Donostia – Un sueño cumplido. Feliz por haber participado en esa expedición vasca al Everest de la que hoy se celebra su 50 aniversario. Tan claro tenía que quería formar parte de ese grupo de alpinistas vascos que afrontaría el reto de escalar la montaña más alto del mundo, que cuando su amigo Ángel Landa, el director técnico del equipo, le propuso unirse, no dudó ni lo más mínimo en aceptar la propuesta. “Lo pensé muchísimo. No tardé ni 15 segundos”, bromea Txomin Uriarte. El montañero y actual presidente de EMMOA (Fundación para el Museo Vasco de la Montaña) recuerda con cariño lo vivido en aquella aventura y todas las dificultades que debieron superar.

¿Cuántas veces les llamaron locos hace 50 años?

–Más que llamarnos locos, lo que nos decían es que era imposible. A ver, sí que era una locura y alguno así nos lo hizo ver.

¿Quién?

–Pues fue curioso. En las visitas que hice en 1971 a los himalayistas europeos a la hora de recabar información para la expedición, el único que me dijo que mejor que no fuésemos fue el alemán.

¿Por qué?

–Por las experiencias que él había vivido anteriormente. El doctor Herrligkofer había dirigido muchas expediciones al Nanga Parbat, en las que se contaron más de 40 muertos y me insistió en que, antes que intentar el Everest, deberíamos probar un 7.000 metros o un 8.000 más fácil, pero el Everest no.

Y el resto, ¿qué le dijeron?

–Todos los demás nos animaron a ir y más en vista del equipo que teníamos y tras lo que habíamos hecho. Nosotros estábamos convencidos de que lo sacaríamos adelante.

Ir al Everest en aquellas condiciones, con los medios que disponían entonces y la información que tenían a mano, no tiene nada que ver con hacerlo hoy en día. ¿A qué se podría comparar?

–Pues no sé, era casi como ir a la Luna. Era algo impensable y más en nuestro país. Los europeos y los países alpinos, alemanes, suizos, franceses, austriacos, eslovenos o los británicos ya habían estado en el Himalaya y conocían a lo que se enfrentaban, pero para nosotros era completamente virgen todo aquello. Era meternos en un mundo totalmente nuevo, desconocido y de unas dimensiones colosales.

¿Llegaron a tener miedo ante lo que se enfrentaban?

–Llámalo mejor respeto. Pisábamos despacio y quizá esto fue una de las causas por las que no llegamos a la cima. Usábamos muchas medidas de seguridad, para evitar todos los peligros que existían y no conocíamos.

¿Se llevaron algún susto?

–Sí, hubo momentos en los que expusimos la vida. Una vez al subir del campo I, a Julio Villar y Rodolfo Kirch les cogió el rebufo de una avalancha. Si les coge la avalancha, seguro que se quedan allí.

¿Llegaron a temer por su vida? ¿Pensaron en algún momento que un miembro podría morir en el intento?

–Sabíamos que existía un riesgo objetivo claro, pero pensábamos que estábamos haciendo las cosas de la forma correcta para ir lo más seguro posible y minimizar el riesgo. Es la regla de la escalada. Sabes que existe un riesgo, que te puede pasar, pero se trata de tomar todas las medidas para que no te toque a ti.

Tras toda una odisea y ver que habían superado todos los obstáculos y cuando lo tenían a tiro, el Monzón les echa para atrás a unos 300 metros de la cima. ¡Vaya pena!

–Sí. Fue muy doloroso, pero nos quedaban todavía otras dos oportunidades.

¿Son conscientes, ahora que ya han pasado 50 años, de la gesta que alcanzaron?

–Yo creo que sí. Por dos factores. El primero, porque dio pie a poder lograr la cima en 1980 y el segundo, porque, a la vez, supuso toda una revolución en el alpinismo vasco. Hasta entonces se habían hecho cosas fuertes a nivel individual en los Pirineos, Picos de Europa o incluso en Alpes. Pero a partir de la Tximist se abrió el Himalaya al montañismo vasco.

Se puede decir que fueron los pioneros del himalayismo, ¿no?

–Pues sí. Aquí siempre ha habido muchísima afición a la montaña y, desde entonces, cada pueblo parece ser que sentía la obligación de organizar su expedición al Himalaya. Con eso, a finales del siglo XX, había más de 100 montañeros vascos que habían subido una cumbre de 8.000 metros. Esto representa un hito habida cuenta de que no se trata de una población muy grande –contando Navarra e Iparralde andaremos por los tres millones de personas–, y además vivimos en una zona en la que las montañas son pequeñitas.

Queda claro que, por lo que cuenta, abrieron el camino al ochomilismo para el alpinismo vasco y todo lo que vino después...

–Sin duda. Claramente. A ver, no es que Euskadi se convirtiera en una potencia mundial, ya sabemos que no estamos al nivel de los países del centro de Europa, pero sí que el alpinismo vasco pasó a ser una referencia. Repito que la cantidad de gente que hace aquí alta montaña es desproporcionada con arreglo a nuestras dimensiones.

Ustedes que se encontraron un Everest virgen y poco masificado. ¿Qué le parece en lo que se ha convertido hoy en día el techo del mundo?

–La vía normal al Everest, como las del resto de ochomiles, ha perdido todo su encanto para los alpinistas. El montanismo es poesía, aventura, compañerismo, exploración, respeto por la naturaleza... Estos son los valores que promociona EMMOA y de eso no queda nada en el negocio de subir gente al Everest. En cierto sentido es como el turismo en el espacio: vacaciones antiecológicas para millonarios. Pero no olvidemos que es la principal fuente de ingresos para Nepal. Y que quedan maravillosas oportunidades de alpinismo en el Himalaya. Por ejemplo, en montañas de más de 6.000 metros. Por citar un par de ejemplos locales: lo que han hecho Mikel Sáez de Urabain o Jonatan Larrañaga.