Acerca de un viejo catedrático y otros enemigos, por un acampado de la Complutense – Dominio público | Público
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Acerca de un viejo catedrático y otros enemigos, por un acampado de la Complutense

Javier Pomares

Acampado en la Complutense

La bandera palestina en la acampada contra el genocidio de Gaza en el campus de la Universidad Complutense de Madrid. REUTERS/Susana Vera
La bandera palestina en la acampada contra el genocidio de Gaza en el campus de la Universidad Complutense de Madrid. REUTERS/Susana Vera

Entre los diferentes espíritus de época que nos regalaron las últimas décadas del siglo pasado, destaca un arquetipo que aún hoy día hay quienes siguen esforzándose por encarnar: el del intelectual radical y precoz que, al cabo de los años, reaparece en la esfera pública como defensor de un derechismo existencial, resignado y radicalmente realista. Está claro que estos cambios de fe nunca han obedecido a la mera casualidad. En muchos casos, el itinerario de este tipo de figuras estaría de un modo u otro marcado por la derrota de los proyectos de transformación social y las esperanzas de libertad a las que asistió su generación. Pero, así como muchos asumieron en silencio y retirada esa derrota, y así como otros respondieron continuando la lucha, ellos —los instruidos, los pensadores, los que en otro tiempo se dieron ínfulas de estratega— optaron por un tercer camino, sin duda menos digno: hacer carrera con la renuncia a sus ideas; publicitarse ante el común desde el insoportable papelón de resignado; patrocinar el mito de que madurar necesariamente implica devenir conservador y descreído; de que intentar cambiar las cosas es, a partir de cierta edad, un propósito estéril, estúpido e inadecuado, y de que si en determinado punto uno no se da cuenta de eso es o bien porque es un imbécil o, peor, porque es un lunático. Este discurso, aparte de ser triste —porque acostumbra a la impotencia y la celebra— y cobarde —porque se alinea con el poder—, suele presentarse desde la pedantería y la condescendencia propias de personas que solo han sabido ganarse la vida aleccionando a los demás. Gabriel Albiac es una de esas personas, y hace algunos días escribió una carta dirigida a los cientos de estudiantes que acampamos en el campus de Ciudad Universitaria en protesta por el genocidio contra el pueblo palestino.

La carta de Albiac, en otra hora profesor de la Complutense y durante mucho tiempo estrecho colaborador de Federico Jiménez Losantos, fue publicada en el diario El Debate y oscila a partes iguales entre el paternalismo y la repulsión. Contiene una lección de historia, otra de teología, una fotografía suya de hace muchísimos años y una curiosa mezcla de batallitas, falsa compasión y señalamientos. Nos califica, entre otras cosas, de antisemitas —un concepto que Albiac, igual que todos los que piensan como él, confunde deliberadamente con el de antisionismo—, nos acusa de estar cometiendo errores peligrosos, y en suma, nos tilda de ignorantes, caprichosos e inconscientes: niñatos acomodados que habitan el mundo sin enterarse ni de por dónde les da el aire, que ni siquiera conocen aquello que defienden, y que serían indudablemente fulminados por aquellos a quienes defienden, en caso de darse la ocasión, debido a su condición infiel, occidental y laica.

Son reproches poco originales, poco elegantes y muy recurrentes por lo menos desde que precisamente la generación de Albiac protagonizara el momento de mayor esplendor del movimiento estudiantil europeo y norteamericano. En su día, en lugar del coco islamo-izquierdista que Albiac intenta azuzar en su artículo, el enemigo era el mucho más coherente y definido comunismo, pero las acusaciones que suscitaba son en cualquier caso parecidas: complicidad con un enemigo existencial, desprecio por la identidad cultural de Occidente, fundamentos políticos endebles, ingenuidad, maniqueísmo; en suma, una manera puramente emocional de acercarse a lo que está mal en el mundo que solo puede conducir, dice literalmente Albiac, a la catástrofe.

Es, naturalmente, un honor para nosotros recibir dichas acusaciones: queda aún en duda que podamos estar a la altura de las mismas, y prometemos hacer todo lo posible por conseguirlo. Más allá de eso, resulta curioso que para señores como Albiac la amenaza de la catástrofe resida en quienes se organizan contra un orden imperialista que, en su época y en la nuestra, solo ha producido guerra y muerte, y que en el curso de apenas ocho meses ha asesinado a casi cuarenta mil inocentes en Gaza. Soy consciente de que preguntarle a Albiac qué representa, a su parecer, el concepto de catástrofe solo puede conducir a resultados desagradables y marcados por un sinfín de prejuicios. En cualquier caso, nosotros tenemos claro que la catástrofe no es una amenaza, sino el estado actual de las cosas. Lo demuestran la situación del pueblo palestino y la indiferencia con la que pasamos por alto lo que allí está ocurriendo; lo demuestra la naturalidad con la que empezamos a asimilar la creciente posibilidad de un conflicto internacional; lo demuestra, en fin, nuestra transigencia impotente y suicida hacia lo intolerable.

Sería demasiado fácil, sin embargo, cebarse con quienes, como Albiac, son ya conocidos por defender lo indefendible de manera franca y abierta. Lo cierto es que la manida condescendencia de Albiac, quien al tiempo que nos pone a caer de un burro no duda, en un amago de colegueo y melancolía senil, en calificar nuestra acampada como "bella", se le podría reprochar también a una gran mayoría de medios de comunicación que han intentado edulcorar nuestra causa a base de retratos costumbristas sobre la cotidianidad de nuestra acampada, y sin centrar el foco en lo realmente importante, que dado el caso son nuestras demandas: la plena ruptura de relaciones institucionales con Israel por parte de las universidades españolas y el Estado español. A colación de esto, y por aclarar el estado de la cuestión a quienes sinceramente compartan nuestras motivaciones, merece la pena no dejar pasar por alto que la fingida solidaridad de gobierno y rectorados con el fondo de nuestras exigencias no ha sido óbice para que las hayan ignorado por completo: por mucho que Sánchez y sus socios hayan presumido en las últimas semanas de que España reconocerá —ahora que Palestina se asoma a la extinción— al Estado palestino, Israel continúa siendo un "estado amigo" —como dijo el ministro Albares hace unos meses—, y nuestro país sigue alimentando con contratos armamentísticos un genocidio que tiene todas las papeletas para llegar a ser la mayor catástrofe humanitaria del siglo.

Más que en declarados enemigos, el peligro reside, por tanto, en simpatías aparentes que no buscan más que canalizar y apaciguar una reivindicación indudablemente justa y necesaria, pero también indudablemente imposible de realizar por medio de los canales institucionales establecidos. Pues el caso —y aquí reside el fondo de la cuestión— es que por mucho que su naturaleza sea criminal y genocida, el Estado de Israel es un socio estratégico de primer orden para Estados Unidos y Europa y, por extensión, también para nuestro Estado; una pieza imprescindible para el mantenimiento de un orden geopolítico del que también nuestro país participa en calidad de cómplice y victimario, y cuyo mantenimiento o disolución excede por completo la capacidad de decisión de ese sujeto imaginario al que algunos llaman aún ciudadanía.

En este sentido, hay que reconocerle al menos a Albiac una honestidad de la que nuestros interlocutores institucionales y la socialdemocracia que está en el gobierno pero hace como que no está en el gobierno carecen: según él, nuestro error al no alinearnos con Israel se fundamenta en que en última instancia es "una sociedad moderna comparable a las europeas"; lo cual es estrictamente cierto, al menos por cuanto los israelíes representan como nadie de qué manera a los principios de cultura, democracia y libertad de los que suelen preciarse los países occidentales ha subyacido siempre una dinámica de barbarie y dominación aplicada sobre los más débiles dentro y, sobre todo, fuera de sus propias fronteras. Bastará con que, más allá de exigir cuentas a las instituciones, nos comprometamos a extender y amplificar esta ola de solidaridad internacionalista con Palestina para que el gobierno se sienta obligado a demostrarlo abiertamente, y para que las falsas benignidades dejen paso a la pura criminalización. Mientras ese momento no llegue, hay que recordar que un cínico —y Albiac lo es, igual que Ayuso, Almeida o Sémper— es, ciertamente, algo terrorífico; pero aún peor es un hipócrita. En cualquier caso, estamos listos y deseosos de recibir el odio y el desprecio de unos y de otros.

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