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Crímenes que cambiaron la Historia: episodio 6

El abrupto final de Abraham Lincoln: asesinato a sangre fría del presidente de los Estados Unidos

Lincoln había sido reelegido en 1864. En 1865 se había convertido en un héroe. Sin embargo, para su verdugo John Wilkes Booth y para los vencidos estados del sur era todo lo contrario. El complot se frustró por un cambio de planes de última hora, pero Booth no se dio por vencido...

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

El 20 de marzo de 1865, John Wilkes Booth, de veintiséis años y actor de profesión, se preparaba para pasar a la historia. Y es que, ese día, Booth y sus cómplices iban a secuestrar al presidente de los Estados Unidos: Abraham Lincoln.

El plan era ir a la residencia de verano de Lincoln, a unos cinco kilómetros de la Casa Blanca, raptarlo, y llevarlo a escondidas a Richmond, la capital de los estados confederados. Una vez allí, el presidente sería utilizado para intercambiar prisioneros de guerra retenidos en el norte, y presionar para que el conflicto que había dividido el país en dos durante cuatro años terminase, con resultados favorables para el sur.

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El día del secuestro, estaba previsto que Lincoln asistiera a una obra de teatro en un hospital cercano a su casa. La idea de Booth era raptar al presidente en el trayecto de su casa al hospital. Booth convocó a sus colaboradores para que tomaran posiciones y esperasen el momento de actuar.

Ellos obedecieron, y esperaron, y esperaron… en vano, porque Lincoln no apareció. Al parecer, el presidente cambió de planes a última hora, frustrando el complot. Pero Booth no se dio por vencido: odiaba a Lincoln, e iba a hacer que pagase por lo que le había hecho a su país, costase lo que costase.

Abraham Lincoln había ganado las elecciones presidenciales en 1861, con la promesa de abolir la esclavitud. Esto no sentó nada bien en los estados del sur, cuya economía dependía de la mano de obra esclava; así que decidieron separarse de los estados del norte y montar una confederación.

En el proceso de asegurar la independencia de su “nuevo” país, los Estados Confederados del Sur atacaron una posición del ejército de la Unión, es decir, de los estados del norte. Entonces, estalló la guerra civil.

Cuando John Booth empezó a planear el secuestro de Lincoln, las cosas no pintaban bien para el sur. El presidente había sido reelegido en las elecciones de 1864, y no solo seguía decidido a acabar con la esclavitud: también quería recuperar los estados del sur y volver a integrarlos en los Estados Unidos de América. En el momento del intento de secuestro, los estados del norte tenían la victoria final muy cerca.

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Booth estaba radicalmente en contra de los cambios que la victoria del bando de Lincoln iba a comportar. Aunque había nacido en Maryland, en la frontera entre el norte y el sur, Booth se consideraba sureño. Venía de una de las familias artísticas más distinguidas de los Estados unidos, y era el noveno hijo de Junius Brutus Booth, un actor inglés -que, por cierto, se llamaba casi igual que el asesino de Julio César-.

Uno de los hermanos de John Booth, Edwin, también era actor, y llegó a ser considerado “el mejor Hamlet del siglo XIX”. John decidió seguir la tradición familiar, y a los dieciocho años comenzó su propia carrera interpretativa. Al principio no tuvo mucho éxito, pero poco a poco se fue haciendo un hueco en los teatros estadounidenses.

Por lo visto, era guapo, atlético y carismático, y el público se fue enamorando de él. De hecho, llegó a ser muy popular en los estados del sur. Quizá este era uno de los motivos de su afán por defender la causa sureña. Booth era partidario del sistema esclavista, e incluso formó parte de la milicia que colgó al abolicionista John Brown en 1859.

Pero en casa de los Booth, no todos pensaban como John. Su hermano Edwin era partidario de la abolición de la esclavitud y apoyaba a los estados del norte. De hecho, rechazó actuar en teatros del sur. Esto complicó su relación con John, que cada día que pasaba odiaba más al norte.

Él culpaba a Lincoln de todos los males del sur, y lo decía cada vez más alto. Sin embargo, y pesar de su beligerancia, Booth le había prometido a su madre que no se alistaría como soldado para luchar con el ejército confederado. Y había cumplido su promesa.

El problema era que, a medida que avanzaba la guerra, y el norte iba ganando posiciones, Booth se sentía más frustrado por no tener un papel más activo en la defensa de la Confederación. En una carta a su madre, escribió:

“Estoy empezando a verme a mí mismo como un cobarde y a despreciar mi propia existencia”.

Fue entonces cuando empezó a pensar en cómo saciar su deber patriótico, y aliviar su ego, un ego monumental pero fragilísimo.

En las semanas siguientes al intento de secuestro de Lincoln, la situación para los estados del sur se agravó mucho. El 3 de abril, la ciudad de Richmond, la capital de los confederados, cayó en manos de la Unión. El 9 de abril, Robert E. Lee, uno de los generales más importantes de los Estados Confederados, se rindió en la batalla de Appomattox. El fin de la guerra estaba muy cerca.

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La ciudad de Washington llevaba dos semanas celebrando las buenas noticias para el bando de la Unión. La euforia de la victoria inminente se respiraba en las calles, y los edificios públicos fueron iluminados para la ocasión. Benjamin Brown French, un funcionario de la ciudad, escribió:

“El Capitol se veía espléndido, igual que el resto de la ciudad… Realmente era glorioso, todo Washington había salido a la calle”.

No obstante, la alegría no duró mucho tiempo.

La guerra estaba prácticamente perdida para el sur, y Booth era incapaz de digerir la situación. Convencido de que tenía que hacer algo, continuó siguiendo la pista del presidente, esperando la oportunidad de atacar. En la mañana del 14 de abril, Booth se enteró de que el presidente iría a ver una representación teatral esa misma noche, en el Teatro Ford de Washington D.C. Desesperado ante la inminente derrota de los estados del sur, decidió que aquella noche se haría justicia para el sur… con sangre.

El inicio de la conjura

John Booth convocó a sus cómplices y les explicó su misión para aquella noche. El plan era nada menos que asesinar a Abraham Lincoln, al vicepresidente Andrew Johnson, al Secretario de Estado William Seward, y a Ulysses Grant, el victorioso general de las tropas del norte, que también asistiría a la función. Es decir, Booth pretendía eliminar al presidente de los Estados Unidos, a sus dos posibles sustitutos y al líder militar más admirado del país.

Booth creía que estas muertes crearían un vacío de poder y hundirían al gobierno estadounidense. No está claro si el objetivo final era vengar la humillación de los Estados Confederados, o reavivar la causa sureña y reactivar la guerra. Esto último es improbable, ya que la capital del sur había caído, y su presidente, Jefferson Davis, había huido.

En todo caso, Booth sentía que su deber patriótico era acabar con los líderes del norte para desestabilizar a su gobierno; una operación que estaba convencido de que en el sur se vería como una hazaña. Un plan sin fisuras, en la mente de Booth, pero muy arriesgado, y con demasiados hilos sueltos.

Ese 14 de abril de 1865 era, casualmente, Viernes Santo. Abraham Lincoln y su esposa, Mary, llegaron tarde al teatro. Se dirigieron a sus asientos, y disfrutaron de la función, que les hizo reír a carcajadas. La obra de teatro representada era Nuestro Primo Americano, de Tom Taylor; una comedia sobre un americano poco refinado que visita a sus parientes aristócratas en Inglaterra para reclamar su herencia.

El matrimonio Lincoln estaba viendo la función desde un palco privado cerca del escenario; un palco en el que también iba a estar el general Ulysses Grant. Pero Grant declinó la invitación, así que en su lugar se sentaron el oficial Henry Rathbone y Clara Harris, su prometida.

Sobre las diez y cuarto de la noche, Booth se acercó al palco donde se sentaba Lincoln. Al ser un actor famoso, no tuvo demasiados problemas para entrar en el teatro, y una vez allí vio que no había nadie vigilando el palco del presidente. Con sigilo, Booth entró en la antesala del palco, cerró la puerta desde dentro, y esperó.

Poco después, oyó al público soltar una carcajada al unísono; todo el mundo parecía estar distraído y entretenido. Así que, justo en ese momento, Booth irrumpió en el palco, se colocó detrás de Lincoln, y le disparó en la cabeza con un revólver de calibre cuarenta y cuatro. Inmediatamente después, Booth hirió a Rathbone en el hombro con un cuchillo, y saltó desde el palco al escenario. Según los testigos, al caer en el escenario Booth gritó:

“¡Sic Semper tyrannis!” …que es el lema del estado de Virginia, y que se puede traducir como: “¡Así siempre a los tiranos!”. Otros testigos declararon que sus palabras fueron: “¡El sur ha sido vengado!”

Otros testigos declararon que Booth pronunció las dos frases. En todo caso, después de pisar el escenario, el asesino desapareció por una puerta lateral, salió del teatro y huyó en el caballo que le estaba esperando.

Inicialmente, el público pensó que la intervención de Booth era parte del espectáculo, pero un grito de horror de la primera dama les hizo entender que el ataque había sido real. Charles Leale, un médico de veintitrés años que estaba entre los espectadores corrió al palco en cuanto oyó el disparo y el grito de Mary Lincoln. Una vez allí, se encontró al presidente desplomado en su silla, paralizado, y luchando por respirar.

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Varios soldados cargaron a Abraham Lincoln y lo llevaron a una casa de huéspedes que había frente al teatro. Los presentes acordaron que, en su estado, era mejor atender al presidente allí que trasladarlo a un hospital. Los hombres lo tumbaron en una cama, según se dice, en diagonal, debido a lo alto que era, y esperaron a que llegasen los médicos.

Cuando examinaron a Lincoln, su diagnóstico no era esperanzador. La bala había entrado a través de su oreja izquierda, y estaba alojada detrás de su ojo derecho. Durante toda la noche, miembros del gabinete presidencial, oficiales y médicos guardaron vigilia junto al presidente, mientras su esposa lloraba, desconsolada.

A las siete y veintidós minutos de la mañana del 15 de abril, Abraham Lincoln falleció. Tenía cincuenta y seis años. El fiscal general, Edwin Stanton, pronunció entonces las famosas palabras:

"Now he belongs to the ages” (“Ahora pertenece a la eternidad”), o “Now he belongs to the angels” (“Ahora pertenece a los ángeles”) (Los testigos dieron las dos versiones, y no se sabe cuál es la buena)

A las siete y veintidós minutos de la mañana del 15 de abril, Abraham Lincoln falleció. Tenía cincuenta y seis años

El cadáver de Lincoln fue trasladado a la Casa Blanca en un ataúd provisional, envuelto en una bandera de los Estados Unidos y escoltado por una caballería armada. Allí se le hizo la autopsia. Edward Curtis, uno de los cirujanos que examinaron el cuerpo, describió más tarde la operación, explicando que, cuando sacaron la bala de la cabeza de Lincoln, se pararon a observarla. Un objeto tan pequeño, y que, según él sería:

“la causa de tantos cambios importantes en la historia del mundo; tantos, que quizá nunca los apreciemos plenamente”.

La noticia sobre el asesinato del presidente llegó a todos los rincones del país, y ese mismo día las banderas ondeaban a media asta, los negocios cerraban en señal de duelo, y las celebraciones por el fin de la guerra civil se enfriaban. El día siguiente a la muerte de Lincoln era Domingo de Resurrección, y, en sus sermones, muchas iglesias cristianas compararon el sacrificio de Lincoln con el de Jesús.

Esto da una idea del sentir general ante la pérdida del presidente. Se decretó un período de luto oficial, y la euforia de los días anteriores se disipó. El senador de Massachusetts, que estuvo junto a Lincoln en su lecho de muerte, escribió una elegía en la que decía:

“No lloréis por su muerte; en vez de eso, celebrad su vida y su ejemplo… Celebrad que la Emancipación fue proclamada gracias a él”.

Según los historiadores, y como suele pasar, la figura de Lincoln ganó muchos más admiradores tras su muerte de los que había tenido en vida. Tras ser expuesto en la Casa Blanca, el ataúd del presidente encabezó una procesión multitudinaria hacia el Capitolio.

Según un reportero que informó del acontecimiento, la procesión se extendía a lo largo de casi cinco kilómetros. Después, el ataúd de Lincoln fue trasladado en ferrocarril a su Illinois natal. Durante el trayecto, hizo parada en Filadelfia y en Nueva York, donde desfiló en carroza fúnebre a lo largo de la Quinta Avenida. Durante el viaje de vuelta a casa, millones de personas se acercaron a la vía del ferrocarril a presentar sus respetos. El mito de Lincoln había nacido.

Mientras el país entero lloraba a su presidente asesinado, John Booth intentaba esquivar a las autoridades y al ejército, que habían puesto un precio de cien mil dólares a su cabeza.

Durante su huida, o puede que en el momento en el que saltó al escenario del teatro desde el palco, Booth se lesionó una pierna. Al llegar a Maryland fue a la consulta de un médico para que lo tratase. Él accedió, lo cual le buscó la ruina: días después fue acusado de conspiración y pasó cuatro años en la cárcel.

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Con la ayuda de un simpatizante de la Confederación, John Booth se escondió durante días en un bosque, intentando procesar las reacciones a la muerte de Lincoln. Booth no podía creer que prácticamente todo el mundo condenase sus acciones.

Él había esperado que el sur celebrase el asesinato de su mayor enemigo, y que lo tratasen como a un héroe. En lugar de eso, periódicos de todo el país lo acusaban de ser un “monstruo”, un “perturbado”, y un “demonio miserable”. En efecto, parecía que Booth había pasado a la historia, pero no como él había esperaba y deseaba. En su diario escribió que:

“Con todo el mundo en mi contra, aquí estoy, desesperado. Por hacer aquello por lo que Bruto fue laureado… Y, aún así, por derribar al mayor tirano que conocieron nunca, me miran como a un criminal común”.

Durante su búsqueda, tropas federales requisaron cartas que Booth había enviado a su hermana Asia. En ellas, declaraba que actuaba guiado por Dios, y que amaba la justicia más que a un país que renegaba de ella. Las cartas se publicaron en el New York Times y alimentaron la indignación colectiva.

En el sur, muchos maldijeron a Booth por utilizar su causa como motor de su venganza, y Joseph Johnston, un general de la Confederación, dijo que Booth era “una desgracia para nuestra época”. Y es que, después de una guerra que se había cobrado 750.000 vidas en total, ganadores y perdedores estaban de acuerdo en que solo querían la paz que Lincoln les había prometido.

Booth no era el único en busca y captura. Estaba escondido con uno de sus cómplices, David Herold, que, en la misma noche del asesinato de Lincoln, había intentado matar al Secretario de Estado, William Seward, junto con otro compinche. Seward fue gravemente herido, pero sobrevivió. En cuanto al vicepresidente Johnson, que también iba a ser asesinado en la noche del 14 de abril, se salvó porque el matón al que Booth había encargado el trabajo se emborrachó y se olvidó de la misión.

Tras varios días siguiéndoles la pista, el 26 de abril un grupo de tropas federales consiguió dar con el paradero de Booth y Herold. Estaban escondidos en una granja de Virginia, cerca del río Rappahannock. Al verse acorralado, Herold se rindió, pero las tropas, sin tiempo que perder, prendieron fuego al granero en el que estaban los forajidos.

Aún así, Booth se negó a entregarse, y, segundos después, se oyó un tiro. No se sabe si el disparo vino de un soldado o si Booth se disparó a sí mismo, pero poco después estaba muerto.

Un total de ocho conspiradores fueron juzgados por una comisión militar por el asesinato de Lincoln. Según su grado de implicación en el complot, unos fueron ahorcados, otros fueron condenados a cadena perpetua, y otros recibieron sentencias de cárcel más cortas. La guerra, por cierto, duró poco más que John Wilkes Booth: su fin más o menos oficial fue el 26 de mayo de 1865.

Tras la muerte de Booth, su hermano Edwin le mandó una carta a su hermana Asia en la que intentaba consolarla con estas palabras:

“No pienses más en él como un hermano; para nosotros, está muerto, igual que lo estará muy pronto para el resto del mundo. Simplemente, imagina que el chico al que tanto quisiste existe ahora en la mejor parte de su espíritu, en otro mundo”.

Curiosamente, Edwin le había salvado la vida al hijo de Lincoln, Robert, en un incidente ocurrido antes del asesinato. Se dice que esto le proporcionó cierto consuelo cuando supo que su hermano había matado al presidente de los Estados Unidos; al hombre que había salvado la Unión y que había liberado a los esclavos; al hombre que pasaría a la historia como un mártir por su país.