La longeva soberana de Reino Unido, Isabel II, debe tener en su copioso currículum un sinfín de anécdotas acumuladas a lo largo de sus casi setenta años y medio en el trono, pero probablemente una de las más extravagantes sea la que protagonizó en dos ocasiones, en 1959 y 1970: recibir como regalo institucional dos pieles de alce y otras dos de castor (la última vez, adaptándose a los tiempos, los animales estaban vivos y los donó al Zoo de Winnipeg, Canadá). Se trataba de una tradición iniciada en 1927 con su abuelo, Eduardo VIII, y continuada en 1939 por su padre, Jorge VI, pero que en realidad se remontaba mucho más atrás: así lo estipulaba en 1670 la carta fundacional de la Hudson Bay’s Company, la empresa europea más antigua en actividad.

Hace tiempo vimos en otro artículo que la empresa más veterana del mundo, de entre las que están todavía en funcionamiento, es la japonesa Kongō Gumi Co. Ltd., aunque tras quebrar en 2006 fue absorbida por la Takamatsu Construction Group Co. Ltd. y continúa operando. Esa compañía nipona nació en el año 578 d.C., el mismo en que se redactaba el Codex Revisus del rey visigodo Leovigildo y el césar Tiberio II Constantino sucedía al fallecido emperador Justino II el Joven al frente del Imperio Romano de Oriente. Es decir, hace casi un milenio y medio.

La Hudson Bay’s Company no se acerca ni de lejos a esa venerable edad y, de hecho, en Europa y la propia Inglaterra, su país de origen, hubo otras anteriores. Pero su baza es que todas se fueron extinguiendo mientras que, a día de hoy, ésta sigue existiendo. Quizá a alguno le suenen más sus siglas, HBC. Dedicada a la venta minorista, tiene siete mil empleados, factura unos nueve mil cuatrocientos millones de dólares canadienses al año (seiscientos treinta y uno netos), cotiza en la Bolsa de Toronto y es propietaria de casi cuatro millones de metros cuadrados de bienes inmuebles; una minucia si se tiene en cuenta que, hasta la segunda mitad del siglo XIX, casi todo Canadá era suyo.

Escudo de la HBC con su lema. Lus motivos son la bandera inglesa y los principales animales que proporcionaban las pieles (zorro, castor y reno)/Imagen: Qyd en Wikimedia Commons

El siglo XVI experimentó un curioso fenómeno surgido de la moda mercantilista de la época: la creación de entidades privadas -aunque vinculadas a los estados y tuteladas por ellos – para explotar y administrar los imperios coloniales que empezaban a formarse. El modelo español de gestión directa fue un caso excepcional porque los demás países optaron por delegar esfuerzo y financiación en lo que se conoce como compañías privilegiadas, nombre derivado del privilegio que recibían: la concesión de la actividad comercial en régimen de monopolio, algo que sí seguía a españoles y portugueses, que designaron determinados puertos ad hoc (inicialmente Sevilla y Lisboa).

Así, desde que en 1553 apareciera en Inglaterra la pionera Company of Merchant Adventurers to New Lands (luego rebautizada Muscovy Trading Company), fueron sumándose la Virginia Company, la Compagnie de la Nouvelle France (Compañía de la Nueva Francia), la Vereenigde Oostindische Compagnie (Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales), la West-Indische Compagnie (Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales), entre otras muchas más y por citar sólo las de mayor renombre; España, por cierto, también terminó por abrazar ese modelo en el siglo XVIII, desplazando a la Casa de Contratación, aunque Felipe III ya había impulsado en 1628 la Companhia do Commércio da Índia o Companhia da Índia Oriental (Compañía Portuguesa de las Indias Orientales).

Actualmente, tras su adquisición en 2008, la HBC es una empresa estadounidense. Pero antes fue canadiense y antes aún, inglesa, ya que en el siglo XVII el territorio de Canadá se lo repartían la Corona de dicho país y Francia. Por eso los fundadores fueron, irónicamente, dos franceses. Se llamaban Pierre-Esprit Radisson y Médard Chouart des Groseilliers, cuñado del anterior, dos emigrantes que empezaron una nueva vida en Nueva Francia (la parte gala de Canadá) trabajando en lo que se denominaba poéticamente coureur des bois (corredor de bosques), es decir, comerciante de pieles, gentes intrépidas que también ejercían de cartógrafos y exploradores, pasando más tarde a redefinirse el oficio como voyageur (viajante), cuando se estipuló que debían operar con licencia.

Nativos comerciando en un puesto de la HBC, por Henry Alexander Ogden/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

No era un trabajo cómodo y en todo aquel vasto territorio apenas lo desempeñaba medio millar de hombres en fiera competencia entre sí por comprar más pieles a los nativos, sobre todo a los hurones, ya que los iroqueses simpatizaron más con los británicos -Radisson pasó dos años prisionero suyo- y eso se plasmó en las alianzas de las Guerras de los Castores, que se iniciaron en 1642 por, como indica su nombre, la primacía en el comercio de pieles. Esos aventureros eran un precedente de lo que luego, en la conquista del Oeste, se definió como Frontier man (Hombre de la frontera) y también aquí recibieron apodos en ese sentido: hivernants (invernantes, porque algunos pasaban el invierno en el bosque), mangeurs de lard (comedores de cerdo, por su dieta de carne porcina salada) o incluso hommes du nord (hombres del norte).

Radisson y Groseilliers oyeron hablar a los cree de un sitio donde había más y mejores pieles junto a la mer salée (mar salado), por lo que dedujeron que podrían transportar un cargamento en barcas, ganando tiempo y ahorrando costes. Así que trataron de formar una compañía para llegar allí, pero el marqués de Argenson, gobernador, denegó su autorización temiendo que entonces todos los comerciantes abandonaran el río San Lorenzo y hundieran con ello la economía local. Ellos ignoraron el veto y en 1659 fueron por su cuenta, regresando un año más tarde con un cargamento de pieles… que el gobernador incautó al tiempo que ordenaba su arresto.

Radisson y Groseilliers en los Grandes Lagos, obra de Frederic Remington/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Entonces fue cuando dieron el paso decisivo, marchando a Boston para ofrecer el proyecto a los ingleses. Corría el año 1665 cuando desembarcaron en un Londres asolado por la peste negra, siendo recibidos por el rey Carlos II. Tuvieron que esperar al final de la epidemia, pero en 1669 fletaron dos barcos con los que zarparon hacia la Bahía de Hudson, que tal era la localización de la mer salée. Aunque una de las naves tuvo que dar la vuelta al poco de partir, la otra llegó a su destino y sus tripulantes construyeron allí un fortín que bautizaron con el nombre de Tierra de Rupert, en alusión al patrocinador de la expedición, el príncipe Rupert del Rin.

El regreso tuvo lugar en el otoño de 1669 con la bodega llena de pieles. Los beneficios impulsaron a fundar una compañía llamada The Governor and Company of Adventurers of England Trading into Hudson’s Bay, a la que la Corona concedió el monopolio de explotación de la región. Ésta se extendía aproximadamente por un tercio de lo que ahora es Canadá y en ella levantaron, entre 1668 y 1717, media docena de factorías comerciales que imitaron el sistema de funcionamiento que los neerlandeses aplicaban en los Nieuw-Nederland (Nuevos Países Bajos, su provincia colonial de la costa noreste americana).

Dicho funcionamiento se basaba en que los nativos recopilaban y preparaban pieles durante las estaciones frías para luego llevarlas a las factorías, donde las intercambiaban en trueque por mercaderías diversas (herramientas, cacerolas, armas blancas y, sobre todo, unas características mantas con rayas de colores conocidas como Hudson’s Bay point blanket). Contrastaba con la metodología francesa, que, como vimos, consistía en la convivencia del coureur des bois con las tribus, siendo él quien se ocupaba personalmente del transporte tras comprárselas. En ese sentido, la intrusión de la compañía ponía en peligro el negocio y las posesiones galas, así que un contingente militar expulsó a los ingleses en 1686.

La Tierra de Rupert, propiedad de la compañía. Posteriormente añadiría el Territorio del Noroeste/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Dos años después ambos países recurrieron a las armas en la Guerra del Rey Guillermo, que venía a ser el desarrollo en América de la de los Nueve Años y el último episodio de las reseñadas Guerras de los Castores. La contienda resultó favorable a Francia y el Tratado de Ryswick delimitó las fronteras, retornando al statu quo prebélico, pero la paz apenas se mantuvo cinco años antes de que en 1702 estallase otro conflicto, la Guerra de la Reina Ana. Esta vez cambiaron las tornas, imponiéndose los británicos -acababan de unirse Inglaterra y Escocia- que, por el Tratado de Utrecht (1713), quedaron dueños de la región entera y recuperaron sus factorías.

La compañía se convirtió en la propietaria de facto de la Tierra de Rupert, a la que administraba merced al monopolio concedido por el rey Carlos II, de forma análoga a lo que paralelamente hacía en la India la Honourable East Indian Company (Compañía Británica de las Indias Orientales), parte de cuyas acciones adquirió en 1732 para reducir la competencia. A punto de entrar en el último cuarto del siglo XVIII, el explorador, naturalista y comerciante Samuel Hearne se encargó de iniciar la expansión hacia el interior; era el momento adecuado, ya que poco después a la empresa le iba a salir una nueva competidora la North West Company (Compañía del Noroeste, NWC).

Norteamérica en 1702, al inicio de la Guerra de la Reina Ana/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Ésta fue fundada como sociedad anónima en 1779 por los pedlars (buhoneros independientes que comerciaban con los nativos), quienes entendieron que por su cuenta no podían rivalizar con aquel gigante. Necesitados de una mayor audacia, financiaron viajes de exploración, el más importante de los cuales lo protagonizó uno de sus socios, Alexander MacKenzie, recorriendo el río que ahora lleva su nombre hasta el Ártico. La NWC tuvo tanto éxito que, en efecto, chocó con la HBC y se produjeron esporádicas disputas entre ambas -la conocida como Guerra del Pemmincan de 1816-, obligando al gobierno a evitar que la cosa pasara a mayores forzando su fusión en 1821.

Se desmantelaron muchas factorías que competían en la misma zona, pero a cambio se ampliaron sus fronteras hasta el Ártico y el Pacífico, estableciéndose un organigrama empresarial jerárquico que dio buenos resultados y, así, la empresa continuó siendo la dueña monopolística del territorio canadiense, imprimiendo incluso su propio papel moneda. Eso sí, no tardaron en aparecer más rivales, esta vez desde unos jóvenes pero ambiciosos Estados Unidos, que levantaron sus propias factorías y empezaron a enviar caravanas de colonos. De este modo, la HBC tuvo que ir renunciando a sus aspiraciones sobre Oregón y California. Peor aún, el monopolio tocaba a su fin.

Y es que la afluencia de colonos hacía inevitable su asentamiento y el desarrollo de agricultura, desmintiendo el bulo propagado por la compañía de que las tierras no eran productivas. De hecho, el comercio de pieles estaba cediendo ante el surgimiento de otros nichos económicos, como la especulación inmobiliaria y el fomento del ferrocarril. No obstante, el golpe de gracia llegó en 1849 como consecuencia de un incidente menor en el que un trampero mestizo llevado a juicio, acusado de vender pieles por su cuenta, fue declarado culpable pero sin que el juez le impusiera ninguna condena, según se dice intimidado por una turbamulta al grito de «¡Le commerce est libre! Le commerce est libre!» (¡El comercio es libre! ¡El comercio es libre!).

Una tienda de la HBC en Vancouver, en la última década del siglo XIX/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El efecto inmediato fue la firma en 1869 del The Deed of Surrender (La Escritura de Rendición), un acuerdo a tres bandas en el que la HBC entregaba la Tierra de Rupert -junto con el Territorio del Noroeste- a Gran Bretaña, que a su vez se lo cedía al nuevo Canadá a cambio de que indemnizase a la compañía. Ésta siguió existiendo dedicada a la venta minorista, abriendo puestos comerciales en aquellos asentamientos fluviales que poco a poco iban creciendo y terminaban por convertirse en ciudades modernas: desde la primera tienda de Fort Langley en 1857 a los grandes almacenes de Calgary, Winnipeg, Vancouver, Vernon, Edmonton…

Tras la Primera Guerra Mundial se sumó un nuevo punto de interés, el petróleo, y en 1926, a medias con la Marland Oil Company, la HBC fundó una filial para explotar ese recurso, la Hudson’s Bay Oil and Gas Company. Poco después se producía una de las grandes controversias de su historia, cuando un periodista desveló que la compañía suministraba a los nativos alimentos inadecuados que les producían caries, además de haber propagado entre ellos la gripe. No obstante, todavía faltaba el mayor golpe de efecto: en 1970, la alta presión tributaria británica llevó a la HBC a mudar su sede a Winnipeg primero y Toronto después, pasando así a ser canadiense.

Nueve años más tarde era adquirida por un multimillonario estadounidense que la remodeló a conciencia para adaptarla a los tiempos y hacerla más rentable; llegarían más operaciones similares en el siglo XXI. Pero es demasiado tentador no terminar este artículo en las postrimerías del siglo XX: concretamente en 1991, cuando la Hudson’s Bay Company anunció que atendía la nueva sensibilidad animalística dejando de vender pieles… hasta que en 1997 decidió reanudarla para satisfacer la demanda. Al fin y al cabo, su lema desde la fundación era Pro pelle cutem, que significa algo así como «Piel para la piel».


Fuentes

George Bryce, The remarkable history of the Hudson’s Bay Company | Deidre Simmons, Keepers of the record: The history of the Hudson’s Bay Company archives | John S. Galbraith, The Hudson’s Bay Company as an imperial factor, 1821-1869 | Hudson’s Bay Company | Wikipedia


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