María Magdalena

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María Magdalena

¿Acaso había alguien que pudiera detenerla? ¿alguien que pudiera callar su voz? ¿que pusiera freno a su esperanza? Si el mismo Dios hecho hombre la había tocado con su gracia poderosa y siete demonios no pudieron más que huir… Porque Jesús el Cristo le había dado vida. No la vida que sólo es respirar sino la vida plena, abundante, con sentido, con frutos, con amor. Amor.

Quién sino María supo de amor al recibir el toque del Señor y quedar sana. El amor divino la envolvió y la aisló de cualquier juicio. A ella -que había conocido las horribles honduras del tormento- le fue concedido contemplar la celestial y angélica presencia que ocupó la tumba ya vacía de muerte. Ella -que había pasado interminables noches oyendo voces de acusación, de terror, de espanto- una silenciosa mañana, muy temprano, escuchó de la misma boca de su divino salvador su propio nombre: -“¡María!”. ¡Cómo vibró ese corazón! Era el mismo grito que le había devuelto la vida tiempo atrás. Por eso su corazón supo, por eso no hubo ya dudas: ¡Jesús estaba vivo! ¡ésa era la voz de su amado maestro! Ni uno, ni dos, ni once ni nadie iban ya a convencerla de otra cosa.

Ser testigo de los sufrimientos y la muerte de su Raboni la había sumido quizás en una angustia que ya la estaba apretando y trayendo antiguos recuerdos. Pero esa voz diciendo su nombre ahuyentó inmediatamente la tristeza y el llanto y reveló de manera tan íntima como esplendorosa la vida, la vida plena, ¡la vida eterna!. Ella fue, corrió, contó, cantó, gritó la vida, la resurrección, la victoria. Ya lo había hecho antes, al decidir seguir y servir a su libertador. María de Magdala corrió -portadora insigne de la vida- dando voz a la primicia más relevante, la base de la libertad de todos.

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