Goya, cronista de la Guerra de Independencia

Goya, cronista de la Guerra de Independencia

El pintor aragonés retrató la guerra de manera innovadora, poniendo el protagonismo en los héroes anónimos y en la brutalidad humana. Así se ve en El 2 de mayo de 1808 y El 3 de mayo de 1808 y en los grabados de Los Desastres de la Guerra

Goya, cronista de la Guerra de Independencia (David García López)

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Cuando Francisco de Goya nació por casualidad en la pequeña localidad de Fuendetodos, cercana a Zaragoza, en la primavera de 1746, la vida de los habitantes de toda Europa tenía lugar en lo que, tras la Revolución, se denominó el Antiguo Régimen. En él, la sociedad era rígidamente estamental y la posibilidad de lograr un ascenso social era harto difícil: el hijo de un campesino tenía todas las posibilidades de morir siendo un campesino, a la vez que el hijo de un noble fallecería igualmente siendo un aristócrata. Y así se declamaba en el teatro de la época: «Vivamos donde el cielo nos ha puesto, único medio de que bien vivamos».

El 3 de mayo en Madrid o los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, Goya

El 3 de mayo en Madrid o Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, 1813-1814. Foto: Getty.

De ahí que el hijo de un dorador, como era Goya, se iniciase en el estudio de una profesión tradicionalmente cercana, la de pintor. De este modo ingresó en el taller de un artista en Zaragoza a los trece años, una edad similar a aquella a la que su admirado Velázquez había comenzado el aprendizaje con su maestro 150 años antes. También como él, se casó con una joven de una familia de pintores, en este caso con Josefa Bayeu, hermana del pintor real Francisco Bayeu, quien habría de brindarle un sólido y primer apoyo para entrar en los ambientes cortesanos. Vincularse a grupos familiares de oficios similares que actuaban como soporte de los individuos era una costumbre ancestral en los ambientes gremiales de la Edad Moderna europea.

Igual que Velázquez, Goya realizó un viaje de instrucción a Italia, aunque en el caso del sevillano fuese como pintor del rey de España, un objetivo por el que el aragonés todavía tendría que esforzarse durante años. Italia seguía siendo el lugar en el que el artista debía educarse en el buen gusto, a través del estudio de la Antigüedad grecolatina y los grandes artífices surgidos a partir del Renacimiento. El primer triunfo en la carrera de Goya tuvo lugar allí al pintar, en 1771, Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes para el concurso de la Real Academia de Parma. Se trataba de un tema de historia antigua plenamente de moda en el neoclasicismo vigente de esos años, y en el que el héroe aparece interpretado como una escultura clásica rodeado por personificaciones de la mitología antigua.

Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes

Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes, 1770. Foto: ASC.

Dicha cortesana

Después, trabajando en Madrid como pintor de cartones para los tapices con los que se decoraban las estancias reales, Goya fue asentando su camino cortesano a comienzos de los años ochenta. Además de entrar a formar parte de la Real Academia de San Fernando y convertirse en pintor de cámara del rey en 1786, el conde de Floridablanca le solicitó su retrato y le protegió para que fuera elegido entre los artistas que pintaron lienzos para la iglesia de San Francisco el Grande

El artista aragonés pudo manifestar sus habilidades en los dos géneros en los que durante cientos de años los artífices pudieron demostrar su utilidad a los gobernantes: pintar sus efigies y plasmar visualmente la historia sagrada de la religión revelada. Goya hizo valer su pericia en ambos, pero especialmente en fijar la imagen de los personajes más importantes del país durante las siguientes décadas: reyes, infantes, secretarios de Estado, las cabezas de las más linajudas estirpes aristocráticas pasaron por delante de su caballete, y así sus retratos han llegado hasta nosotros. El pintor describía la felicidad en la que vivía entonces, siendo reclamado por la flor y nata de la sociedad, pues a cualquier otro que solicitaba sus servicios no se dignaba recibirlo.

Conde de Floridablanca, Goya

José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca, hacia 1783. Museo Nacional del Prado, Madrid. Foto: ASC.

Y aun así, el artista no era más que «un pintamonas », como lo denominaba jocosamente el infante Luis de Borbón, hermano de Carlos III, uno de esos borbones tan amantes de las faldas como de la caza a los que los españoles estamos tan acostumbrados. Goya moría de contento relatando estas anécdotas; al verse tratado familiarmente por los gobernantes de esa rígida sociedad y al besar la mano del rey y los príncipes escribía que «no había tenido tanta dicha jamás». No cabe duda de que estaba cumpliendo a la perfección lo que se requería de él y se estaba convirtiendo en un magnífico cortesano, feliz de verse en un entorno privilegiado al servicio de los poderosos y de ganar el suficiente dinero para poder comprarse un coche de tiro y «pasarlo anchamente ». Incluso trató de mover sus contactos en Zaragoza para que encontraran algún rastro de hidalguía en sus ancestros vascos, a través del que lograr un ennoblecimiento que no pudo materializar. Velázquez solo lo consiguió tras obtener la dispensa papal por el apoyo decidido de Felipe IV. Las fronteras estamentales seguían siendo muy difíciles de sobrepasar. Desde 1783, el artista añadió un «de» a su apellido buscando dotarlo de una mayor resonancia aristocrática, o al menos parecerlo.

Goya también comenzó a relacionarse con personajes proclives a las reformas sociales y políticas —los hijos de las Luces, lectores fundamentalmente de los philosophes francófonos y de los escritores políticos y económicos británicos—, que veían en la transformación del país la única posibilidad para su modernización. Algunos formaban parte del gobierno o eran grandes aristócratas que mantenían tertulias en sus palacios, en las que se discutían las reformas y se protegía a artistas y literatos. Con amigos como Gaspar Melchor de Jovellanos, Juan Menéndez Valdés o Leandro Fernández de Moratín, Goya compartiría, por ejemplo, la necesaria reforma de la educación, la oposición al fanatismo religioso y la superstición y la crítica hacia la Inquisición y algunas órdenes monásticas. 

Leandro Fernández de Moratín

Leandro Fernández de Moratín, 1799. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid. Foto: ASC.

A partir de los años noventa —quizá también por la grave enfermedad que le sobrevino en 1793 y que le provocó una sordera permanente—, el arte de Goya inició un nuevo camino que ya se aprecia en sus dibujos de esa década. Sus creaciones muestran un tono más personal e introspectivo, que tendrá su culminación en la serie de grabados al aguafuerte denominada Caprichos, cuyas estampas salieron a la venta a comienzos de 1799. Muchos de los temas tratados en los 80 grabados que componen esta serie desarrollan los temas reformistas que el artista discutía con sus amigos, especialmente con el comediógrafo Fernández de Moratín, y los aguafuertes se convirtieron en sátiras visuales para combatir, como decía el catálogo de venta, «los vicios de los hombres y los absurdos de la conducta humana».

Sin embargo, la plasmación de esas temáticas parece deliberadamente ambigua. Sin duda había miedo a la persecución que podía iniciar la Inquisición, pero también, cada vez más, el artista desarrolla una vena más personal que lo aleja de la verosimilitud y la claridad que pregonaban las poéticas neoclásicas. Es significativa la conocida lámina titulada El sueño de la razón produce monstruos, ideada en principio como frontispicio de la serie, en la que son las fuerzas interiores del pintor las que surgen para plasmar un mundo nuevo en la creación artística. La Razón, las Luces, tienen sus grietas y por ahí aparecen las pesadillas de un universo que parecía inmutable, pero que estaba a punto de periclitar

El sueño de la razón produce monstruos, Goya

El sueño de la razón produce monstruos, hacia 1799. Grabado nº 43 de los Caprichos. Foto: ASC.

La interpretación de muchas de las estampas es también difícil porque, poco a poco, nos encaminamos hacia la visión de un artista moderno que, a través de su subjetividad, conmueve nuestra percepción de una manera singular. Además, no eran ya obras demandadas por el rey o un gran aristócrata; el artista actúa ahora por propia iniciativa e independientemente de las imposiciones de la clientela. Así, se permite explorar nuevas vías de expresión a través de un formato novedoso, el de la estampa, que democratiza en cierto modo los resultados de sus creaciones, permitiéndole difundirlas entre un público más numeroso. Nuevas creaciones, novedosas miradas, un público que crece: el mundo está cambiando y también el arte que se crea en su seno.

La Revolución Francesa de 1789 guillotinó ese antiguo mundo y colocó las reformas que se venían discutiendo durante todo el siglo en la vertiginosa rampa de las realizaciones. La transformación de los súbditos en ciudadanos trajo consigo la lucha de los representantes de esas nuevas ideas contra los que no querían perder su situación de privilegio, y las guerras revolucionarias se convirtieron en guerras napoleónicas. Estas llegaron a España en 1808 con toda su violencia, y envolverían al pintor y a sus más cercanos amigos. 

Lo que ahora denominamos Guerra de la Independencia fue también vista entonces como «la revolución de España», incluso como una auténtica guerra civil, que transformaría definitivamente el país y lo haría entrar en el mundo contemporáneo. Muchos amigos de las reformas vieron en la monarquía de José I la posibilidad de llevar a cabo las mudanzas soñadas durante tanto tiempo, a través de un monarca que, en cierto modo, era un hijo de la Revolución. ¿No se trataba, en definitiva, de sustituir a una familia francesa, los Borbones, por otra, los Bonaparte? Muchos amigos de Goya se inclinarían por la opción afrancesada, y el artista mismo vivió y siguió pintando en el Madrid josefino.

El horror de la guerra

La guerra fue cruenta y Goya la abordó de una forma absolutamente novedosa. El método tradicional para la representación de la guerra y sus batallas en la Edad Moderna estaba perfectamente codificado: se mostraba un hecho de armas con los protagonistas principales, reyes y generales victoriosos, en primer término y ocupando el lugar central, mientras los vencidos caían a su paso o pedían clemencia, y a lo lejos se desarrollaba un amplio paisaje en el que operaban los ejércitos. Así seguía representando Antoine-Jean Gros las gestas de Napoleón por toda Europa, incluida La rendición de Madrid, pintada en 1810. La violencia y horror de los combates quedaban alejados del espectador, que solo contemplaba a los héroes victoriosos, inmaculados modelos de triunfo.

El dos de mayo de 1808 o La carga de los mamelucos, Goya

El dos de mayo de 1808 o La carga de los mamelucos, 1814. Museo Nacional del Prado, Madrid. Foto: ASC.

Goya buscó otro enfoque totalmente diferente. En El 2 de mayo de 1808 en Madrid convirtió al pueblo y no a un caudillo en el protagonista de la rebelión que dio comienzo a la lucha por la independencia de la nación. Mientras, en El 3 mayo de 1808 son esos mismos héroes anónimos los que muestran su sacrificio ante un pelotón de fusilamiento donde no hay rostros ni individualidades, sino la plasmación de una máquina de guerra que ha caído sobre unos inocentes que luchan por su libertad

Todavía más explícito se mostrará el artista en las estampas de los Desastres de la guerra. A diferencia de los lienzos, encargados por el Consejo de Regencia en 1814 con una finalidad propagandística, los grabados vuelven a ser una iniciativa personal en la que Goya puede mostrar los horrores de la guerra de una manera mucho más personal. Ya ni siquiera hay gran diferencia entre soldados franceses y españoles, incluso el pueblo se convierte a veces en populacho y lincha salvajemente a algún afrancesado. Unos y otros asesinan, violan y roban, mutilan a los adversarios y cuelgan sus cuerpos como trofeos, mueren de hambre con expresiones cadavéricas. Los ejércitos y sus acciones no son ya decorados, sino pequeños grupos cuyos individuos aparecen identificados en primer término y en los que podemos ver los rostros invadidos de ira, terror o lujuria; son hombres y mujeres como nosotros pero que, en sus muecas horripilantes, parecen haber perdido su esencia humana. El artista estudia el alma humana a través de unos hechos extraordinarios para indicarnos que en nuestro interior existen esos mismos impulsos. Nada más opuesto a las agradables imágenes de sus cartones para tapices, en las que a menudo amables aristócratas aparecían pasando la jornada jugando en ambientes plenos de luz y de dicha.

Qué hay que hacer más, Goya

Qué hay que hacer más, nº 33 de la serie Desastres de la Guerra, 1810-1814. Foto: Museo Nacional del Prado.

También hubo amigos de Goya en el bando «patriota», que creó la Constitución de Cádiz de 1812, una ley de leyes que eliminaba el poder absoluto del rey y establecía a los ciudadanos como protagonistas de la nación, compartiendo el poder con el monarca. Fernando VII la eliminará en cuanto llegue al poder en 1814 y enviará al presidio a los que fueron sus creadores, los liberales. Se iniciaría así una larga lucha entre dos modelos sociales y políticos, entre los partidarios de la recuperación de un viejo orden, que se antojaba imposible de cara al futuro, y los que apostaban por la llegada del nuevo sistema liberal, que se mostraba aún demasiado inestable. 

También Goya siguió pintando entre dos mundos: como pintor real, retrató a Fernando VII —aunque el monarca prefiriera a Vicente López— y recibió encargos de pintura religiosa. Pero fue desarrollando obras de carácter cada vez más personal, como las Pinturas negras, realizadas sobre los muros de la quinta que compró en 1819 al otro lado del río Manzanares. Igualmente, en esos últimos años se intensificarán los dibujos sobre asuntos que le obsesionaban, como los sueños, la locura o la violencia extrema, junto a temas políticos que no podían aparecer en obras de mayor difusión.

Traspasando fronteras

También trabajará en la realización de numerosos grabados. Por una parte, en 1816 se publicaron las estampas de la Tauromaquia, un tema que era popular en esos momentos y nada conflictivo con el gobierno, lo que auguraba unas buenas ventas. Con esos ingresos, el artista pudo abordar otros proyectos más íntimos, como los citados Desastres de la guerra, en los que al menos trabajó hasta 1814, o los llamados Disparates. Unos y otros, por su temática violenta o por su carácter tan personal, ni siquiera se pusieron a la venta hasta 1863 y 1864 respectivamente, bastantes años después de la muerte de Goya. El artista volvía a trabajar para sí mismo, o para el futuro, es decir, con libertad.

Precisamente fue conocido en Europa a través de los grabados, cuando sus cuadros todavía escasamente habían traspasado nuestras fronteras. Artistas y literatos, especialmente franceses, empezaron a coleccionar sus estampas y a admirar su genio singular. Así, el campeón del romanticismo francés, Eugène Delacroix, escribía ya en el temprano 1824 que quería dibujar caricaturas como las de Goya. El estilo y la fuerza expresiva del pintor aragonés, de una imaginación desbordante y contagiosa, creador de un mundo propio y, a la vez, plenamente universal, concordaban con la búsqueda del existencialismo romántico que dominaría la escena artística durante las décadas siguientes, en las que su capacidad para desarrollar una vía de ruptura de las tradicionales reglas académicas lo situó como uno de los artífices que mejor abrirían el camino a los artistas del futuro.

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