el problema de la Colonia
del Sacramento aconsejaban la
creación de un gobierno autónomo en
Buenos Aires.
Una Real Cédula del 1° de agosto
de 1776 creó el virreinato y designó
virrey a Pedro de Cevallos. Las
gobernaciones del Río de la Plata,
del Paraguay y del Tucumán, y los
territorios de Cuyo, Potosí, Santa
Cruz de la Sierra y Charcas quedaron
unidos bajo la autoridad virreinal, y
así se dibujó el primer mapa de lo
que sería el territorio argentino.
Cevallos logró pronto derrotar a
los portugueses y recuperar la
Colonia del Sacramento. Pero
suprimida esta puerta de escape del
comercio porteño, Cevallos trató de
remediar la situación dictando el 6
de noviembre de 1777 un «Auto de
libre internación» en virtud del cual
quedó autorizado el comercio de
Buenos Aires con Perú y Chile. Esta
medida resistida por los peruanos
como la creación misma del
virreinato, revelaba una nueva
política económica y fue completada
poco después con otra que ampliaba
el comercio la península. Se advirtió
entonces un florecimiento en la vida
de la colonia, tanto en las pequeñas
ciudades del interior como en
Buenos Aires, hacia la que
empezaban ahora a mirar las que
antes se orientaban hacia el Perú y
Chile. El tráfico de carretas se hizo
más intenso y las relaciones entre las
diversas partes del virreinato más
estrechas. Y la actividad creció más
aún cuando, en 1791, se autorizó a
las naves extranjeras que traían
esclavos a que pudieran llevar de
retorno frutos del país. En su aduana,
creada en 1778, Buenos Aires
comenzó a recoger los beneficios que
ese tráfico dejaba al fisco.
Vértiz, designado virrey en 1777,
impulsó vigorosamente ese progreso
y, naturalmente, suscitó tanto encono
como adhesión. La pequeña aldea,
cuya actividad económica crecía con
nuevo ritmo, comenzó a agitarse y su
población a dividirse según diversos
intereses y distintas ideas. Los
comerciantes que usufructuaban el
antiguo monopolio comercial se
lanzaron a la defensa de sus intereses
amenazados por la nueva política
económica, de la cual esperaban
otros grupos obtener ventaja; y este
conflicto se entrecruzó con el
enfrentamiento
ideológico
de
partidarios y enemigos de la
expulsión de los jesuitas, de
progresistas y tradicionalistas.
Cada una de las innovaciones de
Vértiz fue motivo de agrias disputas.
Siendo gobernador había fundado la
Casa de Comedias, en la que vieron
los tradicionalistas una amenaza
contra la moral. Cuando ejerció el
virreinato instaló en Buenos Aires la
primera imprenta, y junto con las
primeras cartillas y catecismos, se
imprimió allí, la circular por la que
difundía la creación del Tribunal de
Protomedicato, para que nadie
pudiera ejercer la medicina sin su
aprobación. La misma intención de
mejorar el nivel cultural y social de
la colonia movió al virrey a crear el
Colegio de San Carlos, cuyos
estudios dirigió Juan Baltasar
Maciel, espíritu ilustrado y uno de
los raros poseedores en Buenos
Aires de las obras de los
enciclopedistas. Una casa de niños
expósitos, un hospicio para
mendigos, un hospital para mujeres
dieron a la ciudad un aire de
progreso que correspondía al nuevo
aspecto que le daban el paseo de la
Alameda, los faroles de aceite en las
vías más transitadas y el empedrado
de la actual calle Florida.
También las ciudades del interior
comenzaron a prosperar, y entre
todas Córdoba, donde abundaban las
casas señoriales y las ricas iglesias.
A esa prosperidad contribuyó mucho
la nueva organización del virreinato
que, en 1782, quedó dividido en
ocho intendencias —Buenos Aires,
Charcas,
La
Paz,
Potosí,
Cochabamba, Paraguay, Salta del
Tucumán y Córdoba del Tucumán—
y en varios gobiernos subordinados.
Al frente de cada intendencia había
un gobernador intendente al que se le
confiaban funciones de policía,
justicia, hacienda y guerra; y la
autonomía que cobraron los
gobiernos locales favoreció la
formación de un espíritu regional y
estimuló el desarrollo de las
ciudades que constituían el centro de
la región. Pero Buenos Aires
acrecentó su autoridad no sólo por su
importancia económica, sino también
por ser la sede del gobierno virreinal
y la de la Audiencia, que se instaló
en 1785.
Los sucesores de Vértiz no
tuvieron el brillo de su antecesor.
Cinco años duró el gobierno del
marqués de Loreto que sucedió a
aquél en 1784. Cuando, a su vez, fue
sustituido en 1789 por Nicolás de
Arredondo, el mundo se conmovió
con el estallido de la Revolución
Francesa. La polarización de las
opiniones comenzó a acentuarse y no
faltó por entonces en la aldea quien
pensara en promover movimientos de
libertad. Ese año, en la Casa de
Comedias, estrenó Manuel José de
Lavardén su Siripo, la primera
tragedia argentina. Más interés que la
grave conmoción que comenzaba en
el mundo despertó, sin embargo, la
creación del Consulado de Buenos
Aires. Acababa de autorizarse el
tráfico con naves extranjeras y la
nueva institución se cargó desde
1794 de vigilarlo. Un criollo
educado en España y compenetrado
de las nuevas doctrinas económicas,
Manuel Belgrano, fue encargado de
la secretaría del nuevo organismo, y
en él defendió los principios de la
libertad de comercio y combatió a
los comerciantes monopolistas. Poco
después, el Consulado creaba una
«escuela de geometría, arquitectura,
perspectiva y toda especie de
dibujo» y más tarde una escuela
náutica.
Quizá la agitación que reinaba en
Europa promovió la publicación de
los primeros periódicos. En 1801,
Francisco Antonio Cabello comenzó
a publicar en Buenos Aires El
Telégrafo Mercantil y al año
siguiente editó Hipólito Vieytes el
Semanario de agricultura, industria
y comercio. Además de las noticias
que conmovían al mundo, ya
amenazado
por
Napoleón,
encontraban los porteños en sus
periódicos artículos sobre cuestiones
económicas que ilustraban sobre la
situación de la colonia e incitaban a
pensar sobre nuevas posibilidades.
Para algunos, las nuevas ideas que
los periódicos difundían eran ya
familiares a través de los libros que
subrepticiamente llegaban al Río de
la Plata; para otros, como Mariano
Moreno, a través de los que habían
podido leer en Charcas, donde
abundaban; y para otros, como
Manuel Belgrano, a través de su
contacto con los ambientes ilustrados
de Europa.
En 1804, poco después de
proclamarse Napoleón emperador de
los franceses y de reiniciarse la
guerra entre Francia e Inglaterra, fue
nombrado virrey el marqués de
Sobremonte. Al año siguiente,
Inglaterra aniquiló a la armada
española en Trafalgar y comenzó a
mirar
hacia
las
posesiones
ultramarinas de España. Sobremonte
debió afrontar una difícil situación.
Una flota inglesa apareció en la
Ensenada de Barragán el 24 de junio
de 1806 y desembarcó una fuerza de
1500 hombres al mando del general
Beresford. Sobremonte se retiró a
Córdoba desde donde viajó más
tarde a Montevideo, y los ingleses
ocuparon el fuerte de Buenos Aires.
Algunos comerciantes se regocijaron
con el cambio, porque Beresford se
apresuró a reducir los derechos de
aduana y a establecer la libertad de
comercio. Pero la mayoría de la
población no ocultó su hostilidad y
las autoridades comenzaron a
preparar la resistencia. Juan Martín
de Pueyrredón desafió al invasor con
un cuerpo de paisanos armados, pero
fue vencido en la chacra de Perdriel.
Más experimentado, el jefe del fuerte
de la Ensenada de Barragán,
Santiago de Liniers, se trasladó a
Montevideo y organizó allí un cuerpo
de tropas con el que desembarcó en
el puerto de Las Conchas el 4 de
agosto. Seis días después, Liniers
intimaba a los ingleses desde su
campamento de los corrales de
Miserere.
Su ultimátum fue
rechazado y emprendió el ataque
contra el fuerte el 12 de agosto.
Beresford ofreció la rendición.
El episodio bélico había
terminado, pero sus consecuencias
políticas fueron graves. Ausente el
virrey, y ante la presión popular, un
cabildo abierto reunido en Buenos
Aires el 14 de agosto encomendó el
mando militar de la plaza a Liniers,
que se hizo cargo de él desoyendo
las protestas de Sobremonte. Las
inquietudes
políticas
se
intensificaron por las implicaciones
que la decisión tenía. Liniers era
francés y poco antes el emperador
Napoleón había derrotado a la
tercera coalición en Austerlitz. Los
ingleses, por su parte, habían
despertado el entusiasmo de los
comerciantes, mientras España se
sentía al borde de la catástrofe. Todo
hacía creer que podían producirse
cambios radicales en la situación de
la colonia y cada uno comenzaba a
pensar en las soluciones que debía
preferir.
Por si los invasores volvían,
Liniers organizó las milicias para la
defensa, con los nativos de Buenos
Aires el cuerpo de Patricios, con los
del interior el de Arribeños, y así
fueron formándose los de húsares,
pardos y morenos, gallegos,
catalanes, cántabros, montañeses y
andaluces. Todos los vecinos se
movilizaron para la defensa, y
Liniers, impuesto por la voluntad
popular, estableció que los jefes y
oficiales de cada cuerpo fueran
elegidos por sus propios integrantes.
El principio de la democracia
comenzó a funcionar, pero el distingo
entre españoles y criollos quedó
manifiesto en la formación de la
milicia popular.
A principios de febrero de 1807,
se supo en Buenos Aires que una
nueva expedición inglesa acababa de
apoderarse
de
Montevideo.
Napoleón había entrado triunfante en
Berlín después de vencer en Jena y
en Auerstadt. Los ingleses mantenían
sus objetivos fundamentales. El día
10, Liniers convocó a una junta de
guerra que decidió deponer al virrey
Sobremonte en vista de que también
había fracasado en Montevideo, y
encomendó el gobierno a la
Audiencia. Era una decisión
revolucionaria. La población de
Buenos Aires se mostraba decidida a
defenderse, pese a la propaganda que
los ingleses hacían en la Estrella del
Sur, un periódico en el que exaltaban
las ventajas que tendría para el Río
de la Plata la libertad de comercio.
Y cuando el general Whitelocke
desembarcó en la Ensenada de
Barragán el 28 de junio, se encontró
con una preparación militar superior
a la que se le había opuesto a
Beresford.
Con todo, pudieron los ingleses
dispersar
a
los
primeros
contingentes; pero la ciudad toda,
bajo la dirección del alcalde Martín
de Álzaga, se fortificó mientras
Liniers organizaba sus líneas. La
lucha fue dura y el 6 de julio
Whitelocke pidió la capitulación.
Los ingleses tuvieron que abandonar
sus posiciones en el Río de la Plata y
Buenos Aires volvió a ser lo que fue.
Pero sólo en apariencia. La
situación
había
cambiado
profundamente a causa de las
experiencias realizadas, dentro del
cuadro de una situación internacional
muy oscura. La hostilidad entre
partidarios del monopolio y
partidarios del libre comercio,
representados los primeros por los
comerciantes españoles y los
segundos
por
hacendados
generalmente criollos, se hizo más
intensa. Pero al mismo tiempo, se
confundía ese enfrentamiento con el
de criollos y peninsulares a causa de
los privilegios que la administración
colonial otorgaba a estos últimos,
injustos cada vez más a la luz de las
ideas de igualdad y libertad
difundidas por la revolución
norteamericana y la francesa. Y esa
situación se había hecho más patente
a partir del momento en que la
necesidad de la defensa contra los
invasores llamó a las armas a los
hijos del país, permitiéndoles
intervenir en las decisiones
fundamentales de la vida política.
Alrededor de Liniers se
agrupaban los criollos, muchos de
ellos exaltados ya y trabajados por
un vago anhelo de provocar cambios
radicales en la vida colonial. Pero
Liniers se mantenía leal a la Corona,
aunque a su alrededor no faltaban los
que aspiraban a separar la colonia
del gobierno español, debilitado por
la política napoleónica. Un vasto
cuadro de intrigas y de negociaciones
comenzó entonces.
Por una parte, trataban algunos de
los que habían pensado en lograr la
independencia bajo el protectorado
inglés, de coronar a la princesa
Carlota Joaquina, hermana de
Fernando VII y por entonces en Río
de Janeiro como esposa del regente
de Portugal. Saturnino Rodríguez
Peña logró interesar en tal proyecto a
hombres tan influyentes como
Belgrano, Pueyrredón, Paso y
Moreno; pero el proyecto chocó con
serias dificultades. Por otra,
pensaron algunos que la abdicación
de Carlos IV y Fernando VII al trono
español y su reemplazo por José
Bonaparte creaba una situación
definitiva que era menester aceptar.
Pero Liniers se mantuvo fiel a su
punto de vista y, ya designado virrey,
ordenó jurar fidelidad a Fernando
VII. No pudo evitar sin embargo, la
desconfianza
de
los
grupos
peninsulares, y el 1° de enero de
1809 se alzaron contra él dirigidos
por Álzaga y con el apoyo de los
cuerpos de vizcaínos, gallegos y
catalanes.
Los cuerpos de criollos, en
cambio, encabezados por el jefe de
los patricios, Cornelio Saavedra,
sostuvieron a Liniers, que con ese
apoyo decidió resistir, pese a que el
gobernador de Montevideo, Javier de
Elío, respaldaba la insurrección. Los
rebeldes fueron sometidos y
deportados a Patagones. Pero la
situación siguió agravándose, sobre
todo después de las insurrecciones
de Chuquisaca y La Paz destinadas a
suplantar a las autoridades españolas
por juntas populares como las que se
constituían en España para resistir a
los franceses.
Una de éstas, la Junta Central de
Sevilla, designó nuevo virrey a
Baltasar Hidalgo de Cisneros, que se
hizo del poder en julio de 1809.
Poco después disponía el regreso de
los deportados por Liniers y la
reorganización de los cuerpos
militares de origen peninsular. El
enfrentamiento con los criollos era
inevitable.
Tercera parte
LA ERA CRIOLLA
La creación del virreinato coincidió
con el desencadenamiento de la
revolución industrial en Inglaterra.
Treinta y cuatro años después,
España perdía gran parte de sus
colonias americanas, precisamente
cuando ese profundo cambio que se
había operado en el sistema de la
producción comenzaba a dar frutos
maduros. Inevitablemente, las nuevas
naciones
que
surgieron del
desvanecido imperio español —y la
Argentina
entre
ellas—
se
incorporaron en alguna medida al
área económica de Inglaterra, que
dominaba las rutas marítimas desde
mucho antes y que ahora buscaba
nuevos mercados para sus pujantes
industrias.
La Argentina recibió productos
manufacturados
ingleses
en
abundancia, y este intercambio fue
ocasión para que se radicara en el
país un buen número de súbditos
británicos. Cosa curiosa, se hicieron
a la vida de campo, fundaron
prósperas estancias y adoptaron las
costumbres criollas. Hijo de uno de
ellos fue Guillermo Hudson, que
tanto escribiría después sobre la vida
del campo rioplatense. El país que
nació en 1810 era esencialmente
criollo. Políticamente independiente,
su debilidad, su desorganización y su
inestabilidad
lo
forzaron
a
inscribirse
dentro
del
área
económica de la nueva potencia
industrial que golpeaba a sus puertas.
Pero la independencia dejó en manos
de los criollos las decisiones
políticas, y los criollos las adoptaron
por su cuenta en la medida en que
pudieron. Criolla era la composición
social del país que, con la
independencia no alteró su fisonomía
étnica y demográfica, criollas fueron
las tradiciones y la cultura, y criolla
fue la estructura económica en la
medida en que reflejaba los
esquemas de la época virreinal.
Hasta 1880, aproximadamente, se
mantuvo sin grandes cambios esta
situación, y por eso puede hablarse
de una era criolla para caracterizar
los primeros setenta años de la vida
independiente del país.
El problema fundamental de la
vida argentina durante la era criolla
fue el ajuste del nuevo país y su
organización dentro de los moldes
del viejo virreinato. Había en el
fondo de esta situación algunas
contradicciones difíciles de resolver.
En un régimen de independencia
política que proclamó los principios
de libertad y democracia, la
hegemonía de Buenos Aires, con los
caracteres que había adquirido
durante la colonia, no podía ser
tolerada. La lucha fue, en última
instancia, entre la poderosa capital,
que poseía el puerto y la aduana, y el
resto del país que languidecía. Fue
una lucha por la preponderancia
política, pero era un conflicto
derivado de los distintos grados de
desarrollo económico. Sólo a lo
largo de setenta años y en medio de
duras experiencias pudieron hallarse
las fórmulas para resolver el
conflicto.
Esas fórmulas debían atender a
las exigencias de la realidad, pero no
podían desentenderse de las
corrientes de ideas que prevalecían
por el mundo. El espíritu del siglo
XVIII, que en Buenos Aires
perpetuaba el poeta Juan Cruz
Varela; declinaba para dejar paso al
Romanticismo, una nueva actitud de
los comienzos del siglo XIX que
inspiraba tanto al arte como al
pensamiento. Echeverría, el poeta de
La cautiva, desafiaba al Río de la
Plata con el alarde de la nueva
sensibilidad; pero lo desafiaba
también con las audacias de su
pensamiento liberal. El absolutismo
se había impuesto en Europa,
después de la caída de Napoleón, y
el liberalismo luchó denodadamente
contra él. A la Santa Alianza
inspirada por el zar Alejandro y por
Metternich se opuso la «Joven
Europa» inspirada por Mazzini.
Desde cierto punto de vista, la
oposición rioplatense entre federales
y unitarios era un reflejo de esa
antítesis; pero tenía además otros
contenidos, ofrecidos por la realidad
del país: la oposición entre Buenos
Aires y el interior, entre el campo y
las ciudades, entre los grupos
urbanos liberales y las masas rurales
acostumbradas al régimen paternal
de la estancia. Fue necesario mucho
sufrimiento y mucha reflexión para
disociar las contradicciones entre la
realidad y las doctrinas.
La dura experiencia de los
caudillos federales dentro del país y
de los políticos liberales emigrados
cuajó finalmente en ciertas fórmulas
transaccionales
que
fueron
elaborando poco a poco Echeverría,
Alberdi y Urquiza, entre otros. Esa
fórmula triunfó en Caseros y se
impuso en la Constitución de 1853.
Consistía en un federalismo
adecuado a las formas institucionales
de una democracia representativa y
basado
en
dos
acuerdos
fundamentales: la nacionalización de
las rentas aduaneras y la
transformación económico social del
país. Cuando el plan se puso en
marcha, habían estallado en Europa
las revoluciones de 1848, hijas del
liberalismo, por una parte, y de la
experiencia de la nueva sociedad
industrial, por otra. Las ideas
cambiaban de fisonomía. El
socialismo comenzaba a abrirse
paso; por su parte, el viejo
absolutismo declinaba y Napoleón III
tuvo que disfrazarlo de movimiento
popular; el liberalismo, en cambio,
triunfaba, pero se identificaba con la
forma de la democracia que la
burguesía triunfante prefería.
El cambio de fisonomía de las
doctrinas correspondía al progresivo
desarrollo de la sociedad industrial
que se alcanzaba en algunos países
europeos. Lo acompañaba el
desarrollo
de
las
ciencias
experimentales y el empuje del
pensamiento
filosófico
del
positivismo. Cambiaba la mentalidad
de la burguesía dominante y
cambiaban las condiciones de vida.
También cambiaba la condición de
los mercados, porque las ciudades
industriales de Europa requerían
alimentos para sus crecientes
poblaciones y materias primas para
sus industrias. La demanda de todo
ello debía atraer la atención de un
país casi despoblado y productor
virtual de materias primas, en el que
la burguesía liberal acababa de
llegar al poder después de Caseros.
La organización institucional de
la República y la promoción de un
cambio radical en la estructura
económico-social cierran el ciclo de
la era criolla cuya clausura se
simboliza en la federalización de
Buenos Aires en 1880. Poco a poco
comenzaría a verse que las
transformaciones provocadas en la
vida argentina configurarían una
nueva era de su desarrollo.
Capítulo V
LA INDEPENDENCIA DE LAS
P ROVINCIAS U NIDAS (18101820)
Dos aspectos tenía el enfrentamiento
entre criollos y peninsulares. Para
algunos había llegado la ocasión de
alcanzar la independencia política, y
con ese fin constituyeron una
sociedad secreta Manuel Belgrano,
Nicolás Rodríguez Peña, Juan José
Paso, Hipólito Vieytes, Juan José
Castelli, Agustín Donado y muchos
que, como ellos, habían aprendido en
los autores franceses el catecismo de
la libertad. Para otros, el problema
fundamental era modificar el régimen
económico, hasta entonces favorable
a los comerciantes monopolistas; y
para lograrlo, los hacendados
criollos, tradicionales productores
de cueros y desde no hacía muchos
años de tasajo, procuraron forzar la
voluntad de Cisneros, exaltando las
ventajas que para el propio fisco
tenía el libre comercio. Los que
conspiraban coincidían en sus
anhelos y en sus intereses con los que
peticionaban a través del documento
que redactó Moreno —acaso bajo la
inspiración doctrinaria de Belgrano
— conocido como la Representación
de los hacendados; y esa
coincidencia creaba una conciencia
colectiva frente al poder constituido,
cuya debilidad crecía cada día.
Las tensiones aumentaron cuando,
en mayo de 1810, se supo en Buenos
Aires que las tropas napoleónicas
triunfaban en España y que por todas
partes se reconocía la autoridad real
de José Bonaparte. Con el apoyo de
los cuerpos militares nativos, los
criollos exigieron de Cisneros la
convocatoria de un cabildo abierto
para discutir la situación. La reunión
fue el 22 de mayo, y las autoridades
procuraron invitar el menor número
posible de personas, eligiéndolas
entre las más seguras. Pero
abundaban los espíritus inquietos
entre los criollos que poseían fortuna
o descollaban por su prestigio o por
sus cargos, a quienes no se pudo
dejar de invitar; así, la asamblea fue
agitada y los puntos de vista
categóricamente
contrapuestos.
Mientras los españoles, encabezados
por el obispo Lué y el fiscal Villota,
opinaron que no debía alterarse la
situación, los criollos, por boca de
Castelli y Paso, sostuvieron que
debía tenerse por caduca la autoridad
del virrey, a quien debía
reemplazarse por una junta emanada
del pueblo. La tesis se ajustaba a la
actitud que el pueblo había asumido
en España, pero resultaba más
revolucionaria en la colonia puesto
que abría las puertas del poder a los
nativos y condenaba la preeminencia
de los españoles.
Computados los votos, la tesis
criolla resultó triunfante, pero al día
siguiente
el
cabildo
intentó
tergiversarla constituyendo una junta
presidida por el virrey. El clamor de
los criollos fue intenso y el día 25 se
manifestó en una demanda enérgica
del pueblo, que se había concentrado
frente al Cabildo encabezado por sus
inspiradores y respaldado por los
cuerpos militares de nativos. El
cabildo comprendió que no podía
oponerse y poco después, por
delegación
popular,
quedó
constituida una junta de gobierno que
presidía Saavedra e integraban
Castelli, Belgrano, Azcuénaga,
Alberti, Matheu y Larrea como
vocales, y Paso y Moreno como
secretarios.
No bien entró en funciones
comprendió la Junta que el primero
de los problemas que debía afrontar
era el de sus relaciones con el resto
del virreinato, y como primera
providencia invitó a los cabildos del
interior a que enviaran sus diputados.
Como era seguro que habría
resistencia, se dispuso en seguida la
organización de dos expediciones
militares. Montevideo, Asunción,
Córdoba y Mendoza se mostraron
hostiles a Buenos Aires. Moreno
procuró salir al paso de todas las
dificultades con un criterio radical:
propuso enérgicas medidas de
gobierno,
mientras
redactaba
diariamente los artículos de la
Gazeta de Buenos Aires, que fundó
la Junta para difundir sus ideas y sus
actos, inequívocamente orientados
hacia una política liberal.
El periódico debía contribuir a
crear una conciencia popular
favorable al gobierno. Moreno veía
la revolución como un movimiento
criollo, de modo que los que antes se
sentían humillados comenzaron a
considerarse protagonistas de la vida
del país. El poeta Bartolomé Hidalgo
comenzaba a exaltar al hijo del país,
al gaucho, en el que veía al
espontáneo sostenedor de la
independencia. Pero Moreno pensaba
que el movimiento de los criollos
debía canalizarse hacia un orden
democrático a través de la educación
popular, que permitiría la difusión de
las nuevas ideas. Frente a él,
comenzaron a organizarse las fuerzas
conservadoras, para las que el
gobierno propio no significaba sino
la transferencia de los privilegios de
que gozaban los funcionarios y los
comerciantes españoles a los
funcionarios y hacendados criollos
que se enriquecían con la
exportación de los productos
ganaderos.
Los intereses y los problemas se
entrecruzaban. Los liberales y los
conservadores se enfrentaban por sus
opiniones; pero los porteños y las
gentes del interior se enfrentaban por
sus opuestos intereses. Buenos Aires
aspiraba a mantener la hegemonía
política heredada del virreinato; y en
ese designio comenzaron los
hombres del interior a ver el
propósito de ciertos sectores de
asegurarse el poder y las ventajas
económicas que proporcionaba el
control de la aduana porteña.
Intereses e ideologías se confundían
en el delineamiento de las posiciones
políticas, cuya irreductibilidad
conduciría luego a la guerra civil.
La expedición militar enviada al
Alto Perú para contener a las fuerzas
del virrey de Lima consiguió sofocar
en Córdoba una contrarrevolución, y
la Junta ordenó fusilar en Cabeza de
Tigre a su jefe, Liniers, y a los
principales comprometidos. Pero los
sentimientos
conservadores
predominaban en el interior aun entre
los partidarios de la revolución; de
modo
que
cuando
Moreno
comprendió la influencia que
ejercerían los diputados que
comenzaban a llegar a Buenos Aires,
se opuso a que se incorporaran al
gobierno ejecutivo. La hostilidad
entre los dos grupos estalló entonces.
Saavedra aglutinó los grupos
conservadores y Moreno renunció a
su cargo el 18 de diciembre. Poco
antes, el ejército del Alto Perú había
vencido en la batalla de Suipacha;
pero en cambio, el ejército enviado
al Paraguay fue derrotado no mucho
después en Paraguarí y Tacuarí. Al
comenzar el año 1811, el optimista
entusiasmo de los primeros días
comenzaba a ceder frente a los
peligros que la revolución tenía que
enfrentar dentro y fuera de las
fronteras.
Tras la renuncia de Moreno, los
diputados
provincianos
se
incorporaron a la Junta y trataron de
forzar la situación provocando un
motín en Buenos Aires entre el 5 y el
6 de abril. Los morenistas tuvieron
que abandonar sus cargos, pero sus
adversarios no pudieron evitar el
desprestigio que acarreó al gobierno
la derrota de Huaqui, ocurrida el 20
de junio. La situación hizo crisis al
conocerse la noticia en Buenos Aires
un mes después y los morenistas
recuperaron el poder y modificaron
la estructura del gobierno creando un
poder ejecutivo de tres miembros —
el Triunvirato— uno de cuyos
secretarios
fue
Bernardino
Rivadavia.
Con él la política de Moreno
volvió a triunfar. Se advirtió en los
artículos de la Gazeta, inspirados o
escritos por Monteagudo; en el
estímulo de la biblioteca pública; en
el desarrollo de la educación popular
y también en las medidas políticas
del Triunvirato: por una parte, la
disolución de la Junta Conservadora,
en la que habían quedado agrupados
los diputados del interior, y por otra,
la supresión de las juntas
provinciales que aquélla había
creado que fueron sustituidas por un
gobernador designado por el
Triunvirato.
Una acción tan definida debía
originar reacciones. El cuerpo de
Patricios se sublevó con un pretexto
trivial y poco después estuvo a punto
de estallar una conspiración dirigida
por Álzaga. En ambos casos fue
inexorable el Triunvirato, angustiado
por la situación interna y por los
peligros exteriores. El 24 de
septiembre Belgrano detuvo la
invasión realista en la batalla de
Tucumán: Poco antes había izado por
primera vez la bandera azul y blanca
para diferenciar a los ejércitos
patriotas de los que ya consideraba
sus enemigos.
También
amenazaban
los
realistas desde Montevideo. Un
ejército había llegado desde Buenos
Aires para apoderarse del baluarte
enemigo y había logrado vencer a sus
defensores
en Las
Piedras.
Montevideo fue sitiada y los realistas
derrotados nuevamente en el Cerrito
a fines de 1812. Quedaba el peligro
de las incursiones ribereñas de la
flotilla española, y el Triunvirato
decidió crear un cuerpo de
granaderos para la vigilancia
costera. La tarea de organizarlo fue
encomendada a José de San Martín,
militar nativo y recién llegado de
Londres,
después
de
haber
combatido en España contra los
franceses, en compañía de Carlos
María de Alvear y Matías Zapiola.
Habían estado en contacto con el
venezolano Miranda, y a poco de
llegar se habían agrupado en una
sociedad secreta —la Logia Lautaro
— cuyos ideales emancipadores
coincidían con los de la Sociedad
Patriótica
que
encabezaba
Monteagudo y se expresaban en el
periódico Mártir o libre.
El 8 de octubre de 1812, los
cuerpos militares cuyos jefes
respondían a la Logia Lautaro
provocaron la caída del gobierno
acusándolo de debilidad frente a los
peligros exteriores. Y, ciertamente,
el nuevo gobierno vio triunfar a sus
fuerzas en la batalla de San Lorenzo
y en la de Salta. El año comenzaba
promisoriamente.
Entre
las
exigencias de los revolucionarios de
octubre estaba la de convocar una
Asamblea General Constituyente, y el
31 de enero de 1813 el cuerpo se
reunió en el edificio del antiguo
Consulado.
Entonces estalló ostensiblemente
el conflicto entre Buenos Aires y las
provincias, al rechazar la Asamblea
las credenciales de los diputados de
la Banda Oriental, a quienes
inspiraba Artigas y sostenían
decididamente la tesis federalista.
Pero pese a ese contraste, la
Asamblea cumplió una obra
fundamental.
Evitando
las
declaraciones explícitas, afirmó la
independencia y la soberanía de la
nueva nación: suprimió los signos de
la dependencia política en los
documentos públicos y en las
monedas, y consagró como canción
nacional la que compuso Vicente
López y Planes anunciando el
advenimiento de una «nueva y
gloriosa nación».
Como López y Planes, Cayetano
Rodríguez y Esteban de Luca
cultivaban en Buenos Aires la
poesía. El verso neoclásico
inflamaba los corazones y Alfieri se
representaba en el pequeño Coliseo,
donde se cantó con enardecida
devoción el recién nacido Himno
Nacional y donde el indio Ambrosio
Morante, actor y autor, estrenó su
tragedia La batalla de Tucumán.
Pero ya se anunciaba otra poesía,
más popular, y en cuyos versos
vibraba la emoción del hombre de
campo, lleno de sabiduría atávica y
de espontánea picardía. La guitarra
acompañaba los cielitos y los cantos
patrióticos de Bartolomé Hidalgo, y
en los patios populares, entre
criollos y negros esclavos, resonaban
bajo los limoneros los mismos
anhelos y las mismas esperanzas que
en las alhajadas salas de las familias
pudientes, alrededor de los estrados
tapizados de rojo o amarillo, en los
cuarteles y en los despachos
oficiales.
Eran los comienzos del año
1813, rico en triunfos y en
esperanzas. Los diputados de la
Asamblea pronunciaban vibrantes
discursos en cuyos giros se
adivinaban
las
reminiscencias
tribunicias
de
las
grandes
revoluciones. Y movidos por ese
recuerdo suprimieron los títulos de
nobleza otorgaron la libertad a
quienes habían nacido de padres
esclavos, suprimieron la inquisición
y ordenaron que se quemaran en la
plaza pública los instrumentos de
tortura. Era el triunfo del progreso y
de las luces.
Pero a medida que pasaban los
meses la situación se ensombrecía.
Alvear y sus amigos agudizaban las
pretensiones porteñas de predominio,
de las que recelaban cada vez más
los hombres que surgían como jefes
en las ciudades y en los campos del
interior. Y en las fronteras, los
realistas derrotaban al ejército del
Alto Perú dos veces: en Vilcapugio
el 1° de octubre y en Ayohúma el 14
de noviembre de 1813. Fue un duro
golpe para la nueva nación y más
duro aún para el jefe vencido,
Manuel Belgrano, espíritu generoso,
siempre dispuesto al sacrificio y
entonces sometido a proceso,
precisamente porque todos advertían
la gravedad de la situación creada
por la derrota.
En parte por ese sentimiento, y en
parte por las ambiciones de Alvear,
la Asamblea resolvió a fines de
enero de 1814 crear un poder
ejecutivo unipersonal con el título de
Director Supremo de las Provincias
Unidas. Ocupó el cargo por primera
vez Gervasio Antonio de Posadas. La
situación
exterior
empeoraba.
Mientras trabajaba para constituir
una flota de guerra, Posadas apuró
las operaciones frente a Montevideo,
que se habían complicado por las
disidencias entre los porteños y los
orientales. El Directorio declaró a
Artigas fuera de la ley, agravándose
la situación cuando designó jefe del
ejército sitiador a Alvear, el más
intransigente de los porteños. Fue él
quien recogió los frutos del largo
asedio y logró entrar en Montevideo
en junio de 1814 La ciudad, jaqueada
por la flota que se había logrado
armar al mando del almirante
Guillermo Brown, dejó de ser un
baluarte español, pero la resistencia
de los orientales comenzó a ser cada
vez más enconada, hasta convertirse
en ruptura a partir del momento en
que Alvear alcanzó la dignidad de
Director Supremo en enero de 1815.
Los
contrastes
militares
dividieron las opiniones. Para unos
era necesario resistir como hasta
entonces; para otros era inevitable
acudir al auxilio de alguna potencia
extranjera, y el director Alvear creyó
que sólo podía pensarse en Gran
Bretaña; para San Martín, en cambio,
la solución residía en una audaz
operación envolvente que permitiera
aniquilar el baluarte peruano de los
españoles.
Eran
distintas
concepciones del destino de la nueva
nación, y cada una movilizó tras ella
a fuertes sectores de la opinión.
Mientras San Martín logró cierta
autonomía para preparar en Cuyo su
problemática expedición a Chile y al
Perú, Alvear comenzó unas sutiles
escaramuzas diplomáticas destinadas
a obtener la ayuda inglesa sin reparar
en el precio. Quienes no compartían
sus opiniones —que fueron la
mayoría y especialmente en
provincias— no vieron en esa
maniobra sino derrotismo y traición.
Artigas encabezó la resistencia y las
provincias de la Mesopotamia
argentina cayeron muy pronto bajo su
influencia política.
Ese año de 1815 fundó el padre
Castañeda en su convento de la
Recoleta una academia de dibujo.
Pero la ciudad no vivía la paz del
espíritu; sentía las sacudidas que
engendraba el conflicto de las
pasiones y vivía en estado de
exaltación política. Los pueblos del
interior
no
ocultaban
su
animadversión contra Buenos Aires y
el 3 de abril se sublevó en
Fontezuelas el ejército con que
Alvear contaba para reprimir la
insurrección de los santafecinos
apoyada por Artigas. La crisis se
precipitó. Alvear renunció, la
Asamblea fue disuelta, se eclipsó la
estrella de la Logia Lautaro y el
mando supremo fue encomendado a
Rondeau, a la sazón a cargo del
ejército del Alto Perú. Pero la
revolución federal de Fontezuelas
había demostrado la impotencia del
gobierno de Buenos Aires y desde
entonces el desafío de los pueblos
del interior comenzó a hacerse más
apremiante.
Era visible que el país marchaba
hacia la disolución del orden político
vigente desde mayo de 1810 que, por
cierto, perpetuaba el viejo sistema
virreinal. A esta crisis interna se
agregaba la crisis exterior; derrotado
Rondeau en Sipe-Sipe en noviembre
de 1815, la frontera del norte
quedaba confiada a los guerrilleros
de Martín Güemes y podía preverse
que España —donde Fernando VII
había vuelto a ocupar el trono en
marzo de 1814— intentaría una
ofensiva definitiva. Morelos había
caído en México, Bolívar había sido
derrotado en Venezuela, y en octubre
de 1814 los realistas habían vencido
a los patriotas chilenos en Rancagua.
La amenaza era grave, y para
afrontarla el gobierno convocó un
congreso que debía reunirse en la
ciudad de Tucumán.
Ante la convocatoria se
definieron
las
encontradas
posiciones. Un grupo de diputados,
adictos al gobierno de Buenos Aires,
apoyaría un régimen centralista, en
tanto que otro, fiel a las ideas de
Artigas, propondría un régimen
federal. El problema se presentaba
como una simple preferencia
política, pero escondía toda una
concepción de la vida económica e
institucional del país. La riqueza
fundamental era, cada vez más, el
ganado que se reunía en las grandes
estancias por millares de cabezas, y
del que se obtenían productos
exportables. Buenos Aires recogía a
través de su aduana importantes
ingresos que contribuían a acentuar
las diferencias que la separaban de
las demás provincias. Poco a poco
los pueblos del interior adhirieron a
la causa del federalismo, del que los
hacendados provincianos esperaban
grandes ventajas y en el que todos
veían una esperanza de autonomía
regional.
El Congreso no contó con
representantes de las provincias
litorales, ya en abierto estado de
sublevación. Los que llegaron a
Tucumán se constituyeron en
asamblea en marzo de 1816 y
designaron presidente a Francisco
Narciso de Laprida. El 3 de mayo se
eligió Director Supremo a Juan
Martín de Pueyrredón. Luego, bajo la
presión de San Martín, que ejercía en
Cuyo el cargo de gobernador
intendente y preparaba un ejército
para cruzar los Andes, el Congreso
se propuso decidir la suerte de la
nueva nación. Y para invalidar las
vagas esperanzas de los indecisos,
declaró solemnemente el 9 de julio
que era «voluntad unánime e
indubitable de estas provincias
romper los violentos vínculos que las
ligaban a los reyes de España,
recuperar los derechos de que fueron
despojados e investirse del alto
carácter de nación libre e
independiente del rey Fernando VII,
sus sucesores y metrópoli». Algunos
días después los propios diputados
juraron defender la independencia y
deliberadamente agregaron en la
fórmula del juramento que se
opondrían a «toda otra dominación
extranjera», con lo que se detenían
las gestiones en favor de un
protectorado inglés.
Si hubo unanimidad para la
declaración de la independencia, no
la hubo en cambio, con respecto a la
forma de gobierno que adoptarían las
Provincias Unidas. La reacción
conservadora, que había crecido en
Europa tras la caída de Napoleón en
1815, estimulaba a los que pensaban
en una solución monárquica, y fue
necesaria la firme decisión de fray
Justo Santa María de Oro para
contenerlos. El Congreso postergó el
problema, mientras se acentuaba la
tensión interna entre el gobierno de
Buenos Aires y las provincias del
litoral, alineadas tras la política
federalista de Artigas. La situación
se había agravado con la invasión de
la Banda Oriental por los
portugueses,
promovida
desde
Buenos Aires, frente a la cual Artigas
combatía solo, con los pobres
recursos de los paisanos que lo
seguían. Los odios se extremaban y
la unidad del país peligraba cada vez
más.
En enero de 1817 los portugueses
ocuparon Montevideo y obligaron a
los orientales a replegarse hacia el
límite con las provincias argentinas.
Ese mismo año un grupo de hombres
de letras fundaba en Buenos Aires la
Sociedad del buen gusto en el
teatro; eran Vicente López, Esteban
de Luca, Santiago Wilde, Vélez,
Gutiérrez y otros más. El lema de la
sociedad era poner la literatura al
servicio del pueblo y de la libertad
de América. San Martín había
terminado sus preparativos militares
en Cuyo y comenzó su temeraria
operación de cruzar la cordillera de
los Andes con un ejército numeroso y
bien pertrechado. El 12 de febrero de
1817cayó sobre el ejército español
en la cuesta de Chacabuco y lo
derrotó. Así comenzó la crisis del
poder español en Chile.
Dentro del país, en cambio, la
situación se agravaba. Entre Ríos y
Santa Fe aceptaron la autoridad de
Artigas llamado «Protector de los
pueblos libres», y desafiaban a
Buenos Aires, a cuyas tropas derrotó
el «Supremo entrerriano», Francisco
Ramírez, en la batalla de Saucecito
en marzo de 1818. Pocos días
después triunfaba San Martín
nuevamente sobre los españoles en el
llano de Maipú asegurando la
independencia de Chile. Esas
victorias, empero no contribuían a
fortalecer el gobierno de Buenos
Aires porque San Martín, fiel a su
misión, estaba decidido a no
participar con sus tropas en la guerra
civil.
Frente a las fuerzas del litoral, el
Directorio se veía cada vez más
débil. Corrientes bajo la autoridad
del caudillo artiguista Andresito,
Entre Ríos gobernada por Francisco
Ramírez y Santa Fe obediente a la
voluntad de Estanislao López,
formaban un vigoroso bloque con la
Banda Oriental, encabezada por
Artigas. Dos veces vencedor de las
tropas del Directorio, Estanislao
López se propuso organizar
institucionalmente la provincia de
Santa Fe y promovió en 1819 la
sanción de una constitución
provincial,
decididamente
democrática y federal. Ese mismo
año, el congreso nacional, que ahora
sesionaba en Buenos Aires, había
sancionado una carta constitucional
para las Provincias Unidas, inspirada
por principios aristocráticos y
centralistas. Los dos documentos
contemporáneos
revelaban
la
irreductible oposición de los bandos
en pugna y, en general, la reacción
provinciana contra la constitución
nacional de 1819 fue categórica.
La crisis no se hizo esperar. Las
tropas entrerrianas y santafecinas se
dirigieron hacia Buenos Aires en
octubre de 1819 y el Directorio no
vaciló en solicitar la ayuda del
general Lecor, jefe de las tropas
portuguesas
que
ocupaban
Montevideo.
El
imperdonable
recurso no hizo sino agravar la
discordia. El ejército del norte, que
era el único con que contaba el
Directorio, recibió orden de bajar
apresuradamente hacia el sur, pero al
llegar a la posta de Arequito se
sublevó a instancias del general
Bustos, que se preparaba para
apartar a la provincia de Córdoba de
la obediencia de Buenos Aires. El
director Rondeau recurrió a la
movilización de las milicias y se
enfrentó en la cañada de Cepeda con
las tropas del litoral el 1° de febrero
de 1820: su derrota fue definitiva.
La crisis había alcanzado una
decisión. Los vencedores exigieron
la desaparición del poder central, la
disolución del Congreso y la plena
autonomía de las provincias. Bustos
acababa de asegurársela a Córdoba,
Ibarra lo imitó en Santiago del
Estero, Aráoz en Tucumán, Ocampo
en La Rioja, y entre tanto se
desintegró la Intendencia de Cuyo
dando origen a tres provincias. Ante
los hechos consumados, el director
Rondeau renunció. También Buenos
Aires se constituyó como provincia
independiente,
y
su
primer
gobernador, Sarratea, firmó el 23 de
febrero de 1820 con los jefes
triunfantes el tratado del Pilar, en el
que se admitía la necesidad de
organizar un nuevo gobierno central,
pero sobreentendiendo la caducidad
del que hasta entonces existía en
Buenos Aires; la federación debía
ser el principio político del nuevo
régimen,
pero
el
principio
económico fundamental debía ser la
libre navegación de los ríos Paraná y
Uruguay. Así se definía el pleito
tradicional entre la Aduana de
Buenos Aires —en la que los grupos
porteños sabían que descansaba,
según la tradición virreinal, su
hegemonía— y las provincias
litorales, cuyos ganaderos aspiraban
a compartir las posibilidades
económicas
que
ofrecía
la
exportación de cueros, sebos y
tasajos.
Con el tratado del Pilar
terminaba una época: la de las
Provincias Unidas, durante la cual
pareció que la unión era compatible
con la subsistencia de la estructura
del antiguo virreinato. Ahora
comenzaba otra: la época de la
desunión de las provincias, durante
la cual los grupos regionales, los
grupos económicos y los grupos
ideológicos opondrían sus puntos de
vista para encontrar una nueva
fórmula para la unidad nacional.
Capítulo VI
LA DESUNIÓN DE LAS
PROVINCIAS (1820-1835)
Desaparecido el régimen que las
unía, cada una de las provincias
buscó su propio camino. Los grandes
propietarios, los fuertes caudillos,
los comerciantes poderosos y los
grupos populares de las ciudades que
gravitaban en la plaza pública
procuraron imponer sus puntos de
vista y provocaron, con sus
encontrados intereses, situaciones
muy tensas, hasta que alguien logró
imponer su autoridad con firmeza. Y
según quién fuera y qué intereses
representara, cada provincia adoptó
un modo de vida que definiría con el
tiempo sus características y su papel
en el conjunto de la nación: porque
en 1820 había desaparecido el
gobierno de las Provincias Unidas,
pero no la indestructible convicción
de la unidad nacional.
Sólo en la provincia de la Banda
Oriental predominaron circunstancias
desfavorables a su permanencia
dentro de la comunidad nacional
argentina. La incomprensión de que
Artigas había sido víctima por parte
del gobierno de Buenos Aires,
convertida luego en abierta
hostilidad, predispuso el ánimo de
los orientales a la separación; pero
aun así no se hubiera consumado a no
mediar más tarde los intereses
británicos que deseaban un puerto en
el Río de la Plata que fuera ajeno
tanto a la autoridad del Brasil como
a la de la Argentina. Cuando Artigas
fue derrotado por los invasores
portugueses en 1820 en la batalla de
Tacuarembó, buscó el apoyo de los
caudillos del litoral sin lograrlo.
Desapareció entonces de la escena
política, y la Banda Oriental quedó
anexada a Portugal, primero, y al
Imperio del Brasil, cuando éste se
constituyó en 1822.
Un sector importante, sin
embargo, apoyaba el mantenimiento
de la provincia oriental dentro del
ámbito de las antiguas Provincias
Unidas. En abril de 1825 treinta y
tres orientales reunidos en Buenos
Aires a las órdenes de Juan Antonio
Lavalleja desembarcaron en la
Banda Oriental, sublevaron la
campaña contra los brasileños y
pusieron sitio a Montevideo. Poco
después, los rebeldes reunían un
congreso en La Florida y el 25 de
agosto declaraban la anexión de la
Banda Oriental a la República de las
Provincias Unidas. El congreso
nacional, que por entonces estaba
reunido en Buenos Aires, aceptó la
anexión, cuyas consecuencias fueron
graves: el Imperio del Brasil declaró
la guerra al gobierno de Buenos
Aires.
Para esa época, la suerte de los
caudillos triunfantes en Cepeda había
cambiado mucho, y con ella la de las
provincias que les obedecían.
Francisco Ramírez, vencedor de
Artigas, había declarado la
independencia de la «República de
Entre Ríos» en septiembre de 1820, y
acariciaba sueños de predominio
sobre vastas regiones y acaso sobre
el país entero. Pero ni siquiera logró
dominar a Estanislao López, que se
le opuso en Santa Fe. Con la ayuda
del chileno José Miguel Carrera, jefe
de una partida de indios que asolaba
la campaña bonaerense, pretendió
lanzarse sobre Buenos Aires; pero
tuvo que enfrentar primero a López y
fue derrotado. Bustos, gobernador de
Córdoba, que también soñaba con su
propia hegemonía, lo volvió a
derrotar, y en la retirada, fue muerto
Ramírez cuando se detuvo para
defender a su amante, que lo
acompañaba en sus entreveros.
Desde entonces, Entre Ríos se
mantuvo dentro de sus límites y, en
las luchas por el poder, tuvo menos
peso que Santa Fe, donde Estanislao
López afirmaba su dominio y
organizaba a su modo la provincia
con la habilidad necesaria para no
perder su autoridad local ni atraerse
la cólera de sus rivales vecinos.
Entre ellos, Bustos parecía el
más peligroso, porque desde
Córdoba podía aglutinar fácilmente
el interior del país contra Buenos
Aires. Pero sus esperanzas se vieron
frustradas por otras aspiraciones
semejantes a las suyas en comarcas
vecinas. En Santiago del Estero,
Felipe Ibarra se había separado de
Tucumán y luchaba al lado de Juan
Facundo Quiroga, que desde 1821
dominaba la provincia de La Rioja.
Juntos, se enfrentaron con Catamarca
y con Tucumán, partidarias por
entonces de la unión con Buenos
Aires, en una sucesión interminable
de luchas en las que se disputaba la
hegemonía del norte del país.
Algunas provincias se dieron
constituciones
o
reglamentos
provisionales para fundar un orden
dentro de sus límites, generalmente
henchidos de declaraciones no menos
utópicas que las que habían
caracterizado los documentos de los
grupos porteños, porque no
condecían con la pobreza y el escaso
desarrollo económico, social y
cultural que las provincias habían
alcanzado. Y, de hecho, quienes
lograron mantener la autoridad
fueron sólo aquellos que recurrieron
a la fuerza y la mantuvieron por
medios
despóticos,
vigilando
estrechamente tanto a sus adversarios
dentro de su área de influencia como
a sus rivales de las provincias
vecinas.
No menos grave era la situación
de Cuyo. En Mendoza, las
montoneras agitaron la vida de la
provincia hasta que Juan Lavalle
impuso su autoridad en 1824. Pero
fue grave para ella la separación de
San Juan, donde el gobierno
autónomo ejerció una acción
esclarecedora durante el gobierno
del general Urdininea y los
ministerios de Laprida y Del Carril.
Elevado este último a la
gobernación, sancionó en 1825 una
constitución provincial conocida con
el nombre de Carta de Mayo, que
estableció principios liberales y
progresistas, a los que se opusieron
los elementos reaccionarios. Pero
Del Carril triunfó sobre ellos y dejó
el recuerdo de una administración
ejemplar.
Entre tanto, Buenos Aires,
reducida ahora su influencia,
desarrollaba dentro de las fronteras
provinciales lo que había sido su
ilusorio programa para toda la
nación. Los meses que siguieron a la
derrota de Cepeda fueron duros, y en
la lucha por el poder hubo un día en
que se sucedieron tres gobernadores.
Estanislao López pretendía influir en
los conflictos políticos, pero
finalmente la aparición de las fuerzas
de la campaña que mandaba Juan
Manuel de Rosas permitió al
gobernador
Martín
Rodríguez
mantenerse en el poder desde fines
de 1820.
Fue un período de paz y de
progreso que duró hasta mayo de
1824. El triunfo de la revolución
liberal de Riego en España, que
garantizaba
la
independencia,
favorecía las posibilidades de una
política ilustrada que encontró en el
ministro de gobierno, Bernardino
Rivadavia, un brillante ejecutor. Muy
pronto se sancionó una ley de
elecciones que consagraba el
principio del sufragio universal y
otra que suprimía el Cabildo y
reorganizaba la administración de
justicia. Otras medidas siguieron
luego. La Ley de Olvido procuró
aquietar las pasiones desatadas por
la lucha entre las facciones, y la que
consagraba la libertad de cultos
facilitó la radicación de inmigrantes
extranjeros de credo protestante.
En
la
nueva
situación
internacional Portugal, el Brasil, los
Estados Unidos y luego Inglaterra
reconocieron la independencia de las
Provincias
Unidas
—cuyas
relaciones internacionales asumió
Buenos Aires— y establecieron con
ellas relaciones consulares que
permitieron desarrollar el comercio
exterior. Era ésta una de las
preocupaciones del gobierno, que
contemplaba los intereses de la
campaña, dedicada a la cría de
ganado, y los de la ciudad, donde
predominaba la actividad comercial
y artesanal. Se procuró atraer
técnicos para desarrollar algunas
industrias y se crearon los
instrumentos necesarios para el
desarrollo de la economía: un Banco
de Descuentos, una Bolsa de
Comercio y una serie de medidas
para atraer capitales y obtener
préstamos; en 1824 la casa Baring
Brothers de Londres otorgó al
gobierno argentino un millón de
libras esterlinas. Al mismo tiempo se
introdujeron animales de raza para
cruzarlos con los ganados criollos y
semillas para mejorar los cultivos.
Estas últimas medidas se
relacionaban con las que el gobierno
adoptó con respecto a la tierra
pública. Grandes extensiones de
tierras pertenecientes al Estado
solían entregarse a particulares
influyentes. Rivadavia elaboró un
plan para otorgarlas, según el
sistema de la enfiteusis, a pequeños
colonos que quisieran radicarse en
ellas y explotarlas mediante el pago
de una reducida tasa de acuerdo con
su valor. Así debían incorporarse a
la explotación agrícola —en manos
de pequeños productores— las zonas
de la provincia que se extendían
hasta el río Salado, no sin resistencia
de los grandes estancieros del sur,
acostumbrados a no reconocer
límites a sus establecimientos.
Entre tanto, la situación
interprovincial tendía a normalizarse
en el litoral. El 25 de enero de 1822.
Los gobernadores de Corrientes,
Entre Ríos, Santa Fe y Buenos Aires
suscribieron
el
tratado
del
Cuadrilátero, que establecía una
alianza ofensiva y defensiva entre las
cuatro provincias. La gravedad del
problema aconsejó sortear el tema de
la
organización
nacional,
previéndose
solamente
la
convocatoria de un congreso para
que resolviera sobre la cuestión. En
cambio,
se
establecía
categóricamente la libertad de
comercio y la libre navegación de
los ríos, cuestiones que tocaban al
fondo de las disensiones entre las
provincias litorales y Buenos Aires.
Era un triunfo del federalismo, pero
era, al mismo tiempo, un paso
decisivo
para
dilucidar
las
cuestiones previas a la organización
nacional.
Inspirado por Rivadavia, el
gobierno de Buenos Aires adoptó
otras
decisiones
no
menos
importantes. Dispuso abolir los
fueros de que gozaba el clero y el
diezmo que recibía la Iglesia;
además fueron suprimidas algunas
órdenes que habían caído en el
descrédito y se establecieron reglas
muy estrictas para las demás. No
menos enérgicas fueron las reformas
que introdujo en el ejército para
restablecer la disciplina y aumentar
la eficacia de la oficialidad.
Naturalmente esta política desató una
fuerte reacción de los elementos
retrógrados
que
acusaron a
Rivadavia de enemigo de la religión.
El padre Castañeda lanzó los más
terribles denuestos desde los
periódicos satíricos que inspiraba
—El desengañador gauchi-político,
El despertador teofilantrópico—, y
el doctor Tagle se atrevió a organizar
un motín que fue sofocado enseguida.
Pero Rivadavia quedó transformado
en símbolo de la política progresista.
No menos decidido se mostró
Rivadavia en la política social y
educacional. La creación de la
Sociedad de Beneficencia llenó un
vacío en la vida de la ciudad y de la
campaña. Las escuelas primarias se
multiplicaron, y la aplicación del
método de educación mutua permitió
superar las limitaciones de los
recursos. Para los estudios medios
estimuló y modernizó el Colegio de
la Unión del Sur, a cuyos planes de
estudio se incorporaron las
disciplinas científicas, según el
ejemplo de los países más
desarrollados. Fundó un colegio de
agricultura con su jardín botánico y
un museo de ciencias naturales; trajo
de Europa instrumentos de física y de
química, y como culminación de su
obra
educacional
creó
la
Universidad de Buenos Aires,
inaugurada el 12 de agosto de 1821.
Rivadavia pronunció el discurso de
apertura y fue designado rector el
doctor Antonio Sáenz. La cátedra de
filosofía fue encomendada a Juan
Manuel Fernández Agüero; y la
enseñanza universitaria se dividió
entre el departamento de estudios
preparatorios y los departamentos de
ciencias
exactas,
medicina,
jurisprudencia y ciencias sagradas;
poco después se iniciaba el primer
curso de física experimental que
dictó el profesor italiano Pedro Carta
Molina.
Esta obra intensa y variada tenía
el apoyo de un sector intelectual
vigoroso aunque minoritario. Lo
encabezaba Julián Segundo de
Agüero y formaban parte de él,
además del poeta Juan Cruz Varela,
Esteban de Luca, Manuel Moreno,
Antonio Sáenz, Juan Crisóstomo
Lafinur, Diego Alcorta, Cosme
Argerich, todos miembros de la
Sociedad
Literaria,
cuyo
pensamiento
expresaron
dos
periódicos, El Argos y La Abeja
Argentina. En el interior del país
repercutía débilmente esta acción y
Rivadavia quiso que en el Colegio
de la Unión se recibieran estudiantes
de las provincias, porque aspiraba a
que se difundieran en ellas las
reformas que se introducían en la de
Buenos Aires. Pero los caracteres
del interior del país diferían de los
que predominaban en ella. Buenos
Aires pasaba ya de los 55.000
habitantes y estaba en permanente
contacto con Europa a través de su
puerto. Las provincias del interior,
en cambio, sólo contaban con unas
pocas ciudades importantes y era
escasa en ellas esa burguesía que
buscaba ilustrarse y prosperar al
margen de la fundamental actividad
agropecuaria en la que se reclutaban
las minorías locales. Un poeta como
Varela, henchido de entusiasmo
progresista, filósofos como Agüero o
Lafinur, formados en las corrientes
del sensualismo y de la ideología,
hallaban ambiente favorable en la
pequeña ciudad cosmopolita que
comenzaba a abandonar los techos de
tejas y veía aparecer las
construcciones de dos pisos. Pero el
ambiente
de
las
ciudades
provincianas, y más aún el de las
zonas rurales, se resistía a toda
innovación y transformaba en un
propósito activo la defensa y la
conservación de su idiosincrasia
colonial. Para oponerse a Rivadavia,
Juan Facundo Quiroga izaba en La
Rioja una bandera negra, cuya
inscripción decía «Religión o
muerte». Con todo, la idea de la
incuestionable existencia de una
comunidad nacional por encima de
las divergencias provincianas se
manifestó vigorosamente y así
pudieron prosperar las gestiones
para reunir un congreso nacional en
Buenos Aires.
Entre tanto, San Martín había
completado su obra. Asegurada la
independencia de Chile, había
dedicado sus esfuerzos a la
preparación
de
una
fuerza
expedicionaria
argentino-chilena
destinada a aniquilar a los realistas
en su baluarte peruano. En 1820
embarcó un ejército disciplinado y
eficaz a bordo de una flota cuyo
mando había asumido el almirante
Cochrane, dirigiéndose hacia las
costas del Perú. Mientras Arenales
ocupaba las regiones montañosas,
San Martín se dirigió hacia Lima,
donde entró en julio de 1821. Poco
después
proclamó
allí
la
independencia del Perú y San Martín
fue declarado su Protector Quedaban
todavía algunos focos realistas en el
continente y los dos grandes jefes
americanos, Bolívar y San Martín, se
reunieron en Guayaquil, en julio de
1822, para acordar un plan de acción
que acabara con la dominación
española en América. Falto de
recursos militares y de un Estado
argentino que lo respaldara, San
Martín cedió a Bolívar la dirección
de la última campaña que remataría
la obra de los dos libertadores.
Mientras proseguía la acción de
Bolívar, se procuraba constituir el
congreso nacional que debía reunirse
en Córdoba; fracasados los primeros
intentos, se decidió realizarlo en
Buenos Aires y, finalmente, se
inauguraron sus sesiones el 16 de
diciembre de 1824, poco antes de
que llegara la noticia de la victoria
que el general Sucre había obtenido
en Ayacucho, que ponía fin a la
dominación española en América.
Gobernaba ya la provincia de
Buenos Aires el general Las Heras,
que había sucedido el 9 de mayo de
1824 a Martín Rodríguez, y que
mantenía las líneas generales de la
política de su antecesor, uno de
cuyos rasgos sobresalientes había
sido evitar las suspicacias de las
demás provincias con respecto a las
ambiciones de hegemonía que tanto
temían estas últimas. El problema
candente era hallar la fórmula para
reconstituir la nación, y el conflicto
latente con el Brasil tornaba más
urgente hallarla para poder oponer un
frente unido a la esperada ofensiva
del emperador brasileño.
Esa preocupación inspiró la Ley
Fundamental sancionada el 23 de
enero de 1825. Establecía la
voluntad unánime de mantener unidas
a las provincias argentinas y asegurar
su independencia, afirmando al
mismo tiempo el principio de las
autonomías
provinciales.
El
Congreso se declaraba constituyente,
pero la constitución que dictara sólo
sería válida cuando hubiera sido
aprobada por todas las provincias. Y
mientras se creaba un gobierno
nacional se encomendaba al de la
provincia de Buenos Aires las
funciones de tal.
Cuando el Congreso de La
Florida declaró la anexión de la
Banda Oriental a las Provincias
Unidas, la tensión con el Brasil
aumentó y el Congreso reunido en
Buenos Aires decidió por su parte la
formación de un ejército nacional
que estaría a las órdenes del
gobernador de la provincia de
Buenos Aires. Pero en diciembre de
1825, el Brasil declaró la guerra y
las cosas se precipitaron. El 6 de
febrero de 1826 el Congreso
sancionó una ley creando un poder
ejecutivo nacional a cargo de un
magistrado que llevaría el título de
Presidente de las Provincias Unidas
del Río de la Plata; al día siguiente
fue elegido para el cargo Bernardino
Rivadavia.
Agüero en la cartera de
Gobierno, del Carril en la de
Hacienda, Alvear en la de Guerra y
de la Cruz en la de Relaciones
Exteriores constituyeron su gabinete.
El presidente Rivadavia afrontó
enseguida el más grave y antiguo de
los problemas políticos del país y
solicitó en un mensaje al Congreso
que se declarara capital de la
República a la ciudad de Buenos
Aires. El proyecto suscitó largas y
apasionadas discusiones, pero fue
aprobado el 4 de marzo. La
provincia de Buenos Aires se vio
privada de la ciudad que había sido
su centro tradicional desde su misma
fundación y en diversos círculos se
advirtieron enconadas reacciones. El
gobernador Las Heras renunció y se
polarizaron contra Rivadavia no sólo
los sectores tradicionalistas sino
también el sector de los ganaderos
que, como Juan Manuel de Rosas,
comenzaban a definir su política
alrededor de la idea de que la ciudad
—y el puerto— de Buenos Aires
debía servir a los intereses
provinciales y no a los del país.
Mientras procuraba proyectar
hacia toda la nación la política
civilizadora que había desarrollado
como ministro en la provincia de
Buenos Aires, Rivadavia se dedicó
principalmente a la organización de
la guerra contra el Brasil. Bloqueado
el puerto de Buenos Aires por la
flota brasileña, la situación
económica
se
había
hecho
angustiosa. Pero en marzo de 1826,
con unos pocos barcos, el almirante
Brown obligó a los sitiadores a
abandonar Martín García; en junio
los derrotó en Los Pozos y poco
después otra vez frente a Quilmes.
Entre tanto, el ejército del general
Alvear cruzo el Río de la Plata,
despejó de enemigos la Banda
Oriental e invadió el Estado de Río
Grande.
La administración de Rivadavia
permitió acrecentar el esfuerzo
militar. En febrero de 1827 los
argentinos obtuvieron dos victorias
decisivas. Brown derrotó a la flota
brasileña en Juncal y Alvear venció
al ejército en Ituzaingó. El Canto
lírico de Juan Cruz Varela revelaba
el orgullo colectivo, y acaso en
particular el de los rivadavianos que
juzgaban hijo de sus ideas y de su
esfuerzo al triunfo militar:
Hija de la Victoria,
ya de lejos os saluda la paz,
y a los reflejos de su lumbre divina,
triunfante,
y de
ambiciones
respetada,
libre, rica, tranquila, organizada,
ya brilla la República Argentina.
Pero el entusiasmo duró poco.
Tras la victoria de Ituzaingó
Rivadavia entabló negociaciones
diplomáticas con el Brasil en
términos que parecieron inadecuados
a la posición de las fuerzas
vencedoras. Más preocupado, sin
duda, por la situación interna del
país que por la suerte de su política
exterior, Rivadavia creyó que
necesitaba la paz a cualquier precio.
En diciembre de 1826 el Congreso
había concluido el proyecto de
constitución, cuyos términos repetían,
apenas moderado, el esquema
centralista de la carta de 1819. Nada
habían valido las sensatas palabras
de Manuel Dorrego, federalista
doctrinario, que constituían un
llamado a la realidad. Cuando, poco
después, el proyecto fue sometido a
consulta, las provincias comenzaron
a manifestar su disconformidad, y
sólo la aprobaron algunas, contra las
que se lanzaron las demás. Quiroga,
gobernador de La Rioja y paladín del
federalismo, se enfrentó con
Tucumán,
cuyo
gobernador,
Lamadrid, defendía la carta unitaria y
amenazaba con extender su autoridad
por Catamarca, Salta, Jujuy y todo el
Cuyo. Lamadrid cayó derrotado en El
Tala en octubre de 1826 y Quiroga
aglutinó el centro y el norte del país.
La guerra civil recomenzaba, los
delegados del
Congreso no
conseguían convencer a los jefes
federales de la necesidad de la
constitución y el gobierno de
Rivadavia se vio amenazado.
Necesitaba la paz a cualquier precio
y equivocó el camino para lograrla,
ofreciendo al Brasil por intermedio
del embajador Manuel José García la
posibilidad de crear un Estado
independiente en la Banda Oriental.
La noticia de la convención
firmada en Río de Janeiro por
García, que se extralimitó en sus
atribuciones y reconoció los
derechos brasileños a los territorios
disputados, polarizó la hostilidad
contra Rivadavia, porque el tratado
pareció injustificable frente a las
victorias de las fuerzas argentinas.
Rivadavia comprendió la debilidad
de su posición y presentó su renuncia
en junio de 1828 en un documento
memorable. El Congreso la aceptó y
la experiencia rivadaviana de
reunificación
nacional
quedó
concluida en medio de la
incertidumbre general.
La provincia de Buenos Aires
eligió entonces gobernador a
Dorrego, a quien apoyaba en nombre
de los estancieros de la provincia
Juan Manuel de Rosas, sostenido por
la de sus «colorados del Monte». Fue
el suyo un gobierno moderado y
eficaz; pero las pasiones estaban
desencadenadas
ante
el
afianzamiento de la autoridad de
Quiroga en el interior del país, los
unitarios resolvieron dar otra vez la
batalla. La ocasión era propicia.
Dorrego firmó en agosto de 1828 la
paz con el Brasil reconociendo la
independencia de la Banda Oriental
—tal como lo deseaba Inglaterra y lo
admitía el Emperador— y los
ejércitos argentinos comenzaron a
regresar. Al mando de su división,
Juan Lavalle hizo su entrada en
Buenos Aires y poco después, el 1°
de diciembre, se sublevó contra
Dorrego, lo persiguió con sus tropas
y lo fusiló Navarro el 13 de
diciembre de 1828.
El conflicto se generalizó con
mayor violencia. Rosas y López
empezaron a operar contra Lavalle,
que se hizo cargo del gobierno de
Buenos Aires, y poco después
quedaron delineados los frentes en
que se oponían los unitarios y los
federales. Lavalle sostendría la lucha
en Buenos Aires mientras José María
Paz, que acababa de llegar con sus
tropas del Brasil, la empeñaría en el
interior para contener la creciente
influencia de Quiroga. Pero Lavalle
afrontaba una lucha interna en su
provincia, cuyo interior le resistía
aglutinado por Rosas, de modo que
sus recursos se limitaban a los que le
ofrecía la ciudad y no tardó en ser
vencido en abril de 1829. Paz, en
cambios logró derrotar en esos
mismos días a Bustos y se adueñó de
la provincia de Córdoba. Dos meses
después, cuando Lavalle y Rosas
llegaban a un acuerdo en Cañuelas,
Paz venció en La Tablada a Quiroga
fortaleciendo las esperanzas de los
unitarios que, sin embargo, no
pudieron evitar la elección de Rosas
como gobernador de Buenos Aires en
diciembre de 1829. Quiroga, entre
tanto, había logrado hacerse fuerte en
las provincias de Cuyo y Paz buscó
una definición: en Oncativo volvió a
vencer al «Tigre de los Llanos» en
febrero de 1830 y poco después
removió los gobiernos federales del
interior; y con los que estableció en
su lugar constituyó la Liga del
Interior para hacer frente a los
federales que predominaban en el
litoral. El 31 de agosto quedó
constituida la Liga, y el 4 de enero de
1831 respondieron las provincias
litorales con la firma del Pacto
Federal. Eran dos organizaciones
políticas frente a frente, casi dos
naciones.
El equilibrio de las fuerzas fue
visible y no se ocultaba su
significado. Era el interior del país
que aspiraba no sólo a un régimen de
unidad, sino también a un sistema
político en el que las regiones menos
favorecidas por la naturaleza
compartieran las ventajas de que
gozaban las más privilegiadas; y
frente al interior, estaban las
provincias litorales que defendían su
autonomía para asegurar sus
privilegios y defender sus intereses.
Un suceso fortuito postergó este
enfrentamiento radical: el 10 de
marzo de 1831 una partida de
soldados de Estanislao López
consiguió bolear el caballo del
general Paz y lo hizo prisionero. La
Liga del Interior, que era su obra
política pero que carecía todavía de
madurez, cedió ante la presión de las
oligarquías provinciales, deseosas
de asegurar su predominio local y
ajenas a la necesidad de adoptar una
clara política para la región
mediterránea. Una vez más, el
predominio económico y político de
las provincias litorales quedó
consolidado, y el ajuste del
equilibrio nacional indefinidamente
postergado.
Esas oligarquías provinciales se
componían
de
hombres
comprometidos con la riqueza
fundamental de sus provincias,
estancieros en su mayoría, que
vigilaban sus fortunas y las acrecían,
con las de sus amigos, al calor del
poder político. Y aunque sometían a
duro trabajo a un proletariado en el
que predominaban criollos, mestizos
e indios, manifestaban cierta vaga
vocación democrática en la medida
en que expresaban el inequívoco
sentimiento popular de las masas
rurales, amantes de la elemental
libertad a que las acostumbraba el
campo sin fronteras y el ejercicio de
un pastoreo que estimulaba el
nomadismo. Pero era una concepción
paternalista de la vida social que
contradecía la necesidad de
organización que el país percibía
como impostergable.
Entre todos los caudillos, el
gobernador de la provincia de
Buenos Aires, Juan Manuel de
Rosas, se distinguía su personalidad
peculiar. Su fuerte ascendiente sobre
los hombres de la campaña le
proporcionaba una base para sus
ambiciones;
pero
su
claro
conocimiento de los intereses de los
propietarios de estancias y saladeros
le permitía encabezar a los grupos
más influyentes de la provincia y
expresar con claridad la política que
les convenía; esa fue precisamente,
la que puso en funcionamiento
durante su gobierno provincial,
desde 1829 hasta 1832, y
especialmente en el último año de su
administración. La situación política
del país se definía rápidamente.
Cada una de las tres grandes áreas
económicas de la nación contaba con
una personalidad inconfundible para
representarlas y regir sus destinos.
En el interior, Quiroga se había
afirmado definitivamente después de
su victoria sobre Lamadrid en 1831.
En el litoral, López conservaba con
firmeza la hegemonía regional. Y en
Buenos Aires, Rosas consolidaba su
poder y acrecentaba su influencia.
Los tres compartían los mismos
principios, pero los tres aspiraban a
alguna forma de supremacía
nacional.
El escenario para dilucidar la
contienda hubiera podido ser el
congreso que el Pacto Federal
obligaba a convocar. Siempre
temerosos de Buenos Aires, López y
Quiroga —el litoral y el interior—
insistían en apresurar su reunión.
Celoso de los privilegios de su
provincia —esto es, Buenos Aires—,
Rosas se oponía a que se realizara, y
expresó sus razones y sus pretextos
en la carta que escribió a Quiroga
desde la hacienda de Figueroa en
1834, después de haber dejado el
gobierno de la provincia, en el que le
sucedieron Juan Ramón Balcarce
primero y Juan José Viamonte
después. La opinión de Rosas
prevaleció y el congreso no fue
convocado.
Entre tanto, en combinación con
otros estancieros amigos con dinero
propio y tropas levantadas por ellos
en la campaña, Rosas organizó en
1833 una expedición al sur para
reducir a los indios pampas que
asolaban las estancias y las
poblaciones en busca de ganado.
Desde su campamento de Monte se
dirigió hacia el sur, cruzó la región
de los pampas y tomó contacto con
las tribus araucanas deteniéndose sus
tropas en las márgenes del río Negro.
Las poblaciones indígenas fueron
acorraladas, destruidas o sometidas.
Las tierras reconquistadas, que
sumaban miles de leguas, fueron
generosamente distribuidas entre los
vencedores, sus amigos y partidarios,
con lo que se consolidó
considerablemente
la
posición
económica y la influencia política de
los estancieros del sur.
Poco después del regreso de
Rosas, la situación hizo crisis tanto
en Buenos Aires —donde había
estallado en su ausencia la
revolución de los Restauradores—
como en el interior, donde la
autoridad de Quiroga crecía
peligrosamente. El 16 de febrero de
1835, en Barranca Yaco, Quiroga
cayó asesinado y poco más tarde la
legislatura
bonaerense
elegía
gobernador y capitán general de la
provincia, por cinco años y con la
suma del poder público, a Juan
Manuel de Rosas.
Capítulo VII
LA F EDERACIÓN (1835-1852)
La muerte de Quiroga y el triunfo de
Rosas aseguraban el éxito de las
ideas que este último sostenía sobre
la organización del país: según su
opinión, las provincias debían
mantenerse independientes bajo sus
gobiernos locales y no debía
establecerse ningún régimen que
institucionalizara la nación. Y así
ocurrió durante los diecisiete años
que duró la hegemonía de Rosas en
Buenos Aires. Hubo, sin embargo,
durante ese período una singular
forma de unidad, que se conoció bajo
el nombre de Federación y que Rosas
quiso que se considerara sagrada.
Era una unidad de hecho lograda por
la sumisión de los caudillos
provinciales. Como encargado de las
relaciones exteriores tenía Rosas un
punto de apoyo para ejercer esa
autoridad, pero la sustentó sobre
todo en su influencia personal y en el
poder económico de Buenos Aires.
La Federación, proclamada como
el triunfo de los ideales del
federalismo, aseguró una vez más la
hegemonía de Buenos Aires y
contuvo el desarrollo de las
provincias. La presión de los
comerciantes ingleses malogró la ley
de aduanas de 1836 y abrió el puerto
a toda clase de artículos
manufacturados europeos. El puerto
de Buenos Aires seguía siendo la
mayor fuente de riqueza para el fisco
y proporcionaba pingües beneficios
tanto a los comerciantes de la ciudad
como a los productores de cueros y
tasajos que se preparaban en las
estancias y saladeros.
De esas ventajas no participaban
las provincias del interior, pese a la
sumisión de los caudillos federales.
Las industrias locales siguieron
estranguladas por la competencia
extranjera y los estancieros del
litoral y del interior continuaron
ahogados por la competencia de los
de Buenos Aires. Cuando Rosas
temió que sus precauciones no fueran
suficientes, no vaciló en prohibir el
paso de buque extranjeros por los
ríos
Paraná
y
Uruguay.
Paradójicamente la Federación
extremó los términos del antiguo
monopolio
y
acentuó
el
empobrecimiento de las provincias
interiores aisladas por sus aduanas
interprovinciales.
Inspirada por
Rosas, la
Federación pretendió restaurar el
orden colonial. Aunque con
vacilaciones y entre mil dificultades,
los gobiernos de los primeros
veinticinco años de la independencia
habían procurado incorporar el país
a la línea de desarrollo que había
desencadenado
la
revolución
industrial en Europa y en los Estados
Unidos. La federación, en cambio,
trabajó para sustraerlo a ese cambio
para perpetuar las formas de vida y
de actividad propias de la colonia.
Desarrolló el paternalismo político,
asimilando la convivencia social a
las formas de vida propias de la
estancia, en la que el patrón protege
pero domina a sus patrones;
abandonó la misión educadora del
Estado prefiriendo que se encargaran
de ella las órdenes religiosas;
destruyó los cimientos del progreso
científico y técnico; canceló las
libertades públicas e individuales
identificando la voluntad de Rosas
con el destino nacional; combatió
todo
intento
de
organizar
jurídicamente el país, sometiéndolo
de hecho, sin embargo, a la más
severa centralización. Tal fue la
política de quien fue llamado
«Restaurador de las leyes» aludiendo
sin duda a las leyes del régimen
colonial español. Esa política
constituía un desafío al liberalismo y
correspondía al que poco antes
habían lanzado en España los
partidarios de la restauración
absolutista de Fernando VII. En la
lucha interna era esa política un
desafío a los ideales de la
Revolución de Mayo.
Los gobiernos provinciales de la
Federación imitaron al de Buenos
Aires, pero los frutos de esa política
fueron muy distintos. La economía de
Buenos Aires, montada sobre el
saladero y la aduana, permitió el
acrecentamiento de la riqueza; y la
política de Rosas, permitió la
concentración de esa riqueza entre
muy pocas manos. En oposición al
principio rivadaviano de no enajenar
la tierra pública para permitir una
progresista política colonizadora,
Rosas optó por entregarla en grandes
extensiones a sus allegados. Así se
formó el más fuerte de los sectores
que lo apoyaron, el de los
estancieros y propietarios de
saladeros que se enriquecían con la
exportación
de
cueros
y
especialmente del tasajo que se
enviaba a los Estados Unidos y el
Brasil para nutrir a los esclavos de
las plantaciones. Y así se constituyó,
a través de la aduana porteña. La
riqueza pública que permitió a Rosas
ejercer una vigorosa autoridad sobre
las
empobrecidas
provincias
interiores.
No faltaron a Rosas otros
sostenes. El tráfico de cueros y
tasajos beneficiaba a comerciantes
ingleses y norteamericanos que, a su
vez,
importaban
productos
manufacturados y harina; y este
sector, que acompañaba a los
numerosos estancieros británicos
dispersos por la campaña bonaerense
ayudó a Rosas, entre otras maneras,
suscribiendo el empréstito de cuatro
millones de pesos que lanzó en su
primer gobierno. Por otra parte su
autoritarismo y su animadversión por
las ideas liberales le atrajo el apoyo
del clero y muy especialmente el de
los jesuitas, a quienes concedió
autorización para reabrir los
establecimientos de enseñanza.
Pero no era esto todo. Rosas
había sabido atraerse la simpatía de
los gauchos de la campaña
bonaerense y con ellos constituyó su
fuerza militar. También se atrajo a
las masas suburbanas —las que
Echeverría
describió
en El
matadero— y se aproximó muy
particularmente a los negros libres o
esclavos que valoraban su simpatía
como prenda de seguridad y de
ayuda. Se sumaba, pues, al apoyo de
los poderosos un fuerte apoyo
popular, con el que no contaban los
grupos ilustrados.
Todo ese respaldo social no
bastó, sin embargo para impedir que
Rosas estableciera un estado
policial. Solo la más absoluta
sumisión fue tolerada. Y la fidelidad
a la Federación debió demostrarse
públicamente con el uso del cintillo
rojo o la adopción de la moda
federal. Los disidentes, en cambio,
quedaron al margen de la ley y su
persecución fue despiadada. La
enérgica política de Rosas fue
imitada por los gobernadores
provincianos, y cuando alguno de
ellos esbozó frente a los enemigos
una actitud conciliatoria —como
Heredia en 1838 o Urquiza en 11846
— tuvo que deponerla ante las
amenazas de Rosas.
Dentro del ámbito provincial,
Rosas desarrolló una política de
reducido
alcance.
Siempre
preocupado por las amenazas que lo
asechaban, el estado policial contuvo
esfuerzo de libre desarrollo en la
sociedad. No faltó en la residencia
de Palermo un círculo áulico de
cierto refinamiento; allí pintó
Prilidiano Pueyrredón en 1850 el
retrato de Manuelita Rosas; y allí
brilló Pedro de Angelis, erudito
italiano que alternó los más rigurosos
estudios históricos con la literatura
panfletaria en favor del régimen.
Pero en general, la vida intelectual se
estancó en Buenos Aires durante
largos años y sólo oscuramente pudo
proseguir su enseñanza hasta su
muerte, en 1842, el profesor de
filosofía de la universidad, Diego
Alcorta. La universidad languidecía,
como languidecía toda la enseñanza
pública, de la que el Estado se
desentendió considerando que podía
ser patrimonio de la iniciativa
privada y sobre todo de las
instituciones religiosas. Desde su
segundo gobierno demostró Rosas su
desdén por lo que Rivadavia había
hecho para estimular el desarrollo
científico: se abandonaron los pocos
instrumentos
y
aparatos
de
investigación que había en la ciudad
y se suprimieron los recursos para la
enseñanza. También se suprimió la
Casa de Expósitos y hasta los fondos
públicos destinados a combatir la
viruela.
Sólo la actividad económica
crecía, pero dentro de una
inconmovible rutina y en beneficio
de unos pocos. Las fortunas de los
saladeristas aumentaban. Hubo
algunos ganaderos ingleses que
procuraron mejorar la cría y uno de
ellos, Ricardo Newton, alambró por
primera vez un campo para obtener
ovejas mejoradas, de cuya lana
comenzaba a haber gran demanda en
el mercado europeo. Pero la rutina
siguió predominando y la estancia
siguió siendo abierto campo de cría
de un ganado magro destinado al
saladero y en la que prácticamente no
tenía lugar la agricultura.
Sólo por excepción se iniciaron
nuevos experimentos agropecuarios.
El gobernador Urquiza estimuló en
Entre Ríos el mejoramiento del
ganado, introdujo merinos y alambró
campos. La cría de ovejas constituía
el signo de una actitud renovadora en
la economía argentina, porque
intentaba adecuarla a nuevas
posibilidades
del
mercado
internacional. Y esa actitud
renovadora se manifestó también en
otros aspectos, como en el de la
educación, en el que Urquiza trabajó
intensamente
difundiendo
la
enseñanza primaria y fundando
colegios de estudios secundarios en
Paraná y en Concepción del Uruguay.
Este último habría de adquirir muy
pronto sólido prestigio en todo el
país.
Ciertamente,
el
signo
predominante de la Federación fue su
resistencia a todo cambio. Por lo
demás, la inquietud fue constante. Un
estado latente de rebelión amenazaba
virtualmente el orden establecido y
cada cierto tiempo cristalizó en
violentas irrupciones que extremaron
los odios.
Los movimientos de rebeldía
contra la Federación surgieron como
fenómenos locales y como fenómenos
generalizados.
En
1838
el
gobernador de Corrientes, Berón de
Astrada, creyó contar con la ayuda
de Santa Fe para una acción contra
Rosas. Pero Estanislao López murió
ese mismo año y la provincia de
Corrientes fue invadida por el
gobernador de Entre Ríos, Pascual
Echagüe, que en 1839 derrotó a
Berón de Astrada en Pago Largo.
Esos movimientos del litoral se
relacionaban con la situación de la
Banda Oriental, donde el presidente
Oribe, adicto a Rosas, había sido
derrocado por Rivera. Otros factores
complicaban el problema. Francia,
que buscaba nuevas áreas para su
expansión, había puesto pie en
Montevideo por donde se exportaban
ya grandes cantidades de tasajo.
Ahora, pues, se oponía a Inglaterra,
principal beneficiaria del comercio
bonaerense. Una flota francesa
estableció el bloqueo del puerto de
Buenos Aires, mientras Rivera
lograba derrotar a Echagüe en la
batalla de Cagancha.
Pero entre tanto, los proyectos
revolucionarios de los unitarios
argentinos que habían emigrado a
Montevideo, encabezados por Juan
Lavalle, hallaban eco en la provincia
de Buenos Aires. Los jóvenes
escritores que en junio de 1837
inauguraron en la librería de Marcos
Sastre el Salón Literario —Esteban
Echeverría, Juan María Gutiérrez,
Juan Bautista Alberdi, entre otros—
y fundaron luego la Asociación de la
Joven Generación Argentina, habían
sembrado los principios de su
inquietud y su rebeldía. Luego
emigraron, pero quedaron en la
ciudad quienes defendían sus ideas.
El coronel Ramón Maza organizó una
conspiración en relación con
Lavalle, que ocupó la isla de Martín
García; pero el movimiento fue
descubierto y Maza fusilado.
Descorazonado, Lavalle negó su
concurso al levantamiento que
preparaban en Dolores y Chascomús
los «Libres del Sur»; Manuel Rico y
Pedro Castelli lanzaron sin embargo
la revolución, pero en noviembre de
1839 los derrotó Prudencio Rosas
haciendo severísimo escarmiento. La
provincia quedó entonces en paz.
El interior, en cambio, se agitó
poco después con una vasta
insurrección. Fue la gran crisis de
1840. Lavalle liberó la provincia de
Corrientes y dejó luego su puesto a
Paz, para dirigirse a Buenos Aires.
Una extraña vacilación movió a
Lavalle a abandonar las operaciones
iniciadas sobre la capital y se dirigió
nuevamente
hacia
el
norte,
circunstancia que obligó a la flota
francesa a levantar el bloqueo de
Buenos Aires. Rosas respiró por un
tiempo, cuando la situación interna
era ya desastrosa, y acrecentó el
rigor de la represión. Pero entonces
las provincias del norte se
sublevaron
abiertamente
y
desencadenaron un nuevo conflicto.
Movió la coalición del norte
Marco M. de Avellaneda, que con la
ayuda de Lamadrid tomó el poder en
Tucumán y arrastró tras sí a todas las
provincias que antes habían seguido
a Quiroga y estaban ahora
decepcionadas del centralismo de la
Federación. Pero la suerte le fue
adversa. El ejército de Lavalle, que
constituía la mayor esperanza de los
rebeldes,
fue
derrotado
en
Quebracho Herrado por Oribe, y las
fuerzas de Lamadrid y Acha que
operaban en Cuyo fueron también
vencidas. A fines de 1841 Lavalle,
derrotado nuevamente en Famaillá,
emprendió la retirada hacia el Norte.
Pero cayó asesinado en Jujuy y la
coalición quedó deshecha y todo el
Norte sometido a la autoridad de
Rosas y sus partidarios.
Paz tuvo mejor suerte en
Corrientes y logró derrotar en
Caaguazú al gobernador de Entre
Ríos, Echagüe, en noviembre de
1841, pero no pudo obtener los frutos
de su victoria. Su aliado oriental,
Rivera, fue vencido poco después
por Oribe en Arroyo Grande, y con
ello quedó abierto a los federales el
camino de Montevideo, que Oribe
sitió en febrero de 1843. De allí en
adelante el litoral fue teatro de una
constante
lucha.
Montevideo
organizó la resistencia bajo las
órdenes de Paz y combatieron al lado
de los orientales los emigrados
argentinos y las legiones de
inmigrantes franceses e italianos; allí
estaba Garibaldi como símbolo de
las ideas liberales que defendían los
sitiados. Desde el Cerrito vigilaban
la ciudad las fuerzas sitiadoras, cuyo
cerco no logró romper Rivera cuando
procuró sublevar la campaña
oriental, donde en 1845 lo derrotó
Urquiza en India Muerta. Pero en
cambio
consiguió
Montevideo
mantener expedito su puerto, gracias
al bloqueo que las flotas de Francia e
Inglaterra, ahora unidas, volvieron a
imponer a Buenos Aires por el temor
de que Rosas lograra dominar dos
márgenes del Río de la Plata.
Montevideo se convirtió en el
principal centro de acción de los
emigrados antirrosistas. También los
había en otros países, especialmente
en Chile, donde Alberdi y Sarmiento
movían desde los periódicos —El
Mercurio, El Progreso— una activa
campaña contra Rosas. Allí publicó
Sarmiento en 1845 el Facundo,
vigoroso ensayo de interpretación
histórico social del drama argentino.
Pero por su proximidad de Buenos
Aires y por la concurrencia de
fuertes
intereses
extranjeros
relacionados con la economía
rioplatense, fue en Montevideo
donde
se
desarrolló
más
intensamente la operación que debía
acabar con el gobierno de Rosas.
También allí había una prensa
v e he me nt e : El Nacional, El
Iniciador, Comercio del Plata, este
último dirigido por Florencio Varela.
Pero, sobre todo, se procuraba allí
hallar la fórmula política que
permitiera la conciliación de todos
los adversarios de Rosas, cuyo
primer esquema esbozó Echeverría
en 1846 en el Dogma socialista.
En 1845 Corrientes volvió a
sublevarse con el apoyo del
Paraguay,
cuyo
comercio
estrangulaba la política adoptada por
Rosas para la navegación de los ríos.
Su gobernador, Madariaga, fue
derrotado dos veces por el de Entre
Ríos, Urquiza, primero en Laguna
Limpia, en 1846, y al año siguiente
en Vences. Pero entre la primera y la
segunda batalla se había establecido
un acuerdo que Rosas vetó. Quizás
entonces juzgó Urquiza insostenible
el apoyo que prestaba al gobernador
de Buenos Aires, cada vez más
celoso del monopolio comercial
porteño. Entre Ríos desarrollaba una
intensa y progresista actividad
agropecuaria que requería contacto
con Europa, y sus intereses chocaban
abiertamente con los de Buenos
Aires.
La situación se precipitó cuando
Francia e Inglaterra decidieron en
1850 levantar el bloqueo del puerto
bonaerense. Entonces fue el Brasil
quien se inquietó ante la posibilidad
del triunfo de Oribe y de que se
consolidara el dominio de Rosas
sobre las dos márgenes del Río de la
Plata. Brasil rompió sus relaciones
con la Federación y los antirrosistas
hallaron un nuevo aliado. La
aproximación entre el gobierno
oriental y el Brasil comenzó en
seguida, y Urquiza fue atraído a la
coalición con la promesa de que el
nuevo gobierno garantizaría la
navegación internacional de los ríos.
Urquiza, a su vez, logró la adhesión
del gobernador de Corrientes,
Virasoro, y poco después quedó
concertada la alianza militar contra
Rosas que permitió la formación del
Ejército Grande.
Ciertamente, la Federación no
estaba en condiciones de afrontar
esta crisis que surgía en su propio
seno. El largo estancamiento
provocado por la estrecha política
económica de Rosas contrastaba con
las inmensas posibilidades que abría
la revolución industrial operada en
Europa. Mientras Buenos Aires
perpetuaba la economía de la carreta
y el saladero, se extendían en Europa
los ferrocarriles y los hilos
telegráficos y se generalizaba el uso
del vapor como fuente de energía
para maquinarias modernas de alta
productividad:
la
creciente
población de las ciudades requería
un intenso desarrollo industrial, y
éste, a su vez, un constante
aprovisionamiento de materias
primas. Era, pues, una extraordinaria
oportunidad que se ofrecía al país,
frustrada por la perseverante
sumisión al pasado del viejo
gobernador de Buenos Aires. Rosas,
tan hábil para mantener inactivos a
los indios del vasto imperio de la
pampa que se había constituido hacia
1835 sobre los bordes de las grandes
estancias, tan ducho en mantener
sumisos a los gobernadores
provincianos, tan experto en el trato
con los cónsules extranjeros, había
comenzado a perder su antigua
flexibilidad y ahora sólo sostenía al
régimen la inercia del Estado
policial que había creado. Todo
estaba maduro para un cambio, cada
vez más fácilmente imaginable luego
de las experiencias revolucionarias
que había sufrido Europa en 1848. La
crisis era, pues, inevitable.
El 1° de mayo de 1851 el
gobernador de Entre Ríos, Urquiza,
aceptó, no sin ironía, la renuncia
formal que Rosas presentaba cada
año como encargado de las
relaciones
exteriores
de
la
Federación. La corte de San Benito
de Palermo se estremeció y la
legislatura bonaerense declaró a
Urquiza traidor y loco. Pero Rosas
no acertó a moverse oportunamente y
permitió que Urquiza cruzara el río
Uruguay y obligara a Oribe a
levantar el sitio de Montevideo.
Poco después el Ejército Grande
entró en campaña, cruzó Entre Ríos,
invadió Santa Fe y se presentó frente
a Buenos Aires. El 3 de febrero de
1852 los ejércitos de la Federación
caían vencidos en Caseros y Rosas
se embarcaba en una nave de guerra
inglesa rumbo a Gran Bretaña. La
Federación había terminado.
Capítulo VIII
B UENOS AIRES FRENTE A LA
C ONFEDERACIÓN
ARGENTINA (1852-1862)
Urquiza entró en Buenos Aires poco
después de la victoria para iniciar la
etapa más difícil de su labor: echar
las bases de la organización del país.
La administración de Rosas, sin
duda, había preparado el terreno
para la unidad nacional dentro de un
régimen federal. Los viejos unitarios,
por su parte, habían reconocido la
necesidad de ese sistema. Y todos
estaban de acuerdo con la necesidad
de la unión, porque las autonomías
habían consagrado también la
miseria
de
las
regiones
mediterráneas. Quizá la diversidad
del desarrollo económico de las
distintas regiones del país fuera el
obstáculo más grave para la tarea de
unificación nacional.
Por lo demás, las oligarquías
locales eternizadas en el gobierno
habían concluido por acaparar la
tierra. La aristocracia ganadera
monopolizaba el poder político, en
tanto que las clases populares,
sometidas al régimen de la estancia,
habían perdido toda significación
política, y hasta los sectores urbanos
carecían de influencia a causa del
escaso desarrollo económico.
El ajuste de la situación debía
realizarse,
pues,
entre
esas
oligarquías. Pero aun entre ellas se
suscitaban conflictos a causa de la
desproporción de los recursos entre
Buenos Aires, el litoral y el interior.
Era necesario hallar la fórmula
flexible
que
permitiera
la
nacionalización de las rentas que
hasta ese momento usufructuaba
Buenos Aires y facilitara el acuerdo
entre los grupos dominantes.
Una
convicción
unánime
aseguraba el triunfo de una
organización democrática. Esas ideas
estaban en la raíz de la tradición
argentina; con distinto signo estaban
arraigadas tanto en los unitarios
como en los federales, y cobraba
ahora nuevo brillo tras la crisis
europea de 1848. Y, sin embargo, la
estructura económica del país,
caracterizada por la concentración de
la propiedad raíz, se oponía a la
organización de una verdadera
democracia. Si Sarmiento pudo decir
que el caudillismo derivaba del
reparto injusto de la tierra, la suerte
posterior de la democracia argentina
podría
explicarse
de
modo
semejante.
No era, pues, fácil la tarea que
esperaba a Urquiza. Instalado en la
residencia de Palermo, designó a
Vicente López gobernador interino
de la provincia y convocó a
elecciones para la legislatura, de
cuyo seno salió la confirmación del
elegido. No faltaron entonces recelos
entre los antiguos federales —
grandes estancieros como los
Anchorena, los Alcorta, los Arana,
los Vedoya, de cuyo consejo no
prescindió Urquiza— ni entre los
antiguos emigrados que comenzaban
a dividirse en intransigentes o
tolerantes frente a la nueva situación.
Urquiza convocó una conferencia de
gobernadores en San Nicolás, y de
ella salió un acuerdo para la
organización nacional firmado el 31
de mayo de 1852. Se establecía en él
la vigencia del Pacto Federal y se
sentaba el principio del federalismo,
cuya expresión económica era la
libertad de comercio en todo el
territorio, la libre navegación de los
ríos y la distribución proporcional de
las rentas nacionales. Se otorgaban a
Urquiza las funciones de Director
Provisorio de la Confederación
Argentina y se disponía la reunión de
un Congreso Constituyente en Santa
Fe para el que cada provincia
enviaría dos diputados.
Las cláusulas económicas y la
igualdad de la representación
suscitaron la resistencia de los
porteños. En la legislatura, se
discutió acaloradamente el acuerdo y
fue rechazado, lo que originó la
renuncia del gobernador López.
Urquiza disolvió la legislatura y se
hizo cargo del poder, rodeándose
entonces de viejos federales. Hasta
volvió a ser obligatorio el uso del
cintillo rojo. Sarmiento, que había
llegado con el Ejército Grande como
boletinero, anunció que se levantaba
sobre el país la sombra de otra
dictadura y se volvió a Chile donde
poco después publicaría las Ciento y
una, respondiendo a la defensa de
Urquiza que hacía Alberdi en sus
Cartas quillotanas. Mitre, Vélez
Sarsfield y otros políticos porteños
fueron deportados y se dispuso la
designación de Vicente López como
gobernador y la elección de una
nueva legislatura.
Urquiza dejó Buenos Aires para
asistir a la instalación del congreso
de Santa Fe. A los pocos días, el 11
de septiembre, estalló en Buenos
Aires una revolución inspirada por
Valentín Alsina que restauró las
antiguas autoridades, declaró nulos
los acuerdos de San Nicolás y
autónoma a la provincia. Poco
después, Alsina, el más intransigente
de los porteños, fue elegido
gobernador.
Urquiza decidió no intervenir. El
Congreso Constituyente se reunió en
Santa Fe el 20 de noviembre de 1852
en una situación incierta. Tropas
bonaerenses intentaban invadir el
territorio entrerriano, en tanto que
otras, encabezadas por el coronel
Lagos, se rebelaban contra Alsina y
ponían sitio a Buenos Aires
exigiendo el cumplimiento del
acuerdo de San Nicolás.
Pero el clima de violencia se
diluyó y el Congreso pudo trabajar
serenamente. La constitución de los
Estados Unidos y las Bases y puntos
de partida para la organización
política de la República Argentina,
que había escrito Alberdi en Chile
con motivo de la reunión del
Congreso, fueron los elementos de
juicio con que contaron los
constituyentes para la redacción de la
carta fundamental. El texto consagró
el
sistema
representativo,
republicano y federal de gobierno; se
creó un poder ejecutivo fuerte, pero
se
aseguraron los
derechos
individuales,
las
autonomías
provinciales y, sobre todo, se
garantizaron la libre navegación de
ríos y la distribución de las rentas
nacionales. El 1° de mayo de 1853
fue firmada la constitución y, por
decreto de Urquiza, fue jurada el 9
de julio por todas las provincias
excepto la de Buenos Aires.
Este hecho consumó la secesión.
La Confederación por una parte y el
Estado de Buenos Aires por otra
comenzaron a organizar su vida
institucional. En abril de 1854 se dio
este último su propia constitución
que, por insistencia de Mitre,
consignaba la preexistencia de la
nación.
Por
su parte,
la
Confederación estableció su capital
en Paraná y eligió presidente a
Urquiza; poco a poco comenzó a
organizarse
la
administración
nacional y se acentuó la distancia
entre dos gobiernos. Sin embargo, las
circunstancias
económicas
los
obligaron a aceptar el acuerdo o la
guerra, sin poder desentenderse el
uno de la otra.
La lucha adquirió caracteres de
guerra económica. La Confederación
tuvo que crear toda la armazón
institucional del Estado. Buenos
Aires, en cambio, mantenía su
antigua organización administrativa y
la crecida recaudación de su aduana.
En 1857, con el viaje de la
locomotora Porteña entre la estación
del Parque y la de Flores, quedó
inaugurado el Ferrocarril del Oeste.
Ese año llegaban al mercado de
Constitución 350.000 arrobas de
lana, que se exportaban a favor de
una
política
librecambista
resueltamente sostenida por el
gobierno de Buenos Aires, que había
permitido
establecer
líneas
marítimas regulares con Europa.
Numerosos periódicos se publicaban
en la ciudad La Reforma Pacífica,
La Tribuna, El Nacional, este último
fundado por Vélez Sarsfield.
La Confederación, en cambio,
sufría las consecuencias de la falta
de recursos y del crecimiento de las
necesidades. El gobierno hizo
diversos esfuerzos para modificar
esa situación. Tratados comerciales
con los Estados Unidos, Francia,
Inglaterra y Brasil establecieron
privilegios para la importación y la
exportación. El desarrollo de la
producción
lanera
fue
muy
estimulado y se favorecieron la
inmigración y la colonización. En
1853 comenzaron a fundarse colonias
agrícolas; empresarios audaces como
Augusto
Brougnes,
Aarón
Castellanos o Carlos Besk Bernard
promovieron su establecimiento
atrayendo familias europeas; así
surgieron las colonias de Esperanza,
San José, San Jerónimo, San Carlos.
Los cereales comenzaban a
producirse con cierta intensidad y se
anunciaba
una
transformación
importante en la sociedad y en la
economía de la zona litoral, cuya
puerta de entrada y de salida debía
ser Rosario. Pero los resultados eran
lentos y no solucionaban los
problemas financieros de la
Confederación. Fue necesario acudir
al Brasil en demanda de ayuda,
aprovechando la vinculación de la
economía litoral con el banco
brasileño de Mauá. Pero entre tanto
el gobierno de la Confederación, que
desarrollaba la enseñanza primaria,
nacionalizaba la Universidad de
Córdoba y promovía estudios
científicos de interés nacional,
alcanzaba la certidumbre de que
ningún arbitrio resolvería los
problemas urgentes mientras no se
hallara una solución para la cuestión
fundamental de la secesión porteña.
En el conjunto de los problemas
que acarreaba la crisis, no era el
menor el de las relaciones con las
poblaciones indígenas. El vasto
imperio de las pampas que había
creado el cacique Cafulcurá hacia
1835 —y con el que Rosas mantuvo
relaciones estables— empezó a
agitarse al día siguiente de Caseros y
comenzó a agredir las fronteras. Las
regiones de Azul y Olavarría y los
confines de las provincias cuyanas,
de Córdoba y de Santa Fe se vieron
hostigados por los malones. Hombres
y ganado eran arreados hacia las
Salinas Grandes, donde tenían su
centro las poblaciones indígenas, y
luego
comenzaban
vastas
operaciones de venta y trueque en las
que se complicaban arriesgados
pulperos de las zonas limítrofes que
obtenían con ellas pingües ganancias.
Pero la ofensiva no tuvo la misma
intensidad en las dos áreas en que se
dividía el país. Más allegados a
Urquiza que a Buenos Aires, los
indios jaqueaban al Estado rebelde
con
la
tolerancia
de
la
Confederación. Varias veces las
tropas bonaerenses mandadas por
Mitre, por Hornos o por Granada
fracasaron frente a las huestes
araucanas mientras en las fronteras
de la Confederación recibían
disimulado apoyo del coronel
Baigorria, a quien Urquiza había
encomendado las relaciones con los
indígenas. Bahía Blanca, Azul,
Veinticinco de Mayo, Chacabuco,
Rojas, Pergamino, La Carlota, Río
Cuarto, San Luis y San Rafael
constituían los puntos de la línea de
fortines, estable en el área de la
Confederación y móvil en el área del
Estado de Buenos Aires. Mientras se
intentaba acentuar la colonización y
acrecentar
la
producción
agropecuaria con el estímulo de la
producción lanera, la permanente
amenaza de los indios desalentaba a
los pobladores y limitaba la
expansión de la riqueza.
La creciente tensión entre los dos
Estados desembocó en una abierta
guerra económica. La Confederación
resolvió en 1856 establecer los que
se
llamaron
«Derechos
diferenciales» para las mercaderías
que llegaban a su territorio,
directamente y las que habían pasado
por Buenos Aires; estas últimas
debían pagar un impuesto más alto,
conque se suponía que se desviaría
el tráfico hacia el puerto de Rosario
y otros puertos menores de la
Confederación. Era una provocación,
sin duda, desencadenada por la crisis
rentística que sufría el gobierno de
Paraná y por el secreto propósito de
llegar finalmente a la guerra si la
situación no se resolvía de otro
modo.
Buenos
Aires
reaccionó
vivamente. En 1857 fue designado
gobernador Alsina, de quien no
podía esperarse ningún paso
conciliatorio, y poco después quedó
prohibido el pasaje en tránsito hacia
el Puerto de Buenos Aires de los
productos de la Confederación. Era
la guerra económica, pero en tales
términos que podía preverse que no
se mantendría mucho tiempo dentro
de esos límites. Un conflicto político
suscitado en San Juan precipitó los
acontecimientos y los dos Estados
movilizaron sus tropas. Buenos Aires
declaró la guerra y encargó a Mitre
el mando de sus fuerzas, en tanto que
una escuadrilla procuraba impedir el
cruce por el Paraná de las fuerzas de
la Confederación. Pero la operación
fracasó. Urquiza avanzó sobre
Buenos Aires y los dos ejércitos se
encontraron el 23 de octubre de 1859
en Cepeda, donde Mitre quedó
derrotado.
Pocos días después Urquiza
estableció su campamento en San
José de Flores. Era evidente el deseo
unánime de encontrar una solución, y
la favoreció la gestión de Francisco
Solano López, hijo del presidente del
Paraguay, que se había ofrecido
como mediador. El 11 de noviembre
se firmó el pacto de unión entre
Buenos Aires y la Confederación,
por el que la primera se declaraba
parte integrante de la nación y
aceptaba en principio la Constitución
de 1853. Una convención provincial
y otra nacional debían ajustar los
términos de la carta a las nuevas
condiciones creadas; pero entre tanto
la aduana de Buenos Aires quedaba
dentro de la jurisdicción nacional.
Aunque con algunos rozamientos,
el pacto comenzó a cumplirse. En
señal de buena voluntad Urquiza
visitó Buenos Aires y Mitre retribuyó
la visita. Y el 21 de octubre de 1860
la provincia de Buenos Aires juró la
Constitución Nacional: sólo faltaba
establecer el gobierno de la nación.
Inesperadamente
un
nuevo
conflicto suscitado en San Juan
desencadenó otro choque. Una ley de
la legislatura bonaerense declaró
entonces nulo el Pacto de San José
de Flores y la Confederación
respondió interviniendo la provincia
de Buenos Aires.
Ésta resistió. Un ejército
mandado por Mitre se instaló en la
frontera provincial que tantas veces
había
contemplado
este
enfrentamiento fratricida. Esta vez,
Urquiza, jefe de las fuerzas de la
Confederación, quedó derrotado en
Pavón el 17 de septiembre de 1861.
Triunfante Buenos Aires y disueltos
los poderes nacionales, Mitre asumió
interinamente el gobierno de la
Confederación y llamó a elecciones
de diputados al congreso, que debía
reunirse en Buenos Aires, donde
Mitre había fijado la capital de la
República. El 5 de octubre de 1862
fue elegido Mitre presidente de la
Nación y el día 12 asumió el cargo.
La unidad nacional quedaba
consumada.
Capítulo IX
LA R EPÚBLICA:
ESTABILIZACIÓN POLÍTICA Y
CAMBIO ECONÓMICO-SOCIAL
(1862-1880)
Entre 1862 y 1880 transcurre el
periodo clave de la historia
argentina. Tres personalidades
disímiles se sucedieron en el
ejercicio de la presidencia: Mitre de
1862 a 1868, Sarmiento de 1868 a
1874 y Avellaneda de 1874 a 1880.
Acaso eran distintos los intereses y
las ideas que representaban: distintos
eran también sus temperamentos;
pero tuvieron objetivos comunes y
análoga tenacidad para alcanzarlos:
por eso triunfó la política nacional
que proyectaron, cuyos rasgos
conformarían la vida del país durante
muchas décadas.
Lo más visible de su obra fue el
afianzamiento del orden institucional
de la república unificada. Pero su
labor
fundamental
fue
el
desencadenamiento de un cambio
profundo en la estructura social y
económica de la nación. Por su
esfuerzo, y por el de los que
compartieron con ellos el poder,
surgió en poco tiempo un país
distinto en el que contrastaría la
creciente estabilidad política con la
creciente inestabilidad social. A ese
esfuerzo se debe el fin de la
Argentina criolla.
Como antes Urquiza, Mitre
emprendió la tarea de organizar
desde la base el Estado nacional,
problema entonces más complejo que
en 1854. Se requería un enfoque
nuevo para sacar a las provincias del
mutuo aislamiento en que vivían y
para
delimitar,
dentro
del
federalismo, la jurisdicción del
Estado nacional. Esa tarea consumió
ingentes esfuerzos y fue continuada
por Sarmiento y Avellaneda,
acompañándolos en su labor una
minoría culta y responsable, que
había hecho su experiencia política
en la época de Rosas y en los duros
años del enfrentamiento entre Buenos
Aires y la Confederación. Desde los
ministerios,
las
bancas
parlamentarias, las magistraturas y
los altos cargos administrativos, un
conjunto coherente de ciudadanos
desplegó un mismo afán orientado
hacia los mismos objetivos.
La cuestión más espinosa era la
de las relaciones del gobierno
nacional con el de la provincia de
Buenos Aires, del que aquél era
huésped, y con el que hubo que
ajustar prudentemente innumerables
problemas. Pero no fue menos grave
la del establecimiento de la
jurisdicción nacional frente a los
poderes provinciales. Además, las
relaciones entre las provincias
ocasionaron delicados problemas,
empezando por el de los límites entre
ellas. Los caminos interprovinciales,
las mensajerías, los correos y los
telégrafos requirieron cuidadosos
acuerdos. Fue necesario suprimir las
fuerzas militares provinciales y
reorganizar el ejército nacional.
Hubo que ordenar la hacienda
pública, la administración y la
justicia federal. Fue necesario
redactar los códigos, impulsar la
educación popular, hacer el primer
censo nacional y vigilar el cuidado
de la salud pública. Todo ello
cristalizó en un sistema de leyes y en
un
conjunto
de
decretos
cuidadosamente elaborados en
parlamentos celosos de su deber y de
su independencia. Hubo discrepancia
pero
en
lo
fundamental,
predominaron las coincidencias
porque el cuadro de la minoría que
detentaba el poder era sumamente
homogéneo: una burguesía de
estancieros que alternaban con
hombres de profesiones liberales
generalmente salidos de su seno, con
análogas experiencias, con ideas
coincidentes sobre los problemas
fundamentales del país, y también
con análogos intereses privados.
Hubo, sin embargo, graves
enfrentamientos políticos en relación
con los problemas que esperaban
solución. Triunfante en Pavón, Mitre
representó a los ojos de los caudillos
provincianos una nueva victoria de
Buenos Aires; y aunque sanjuanino,
Sarmiento ofrecía análoga fisonomía.
Para los hombres del interior, el
acuerdo entre Urquiza y los porteños
fue una alianza entre las regiones
privilegiadas del país y poseedoras
de la llave de las comunicaciones.
Contra ella el caudillo riojano Ángel
Peñaloza, el «Chacho», encabezó la
última insurrección de las provincias
mediterráneas, pero las fuerzas
nacionales lo derrotaron a fines de
1863. Igual suerte cupo a los
federales de Entre Ríos encabezados
por López Jordán cuando se
sublevaron contra Urquiza y lo
asesinaron en 1870.
Pero no fueron éstas las únicas
preocupaciones internas. Una vasta
región del país estaba de hecho al
margen de la autoridad del Estado y
bajo el poder de los caciques
indígenas que desafiaban a las
fuerzas nacionales y trataban con
ellas de esa manera singular que
describió Lucio Mansilla en Una
excursión a los indios ranqueles. En
1876, Adolfo Alsina, ministro de
guerra de Avellaneda, intentó
contener los malones ordenando
cavar una inmensa zanja que se
extendía desde Bahía Blanca hasta el
sur de la provincia de Córdoba. Pero
fue inútil. Sólo la utilización del
moderno fusil permitió al general
Roca, sucesor de Alsina en el
ministerio, preparar una ofensiva
definitiva. En 1879 encabezó una
expedición al desierto y alejó a los
indígenas más allá del río Negro,
persiguiéndolos luego sus fuerzas
hasta la Patagonia para aniquilar su
poder ofensivo. La soberanía
nacional se extendió sobre el vasto
territorio y pudieron habilitarse dos
mil leguas para la producción
ganadera, con lo que se dio
satisfacción a los productores de
ovejas que reclamaban nuevos suelos
para sus majadas.
Entre tanto, la provincia de
Buenos Aires procuraba defender su
posición dentro de la nación
unificada. Bajo la presidencia de
Mitre —un porteño—, Buenos Aires
tuvo la sensación de que, aun
obligada a conceder las rentas de su
aduana, volvía a triunfar en la lucha
por el poder. Pero la firme política
nacionalista del presidente se opuso
resueltamente a ese triunfo. Estaba en
pie el problema de la residencia del
gobierno nacional, que Mitre
aspiraba a fijar en la provincia de
Buenos Aires, pero al precio de
federalizarla como había pretendido
Rivadavia. La situación se hizo muy
tensa en vísperas de las elecciones
de 1868, porque las provincias
apoyaron a Sarmiento contra el
candidato mitrista y solo consintieron
en incorporar a la fórmula al jefe del
autonomismo
porteño,
Adolfo
Alsina, en calidad de vicepresidente
Cuando seis años más tarde volvió a
plantearse la cuestión presidencial,
las
oligarquías
provincianas,
apoyadas por Sarmiento, se
opusieron a la candidatura de Mitre y
propusieron
el
nombre
de
Avellaneda, a quien, por un acuerdo,
acompañó otra vez en la fórmula un
autonomista bonaerense, Mariano
Acosta. Mitre advirtió entonces que
las
oligarquías
provincianas
progresaban en la conquista del
poder más rápidamente de lo que él
esperaba, y se rebeló contra el
gobierno
desencadenando
una
revolución en 1874. El movimiento
porteño fue vencido y Nicolás
Avellaneda, tucumano y partidario
decidido de la federalización de
Buenos Aire subió a la presidencia.
Cuando a su vez, concluía su
mandato en 1880, adoptó la
resolución de poner fin al problema
de la capital de la República al
tiempo que ofrecía su apoyo a la
candidatura provinciana del general
Roca contra la del gobernador de
Buenos Aires, Carlos Tejedor. Las
fuerzas en conflicto se prepararon
para la lucha y poco después estalló
la revolución. Pero la Guardia
Nacional bonaerense, que Tejedor
había preparado pacientemente para
este choque que juzgaba definitivo,
cayó derrotada por el ejército
nacional en junio de 1880. Poco
después, el 20 de septiembre, una ley
del Congreso Nacional convirtió a la
ciudad de Buenos Aires en la capital
federal de la República.
Con ese paso quedaba cerrado un
ciclo de la vida argentina, que había
girado alrededor de las relaciones
entre el puerto de Buenos Aires y el
país. Cuando comenzaron a declinar
las posibilidades de la industria del
saladero, los ganaderos progresistas
que aspiraban a llegar al mercado
europeo con productos capaces de
competir en él procuraron controlar
la política aduanera de la Nación.
Por su parte, y aunque menos
influyentes,
algunos
sectores
interesados en el desarrollo
industrial perseguían el mismo fin
para proteger el desarrollo de las
manufacturas. Y, entre tanto, agitaba
a la opinión del interior del país el
problema de la distribución de las
rentas nacionales. Según los
intereses y las opiniones el país
seguía dividido en tres áreas
claramente diferenciadas: Buenos
Aires, las provincias litorales y las
provincias interiores, y a esta
división correspondía el juego de los
grupos
políticos
desde
la
independencia y más acentuadamente
desde 1852.
Dos grandes partidos se
enfrentaban, en principio, desde esa
última fecha: el Partido Federal, que
agrupaba
a
las
oligarquías
provincianas y presidía Urquiza, y el
Partido Liberal, que encabezaban los
antiguos emigrados y predominaba en
Buenos Aires. El primero era
unánime en cuanto a sus principios
políticos y económicos: federalismo,
libre navegación de los ríos y
nacionalización de las rentas
aduaneras. El segundo, en cambio, se
dividió en Buenos Aires entre los
autonomistas
—que
encabezó
Valentín Alsina y reivindicaban su
aduana para su provincia— y los
nacionalistas, que encabezó Mitre y
consentían en la nacionalización de
los privilegios económicos de
Buenos Aires.
Unificada la República, los
partidos pactaron: autonomistas
porteños acompañaron a Sarmiento y
a Avellaneda, impuestos por las
mayorías provincianas. La ventaja
era cada vez mayor para el Partido
Federal, informe por cierto, pero en
marcha hacia la organización que
alcanzaría más tarde con el nombre
de Partido Nacional. A sus manos
iría a parar el destino de la
República y en sus filas se fueron
agrupando con distinto grado de
entusiasmo todas las minorías,
porteñas o provincianas, que
aspiraban al poder. Sólo pequeños
grupos disidentes lo enfrentaron, a
los que resistió mientras no se
hicieron visibles otros problemas
inéditos en la política del país.
La Argentina comenzaba a mirar
resueltamente hacia el exterior. Los
compromisos contraídos en vísperas
de Caseros y los intereses
internacionales en la cuenca del Plata
condujeron al país a la guerra con el
Paraguay. La Argentina, el Uruguay y
el Brasil combatieron contra el
mariscal Francisco Solano López
desde 1865 hasta 1870 y lo
derrotaron en una contienda que en la
Argentina fue muy impopular. Hecha
la paz, la Argentina declaró que «la
victoria no da derechos». Por lo
demás, sus intereses se volvían cada
vez más decididamente hacia Europa,
donde las transformaciones técnicas
y sociales estaban creando nuevas y
promisorias oportunidades para los
productores argentinos.
Mientras decrecía la demanda de
carnes saladas en los países
esclavistas, aumentaba la de lana y
cereales
en
los
países
industrializados, que desarrollaban
una vigorosa industria textil y
preferían dedicar sus majadas a la
alimentación de los densos núcleos
urbanos que el desarrollo industrial
contribuía a concentrar. Lana y
cereales fueron, pues, los productos
que pareció necesario producir. Poco
a poco fue venciéndose la resistencia
de los saladeristas, debilitados por
la competencia de ganaderos más
progresistas —ingleses muchos de
ellos— que habían comenzado a
cruzar sus vacunos y sus lanares con
reproductores de raza importados de
Europa y a cercar sus campos para
asegurar la cría y la selección.
Ahora, unificada la nación, la
economía
del
país
adoptó
decididamente esa orientación que
ofrecía
extraordinarias
posibilidades.
Pero este cambio de orientación
suponía considerables dificultades.
Se basaba en una teoría sobre la vida
del país sobre el papel que la
economía desempeñaba en ella; la
habían elaborado cuidadosamente los
emigrados: Alberdi, preocupado por
el problema de la riqueza y que había
expuesto sus ideas en su estudio
sobre
el Sistema económico y
rentístico de la Confederación
Argentina, Sarmiento, atento a las
formas de la vida social y que había
desarrollado su pensamiento en el
Facundo. Cuando llegaron al poder y
durante los dieciocho años que
transcurren desde 1862 hasta 1880,
pusieron esa teoría en acción para
sustituir la tradicional estructura
económico-social del país por una
distinta que asegurara otro destino a
la nación. Así desencadenaron una
revolución
fundamental,
precisamente cuando ponían fin al
ciclo de las revoluciones políticas.
El paso más audaz en la
promoción del cambio económico
social fue la apertura del país a la
inmigración. Hasta 1862 el gobierno
de la Confederación había realizado
algunos experimentos con colonos a
los que aseguraba tierras. Desde esa
fecha, en cambio, la República
comenzó a atraer inmigrantes a los
que se les ofrecían facilidades para
su incorporación al país, pero sin
garantizarles la posesión de la tierra:
así lo estableció taxativamente la ley
de colonización de 1876, que
reflejaba la situación del Estado
frente a la tierra pública, entregada
sistemáticamente
a
grandes
poseedores. La consecuencia fue que
los inmigrantes que aceptaron venir
se reclutaron en regiones de bajo
nivel de vida —especialmente en
España o Italia— y de escaso nivel
técnico. Esta circunstancia, unida a la
magnitud
de
la
corriente
inmigratoria, caracterizó el impacto
que la inmigración produjo ya en los
dieciocho años anteriores a 1880.
Los inmigrantes tenían escasas
posibilidades de transformarse en
propietarios y se ofrecieron como
mano de obra, en algunos casos
yendo y viniendo a su país de origen.
El saldo inmigratorio fue de 76.000
inmigrantes en la década de 1860 a
1870 y de 85.000 en la década de
1870 a 1880. Pero desde el primer
momento la distribución tuvo una
tendencia definida y la corriente
inmigratoria se fijó preferentemente
en la zona litoral y en las grandes
ciudades. Sólo pequeños grupos se
trasladaron al centro y al oeste del
país y más pequeños aún a la
Patagonia, donde aparecieron en
1865 las colonias galesas de Chubut,
y más tarde los grupos de
productores de ovejas de Santa Cruz.
En cambio Buenos Aires, que
contaba con 150.000 habitantes en
1865 pasó a tener 230.000 en 1875.
Así
comenzó
a
acentuarse
intensamente la diferenciación entre
el interior del país y la zona litoral,
antes contrapuestas por sus recursos
económicos y ahora también por sus
peculiaridades demográficas y
sociales.
Las consecuencias de esa política
fueron previstas en alguna medida,
pero sus resultados sobrepasaron
todas las previsiones. La agrupación
de las colectividades insinuaba la
formación de grupos marginales,
ajenos a los intereses tradicionales
del país y orientados exclusivamente
hacia la solución de los problemas
individuales
derivados
del
trasplante. El «gringo» adoptó un
comportamiento económico que
contrastó con la actitud del criollo, y
José
Hernández
recogió
el
resentimiento de los grupos nativos
frente a la invasión extranjera en su
poema gauchesco Martín Fierro,
publicado en 1872. El Estado no
buscó el camino que podía resolver
el naciente problema, que era el de
transformar a los inmigrantes en
poseedores de la tierra; sólo se
propuso, para asimilar al menos a
sus hijos, un vasto programa de
educación popular.
Tal fue el sentido de las
preocupaciones educacionales del
gobierno nacional, especialmente en
cuanto a la instrucción primaria.
Mitre y su ministro Eduardo Costa
procuraron impulsarla; pero aún se
preocuparon más en contribuir a la
formación de las minorías directoras,
creando institutos de educación
secundaria. En 1863 se fundó el
Colegio Nacional de Buenos Aires,
cuyos estudios fueron orientados y
dirigidos por Amadeo Jacques; y al
año siguiente se dispuso la creación
de institutos análogos en Catamarca,
Tucumán, Mendoza, San Juan y Salta.
La obsesión de Sarmiento, en
cambio, fue alfabetizar a las clases
populares, «educar al soberano»,
hacer de la escuela pública un crisol
donde se fundieran los diversos
ingredientes de la población del país,
sometida a intensos cambios y a
diversas influencias. Era promover
un cambio dentro del cambio. Para
alcanzar ese objetivo fundó
innumerables escuelas dentro de la
jurisdicción nacional y propició en
1869 una ley que otorgaba
subvenciones a las provincias para
que las crearan en las suyas. Un
censo escolar que Sarmiento ordenó
realizar mostró la existencia de un
80% de analfabetos en el país, y sus
resultados predispusieron los ánimos
para la vasta obra de educación
popular que emprendió. La fundación
de la Escuela Normal de Paraná en
1870 y la creación de bibliotecas
públicas completó su labor. Entre
tanto, la Universidad de Buenos
Aires
demostraba
nuevas
preocupaciones.
Juan
María
Gutiérrez, Vicente Fidel López y
Manuel Quintana ejercieron por
entonces su rectorado, y durante el
largo período en que lo desempeñó
el primero fue creado el
departamento de ciencias exactas en
1865; de allí salieron los primeros
ingenieros
que
habrían
de
incorporarse poco después a los
trabajos que el país requería para su
transformación.
Pero pese al vigor del plan
educacional, no podía esperarse de
él que contuviera las inevitables
consecuencias de la política estatal
con respecto a la tierra y a la
inmigración. Hubo un crecimiento
acelerado de la riqueza, pero ésta se
concentró en pocas manos. Los
estancieros que tan fácilmente habían
logrado grandes extensiones de tierra
se volcaban a la producción
intensiva de la lana que requería el
mercado europeo. El proceso de
intensificación de la de ovinos había
comenzado en 1860, y cinco años
después la Argentina ocupaba un
lugar privilegiado entre los
exportadores de lana. Sesenta
millones de ovinos, distribuidos en
campos
que
comenzaban
a
alambrarse
aceleradamente
aseguraban una fructífera corriente
de intercambio con puertos de
Europa. Francia y Bélgica eran las
principales consumidoras de esa
producción; pero el saldo favorable
que esas exportaciones dejaban se
invertía
preferentemente
en
productos manufacturados ingleses.
El comercio exterior, que en 1861
tenía un volumen total de 37 millones
pesos, ascendió a 104 millones en
1880, sin que todavía hubiera
alcanzado a tener sino escasísima
importancia en exportación de
cereales, cuya producción apenas
comenzaba a sobrepasar el nivel de
autoabastecimiento de harina.
La
política
librecambista
predominaba, en perjuicio de las
actividades manufactureras. Pese a
los esfuerzos de Sarmiento para
estimular las extracciones mineras y
en especial la del carbón, los
resultados fueron escasos. Una
fábrica que pretendió instalarse en
1873 para producir tejidos de lana
debió cerrar al poco tiempo ante la
imposibilidad de competir con los
artículos importados. Sólo la
explotación ferroviaria y los talleres
de imprenta alcanzaron cierto grado
de organización industrial. Desde
1857 existía una organización
obrera: la Sociedad Tipográfica
Bonaerense exclusivamente de ayuda
mutua; pero en 1878 se constituyó la
Unión
Tipográfica
como
organización gremial para luchar por
la disminución de los horarios de
trabajo a aumento de los salarios.
Ese mismo año se declaró la primera
huelga obrera, gracias a la cual se
fijó una jornada diez horas en
invierno y doce en verano. Pero la
industria no tenía perspectivas. En la
exposición industrial de Córdoba que
se realizó en 1871, Sarmiento señaló,
al inaugurarla, la ausencia casi total
de otras manufacturas que no fueran
las tradicionales. Y a pesar de que en
1876 se intentó establecer algunas
tarifas proteccionistas, el mercado de
productos manufacturados siguió
dominado por los importadores, con
lo que se acentuaba el carácter
comercial y casi parasitario de los
centros urbanos que crecían con la
inmigración.
En cambio, la construcción de los
ferrocarriles creó una importante
fuente de trabajo para los inmigrantes
y desencadenó un cambio radical en
la economía del país. Durante los
dieciocho años que preceden a 1880
se construyeron 2516 kilómetros de
vías férreas. Tres compañías
argentinas —una privada y dos
estatales— y siete compañías de
capital extranjero hicieron las obras.
El Ferrocarril del Oeste llegó por
entonces hasta Bragado y Lobos; el
Central Córdoba unió Rosario con
Córdoba en 1876; y el Andino se
desprendió de esa línea para
dirigirse hacia el oeste. Esas
compañías eran de capital nacional.
Las de capital extranjero unieron a
Buenos Aires con Azul y Ayacucho
—una de ellas, el Sur— otra a
Rosario con Córdoba— el Central
Argentina— y otras unieron
distancias menores en las provincias
de Buenos Aires y Entre Ríos. Eran
empresas
de
capital
inglés
preferentemente y realizaron un
pingue negocio, porque recibieron
tan vastas extensiones de campo a los
costados de sus vías que agregaron a
la explotación ferroviaria el negocio
de venta de tierras. Eran éstas las
que más se valorizaban por la acción
del ferrocarril, y así nació un nuevo
motivo de especulación que fue
nuevo obstáculo para la política
colonizadora.
Buenos Aires fue la principal
beneficiaria del nuevo desarrollo
económico. La ciudad se europeizó
en sus gustos y en sus modas. El
teatro Colón, entonces frente a la
plaza de Mayo, constituía el centro
de la actividad social de una minoría
rica que comenzaba a viajar
frecuentemente a París. Federalizada
en 1880, pese a la oposición de los
autonomistas
encabezados
por
Leandro N. Alem, Buenos Aires
siguió siendo el mayor emporio de
riqueza de la nación. Cosmopolita su
población,
renovadora
su
arquitectura, cultas sus minorías y
activo su puerto, la Capital ponía de
manifiesto todos los rasgos del
cambio que se operaba en el país.
Cuarta parte
LA ERA ALUVIAL
Los primeros pasos de la
transformación económico-social del
país, dados en las tres décadas que
siguieron a Caseros, comprometieron
su desarrollo futuro. Los tres grupos
poseedores se enriquecían y, al
mismo tiempo, parecían abrirse
amplias perspectivas para los
hombres de trabajo capaces de
iniciativa y sacrificio. Y no sólo para
los nativos. En Europa, los que se
habían empobrecido a causa del
desarrollo industrial y de la falta de
tierras, comenzaron a mirar hacia la
Argentina vislumbrando en ella una
esperanza, y gruesos contingentes de
inmigrantes llegaron al país cada año
para incorporarse a la carrera de la
prosperidad. A falta de una política
colonizadora, se distribuyeron según
sus inclinaciones. El resultado fue
que la antigua diferencia entre las
regiones interiores y las regiones
litorales se acentuó cada vez más,
definiéndose dos Argentinas, criolla
una y cosmopolita la otra. En esta
última se poblaron los campos de
chacareros, pero sobre todo
crecieron las ciudades, a las que los
nuevos y los antiguos ricos dotaron
de los signos de la civilización vista
en el espejo de París: anchas
avenidas, teatros, monumentos,
hermosos jardines y barrios
aristocráticos donde no faltaban
suntuosas residencias.
Pero la riqueza no se distribuyó
equitativamente. Con el mismo
esfuerzo de los que prosperaron,
otros envejecieron en los duros
trabajos del campo sin llegar a
adquirir un pedazo de tierra o se
incorporaron a los grupos marginales
de las ciudades para arrastrar su
fracaso. La sociedad argentina, por
la diversidad de sus elementos,
comenzó a parecer un aluvión
alimentado por torrentes diversos,
que mezclaban sus aguas sin saber
hacia qué cauce se dirigían.
Florencio Sánchez —el autor de La
Gringa y de M'hijo el dotor—
llevaba al teatro el drama de los
triunfos y los fracasos de aquéllos a
quienes el aluvión arrastraba; y en La
restauración nacionalista Ricardo
Rojas, al celebrarse el centenario de
la Independencia, describía no sin
angustia, el cuadro de una sociedad
que parecía hallarse en disolución.
A medida que se constituía ese
impreciso sector de inmigrantes y de
hijos de inmigrantes, la clase
dirigente criolla comenzó a
considerarse como una aristocracia,
a hablar de su estirpe y a acrecentar
los privilegios que la prosperidad le
otorgaba sin mucho esfuerzo.
Despreció al humilde inmigrante que
venía de los países pobres de
Europa, precisamente cuando se
sometía sin vacilaciones a la
influencia de los países europeos
más ricos y orgullosos. De ellos
aprendió las reglas de la high life, la
preferencia por los poetas franceses
y la admiración por el impecable
corte inglés de la solemne levita que
acreditaba su posición social. Y de
ellos recibió también cierto
repertorio de ideas sobre la
economía y la política que los
ministros y los parlamentarios
expusieron
brillantemente
en
memorables
discursos
que
recordaban los de Gladstone o de
Ferry. Era una imitación inevitable,
porque la Argentina se había
incorporado definitivamente al
ámbito de la economía europea, cuya
expansión requería nuestras materias
primas y nos imponía sus
manufacturas. Pero como Europa
ofrecía también el contingente
humano de sus excedentes de
población, las clases medias y hasta
las clases populares comenzaron a
caracterizarse por nuevas costumbres
y nuevas ideas que desalojaban la
tradición nativa.
También fue inevitable que el
país sufriera las consecuencias de
los conflictos económicos y políticos
en que se sumió Europa. Gran
Bretaña invirtió grandes capitales y
considero que, automáticamente,
nuestros mercados le pertenecían, no
vacilando en exigir, con tanta
elegancia como energía, que se
mantuviera
fielmente
esa
dependencia. La Argentina fue
neutral en las dos grandes contiendas
europeas, y gracias a ello abundaron
las provisiones en los países aliados.
Mientras hubo guerra surgió en el
país una industria de reemplazo, pero
al llegar la paz, los países que lo
proveían de manufacturas trabajaron
por recuperar sus mercados,
ocasionándose entonces graves
trastornos económicos y sociales. Y
la Argentina pagó el tributo de
fuertes conmociones internas que no
sólo reflejaban su propia crisis, sino
también la de los países europeos.
Sólo después de esas duras
experiencias comenzó a advertirse
que el país tenía vastos recursos que
abrían nuevas posibilidades: el
petróleo, las minas de carbón y de
hierro, las viejas industrias del vino,
del azúcar y de los tejidos y otras
nuevas
que
comenzaban
a
desenvolverse. Los empresarios
descubrieron
las
excelentes
condiciones del obrero industrial
argentino y las universidades
comenzaron a ofrecer técnicos bien
preparados. Todo favorecía un nuevo
cambio, excepto la dura resistencia
de las estructuras tradicionales, tanto
económicas como ideológicas.
Conservadorismo y radicalismo
fueron la expresión de la actitud
política de los dos grupos
fundamentales del país: el primero
representó a los poseedores de la
tierra y el segundo a las clases
medias en ascenso, deseosas de
ingresar a los círculos de poder y a
las satisfacciones de la prosperidad.
El socialismo aglutinó a los obreros
de las ciudades y, en ocasiones,
atrajo a una pequeña clase media
ilustrada. Pero las masas criollas que
se desplazaron del interior hacia el
litoral en busca de trabajo y de altos
jornales, crearon una nueva
posibilidad política que convulsionó
el orden tradicional.
El país conoció otras opciones:
entre católicos y liberales, entre
partidarios de los aliados y
partidarios del eje Roma-Berlín,
entre simpatizantes de los Estados
Unidos y adversarios de su influencia
en la América latina. Esas opciones
provocaron conflictos que, en parte,
contribuyeron a esclarecer las
opiniones.
En ochenta años se constituyeron
y
organizaron
universidades,
academias y sociedades científicas
que estimularon la investigación y el
saber. El país ha tenido filósofos
profundos como José Ingenieros,
Alejandro Korn y Francisco Romero;
investigadores científicos como
Florentino Ameghino, Miguel Lillo y
Bernardo Houssay; pintores y
escultores ilustres como Martín
Malharro, Rogelio Yrurtia, Lino
Spilimbergo y Miguel Victorica;
escritores insignes como Leopoldo
Lugones, Roberto Payró, Enrique
Banchs, Ezequiel Martínez Estrada y
Jorge Luis Borges. En el seno de una
sociedad heterogénea y entre el
fragor de la lucha entre los opuestos,
se hace poco a poco una Argentina
que
busca
su ordenamiento
económico social y una fisonomía
que exprese su espíritu.
Capítulo X
LA R EPÚBLICA LIBERAL
(1880-1916)
Desde que Julio A. Roca llegó al
poder en 1880 las minorías
dominantes dieron por terminadas
sus rencillas internas y aceptaron el
plan que el presidente consignó en
dos
palabras:
«Paz
y
administración». De acuerdo con él
evitaron los conflictos políticos
mediante prudentes arreglos y se
dedicaron a promover la riqueza
pública y privada. Las ocasiones
fueron tantas que desataron en
muchos una inmoderada codicia y
muy pronto las minorías adquirieron
el aire de una oligarquía preocupada
tan sólo por sus intereses y
privilegios.
A medida que se hibridaba la
población del país con los aportes
inmigratorios,
la
oligarquía
estrechaba sus filas. El censo de
1895 acusó un 25% de extranjeros y
el de 1914 un 30%; de ellos, la
inmensa mayoría eran los inmigrantes
de los últimos tiempos que llegaban
en gruesos contingentes: más de
1.000.000 en el decenio 1880-1890,
800.000 en el decenio siguiente y
1.200,000 sólo en los cinco años
anteriores a 1910. En esta situación
celebraría el país el centenario de su
independencia. La oligarquía se
sentía patricia —aun sin serlo
demasiado— frente a esta masa
heterogénea que se iba constituyendo
a su alrededor, subdividida en
colectividades que procuraban
mantener su lengua y sus costumbres
con escuelas y asociaciones y, en
conjunto, ajena a los viejos
problemas del país excepto en
aquello que lindaba con sus intereses
inmediatos. Ese espectáculo parecía
justificar que la oligarquía se
preocupara por sí misma y cada uno
de sus, por su propia existencia,
desenvuelta en el ámbito de los
clubes aristocráticos y volcada hacia
la política o hacia el goce estético.
Pero mientras ella estrechaba sus
filas el país crecía. De 3.995.000
habitantes que acusaba el censo de
1895 había pasado en 1914 a
7.885.000. Este crecimiento acusaba
ciertos rasgos singularísimos. Las
zonas del Este del país, fértiles
llanuras próximas a los puertos,
acogieron más del 70% del aumento
de la población; Rosario, que apenas
tenía 23.000 habitantes en 1869
alcanzaba a 91.000 en 1895 y a
222.592 en 1914; y Buenos Aires
pasó de 663.000 en 1895 a
1.575.000 en 1914.
Esta transformación demográfica
del país respondía a los intensos
cambios económicos que se habían
producido desde que comenzaron a
refinarse los ganados vacuno y ovino
y a extenderse las áreas de cultivos
de cereales. En 1883 se instalaron
los primeros frigoríficos argentinos,
que al cabo de poco tiempo fueron
sobrepasados por los que se crearon
con
capitales
británicos
y
norteamericanos para servir a las
demandas del mercado inglés. A las
exportaciones de ganado en pie se
agregaron entonces las de carnes
congeladas, cuyo volumen se
intensificó considerablemente en
poco tiempo. Por la misma época la
producción de cereales comenzó a
exceder los niveles del consumo
interno y se pudo empezar a
exportarlos con tal intensidad que, en
el quinquenio comprendido entre
1900 y 1904, las cifras del comercio
exterior revelaron una equivalencia
entre la exportación de productos
ganaderos y de productos agrícolas,
cuando veinte años antes la
ganadería superaba trece veces el
volumen de la agricultura. Este vasto
desarrollo de la producción
agropecuaria se cumplió en las
viejas estancias que se modernizaron
utilizando reproductores de raza,
pero también en las chacras,
generalmente
arrendadas,
que
explotaban agricultores italianos o
españoles en las provincias litorales.
La cría de la oveja, entre tanto,
retrocedía
hacia
las
tierras
recientemente incorporadas a la
producción en los territorios de La
Pampa y Río Negro, donde, como en
el resto del país, se constituyeron
grandes latifundios.
El intenso trajín que se advertía
en los puertos —en Buenos Aires, en
Rosario, en La Plata, todos de aire
cosmopolita—, obligó a emprender
las obras que los capacitara para
soportar su creciente movimiento. En
1890 se inauguraron los trabajos del
puerto de La Plata y de una sección
del de Buenos Aires, quedando
concluido este último siete años
después. Continuó, entre tanto, la
prolongación de la red ferroviaria,
que comenzó a caer dentro del
monopolio de los capitales ingleses
por la deliberada decisión del
gobierno, según el principio de que
sólo las rutas improductivas debían
ser explotadas por el Estado, en tanto
que las productivas debían quedar
libradas al capital privado. Esa
opinión correspondía a la política
económica liberal que defendieron,
sobre todo, Roca y su sucesor Juárez
Celman, en virtud de la cual
convenía a la nación ofrecer a los
inversores extranjeros las más
amplias facilidades con el objeto de
que acudieran a estimular el
desarrollo de las posibilidades
económicas que el país no podía
encarar con sus propios recursos.
Garantizadas las inversiones, los
grupos
financieros
extranjeros
ofrecieron al Estado argentino
sucesivos empréstitos: 12 millones
entre 1880 y 1885, 23 millones entre
1886 y 1890, 34 millones entre 1891
y 1900, y realizaron cuantiosas
inversiones en explotaciones bastante
productivas cuya vigilancia ponía en
manos de los inversores un decisivo
control sobre la vida nacional.
Quedaron en su poder los dos
grandes sistemas industriales de
carácter moderno que se habían
organizado hasta entonces: los
ferrocarriles y los frigoríficos; pero
al mismo tiempo surgieron entre
1880 y 1890, especialmente en
Buenos Aires, otras industrias
menores desarrolladas con capitales
medianos, especialmente en el campo
de las artes gráficas, de la
alimentación, de la construcción y
del vestido. En unas y en otras
comenzaron a crearse condiciones
distintas de las tradicionales para los
obreros asalariados que trabajaban
en ellas. Largas jornadas y, sobre
todo, salarios que disminuían en su
poder adquisitivo a medida que
crecía la inflación provocada por la
crisis financiera que culminó en
1890,
determinaron
el
desencadenamiento de los primeros
conflictos sociales y la aparición de
nuevas e inusitadas tensiones en la
vida argentina.
A través de estos fenómenos
comenzaron a advertirse las primeras
consecuencias del intenso cambio
provocado
por
la
política
económico-social
que
habían
adoptado las minorías dirigentes.
Julio A. Roca, presidente desde 1880
hasta 1886, se propuso acelerar el
proceso, apoyado en la opinión de
las clases tradicionales del país,
cada vez más definidas en sus
tendencias y cada vez más
claramente enfrentadas con la masa
heterogénea que las rodeaba, mezcla
de inmigrantes y de criollos. Los
partidos porteños —el liberal y el
autonomista— quedaron reducidos a
la impotencia frente a la organización
del vasto e informe Partido
Autonomista Nacional, que se
constituyó con las oligarquías
provincianas,
cuya
indiscutida
jefatura asumió el propio Roca, y al
que se fueron incorporando los
grupos que desertaban de los viejos
partidos faltos de perspectivas de
poder. Disminuida con la falta de su
capital tradicional, la provincia de
Buenos Aires perdió buena parte de
su influencia, y desde La Plata,
fundada en 1882 por el gobernador
Dardo Rocha, contemplaba impotente
el predominio de la alianza
provinciana en el gobierno nacional.
Los ingentes gastos fiscales que
demandaba la aceleración del
cambio económico, la construcción
de los puertos, de los ferrocarriles,
de los edificios públicos, alteraron
la estabilidad monetaria del país;
comenzó una incontenible inflación
que, sumada a la arbitrariedad con
que se manejaron los créditos
bancarios y al creciente desarrollo
de la especulación con los valores de
la tierra, provocó una difícil
situación que Roca quiso resolver
con la ley monetaria de 1881. Pero
no por eso cesó la emisión de papel
moneda y la crisis siguió avanzando.
El gobierno, sin embargo, confiaba
en el libre juego de las fuerzas
económicas, de acuerdo con su
doctrina liberal. Precisamente, fue
esa misma doctrina la que inspiró
otras medidas que entrañaron otros
cambios no menos importantes en la
organización del país.
En medio de las mayores
dificultades financieras, el gobierno
resolvió transformar ciertos aspectos
del régimen institucional. Después de
apasionadas polémicas y de
violentos debates parlamentarios, fue
aprobada en 1884 la ley de creación
del Registro Civil, por la cual se
encomendaba al Estado el registro de
las personas, confiado antes a la
institución eclesiástica; la Iglesia y
los sectores católicos se opusieron
enérgicamente, pero la ley fue
sancionada por la nación y adoptada
luego por todas las provincias. Ese
mismo año se enfrentó un problema
de mayor trascendencia aún: el de la
educación popular, que también
originó largas controversias; los
sectores católicos se levantaron
violentamente contra el principio del
laicismo que inspiraba el proyecto
oficial, pero la ley 1420 de
educación obligatoria y gratuita fue
aprobada. No menos trascendental
fue la sanción de la ley proyectada
por Nicolás Avellaneda, que
consagró en 1885 el principio de la
autonomía de las universidades. Y
cuando algunos años más tarde se
estableció el matrimonio civil, quedó
concluido el proceso de renovación
institucional. Pero desde entonces
también quedaron divididas las
clases tradicionales en sectores
ideológicos: liberales por una parte y
católicos por la otra, división que se
proyectaría al cabo de poco tiempo
en las luchas políticas.
Roca mantuvo sin embargo su
autoridad y, sobre todo, el manejo de
los hilos que movían la política
electoral. Para las elecciones de
1886 logró imponer la candidatura
de Miguel Juárez Celman, con quien
estaba estrechamente vinculado y al
que sabía partícipe de sus ideas.
Pero Juárez Celman estaba decidido
a ejercer también él a su turno no
sólo la presidencia de la Nación,
sino también la jefatura del Partido
Autonomista Nacional. Llegado al
poder, exigió el incondicionalismo
de sus partidarios y promovió con
ello la formación de un frente
político
cuyos
miembros
aprovecharon impúdicamente las
difíciles circunstancias del momento
para obtener ventajas con el crédito y
la especulación. El naciente
proletariado industrial comenzaba
por entonces a exigir mejoras y
manifestaba su inquietud a través de
huelgas reiteradas que sacudían la
aparente paz. Eran generalmente
obreros extranjeros quienes las
desencadenaban, y la política
comenzó lentamente a variar de
contenidos gracias a las ideas y al
lenguaje que introdujeron esos
inmigrantes urbanos que habían
adquirido en sus países de origen
cierta preparación revolucionaria. En
las clases tradicionales no se
advirtió respecto de ellos, al
principio, sino indiferencia, o acaso
desprecio,
juzgándolos
desagradecidos
frente
a
la
hospitalidad que les había ofrecido
el país; pero la inquietud obrera
creció hasta transformarse en un
problema inocultable al calor de la
inflación que
provocaba
la
disminución de los salarios reales, y
coincidió con la inquietud de los
grupos políticos que disentían con el
«unicato» presidencial y se
preparaban para abrir el fuego contra
el gobierno.
A principios de 1890 un club
socialista compuesto por obreros
alemanes promovió la formación de
un «comité internacional» para
organizar en Buenos Aires la
celebración del 1° de mayo. El acto
reunió a casi tres mil obreros y en él
se echaron las bases de una
organización de trabajadores que, en
el mes de junio, presentó al Congreso
un petitorio exponiendo las
aspiraciones de los obreros en la
naciente organización industrial del
país. Poco antes, en otro lugar más
céntrico de la capital, los grupos
políticos adversos al juarismo habían
celebrado otro mitín en el que había
quedado fundada la Unión Cívica
bajo la presidencia de Leandro N.
Alem. Era un nuevo partido, ajeno,
por cierto, a las inquietudes que en
esos días manifestaba el incipiente
movimiento obrero, y que encarnaba
las aspiraciones republicanas y
democráticas de un sector de las
clases tradicionales y de los círculos
de clase media que empezaban a
interesarse por la política. Así
nacieron, casi al mismo tiempo, dos
grandes movimientos de distinta
índole, uno que aspiraba a
representar a las clases medias y otro
que quería ser la expresión de la
nueva clase obrera.
La Unión Cívica formó a su
alrededor un fuerte movimiento de
opinión. La inspiraba una juventud
que anhelaba el perfeccionamiento
de las instituciones y que pretendía
alcanzar el poder, venciendo la
resistencia de las minorías que se
consideraban depositarias de los
destinos del país y que resolvían
sobre ellos indistintamente en los
despachos oficiales o en los
elegantes salones del Jockey Club,
fundado en 1882 por Carlos
Pellegrini.
Pero la inspiraba también el
grupo de Mitre, hecho a un lado por
las oligarquías provincianas, y el
grupo católico encabezado por José
Manuel Estrada, hostil al régimen
por la actitud resuelta de Roca y de
Juárez Celman frente a la Iglesia
Católica. Gracias a sus numerosas
ramificaciones, la Unión Cívica se
atrajo muchas simpatías y consiguió
la adhesión de algunos grupos
militares,
con
cuyo
apoyo
desencadenó una revolución el 26 de
julio de 1890. Dueños del Parque,
los revolucionarios creyeron triunfar,
pero el gobierno pudo neutralizarlos
y el movimiento fue sofocado. No
obstante, el desprestigio del régimen
quedó al descubierto: poco después
el presidente Juárez Celman se vio
obligado a renunciar y asumió el
mando el vicepresidente Carlos
Pellegrini.
Aunque sólo política en
apariencia,
la
crisis
era
fundamentalmente
económica.
Durante dos años, Pellegrini se
esforzó por resolver los problemas
financieros del país, pero la
conmoción era más profunda de lo
que parecía. En 1891 quebraron el
Banco Nacional y el Banco de la
Provincia de Buenos Aires,
arrasando con las reservas de los
pequeños ahorristas, destruyendo el
sistema
del
crédito
y
comprometiendo las innumerables
operaciones
a
largo
plazo
estimuladas unas veces por la
confianza en la riqueza del país y
otras por la fiebre especulativa que
se había apoderado de vastos
círculos. Julián Martel describió en
La Bolsa el vértigo colectivo que
había arrastrado a tan dura
catástrofe. Hasta los bancos
extranjeros
sufrieron
las
consecuencias de la crisis, y la casa
Baring de Londres —uno de los
emporios del mundo— amenazó con
presentarse en quiebra si la
Argentina no cumplía con sus
compromisos. Fue necesaria toda la
actividad de Pellegrini para
restablecer el equilibrio financiero, y
en diciembre de 1891 se fundó el
Banco de la Nación para ordenar las
finanzas y restablecer el crédito.
Cuando comenzaron a discutirse
las candidaturas para la elección
presidencial de 1892, el Partido
Autonomista Nacional se vio
enfrentado por la Unión Cívica: fue
la primera prueba a que se
sometieron los dos conglomerados y
quedó a la vista la inconsistencia de
ambos. La Unión Cívica se dividió,
constituyéndose la Unión Cívica
Nacional bajo la inspiración de
Mitre y la Unión Cívica Radical bajo
la dirección de Alem. El Partido
Autonomista Nacional, por su parte,
acusó la presencia de un movimiento
disidente encabezado por Carlos
Pellegrini y Roque Sáenz Peña,
deseosos de evitar la influencia de
Roca.
Pero
éste
controlaba
firmemente
los
mecanismos
electorales y, tras un acuerdo con
Mitre, pudo imponer el nombre de
Luis Sáenz Peña para la candidatura
presidencial. El éxito acompañó al
candidato en la elección, pero no en
el ejercicio del gobierno. Sujeto a la
influencia de los dos políticos más
influyentes del momento, Mitre y
Roca, contemporizó con ambos sin
lograr definir su propia política. La
Unión Cívica Radical volvió a
intentar
un
movimiento
revolucionario en 1893 que, aunque
fracasó, probó la fuerza del partido
en la provincia de Buenos Aires y el
prestigio de Hipólito Yrigoyen
sobrino de Alem. Cuando se
sobrepuso a esas dificultades, el
presidente procuró continuar la obra
de sus antecesores, con cuyas ideas
coincidía. Los trabajos del puerto de
Buenos
Aires
progresaban
rápidamente y se concluyeron por
entonces los del puerto de Rosario;
la inmigración fue estimulada otra
vez tras la retracción que había
originado la crisis de 1890, y el
comercio exterior se intensificó
gracias al incesante crecimiento de la
producción agropecuaria. Pero los
embates políticos de sus dos
mentores no le dieron tregua y Luis
Sáenz Peña se vio obligado a
renunciar a principios de 1895.
El grave problema de límites que
la Argentina tenía con Chile alcanzó
entonces su mayor gravedad, y el
vicepresidente
José
Evaristo
Uriburu, que se hizo cargo del poder,
tuvo que afrontar la responsabilidad
de preparar al país para la guerra.
Sólo a fuerza de prudencia pudo
evitarse ese peligro y se convino en
la elección de un árbitro para dirimir
la disputa. Pero, ante la posibilidad
de un conflicto militar la
personalidad de Roca cobró vuelo
otra vez y pareció el candidato
forzoso para la próxima presidencia.
El Partido Autonomista Nacional se
alistó para la lucha con todos sus
recursos; en cambio, la Unión Cívica
Radical se vio disminuida cuando, en
julio de 1895, se suicidó su
indiscutido jefe, Leandro N. Alem,
pocos meses después de que se
constituyera, bajo la inspiración de
Juan B. Justo, el Partido Socialista.
Nada pudo impedir que en las
elecciones de 1898 se repitiera el
cuadro tradicional de los comicios
fraudulentos, y Roca fue elegido por
segunda vez presidente de la
República.
Los seis años de su segundo
gobierno se diferenciaron de los del
primero. La identificación entre el
presidente y el jefe de partido no se
manifestó como antes, y acaso las
graves
preocupaciones
internacionales contribuyeron a
apartarlo de la política menuda. El
problema de límites con Chile fue
finalmente resuelto por el fallo del
rey de Inglaterra, árbitro elegido, y la
amenaza de guerra quedó descartada
en 1902. Con todo, las necesidades
de la defensa nacional habían
movido al coronel Pablo Ricchieri,
ministro de guerra, a gestionar la
sanción de una ley de conscripción
militar anual y obligatoria que votó
el congreso en 1901. Nuevas leyes
financieras
e
impositivas
robustecieron la moneda, en un
momento en que volvía a
desarrollarse
intensamente
la
producción
agropecuaria,
se
multiplicaban las obras públicas —
ferrocarriles, puertos, canales de
riego, balizamiento de costas, obras
sanitarias— y se ordenaba la
administración pública. Las clases
acomodadas veían cumplirse un
programa de gobierno progresista; en
cambio, las clases trabajadoras
acusaban una inquietud cada vez
mayor por la disminución de los
salarios y sobre todo por la creciente
desocupación. En 1902 el problema
hizo crisis y estalló una huelga
general que paralizó a la ciudad de
Buenos Aires. La respuesta del
gobierno fue la sanción de la «ley de
residencia» que lo autorizaba a
deportar a los extranjeros que
«perturbaran el orden público». El
movimiento obrero era, sin duda,
obra de extranjeros en su mayoría, y
la medida provocó reacciones
violentas que la policía y el ejército
sofocaron implacablemente. Pero el
gobierno no pudo impedir, sin
embargo, que gracias a una
modificación del sistema electoral,
llegara al parlamento en marzo de
1904 como diputado, Alfredo L.
Palacios, candidato del Partido
Socialista.
El problema de la sucesión
presidencial acentuó, por entonces,
las diferencias entre Pellegrini y
Roca, que implicaban una división en
el seno del Partido Autonomista
Nacional.
Pellegrini
criticaba
enérgicamente el fraude electoral y la
tendencia oligárquica del Partido, y
estaba vinculado a Roque Sáenz
Peña, que compartía sus puntos de
vista y mantenía trato con Hipólito
Yrigoyen. Pero Roca seguía
moviendo los hilos de su partido,
manejados en la provincia de Buenos
Aires por Marcelino Ugarte, y volcó
su influencia a favor de la
candidatura de Manuel Quintana, que
obtuvo el triunfo en comicios
viciados, una vez más, por el fraude.
La Unión Cívica Radical, que ahora
obedecía a Yrigoyen, afirmó
entonces el principio de la
abstención revolucionaria y no
concurrió a las elecciones.
Para entonces, la fuerza del
radicalismo había crecido mucho.
Reunía a algunos sectores rurales
hastiados de la omnipotencia de los
grandes
latifundistas,
a
los
irreductibles enemigos de Roca que
conservaban la tradición del rosismo
y del autonomismo de Alsina y de
Alem, y comenzaba a acoger en su
seno a un vasto sector de inmigrantes
e hijos de inmigrantes que
empezaban a integrarse en la
sociedad y a interesarse por la
política. Esta circunstancia le daba
fuerza en las ciudades, y el proceso
continuo de transformación social del
país aseguraba que su poder iría en
aumento. No mucho después de
iniciarse la presidencia de Quintana,
el 4 de febrero de 1905, Yrigoyen
desencadenó
un
movimiento
revolucionario que contó con apoyo
militar y tuvo mucha repercusión en
varias provincias. Pero el gobierno
logró sofocarlo y aprovechó la
ocasión para extremar la persecución
sistemática del movimiento obrero.
Crecía éste considerablemente en
ciudades como Buenos Aires y
Rosario, a medida que aumentaba la
actividad industrial y se desarrollaba
el sentimiento de clase entre los
trabajadores. Las huelgas se
sucedieron ininterrumpidamente y el
presidente Quintana las enfrentó con
sostenida energía, estableciendo
repetidas veces el estado de sitio.
Pero, pese a todo, la organización
obrera se perfeccionaba y la tensión
social crecía. Sólo la violenta
hostilidad que se había suscitado
entre socialistas y anarquistas
constituyó un obstáculo para la
acción conjunta. Pero en el
Congreso, la acción tesonera de
Palacios logró arrancar a los
conservadores
algunas
leyes
sociales, como la del descanso
dominical obligatorio, que suponía
una nueva actitud del Estado frente a
los trabajadores.
En el seno del gabinete compartía
esa actitud Joaquín V. González, que
había elaborado un proyecto de ley
nacional del trabajo; era un poeta
sensible que, en Mis montañas,
había traducido líricamente el
paisaje de La Rioja nativa; y era un
espíritu progresista que procuró
hacer de la Universidad de La Plata,
fundada por él, un centro moderno de
educación superior. Pero no era
González quien representaba mejor
el espíritu de la oligarquía, sino, más
bien, Marcelino Ugarte, gobernador
de la provincia de Buenos Aires, que
ejercía fuerte influencia sobre el
presidente y se había erigido en
director de la gran organización
electoral que debía perpetuar
fraudulentamente en el poder a su
partido.
La muerte de Quintana y su
reemplazo por José Figueroa Alcorta
concluyó con la influencia de las
figuras tradicionales del Partido
Autonomista Nacional. La defensa de
los intereses conservadores se hacía
cada vez más difícil, ante la
irreductible
oposición
del
radicalismo y la violencia del
movimiento obrero, que se manifestó
en las huelgas de 1909 y 1910. El
gobierno sancionó la ley de defensa
social, que puso en sus manos al
movimiento sindical. Ese año festejó
la República el centenario de la
independencia, y la ocasión
favoreció el delineamiento de una
actitud nacionalista en la oligarquía,
que acentuó las tensiones sociales.
Poco antes, en diciembre de 1907,
había aparecido petróleo en un pozo
de Comodoro Rivadavia, cuya
explotación comenzó de inmediato.
El país comenzaba a buscar un nuevo
camino para su economía, poco antes
de que Roque Sáenz Peña, presidente
desde octubre de 1910, buscara un
nuevo camino para su política.
Roque Sáenz Peña representaba
el sector más progresista de la vieja
oligarquía. Sólo ejerció el poder
hasta 1914; pero en ese plazo logró
que se aprobara la ley electoral que
establecía el sufragio secreto y
obligatorio sobre la base de los
padrones militares. Fue el fruto de
sus conversaciones con Hipólito
Yrigoyen y de su propia prudencia de
auténtico conservador. En las
elecciones de Santa Fe de 1912 la
nueva ley se puso en práctica por
primera vez y la Unión Cívica
Radical resultó triunfante. Poco
después estalló la primera guerra
europea y la Argentina adoptó una
neutralidad benévola para con los
aliados. Se anunciaba una era de
prosperidad para los productores
agropecuarios. Cuando en 1916
Victorino de la Plaza llamó a
elecciones presidenciales bajo el
imperio de la ley Sáenz Peña, el jefe
del radicalismo, Hipólito Yrigoyen,
resultó triunfante.
La derrota de los conservadores
cerró una época que había
inaugurado ese grupo de hombres que
se aúna en lo que se llama la
generación del 80. Eran espíritus
cultivados que con frecuencia
alternaban la política con la
actividad de la inteligencia. Nutridos
en las corrientes positivistas y
cientificistas que en su tiempo
predominaban en Europa, aspiraron a
poner al país en el camino del
desarrollo europeo. Trataron de que
Buenos Aires se pareciera a París y
procuraron que en sus salones
brillara la elegancia francesa.
Fundaron escuelas y estimularon los
estudios universitarios porque tenían
una fe indestructible en el progreso y
en la ciencia. Tenían también una
acentuada afición a la literatura.
Eduardo Wilde, Miguel Cané,
Eugenio Cambaceres, Lucio Vicente
López, Julián Martel, entre otros,
escribieron a la manera europea,
pero reflejaron la situación de la
sociedad argentina de su tiempo y
especialmente de la clase a la que
ellos pertenecían, elegante, refinada
y un poco cínica. Sus hijos perdieron
grandeza. Porque unos y otros se
empeñaron en defender sus intereses
de pequeño grupo privilegiado, se ha
podido decir de ellos que
constituyeron una oligarquía; y por
las ideas que los movían se los ha
calificado de liberales. Su mayor
error fue ignorar el país que nacía de
las transformaciones que ellos
mismos promovían, en el que nuevos
grupos sociales cobraban una
fisonomía distinta a la de los
sectores tradicionales del país. A
principios de siglo, las clases medias
y las clases trabajadoras poseían una
existencia tan visible que sólo la
ceguera de los que querían perderse
podía impedir que se las
descubriera. Cuando las clases
medias advirtieron su fuerza,
lograron el poder político e iniciaron
una nueva etapa en la vida argentina.
Capítulo XI
LA R EPÚBLICA RADICAL
(1916-1930)
Los sectores sociales que llegaron al
poder con el triunfo del radicalismo
acusaron una fisonomía muy distinta
de la que caracterizaba a la
generación
del
80.
Salvo
excepciones, los componían hombres
modestos, de tronco criollo algunos y
de origen inmigrante otros. El
radicalismo, que en sus comienzos
expresaba las aspiraciones de los
sectores populares criollos apartados
de la vida pública por la oligarquía,
había luego acogido también a los
hijos de inmigrantes que aspiraban a
integrarse
en
la
sociedad,
abandonando la posición marginal de
sus
padres.
Así
adquiría
trascendencia política el fenómeno
social del ascenso económico de las
familias de origen inmigrante que
habían educado a sus hijos. Las
profesiones liberales, el comercio y
la producción fueron instrumentos
eficaces de ascenso social, y entre
los que ascendieron se reclutaron los
nuevos dirigentes políticos del
radicalismo. Acaso privaba aún en
muchos de ellos el anhelo de seguir
conquistando prestigio social a
través del acceso a los cargos
públicos, y quizá esa preocupación
era más vigorosa que la de servir a
los intereses colectivos. Y, sin duda,
el anhelo de integrarse en la
sociedad los inhibió para provocar
cierto cambio en la estructura
económica del país que hubiera sido
la única garantía para la
perpetuación de la democracia
formal conquistada con la ley Sáenz
Peña.
Por lo demás, la inmigración,
detenida por la primera guerra
europea, recomenzó poco después de
lograda la paz, y, por cierto, alcanzó
entre 1921 y 1930 uno de los más
altos niveles, puesto que arrojó un
saldo de 878.000 inmigrantes
definitivamente radicados.
Gracias
a
una
política
colonizadora un poco más abierta
que impusieron los gobiernos
radicales, logró transformarse en
propietario de la tierra un número de
arrendatarios proporcionalmente más
alto que en los años anteriores. Pero
la
población
rural
siguió
decreciendo, y del 42% que
alcanzaba en 1914 bajó al 32% en
1930. Su composición era muy
diversa. La formaban los chacareros
—arrendatarios en su mayoría— en
las provincias cerealeras, los peones
de las grandes estancias en las áreas
ganaderas, los obreros semiindustriales en las regiones donde se
explotaba la caña, la madera, la
yerba, el algodón o la vid, todos
estos sometidos a bajísimos niveles
de vida y con escasas posibilidades
de ascenso económico y social. En
cambio, en las ciudades —cuya
población ascendió del 58 al 68%
sobre el total entre 1914 y 1930—
las perspectivas económicas y las
posibilidades de educación de los
hijos facilitó a muchos descendientes
de inmigrantes un rápido ascenso que
los introdujo en una clase media muy
móvil,
muy
diferenciada
económicamente, pero con tendencia
a uniformar la condición social de
sus miembros con prescindencia de
su origen.
Heterogénea en la región del
litoral, la población lo comenzó a ser
también en otras regiones del interior
donde se habían instalado diversas
colectividades como la siriolibanesa, la galesa, la judía y otras.
Nuevos cultivos o nuevas formas de
industrialización de los productos
naturales atrajeron a nuevas
corrientes inmigratorias que, a su vez
constituyeron
comunidades
marginales cuando ya las primeras
olas
de
inmigrantes
habían
comenzado a integrarse a través de la
segunda generación. Pero las zonas
más ricas y productivas siguieron
siendo las del litoral, donde
disminuía la producción de la oveja
y se acentuaba la de los cereales y
las vacas. En parte por la creciente
preferencia que la industria textil
manifestaba por el algodón y en parte
por la predilección que revelaba el
mercado europeo por la carne
vacuna, la producción de ovejas
perdió interés y se fue desplazando
poco a poco hacia el interior —el
oeste de la provincia de Buenos
Aires, La Pampa, Río Negro y la
Patagonia— al tiempo que decrecía
su volumen. Las mejores tierras, en
cambio, se dedicaron a la producción
de un ganado vacuno mestizado en el
que prevaleció el Shorthorn, que
daba gran rendimiento y satisfacía
las exigencias del mercado inglés, y
a la producción de cereales, cuya
exportación alcanzó altísimo nivel.
Empero, los precios del mercado
internacional,
aunque
muy
lentamente, comenzaron a bajar
desde 1914 y los productos
manufacturados que el
país
importaba empezaron a costar más en
relación con el precio de los
cereales. Así se fue creando una
situación cada vez más difícil que
condujo a una crisis general de la
economía cuyas manifestaciones se
hicieron visibles en 1929, al compás
de la crisis mundial. Gran Bretaña
vigilaba cuidadosamente el problema
de sus importaciones y debía atender
a las exigencias de los dominios del
Imperio, lo cual entrañaba una
amenaza para la producción
argentina, que se había orientado de
acuerdo con la demanda de los
frigoríficos y del mercado inglés.
Una industria relativamente poco
desarrollada, que había crecido
durante la primera guerra mundial
pero que se comprimió luego, una
organización fiscal que obtenía casi
todos sus recursos a través de los
derechos aduaneros, y un presupuesto
casi
normalmente
deficitario
caracterizaron en otros aspectos la
economía argentina durante la era
radical. No es extraño, pues, que los
complejos fenómenos sociales que se
incubaban
en
la
peculiar
composición demográfica del país
estallaran al calor de las alteraciones
económicas y políticas luego de que
el radicalismo alcanzó el poder en
1916.
Por lo demás, el clima mundial
estimulaba la inquietud general y
favorecía las aspiraciones a un
cambio. La guerra europea dividió
las opiniones y enfrentó a aliadófilos
y germanófilos, estos últimos
confundidos a veces con los
neutralistas, pese a que, en verdad, la
neutralidad que decretó el gobierno
argentino convenía especialmente a
los aliados. A poco de comenzar la
presidencia de Yrigoyen estalló la
revolución socialista en Rusia, y las
vagas aspiraciones revolucionarias
de ciertos sectores obreros se
encendieron ante la perspectiva de
una transformación mundial de las
relaciones entre el capital y el
trabajo. Las huelgas comenzaron a
hacerse más frecuentes y más
intensas, pero no sólo porque algunos
grupos muy politizados esperaran
desencadenar la revolución, sino
también porque, efectivamente,
crecía la desocupación a medida que
se comprimía la industria de
emergencia desarrollada durante la
guerra, aumentaban los precios y
disminuían los salarios reales.
Obreros ferroviarios, metalúrgicos,
portuarios, municipales, se lanzaron
sucesivamente a la huelga y
provocaron situaciones de violencia
que el gobierno reprimió con dureza.
Dos dramáticos episodios dieron la
medida de las tensiones sociales que
soportaba el país. Uno fue la huelga
de los trabajadores rurales de la
Patagonia,
inexorablemente
reprimida por el ejército con una
crueldad que causó terrible
impresión en las clases populares a
pesar de la vaguedad de las noticias
que llegaban de una región que
todavía se consideraba remota. Otro
fue la huelga general que estalló en
Buenos Aires en enero de 1919 y que
conmovió al país por la inusitada
gravedad de los acontecimientos. La
huelga,
desencadenada
originariamente por los obreros
metalúrgicos fue sofocada con
energía, pero esta vez no sólo con los
recursos del Estado, sino con la
colaboración de los grupos de
choque organizados por las
asociaciones patronales que se
habían constituido: la Asociación del
Trabajo y la Liga Patriótica
Argentina. Una ola de antisemitismo
acompañó a la represión obrera, con
la que las clases conservadoras
creyeron reprimir la acción de los
que
llamaban
agitadores
profesionales y la influencia de los
movimientos
revolucionarios
europeos.
También en otros campos
repercutió por entonces la inquietud
general. Los estudiantes de la
Universidad
de
Córdoba
desencadenaron en la vieja casa de
estudios un movimiento que era
también,
en
cierto
modo,
revolucionario. Salieron a la calle y
exigieron la renuncia de los
profesores más desprestigiados por
su anquilosada labor docente y por
sus actitudes reaccionarias. Era, en
principio, una revolución académica
que propiciaba el establecimiento de
nuevos métodos de estudio, la
renovación de las ideas y, sobre
todo, el desalojo de los círculos
cerrados
que
dominaban la
universidad por el sólo hecho de
coincidir con los grupos sociales
predominantes. Pero era, además,
una vaga revolución de contenido
más profundo. Propició también la
idea de que la universidad tenía que
asumir un papel activo en la vida del
país y en su transformación,
comprometiéndose quienes formaban
parte de ella no sólo a gozar de los
privilegios que les acordaban los
títulos que otorgaba, sino también a
trabajar desinteresadamente en favor
de la colectividad. Afirmó el
principio de que la universidad tenía,
además de su misión académica, una
misión social. Y en esta idea se
encerraba una vaga solidaridad con
los movimientos que en todas partes
se sucedían en favor de las reformas
sociales. No fue, pues, extraño que
los estudiantes rodearan a Eugenio
D'Ors, ni que Alejandro Korn y
Alfredo L. Palacios adhirieran a lo
que empezó a llamarse «la reforma
universitaria».
Al cabo de poco tiempo, todas
las universidades del país se vieron
sacudidas por crisis semejantes. Los
estudiantes hablaban de Bergson y
repudiaban el positivismo, exigían
participación en el gobierno
universitario, pedían el reemplazo de
la clase magistral por el seminario
de investigación y, al mismo tiempo,
vestían el overall proletario y se
acercaban a las organizaciones
obreras para hablar de filosofía o de
literatura. Era, por lo demás, época
de revisión de valores. También los
jóvenes filósofos rechazaban el
positivismo y predicaban la buena
nueva de la filosofía de Croce, de
Bergson o de los neokantianos
alemanes. Pero eran sobre todo los
escritores y los artistas los que se
hallaban empeñados en una
revolución más decidida. Se
difundieron las tendencias del
ultraísmo y quienes adhirieron a ellas
comenzaron a defenderlas en el
p e r i ó d i c o Martín Fierro. Los
jóvenes artistas y escritores
declararon la insurrección contra las
tradiciones
académicas
que
encarnaron en Ricardo Rojas, en
Manuel Gálvez, en Leopoldo
Lugones. Eran los que seguían a
Ricardo Güiraldes, que había
publicado Don Segundo Sombra en
1926, y a Jorge Luis Borges el autor
d e Fervor de Buenos Aires y Luna
de enfrente. Pero en oposición a
ellos —que se llamaron «los de
Florida»— otros artistas y escritores
se aglutinaron para defender el arte
social en el popular barrio de
Boedo: eran los que acompañaban a
Leónidas Barletta, el de las
Canciones agrarias, y a Roberto
Arlt, el de El juguete rabioso. Y un
día Emilio Pettoruti sorprendió a
Buenos Aires con su exposición de
pintura cubista.
Pero el signo más evidente de la
crisis se advirtió en el campo de la
política. Yrigoyen llegó al poder en
1916 como indiscutido jefe de un
partido que había intentado repetidas
veces acabar con el «régimen»
conservador por el camino de la
revolución. Yrigoyen representaba
«la causa», que entrañaba la misión
de purificar la vida argentina. Pero,
triunfante en las elecciones, Yrigoyen
aceptó
todo
el
andamiaje
institucional que le había legado el
conservadorismo: los gobiernos
provinciales, el parlamento, la
justicia y, sobre todo, el andamiaje
económico en el que basaba su fuerza
la vieja oligarquía. Sin duda le faltó
audacia para emprender una
revolución desde su magistratura
constitucional; pero no es menos
cierto que su partido estaba
constituido por grupos antaño
marginales que más aspiraban a
Incorporarse
a
la
situación
establecida que a modificarla. Lo
cierto es que el cambio político y
social que pareció traer consigo el
triunfo del radicalismo quedó
frustrado por la pasividad del
gobierno frente al orden constituido.
Ciertamente,
Yrigoyen
se
enfrentó con las oligarquías
provinciales y las desalojó
progresivamente del poder mediante
el método de las intervenciones
federales. Entonces se advirtió la
aparición de una suerte de retroceso
político. Como imitaciones de la
gran figura del caudillo nacional,
comenzaron a aparecer en diversas
provincias caudillos locales de
innegable arraigo popular que dieron
a la política un aire nuevo. José
Néstor Lencinas en Mendoza o
Federico Cantoni en San Juan fueron
los ejemplos más señalados, pero no
sólo aparecieron en el ámbito
provincial, sino que aparecieron
también en cada departamento o
partido y en cada ciudad. El caudillo
era un personaje de nuevo cuño,
antiguo y moderno a un tiempo,
primitivo o civilizado según su
auditorio, demagógico o autoritario
según las ocasiones; pero, sobre
todo, era el que poseía influencia
popular suficiente como para triunfar
en las elecciones ejerciendo, como
Yrigoyen, una protección paternal
sobre sus adictos. A diferencia de
los políticos conservadores, un poco
ensoberbecidos y distantes, el
caudillo radical se preocupaba por el
mantenimiento permanente de esta
relación personal, de la que dependía
su fuerza, y recurría al gesto
premeditado de regalar su reloj o su
propio abrigo cuando, se encontraba
con un partidario necesitado, a quien
además ofrecía campechanamente un
vaso de vino en cualquier cantina
cercana, o se ocupaba de proveer
médico
y
medicinas
al
correligionario enfermo, a cuya
mujer entregaba después de la visita
un billete acompañado de un
protector abrazo. Y cuando llegaban
las campañas electorales, ejercitaba
una dialéctica florida llena de
halagos para los sentimientos
populares y rica en promesas para un
futuro que no tardaría en llegar.
Los
caudillos
radicales
transfirieron a la nueva situación
social el paternalismo de los
estancieros en oposición a la política
distante que la oligarquía había
adoptado; pero obligaron a los
conservadores a competir con ellos
dentro de sus propias normas, y el
caudillismo se generalizó. Sólo la
democracia progresista de Santa Fe,
inspirada por Lisandro de la Torre, y
el socialismo se opusieron a estos
métodos, que Juan B. Justo
estigmatizó con el rótulo de «política
criolla».
Fueron los caudillos o sus
protegidos quienes llegaron a las
magistraturas y a las bancas
parlamentarias en los procesos
electorales que siguieron a la
elección presidencial de 1916,
algunos todavía pertenecientes a
familias tradicionales, pero muchos
ya nacidos de familias de origen
inmigrante. Pero a pesar de eso la
estructura económica del país quedó
incólume, fundada en el latifundio y
en el frigorífico y el gobierno radical
se abstuvo de modificar el régimen
de la producción y la situación de las
clases no poseedoras.
Por el contrario, ciertos
principios básicos acerca de la
soberanía nacional, caídos en
desuso, obraron activamente en la
conducción del radicalismo. Donde
no había situaciones creadas, como
en el caso del petróleo, Yrigoyen
defendió
enérgicamente
el
patrimonio del país.
La riqueza petrolera fue confiada
a Yacimientos Petrolíferos Fiscales,
cuya inteligente acción aseguró no
sólo la eficacia de la explotación,
sino también la defensa de la riqueza
nacional frente a los grandes
monopolios internacionales. Cosa
semejante
ocurrió
con
los
Ferrocarriles del Estado. Pero,
además de la defensa del patrimonio
nacional, Yrigoyen procuró contener
la prepotencia de los grupos
económicos extranjeros que actuaban
en el país. Y frente a la agresiva
política de los Estados Unidos en
América Latina, defendió el
principio de la no intervención
ordenando,
en
una
ocasión
memorable, que los barcos de guerra
argentinos saludaran el pabellón de
la República Dominicana y no el de
los Estados Unidos, que habían izado
el suyo en la isla ocupada.
Ineficaz en el terreno económico,
en el que no se adoptaron medidas de
fondo ni se previeron las
consecuencias del cambio que se
operaba en el sistema mundial
después de la guerra, el gobierno de
Yrigoyen fue contradictorio en su
política obrera, paternalista frente a
los casos particulares, pero
reaccionaria frente al problema
general del crecimiento del
proletariado industrial. Sin embargo,
satisfizo a vastos sectores que veían
en él un defensor contra la
prepotencia de las oligarquías y un
espíritu predispuesto a facilitar el
ascenso social de los grupos
marginales.
Cuando
Yrigoyen
concluyó su presidencia, su prestigio
popular era aún mayor que al llegar
al poder. A él le tocó designar
sucesor para 1922, y eligió a su
embajador en París, Marcelo T. de
Alvear, radical de la primera hora,
pero tan ajeno como Yrigoyen a los
problemas básicos que suscitaba la
consolidación del poder social de las
clases medias.
Algo más separaba, con todo, a
Alvear de su antecesor. Le
disgustaba la escasa jerarquía que
tenía la función pública y aspiraba a
que su administración adquiriera la
decorosa fisonomía de los gobiernos
europeos. Esta preocupación lo llevó
a constituir un gabinete de hombres
representativos, pero más próximos a
las clases tradicionales que a las
clases medias en ascenso. Era
solamente un signo, pero toda su
acción gubernativa confirmó esa
tendencia a desplazarse hacia la
derecha.
Demócrata convencido, Alvear
procuró mantener los principios
fundamentales
del
orden
constitucional y trató de establecer
una administración eficaz y honrada.
Los presupuestos no fueron saneados,
porque la situación económica no
mejoró sustancialmente durante su
gobierno, pero la organización fiscal
fue
perfeccionada
y
su
funcionamiento ajustado. Sólo los
problemas de fondo quedaron en pie
sin que se advirtiera siquiera su
magnitud, pese a que bastaba una
ligera
mirada
al
panorama
internacional para observar que los
desequilibrios de la economía de
posguerra
repercutirían
inexorablemente en el país.
Era evidente que la situación
económica y financiera del mundo se
acercaba a una crisis, y como Gran
Bretaña estaba incluida en ella, no
era difícil prever que las
posibilidades del comercio exterior
argentino corrían serio peligro. Por
otra parte, la crisis social y política
había cobrado forma con la
revolución rusa y se manifestaba de
otra manera en el fascismo italiano,
reponiéndose así diversos sistemas
de soluciones que los distintos
grupos sociales recibían como
experiencias utilizables. Finalmente,
la posición de los grupos capitalistas
que operaban en el país se había
complicado desde 1925 con el
incremento de los capitales
norteamericanos, que llegaban en
parte aprovechando el vacío dejado
por las exportaciones alemanas, y en
parte como consecuencia del plan
general de expansión de los Estados
Unidos en Latinoamérica. Todas
estas cuestiones debían repercutir
sobre la débil estructura económica
del país, pero era evidente que
gravitarían sobre todo en el proceso
de ascenso de las clases medias y de
los sectores populares. Pero el
radicalismo no percibió el problema
y se mantuvo imperturbable en una
política de buena administración y de
mantenimiento
del
sistema
económico tradicional.
Los sectores conservadores, por
el contrario, reaccionaron en defensa
de sus propios intereses. La simpatía
popular se mantenía fiel a Yrigoyen,
cuya figura adquiría poco a poco más
que los caracteres de un caudillo, los
de un santón. Un grupo militar
encabezado por el ministro de
guerra, Agustín P. Justo, comenzó a
organizarse para impedir el retorno
de Yrigoyen al poder; pero Alvear se
opuso a que se siguiera por ese
camino, sin poder evitar, sin
embargo, que la conspiración
continuara subterráneamente con el
apoyo de los sectores conservadores.
Distanciado de Yrigoyen, el
presidente prefirió, en cambio,
estimular la formación de un partido
de radicales disidentes que se
llamaron antipersonalistas y que
tenían estrechos contactos con los
conservadores. Cuando en 1928
llegó el momento de la renovación
presidencial, el nuevo partido —que
sostenía la fórmula Melo-Gallo—
fue derrotado e Yrigoyen volvió al
gobierno, ya valetudinario e incapaz.
Muy pronto se advirtió que ni la
simple acción administrativa se
desenvolvía
correctamente.
El
presidente no distinguía los pequeños
asuntos cotidianos de los problemas
fundamentales de gobierno, y el país
todo sufría las consecuencias de una
verdadera acefalía. Pero, con todo,
no era ése el problema más grave.
Ya en su primer gobierno Yrigoyen
se había comportado como un
político anacrónico; hombre del
pasado, pensaba en una Argentina
que ya no existía, la vieja Argentina
criolla de Alsina y de Alem, y
obraba en función de sus estructuras.
Pero su triunfo mismo, imposible con
el solo apoyo de los grupos
marginales
criollos,
había
demostrado que el país cambiaba
velozmente merced a la integración
de los grupos marginales criollos con
los de origen inmigratorio. Y frente a
ese conglomerado —y frente a los
problemas que su aparición y su
ascenso entrañaban— Yrigoyen no
pudo modificar sus esquemas
mentales ni diseñar una nueva
política. Si su acción de gobierno fue
endeble e inorgánica durante la
primera presidencia, en la segunda
fue prácticamente inexistente.
No faltó, sin embargo, cierta
persistencia en las actitudes que lo
habían caracterizado frente a los
grandes intereses extranjeros. Las
palabras que dirigiera al presidente
Hoover o el proyecto de ley
petrolera lo revelaban. Pero ni en ese
terreno ni en el de la política interna
supo obrar Yrigoyen con la energía
suficiente para evitar que cuajaran
algunas amenazas que se cernían
sobre el gobierno sobre el país.
La primera era la del ejército que
el propio Yrigoyen había politizado,
y que desde principios de siglo había
caído bajo la influencia prusiana.
Predispuesto a la conspiración desde
la presidencia de Alvear, se volcó
decididamente a ella cuando la
ineficacia
del
gobierno,
convenientemente destacada por una
activa prensa opositora, comenzó a
provocar su descrédito popular. Y el
paternalismo de Yrigoyen impidió
que el general Dellepiane, su
ministro
de
guerra
obrara
oportunamente para desalentarlo.
La segunda era la evolución de
ciertos grupos conservadores que
abandonaban sus convicciones
liberales y comenzaban a asimilar
los principios del fascismo italiano
mezclado con algunas ideas del
movimiento monárquico francés.
Desde algunos periódicos, como La
Nueva República y La Fronda, esas
ideas empezaron a proyectarse hacia
los grupos autoritarios del ejército y
algunos sectores juveniles del
conservadorismo:
muy
pronto
parecerían
también
atrayentes
algunos jefes militares propensos a
la subversión.
Pero las más graves eran las
amenazas económicas y sociales
derivadas de la situación mundial
que, finalmente, había hecho crisis en
1929, y que empezaban a hacerse
notar en el país. Los grupos
ganaderos y la industria frigorífica se
sintieron en peligro y comenzaron a
buscar un camino que les permitiera
sortear
las
dificultades.
Y,
simultáneamente
los
grupos
petroleros internacionales creyeron
que había llegado el momento de
forzar la resistencia del Estado
argentino y comenzaron a buscar
aliados en las fuerzas que se oponían
a Yrigoyen.
En cierto momento, todos los
factores adversos al gobierno
coincidieron y desencadenaron un
levantamiento militar. El general
Justo, que había preparado la
conspiración, se hizo a un lado
cuando advirtió la penetración del
ideario fascista entre algunos de los
conjurados, y dejó que encabezara el
movimiento el general José F.
Uriburu,
antiguo
diputado
conservador convertido luego en
defensor del corporativismo. El 6 de
septiembre de 1930 llegó «la hora de
la espada» que había profetizado el
poeta Leopoldo Lugones, ahora
nacionalista reaccionario pese a su
tradición de viejo anarquista. El
general Justo se quedó en la
retaguardia, en contacto con los
políticos conservadores, radicales
antipersonalistas
y
socialistas
independientes, tratando de organizar
una fuerza política que recogiera la
herencia de la revolución. Con los
cadetes del Colegio Militar y unas
pocas tropas de la Escuela de
Comunicaciones, el general Uriburu
emprendió la marcha hacia la casa de
gobierno y, tras algún tiroteo, entró
en ella y exigió la renuncia del
vicepresidente, Enrique Martínez, en
quien Yrigoyen había delegado el
poder pocos días antes.
El triunfo de la revolución cerró
el período de la república radical,
sin
que
Yrigoyen
pudiera
comprender las causas de la
versatilidad de su pueblo, que no
mucho antes lo había aclamado hasta
la histeria y lo abandonaba ahora en
manos de sus enemigos de la
oligarquía. Su vieja casa de la calle
Brasil —que los opositores llamaban
«la cueva del peludo»— fue
saqueada, con olvido de la
indiscutible dignidad personal de un
hombre cuya única culpa había sido
llegar al poder cuando el país era ya
incomprensible para él.
Capítulo XII
LA R EPÚBLICA
CONSERVADORA (1930-1943)
No se equivocaban los viejos
conservadores y sus herederos
seducidos por el fascismo cuando
afirmaban que el país se había
desnaturalizado. Tras catorce años
de gobierno radical, laxo y favorable
a la espontánea expresión de las
diversas fuerzas que coexistían en la
sociedad argentina, había quedado al
descubierto un hecho decisivo: el
país criollo se desvanecía poco a
poco y por sobre él se constituía una
nueva Argentina, cuya fisonomía
esbozaba la cambiante composición
de la sociedad. Poco a poco se había
constituido una vigorosa clase media
de empleados, de pequeños
propietarios y comerciantes, de
profesionales que, concentrada en las
ciudades, imponía cada vez más al
país su propio carácter ignorando a
las
nostálgicas
minorías
tradicionales. Esa clase media era la
que había ascendido al poder con el
radicalismo y, tímidamente, proponía
una nueva orientación para la vida
argentina. Precisamente contra ella
se dirigió la política de los sectores
conservadores de viejo y nuevo
cuño, que se apoderaron del
gobierno en septiembre de 1930, en
pleno desarrollo de la crisis mundial
que había estallado el año anterior.
La
crisis
amenazaba
fundamentalmente a los sectores
ganaderos,
representados
eminentemente por los grupos
políticos conservadores que habían
sido desalojados del poder en 1916.
Y aunque sólo en parte habían
movido éstos la revolución del 6 de
septiembre, supieron apoderarse de
ella, rodeando al general Uriburu y
distribuyéndose los cargos del
gabinete. La más notoria figura del
conservadorismo, Matías Sánchez
Sorondo, ocupó el Ministerio del
Interior y desde él orientó la política
del nuevo gobierno hacia la
reconquista del poder para sus
correligionarios.
Los grupos nacionalistas —como
se llamó a los teóricos del
corporativismo, del revisionismo
rosista y de otras tendencias análogas
— contaban, sin embargo, con la
simpatía del jefe del gobierno, que
no vaciló en insinuar sus propósitos
de reformar la Constitución de
acuerdo con las concepciones
moderadamente corporativas que
expuso Carlos Ibarguren en un
discurso pronunciado en Córdoba el
15 de octubre de 1930. Pero el
anuncio suscitó fuertes resistencias.
Por una parte, se levantó el clamor
de los sectores democráticos, que se
alinearon decididamente contra el
gobierno en defensa de la
Constitución de 1853 pero, por otra,
se originó un movimiento de protesta
en el seno de los partidos
comprometidos con la revolución,
que veían peligrar la herencia
política que aguardaban. Estos
últimos, sostenidos por los sectores
militares que encabezaba el general
Justo —ya candidato virtual a la
presidencia—, lograron prevalecer
en el gobierno; y a pesar del fracaso
de los conservadores en las
elecciones del 5 de abril de 1931 en
la provincia de Buenos Aires, en las
que triunfaron los candidatos
radicales, consiguieron imponer el
principio de la continuidad
institucional.
Era, ciertamente, un régimen
institucional muy endeble el que
propiciaban.
Mientras
los
nacionalistas se organizaban en
cuerpos armados, como la Legión
Cívica Argentina, los conservadores,
los radicales antipersonalistas y los
socialistas
independientes
constituyeron un frente político que
se llamó primero Federación
Nacional Democrática y luego
Concordancia. Era evidente que esa
coalición no lograría superar al
radicalismo, pero sus sostenedores
estaban resueltos a apelar al fraude
electoral —que alguien llamó
«fraude patriótico»— para impedir
que los radicales llegaran al poder.
Con ello se abrió una etapa de
democracia fraudulenta promovida
por quienes aspiraban a sujetar al
país en la trama de sus propios
intereses.
La despiadada persecución de
los opositores fue la respuesta a la
indignación general que provocaba la
marcha del gobierno. Hubo cárcel y
torturas para políticos, obreros y
estudiantes; y, entre tanto, se
comenzó a preparar un vigoroso
dispositivo electoral que permitiera
el triunfo formal de la candidatura
gubernamental en las elecciones
convocadas para el 8 de noviembre
de 1931. El gobierno vetó la
candidatura radical de Alvear y la
oposición se aglutinó alrededor de
los nombres de Lisandro de la Torre
y Nicolás Repetto, proclamados por
la Alianza Demócrata Socialista.
Mediante
un fraude
apenas
disimulado, la Concordancia logró
llevar al gobierno al general Justo.
Signo revelador de la orientación
política conservadora fue la
resolución de cerrar el país a la
inmigración. Ante la crisis que
amenazaba
a
la
economía
agropecuaria,
la
preocupación
fundamental fue contener todas las
manifestaciones de la desordenada
expansión
que
intentaba
espontáneamente el país para
reducirlo a los viejos esquemas. Tal
había sido la intención de la
revolución de septiembre y en ella
perseveraron
los
gobiernos
conservadores que le siguieron. Para
salir de las primeras dificultades se
recurrió a empréstitos internos y
externos; pero de inmediato se
emprendió el reajuste total de la
economía nacional con la mirada
puesta en la defensa de los grandes
productores.
La situación se hizo más crítica a
partir de 1932, cuando Gran Bretaña
acordó en la Conferencia de Ottawa
dar preferencia en las adquisiciones
a sus propios dominios, lo que
constituía una amenaza directa para
las exportaciones argentinas. La
respuesta fue una gestión diplomática
que dio como resultado la firma del
tratado Roca-Runciman, por el que
se establecía un régimen de
exportaciones de carnes argentinas
compensadas
con
importantes
ventajas concedidas al capital inglés
invertido en el país.
Entre ellas, la más importante y
la más resistida fue la concesión del
monopolio de los transportes de la
ciudad de Buenos Aires a un
consorcio inglés, para prevenir la
competencia
del
capital
norteamericano
que
procuraba
intensificar su acción en el país. El
gobierno de Justo había iniciado la
construcción de una importante red
caminera de la que el país carecía:
muy pronto Mar del Plata, Córdoba,
Bahía Blanca quedarían unidas a
Buenos Aires por rutas pavimentadas
que estimularían el uso de ómnibus y
camiones con grave riesgo para los
ferrocarriles ingleses. En cierto
modo, la Corporación de Transportes
de Buenos Aires debía compensar a
los inversores ingleses; pero la
medida, como las otras que incluía el
tratado, dejaron en el país la
sensación de una disminución de la
soberanía.
El problema de las carnes
repercutió en el Senado, donde
Lisandro de la Torre, Alfredo L.
Palacios y Mario Bravo denunciaron
los extravíos de la política oficial.
En debates memorables —como el
que Palacios había suscitado antes
sobre las torturas a presos políticos
o el que Bravo desencadenara sobre
la adquisición de armamentos—
Lisandro de la Torre interpeló al
gobierno sobre la política seguida
con los pequeños productores en
relación con los intereses de los
frigoríficos
ingleses
y
norteamericanos. El asesinato del
senador Bordabehere por un
guardaespaldas de uno de los
ministros interpelados acentuó la
violencia del debate, en el que quedó
de manifiesto la determinación del
gobierno de ajustar sus actos a los
intereses del capital extranjero.
Esta tendencia se puso de
manifiesto, sobre todo, a través de
una serie de medidas económicas y
financieras que alteraron la
organización tradicional de la
economía nacional. Hasta entonces, a
través de gobiernos conservadores y
radicales, la economía había estado
librada a la iniciativa privada,
estimulada por las organizaciones
crediticias; pero a partir del
gobierno de Justo, el Estado adoptó
una
actitud
decididamente
intervencionista. Se creó el Instituto
Movilizador, para favorecer a los
grandes productores cuyas empresas
estuvieran amenazadas por un pasivo
muy comprometedor; se estableció el
control de cambios para regular las
importaciones y el uso de divisas
extranjeras; y, coronando el sistema,
se creó el Banco Central, agente
financiero del gobierno y regulador
de todo el sistema bancario, en cuyo
directorio
tenía
nutrida
representación la banca privada.
En el campo de la producción, el
principio
intervencionista
se
manifestó a través de la creación de
las Juntas Reguladoras: las carnes,
los granos, la vid y otros productos
fueron sometidos desde ese momento
a un control gubernamental que
determinaba el volumen de la
producción con el objeto de mantener
los precios. A causa de esas
restricciones
se
limitaron
considerablemente las posibilidades
de expansión que requería el
crecimiento demográfico del país, y
con ella las posibilidades de trabajo
de los pequeños productores y de los
obreros rurales.
Quizá esa política contribuyó, en
cambio, al desarrollo que comenzó a
advertirse en las actividades
industriales, cuyo monto empezó a
crecer en proporción mayor que el de
las actividades agropecuarias. En el
período comprendido entre 1935 y
1941, el aumento producido en la
renta nacional por el desarrollo
industrial alcanzó a los cuatro mil
millones de pesos, mientras el monto
de la producción agropecuaria se
mantenía estable. En 1944 se
calculaba que había ocupadas en la
industria un total de l.200.000
personas. Así se constituía un nuevo
sector social de características muy
definidas, que se congregó alrededor
de las grandes ciudades y en
particular de Buenos Aires.
El origen de ese sector se
escondía en un fenómeno de singular
importancia para la vida del país.
Cegadas o disminuidas las fuentes de
trabajo en muchas regiones del
interior, comenzó a producirse un
movimiento migratorio hacia los
centros
donde
aparecían
posibilidades ocupacionales y de
altos salarios. Al llegar a 1947 las
migraciones internas totalizaban un
conjunto de 3.386.000 personas, que
residían fuera del lugar donde habían
nacido; de ese total el 50% se había
situado en el Gran Buenos Aires, el
28% en la zona litoral y sólo el 22%
en otras regiones del país. Así se
constituyó poco a poco un cinturón
industrial que rodeaba a la Capital y
a algunas otras ciudades, en el que
predominaban
provincianos
desarraigados que vivían en
condiciones precarias, pero que
preferían tal situación a la que habían
abandonado en sus lugares de origen.
Un agudo observador de la realidad
argentina, Ezequiel Martínez Estrada,
que en 1933 había descrito con rara
profundidad los problemas de la
comunidad
nacional
en
su
Radiografía de la Pampa, llamó la
atención poco después sobre la
significación del desequilibrio entre
la Capital y el país en un estudio
penetrante que tituló La cabeza de
Goliat. Pero se necesitarían todavía
duras experiencias para que la
conciencia pública se hiciera cargo
de la magnitud y de las
consecuencias del problema.
La cambiante composición de la
clase
trabajadora
gravitó
prontamente sobre la organización
sindical, orientada hasta entonces por
grupos anarquistas o socialistas de
cierta experiencia política e
integrada por inmigrantes o hijos de
inmigrantes. Luego de muchos
intentos, se había constituido en 1930
la Confederación General de
Trabajadores, cuya labor se vio
dificultada por las diferencias
internas y por la represión del
movimiento obrero en la que el
gobierno no cejaba, hasta el punto de
que
sólo
pudo
constituirse
definitivamente en 1937. Pero la
incorporación de crecidos grupos de
obreros nativos, ajenos a las
prácticas sindicales y a las formas de
la lucha obrera en el sector
industrial, produjo desajustes en los
ambientes sindicales. Esas y otras
causas provocaron la división y el
debilitamiento de la organización
obrera en 1941.
Todas
estas
circunstancias
revelaban un cambio profundo en la
estructura del país, que si bien estaba
vinculado a la situación mundial
creada por la crisis de 1929,
reconocía como causa inmediata la
deliberada acción de los gobiernos
conservadores. De ese carácter fue el
de Justo iniciado el 20 de febrero de
1932 en una ceremonia en la que
Uriburu, al entregar las insignias de
mando, había depositado en manos
del nuevo mandatario un proyecto de
reforma
constitucional
que
sintetizaba sus viejos sueños
corporativistas. Pero Justo lo
desdeñó y procuró orientar su
gobierno dentro de las formas
constitucionales, pese a los vicios
electorales de su origen y a la
decisión de seguir manteniendo el
fraude para sostener el frente político
en que se apoyaba.
Excluidos de la lucha comicial,
los radicales apelaron varias veces a
la insurrección, sin lograr éxito.
También conspiraron largamente
contra el gobierno los grupos
nacionalistas, que contaban con
núcleos civiles disciplinados y con
algunas simpatías en el ejército; pero
el gobierno sofocó todos los conatos
revolucionarios y, aunque no vaciló
en perseguir a los opositores, supo
mantener la apariencia de un orden
legal montado sobre una correcta
administración.
Al margen de la actividad
insurreccional de ciertos grupos, el
radicalismo se organizó bajo la
dirección de Alvear dentro de una
línea muy moderada que no tenía otro
programa que la reconquista del
poder a través de elecciones libres.
Pero la situación económico-social
del país suscitaba cada día nuevos y
más difíciles problemas. Frente a las
soluciones de fondo que proponía el
socialismo, comenzaron a delinearse
las que proponía el grupo F.O.R.J.A,
constituido por jóvenes radicales de
ideología progresista y nacionalista a
un tiempo. Antibritánico por sobre
todo, el grupo F.O.R.J.A analizó las
influencias del capital inglés en la
formación y el desarrollo de la
economía argentina, recogiendo los
sentimientos antimperialistas que se
ocultaban en el vago pensamiento de
Yrigoyen. Pero, a medida que fue
desenvolviéndose, se advirtió que se
diferenciaban en su seno los que
querían mantener los principios
democráticos
del
radicalismo
tradicional y los que empezaban a
preferir soluciones antiliberales
vinculadas de alguna manera con las
ideologías nazi-fascistas que por
entonces alcanzaban su apogeo en
algunos países de Europa. Si
aquéllos se mantuvieron fieles al
radicalismo, estos últimos se
manifestaron dispuestos a secundar
cualquier aventura política de tipo
autoritario.
El estallido de la guerra civil
española en 1936 provocó en el país
una polarización de las opiniones, y
el apoyo a la causa republicana
constituyó
una
intencionada
expansión para quienes deseaban
expresar su repudio al gobierno.
Acaso ese clima, acentuado por el
creciente horror que provocaba el
régimen de Hitler en Alemania,
robusteció la certidumbre de que era
necesario hallar un camino para
restaurar la legalidad democrática en
el país.
No fue suficiente, sin embargo,
para decidir a los sectores
conservadores a cambiar sus
métodos al aproximarse la elección
presidencial de 1938. Bajo la
influencia de Alvear, el radicalismo
—que estaba sacudido por un oscuro
problema de concesiones eléctricas
en el que habían intervenido sus
concejales— levantó la abstención
electoral en que se había mantenido
desde que sus candidatos fueran
vetados en 1931, y el propio Alvear
fue elegido candidato a presidente.
Los
sectores
conservadores
consintieron en apoyar la candidatura
de Roberto M. Ortiz, un político de
extracción radical, pero con la
condición de que lo acompañara en
la fórmula un conservador tan
probado como Ramón S. Castillo.
Cuando llegaron las elecciones, el
gobierno hizo el más audaz alarde de
impudicia, alterando sin disimulos el
resultado de los comicios. Ortiz fue
consagrado presidente, pero la
democracia sufrió un rudo golpe y el
engaño contribuyó a acentuar el
escepticismo de las masas populares,
especialmente de las que, agrupadas
en los grandes centros urbanos
comenzaban a adquirir conciencia
política.
Una vez en el poder, Ortiz
manifestó cierta tendencia a buscar
una salida para la turbia situación
política del país. La misma magnitud
del fraude había demostrado la
persistencia
del
sentimiento
democrático, demostrado no sólo en
el apoyo al radicalismo, sino también
en la simpatía por la causa de la
República Española y luego en el
repudio a las agresiones nazis que
condujeron a la guerra mundial en
septiembre de 1939. Desencadenado
el conflicto, un sector del ejército se
inclinó hacia el Eje; pero los
sectores liberales apoyaron a Ortiz,
que decretó la neutralidad. Con ese
mismo respaldo, el presidente
decidió dar los primeros pasos hacia
la normalización institucional del
país. En un acto de innegable
energía, decretó la intervención de la
provincia de Buenos Aires, cuyo
gobernador, Manuel A. Fresco, era
no sólo desembozadamente adicto a
las doctrinas fascistas, sino también
el más vehemente defensor del fraude
electoral. A partir de entonces las
posiciones se polarizaron y los
sectores pro-nazis emprendieron una
enérgica ofensiva que contó con la
propaganda de los periódicos
subvencionados por la embajada
alemana. Una circunstancia fortuita
les dio el triunfo: afectado por una
ceguera incurable, Ortiz debió
renunciar en junio de 1940 y ocupó
la presidencia Castillo, conservador
definido y que apenas disimulaba su
simpatía por Alemania.
El gobierno de Castillo duró tres
años y desde el primer momento se
advirtió que retornaba a la tradición
del fraude. Si en ello no innovaba, se
atrevió a acentuar aún más las
tendencias reaccionarias de sus
predecesores. Los grupos pro-nazis
lo rodearon y tiñeron su
administración con sombríos colores.
Y los sectores militares favorables al
Eje trataron de forzar la política
nacional para orientarla en el sentido
que ellos preferían.
Pero el curso de la guerra
mundial obligó a revisar las
posiciones. Fuertes movimientos,
como el que se denominó Acción
Argentina, se organizaron para
defender la causa de las potencias
democráticas. Y en el seno de los
grupos allegados al gobierno
comenzaron a dividirse las opiniones
entre los que buscaban, para las
elecciones que debían realizarse en
1944, un candidato que respondiese a
los intereses de los Estados Unidos y
los que buscaban uno que no
precipitara esa definición.
Castillo se inclinó hacia los
primeros y apoyó la candidatura de
Robustiano Patrón Costas, en quien
se creía ver cierta tendencia a unir el
destino del país a los Estados
Unidos, acaso por sus intereses
industriales que no lo aproximaban a
Gran Bretaña, como ocurría con los
ganaderos de la provincia de Buenos
Aires. Esa preferencia pareció
peligrosa a los sectores pro-nazis del
ejército, agrupados en una logia
secreta conocida con el nombre de
GOU. La posibilidad de un vuelco
hacia la causa de los aliados podía
poner en descubierto su actividad,
contraria
a
la
neutralidad
formalmente mantenida por el
gobierno, y el 4 de junio de 1943,
ante la mirada estupefacta de la
población de Buenos Aires, que no
sospechaba la inminencia de un
golpe militar, sacaron a la calle las
tropas de las guarniciones vecinas a
la Capital y depusieron sin lucha al
presidente de la República, cuyo
ministro de guerra encabezaba la
insurrección. Así terminó la
república conservadora suprimida
por una revolución pretoriana
análoga a la que le había dado
nacimiento, en el momento en que, en
Europa, la suerte de las armas
comenzaba a girar hacia las
democracias. Pero la revolución de
junio no giraba hacia la democracia,
sino que aspiraba a iniciar en el país
una era de sentido análogo al de la
que en Europa terminaba ante la
execración universal.
Capítulo XIII
LA R EPÚBLICA DE MASAS
(1943-1955)
La revolución del 4 de junio llevó al
poder, a los dos días de su triunfo, al
general Pedro P. Ramírez, ministro
de Guerra del gobierno derrocado.
Los coroneles del GOU se
distribuyeron los principales cargos
y desde ellos comenzaron a actuar
con tal desarmonía que fue difícil
establecer el sentido general de su
orientación política. Lo importante
era, en el fondo, salvar la situación
creada por los compromisos de
ciertos grupos con los países del Eje;
pero mientras se resolvía este
problema, se procuró intentar una
política
popular
congelando
alquileres
o
destituyendo
magistrados y funcionarios acusados
de inconducta. Para resolver la
cuestión de fondo, el ministro de
Relaciones Exteriores aventuró una
gestión ante el gobierno de los
Estados Unidos que concluyó en una
lamentable humillación; y finalmente,
no quedó otra salida que resolver la
declaración de guerra a Alemania y
al Japón en enero de 1944. El estado
de guerra justificó la represión del
movimiento opositor y sirvió para
que el gobierno se incautara de los
bienes que consideró «propiedad
enemiga».
Pero mientras los coroneles
ultimaban este episodio, uno de
ellos, Juan D. Perón, descubría la
posibilidad
de
poner
en
funcionamiento un plan más sutil.
Aun cuando ocupaba la Subsecretaría
de Guerra, logró que se le designara
presidente
del
Departamento
Nacional del Trabajo, y sobre esa
base
organizó
enseguida
la
Secretaría de Trabajo y Previsión
con jerarquía ministerial. Con la
experiencia adquirida en Italia
durante la época fascista y con el
consejo de algún asesor formado en
el sindicalismo español, Perón
comenzó a buscar el apoyo de
algunos dirigentes obreros y logró,
no siempre limpiamente, atraerse
ciertos sectores sindicales. Desde
entonces, el gobierno comenzó a
contar con un pequeño respaldo
popular que fue creciendo a medida
que progresaba el plan del nuevo
secretario de Trabajo.
Reemplazado Ramírez por el
general Edelmiro J. Farrell en
febrero de 1944, la fisonomía del
gobierno
comenzó
a
variar
sensiblemente bajo la creciente
influencia de Perón, que ocupó,
además de la Secretaría de Trabajo y
Previsión, el Ministerio de Guerra y
la vicepresidencia del gobierno
provisional.
La
orientación
gubernamental se definió. Por una
parte se procuró destruir a los
opositores, en parte por la vía de la
represión, y en parte por la creación
de una atmósfera hostil a los partidos
tradicionales a los que, en conjunto,
se hacía responsables de la
perversión de la democracia que
sólo
habían promovido
los
conservadores. Por otra, se trató de
poner en funcionamiento un plan de
acción para consolidar el poder de
los grupos dominantes, organizando
las fuerzas económicas y sociales del
país de tal manera que quedaran al
servicio de los designios de
hegemonía continental que acariciaba
el Estado Mayor del Ejército. Estas
ideas fueron expuestas por Perón en
un discurso pronunciado en la
Universidad de La Plata y
transformadas en el fundamento de su
futuro programa político.
A medida que crecía la influencia
de Perón se advertía que buscaba
apoyarse simultáneamente en el
ejército y en el movimiento sindical.
Esta doble política lo obligaba a una
constante vigilancia. Los sectores
obreros acogían con satisfacción la
inusitada política laboral del
gobierno que los favorecía en los
conflictos con los patrones,
estimulaba el desarrollo de las
organizaciones obreras adictas y
provocaba el alza de los salarios;
pero subsistían en su seno muchas
resistencias de quienes conocían la
política laboral fascista. En el
ejército, por su parte, algunos grupos
reconocían la capacidad de
conducción de Perón y aprobaban su
plan de atraer a los obreros con el
ofrecimiento de algunas ventajas
para sujetarlos a los ambiciosos
planes del Estado Mayor; pero otros
no tardaron en descubrir el peligro
que entrañaba la organización de
poder
que
Perón
construía
rápidamente en su beneficio, y
opinaron que constituía una amenaza
para las instituciones democráticas.
Ésta fue también la opinión de los
partidos tradicionales y de los vastos
sectores de clase media que
formaron en la «Marcha de la
Constitución y de la Libertad»,
nutrida concentración con la que se
quiso demostrar la impopularidad
del gobierno y el repudio a sus
planes. La defensa de la democracia
formal unía a todos los sectores,
desde los conservadores hasta los
comunistas. El nombre de los
próceres sirvió de bandera, y por
sobre todos el de Sarmiento, el
civilizador, cuya biografía daba a luz
por esos días Ricardo Rojas
llamándole El profeta de la pampa.
La presión de los sectores
conservadores movió a un grupo
militar a exigir, el 9 de octubre de
1945, la renuncia de Perón a todos
sus cargos y su procesamiento. En el
primer instante, la ofensiva tuvo
éxito, pero las fuerzas opositoras no
lograron luego aprovecharlo y dieron
tiempo a que se organizaran los
sectores ya definidamente peronistas,
los que, con decidido apoyo militar y
policial, se dispusieron a organizar
un movimiento popular para lograr el
retorno de Perón. El 17 de octubre
nutridas columnas de sus partidarios
emprendieron la marcha sobre el
centro de Buenos Aires desde las
zonas suburbanas y se concentraron
en la plaza de Mayo solicitando la
libertad y el regreso de su jefe.
Acaso sorprendida por el inesperado
apoyo popular que éste había
logrado, la oposición no se atrevió a
obrar y el gobierno ofreció una
suerte de transacción: Perón quedaría
en libertad, abandonaría la función
pública y afrontaría la lucha
electoral en elecciones libres que
controlaría el ejército. Una vez en
libertad, Perón apareció en el balcón
de la Casa de Gobierno y consolidó
su triunfo arengando a la
muchedumbre en un verdadero alarde
de demagogia.
El espectáculo había sido
inusitado. Las clases medias de
Buenos Aires ignoraban que, en los
últimos años y como resultado de las
migraciones internas, se había
constituido alrededor de la ciudad un
conjunto social de caracteres muy
diferentes a los del suburbio
tradicional. La era del tango y del
«compadrito» había pasado. Ahora
poblaban los suburbios los nuevos
obreros industriales, que provenían
de las provincias del interior y que
habían cambiado su miseria rural por
los mejores jornales que les ofrecía
la naciente industria. De 3.430.000
habitantes que tenía en 1936, el Gran
Buenos Aires había pasado a
4.724.000 en 1947. Pero, sobre estos
totales, mientras en 1936 había
solamente un 12% de argentinos
inmigrados del interior, este sector
de población había pasado a
constituir un 29% en 1947. Los
partidos políticos ignoraron esta
redistribución ecológica; pero Perón
la
percibió,
descubrió
la
peculiaridad psicológica y social de
esos grupos y halló el lenguaje
necesario para comunicarse con
ellos. El resultado fue un nuevo
reagrupamiento
político
que
contrapuso esas nuevas masas a los
tradicionales partidos de clase media
y de clases populares, que
aparecieron confundidos en lo que
empezó a llamarse la «oligarquía».
El panorama político del país
cambió, pues, desde el 17 de
octubre. Hasta ese momento los
partidos tradicionales habían estado
convencidos de que el movimiento
peronista era impopular y que la
mayoría
seguía
aglutinándose
alrededor del radicalismo; pero
desde entonces comenzaron a
convencerse del arraigo que la nueva
política obrera había adquirido. La
consecuencia fue la formación de la
Unión Democrática, frente electoral
en el que se unieron conservadores,
radicales, demócratas progresistas,
socialistas y comunistas para
sostener, frente a la de Perón, la
candidatura radical de José P.
Tamborini.
La campaña electoral fue agitada.
Perón logró atraer a ciertos sectores
del
radicalismo
y
del
conservadorismo y fue a las
elecciones en compañía de un
radical, Hortensio J. Quijano. Lo
respaldaba desembozadamente el
aparato gubernamental y lo apoyaban
fuertes sectores del ejército y de la
Iglesia, así como también algunos
grupos industriales que esperaban
una fuerte protección del Estado para
sus actividades. Pero también lo
apoyaba una masa popular muy
numerosa cuya fisonomía, a causa de
su novedad, no acertaban a descubrir
los observadores. La formaban, en
primer lugar, los nuevos sectores
urbanos y, luego, las generaciones
nuevas de las clases populares de
todo el país, que habían crecido en el
más absoluto escepticismo político a
causa de la permanente falsificación
de la democracia que había
caracterizado a la república
conservadora. Muy poco trabajo
costó a Perón, poseedor de una
vigorosa
elocuencia
popular,
convencer a esa masa de que todos
los
partidos
políticos
eran
igualmente responsables de tal
situación. El 24 de febrero de 1946,
en
elecciones
formalmente
inobjetables, la fórmula Perón-
Quijano triunfó en casi todo el país
con
1.500.000
votos,
que
representaban el 55% de la totalidad
de los electores.
Antes de entregar el gobierno,
Farrell adoptó una serie de medidas
para facilitar la obra de Perón, entre
ellas la intervención a todas las
universidades y la expulsión de todos
los profesores que habían tenido
alguna militancia contra él. Cuando
Perón ocupó la presidencia el 4 de
junio de 1946, continuó la remoción
de los cuadros administrativos y
judiciales sin detenerse siquiera ante
la Corte Suprema de Justicia.
Gracias al incondicionalismo del
parlamento pudo revestir todos sus
actos de una perfecta apariencia
constitucional. Esta característica
prevaleció durante todo su gobierno
apoyado, además, en una constante
apelación a la adhesión directa de
las masas que, concentradas en la
plaza
de
Mayo,
respondían
afirmativamente una vez por año a la
pregunta de si el pueblo estaba
conforme
con
el
gobierno.
Entusiastas y clamorosas respondían
al llamado del jefe y ofrecían su
manso apoyo sin que las tentara la
independencia.
El presidente contaba con una
floreciente situación económica.
Gracias a la guerra mundial el país
había vendido durante varios años a
buenos precios su producción
agropecuaria y había acumulado
fuerte reserva de divisas a causa de
la imposibilidad de importar
productos manufacturados. De 1.300
millones en 1940, las reservas de
divisa llegaron a 5.640 millones en
1946, y esta situación siguió
mejorando hasta 1950 a causa de las
buenas cosechas y de la demanda de
productos alimenticios por parte de
los países que sufrían las
consecuencias de la guerra. La
Argentina se hizo pagar a buen
precio sus productos, de acuerdo con
la tesis poco generosa del presidente
del Banco Central, Miguel Miranda,
que inspiró la política económica del
gobierno durante varios años. Esa
circunstancia
permitió
Perón
desarrollar una economía de
abundancia que debí asegurarle la
adhesión de las clases populares.
Fuera de la legitimidad de su
título constitucional, la fuerza del
gobierno seguía consistiendo en el
apoyo que le prestaban los grupos de
poder: el ejército, la Iglesia y las
organizaciones
obreras.
Para
mantener ese apoyo, Perón trazó
distintas líneas políticas y procuró
mantener el equilibrio entre los
distintos sectores que lo sostenían.
Pero el que más le preocupaba era el
sector obrero, en el que sólo él tenía
ascendiente y con cuya fuerza debía
contrarrestar la de los otros dos, que
sin duda poseían su propia política.
De ahí la significación de su política
laboral.
Tres aspectos distintos tuvo esa
política. En primer lugar, procuró
acentuar los elementos emocionales
de la adhesión que le prestaba la
clase obrera. Tanto su oratoria como
la acción y la palabra de su esposa,
Eva Duarte de Perón —a quien se le
había asignado específicamente esa
función—, estaban destinadas a
destacar la actitud paternal del
presidente con respecto a los que
vivían de su salario y a los
necesitados.
Una
propaganda
gigantesca y bien organizada llevaba
a todos los rincones de la República
el testimonio de esa preocupación
por el bienestar de los que, desde la
campaña electoral, se llamaban los
«descamisados», manifestada en
desordenadas distribuciones de
paquetes con ropas y alimentos, o en
obsequios personales de útiles de
trabajo o medicinas. Y cuando se
convocaba
una
concentración
popular, los discursos del presidente
y de su esposa adquirían los matices
de una verdadera explosión
sentimental de amor por los
humildes.
En segundo lugar, se logró
establecer una organización sindical
rígida a través de la Confederación
General del Trabajo, que agrupó a
varios millones de afiliados de todos
los
sindicatos,
obligados
a
incorporarse
y a
contribuir
automáticamente.
Estrechamente
vigilada por el presidente y por Eva
Perón,
la
CGT
respondía
incondicionalmente a los designios
del gobierno y transmitía sus
consignas hacia los sindicatos y los
delegados de fábrica que, a su vez,
las hacían llegar a la base.
Finalmente, el gobierno mantuvo
una política de salarios altos, a
través de la gestión de contratos
colectivos
de
trabajo
que
generalmente concluían mediante una
intervención directa del Ministerio
de Trabajo y Previsión. Esta política
no fue, en modo alguno, perjudicial
para
los
patrones,
quienes
trasladaban automáticamente esos
aumentos de salarios a los precios,
con lo que se acentuó la tendencia
inflacionista
de
la
política
económica gubernamental. Leyes
jubilatorias, indemnizaciones por
despido,
vacaciones
pagadas,
aguinaldo y otras ventajas directas
dieron la impresión a los asalariados
de que vivían dentro de un régimen
de protección, acentuada por los
cambios que se produjeron en las
formas de trato entre obreros y
patrones.
La política económica no fue
menos novedosa y su rasgo
predominante fue el intervencionismo
estatal y la nacionalización de los
servicios públicos. El gobierno
proyectó dos planes quinquenales
que, por su improvisación y
superficialidad, no pasaron de ser
meros instrumentos de propaganda.
Fue creado el Instituto Argentino de
Promoción del Intercambio para
comercializar las cosechas, pero en
poco tiempo se transformó en una
monstruosa organización burocrática
que redujo los márgenes de los
productores en las buenas épocas sin
garantizar
suficientemente
su
situación futura; en cambio, sirvió
para favorecer los intereses de los
grupos económicos allegados al
gobierno que se enriquecieron con el
régimen de control de las
exportaciones e importaciones. Y al
mismo tiempo permitió el gobierno
que determinados sectores de la
industria media y liviana prosperaran
considerablemente, gracias a los
créditos que otorgaba el Banco
Industrial y el abundante consumo
estimulado por los altos salarios En
cuanto a las nacionalizaciones, las
medidas fueron más drásticas. El 1
de marzo de 1947, de manera
espectacular, fue proclamada la
recuperación de los ferrocarriles,
que, sin embargo, habían sido
adquiridos a las empresas inglesas
en la suma de 2. 462 millones de
pesos, pese a que la Dirección
Nacional de Transportes los había
valuado poco antes en 730 millones.
Lo mismo se hizo con los teléfonos,
el gas y la navegación fluvial. Pero
la
predominante
preocupación
política del gobierno impidió una
correcta administración de los
servicios, de modo que disminuyeron
los niveles de eficacia y el monto de
las ganancias.
A partir de 1950 la situación
comenzó a cambiar. Una prolongada
sequía malogró las cosechas y los
precios internacionales comenzaron a
bajar. En la vida interna, se acusaban
cada vez más los efectos de la
inflación, que hacía ilusorios los
aumentos de salarios obtenidos por
los sindicatos a través de gestiones
cada vez más laboriosas. Las
posibilidades ocupacionales y la
esperanza de altos jornales
comenzaron a ser cada vez más
remotas para el vasto sector de
obreros industriales, acrecentado por
un nutrido contingente de inmigrantes
que, entre 1947 y 1954, dejó un saldo
de 747.000 personas. Una crisis
profunda comenzó a incubarse, por
no haberse invertido en bienes de
capital las cuantiosas reservas con
que contaba el gobierno al comienzo
de su gestión y por no haberse
previsto las necesidades crecientes
de la industria y de los servicios
públicos en relación con la
progresiva concentración urbana;
pero sobre todo porque, pese a la
demagogia verbal, nada se había
alterado sustancialmente en la
estructura económica del país.
Pese a todo, Perón pudo
conservar la solidez de la estructura
política en que se apoyaba. La
depuración del ejército le aseguró su
control, y la organización electoral
se mantuvo incólume. Pero,
ciertamente, carecían de fuerza los
partidos políticos que lo apoyaban.
Con o sin ellos, Perón mantenía su
pequeño margen de ventaja sobre
todas las fuerzas opositoras unidas,
sobre todo a partir de la aplicación
de la ley de sufragio femenino,
sancionada en 1947. La gigantesca
organización de la propaganda
oficial contaba con múltiples
recursos; los folletos y cartillas, el
control de casi todos los periódicos
del país, el uso de la radio, la eficaz
oratoria del presidente y de su
esposa y los instrumentos de acción
directa, como la Fundación Eva
Perón, que manejaba ingentes sumas
de dinero de origen desconocido,
todo ello mantenía en estado de
constante tensión a una masa que no
advertía que la política de salarlos y
mejoras sociales no iba acompañada
por ninguna reforma fundamental que
asegurara la perduración de las
ventajas obtenidas. Ni los signos
inequívocos de la inflación
consiguieron
despertar
la
desconfianza frente a la singular
«justicia social» que proclamaba el
gobierno.
En el fondo, la propaganda tenía
como finalidad suprema mantener la
autoridad personal de Perón, y tal fue
también el sentido de la reforma
constitucional de 1949, que
incorporó al histórico texto
numerosas declaraciones sobre
soberanía y derechos de los
trabajadores sólo para disimular su
verdadero objeto, que consistía en
autorizar la reelección presidencial.
Otros recursos contribuyeron a
robustecer el régimen personalista:
la obsecuencia del parlamento, el
temor de los funcionarios y, sobre
todo, la inflexible represión policial
de las actividades de los adversarios
del régimen. Ni los partidos políticos
ni las instituciones de cultura
pudieron realizar reuniones públicas,
ni fue posible publicar periódicos o
revistas que tuvieran intención
política. A los opositores les fue
impedido hasta salir del país y a los
obreros que resistían a las
organizaciones oficiales se los
persiguió brutalmente. Un plan
militar de defensa del orden interno
—el plan Conintes— proveyó al
gobierno de instrumento legal
necesario para apagar la vida cívica.
La cultura se resintió de esos
males. Los escritores editaban sus
libros y los artistas exponían sus
obras, pero la atmósfera que los
rodeaba era cada vez más densa. Las
universidades se vieron agitadas por
incesantes movimientos estudiantiles
que
protestaban
contra
un
profesorado elegido con criterio
político y sometido a la vejación de
tener que cometer actos indignos,
como solicitar la reelección del
presidente u otorgar el doctorado
honoris causa a su esposa. Las
instituciones de cultura debieron
cerrar sus puertas y sólo prosperaron
las que agrupaban a los adictos al
régimen, que demostraba marcada
predilección por un grotesco
folklorismo. Y, entre tanto, el
presidente se comprometía en
lamentables aventuras científicas que
pretendían asegurarle repentinamente
al país la preeminencia en las
investigaciones atómicas. Por otra
parte, el gobierno había impuesto en
la enseñanza primaria y secundaria la
obligación de comentar su obra; se
hizo obligatorio el uso del presunto
libro de Eva Perón titulado La razón
de mi vida y se estableció la
enseñanza religiosa. Dos iniciativas
felices se pusieron, sin embargo, en
práctica: las escuelas-fábricas y la
Universidad Obrera.
La respuesta a esta creciente
organización dictatorial fue una
oposición sorda de las clases altas y
de ciertos sectores politizados de las
clases medias y populares. La
oposición
pudo
manifestarse
generalmente en la Cámara de
Diputados, a través del reducido
bloque radical o en las campañas
electorales, en que los partidos
políticos denunciaban los excesos
del régimen. En 1951 un grupo
militar de tendencia nacionalista
encabezado por el general Menéndez
intentó derrocar al gobierno, pero
fracasó y los hilos de la conspiración
pasaron a otras manos, que
consiguieron conservarlos a la
espera de una ocasión propicia.
El fallecimiento de Eva Perón en
1952 constituyó un duro golpe para
el régimen. Reposaba sobre sus
hombros
la
vigilancia
del
movimiento obrero y a su muerte, el
presidente tuvo que desdoblar aún
más su personalidad para asegurar su
control del ejército y mantener su
autoridad sobre la masa obrera. Esta
doble necesidad requería de Perón
una duplicidad de planteos, cuya
reiteración fue debilitándolo. Algo
había perdido también de eficacia
personal, acaso trabajando por la
obsecuencia de sus colaboradores y
por problemas personales que
comprometían su conducta privada.
En esas circunstancias se produjo un
resquebrajamiento de su plataforma
política al apartarse de su lado los
sectores católicos que habían
contribuido a sostenerlo hasta
entonces. Seguramente preocupaba
ya en esos círculos el problema de su
sucesión, y Perón reaccionó
violentamente
contra
ellos
enfrentando a la Iglesia. Una tímida
ley de divorcio, la supresión de la
enseñanza religiosa y el alejamiento
de
ciertos
funcionarios
reconocidamente fieles a la
influencia eclesiástica, revelaron la
crisis.
El conflicto con la Iglesia, que
alcanzó ciertos matices de violencia
y a veces de procacidad, contribuyó
a minar el apoyo militar a Perón,
apartando de él a los sectores
nacionalistas y católicos de las
fuerzas armadas. Repentinamente, la
vieja conspiración militar comenzó a
prosperar y se preparó para un golpe
que estalló el 16 de junio de 1955.
La Casa de Gobierno fue
bombardeada por los aviones de la
Armada, pero los cuerpos militares
que debían sublevarse no se
movieron y el movimiento fracasó.
Ese día grupos regimentados
recorrieron las calles de Buenos
Aires
con aire
amenazante,
incendiaron iglesias y locales
políticos, pero el presidente acusó el
golpe porque había quedado
descubierto la falla que se había
producido en el sistema que lo
sustentaba. Acaso no era ajena a esa
crisis la gestión de contratos
petroleros que el presidente había
iniciado con algunas empresas
norteamericanas.
En los sectores allegados al
gobierno comenzó un movimiento
para reordenar sus filas. Ante la
evidente retracción de las fuerzas
armadas, el movimiento obrero
peronista creyó que podía acentuar
su influencia. Un decidido sector de
dirigentes de la Confederación
General del Trabajo comenzó a
presionar al disminuido presidente
para que armara a las milicias
populares. Pero el planteo obrero
amenazaba con desembocar en una
verdadera revolución, y Perón, cuya
auténtica política había sido
neutralizar a las masas populares,
esquivó la aventura a que se lo
quería lanzar.
En esas condiciones, la
conspiración militar adquirió nuevo
vuelo bajo la dirección del general
Eduardo Lonardi y estalló en
Córdoba el 16 de septiembre. Hubo
allí acciones violentas, pero la
sublevación general de la marina,
que concentró sus barcos en el Río
de la Plata y amenazó con
bombardear la Capital, enfrió el
escaso entusiasmo de los jefes aún
adictos a Perón. Pocos días después
el presidente entregó su renuncia y
Lonardi se hizo cargo del poder.
Subrepticiamente, Perón se
refugió en la embajada del Paraguay
y poco después se embarcó en una
cañonera que lo llevó a Asunción.
De la férrea organización que lo
había sostenido no quedaron sino
vagos vestigios incapaces de resistir.
De la obra que había emprendido
para asegurar la «justicia social» no
subsistió sino el melancólico
recuerdo de los anuales aumentos de
jornales que ilusionaban a quienes
enjugaban con el pago de las
retroactividades las deudas que la
inflación les había obligado a
contraer. De la proclamada
«independencia económica» no
subsistía sino el recuerdo de los
leoninos contratos petroleros que
había gestionado con los monopolios
internacionales. Cuarenta y ocho
horas bastaron para poner al
descubierto la constitutiva debilidad
de la obra de diez años. Sólo
quedaban unas masas populares
resentidas por el fracaso, que se
negaban a atribuir al elocuente
conductor, y procuraban endosar a la
«oligarquía». Y quedaba una
«oligarquía» que confiaba en
subsistir y en prosperar, gracias a la
fortaleza que había logrado al
amparo de quien se proclamaba su
enemigo. Pero indudablemente la
relación entre oligarquía y masas
populares quedaba planteada en el
país en nuevos términos, porque los
sectores obreros urbanos habían
crecido considerablemente y habían
adquirido no sólo experiencia
política, sino también el sentimiento
de su fuerza como grupo social.
Capítulo XIV
LA R EPÚBLICA EN CRISIS
(1955-1973)
Las diferencias entre los grupos que
habían derribado a Perón se
manifestaron de inmediato. Los
sectores nacionalistas y católicos,
algunos de ellos comprometidos con
el régimen peronista durante largo
tiempo, inspiraron la política del
presidente Lonardi, quien proclamó
que no había «ni vencedores ni
vencidos». Hubo un intento de
acercamiento a los dirigentes
sindicales, bien dispuestos a tratar
con los vencedores, pero éste no
llegó a cuajar: el 13 de noviembre de
1955 los sectores liberales y
rígidamente antiperonistas, nucleados
en torno del vicepresidente Rojas,
separaron a Lonardi y colocaron en
su lugar al general Pedro Eugenio
Aramburu. Desde entonces, las
figuras de tradición liberal —
conservadores y radicales, abogados
y empresarios— predominaron en la
administración y fijaron la posición
del gobierno, que fue definida
explícitamente
como
una
prolongación de «la línea de Mayo y
Caseros». La fórmula significaba un
retorno al liberalismo; pero aplicada
a la situación del momento expresó
la adopción de una actitud
conservadora, especialmente en
materia económica y social.
En materia económica, el acento
fue puesto en la libre empresa, a
pesar de que el economista Raúl
Prebisch, a quien se le encargó la
elaboración de un diagnóstico
económico, había recomendado que
el Estado conservara «los resortes
superiores de la intervención». Esa
tendencia repercutió sobre la política
laboral, aun cuando el gobierno no
acertó a fijar una línea en ese
terreno.
Los
empresarios
aprovecharon el debilitamiento de
las organizaciones sindicales, que
fueron intervenidas y, ante la
prescindencia del Estado, procuraron
limitar las conquistas que los
asalariados habían obtenido en los
últimos años. Estallaron entonces
huelgas y conflictos gremiales, que
fueron severamente reprimidos, y los
sectores obreros se agruparon
alrededor de la bandera de Perón,
produciéndose
una
exaltación
nostálgica de la época en que habían
sido protegidos por el Estado.
No faltó el intento revolucionario
desencadenado por jefes, oficiales y
suboficiales del ejército adictos a
Perón. El movimiento estalló en La
Plata y el gobierno lo reprimió con
desusada energía, no vacilando en
aplicar la pena de muerte a los
principales comprometidos. La
medida causó estupor en muchos
sectores y contribuyó a ensanchar el
abismo que separaba a los
derrotados de los vencedores.
Proscrito el peronismo, el
gobierno estimuló la acción de los
viejos partidos políticos y constituyó
la Junta Consultiva, de la que sólo
quedaron excluidos los partidos de
extrema izquierda y extrema derecha.
En su seno se debatieron
ampliamente importantes problemas,
advirtiéndose la aparición de
contrapuestas corrientes de opinión
frente a cada uno de ellos.
El gobierno demostró su decisión
de acelerar la normalización
institucional
del
país.
Para
prepararla, convocó una convención
para la reforma de la Constitución,
que se reunió en Santa Fe y congregó
a representantes de casi todos los
partidos, por haberse puesto en
práctica el principio de la
representación proporcional. El
hecho político sobresaliente de ese
período fue la división de la Unión
Cívica Radical en dos sectores —la
UCR Intransigente y la U.C.R de
Pueblo— bajo las direcciones de
Arturo Frondizi y Ricardo Balbín,
respectivamente. La U.C.R.I había
comenzado a adoptar una actitud de
oposición frente al gobierno,
acusándolo de seguir una política
antipopular. En las elecciones de
convencionales de 1957 los dos
sectores del radicalismo demostraron
una paridad de fuerzas mientras los
votos en blanco, que reunían al
electorado peronista, constituían la
mayoría. Para forzar al electorado en
las futuras elecciones presidenciales,
la UCRI decidió retirarse de la
Convención. Por esa y otras causas
el cuerpo no pudo cumplir su
cometido y se limitó a establecer la
vigencia de la Constitución de 1853,
con el agregado de una declaración
que instituyó los derechos sociales,
entre ellos el de huelga.
Para
las
elecciones
presidenciales que se avecinaban, el
candidato presidencial de la U.C.R.I,
Arturo Frondizi, gestionó y obtuvo el
apoyo de los votos peronistas,
obteniendo la mayoría en las
elecciones del 23 de febrero de
1958. Algunos sectores militares
miraron con recelo esa reaparición
de los vencidos de 1955 y no faltó
quien pensara que podía producirse
un golpe de estado que impidiera la
normalización constitucional, pero el
presidente Aramburu se mantuvo
firme en su promesa y entregó el
poder a su sucesor.
En la etapa electoral, Frondizi
había propuesto la integración de un
vasto frente, en el que debían
reunirse empresarios, obreros,
sectores intelectuales, eclesiásticos y
hasta militares, para impulsar al país
a dar un gran salto en su desarrollo.
Insistía en la urgencia de renovar la
infraestructura y desarrollar un sector
de industrias básicas, único camino
para
iniciar
un crecimiento
económico integrado. Aunque su
lenguaje moderno y atractivo atrajo a
muchos, el frente en definitiva se
limitó a un pacto electoral entre
Perón, depositario de los votos
obreros, y Rogelio Frigerio, asesor
de Frondizi y cabeza de un grupo de
técnicos que aspiraban a hacer de
puente entre los grupos empresarios
nacionales y los inversores
extranjeros, que por entonces
manifestaban decidido interés por
instalarse en la Argentina.
De los capitales extranjeros,
precisamente, se esperaba el impulso
fundamental. La ley de Radicación de
Capitales les concedió condiciones
harto atractivas, reforzadas por la ley
de Promoción Industrial; en materia
energética, el propio presidente
condujo la negociación, que culminó
con una serie de contratos para la
exploración y explotación de las
reservas petroleras. Paralelamente,
el gobierno solucionaba la situación
de
las
empresas
eléctricas,
adquiriendo el equipo instalado y
constituyendo la empresa S.E.G.B.A,
con mayoría estatal. En esos años la
entrada de capitales extranjeros,
especialmente norteamericanos, fue
muy importante, desarrollándose
rápidamente las industrias básicas,
como la petroquímica y la
siderúrgica, y también la automotriz.
Los primeros meses de gobierno
fueron de acelerada expansión,
acentuada por un aumento masivo de
salarios que en parte, retribuía el
apoyo electoral de los sectores
obreros. La inflación que desató
obligó pronto a aplicar fórmulas
económicas más ortodoxas: al Plan
de Estabilización y Desarrollo de
diciembre de 1958 siguió, en junio
de 1959, la incorporación como
ministro de Economía del ingeniero
Álvaro Alsogaray, campeón de la
política económica ortodoxamente
liberal y declarado enemigo del
grupo encabezado por Frigerio.
Alsogaray aplicó en los dos años
siguientes un programa estabilizador
ortodoxo: restricción crediticia
reducción del déficit fiscal,
congelamiento de salarios, fuerte
devaluación y supresión de los
subsidios que, a través de tipos de
cambio preferenciales, recibían
muchas empresas nacionales. El
costo social de esta política fue muy
alto, especialmente por la secuela de
cierres y la creciente desocupación.
Pasado el peor momento de la crisis,
y cuando comenzaba una nueva fase
expansiva,
Alsogaray
fue
reemplazado
y
se
retomó,
parcialmente, la política originaria.
Las condiciones mismas de la
economía hicieron que estas crisis se
repitieran periódicamente; en esos
años se vieron agravadas por la casi
crónica crisis política de un gobierno
que, carente de fuerza propia, se vio
permanentemente atenazado por el
sindicalismo peronista y por los
sectores militares. El gobierno
cumplió parte de sus compromisos
con el sindicalismo peronista: se
sancionó la ley de Asociaciones
Profesionales, que daba una gran
capacidad de maniobra a los
dirigentes, y en 1961 se normalizó la
C.G.T. A pesar de que el gobierno
llegó a contar con un grupo de
dirigentes adictos, la oposición
sindical fue creciendo en intensidad,
sobre todo luego de la aplicación del
Plan de Estabilización de 1959. En
enero de 1959 fue necesario ocupar
militarmente el Frigorífico Nacional,
para desalojar a los obreros que
resistían la intervención. En mayo,
Perón denunció el pacto firmado con
Frigerio en vísperas de las
elecciones, lo que motivó el
alejamiento del asesor presidencial,
y desde entonces creció la
resistencia sindical, agravada por
reiterados actos de sabotaje.
Tampoco eran fáciles las
relaciones con las fuerzas armadas,
que desconfiaban de la versatilidad
del presidente. Ya en 1958 se
produjeron los primeros «planteos»
(fórmula con la que se empezaron a
conocer las perentorias exigencias de
las Fuerzas Armadas), que se fueron
agravando a medida que el estado
deliberativo ganaba las filas
militares. Ante cada coyuntura, los
distintos jefes expresaban opiniones
diferentes y no faltaron, en 1959,
episodios en los que grupos
antagónicos estuvieron a punto de
dirimir sus diferencias a cañonazos
en plena ciudad. Frente a las
reiteradas presiones, el presidente
optó por tratar de salvar su cargo y
no vaciló en sacrificar, una y otra
vez, a cada uno de sus cuestionados
colaboradores civiles o militares. En
marzo de 1960 dispuso la aplicación
del llamado Plan Conintes, por el
que las Fuerzas Armadas asumían la
tarea de enfrentar la creciente
oposición generada en los sectores
obreros.
La política exterior de Frondizi
creó un nuevo campo para las
fricciones. El lanzamiento del
programa de la Alianza para el
Progreso por el presidente Kennedy
—mirado con desconfianza por
buena parte de los sectores
tradicionales de ambas Américas—
encontró en Frondizi un entusiasta
partidario. Simultáneamente se había
producido la crisis cubana, y el
movimiento revolucionario del
Caribe suscitaba en Buenos Aires
una amplia ola de simpatía, en virtud
de la cual en 1961 fue elegido
senador por la Capital el socialista
Alfredo L. Palacios. Frondizi se
propuso mediar entre Estados Unidos
y Cuba, y comenzó a desarrollar, en
materia de política exterior, una línea
cada vez más independiente. Sus
entrevistas con el presidente
brasileño Quadros —otro heterodoxo
— y luego con el ministro cubano de
Industrias,
Ernesto
Guevara,
suscitaron una creciente oposición
entre los mandos militares, quienes
lo obligaron finalmente a romper
relaciones con Cuba, a pesar de que
poco tiempo antes Frondizi había
declarado enfáticamente que no lo
haría.
Sin embargo, el problema más
complejo era el electoral, y en él se
jugaba su suerte un gobierno cada
vez más huérfano de apoyo. A través
de los partidos neoperonistas, los
vencidos de 1955 se aprestaban a
volver a la escena política, y el
partido oficial procuró convertirse
en la alternativa a lo que muchos
juzgaban su inevitable triunfo. El
desplazamiento de Alsogaray del
ministerio de Economía permitió
retomar una política más flexible, en
la que abundaron las dádivas de
inequívoco sabor preelectoral, al
tiempo que se procuraba polarizar en
torno de la U.C.R.I a todo el
electorado antiperonista. El camino a
la elección de marzo de 1962
constituyó una suerte de gigantesco
equívoco, pus los peronistas, que
dudaban de las ventajas de un triunfo
especularon con la posibilidad de ser
proscriptos y ofrecieron un elenco de
candidatos francamente irritativos,
especialmente en la provincia de
Buenos Aires. Alentado por algunos
éxitos previos, el gobierno prefirió
arriesgarse a vencerlos en las
elecciones y fracasó: mientras los
radicales del pueblo triunfaban en
Córdoba y el partido oficial sólo se
anotaba un éxito significativo en la
Capital Federal, los partidos
peronistas ganaban ocho provincias,
entre ellas la de Buenos Aires. Esto
selló la suerte del gobierno:
anticipándose a lo que juzgaba una
segura exigencia militar, el
presidente decidió intervenir las
provincias en que habían triunfado
los peronistas, aunque no logró con
ello evitar su deposición, apenas
demorada unos días por la visita que
por entonces realizaba el príncipe de
Edimburgo. El 29 de marzo de 1962
los jefes militares detenían al
presidente Frondizi y lo confinaban
en la isla Martín García; concluía
así, con un rotundo fracaso, el primer
intento de encontrar una solución a la
crisis política iniciada en 1955.
Mientras los jefes militares
deliberaban sobre el rumbo a seguir,
José María Guido, presidente
provisional del Senado y primero en
la línea sucesoria institucional (el
vicepresidente
electo
había
renunciado en 1958) se presentaba
sorpresivamente ante la Corte
Suprema de Justicia y prestaba
juramento como presidente. Poco
después, los comandantes militares
aceptaban esta situación, cuando el
flamante mandatario se comprometió
a anular las elecciones, intervenir
todas las provincias y declarar el
Congreso en receso. Se conservaba
así un remedo de legalidad, y en ello
radicó la fuerza de un presidente
permanentemente sometido a las
imposiciones de los distintos grupos
militares. La crisis política había
agravado la crisis económica cíclica,
y se decidió aplicar rápida y
enérgicamente la conocida fórmula
estabilizadora: el ministro Federico
Pinedo efectuó una violenta
devaluación del peso, que sumió la
actividad económica en el marasmo;
aunque al cabo de dos semanas fue
relevado, su sucesor, el ingeniero
Alsogaray, continuó aplicando las
mismas fórmulas, aunque con más
prudencia.
El año 1962 fue difícil en lo
económico y también en lo político.
Dentro de las Fuerzas Armadas la
deliberación llegó a su grado más
alto y condujo a repetidos
enfrentamientos abiertos. Se discutía,
sobre todo, la pertinencia de intentar
una nueva salida electoral, visto que
de uno u otro modo la decisión
quedaba en definitiva en manos de
los votos peronistas. A esto se
agregaba la creciente desconfianza
que algunos sectores tenían hacia los
dirigentes políticos en general, e iba
cobrando cuerpo la idea de un
gobierno puramente militar. Esta
opinión no era por entonces unánime
y, frente a esa tendencia,
caracterizada por un estricto
liberalismo en materia económica y
una firme posición antiperonista, se
fue constituyendo otra, proclive a una
salida electoral que resguardara la
legalidad, pero preocupada, sobre
todo, por la creciente politización de
las Fuerzas Armadas. La vuelta a la
legalidad era para esos jefes
militares el único camino para que
las Armas retornaran a la senda
profesional. En septiembre de 1962
la situación hizo crisis en el ejército,
y los dos bandos, conocidos como
colorados y azules (colores que
identificaban a los contendientes en
los juegos de guerra académicos)
llegaron a un choque armado que
tuvo por escenario las calles de la
capital. Triunfó el grupo azul,
legalista, cuyo jefe, el general
Onganía, fue designado comandante
en jefe del Ejército. Todavía hubo un
nuevo
episodio
de
este
enfrentamiento cuando la Marina,
simpatizante con el grupo colorado,
pero voluntariamente marginada de
los incidentes anteriores, se rebelo
en abril de 1963. El enfrentamiento
fue entonces mucho más violento y la
victoria de los azules, concluyente.
La salida electoral, sin embargo,
no dejaba de ofrecer dificultades.
Originariamente el gobierno estimuló
la formación de un gran Frente
Nacional, que incluyera a todas las
fuerzas políticas, pero en definitiva
éste se limitó a un acuerdo entre el
peronismo y algunos partidos
menores. La fórmula presidencial
que presentó, aceptable inclusive
para muchos antiperonistas, fue
finalmente vetada y el Frente no
concurrió a elecciones. En cambio se
presentó el general Aramburu,
postulado por un partido nuevo
formado apresuradamente, la Unión
del Pueblo Argentino, que ofrecía al
electorado antiperonista la seguridad
del respaldo militar. El 7 de julio de
1963 los votos en blanco fueron otra
vez muy importantes pero, gracias al
aporte de una parte de los votos
peronistas, la Unión Cívica Radical
del Pueblo ocupó el primer puesto,
con apenas algo más del 25% de los
sufragios. En el Colegio Electoral
hubo acuerdo para consagrar
presidente a su candidato, Arturo
Illia.
Carente de una sólida mayoría
electoral y con pocos apoyos entre
los restantes factores de poder, el
gobierno encabezado por el Dr. Illia
apenas pudo ofrecer un elenco
honorable y una conducción
mesurada, suficiente seguramente
para un período normal, pero incapaz
de
elaborar
una
alternativa
imaginativa y sólida para la casi
crónica crisis política. Durante su
campaña, el partido había hablado de
nacionalismo
económico,
de
intervención estatal y de protección a
los consumidores, y estos principios
orientaron su política económica.
Buenas cosechas y una mejora en la
balanza de pagos permitieron un
aumento relativo de los salarios y un
estímulo a la demanda, con lo que se
solucionó la desocupación y se puso
fin a la aguda crisis cíclica. La
sanción de la ley de Abastecimientos
procuró, con poca eficacia, defender
a los consumidores, mientras que
retiraba parte del apoyo crediticio a
las grandes empresas, derivándolo a
las pequeñas, de capital nacional.
Los contratos petroleros firmados
por Frondizi fueron anulados y,
finalmente, renegociados, al tiempo
que se modificaba el acuerdo con
S.E.G.B.A., asegurando la mayoría
estatal en la conducción. Esta
política nacionalista no pasó de allí,
pero creó reticencias entre los
inversores extranjeros, que cesaron
de hacer nuevos aportes.
En
lo
económico,
el
estancamiento
fue
progresivo,
mientras que en lo político se
advertía, con creciente claridad, que
el gobierno carecía de una salida
posible. A principio de 1963 se
normalizó la C.G.T y los
sindicalistas peronistas asumieron su
conducción; el gobierno procuró
hostilizarlos sobre todo mediante la
reglamentación de la ley de
Asociaciones Profesionales y el
estímulo a los grupos sindicales
minoritarios. Los sindicatos se
enfrentaron pronto con el gobierno y
en 1964 lanzaron un «Plan de Lucha»
que concluyó con la ocupación
pacífica por los obreros de 1100
establecimientos
fabriles.
Por
entonces se estaba desarrollando,
dentro del movimiento peronista, una
tendencia a establecer relaciones
más flexibles y distantes con el ex
presidente, por entonces residente en
Madrid. El neoperonismo o
peronismo sin Perón, como querían
sus críticos, creció en algunas
provincias tradicionales y, sobre
todo, en el sector sindical, cuyos
dirigentes descubrieron que los
intereses
de
las
poderosas
instituciones que manejaban a
menudo no coincidían con los del
jefe en el exilio. Creció por entonces
el predicamento de un dirigente
singular, el metalúrgico Augusto
Vandor, artífice de una política que
combinaba, en dosis cambiantes, el
enfrentamiento y la negociación. En
las elecciones de Mendoza, de
principios de 1965, el neoperonismo
decidió sostener un candidato poco
grato a Perón quien jugó toda su
autoridad en apoyo de otro menos
conocido pero probadamente leal. La
división peronista favoreció en
definitiva el triunfo de sus
adversarios, pero el líder exiliado
logró vencer a los disidentes y
asegurar su hegemonía dentro del
movimiento.
Las elecciones de 1965 llevaron
al Congreso Nacional muchos
diputados
neoperonistas,
que
hicieron alardes de convivencia con
sus colegas. Sin embargo, a nadie
escapaba que las elecciones de
gobernadores en 1967 reactualizarían
el problema que había provocado la
caída de Frondizi en 1962. Por
entonces, las relaciones entre el
Ejército y gobierno eran cada vez
más frías y, mientras se veía con
preocupación la futura e inevitable
crisis, cobraba cuerpo entre los jefes
militares la idea de constituir un
gobierno que, excluyendo a los
partidos políticos, integrara a las
Fuerzas Armadas con los «factores
reales de poder», sobre todo
empresarios y sindicatos. Durante los
meses iniciales de 1966, mientras los
dirigentes sindicales acentuaban su
presión, una campaña periodística
minó el prestigio del gobierno,
acusándolo de lento e ineficiente. El
28 de junio de ese año los tres
comandantes en jefe depusieron al
presidente Illia. La situación no era
nueva —aunque sí lo era la dignidad
con que el presidente afrontaba su
destino sin torcer su conducta— y
ponía fin al segundo intento para
solucionar la crisis política iniciada
en 1955.
La
presencia
de
varios
sindicalistas en la ceremonia en que
juró el nuevo presidente, general
Juan Carlos Onganía, pareció
confirmar la existencia de un acuerdo
entre el poder militar y el poder
sindical. Sin embargo, el flamante
presidente dio pronto pruebas de no
estar dispuesto a compartir sus
responsabilidades con nadie y los
propios mandos militares debieron
dar un paso atrás. Por entonces
Onganía no sólo tenía el apoyo pleno
de las Fuerzas Armadas, sino que
gozaba de un vasto consenso
nacional, y había una suerte de
confianza general en su capacidad
para realizar los cambios que a todos
parecían urgentes. De ese modo, el
nuevo presidente pudo anunciar, sin
despertar mayores resistencias, que
su gobierno carecía de plazos.
Desde el principio caracterizó su
accionar un definido paternalismo,
fuertemente autoritario, un estilo
sobrio y escasamente verborrágico y
un
carácter
marcadamente
tecnocrático. Acompañó su gestión
un grupo de funcionarios de
inmaculados antecedentes, vasta
experiencia empresarial y nula
experiencia política. Pronto se hizo
sentir el carácter autoritario del
gobierno: un Estatuto de la
Revolución condicionó la vigencia
de la Constitución, se suspendieron
las actividades políticas, se ejerció
una severa tutela sobre periódicos y
libros y, en el episodio más criticado
de su gobierno se acabó mediante un
acto policial con la autonomía de las
universidades. Pareció entonces que,
más que contener lo desbordes
estudiantiles, se buscaba destruir la
fecunda
creativa
experiencia
universitaria iniciada en 1955. La
severa mano del Estado llegó hasta
los puertos y ferrocarriles llevando a
cabo una racionalización largo
tiempo demorada, y también hasta los
sindicalistas, a quienes se dio la
opción de «participar» —esto es,
aprobar sin disentir— o sufrir las
consecuencias pertinentes.
Sólo en marzo de 1967 se
advirtió a dónde se orientaba esta
política ordenadora. Hasta entonces
la conducción económica había sido
errática e ineficiente; ese mes asumió
el ministerio de Economía Adalbert
Krieger Vasena, autor de uno de los
programas más coherentes en
concepción y ejecución, que haya
conocido la República en crisis. Se
atacó decididamente la inflación
mediante la racionalización del
Estado, la reducción del déficit y el
congelamiento de los salarios,
regulados por el gobierno. Se
suprimieron los subsidios indirectos
a ciertas industrias y a regiones
marginales; se realizó una fuerte
devaluación que aseguró a la moneda
un largo período de estabilidad pero
simultáneamente se aplicó una
retención a las exportaciones que
impidió que sus beneficiarios fueran
los sectores agropecuarios. Con esta
masa de dinero el Estado emprendió
una serie de obras públicas —El
Chocón, el Nihuil, el túnel Santa FeParaná, los accesos a la Capital—
que en muchos casos solucionaban
graves
problemas
para
el
crecimiento del sector industrial. Se
procuró con esta medidas alentar a
las empresas eficientes, y este
vocablo, el «eficientismo», sirvió
para definir toda la nueva política
eficientes eran aquellas empresas
que producían según normas y costos
internacionales, capaces de competir
en el mercado mundial, y sobre todo
las filiales de las grandes
corporaciones extranjeras, que por
esos años consolidaron su posición
en el país.
Es posible que, con más tiempo,
esta política hubiera dado sus frutos;
pero en lo inmediato suscitó
resistencias tales que determinaron
su fracaso. No eran solamente los
disconformes
los
sectores
asalariados, que veían sensiblemente
reducida su capacidad adquisitiva;
eran también las empresas de capital
nacional,
afectadas
por
la
disminución de las ventas y la
restricción del crédito; los grupos
agropecuarios, gravados con fuertes
impuestos; provincias enteras, como
Tucumán o Chaco, cuyas economías
locales sufrían los efectos de la
política adoptada; y otros sectores
menos precisos, pero igualmente
amplios, como los inquilinos,
afectados por la liberación de los
alquileres. Era un movimiento
general de protesta que, con
dificultad y poca claridad, trataba de
manifestar el descontento popular.
A lo largo de 1969 la «paz
militar»
fue
deteriorándose.
Comenzó a conocerse por entonces la
acción de los grupos armados
clandestinos que, a partir de algunas
acciones de notoriedad, ingresaron
en la vida política argentina para no
abandonarla por mucho tiempo. Más
espectaculares
fueron
algunos
estallidos antigubernamentales en
ciudades del interior, en los que si
bien participaron aquellos grupos
armados, hubo una evidente
movilización popular, expresiva de
las tensiones acumuladas en la
sociedad argentina. La más
espectacular fue la ocurrida en
Córdoba, a fines de mayo de 1969,
cuando por un par de días la ciudad
estuvo en manos de los insurrectos.
Aquel movimiento, el llamado
«cordobazo», hirió de muerte al
gobierno de Onganía. Muchos de
quienes lo habían apoyado,
desilusionados por la falta de
perspectivas de su política,
ordenancista, poco flexible y carente
de creatividad, descubrieron que ni
siquiera era totalmente eficaz para
salvaguardar el orden público. Hubo
rectificaciones parciales, como el
relevo del ministro de Economía
pero en lo sustancial el presidente se
negó a rever el rumbo y aun a aceptar
las sugestiones de los mandos
militares. En junio de 1970, en
momentos en que el asesinato, poco
claro a por entonces, del ex
presidente Aramburu agregaba un
nuevo elemento de dramaticidad, los
tres
comandantes
militares,
recientemente designados por el
presidente Onganía, disponían su
relevo y su reemplazo por el general
Levingston, por entonces en Estados
Unidos, prácticamente desconocido
para la opinión pública.
Esta falta de autoridad y poder
propios signó el gobierno del nuevo
presidente y sus relaciones con la
Junta de Comandantes. La violencia,
recientemente establecida, continuó y
aun se profundizó, anotándose nuevas
y espectaculares acciones. Pareció,
pues, necesario encontrar para el
gobierno iniciado en 1966 una salida
política que, ampliando las bases
consensuales del poder, permitiera
levantar un sólido dique a la
violencia. El presidente Levingston
procuró buscar la salida al margen
de
los
dirigentes
políticos
tradicionales, dirigiéndose a lo que
llamaba «la generación intermedia».
También trató de innovar en materia
económica, y el nuevo ministro, Aldo
Ferrer, se propuso «argentinizar» la
economía, apoyando al empresariado
nacional. Si en este aspecto no hubo
logros espectaculares, en cambio se
desató
una
espectacular
e
incontrolable inflación que agregó
otro elemento irritante al conflictivo
panorama. Mientras tanto, los
partidos tradicionales procuraron,
por su cuenta, hallar la fórmula de la
salida política. En noviembre de
1970 el radicalismo, el justicialismo
(nombre con que el peronismo
procuraba hacer olvidar viejos
agravios) y muchos otros partidos
suscribían un documento La Hora del
Pueblo, que constituyó la base de la
futura salida política. Los proyectos
del presidente y de los partidos eran,
en el fondo, incompatibles, y
finalmente la Junta de Comandantes,
que consideró más viable este
último, decidió a su vez relevar a
Levingston y reemplazarlo por el
comandante en jefe del Ejército,
general Alejandro Lanusse. Por
primera vez, ambos cargos eran
desempeñados por una misma
persona.
Por entonces era evidente que el
tercer ensayo de superar la crisis
política iniciada en 1955 había
fracasado, y el muevo gobierno se
preocupó casi exclusivamente de
buscar una salida política. El
ministro del Interior, Arturo Mor
Roig, veterano dirigente radical,
impulsó un programa que fue
bautizado «Gran Acuerdo Nacional».
Había una coincidencia sobre la
necesidad de llegar a las elecciones,
pero también ciertamente, una gran
discrepancia en torno del problema
de Perón.
El Perón de 1972 aparecía muy
distinto al de años anteriores.
Abandonando
casi
totalmente
(aunque no del todo) sus antiguas y
rígidas consignas, se manifestaba
abierto al diálogo y dispuesto al
acuerdo con sus antiguos enemigos,
con quienes procuraba lograr un
amplio frente de coincidencias para
reconstruir la República. Mientras
tanto, cobraba cuerpo entre aquéllos
una suerte de aceptación tácita del
derecho del peronismo a volver al
gobierno. Es que Perón se había
convertido, por la fuerza de las
circunstancias, en la única alternativa
al poder militar, y la polarización
que se dio en torno suyo ese año
constituyó uno de los fenómenos más
dramáticos e interesantes de nuestra
historia. Estaban, naturalmente,
quienes provenían del peronismo
histórico, celosos defensores de lo
que empezaba a llamarse la
«verticalidad»,
esto
es,
el
acatamiento a la voluntad, real o
supuesta, del líder. Pero junto con
ellos estaban también los activistas
de todas las tendencias, desde la
extrema derecha hasta la extrema
izquierda, que veían en el anciano
líder la herramienta eficaz de
múltiples cambios. Otros en cambio,
veían en la figura de Perón la última
posibilidad de un orden legítimo, que
cerrara la crisis política en que se
debatía el país desde 1955.
Finalmente, grupos de empresarios
nacionales y extranjeros, e inclusive
de dirigentes rurales, eran captados
por el lenguaje de un político de
masas que, en los largos años del
exilio, parecía haberse transformado
en un verdadero estadista. El carisma
de Perón operó esta vasta
polarización, que se tradujo en el
triunfo masivo, por dos veces, del
frente electoral por él impulsado. El
año
1973
pareció
cerrar
definitivamente un ciclo de
inestabilidad y frustraciones. En
poco tiempo, sin embargo, la
República descubrió que todavía le
quedaba por vivir la más aguda y
dolorosa de sus crisis.
Capítulo XV
P ÉRDIDA Y RECUPERACIÓN
DE LA R EPÚBLICA (19731996)[1]
El retorno de Perón a la presidencia
sólo se produjo después de una serie
de complejas peripecias. El
presidente Lanusse fracasó en
imponer su propia candidatura, que
presentaba como transaccional entre
las Fuerzas Armadas y Perón, pero
logró proscribir al líder exiliado,
quien entonces designó como
candidato vicario a Héctor Cámpora.
Éste,
que
manifestaba
una
incondicional solidaridad con el
líder, suscitó a la vez fuertes
simpatías entre los sectores juveniles
y radicalizados del peronismo,
nucleados en la llamada «tendencia
revolucionaria». Los jóvenes dieron
el tono a la agitada campaña
electoral, realizada bajo el lema de
«dependencia o liberación», que
culminó con el triunfo electoral del
peronismo. Las nuevas autoridades
asumieron el 25 de mayo de 1973,
con la simbólica presencia de los
presidentes de Chile y Cuba,
Salvador Allende y Osvaldo
Dorticós, rodeados de una inmensa
muchedumbre que escarneció a los
jefes militares. Después de dieciocho
años, la voluntad popular podía
consagrar, con plena libertad, un
gobierno
constitucional
que
expresaba, a la vez, el deseo
impreciso pero imperioso de
transformaciones profundas.
Durante esos años se asistió a
una verdadera «primavera de los
pueblos», llena de esperanzas vagas
e indefinidas. Desde 1969 la
movilización popular no sólo había
jaqueado al régimen militar sino
desafiado de distintas maneras el
orden
establecido.
Muchos
procuraron imponerle una dirección.
Los partidos políticos, débiles y
hasta raquíticos debido a la larga
falta de funcionamiento pleno de las
instituciones representativas, fueron
incapaces de hacerlo; en cambio lo
lograron una serie de organizaciones
políticas y armadas, nacidas en la
lucha contra el régimen militar, al
que enfrentaron por medio de
acciones de guerrilla urbana. De los
varios «ejércitos» que operaron,
realizando
acciones
militares
espectaculares que eran miradas con
simpatía por buena parte de la
población, los que mejor lograron
arraigar en el movimiento popular
fueron los Montoneros. Se trataba de
un grupo de origen nacionalista y
católico al que pronto se sumaron
sectores provenientes de la
izquierda, que sobresalió por su
capacidad para asumir el discurso y
las consignas de Perón, combinarlas
con
otras
provenientes
del
nacionalismo
tradicional,
del
catolicismo progresista y de la
Izquierda revolucionaria, y a la vez
movilizar y organizar a distintos
sectores: estudiantes, trabajadores o
moradores de barrios marginales. A
través de distintas organizaciones,
Montoneros combinó la acción
militar con la específicamente
política; en ella sobresalió la
Juventud Peronista, detrás de la cual
se congregaron los amplios sectores
para quienes Perón era la
encarnación de un proyecto
revolucionario, en el que la
liberación nacional debía llevar a la
«patria socialista».
Fueron estos sectores juveniles
los que rodearon al presidente
Cámpora y ocuparon importantes
posiciones de poder hasta que,
dentro mismo del peronismo, se
generó un vigoroso movimiento en su
contra. El 20 de junio de 1973, el día
en que Perón volvía definitivamente
al país, y cuando una inmensa
multitud se había congregado en
Ezeiza para recibirlo, ambos
sectores
protagonizaron
una
verdadera batalla campal, que dejó
muchos muertos. Poco después,
Cámpora era forzado a renunciar, y
luego de un breve interludio, unas
nuevas
elecciones
generales
consagraron, de manera abrumadora,
la fórmula presidencial que reunía al
general Perón y a su esposa María
Estela Martínez.
El
conflicto
interno
del
peronismo se desplegó con toda su
fuerza. Frente a quienes proclamaban
la bandera de la patria socialista,
otro sector levantaba la de la «patria
peronista», combinando la aspiración
al retorno de la bonanza de décadas
anteriores
con
posiciones,
tradicionales en el peronismo,
decididamente adversas a las ideas
de izquierda. Ambos sectores
compitieron por el poder y por el
control de las movilizaciones
callejeras, y ambos recurrieron a la
violencia, al terrorismo y al
asesinato. Fue claro que Perón, quien
en su anterior lucha con los militares
había respaldado a los jóvenes,
repudiaba ahora su forma de acción,
sus consignas y propósitos, se
inclinaba por los sectores más
tradicionales del partido y se
ocupaba de desalojar a los sectores
juveniles peronistas de posiciones de
poder. El enfrentamiento culminó el
1° de mayo de 1974, cuando en el
tradicional acto peronista de la Plaza
de Mayo, el veterano líder los
denostó y aquéllos respondieron
abandonando
la
Plaza
y,
simbólicamente, el movimiento.
Los partidos de oposición,
empeñados en apoyar al gobierno
constitucional, no interfirieron ni en
este conflicto ni en el otro, más
sordo, de Perón con los sindicatos.
La política económica que ejecutó su
ministro de Economía, el empresario
José Gelbard, fue decididamente
moderada, y lejos de las consignas
socialistas de algunos de sus
seguidores, apuntó a fortalecer el
desarrollo capitalista. Se propuso
expandir el mercado interno, ampliar
las exportaciones industriales y
estimular al sector de empresas
nacionales, pero sin hostilizar a las
extranjeras. La eliminación de la
inflación, que era una cuestión clave
para
cualquier
proyecto
de
desarrollo, debía lograrse mediante
un amplio Pacto Social, en el que
empresarios
y
trabajadores
renunciaran a su tradicional puja por
el reparto del ingreso y aceptaran el
papel arbitral del Estado. Pero luego
de los primeros éxitos, la reaparición
de la inflación impulsó a los
trabajadores a acentuar sus reclamos,
obligando a Perón a poner en juego
toda su autoridad para salvar la
concertación. El 12 de junio de 1974,
en su última aparición en público,
reclamó de unos y otros el
cumplimiento de los acuerdos. Poco
después, el 1° de julio, el anciano
líder fallecía.
Su viuda, María Estela, que
asumió la presidencia, no tenía ni la
misma capacidad ni similar
autoridad, y los conflictos se
hicieron más agudos. José López
Rega, que había sido secretario
privado de Perón y luego ministro de
Bienestar Social, y a quien se
sindicaba como el poder oculto del
gobierno,
organizó
grupos
clandestinos dedicados a asesinar
dirigentes opositores, muchos de los
cuales eran activistas sindicales e
intelectuales disidentes, no enrolados
en las organizaciones guerrilleras.
Montoneros respondió de la misma
manera, de modo que la violencia
creció de manera irrefrenable, ante la
inacción de un gobierno que
renunciaba al monopolio de la
fuerza. Por otra parte, y frente a una
inflación agudizada, el gobierno se
lanzó a un drástico plan de ajuste
económico, que incluyó una fortísima
devaluación y aumento de tarifas
públicas,
conocido
como
«rodrigazo», en alusión al ministro
de Economía Celestino Rodrigo,
acólito de López Rega. Los
sindicalistas
respondieron
enfrentando con energía al gobierno y
lograron un aumento similar, con lo
que los efectos esperados del
«rodrigazo» se perdieron, pero la
economía entró en una situación de
elevada inflación y descontrol.
Una organización armada no
peronista, el Ejército Revolucionario
del Pueblo, logró por entonces
asentarse en un sector de la provincia
de Tucumán, donde anunció la
constitución de una «zona liberada»,
y el Ejército inició una operación
formal para desalojarlo. Poco
después, los jefes militares imponían
el alejamiento de López Rega. Era
evidente que el gobierno civil había
perdido el dominio de la situación.
Un intento de encontrar una salida
dentro del orden constitucional —la
renuncia de la presidente y su
reemplazo por el senador Luder,
presidente del Senado— fracasó.
Poco después, la crisis económica y
política combinadas creaban las
condiciones para que las Fuerzas
Armadas desplazaran a la presidenta
y se hicieran cargo del poder, sin
oposición y hasta con el aliviado
consentimiento de la mayoría de la
población.
El 24 de marzo de 1976 asumió
el mando la Junta Militar, formada
por los comandantes de las tres
Armas, que designó presidente al
general Jorge Rafael Videla,
comandante del Ejército. Videla se
mantuvo en el cargo hasta marzo de
1981, cuando fue reemplazado por el
general Roberto Marcelo Viola, que
en 1978 lo había sucedido al frente
del Ejército. Sin embargo, la Junta
siguió conservando la máxima
potestad, y las tres armas se
dividieron
cuidadosamente
el
ejercicio del poder.
Con el llamado Proceso de
Reorganización
Nacional,
las
Fuerzas Armadas se propusieron
primariamente restablecer el orden,
lo que significaba recuperar el
monopolio del ejercicio de la fuerza,
desarmar a los grupos clandestinos
que ejecutaban acciones terroristas
amparados desde el Estado y vencer
militarmente a las dos grandes
organizaciones guerrilleras: el E.R.P.
y
Montoneros.
La
primera
desapareció rápidamente, mientras
que Montoneros logró salvar una
parte de su organización que, muy
debilitada, siguió operando desde el
exilio. Pero además, en la
concepción de los jefes militares, la
restauración del orden significaba
eliminar drásticamente los conflictos
que habían sacudido a la sociedad en
las dos décadas anteriores, y con
ellos a sus protagonistas. Se trataba
en suma de realizar una represión
integral, una tarea de verdadera
cirugía social.
En 1984, la Comisión Nacional
para la Desaparición de Personas
(CONADEP), que presidió el
escritor Ernesto Sábato, realizó una
reconstrucción de lo ocurrido, cuya
real dimensión apenas se intuía. Sus
conclusiones
fueron
luego
confirmadas por la justicia, que en
1985 condenó a los máximos
responsables. Concebido como un
plan orgánico, fue aplicado de
manera
descentralizada,
reservándose cada fuerza sus zonas
de responsabilidad. Grupos de
militares no identificados se
ocupaban
de
secuestrar,
generalmente por la noche, a
activistas de distinto tipo, que luego
de ser sometidos a torturas
permanecían largo tiempo detenidos,
en centros clandestinos —La Perla,
El Olimpo, La Cacha, que alcanzaron
una terrible fama—, hasta que una
autoridad superior decidía si debían
ser
ejecutados
o si
eran
«recuperables». Proliferaron los
«desaparecidos», pues los familiares
Ignoraban su suerte y ninguna
autoridad asumía la responsabilidad
de la acción, y también las tumbas
clandestinas. La CONADEP logró
documentar nueve mil casos, aunque
probablemente
—según
las
denuncias de los familiares— la
cifra deba triplicarse.
Según la versión oficial, se
trataba de «erradicar la subversión
apátrida». Muchas de las víctimas
estuvieron
involucradas
en
actividades armadas; muchísimas
otras eran dirigentes sindicales o
estudiantiles, sacerdotes, activistas
de organizaciones civiles o
intelectuales disidentes. Pero el
verdadero objetivo eran los vivos,
los que emigraron, o debieron
silenciar su voz, o aún aceptar lo que
estaba ocurriendo, por falta de voces
alternativas a las que, desde el
Estado, justificaban lo sucedido.
Ante el horror, la mayoría se inclino
por refugiarse en la ignorancia.
Con la pasividad de la sociedad
el régimen militar pudo consagrarse
a
su
segunda
tarea:
la
reestructuración de la economía, de
modo de eliminar la raíz que —según
creían— allí tenían los conflictos
sociales y políticos. José Alfredo
Martínez de Hoz, un economista
vinculado a los más altos círculos
económicos
internacionales
y
locales, fue el ministro de Economía
que, durante los cinco años de la
presidencia de Videla, condujo la
transformación,
sorteando
oposiciones múltiples, provenientes
incluso de los propios sectores
militares. En su diagnóstico, el fuerte
peso que el Estado tenía en la vida
económica —por su capacidad de
intervención o por el control de las
importantes empresas públicas—
generaba en torno suyo una lucha
permanente de los intereses
corporativos —los distintos grupos
empresarios y el sindicalismo— que
afectaban la eficiencia de la
economía, y finalmente la propia
estabilidad social y política. La
presencia del
Estado debía
reducirse, y su acción directiva tenía
que ser reemplazada por el juego de
las fuerzas del mercado, capaces de
disciplinar y hacer eficientes a los
distintos sectores. También debería
reducirse la industria nacional,
orientada al mercado interno y
tradicionalmente protegida por el
Estado, y con ella los poderosos
sindicatos industriales, que eran
precisamente uno de los factores de
la discordia. Un vasto plan de obras
públicas, más espectaculares que
productivas, habría de compensar la
desocupación generada.
En este proyecto, que invertía las
orientaciones de la economía
vigentes desde 1930 a 1945, se
eliminó la protección industrial y se
abrió el mercado a los productos
extranjeros, que lo inundaron. El
Estado renunció a regular la
actividad financiera —y con ello a
estimular algunas actividades con
créditos
preferenciales—
y
proliferaron las entidades financieras
privadas, lanzadas especulativamente
a la captación de los ahorros del
público. En momentos en que el
aumento del precio internacional del
petróleo creaba una masa de
capitales a la busca de ganancias
rápidas, la apertura financiera
permitió que se volcaran al país,
alimentaran a la especulación y
crearan la base de una deuda externa
que desde entonces se convirtió en el
más fue condicionante de la
economía local. Para realizar parte
las tareas de sus empresas, el Estado
recurrió a empresas privadas, y
algunas de ellas se beneficiaron con
excelentes
contratos.
Mientras
muchas de las actividades básicas
languidecían y numerosas empresas
quebraban, la actividad financiera
especulativa y los contratos con el
Estado permitieron la formación de
poderosos grupos económicos, que
operaban
simultáneamente
en
diversas actividades, aprovechaban
de los recursos públicos y adquirían
empresas con dificultades.
Un punto débil de este proyecto
fueron las profundas divisiones
existentes en el seno de las Fuerzas
Armadas, debidas a la competencia
interna y a las apetencias personales
de sus jefes. La cuidadosa división
de áreas de influencia entre las tres
fuerzas llevó a una suerte de
feudalización del poder. El
comandante de la Marina, almirante
Massera que ambicionaba la
presidencia, se opuso a Videla y
sobre todo a Martínez de Hoz. Varios
generales manifestaron también sus
pretensiones
y objetaron el
reemplazo de Videla por Viola.
Cuando éste asumió el mando,
prescindió de Martínez de Hoz e
inició la tímida búsqueda de una
«salida política». La falta de
confianza en la estabilidad y en
posibilidad de mantener las
condiciones
económicas
desencadenó la crisis, que se
manifestó en una inflación desatada y
una conmoción reveladora de las
endebles bases de la estabilidad
lograda por Martínez de Hoz. A fines
de 1981 Viola fue remplazado a su
vez por el general Leopoldo
Fortunato Galtieri.
Por entonces, cesaba en todo el
mundo el flujo fácil de capitales
especulativos y comenzaron los
problemas para los deudores. La
Argentina, como muchos países, tuvo
dificultades para pagar los intereses
de los préstamos recibidos, con lo
que la deuda comenzó a multiplicarse
y los acreedores a presionar para
imponer a la política económica las
orientaciones que les permitieran
cobrar sus créditos. La crisis se
agudizó, y en la sociedad
comenzaron a oírse voces de
protesta, largamente silenciadas. Los
empresarios reclamaron por los
intereses sectoriales golpeados, los
sindicalistas se atrevieron cada vez
más, y el 30 de marzo de 1982
organizaron una huelga general, con
concentración obrera en la Plaza de
Mayo, que el gobierno reprimió con
dureza. La Iglesia, que, como
muchos, no había hecho oír su voz
ante la represión, se manifestó
partidaria de encontrar una salida
hacia la democracia, en momentos en
que los partidos políticos se
agrupaban en la Multipartidaria, tras
un reclamo de la misma índole. Pero
lo más notable fueron las
agrupaciones defensoras de los
Derechos
Humanos,
y
particularmente las Madres de Plaza
de Mayo, un grupo formado en el
momento más terrible de la
represión, que ellas mismas debían
soportar y que reclamaba por sus
hijos desaparecidos y por uno de los
derechos
más
esenciales
e
incontrovertibles. La fuerza de este
reclamo de tipo ético fue enorme, y
ayudó a despertar a la sociedad
dormida.
El propio régimen militar
contribuyó a agravar su crisis. El
general Galtieri, que se había
propuesto encontrar una salida
política satisfactoria para el Proceso,
se lanzó a una aventura militar que,
de haber resultado exitosa, hubiera
revitalizado el prestigio de las
Fuerzas Armadas. En 1978 el
gobierno militar había estado a punto
de entrar en guerra con el de Chile a
raíz de una disputa por algunos
puntos fronterizos sobre el canal de
Beagle, que implicaban el control de
ese paso. La guerra fue evitada por la
intervención del Papa, por medio de
un hábil diplomático, el cardenal
Samoré. Después de un tiempo de
estudio, la mediación papal dio en lo
esencial la razón a Chile, y los
militares
—particularmente
la
Marina—
buscaron
una
compensación
en
otra
área
tradicionalmente conflictiva: las
Islas Malvinas, ocupadas por Gran
Bretaña desde 1833. Desde la
década de 1960 la Argentina venía
realizando una paciente tarea
diplomática, a través de las Naciones
Unidas que, sin embargo, no había
llegado a resultados. Los jefes
militares concibieron el plan de
ocupar militarmente las islas por
sorpresa y forzar a los británicos a
una negociación, para lo cual
Galtieri confiaba en el apoyo de los
Estados Unidos, donde había
establecido excelentes relaciones.
El 2 de abril de 1982 tropas
argentinas desembarcaron en las
islas y las ocuparon. La acción
excitaba una veta chauvinista y
belicista de la sociedad, largamente
cultivada por las corrientes
nacionalistas de diverso signo.
Suscitó un apoyo generalizado en la
población argentina y en casi todos
sus representantes políticos, y los
militares se anotaron una importante
victoria. Cosecharon también apoyo
entre los países latinoamericanos,
pero la mayoría de los países
europeos se alineó tras de Gran
Bretaña que, lejos de aceptar la
negociación, se dispuso a combatir
para recuperar las islas. Los Estados
Unidos hicieron un gran esfuerzo
para mediar entre el gobierno
argentino y el británico, y convencer
a aquél de que evacuara las islas,
pero los militares, apresados en su
propia
retórica,
estaban
imposibilitados de retroceder sin
perder todo lo que habían ganado en
el orden interno, y aún más.
Finalmente, los Estados Unidos
abandonaron su posición neutral y se
alinearon detrás de su aliado
tradicional y contra la Argentina,
revelando que los militares habían
iniciado su acción ignorantes de lo
más elemental de las reglas del juego
internacional.
También
ignoraban
las
específicamente
militares.
Trasladaron a las islas una enorme
cantidad
de
soldados,
mal
entrenados,
escasamente
pertrechados, sin posibilidades de
abastecerlos y con jefes que carecían
de ideas acerca de cómo defender lo
conquistado. A principios de mayo
comenzó el ataque británico. La Flota
debió abandonar las operaciones,
luego de que un submarino inglés
hundiera al crucero General
Belgrano. Pese a algunas eficaces
acciones de la Aviación, pronto la
situación en las islas se hizo
insostenible, y su gobernador, el
general Menéndez, dispuso su
rendición.
La derrota desencadenó una
crisis en las Fuerzas Armadas.
Galtieri renunció, los principales
responsables fueron removidos, pero
luego ni la Armada ni la Fuerza
Aérea respaldaron la designación del
nuevo presidente, general Reynaldo
Bignone. Por otra parte, la sociedad,
que hasta último momento se había
ilusionado con la posibilidad de un
triunfo militar —alentada por
informaciones
oficiales
que
falseaban
sistemáticamente
la
realidad— se sintió tremendamente
decepcionada y acompañó a quienes
exigían un retiro de los militares y
aún la revisión de toda su actuación
desde 1976. Por ambos caminos, se
imponía la salida electoral, que se
concretó a fines del año siguiente, en
octubre de 1983.
Durante ese año y medio, la
sociedad argentina no sólo revivió y
se expresó con amplitud sino que se
ilusionó con las posibilidades de la
recuperación
democrática.
En
muchos
ámbitos
sociales,
estudiantiles, gremiales o culturales
hubo un renovado activismo, así
como una coincidencia general en el
reclamo por la vigencia de los
derechos humanos y el retorno a la
democracia. A diferencia de
experiencias
anteriores,
la
politización se tiñó de una dimensión
ética, y el pluralismo —escasamente
apreciado en experiencias anteriores,
donde
el
adversario
era
sistemáticamente tachado de enemigo
— se afirmó como valor político
fundamental.
Todo ello se canalizó en una
actividad política renovada. La
afiliación a los partidos fue muy
grande, y éstos remozaron su
fisonomía. El Partido Justicialista
designó sus autoridades y candidatos
luego de un proceso electoral interno
razonablemente ordenado, y junto a
muchos dirigentes tradicionales,
sindicales
y
políticos,
que
conservaron
lugares
muy
importantes, aparecieron nuevas
figuras, más consustanciadas con la
nueva experiencia democrática. Las
izquierdas se congregaron en torno
de los partidos tradicionales, pero
sobre todo alrededor del Partido
Intransigente, mientras que en la
derecha, el ingeniero Alsogaray daba
forma a una nueva agrupación, más
exitosa que las anteriores, la Unión
del Centro Democrático. La gran
renovación se produjo en la Unión
Cívica Radical, en torno de Raúl
Alfonsín, luego de la muerte de
Ricardo Balbín, ocurrida en 1981. A
diferencia de la mayoría de los
políticos, Alfonsín se había
mantenido lejos de los militares, y no
había apoyado la aventura de
Malvinas. Reunió en torno suyo un
grupo de activos dirigentes juveniles,
provenientes de la militancia
universitaria, y también un grupo de
intelectuales que le dio a sus
propuestas un tono moderno y
renovador que faltaba en otras
fuerzas políticas. Pero sobre todo,
Alfonsín encarnó las ilusiones de la
democracia, y la esperanza de
doblegar con ella los escollos que
desde hacía varias décadas impedían
que el país lograra simultáneamente
una forma de convivencia civilizada,
una estabilidad política y la
posibilidad de un crecimiento
económico. Alfonsín afirmó que todo
eso se podía conseguir con la
democracia, y con esa propuesta
ganó las elecciones de octubre de
1983, infligiendo al peronismo la
primera derrota electoral de su
historia.
La ilusión por la restauración
democrática ocultó entonces la
magnitud de los problemas que el
nuevo gobierno heredaba así como
las limitaciones de su poder, pues no
sólo subsistían en pie los grandes
sectores
corporativos
que
tradicionalmente habían limitado la
acción del poder político, sino que el
partido gobernante no había logrado
la mayoría en el Senado, desde
donde se bloquearon muchas de sus
iniciativas. El nuevo gobierno se
preocupó especialmente por la
política cultural, convencido de la
importancia de combatir las ideas
autoritarias que habían arraigado en
la sociedad. Así, se dio un fuerte
impulso a la alfabetización, se
renovaron los cuadros de la
Universidad y del sistema científico,
y se estimuló la actividad cultural. La
sanción de la ley de divorcio, que
suscitó la fuerte oposición de la
Iglesia, contribuyó a modernizar las
normas de la vida social. En política
internacional se aprovechó el
prestigio del nuevo gobierno
democrático para mejorar la imagen
exterior del país y para solucionar
legítimamente algunos problemas
pendientes,
particularmente
la
cuestión de los límites con Chile: un
plebiscito dio amplia mayoría a la
aprobación de la propuesta papal,
que aseguraba la paz entre los dos
Estados.
La relación con los militares
resultó muy difícil debido al reclamo
generalizado de la sociedad de
investigar los crímenes cometidos
durante la represión y sancionar a los
responsables, y a la negativa de éstos
a rever su actuación durante lo que
ellos
llamaban
la
«guerra
antisubversiva», y sus críticos
calificaban de genocidio. El
presidente Alfonsín, que había
participado activamente en las
campañas en favor de los derechos
humanos y había incorporado el tema
a su campaña electoral, propuso
distinguir entre quienes, desde el
máximo nivel, habían ordenado y
planeado la represión —los
miembros de las Juntas Militares, a
los que se enjuició—, quienes habían
cumplido órdenes y quienes se
habían excedido en ello, cometiendo
delitos
aberrantes.
Igualmente
propuso dar a las Fuerzas Armadas
la oportunidad de que ellas mismas
sancionaran a los responsables, para
lo cual impulsó una reforma del
Código de Justicia Militar. Este
último procedimiento no dio
resultado, debido a la total negativa
de los militares a admitir que hubiera
algo punible en lo que entendían
como una «guerra». La sociedad, por
su parte, sensibilizada por la
investigación de la Conadep y la
revelación cotidiana de los horrores
de la represión, reclamó con firmeza
el castigo de todos los responsables.
Durante 1985 se tramitó el juicio
a los miembros de las tres primeras
Juntas militares, que culminó con
sanciones ejemplares. Los tribunales
siguieron su acción y citaron a
numerosos oficiales implicados en
casos específicos, lo cual produjo la
reacción solidaria de toda la
corporación militar en defensa de sus
compañeros,
particularmente
oficiales de baja graduación, que —
según estimaban—
no
eran
responsables sino ejecutores de
órdenes superiores. Un primer
intento de encontrar una salida
política a la cuestión —la llamada
ley de Punto Final— fracasó, pues no
detuvo las citaciones a numerosos
oficiales de menor graduación. En
los días de Semana Santa de 1987 un
grupo de oficiales se acuarteló en
Campo de Mayo y exigió lo que
denominaban una solución política.
El conjunto de la civilidad, así como
todos los partidos políticos,
respondió solidarizándose con el
orden constitucional, salió a la calle,
llenó las plazas y exigió que
depusieran
su
actitud.
La
demostración fue impresionante, pero
las fuerzas militares que debían
reprimir a los rebeldes, que
empezaron a ser conocidos como
«carapintadas»,
sin
apoyarlos
explícitamente, se negaron a hacerlo.
El resultado de este enfrentamiento
fue en cierta medida neutro. Luego de
que el propio presidente fuera a
Campo de Mayo, los rebeldes se
rindieron, pero poco después, a su
propuesta, el Congreso sancionó la
ley de Obediencia Debida, que
permitía exculpar a la mayoría de los
oficiales que habían participado en
la represión. Aunque este resultado
no era sustancialmente distinto de lo
que el presidente Alfonsín había
propuesto a lo largo de su campaña
—los principales responsables ya
habían sido condenados— el
conjunto de la civilidad lo vivió
como una derrota y como el fin de
una de las ilusiones de la
democracia, incapaz de doblegar a
un poder militar que seguía incólume.
El gobierno también se propuso
democratizar la vida sindical y abrir
las puertas a distintas corrientes de
opinión, lo que suponía debilitar el
poder de la dirigencia tradicional,
casi unánimemente peronista, que
había sido restaurada al frente de los
sindicatos al fin del gobierno militar.
La ley propuesta establecía el
derecho de las minorías a participar
en la conducción sindical, así como
mecanismos de control de las
elecciones;
fue
resistida
exitosamente por los dirigentes
sindicales, y luego de que la Cámara
de Diputados la aprobó, el Senado la
rechazó, por apenas un voto de
diferencia. Desde entonces el
gobierno debió lidiar con una
oposición sindical encrespada. Saúl
Ubaldini, secretario general de la
C.G.T, encabezó trece paros
generales contra el gobierno y su
política económica, y aunque al
principio no preocuparon demasiado,
cuando se sumaron otros factores de
intranquilidad la oposición de la
C.G.T resultó inquietante. En marzo
de 1987, en vísperas del
levantamiento de Semana Santa, el
gobierno acordó con quince de los
mayores sindicatos —al margen de
Ubaldini— una serie de concesiones
importantes para los dirigentes, e
incluyó a uno de ellos en el
Ministerio de Trabajo. La medida
resultó oportuna, a la luz del
subsiguiente conflicto militar, pero
significó también el fin de otra
ilusión: el gobierno democrático
renunciaba a doblegar el poder de la
corporación sindical.
Los problemas económicos
heredados por el gobierno eran
enormes: inflación desatada, déficit
fiscal, alto endeudamiento externo,
estancamiento de las actividades
productivas,
y
una
fuerte
concentración, por la que algunos
grupos empresarios poseían un
amplio control de la vida económica.
Sin embargo, en un primer momento
el
enfrentamiento con estos
problemas fue postergado en aras de
afirmar
la
institucionalidad
democrática. Inicialmente se impulsó
una política de redistribución de
ingresos y ampliación del mercado
interno similar a la que habían
practicado anteriormente tanto los
gobiernos peronistas como el
radical. Pero en la nueva situación de
recesión pronto se desató la
inflación, agravada por el fracaso en
la concertación con los sindicatos.
A mediados de 1985, con el país
al borde de la hiperinflación, el
ministro
de
Economía
Juan
Sourrouille lanzó un plan económico,
el Austral, de excelente factura
técnica, con el que logró estabilizar
la economía sin causar recesión ni
afectar sustancialmente ni a
trabajadores ni a empresarios. Hubo
buena voluntad de los acreedores
externos y un vasto esfuerzo
colectivo para detener la inflación.
El plan resultó popular; y el gobierno
obtuvo en 1985 un buen éxito
electoral.
Pero
no
incluía
mecanismos para avanzar de la
estabilización
hacia
la
transformación de la economía
requerida tanto por el cambio de las
condiciones externas —la crisis
iniciada en la década de 1970 había
impulsado en todo el mundo un vasto
proceso de reestructuración— como
por la angustiante situación
financiera y económica. Cuando la
disciplina de la sociedad se aflojó,
reaparecieron las causas persistentes
de la inflación, y con ellas la puja
entre las grandes corporaciones,
empresaria y sindical, por la defensa
de su parte en el ingreso. Hacia 1987
el gobierno se propuso emprender el
camino de las soluciones más
profundas para el problema del
déficit fiscal, apoyándose en el grupo
de los empresarios más poderosos.
Como en los casos anteriores,
llegaba a su fin otra de las ilusiones
de la democracia.
Frente al poder de las
corporaciones tradicionales que no
podía doblegar, el presidente
Alfonsín trató de fortalecer su más
sólido respaldo: la civilidad.
Procuró que la sociedad discutiera
las grandes cuestiones por resolver,
desde el tema del autoritarismo al de
la modernización política y la
reforma del Estado, alimentó
permanentemente el debate y
desarrolló sus dotes pedagógicas y
persuasivas. La suma de los fracasos
parciales señalados, unida a la
escasa ductilidad de su partido para
acompañarlo, hizo que perdiera la
iniciativa. Los beneficiarios fueron
en parte los grupos de izquierda, en
parte la derecha liberal, con las
populares, aunque algo vacías,
recetas del liberalismo económico,
pero sobre todo el peronismo, donde
un conjunto de dirigentes logró
imponer al tradicional movimiento un
nuevo rumbo. El peronismo
renovador, que encabezaba Antonio
Cafiero, desplazó de la dirección a
los antiguos sindicalistas y políticos
e impuso al partido una línea
moderna, fuertemente comprometida
con las instituciones democráticas y
con las mismas banderas que
Alfonsín no había podido defender
exitosamente. En septiembre de 1987
el peronismo obtuvo una importante
victoria electoral.
En los dos últimos años de
gobierno el radicalismo no pudo
recuperarse. A lo largo de 1987 los
«carapintadas» protagonizaron dos
nuevos episodios, que revelaron no
sólo las profundas fracturas en el
Ejército,
sino
también
las
dificultades del gobierno civil para
controlar la institución. Dentro del
justicialismo, el grupo encabezado
por Cafiero, que tenía importantes
afinidades con el gobierno radical,
resultó
desplazado
por
una
heterogénea alianza encabezada por
el gobernador de La Rioja Carlos
Menem, quien utilizó en la campaña
electoral que lo consagró candidato
presidencial, los recursos más
tradicionales del peronismo. Para
enfrentarlo, la U.C.R postuló al
gobernador de Córdoba Eduardo
Angeloz, con figura de buen
administrador, pero sin la fuerza
carismática que había tenido
Alfonsín en 1983.
En los dos últimos meses de
1988, cuando la inflación volvía a
ser fuerte, el gobierno lanzó un nuevo
plan económico que debía frenarla
hasta la época de las elecciones.
Pero el plan Primavera, que se inició
con escasísimos apoyos, se derrumbó
cuando los acreedores externos
retiraron su confianza al gobierno: a
principios de 1989 sobrevino una
crisis, y el país comenzó a conocer
su
primera
experiencia
de
hiperinflación, acompañada por
asaltos y saqueos, que produjeron
una fuerte conmoción en la sociedad.
En ese contexto, en mayo de 1989 el
candidato justicialista Carlos Menem
se impuso con facilidad. Faltaban
más de seis meses para la fecha
prevista para el traspaso del mando,
pero el gobierno, carente de respaldo
político,
jaqueado
por
los
vencedores e incapaz de dar
respuesta a la hiperinflación, optó
por adelantar la fecha de entrega. De
este modo un poco accidentado, se
logró concretar la renovación
presidencial, la primera desde 1928
que se realizaba según las normas
constitucionales.
El nuevo gobierno, de manera
sorpresiva, desechó totalmente lo
que habían sido sus propuestas
electorales, encuadradas en la
tradición peronista, y adoptó sin
reticencias el programa económico y
político de la derecha liberal,
incorporando al gobierno a sus
dirigentes y a destacados miembros
de los altos círculos económicos. Así
lo revelaba la conspicua presencia
del ingeniero Alsogaray y de su hija
María Julia.
Los designios del gobierno
aparecieron claros de entrada: se
trataba de invertir todas las políticas
tradicionales en la Argentina en el
último medio siglo. Dominar el
dragón —esto es controlar la
inflación desbocada e imponer una
cierta disciplina a los operadores
económicos— fue difícil, y en la
tarea fracasaron los dos primeros
ministros de Economía, provenientes
ambos del grupo Bunge y Born. El
tercero, Erman González, tuvo más
fortuna, pero a fines de 1990 lo
sorprendió
una
segunda
hiperinflación, menos famosa que la
primera. En los primeros meses de
1991 dejó su cargo a Domingo
Cavallo, quien lo ocupó por más de
cinco años. La revolución menemista
había encontrado su ejecutor.
La acción de Cavallo se asocia
fundamentalmente
con
la
estabilización de la economía y el
control de la inflación, que logró con
una drástica ley de convertibilidad:
para asegurar la equivalencia entre
un peso y un dólar, el Estado se
comprometió a prescindir de
cualquier emisión monetaria no
respaldada. Su aplicación coincidió
con un acuerdo con el FMI y los
grandes acreedores externos —a los
que aseguró un mínimo cumplimiento
de los pagos de la deuda externa—, y
con un período de fluidez financiera
mundial, que le permitió al país
beneficiarse con una corriente de
capital. Estabilidad y un cierto
respiro en la crisis crearon para el
Plan de Convertibilidad un amplio
consenso, y transformaron al
ministro,
de
personalidad
desbordante, en el verdadero
conductor del gobierno.
Buena parte de sus esfuerzos
estuvieron dedicados a mantenerse
firme en el cargo, pues fue jaqueado
desde
muchos
lados,
y
particularmente desde el entorno más
directo
del
presidente;
con
frecuencia éste debía salir a
respaldarlo, aunque cada vez con
menos entusiasmo. Pese a que era
evidente su disgusto por la
preeminencia del ministro, el
presidente no podía prescindir de él,
no sólo porque los acreedores
externos lo consideraban clave para
el mantenimiento de la confianza,
sino porque el consenso del gobierno
en la sociedad se cimentaba cada vez
más en lo que era su mayor y casi
único logro visible: la estabilidad,
permanentemente revalorada por el
recuerdo
de
la
primera
hiperinflación.
Ese logro implicó fuertes costos
para la sociedad. Para los
trabajadores, la caída del salario y
sobre todo de la ocupación. La
reducción del déficit fiscal implicó
el abandono de la inversión pública
e inclusive el descuido de servicios
esenciales, como la salud, la
educación y la seguridad. El Estado
dirigista y benefactor, en cuya
construcción el general Perón había
tenido un papel fundamental, fue
sistemáticamente desmantelado, se
eliminaron los instrumentos de
regulación económica y se modificó
drásticamente la legislación laboral y
social. Las empresas del Estado
fueron privatizadas, y se aceptaron
en pago títulos de la deuda externa,
lo que permitió mejorar las
relaciones con los acreedores y
normalizar la situación del país en la
esfera internacional alejado de lo
que habían sido tradicionalmente los
apoyos del justicialismo —los
sindicatos y los sectores trabajadores
— el gobierno se vinculó
estrechamente con los principales
factores de poder: los grandes grupos
económicos, beneficiarios de la
política de privatizaciones, los
militares, cuya buena voluntad
obtuvo indultando a los condenados
por la represión ilegal, la Iglesia y
los
Estados
Unidos,
cuyas
orientaciones internacionales se
siguieron celosamente.
Si Menem se respaldó en los
logros de su ministro, éste pudo
operar con libertad gracias al
sustento político de un presidente
hábil para reunir fuerzas y desarmar
las de sus opositores. Sus métodos
resultaron chocantes para quienes se
habían ilusionado con la restauración
democrática y republicana. En torno
de un poder ejercido de forma
personal y casi monárquica por un
presidente que desdeñaba la
administración cotidiana y prefería
practicar deportes, se constituyó un
grupo de influyentes sobre quienes
recayeron fuertes sospechas de
corrupción. La consolidación del
nuevo poder supuso también un
avance sobre las instituciones de la
República: creció la influencia del
Ejecutivo, el papel del parlamento
fue minimizado pues las decisiones
más trascendentes se tomaron
mediante decretos, y el de la Justicia
fue menoscabado por la permanente
injerencia en ella del poder político.
Las imágenes del autoritarismo y de
la corrupción crecieron en forma
paralela,
y
se
alimentaron
recíprocamente.
Sin embargo, la misma sociedad
reaccionó con mucha moderación,
frente a la sustancial transformación
de las reglas del juego y ante el
avance del poder presidencial. El
compromiso
político
de
la
ciudadanía, que había renacido con
la crisis del régimen militar, decayó
en forma notable. El peronismo
aceptó este abandono total de sus
ideas tradicionales y se sometió con
disciplina a la voluntad del nuevo
jefe. El aparato sindical, cuyo poder
resultó fuertemente recortado por la
recesión económica, la privatización
de las empresas estatales y la
modificación de la legislación
laboral, sólo opuso resistencias
esporádicas, que parecían apuntar a
alcanzar alguna negociación. La
oposición política señaló con dureza
los casos de corrupción y los
avances de la autoridad presidencial,
lo mismo que la prensa en general,
pero no acertó a proponer un rumbo
sustancialmente distinto del que
llevaba el gobierno.
A fines de 1993, todavía en plena
calma económica, el presidente
Menem dio un golpe notable: acordó
con el ex presidente Raúl Alfonsín,
jefe de la Unión Cívica Radical, la
realización de
una
reforma
constitucional. Ésta debía incluir una
serie de modificaciones que
fortalecieran
las
instituciones
republicanas, a cambio de las cuales
se admitía la reelección presidencial,
vedada por la Constitución vigente.
Al año siguiente se hizo la reforma
constitucional y en 1995 Menem fue
reelecto, obteniendo prácticamente la
mitad de los votos. La campaña
presidencial
explotó
sistemáticamente la opción entre
Menem o el caos, mientras que la
oposición, luego de admitir el
carácter benigno e inmodificable de
la estabilidad, sólo pudo hacerse
fuerte en los temas de la corrupción.
Sin embargo, desde 1995 se
observan pequeños cambios en el
equilibrio social y político. Desde
principios de ese año había
concluido la bonanza económica: una
fuerte fluctuación en las finanzas
internacionales provocó el retiro de
los capitales golondrinas, sumiendo a
la economía en un pozo depresivo.
Las tasas de desocupación se
elevaron de manera asombrosa y
comenzaron a aflorar los signos de
tensión social. Por otra parte, en esa
elección emergió
un nuevo
agrupamiento político, que rompió el
tradicional
bipartidismo.
El
radicalismo obtuvo un magro
resultad mientras José Octavio
Bordón, un peronista disidente,
reunió los votos disconformes del
peronismo, los de la izquierda y los
de unos cuantos radicales. Esta
tercera fuerza, el Frepaso (Frente
para un país solidario), fue muy
fuerte en la Capital, pero tuvo
dificultades para estructurarse a
escala nacional. No obstante, su
surgimiento, y una recuperación del
radicalismo,
coincidieron
con
intensas luchas internas del Partido
Justicialista, protagonizadas por
quienes desde 1995 comenzaron a
especular con la elección de 1999.
En una de esas batallas fue derribado
Cavallo, sin que su caída produjera
la conmoción que él mismo había
vaticinado.
Las transformaciones posteriores
a 1989 empezaron a dibujar una
Argentina sustancialmente distinta,
aunque todavía no puede percibirse
con claridad su figura final. La
industria, nervio vital de la economía
desde 1930, se encuentra en
retracción, y con ella el mundo del
trabajo industrial del sindicalismo,
sin que su lugar sea ocupado por
nuevas actividades dinámicas. El
poder sobre la economía de una
docena
de
grandes
grupos
empresarios es enorme y difícilmente
retroceda. Un sector reducido pero
importante de sociedad prospera en
estas nuevas condiciones pero una
masa enorme de la población cae en
la marginalidad, de modo que la
tradicional fisonomía de la sociedad
argentina, con amplios sectores
medios y una movilidad que disolvía
los cortes tajantes, deja paso a otra
donde lo característico es la
polarización y la segmentación. El
Estado, que había tenido un papel
fundamental en la conformación de
aquella sociedad más democrática e
igualitaria, renuncia a parte de sus
funciones, y lo privado avanza sobre
lo público e impone sus reglas y su
lógica. La nueva Argentina, en suma,
se parece cada vez más a la
Latinoamérica tradicional.
JOSÉ LUIS ROMERO, nacido el
24 de marzo de 1909 en Buenos
Aires, Argentina; y fallecido el 28 de
febrero de 1977 en Tokio, Japón.
Doctorado en la Universidad
Nacional de La Plata, con una tesis
sobre Los Gracos y la formación de
la idea imperial. Se dedicó luego a
la historia medieval y desarrolló una
larga investigación sobre los
orígenes de la mentalidad burguesa,
que culminó en sus dos obras
mayores: La revolución burguesa en
el mundo feudal y Crisis y orden en
el mundo feudo-burgués.
Paralelamente, y en su calidad de
historiador y de ciudadano —militó
en el Partido Socialista—, se dedicó
a la historia argentina y escribió en
1946 una de sus obras clásicas: Las
ideas políticas en Argentina. Enseñó
en las universidades de La Plata y de
la República (Montevideo). Desde
1958 lo hizo en la Universidad de
Buenos Aires, donde fue Rector
interventor en 1955 y Decano de la
Facultad de Filosofía y Letras en
1962. Allí fundó la cátedra de
Historia Social General, que tuvo
una influencia decisiva en la
renovación historiográfica de la
década
de
1960.
Influyó
notablemente
en
numerosos
historiadores como Jaime Garnica.
En 1975 fue convocado para
integrar el Consejo Directivo de la
Universidad de las Naciones Unidas,
con sede en Tokio, donde falleció en
1977. En 1976, poco antes de morir,
completó el libro Latinoamérica.
Las ciudades y las ideas, que
proyecta sobre América latina su
experiencia de europeísta.
Notas
[1]Este
capítulo ha sido redactado por
Luis Alberto Romero.<<