Cuarenta años de sobres y ensobrados | Análisis

Cuarenta años de sobres y ensobrados

Por José Crettaz (*)

Dinero por debajo de la mesa a cambio de hablar bien o mal, o no hablar, de figuras políticas o empresariales encumbradas o con aspiraciones: aunque cualquiera puede ser ensobrado (políticos, jueces, policías), el calificativo se consolidó en torno del periodismo y los periodistas. El ensobramiento y su prima hermana, la pauta oficial, ya habían sido conversados durante la última campaña electoral, pero después de la controversia entre el presidente Javier Milei y el periodista Jorge Lanata volvieron con todo. Para entender mejor esta discusión es imprescindible ofrecer algo de contexto.

El sobre es, o era, un tema tabú. Para quienes lo reciben, por supuesto. Y también para los que no, porque terminan siendo víctimas de la generalización. Tampoco es menos incómodo para quienes los reparten. Como dijo esta semana el periodista Hugo Alconada Mon en El País: “El poder jamás se queja de los periodistas serviles y acomodaticios porque esos son los primeros que se subordinan, difunden la propaganda oficial y rinden pleitesía”.

En Argentina, el origen de los sobres –sin factura, registro ni historia oficial– remite al regreso de la democracia, en los años ’80 y, sobre todo, a los ’90, tras la privatización de la radio y la televisión impulsada por el presidente Carlos Menem. Pero las décadas siguientes fueron también muy intensas.

A priori, los sobres podrían clasificarse por el origen de los fondos, públicos (los gobiernos de turno) y privados (algunos empresarios); y por la evidencia de su existencia (“estas empresas que confían en el país…”) o su ocultamiento, lo que es más frecuente. De hecho, la discusión de hoy es acerca de éstos últimos: los clásicos sobres por debajo de la mesa.

Sí, clásicos. En agosto de 1994 se emitió en el programa Peor es nada un sketch en el que Jorge Guinzburg y Horacio Fontova encarnaban a dos periodistas ajustando en vivo sus opiniones sobre el nivel de corrupción de la clase política. Los comentarios eran más críticos o benévolos en función de qué tan fluida fuese la llegada de sobres, alcanzados desde fuera de cámara por manos anónimas o directamente llovidos desde el techo. La parodia, transmitida por Canal 13, llevaba un título que, por varias razones, hoy sería cancelable: Tarad y Mongobardi.

Tres años después, en Los dueños de la Argentina II, su libro sobre la época, Luis Majul comentaba el sketch diciendo: “Es necesario aclarar que este tipo de retribuciones a periodistas y medios no constituyen delito, pero son consideradas una falta gravísima por los casi setenta códigos de ética periodística que existen en el mundo”. En diciembre de 1992, la revista cultural La Maga, dirigida por Carlos Ares, había dedicado su tapa a “La corrupción de los medios y los periodistas” y le había puesto precio al contenido de los sobres, con información de un relevamiento de Poder Ciudadano y el Foro para la Comunicación Social a partir de reuniones con periodistas, agentes de relaciones públicas y dirigentes políticos.

* Sobre para un periodista parlamentario pagado por un legislador, entre los 300 y los 5.000 dólares.

* Sobresueldo pagado por un funcionario, entre los 1.000 y los 2.000 dólares.

* Contrato de asesor para el periodista o un familiar en el Concejo Deliberante [la actual Legislatura porteña], 700 dólares.

* Nota de 5 minutos en un programa televisivo de alto rating, 8.000 dólares, y en un noticiero central, 15.000.

En aquella lejana edición de La Maga, periodistas como Lanata, Mariano Grondona, Pepe Eliaschev y Magdalena Ruiz Guiñazú, entre otros, también reconocían la corrupción en el gremio, aunque no lo consideraban mayor a la existente en otras actividades y la atribuían a los bajos sueldos, la cercanía con el poder y la falta de ética.

Del negro al gris

La década de los ’90 –en la que hasta los ministros fueron investigados por el cobro de sobresueldos– puede ser considerada la de mayor corrupción hasta la llegada de los Kirchner al poder. En aquel contexto resultaba inverosímil que todos fueran más o menos corruptos y los periodistas no. Pero lo interesante era que el tema lo abordaba el propio gremio que, lejos de negarlo o minimizarlo, veía la necesidad de resolverlo, por razones obvias: la calidad de la información pública y, por ende, la libertad de la sociedad para elegir.

En los ’80 y los ’90, cuando predominaba el ecosistema mediático tradicional, basado en la masividad de televisión abierta y la agenda fijada por los medios impresos, el ensobramiento podía pasar inadvertido. Desde los 2000, foros y blogs permitieron a la audiencia marcar errores, inconsistencias y pecados mediáticos. Dos décadas después, los usuarios de las redes sociales son, como dice la tuitera Mabel Pajarita, la memoria viva de lo que el periodismo no se hace cargo.

De todas maneras, los ’80 no habían sido inocentes. Según contó Gerardo Tato Young en su libro SIDE, la Argentina secreta (2006), en tiempos de Raúl Alfonsín, la Casa, como se autopercibió históricamente la Secretaría de Inteligencia, y sus “casitas”, o sucursales inorgánicas, tan bien descriptas en la novela El puñal, de Jorge Fernández Díaz, tenían dos mecanismos para el pago a periodistas con fondos reservados. Uno de carácter inorgánico: sin recibo, con la entrega de un sobre y nada más. “Una vieja tradición de la Casa para recompensar a quienes protegían la imagen del presidente de turno y difamaban a sus adversarios”, escribió Young. El otro, de carácter orgánico: los periodistas directamente a sueldo de la SIDE.

Tras la década menemista, en el interregno del presidente Fernando de la Rúa, los sobres empezaron a salir de la clandestinidad y convertirse en publicidad oficial.

“Cortale la pauta a todos los medios y periodistas”, le dijo el presidente a su entonces jefe de gabinete Chrystian Colombo, que replicó: “No cortés la pauta porque nos voltean”. La anécdota fue relatada por Oscar González Oro, quien citó como fuente al propio Colombo.

En 2000, la administración nacional había destinado 16,3 millones de dólares a publicidad oficial; en 2001, ese monto se había incrementado hasta los 19,1 millones de dólares. La pauta no parece haberse cortado en esos años. Aunque, como saben bien muchos editores, que nunca lo confesarán en público, hay publicidad oficial en blanco y también la hay en negro, y esta última es muy generosa en algunas provincias y municipios. Por eso, ensobramiento y empautamiento se emparentan: el paso de los ’90 a los 2000 podría haber implicado también la transición de los fondos reservados o en negro hacia la publicidad gubernamental, blanqueada a medias.

A partir de 2003, la llegada de los Kirchner al poder profundizó el reparto de dinero público a imagen y semejanza de lo que para entonces ya era costumbre en Santa Cruz y que el periodista Daniel Gatti había descrito en el capítulo 9 de su libro El amo del feudo (2003). Algunos años después, María O’Donnell detalló el mismo mecanismo en su libro pionero, Propaganda K: una maquinaria de promoción con el dinero del Estado (2007). Ya no hacía falta comprar periodistas o comunicadores: se iba directamente por las empresas de medios.

De comprar periodistas a comprar medios

Néstor Kirchner, para quien los periodistas eran simples esbirros (“oficial inferior”, según el diccionario), prefería negociar directamente con los dueños de los medios tradicionales. De ahí los almuerzos con Héctor Magnetto, CEO del grupo Clarín, que fueron revelados por la propia Cristina Kirchner. “Fue a Olivos toda la gestión de Néstor”, dijo en agosto de 2022 la entonces vicepresidenta en el video donde se defendió del pedido de 12 años de prisión que había hecho el fiscal Diego Luciani.

También dan cuenta de este tipo de conversaciones las filtraciones de Leakymails de 2009 en las que Remigio Ángel González, entonces dueño de Canal 9, puso a esa emisora al servicio del ministro Julio De Vido a través del gerente Luis Ricardo Palacio, que pasó de interventor kirchnerista en la TV Pública a ejecutivo de la señal privada. En paralelo, y eventualmente previendo el choque con los históricos, Kirchner también puso en marcha con dinero público la construcción de grupos de medios propios, tarea que encargó a sus proto-empresarios amigos, principalmente Lázaro Báez, Rudy Ulloa y Cristóbal López. La guerra tuvo su precalentamiento en la discriminación de Perfil y otros medios en el reparto de la publicidad y derivó en choque frontal con la sanción de la Ley de Medios.

El mayor grupo mediático creado con fondos de la Casa y sus casitas fue el comandado por Sergio Spolzki, que llegó a ser el principal receptor de publicidad oficial durante las presidencias de Cristina Kirchner. Entre 2009 y 2015 cobró 814 millones de pesos de la época. A valores de hoy, más de 70.000 millones de pesos. En 2017, Alejandro Bercovich y Elizabeth Vernaci –que habían sido despedidos de medios de Szpolski– le hicieron a la futura senadora una pregunta y un pedido: “¿Por qué tanta plata para Szpolski?, ¿podés decirle que nos pague?”

A la primera pregunta, la señora de Kirchner respondió: “No creo que sean los que más hayan recibido. Yo te puedo decir ahora [en el gobierno de Cambiemos] cuál es la pauta publicitaria de los medios y te vas a encontrar que el que más recibe es Clarín. Y vas a encontrar otras cosas que no sucedían en mi gobierno, como periodistas que tienen pauta en websites que nadie mira o en radios que nadie escucha”. A la segunda, la evadió y nadie le repreguntó.

El grupo Szpolski –en el final de sus días asociado a Matías Garfunkel– fue uno de los mayores empleadores de periodistas en esa época, en la que se consolidó una frase autoindulgente: “Los periodistas no son los medios donde trabajan”. Es cierto, pero deberíamos tener claro de dónde provienen los fondos que financian los medios en los que trabajamos.

Según cuenta Claudio Savoia en Espiados (2015), Szpolski y Garfunkel eran clientes de una empresa privada de espionaje subcontratada por la SIDE. Poco antes de implosionar, en medio del escandaloso divorcio entre ambos empresarios, se conocieron otros nombres vinculados al grupo: Darío Richarte, radical, segundo jefe de la SIDE en 2001, vicerrector de UBA hasta 2015 y siempre vinculado a Enrique Nosiglia; y Javier Fernández, integrante de la Auditoría General de la Nación desde 2001, con mandato hasta 2025, ex secretario privado del actual procurador Rodolfo Barra y autodefinido operador judicial del kirchnerismo.

“¿Hay corrupción en el periodismo?”, le pregunté a Alconada Mon en 2018, cuando ya había pasado el tercer kirchnerismo y promediaba el gobierno del presidente Mauricio Macri. “Muchísima, somos parte de la Argentina”, me respondió. ¿Y por qué se habla tan poco de esa corrupción? “Quizá porque es uno de los aspectos más incómodos para nosotros, porque estamos hablando de amigos o porque no queremos quilombos con la fuente de trabajo y nuestros colegas”, agregó el experto en investigar negociados.

“¿Qué es peor, la corrupción en el periodismo o en la política?”, le consulté en 2020 a Diego Cabot, autor de la mayor revelación de corrupción de la historia argentina, conocida como la Causa Cuadernos. Es peor lo del periodista, dijo, “porque tiene un compromiso con la verdad”. Y agregó: “El político no siempre lo tiene porque está más comprometido con sus miserias o las de su espacio. Y los empresarios juegan al juego que los dejan o al que los invitan”.

El fin del tabú

Del “Peguen nomás, que este presidente está hecho de quebracho y algarrobo” de Menem en 1996 hasta el “¿Qué te pasa Clarín, estás nervioso?” de Kirchner en 2009, todos los presidentes tuvieron discusiones con el periodismo y los medios, pero hasta ahora, que se recuerde, ninguno había abordado el tema tabú de los sobres. El presidente Javier Milei cruzó esa línea roja al incluir a Lanata, aunque entre signos de pregunta, en el bando de los ensobrados.

“Sería bueno que el larretista Lanata se informe bien sobre la reunión [de gabinete acerca del ataque de Irán a Israel]. Jorgito, no mientas. En la reunión, el embajador contó la visión oficial de Israel y luego se retiró, dando así comienzo a la reunión formal del comité de crisis. Críticas sí. Mentiras no. ¿Decir la verdad requiere sobre?”, posteó el presidente el 15 de abril. Lanata se indignó, llamó a la unidad del periodismo y firmó la paz con C5N, la señal de Cristóbal López, al concederle una entrevista a Jorge Rial en su programa Argenzuela.

Vale la pena hacer un flashback en este punto. En enero de 2013, la hasta entonces esposa de Rial, Silvia D’Auro, afirmó que su marido recibía pagos de funcionarios y políticos por “favores periodísticos”. En una entrevista con la revista Noticias, que fue recogida y difundida por los diarios La Nación y Clarín, describió que existían dos tarifas. “Una en blanco para los PNT (publicidad no tradicional) que ronda los 7.000 pesos más IVA, y otra, un canon mensual de entre 30.000 y 50.000 pesos, por la que funcionarios de primera línea y políticos recibirían protección periodística”. Aquellos 50.000 serían hoy más de 8 millones de pesos por mes. D’Auro, que había sido la gestora comercial de su esposo hasta la ruptura, dijo entonces que “una cosa es el dinero de los auspicios y otra muy distinta son las motos con dinero que recibe por afuera”.

Entre 2009 y 2015, según el relevamiento ya mencionado, Rial estuvo entre los comunicadores que más pauta oficial individual recibieron, junto con Roberto Navarro y otros. Este último es hoy uno de los principales receptores de publicidad de la provincia de Buenos Aires, a la par de los medios de Cristóbal López.

En los últimos años, varias encuestas mostraron al periodismo y los medios entre las instituciones que menos confianza generan, al nivel de los políticos y los sindicalistas. En 2022, la Universidad de San Isidro preguntó en una encuesta qué tan de acuerdo están los argentinos con la frase “el periodismo es una institución confiable”: el 65,1% dijo estar en desacuerdo. Las cifras del estudio de opinión pública Latinobarómetro 2023 para la Argentina lo confirman: sólo el 38% confía en los medios.

Los pecados del periodismo son muchos, y la codicia no parece el más grave. La superficialidad e inexactitud, la ignorancia en público, la militancia (no sólo partidaria), la indignación permanente, la endogamia con las fuentes (en especial cuando se trata de políticos y empresarios), las generalizaciones perezosas y, lo peor de todo, la soberbia. Como desde Adán y Eva, nada nuevo.

El castigo está siendo severo: la pérdida de credibilidad y el creciente desprecio social, que serán todavía peores si se convierten en indiferencia.

(*) José Crettaz es periodista y docente universitario especializado en medios, tecnología y comunicaciones. Esta columna de Opinión fue publicada originalmente en el portal Seul.ar

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