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Juan P. Ledesma

Pedro II el Deseado

Somos un pueblo de grandes iniciativas y de modélicos compromisos, pero acostumbramos a deshacer de un manotazo lo que tanto ha costado construir.

Somos un pueblo de grandes iniciativas y de modélicos compromisos, pero acostumbramos a deshacer de un manotazo lo que tanto ha costado construir.
Pedro Sánchez. | EFE

Es bueno saber cómo funciona el mundo, pero también es bueno saber que hay gente buena (en el buen sentido de la palabra, como diría Machado).

¡Pobre Pedrito! Tan perseguido, denostado y vilipendiado por toda esa derechona fascista y retrógrada que ha necesitado retirarse cinco días al Coto de Doñana (Palacio de la Marismillas) para reflexionar acerca de su futuro personal y el de España... La verdad sea dicha, la situación político-social en nuestra sufrida piel de toro sigue una curva ascendente de crispación que no puede achacarse solamente a "la reacción", don Pedro. Le he numerado "segundo" porque el primero fue aquel Pedro I de Castilla apodado "el cruel" por sus rivales y "el justiciero" por sus partidarios. Toda moneda tiene dos caras, pero la suya es solo la de "la falsa monea, que de mano en mano va, y hay quién se la quea". Porque, aunque el reinado de Pedro II el Deseado haya tenido también aspectos positivos, mucho me temo que los negativos pesen mucho más en la balanza. También Franco I hizo cosas positivas durante su largo reinado, por ejemplo la creación de la Seguridad Social, las Universidades Laborales o el Plan Badajoz, sin contar con la cantidad de pantanos que inauguró (tal vez multiplicados excesivamente por el NODO), pero desde la caída de la dictadura se niega absolutamente todo. Yo, que no soy anarco-liberal, sino más bien un liberal moderado que "escora" —debido a las circunstancias imperantes en este país— hacia eso que han dado en llamar "la derecha", creo que el Estado tiene que asumir una función social reguladora frente a la actividad económica individual, pero hasta cierto punto y dentro de unos límites. El Estado no debería exceder sus funciones ni crear una intricada red burocrática (apoyada en las nuevas tecnologías) con la intención de controlar, vigilar, fiscalizar, comprar y extorsionar a sus súbditos, es decir, a los ciudadanos. La Administración o el Poder, si se quiere, no debe asumir más prerrogativas que las elementales ni, sobre todo, meterse a moralista.

Usted, que evidentemente no lo es, pero que utiliza hipócritamente los medios de comunicación para hacerse la víctima, me ha evocado súbitamente una reciente visita a Cádiz, sede de la famosa constitución de 1812 popularmente conocida como la Pepa. Le recuerdo que en aquel momento la península ibérica sufría una guerra muy cruenta y bastante más larga que nuestra reciente guerra civil, salvando las distancias, aunque, quizás, lo admito, mucho más "artesanal". Goya, que era un liberal, nos lo pinta maravillosamente en sus Desastres de la Guerra. Naturalmente que aquellos soldados bonapartistas traían "el progreso" de la revolución francesa en sus mochilas —progreso en el que también creían los ilustrados o "afrancesados" para modernizar el país y extirpar de raíz tantas estúpidas supersticiones y oscurantismos heredados del antiguo régimen—, pero también es verdad que Napoleón quiso imponer bruscamente y por la fuerza lo que muchos consideraban beneficioso para un país retrógrado y adormecido, y que sus soldados utilizaron las iglesias como establos, saquearon palacios y conventos, entraron a saco en los pueblos y despreciaron a los españoles con la arrogancia de centroeuropeos que habían guillotinado a su antigua aristocracia (aunque estaba sustituyéndola por otra nueva) y andaban llenos de euforia pisoteando todo el continente. No olvide usted, don Pedro, que en este país por las buenas somos muy buenos, pero por las malas... Así que nos inventamos la guerra de guerrillas, que luego dejó unas secuelas terribles en todo nuestro siglo XIX. A pesar de que entonces España, como ahora, estaba compuesta de regiones muy diferentes en su habla y costumbres, todas se abalanzaron contra el enemigo común, como nos ocurrió al final de la dictadura y ahora parece que está ocurriendo contra usted. Ahora, como entonces, eso no quiere decir que una unión de circunstancias nos englobe a todos dentro de la misma tendencia, y es posible que cuando caiga el común adversario se ahonden las diferencias. Recuerde usted, por ejemplo, lo diferentes que eran ideológicamente el cura Merino y Juan Martín El Empecinado.

Dicen que Pepe Botella —es decir, José I Bonaparte, rey de España por la gracia de su hermano— no bebía y era un hombre bastante simpático y hasta moderado, pero eso no evitó que los españoles le odiáramos con toda el alma y suspiráramos por el advenimiento de un tal Fernando VII al que se llamó el Deseado. Por él se sacrificaron liberales y conservadores en lucha contra el invasor, convergiendo sus diferentes opciones políticas en un acuerdo histórico de enorme trascendencia que —de haberse llevado a efecto de forma duradera— hubiera cambiado para siempre el curso de nuestra Historia y el de las colonias americanas. Pero no, el Deseado resultó ser un hombre quizás con tanta doblez como usted, don Pedro, y no dudó en aplastar todos los obstáculos para instalarse firmemente en el poder como rey absolutista, aunque recientemente algunos biógrafos nos cuenten que no fue tan malo como nos lo pintan aquellos liberales decimonónicos tan cruelmente perseguidos... Naturalmente, nadie es absolutamente malo o bueno, pero lo cierto es que la abolición de la Constitución de Cádiz, que hubiera instaurado una monarquía parlamentaria sumamente avanzada para la época, nos hizo perder una oportunidad de oro para dar un paso gigante en la Historia. Somos un pueblo de grandes iniciativas y de modélicos compromisos, como el de la Transición, pero acostumbramos a deshacer de un manotazo lo que tanto ha costado construir. Usted, don Pedro, dejará en nuestra Historia y en la de su partido uno de los periodos más negativos que puedan recordarse, porque usted está tratando de saltarse las reglas del juego, lo que en lenguaje de cartas suele denominarse hacer trampas. Y si usted hace trampas, don Pedro, ¿por qué no las pueden hacer los demás?

Ciertamente que el personalismo, o el caudillismo, siempre ha estado presente en la política española desde tiempos ancestrales, y que eso implica una obediencia ciega al líder, sea este de un partido político o de una facción sublevada. Una consecuencia de la poca fe en el elemento humano de la población es nuestro actual sistema de partidos, mediante el cual el que llega más alto suele ser el más intrigante, es decir, el de peor calidad humana. Tarde o temprano eso redunda en un perjuicio para su propio partido político, don Pedro, como se está viendo o se ha visto en las recientes elecciones vascas y catalanas. Los socialistas, que constituían el elemento integrador (por su clásico internacionalismo), están perdiendo apoyos a marchas forzadas en las regiones "históricas", o se escindirán en partidos social-nacionalistas, por no invertir el término. La burguesía catalana y vasca, que lógicamente podría estar más cercana a los partidos de centro y derecha en España, ha apostado por el nacionalismo exclusivista por encima de otras consideraciones. Evidentemente, han forjado sus cálculos de autogobierno frente al bochornoso espectáculo que está dando España y el partido que usted representa, don Pedro.

No obstante, me siento profundamente agradecido a la nefanda política cultural de un hombre mediocre y de un partido que le secunda ciegamente, porque esto ha provocado, si no una edad de plata, al menos la de bronce de una sociedad que se crece por encima de imposiciones externas y decretos-ley. Usted, don Pedro, ha conseguido despertar a los españoles y provocar su proverbial creatividad, que, según se dice, florece en los momentos de crisis. No se puede poner puertas al mar, como no se pueden acallar con leyes, normas y regulaciones las cada vez más numerosas opiniones críticas dentro y fuera de los medios de comunicación convencionales. Locutores de radio, algunos programas de televisión, articulistas, influencers y youtubers de toda laya y condición, muchos de ellos grandes profesionales despreciados o ninguneados por el sistema, están abonando el espíritu de resistencia en la población. Los más inteligentes les están abandonando, don Pedro, y su manifiesta astucia política convence a muy pocos. El futuro no está asegurado y cabe que esta guerra se pierda, porque hay poderosos intereses internacionales que juegan en contra, pero si se gana, muchos desearíamos no al Deseado, sino que España hiciera bien los deberes para no caer de nuevo en la misma trampa que tras aquella mítica Constitución de 1812.

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