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“¿Qué es el triángulo de la tristeza?”, quizás alguien pregunte con el ceño fruncido. Para dejarlo en claro, el término (en inglés: triangle of sadness) refiere justamente a las arrugas que se forman en el entrecejo y que se vuelven más evidentes, por ejemplo, al hacer gestos de extrañeza, enojo o preocupación. La película del mismo nombre lo saca a colación desde los primeros minutos, cuando un profesional del modelaje recibe la indicación de relajar aquella zona de la cara con tal de ocultar los pliegues de la piel; imperfecciones que algunos eligen disimular por razones de belleza, siendo ésta en muchas ocasiones la clave para alcanzar el éxito.
En El triángulo de la tristeza, la apariencia es lo que permite a sus sensuales protagonistas ganarse la vida y moverse en las altas esferas de la sociedad. Por otro lado, ¿será que el propio largometraje del director Ruben Östlund se valió de meras apariencias para figurar en la temporada de premios y obtener la prestigiosa Palma de Oro?
Esta cinta nominada al Óscar 2023 (Mejor película, dirección y guion original) consigue llamar fácilmente la atención a través de los temas candentes que toca; entre ellos, la industria de la moda, los roles de género, el auge de los influencers, los dilemas e ironías en torno a la masculinidad y las ventajas que trae consigo ser físicamente atractivo. Asimismo, El triángulo de la tristeza compone una sátira despiadada que arremete contra aquellos que obtienen el mayor jugo del limón capitalista; faltos de consciencia y empatía, encerrados en una burbuja de opulencia que Östlund no teme reventar con el mismo ímpetu con que el vómito emerge de las bocas de comensales enfermos.
No obstante, a pesar de lo picante de sus ingredientes, la película deviene el equivalente a una frustrante comida de tres tiempos que poco a poco desencanta el paladar. Rindiendo honores al título, el 3 es el número de capítulos en los que El triángulo de la tristeza divide su relato. Y por mucho, el primero de ellos es el que mantiene este barco a flote. Ahí conocemos a Carl, un joven modelo con una trayectoria en declive, y a su novia Yaya, prestigiosa modelo e influencer que gana mucho más dinero que él.
En este capítulo inaugural, la cuestión monetaria desata una acalorada discusión entre ambos protagonistas; 25 minutos que funcionan a la perfección, casi con la autonomía de un cortometraje. Ofrecen una fascinante mirada a las inquietudes que abruman a mujeres y hombres al interior de la industria del modelaje y de una sociedad que imprime reglas estrictas sobre qué lugar le corresponde a cada uno.
Con base en algunas declaraciones de Östlund, es válido sospechar que ésta era la historia que él realmente quería contar; inspirado en sus vivencias de pareja y en anécdotas alrededor del mundo de la moda que llegaron a sus oídos. La narración incisiva en este capítulo goza además de la gran química entre Harris Dickinson y la modelo Charlbi Dean, quien falleció prematuramente en agosto del año pasado, pero alcanzó a regalarnos con Yaya un personaje lleno de matices y autenticidad.
Ahora bien, las fluctuaciones de El triángulo de la tristeza comienzan en su segundo capítulo. A partir de que Carl y Yaya abordan un yate de lujo, la película dirige los reflectores hacia un peculiar grupo de vacacionistas adinerados; gente con actitudes y caprichos nefastos que en un santiamén hacen que el público deje de preocuparse por su bienestar. Y qué mejor, pues en cuanto la embarcación entra en una muy previsible situación de crisis, esta clase privilegiada —la cual pretendía disfrutar una amena velada en altamar— es condenada a bañarse en su propia inmundicia, víctima del ensañamiento de la cámara y el guion.
Hablando en específico del segmento que ilustra una caótica cena de gala, es plausible la manera en que Östlund amasa una disfrutable combinación de humor negro, absurdo y escatológico sin caer en el mal gusto. Su puesta en escena reúne además los elementos idóneos para emular el desbalance e inestabilidad de un barco encaminado a la catástrofe. Pero un gran problema de este segundo capítulo de El triángulo de la tristeza es que su sátira carece de agudeza e ingenio suficientes como para, al menos, ahorrarse el deslucido discurso de un ideólogo marxista que reprende a los acaudalados y apanicados pasajeros desde un altavoz. ¿De verdad hacía falta el sermón?
En la tercera y última parte de la película, pareciera que el director finalmente aclara un punto. En pocas palabras, que no importa si se gira el tablero y los de abajo toman el poder; el riesgo de corromperse prevalecerá y el atractivo físico aún supondrá un trato especial, aunque no necesariamente digno. Pero al margen de cualquier interpretación, ya es difícil divisar algo merecedor de alabanzas en lo visual, en el modo de narrar y en el seguimiento hecho a personajes vueltos demasiado superficiales. A estas alturas, ni Carl ni Yaya logran salvarse.
Así que, con aciertos y desaciertos por igual, se antoja que esta cinta ha dividido y seguirá dividiendo opiniones. A la par de que hay quienes la ovacionan y la perfilan para los máximos reconocimientos del mundo del cine, seguro abundan también los que reaccionan con sentimientos poco favorables, sólo perceptibles en el triángulo de la tristeza grabado sobre sus frentes.
Para plataformas de streaming, El triángulo de la tristeza está actualmente disponible en el catálogo de Prime Video.
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