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Ángeles con caras sucias (1938)



SOBRE EL CARISMA Y EL ARTIFICIO

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

A Michael Curtiz suele recordárselo principalmente por esa obra maestra llamada Casablanca, pero lo cierto es que era ese tipo de artesanos capaces de adaptarse a múltiples plataformas genéricas, siempre con similar habilidad y efectividad. Prueba de ello es Ángeles con caras sucias, un policial donde el realizador hacía lo que mejor sabía: invisibilizarse casi por completo y ponerse al servicio de lo que se contaba, pero también de las estrellas que le tocaba dirigir. En este caso, James Cagney, Pat O´Brien y Humphrey Bogart, que desplegaban cada uno un carisma particular, en un relato de índole moral, pero no necesariamente moralista.

El relato de Ángeles con caras sucias es, en primera instancia, uno de amistad: la que hay entre Rocky Sullivan (Cagney) y Jerry Connolly (O´Brien), que de chicos eran compañeros de aventuras y, también, algunos delitos menores. Sin embargo, al llegar a la adultez, cada uno toma un camino diferente: el primero se convierte en un mafioso que entra y sale de la cárcel con frecuencia, aunque va consolidando su ascenso en el escalafón criminal; el segundo se termina inclinando por el sacerdocio, con una especial dedicación hacia los niños y jóvenes. Pero esa disparidad en las elecciones de vida no impide que ambos mantengan un vínculo sólido, marcado en gran parte por la pertenencia territorial: los dos son del mismo barrio, se reconocen entre sí y son capaces de constituirse en referentes para los demás. Es esto último lo que termina siendo el verdadero disparador del conflicto: cuando Rocky sale de la cárcel, dispuesto a tomar la parte del negocio que le prometió su socio, un abogado llamado James Frazier (Bogart), vuelve a las andanzas y pasa a ser una especie de tutor para un grupo de niños de la calle, que lo ven como un modelo a seguir. Y eso llevará a un choque inevitable con Jerry, que busca impedir que los jóvenes sean corrompidos y sigan el mismo camino que Rocky.

Todo lo previamente mencionado, desde la presentación de los personajes (desde los principales a los de reparto) hasta los dilemas morales que se atraviesan, es desplegado por la película con una velocidad y fluidez notables. Más aún si tenemos en cuenta los tiempos del cine actual, donde un planteo como este tomaría cerca de dos horas. En cambio, Curtiz deja todo servido en menos de una hora, a partir de una confianza inquebrantable en la gestualidad de los protagonistas y lo que puede interpretar el espectador. Es cierto sí que cuenta con la ayuda inestimable de Cagney, que en un punto se está interpretando a sí mismo, a partir de cómo tomó sus propias experiencias de joven para construir el papel de Rocky, en la que finalmente resultó una actuación magnética, que le valió una nominación al Oscar. Pero hay también una gran inteligencia y hasta sensibilidad por parte de Ángeles con caras sucias para retratar los códigos callejeros y barriales, además de aprovechar acciones puntuales para delinear rápidamente las características de las fuerzas en pugna. Por ejemplo, con las miradas de Bogart como Frazier, el verdadero villano de la historia, que lo pintan como un oportunista, traidor y hasta mediocre.

Pero es en su tramo final, con Rocky enfrentando la pena de muerte y Jerry pidiéndole que finja cobardía para que eso desilusione a los jóvenes y dejen de tomarlo como modelo, que la película evidencia una inteligente autoconsciencia. Porque el artificio que sugiere Jerry y Rocky acepta, construyendo un imaginario donde el crimen queda asociado a la cobardía, no es muy distinto al artificio hollywoodense, donde la criminalidad puede ejercer fascinación o repulsión de acuerdo a las intenciones narrativas y la capacidad de credulidad del espectador. Ángeles con caras sucias nos decía, a su modo -con un uso del fuera de campo estupendo-, que las imágenes, palabras e historias pueden ser mentira y verdad a la vez, y de qué se elige creer. El cine sonoro todavía no tenía una década desde su nacimiento, pero Curtiz ya tenía bien claro su potencial. Por eso no es extraño que haya concretado una obra maestra como Casablanca.


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