Algunos negativos generaron miles de recuerdos (…) fantasmas de plata que me causaron (…) el desboque sin freno de la memoria.
Rodrigo Moya

Rodrigo Moya regresó a Cuba a mediados de los noventa, en plena etapa de lo que se dio en llamar en suave eufemismo “período especial”, y lo hizo con un generoso proyecto, “Un libro para Cuba”, y su imprescindible vocación de fotógrafo. Como artista del lente había visitado la Isla desde los tempranos sesenta y recogido testimonio gráfico de esos viajes que tanto le influyeron. Con el proyecto editorial de publicar en México obras de autores cubanos para hacerlos llegar a su público natural, ávido de ese reencuentro, desafió la severa crisis de la industria editorial que padecía un país que, durante décadas después del triunfo de la Revolución, se había caracterizado entre numerosos logros educacionales y culturales, por producir ediciones masivas y variadas de títulos significativos a precios irrisorios, que me atrevería a aseverar que eran entonces los más baratos del mundo.

En el pasado abril, Rodrigo cumplió nueve rotundas décadas, de ahí esta ineludible remembranza como acto de justicia y amistad. Mexicano que nació en Colombia en 1934, hecho que lo hace mexicano-colombiano-latinoamericano, una definición que seguro acepta gustoso. A esta edad —que para muchos puede significar un tiempo provecto—, puede recapitular una intensa vida durante la cual ha practicado múltiples labores —buzo y escritor, viajero y editor, fotógrafo y hombre de izquierda, cazador de imágenes y noticias, y gestor durante más de veinte años de una revista especializada en biología marina (“Me fui al mar. Me salvó el mar”, diría alguna vez)—; se ha nutrido de innumerables experiencias, pero el arte y el oficio que han quedado más sedimentados en él son el de la fotografía y el del fotógrafo.

Hace tres lustros, en el 2009, tiempo que siento a su vez lejano y cercano, inauguró en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana su exposición fotográfica Cuba mía, título que define mejor que cualquier oración que pueda emborronar, su vínculo amoroso con nuestro país. Con el coauspicio de instituciones cubanas, el autor, como un gesto de homenaje personal al cincuenta aniversario del Triunfo de la Revolución, generó esta iniciativa que hizo justicia, por un lado, a su  vínculo de una vida con la Mayor de las Antillas y, por otro, propició un acercamiento a una significativa zona de la amplia y muy valiosa obra del veterano y apasionado creador que es Moya, quien definió Cuba mía como un:

(…) hallazgo o descubrimiento inmerso en un puro trabajo documental, pero también en una acción ideológica y sentimental, admitiendo que el sentimentalismo y la ideología, negados por los fotógrafos más avezados como factores selectivos de la imagen, en mi caso son los componentes que eligen los sujetos y las circunstancias que la cámara busca retener.

“(…) el arte y el oficio que han quedado más sedimentados en él son el de la fotografía y el del fotógrafo”.

Su inicio en el fotoperiodismo en revistas y diarios, contribuyó a que en su desarrollo posterior se reconociera como “un fotógrafo documental humanista ‘comprometido’, lo que en estos tiempos de realidades virtuales o construidas al gusto, suele señalarse entre comillas, o mirarse como algo obsoleto”.[1]

Hace sesenta años, otro aniversario cerrado, viajó Rodrigo por primera vez a Cuba, acompañado del escritor Froylán Manjarrez y el caricaturista Rius, con la intención de hacer un libro a tres manos sobre la situación de la Isla y su revolución, y durante cuatro semanas tomó fotos de carácter periodístico que debían formar parte de ese libro que, por diferentes razones, nunca tomó cuerpo. Sin embargo, como bien apunta el artista: “las emociones que en aquel verano me impactaron día tras día, de alguna manera se filtraron desde los circuitos neuronales de mi mirada, a las tramas argénticas de la película en mi cámara”. Esas intensas semanas de estancia en la Isla lo marcaron no solo como hombre de la cultura, sino también ideológica y sentimentalmente, hasta imprimirle total organicidad a su relación con la Revolución Cubana y el pueblo que la protagonizaba. Su serie de diecinueve fotografías a Ernesto Che Guevara, realizada a inicios de agosto de 1964 en la Sala de Juntas del Banco Central de Cuba, es un momento culminante en su búsqueda incansable de los protagonistas de la noticia. La naturalidad, el desenfado, la humanidad que nos trasmite, constituyen aciertos artísticos de la emblemática secuencia. Esa cardinal experiencia así las recuerda:

Por una serie de circunstancias afortunadas, en 1964 tuve acceso, con otros dos periodistas mexicanos, a una larga y amistosa entrevista con el comandante Che Guevara. La secuencia de fotos que logré, más las que después tomaría en puntos de conflictos armados en América Latina, en particular durante la invasión estadounidense a República Dominicana, y en mi paso por las guerrillas de Venezuela y Guatemala, me confirieron un cierto prestigio de fotógrafo “comprometido” y “tirado p’alante”, como se decía en Cuba de la gente que no se arredraba.[2]

Su inicio en el fotoperiodismo contribuyó a que en su desarrollo posterior se le reconociera como un fotógrafo documental humanista comprometido.

Ya sea en la Sierra de Chihuahua, como en las selvas de Venezuela y Guatemala, o en las calles del D.F. mexicano o de La Habana, la voluntad de eterno descubridor con mirada de artista ha dominado su empeño de perpetuar todo aquello que moviliza su ojo y su conciencia de creador, no importa cuán olvidado o intrincado esté el objetivo.  Las últimas décadas han transcurrido en retiro voluntario de la profesión, de ahí que llegara a autodefinirse como “un rotundo cero en conducta fotográfica”. En ese recogimiento se dedicó a la catalogación y reorganización de un inmenso archivo fotográfico y documental, y escribir nuevos textos literarios. Después de un largo período, unas pocas imágenes de su abundante obra ―negativos desempolvados que han sobrevivido al anonimato― han aparecido en los últimos lustros en las páginas del diario mexicano La Jornada, asociadas a alguna recapitulación histórica o crónica de su autoría. La muerte de la heroína cubana Vilma Espín, un aniversario del Che, el cumpleaños de Gabriel García Márquez, o la memoria de la incombustible actriz Meche Carreño, han sido motivos para que el lector de hoy conozca o reconozca al fotógrafo de hace medio siglo.

Siendo yo adolescente cayeron en mis manos varios números de la revista mexicana Sucesos para todos, en los cuales, ávido de información sobre Venezuela, mi tierra de origen, me identifiqué con un extenso reportaje sobre la guerrilla, publicado en varias partes. Las fotos que lo acompañaban aún están frescas en mi memoria. Varias décadas después, y a casi quince años de amistad con Rodrigo —que hoy suman quince más—, descubrí que él era el autor de las imágenes en la Sierra de Falcón que me impactaron en la primera adolescencia.

“(…) la voluntad de eterno descubridor con mirada de artista ha dominado su empeño de perpetuar todo aquello que moviliza su ojo y su conciencia de creador”.

Por aquello que decía el sabio Alfonso Reyes de que “prefiero repetirme a citarme”, traigo a colación el testimonio de cómo se conoció con otro compañero afín, el escritor chiapaneco e igual amigo de todo lo cubano, Eraclio Laco Zepeda. Moya en una entrevista se remonta a cuando de niños estudiaban en el Colegio Madrid, en el Distrito Federal. Cuenta cómo fueron su primeras inquietudes intelectuales y, “de esa época en particular, 1950, conserva la memoria de su encuentro con Eraclio Zepeda, con quien lo unió una gran amistad y una idea semejante del mundo”. Hay una anécdota, que por simpática e ilustrativa, cito en extenso:

La relación entre los internos era de fuerza y de carácter, tribal y un tanto animal […]. Tener interés por la cultura era casi como una práctica oculta. Allí lo que se leía eran historietas y revistas porno, pero no libros. Vi a un muchacho regordete, moreno y de inmediato me di cuenta de que era un novato. Al pasar me saludó, “Buenas noches, mi cabo”. Me volteé con sarcasmo, pero él me preguntó: “¿Qué lee?” Le contesté desafiante: “Un libro, baboso, ¿no ves?”. “Ya lo sé, mi cabo, los libros son para leerse”. Su respuesta fue tajante, y de inmediato agregó: “Pregunto, ¿qué libro es?”. Le respondí que una biografía de Leonardo da Vinci. “De casualidad ¿no será la de Dimitri Merejkovsky?”. Me desarmó. Además, encontrar un alma hermana en ese desierto cultural, era un hecho insólito.

Rodrigo Moya, desde su formación primera, ha mirado con vocación de explorador, tanto a la naturaleza y al ser humano, como al tejido urbano y a sí mismo. Por eso ha ido tratando de poner al descubierto siempre, desde su ética profesional, todo aquello que apunte hacia el mejoramiento de nuestra condición, porque para él sigue siendo válida en su práctica de sempiterno ciudadano del mundo y las causas justas, la máxima latina favorita de Carlos Marx: “Nada humano me es ajeno”.


Notas:

[1] Rodrigo Moya. “Fotografía documental y reportaje: Nueve décadas en diez instantáneas” (La Jornada semanal, 7 de abril de 2024)

[2] Rodrigo Moya. “Fotografía documental y reportaje: Nueve décadas en diez instantáneas” (La Jornada semanal, 7 de abril de 2024)