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Crimen, odio y silencio

El domingo 5 de mayo, un hombre atacó con una bomba molotov a cuatro mujeres lesbianas que compartían habitación en una pensión de la ciudad de Buenos Aires. Pamela Cobos, Mercedes Roxana Figueroa y Andrea Amarante murieron por las quemaduras; Sofía C. sigue internada recuperándose.

Justo Fernando Barrientos era inquilino de la misma pensión y hostigaba a las mujeres por su sexualidad. Por el silencio de los medios de comunicación, probablemente muy poca gente se hubiera enterado de este crimen de odio. Si tuvo algo de repercusión fue por la polémica desatada la semana anterior alrededor de la entrevista de Nicolás Márquez con el periodista Ernesto Tenembaum en Radio Con Vos.

Márquez es un abogado de ultraderecha, escritor y hoy mucho más conocido por ser el biógrafo del presidente Javier Milei. Durante la entrevista dijo que “cuando el Estado promueve, incentiva y financia la homosexualidad, como lo ha hecho hasta la aparición de Milei en escena, está incentivando una conducta autodestructiva” y pronunció una catarata de datos falsos. Entre otras: “una persona de tendencia homosexual vive 25 años (promedio) menos que una persona heterosexual”, “tiene 14 veces mayor propensión al suicidio, el 80% de las personas en Occidente con VIH son homosexuales”, ambas falsas, tal como desarma Agencia Presentes.

Dar espacio o no a discursos de odio como el de Márquez representa un debate en sí mismo. Por el momento, me quedo con algo de esta reflexión de Fernando Rosso: “‘dar aire o no’, planteado así en abstracto es falaz: depende si te transformás en un instrumento de instalación de aquello que querés combatir o ‘tu aire’ sirve para lo contrario”.

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Es difícil además aislar el debate de un contexto en el que la homofobia es discurso oficial, que estigmatiza a diferentes sectores (pobres, migrantes, empleadas y empleados públicos), y es parte de una agenda económica que empeora las condiciones de vida de la mayoría de la población. Y acá una aclaración: homofobia no se reduce a condenar o criminalizar la homosexualidad, también lo es compararla con enfermedades, suciedad o presentarla como algo “antinatural”.

Los funcionarios de este gobierno se burlan de las víctimas, como el vocero presidencial Manuel Adorni (que se burló de las denuncias de lesbicidio) o niegan la violencia machista. Y en paralelo con los discursos, llevan adelante acciones en un sentido similar: desfinancian los programas de asistencia a víctimas de esas violencias, como sucede con la línea 137 que asiste, contiene y acompaña a víctimas de violencia de género o el congelamiento de las pocas asistencias económicas a víctimas de violencias atadas. A estas acciones se suman otras más simbólicas pero igual de efectivas en “oficializar” la homofobia, como el retiro de contenidos LGBTIQ+ de los medios públicos, como denuncióel periodista Franco Trochia.

Cuando el poder desprecia, ridiculiza y demoniza, muchas personas sienten que sus prejuicios, y a veces su odio, son ley. Algo parecido sucede con la misoginia o la estigmatización de personas (sobre todo mujeres) beneficiarias de programas sociales o que llegan a la edad jubilatoria sin los aportes necesarios y dependen de medidas como la moratoria para tener una jubilación, entre otros.

Aunque los argumentos sean distintos (“si sos gay te vas a morir”, “los planes sociales mantienen vagos”, “la moratoria beneficia gente que no trabajó, no deberían cobrar igual que vos”), el resultado es parecido: fragmenta luchas que están mucho más unidas de lo que parece. ¿O no tienen mucho en común un grupo de lesbianas que viven en condiciones precarias en una pensión con una jubilada que alquila y cobra la mínima o alguien que trabaja de forma no registrada? El testimonio de uno de los inquilinos de la pensión de Barracas lo resume muy bien: “en el hotel somos todos pobres, y ni trabajando a full llegás a fin de mes. Está jodida la vida”. ¿Por qué la sexualidad dividiría una lucha tan básica como que cada persona tenga un techo digno y una vida que no sea jodida?

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Aunque no haya “causalidad mecánica” entre discursos y actos (en 2023, hubo 133 crímenes de odio relacionados con la orientación sexual, la identidad o expresión de género, por encima de los 122 de 2022), la normalización de voceros como Márquez no es expresión de un nivel superior de “diálogo democrático” entre posturas diferentes, más bien le brinda un lugar de legitimidad a los “argumentos” falaces de los discursos de odio.

No se trata de acercar posiciones o “no pasarse de rosca” (como se acusó al movimiento feminista), tampoco es algo que se solucione con leyes, nadie puede decretar el fin de la violencia patriarcal o la homofobia. Las leyes, a lo sumo, pueden paliar algunas consecuencias de la discriminación, reconocer las desigualdades que se reproducen todos los días en las democracias capitalistas. Eso no significa que todo de lo mismo: cada acción o discurso oficial erosiona lo conquistado y refuerza prejuicios reaccionarios.

¿Qué hacer? Hay demasiadas respuestas para esa pregunta (y a la vez muchas otras preguntas), por eso prefiero empezar por aquello que no deberíamos hacer, citando a la feminista bell hooks: “más que vincularnos sobre la base de una victimización común (…) tenemos que vincularnos sobre la base de nuestro compromiso político por un movimiento feminista que busca terminar con la opresión sexista”. Cuando se multiplican los agravios y el desprecio de la vida, cuando todxs somos blanco de ataques políticos y económicos, creo que es más relevante que nunca construir alianzas sobre bases políticas y no identitarias para pelear juntxs en los tiempos del odio.

Fuente: Izquierda Diario

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