Fernando Pessoa es hoy uno de los autores capitales de la literatura universal y del siglo XX europeo: creador de múltiples autores, caso único en las letras occidentales, al firmar cada obra con un nombre diferente –o heterónimo. Curiosamente, su apellido significa máscara, pues Pessoa viene del latín personae (o persona), y persona quiere decir, máscara, en su acepción latina. De ahí que su yo está enmascarado: actúa no como prolongación imaginaria de su persona, sino como otredad de su personalidad creadora. Alberto Caeiro, uno de sus heterónimos, es el autor de poemas célebres como El guardador de rebaños, El pastor amoroso o Poemas inconjuntos. El ortónimo Pessoa, como se verá, escribió la biografía a cada uno de sus heterónimos como si fueran personas de carne y hueso, vivas, reales, autónomas y con vida propia fuera del propio Pessoa autobiográfico. Mientras su heterónimo, Alberto Caeiro, es un poeta bucólico, de poesía pastoril y más tradicional. En tanto que Ricardo Reis es más clásico y Álvaro de Campos, de corte futurista y sensacionista. En cuanto Pessoa es autor de aplaudidos poemas como Oda triunfal y Oda marítima, que escribió durante toda una noche sin dormir ni parar, de pie y caminando en su habitación. Según Pessoa, Caeiro nació en 1889, Reis en 1887 y Campos en 1890. Como se observa, Pessoa escribió la biografía de los autores (o heterónimos) que inventó, incluyendo un horóscopo para cada uno, como buen astrólogo –oficio que practicó.

Adscrito a diversas tendencias y corrientes espirituales y filosóficas, desde el neopaganismo hasta el sebastianismo, y desde el esoterismo rosacruz hasta el hermetismo o el ocultismo, Pessoa nadó –o navegó– con su pensamiento heterodoxo en diversas corrientes ocultistas y metafísicas. Y estas divagaciones y reflexiones, nutrieron su obra poética y ensayística: constituyeron el centro de gravedad de sus aventuras intelectuales, por lo que resultan clasificables y difíciles de situar –o encasillar. Su mundo de ideas es producto de meditaciones metafísicas que abarcan la estética, la moral, la religión, la política, la sociología y la filosofía (ontología, ética, gnoseología, metafísica). Crítico del cristianismo, de expresión católica romana, Pessoa, desde su heterónimo Antonio Mora, a veces con influencias de Nietzsche y otras contra él, apela al paganismo, al neopaganismo o a la teosofía, en sus disquisiciones y requisitorias. Para Ángel Crespo –su especialista universal–, el origen de los heterónimos en Pessoa es religioso, no místico.

La vida y la obra de este portugués universal, su pensamiento y su personalidad, corrieron en paralelo: una vida misteriosa y una obra que parece irreal. A Pessoa le afectó mucho, como es natural, el suicidio de Mario Sa-Carneiro en 1916, pues fue su mentor e inspiración.

La de Pessoa es una obra de autoría plural y voces múltiples. Un autor sin biografía (como diría Octavio Paz), o, más bien, cuya obra es su vida. De vida con pocos accidentes; en efecto, su vida fue, por tanto, más interesante por misteriosa porque quizás lo quiso así. Escéptico ante el mundo, su vida sorprende menos que su obra, acaso porque la ocultó detrás de su obra –o de sus máscaras. Sorprende tanto su obra como sus heterónimos, los cuales actúan como sus autores. Pessoa es un “caso”, quizás único. La suya es la obra de un paciente psicológico o psicoanalítico, de un poeta que padece una enfermedad de la voluntad, y que la convierte en materia de creación e impulso poético. Su drama psíquico tampoco explica su obra: origen de sus obras. El secreto de su obra explica el secreto de su vida, o viceversa. Su apellido Pessoa es quizás la explicación de su identidad, pues Pessoa es, reitero, como se sabe, persona en latín, la máscara de los actores romanos. Su vida podría ser, entonces, más irreal que la realidad de sus creaciones poéticas. Ni aun el de Pessoa, su yo real o personaje homónimo, es un yo real sino un yo otro: la sombra de su yo biográfico. En el Pessoa real anidan aun otros poetas. Padeció la pasión de la divagación, del viajero inmóvil, que escribe una vasta obra de pie –o raras veces sentado–, pero sin salir de su habitación. Por tanto, padeció del vicio o enfermedad imaginaria de la errancia infinita de su imaginación poética. Figura esquiva, ermitaña, anglófilo, siempre vestido de negro, a veces con monóculo, con bigote o sombrero, de mentalidad cosmopolita, nacionalista secreto, y como dijo Octavio Paz: “humorista que nunca sonríe y nos hiela la sangre, inventor de otros poetas y destructor de sí mismo, autor de paradojas claras como el agua y, como ella, vertiginosas”. En efecto, su poesía que parece adusta, grave y seria, a ratos irradia humor: un humor secreto y extraño. Al morir, dejó una obra prácticamente inédita. De modo que su gloria es póstuma. No tuvo vida pública pues esta aconteció en la sombra, y sin ruido. Su vida privada transcurrió, más bien, en la penumbra, y, por tanto, dejó muchos enigmas y tareas a sus biógrafos. Su obra circuló en la sombra del anonimato, sin aplausos y sin diálogos, sin críticas, sin escándalos, y sin polémicas que alimentaran o popularizaran su persona. O sea, su vida y su obra transcurrieron en la oscuridad. Escritor de café y lector sin biblioteca, de vida monótona, solitaria y circular, Pessoa quedará como el poeta taciturno, sedentario y raro, cuya vida intelectual y de escritor, transcurrió frente a una mesa, una copa de vino, una pluma y un cuaderno. O de pie, dando tumbos, deambulando en una habitación sórdida, desolada y lúgubre, como un insomne taciturno, solitario y enigmático.

Hoy es una celebridad póstuma, pero ayer fue un autor anónimo y secreto. Hoy se sabe más de su vida y de su obra que durante su vida misma. Se sabe que toda escritura es un acto solitario, de soledad, pero la obra de Pessoa es de soledad absoluta: la de un autor en la sombra. Perezoso para viajar y publicar, no así para escribir, Pessoa fue un autor abúlico para lo social, pero apasionado e imaginativo para la escritura. Curiosamente, lo primero que hizo no fue escribir y publicar poesía sino crítica literaria para una revista.

La esencia de su obra se explica en la búsqueda y la huida de sí mismo, a través de sus heterónimos: la de un autor secreto sin interlocutores. Para explicar el origen de sus heterónimos se autodefinió “un histérico- neurasténico”. Es decir, un ser obsesionado, de trastornos controlados, cuyos personajes imaginarios habitaron su entorno familiar. Su obra deviene en una fábula y sus heterónimos, en unas ficciones, que son la prolongación de su yo biográfico. Sus personajes son, en efecto,  la obra de un juego: el fruto de una conciencia creadora y con poderes mentales, capaz de desdoblarse y divagar para retornar a su origen, a su yo real, a su persona (o máscara). Pero sus heterónimos poseen verosimilitud tanto como sus poemas. Su vida estuvo consagrada a la creación tanto de su obra como de sus heterónimos, es decir, de su personalidad múltiple.

Los personajes Abel Martín y Juan de Mairena, en Antonio Machado, no son enteramente heterónimos sino distintos al “caso” Pessoa, pues en el poeta español, la obra tiene unidad, no variedad temática y estilística, contrario a la de Pessoa y sus heterónimos. En el portugués, sus heterónimos son sus héroes, no sus personajes novelescos o teatrales. No crea personajes sino obras para cada heterónimo-poeta. Creó las biografías imaginarias para los autores de sus obras, antes que estas para aquellas. Hombre sabio y pensador de ideas, su vida y su pensamiento estuvieron indisolublemente mezclados o entrelazados. Y por eso su poesía es de una insólita sabiduría. No fundó ninguna filosofía o doctrina, sino que nos dejó –o legó– poemas enigmáticos, y una obra literaria que hechiza y deslumbra. Pensador escéptico, necesitaba crear personajes, alter egos en quien confiar y creer, y de ahí que los inventara para conjurar su soledad existencial y justificar su obra real. Hombre pesimista, amó las ideas y despreció el viaje. Vivió al margen de la historia, pese a ser sujeto de la ciudad, pero optó por una vida monótona: creó un mundo a su imagen y semejanza, y solo habitado por sus heterónimos. Poeta de pensamientos y de sensaciones, que parte de una realidad moral y una conciencia existencial para crear su mundo literario. Habitante entre el estoicismo y el agnosticismo, a través de odas, elegías, canciones y poemas que parecen más parábolas que poemas en sí, Pessoa es un poeta-pensador que no quiere estar en el mundo, que quiere huir, pero sin ruido ni señales. Neoclasicista y simbolista, neorromántico y futurista, a la vez, su obra es realmente indefinible e inclasificable. Sus heterónimos divagan, y en su divagar, se pierden en su laberinto ontológico, en el que, buena parte de sus versos, se leen como epitafios: se pierde en el drama de sus personajes, que se bifurcan en un mundo desconocido. Para la comprensión de su obra se requiere ser, en gran medida, un iniciado, por su hermetismo no en la forma sino en su contenido simbólico y espiritual. Poeta de intuiciones y especulaciones; también de la inteligencia. Sin embargo, no es complejo, sino que funda un mundo de palabras poéticas con el que crea un sistema de símbolos, que provienen, en ocasiones, de las ciencias ocultas y del hermetismo. En sus versos se cuelan analogías y emblemas que lo delatan: poesía del desconsuelo, que instaura una metafísica de lo negativo. “La obra de Pessoa realmente es una obra negativa. No sirve de modelo, no enseña ni a gobernar ni a ser gobernado. Sirve exactamente para lo contrario: para indisciplinar los espíritus”, dijo su compatriota Casais Monteiro.

Pessoa fue pues un poeta lleno de vacíos existenciales, del desamparo al que la modernidad no lo sedujo ni encegueció. “Toda la obra de Pessoa es búsqueda de la identidad perdida”, sentencia Octavio Paz. Nada de lo que dice el poeta portugués lo dice con seguridad o certeza, ni si es de su autoría real. Se autoengaña: al hacerlo, se despersonaliza, y al buscarse a sí mismo, se pierde en la nada. Sus heterónimos son, como se sabe, una invención imaginaria y una necesidad psicológica: reflejan lo que quiso y no quiso ser. Es decir, no quiso ser una sola persona ni una personalidad real sino muchas personas. Con sus heterónimos buscó disipar su yo para vivir como un fantasma, como un ser sin carne ni hueso. Así, vivió en realidad en el desierto de su yo: trató de trascenderlo, desde su experiencia poética, como lo hacen los novelistas, dramaturgos y cuentistas, con sus personajes.

Su obra poética deviene pues en búsqueda de lo desconocido, en un viaje de la conciencia de su yo, desde el canto de la experiencia estética, metafísica, espiritual y filosófica. De ese modo, funda un universo de símbolos que no parece de este mundo ni de ningún otro mundo. Es una especie de mundo ausente, creado desde una rara sensibilidad, en la que hasta el silencio dice mucho. Y dice más aún: su personalidad callada, silente, solitaria. Pessoa pierde, en el camino de su vida, su identidad, para refugiarse en sus heterónimos, en sus otros, en el mundo que solo habitan esas creaciones ficticias.  No es en su doble, sino en sus múltiples creaciones literarias, donde el Pessoa de cuerpo, carne y hueso se evapora: se desvanece entre las palabras y el silencio. Solo queda su obra. Sus personajes se esfuman en su mente: su conciencia divaga sin consuelo en la ausencia.

En Fernando Pessoa, el yo deviene en prisión del ser, en escape de su alma, y en cuya obra, el Uno depara en evasión. De igual modo, el sentimiento tiene una equivalencia a la imaginación, o lo reemplaza, como poeta sensorialista o sensualista, que, para parodiar el apotegma cartesiano, podría decirse: siento, luego imagino o poetizo. Su obra podría definirse a partir de una tristeza del pensamiento. Vivió como escribió y pensó. Para este poeta, la escritura definió su vivir: le dio sentido a su ser. Su drama personal tiene pues una analogía con el drama de su poesía, que fue el drama de su personalidad. No escribió para vivir, sino que vivió para escribir, y acaso para soñar despierto y en duermevela. En su mundo poético hay así una suerte de nostalgia de la felicidad. De alma desheredada, en su vida y en su obra, hay una tristeza que define su desasosiego y su soledad existenciales:

“No tengo ambiciones ni deseos/Ser poeta no es una ambición/ mía/ Es mi manera de estar solo”.

Es decir, Pessoa fue un poeta sin ambiciones ni deseos, y de ahí que la soledad es una forma de ser y estar en el mundo. Solipsista, ateo a su manera, más pagano que creyente, para él, dios es una experiencia empírica. Pensamiento es sinónimo de sensaciones, y sentido, sinónimo de pensamientos. Su obra está matizada y caracterizada por juegos de sentidos y de significados, como poeta vidente y visionario, nihilista y agnóstico, que sabe que el mundo existe, pero no sabe si él existe o no. Para este Pessoa, la vida es dolor y tedio: vivió en el límite del suicidio y en los bordes de la razón. De voz póstuma, siempre habla desde el pasado y desde una memoria póstuma, y en la que la vida representa siempre el pasado y el vacío. Pessoa practicó –o profesó– una especie de religión de la soledad; o, más bien, una moral de la soledad y una filosofía de la soledad.

Su poesía está articulada, desde el punto de vista técnico, en base a soliloquios y monólogos, exclamaciones e interrogaciones. En su universo poético siempre late un panteísmo satírico o un humor panteísta, de un sujeto sin religión –o arreligioso. Se percibe un humor negro, una sutil ironía hecha de parodias y dobles sentidos, que pone en crisis la lógica dialéctica, el principio de contradicción, y donde sobresale, en cambio, una lógica de lo absurdo. A la manera de Calderón de la Barca, el mundo es un sueño, una experiencia onírica, en la que la vida se define como sueño. En efecto, Pessoa prefirió el sueño al amor. Pesimista ortodoxo, panteísta sensorial o poeta que practicó una suerte de solipsismo panteísta. Sus reflexiones poéticas reflejan un estado de melancolía del espíritu, una aflicción del alma, que expresan siempre la conciencia de un ser desasosegado. Su poesía semeja la aventura de un insomne, escrita por un ser desvelado, en la que hay una especie de poética del insomnio. Fue pues, en suma, una personalidad contradictoria, y, por tanto, su vida y su obra son difíciles de definir, encasillar y situar, en corriente filosófica, espiritual o religiosa alguna. Su poesía, de corte aforístico, encierra una honda sabiduría, y, por ende, demanda múltiples interpretaciones y diversas exégesis. Sus versos semejan silogismos de profunda circularidad y de enorme horizontalidad.

Veamos algunos ejemplos de su poesía:

“Cansa ser, sentir duele, pensar destruye”.

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“Debe llamarse tristeza esto que no sé lo que es”.

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“Dios no tiene unidad, ¿Cómo voy a tenerla yo?”

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“Buena es la vida, pero mejor es el vino.

El amor es bueno, pero es mejor el sueño”.

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“Basta pensar en sentir para sentir en pensar”.

“La vida es un hospital donde casi todo falta. Por eso nadie se cura y morir es darme de alta”.

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“Los poetas místicos son filósofos enfermos, y los filósofos son hombres locos”.

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“Una vez me llamaron poeta materialista,

y yo me sorprendí,

porque no creía que se me pudiera llamar algo.

Yo ni siquiera soy un poeta: veo.

Si lo que escribo tiene valor

No soy yo el que lo tiene:

El valor está allí, en mis versos.

Todo eso es absolutamente

Independiente de mi voluntad”.

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“Si muero joven, oíd esto.

Nunca fui sino un niño que jugaba”.

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“Un día me dio sueño

Como a cualquier niño.

Cerré los ojos y dormí.

Además de eso, fui el único

Poeta de la naturaleza”.

“Por encima de la verdad están los dioses”.

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“Nuestra ciencia es una

fallida copia

de la certeza con que ellos

saben que existe el Universo”.

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“A ti, Cristo, ni te odio ni

te quiero”.

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“Rodéate de rosas, ama, bebe

y calla. Lo demás es nada”.

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“…Y la vida pasa

entre vivir y ser”.

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“No sé si la vida es poco o

demasiado para mí”.

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“Sea lo que fuere, sería mejor

no haber nacido,

porque, de tan interesante que es

en todos los momentos,

la vida llega a doler, a marear,

a cortar, a rozar, a crujir,

a dar ganas de pegar un grito,

de dar botes, de quedarte en el

suelo, de salir”.

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“Solo estoy bien cuando oigo

música, y ni entonces”.

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“Solo humanitariamente se puede vivir”.

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“Y da pena saber que hay vida en vivir mañana”.

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“El sueño me pesa antes de tenerlo”.

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“Cuando quise quitarme la máscara,

estaba pegada a la cara.

Cuando me la quité, y me vi al espejo,

ya había envejecido”.

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“En el tiempo en que celebraban

el día de mi cumpleaños,

yo era feliz y nadie estaba muerto”.

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“Dadme de beber, que no tengo sed”.

“¿Debo tomar algo o suicidarme?

No: voy a existir. ¡Demonio!

Voy a existir.

E-xis-tir

E-xis-tir”.

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“Estoy harto de sentir y de fingir en pensar”.

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“Grandes son los desiertos, y todo es desierto.

Grande es la vida, y no vale la pena

que haya vida”.

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“Nuestra realidad es lo que no

conseguimos nunca”.

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“No duermo, ni espero dormir.

Ni en la muerte espero dormir”.

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“Dios mío, ni puedo soñar

cuando despierto de noche”.

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“¡Gracias a Dios que estoy loco!”

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“¿Y si el tren nunca llegase y Dios tuviese pena de mí?”

“El lugar al que se vuelve

siempre es otro”.

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Como colofón, ofrezco el poema que lo define y que Ángel Crespo usó como título para su célebre y canónica antología, y que se denomina Autopsicografía:

El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.

Y quienes leen lo que escribe,
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive
Sino aquél que no han tenido.

Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino
Que se llama corazón.