El día que cambió Europa

14 de julio de 1789: la toma de la Bastilla

La airada población de París se lanzó al asalto de la prisión de la Bastilla, una antigua fortaleza que se había convertido en símbolo del despotismo real. Su caída en manos del pueblo constituyó el vibrante comienzo de la Revolución francesa.

La  toma de la Bastilla. Cuadro pintado por Jean-Pierre Houe¨l y expuesto en la Biblioteca Nacional de Francia.

La toma de la Bastilla. Cuadro pintado por Jean-Pierre Houe¨l y expuesto en la Biblioteca Nacional de Francia.

La  toma de la Bastilla. Cuadro pintado por Jean-Pierre Houe¨l y expuesto en la Biblioteca Nacional de Francia. 

Foto: PD

Tradicionalmente se ha considerado que la Revolución Francesa representó el fin de una era, el Antiguo Régimen, y el inicio de otra, la época moderna. Cuando estalló el conflicto, en 1789, el monarca, Luis XVI, estaba convencido de que reinaba sobre todos los franceses por derecho divino, y como monarca absoluto que era no tenía la obligación de rendir cuentas ante nadie, y mucho menos ante el pueblo.

A pesar de ello, el rey era un hombre afable, con una personalidad conformista e influenciable de la que pretendían sacar partido tanto sus consejeros como, en ocasiones, su esposa la reina María Antonieta.

En 1788 se convocaron los Estados Generales, que reunieron a representantes de los tres estamentos de la sociedad, el clero, la nobleza y el pueblo llano, para debatir la compleja crisis financiera por la que estaba atravesado el país. El pueblo empezó entonces a reclamar que cada voto fuera individual y no por estamentos como había sido hasta aquel momento.

 

El monarca no dio demasiada importancia a aquella iniciativa, pero cuando el 14 de julio de 1789 una muchedumbre encolerizada se lanzó al asalto de La Bastilla, una fortaleza real en las afueras de París reconvertida en prisión, Luis XVI preguntó sorprendido: "¿Es una revuelta?" A lo que uno de sus ministros contestó "No, Sire, es una revolución".

La destitución de Jacques Necker

La mayoría de historiadores están de acuerdo en afirmar que la Revolución Francesa fue la consecuencia inevitable de una serie de decisiones arbitrarias amparadas por una monarquía absolutista, que, junto a la Iglesia y una aristocracia acomodada y plena de privilegios, empujaron a la población, cuya situación rayaba la pobreza extrema, a tomar la decisión de asaltar la Bastilla.

Pero en medio de todo aquel caos se encontraba un personaje que, sin pretenderlo, se convertiría en el detonante de toda aquella violencia que acabará con la destitución de Luis XVI. Su nombre era Jacques Necker. 

La Revolución Francesa fue la consecuencia inevitable de una serie de decisiones arbitrarias.

Grabado de Jacques Necker realizado en el año 1789.

Grabado de Jacques Necker realizado en el año 1789.

Grabado de Jacques Necker realizado en el año 1789.

Foto: PD

Jacques Necker fue un banquero y estadista suizo que desde sus humildes comienzos en Ginebra se convertiría en uno de los hombres más poderosos de Francia a pesar de profesar el protestantismo y ser de origen plebeyo.

Necker atacó las teorías económicas de Anne-Robert Jacques Turgot, interventor general de las finanzas reales, cuando este quiso suprimir el precio controlado en el comercio de cereales, lo que acabó provocando disturbios a causa del incremente del precio del pan que desembocarían en la Guerra de las harinas de 1775.

Como director general del tesoro real en 1777, Necker decidió no subir los impuestos durante la Guerra de la Independencia de Estados Unidos. Asimismo, para mantener la nación a flote pidió préstamos en el extranjero y como ministro de finanzas logró una gran popularidad al hacer públicas las finanzas reales en lo que era una muestra inédita de transparencia. Llegó a ser tan querido que su destitución, el 11 de julio de 1789, fue uno de los principales detonantes de la toma de la Bastilla.   

Aquella decisión de su ministro de finanzas resultó algo intolerable para el rey, que lo destituiría pocos meses después. Sin embargo, en 1788, la grave crisis económica que asolaba Francia obligó al monarca a llamar de nuevo al ministro caído en desgracia.

Jacques Necker fue reintegrado en su cargo, desde el cual intentó por todos los medios a su alcance reconducir la dramática situación. Pero sus reformas fiscales hallaron una férrea oposición, sobre todo entre la nobleza, que temía perder su poder y privilegios. Necker convenció al rey de la necesidad de convocar unos Estados Generales que afrontarán reformas en profundidad.

Pero a pesar de todos sus intentos, Necker fue cesado de nuevo por el rey debido a las fuertes presiones a las que el monarca estaba sometido, y este hecho contribuyó a incrementar el malestar entre las clases populares. Finalmente, tras la Revolución, Necker acabó exiliándose en Ginebra debido a su oposición a las medidas radicales adoptadas por los jacobinos, entonces en el poder.

Retrato de Luis XVI realizado entre los an~os 1778 y 1779 por el artista Antoine Franc¸ois Callet (Museo del Prado, Madrid).

Retrato de Luis XVI realizado entre los an~os 1778 y 1779 por el artista Antoine Franc¸ois Callet (Museo del Prado, Madrid).

Retrato de Luis XVI realizado entre los an~os 1778 y 1779 por el artista Antoine Franc¸ois Callet (Museo del Prado, Madrid).

Foto:

La destitución por parte de Luis XVI de su ministro de finanzas, Jacques Necker, causó en París una gran conmoción. El 12 de julio, 3.000 personas se concentraron en los jardines del Palais Royal y desfilaron en una manifestación multitudinaria que recorrió la ciudad a modo de procesión fúnebre.

Los participantes llevaban banderas negras, y vestían abrigos y sombreros también negros; el busto de Necker, llevando en andas, iba cubierto con un velo. Lloraban la caída del ministro en el que habían depositado todas sus esperanzas. Entre los manifestantes empezaban a circular palabras nuevas como libertad, nación, tercer estado, constitución, ciudadano... 

Por ello, los parisinos comprendieron enseguida que la destitución de Necker era la señal de que el rey quería acabar con la incipiente transformación constitucional iniciada dos meses antes; era un auténtico “golpe de Estado”, un acto “despótico” contra el que había que reaccionar de inmediato.

La toma de la Bastilla

Julio de 1789 fue un mes tremendamente convulso en la capital de Francia.En París reinaba por entonces un clima de miedo y hasta de paranoia. Las malas cosechas habían provocado graves problemas de subsistencia y aumentado la presencia de pobres y mendigos en las calles.

Por otro lado, el rey, aconsejado por sus ministros, empezaba a prepararse para sofocar posibles disturbios. Ordenó movilizar un gran contingente de tropas en torno a la capital, con orden de ocuparla o, incluso, según decían algunos, de arrasarla, todo lo cual hizo cundir la alarma entre la población parisina. A todo ello se sumaría la destitución de Necker y de otros ministros de tendencia liberal. 

El rey, aconsejado por sus ministros, empezaba a prepararse para sofocar posibles disturbios.

La toma de la Bastilla, cuadro pintado por el artista Charles The´venin (Muse´e Carnavalet, París).

La toma de la Bastilla, cuadro pintado por el artista Charles The´venin (Muse´e Carnavalet, París).

La toma de la Bastilla, cuadro pintado por el artista Charles The´venin (Muse´e Carnavalet, París).

Así, en medio del pánico generalizado, entre la población empezaron a surgir bulos de todo tipo que iban desde que la aristocracia envenenaba el agua o pagaba a bandidos y asesinos para que sembraran el terroren las calles de París, a que incautaba los suministros de alimentos para provocar la muerte por inanición entre la población.

Toda esta situación se descontroló definitivamente el 13 de julio, momento en que el pillaje ya se había extendido por toda la ciudad. Una multitud exacerbada se dirigió entonces a la prisión de Saint-Lazare, donde se encontraban los acusados de deudas, y tras tomar el edificio liberaron a todos los que allí cumplían condena.

Finalmente, la jornada del martes 14 de julio marcaría el inicio de la Revolución. Al despuntar el alba se difundió el rumor de que en el Hotel de los Inválidos, un hospital militar situado al oeste de la ciudad, se habían depositado 30.000 fusiles. Los Inválidos estaba protegido por varios cañones, pero su toma fue relativamente sencilla porque la guardia allí acantonada no ofreció la más mínima resistencia.

A solo unos metros, varios regimientos de caballería, de infantería y de artillería al mando del barón de Besenval acampaban a la espera de órdenes. Besenval reunió a todos los cuerpos para saber si los hombres estarían dispuestos a marchar sobre los amotinados.

La respuesta fue unánime: un rotundo “No”. De este modo, el edificio cayó en manos de una airada muchedumbre, que requisó los fusiles y doce cañones. Según muchos historiadores, este fue seguramente el momento decisivo de la jornada, el instante en el que Luis XVI perdió la batalla por París y su poder absoluto.

Cuadro sobre la Toma de la Bastilla, pintado por Henri Paul Perrault en 1928.

Cuadro sobre la Toma de la Bastilla, pintado por Henri Paul Perrault en 1928.

Cuadro sobre la Toma de la Bastilla, pintado por Henri Paul Perrault en 1928.

Foto: PD

El próximo paso era apoderarse del armamento y de la munición que se almacenaba en la prisión de la Bastilla. Esta fortaleza estaba protegida por tan solo 82 soldados veteranos, lo que hacía prácticamente imposible su defensa.

Aun así, la guarnición había sido reforzada con 32 granaderos del regimiento suizo Salis-Samade procedentes de un campamento acantonado en el Campo de Marte. Los muros estaban defendidos por 30 cañones de diverso calibre. Al mando de la defensa de la Bastilla estaba el alcaide, Bernard-René, marqués de Launay, hijo del anterior alcaide, que casualmente había nacido en la propia fortaleza.

De Launay intentó contener la avalancha de gente con la ayuda de la guardia, y muy pronto empezaron a rugir los cañones y a sonar los primeros disparos. Tras más de cuatro horas de combate, los defensores de la Bastilla se rindieron con la condición de que les perdonasen la vida. Pero su petición fue en vano.

Las cabezas de De Launay y las de algunos oficiales de la guardia fueron clavadas en una pica, paseadas por las calles y finalmente expuestas en el Ayuntamiento de la ciudad. La Bastilla había caído, y lo que podía haber sido un hecho aislado del movimiento revolucionario acabaría convirtiéndose en el símbolo de la victoria del pueblo contra la tiranía.

Consecuencias de la Revolución francesa

La toma de la Bastilla fue el primer paso de la Revolución, al que seguirían muchos más. Las consecuencias de estos acontecimientos que convulsionaron Francia durante años, algunos caracterizados por su extrema violencia y que parecieron sumir al país en el caos, son complejas, y sus repercusiones son visibles todavía.

Una de la principales consecuencias de este proceso revolucionario fue el fin de la monarquía y de los privilegios del clero y la nobleza. Pero todo no sería tan sencillo. De hecho, tras la ejecución de sus monarcas, el país se enfrentó con sus vecinos europeos, constituidos en lo que se conoce como Primera Coalición (1792-1797), que declararon la guerra a la Francia revolucionaria con la intención de restituir de nuevo la monarquía. 

A pesar de ello, la Revolución francesa supuso el inicio de un cambio que subvertía el orden feudal imperante en muchas naciones, en las que prendería la semilla revolucionaria. Pero no solo sucedió en Europa. En el continente americano, por ejemplo, las colonias españolas bebieron de las ideas revolucionarias francesas que contribuyeron a alimentar sus ansias de independencia. Ello provocaría que años después la Corona española viviese sus propios procesos revolucionarios.

Asimismo, entre todos los cambios que trajo consigo la Revolución francesa se puede destacar la profunda transformación que empezaron a experimentar los modos de producción, con la implantación de la ley de la oferta y la demanda y con el veto de la intervención estatal en asuntos económicos.

En este nuevo contexto económico y social, la pujante burguesía pasaría a ocupar el lugar que había dejado vacante la aristocracia como clase dirigente. Y es que la Revolución francesa permitió que por primera vez a los más humildes tener ciertos derechos.

La famosa consigna “Libertad, igualdad, fraternidad o la muerte” daría pie a la primera Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (26 de agosto de 1789), que inspiraría la actual carta de Derechos Humanos. 

Entre otras cosas, por primera vez se empezó a legislar para todo el mundo por igual sin distinguir su procedencia social, credo o raza, y se abolió la prisión por deudas. Pero no sucedió lo mismo con las mujeres. De hecho, ellas no tenían derecho al voto, aunque sí se les concedió un papel más activo en la construcción de una nueva sociedad.

Todo ello desembocó en la promulgación de la primera constitución francesa el 3 de septiembre de 1791, una carta magna que garantizaba los derechos adquiridos durante el proceso revolucionario y reflejaba el espíritu liberal de la economía y la sociedad.

Otra consecuencia importante de la Revolución francesa fue el establecimiento de la separación entre Iglesia y Estado, un hecho fundamental en la transición hacia el moderno Estado laico. Se expropiaron los bienes de la Iglesia y del clero, y se redujo su poder político y social.

Todas las rentas que la Iglesia cobraba al pueblo fueron traspasadas al Estado, y todas sus tierras y bienes, al igual que los de la aristocracia, fueron vendidos a campesinos acomodados y burgueses fieles a las ideas revolucionarias. 

Desde 1795, Francia se hallaba bajo el Gobierno del Directorio, compuesto por cinco miembros que concentraban en sus manos el poder ejecutivo, mientras que el legislativo descansaba en otras dos cámaras, el Consejo de los Quinientos y el Senado.

Hasta que Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado en noviembre de 1799 y tomó el control de un país sumido en una profunda crisis tras la sangrienta persecución contra los contrarrevolucionarios y disidentes llevada a cabo por los líderes jacobinos.

Finalmente, el corso se proclamó emperador el 2 de diciembre de 1804, dando paso de este modo a la creación de un nuevo Gobierno monárquico en Francia, a pesar de que Bonaparte intentó revestirlo de republicanismo.

Napoleón Bonaparte dio un golpe de Estado en noviembre de 1799 y tomó el control de un país sumido en una profunda crisis.

Napoleón acabaría llevando a Francia a una escalada militar de conquista que tendría un abrupto final. Tras una serie de desastres bélicos, el imperio de Bonaparte vería el principio del fin en 1815 con la derrota en la batalla de Waterloo. Pero no sería ese el fin del espíritu revolucionario.

Tras la breve recuperación del poder por parte de Napoleón y una serie de restauraciones monárquicas, se sucedieron en Europa varios procesos revolucionarios más, en 1830 y en 1848, año que pasaría a la historia como el Año de las Revoluciones y en el que en Francia se proclamó la Segunda República. Estaba claro que el legado de la Revolución francesa distaba mucho de haberse extinguido.