Racismo, puritanismo y censura en las bibliotecas de EEUU: ni negros ni libros indecentes
Racismo, puritanismo y censura en las bibliotecas de EEUU: ni negros ni libros indecentes
PREPUBLICACIÓN

Racismo, puritanismo y censura en las bibliotecas de EEUU: ni negros ni libros indecentes

Los historiadores Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen abordan en 'Bibliotecas' el desarrollo de estos centros del saber y algunos de sus momentos más oscuros. Este episodio es uno de ellos

Foto: La biblioteca pública de Chicago (REUTERS Jim Vondruska)
La biblioteca pública de Chicago (REUTERS Jim Vondruska)

La noche del domingo 8 de octubre de 1871, se declaró un incendio en Chicago que cambiaría el rostro de la ciudad. En ese momento, Chicago emergía a toda velocidad como una de las maravillas del nuevo mundo industrial, eje central de la red de transporte transcontinental y centro de distribución de alimentos de un continente hambriento. A pesar de que se trataba de una ciudad difícil, imán para inmigrantes de toda Europa, la riqueza de las élites de Chicago se destinaba a facilitar el equipamiento habitual de la sofisticación metropolitana: iglesias y edificios civiles, la Academia de las Ciencias de Chicago, la Sociedad Histórica de Chicago (que albergaba una colección de más de 165.000 libros) y la Asociación de Bibliotecas de Illinois. El incendio, que se propagó sin control a lo largo de todo el lunes, barrió cuanto encontró a su paso, incluidas 17.450 viviendas, con lo que 95.000 personas quedaron sin hogar. Casi secundarias ante este enorme sufrimiento humano fueron las pérdidas de las bibliotecas: las estimaciones del momento, que incluyen cincuenta bibliotecas privadas excelentes, sugieren la desaparición de hasta tres millones de volúmenes, una cifra que podría ser conservadora. Los fondos perdidos por los libreros de Chicago estaban valorados en un millón de dólares. Las instalaciones de los editores de nueve diarios y de más de un centenar de publicaciones periódicas quedaron también arrasadas.

La destrucción de Chicago con esta única y salvaje intervención del destino despertó una enorme ola de compasión a ambos lados del Atlántico. Los esfuerzos ingleses se centraron en la creación de una nueva biblioteca pública para Chicago, algo de lo que carecía hasta ese momento. La campaña, presidida por Thomas Hughes, miembro del Parlamento y autor de la famosa novela Tom Brown en la escuela, reunió ocho mil libros, con donaciones de su gran rival, el primer ministro William Gladstone, Benjamin Disraeli y la reina Victoria. La presencia de Disraeli en la lista de donantes es particularmente destacable, dado que, como escritor popular, había sufrido gravemente el desprecio estadounidense por la legislación británica en materia de derechos de autor. Todas las donaciones provenientes de Inglaterra iban acompañadas de una cuidada etiqueta con una referencia a este acto de solidaridad, todavía más reseñable habida cuenta de que Inglaterra contribuía simultáneamente a la reconstrucción de la biblioteca de Estrasburgo tras el bombardeo alemán. Los libros resultaron todo un éxito entre los usuarios de la biblioteca de Chicago, especialmente entre los coleccionistas de obras con exlibris, pues de los ocho mil libros originales solo han sobrevivido trescientos, a no ser que, como el primer historiador de la biblioteca sugiere con mucho tacto, terminaran todos "desgastados por su uso generalizado".

placeholder 'Bibliotecas', de Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen
'Bibliotecas', de Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen

Si estos orgullosos patriarcas victorianos pensaban que se habían granjeado la gratitud eterna de los ciudadanos de Chicago, no contaban con Bill "el Grande" Thompson. Vehemente crítico de la ley seca y orgulloso amigo del gánster Al Capone, Big Bill tuvo una excéntrica carrera política como alcalde de Chicago. Obligado a dejar el cargo, en 1927 planificó su regreso con un innovador grito de guerra. Si el rey de Inglaterra visitaba Chicago, aseguraba, Bill el Grande le daría un puñetazo en la nariz. El inofensivo Jorge V no tenía intención de visitar Estados Unidos, de modo que la amenaza era en cierto modo discutible, pero la promesa conectó en suficiente medida con el electorado de Chicago y Bill Thompson regresó triunfal al Ayuntamiento.

La nariz del rey de Inglaterra quedó intacta, pero la enemistad del alcalde Thompson aún tenía camino que recorrer. Anunció entonces que la biblioteca de la ciudad tenía que ser purgada de literatura probritánica. Dado que el alcalde estaba ocupado al mismo tiempo en destituir al responsable de los colegios, la tarea quedó delegada en una de sus personas de confianza: Urbine "Sport" Herrmann. El director de la biblioteca pública, Carl Roden, solo ofreció una tibia resistencia. Consciente de que identificar todos los libros que expresaran sentimientos antiestadounidenses sería una ingente tarea, se ofreció en su lugar a retirarlos de la circulación general para ponerlos a salvo en el depósito de la biblioteca. Al final, la indolencia de Herrmann salvó los libros. Después de comprobar cuatro libros señalados por la Liga Patriótica, vio que la tarea de localizar los pasajes ofensivos iba más allá de sus capacidades y los devolvió dócilmente al día siguiente.

Este episodio y los posteriores intentos de purgar la biblioteca de Chicago enfatizaron la necesidad de una declaración más contundente del compromiso de las bibliotecas con la libertad de expresión. El resultado fue un documento lacónico, elaborado por la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos, con un título bastante sentencioso: Declaración de los Derechos de las Bibliotecas. El texto afirmaba el inalienable derecho de los bibliotecarios a elegir los libros incorporados a las colecciones. Publicada en 1939, cuando las nubes de tormenta se arremolinaban sobre Europa, y revisada con frecuencia desde entonces, ofrecía una frágil defensa de la idea de que las bibliotecas deberían ser el santuario de la literatura y representar todas las opiniones. No todos los bibliotecarios estaban destinados a ser los heroicos defensores de este principio. Carl Roden, el bibliotecario de Chicago que había reconocido con sinceridad en 1927 que entregaría los libros supuestamente antiestadounidenses si se le ordenara hacerlo, fue el año siguiente elegido presidente de la Asociación de Bibliotecas de Estados Unidos (ALA). Su compañero Frederick Rex, de la biblioteca municipal de referencia de Chicago, fue más allá y retiró personalmente de la colección todos los materiales de carácter probritánico. Por fin, anunció orgulloso, "tengo una biblioteca que sitúa primero a Estados Unidos".

En 1950, Ruth Brown, la veterana bibliotecaria de Bartlesville (Oklahoma), fue despedida por su simpatía por la comunidad afroamericana

Después de 1945, la rapidez con la que se disipó la euforia de la victoria y con la que se asentaron las preocupaciones de la Guerra Fría engendró un entorno tóxico para los bibliotecarios. En 1950, Ruth Brown, la veterana bibliotecaria de Bartlesville (Oklahoma), fue despedida, en apariencia por dar refugio a material subversivo en su colección, en realidad porque no era ningún secreto —ya se había encargado ella de que así fuera— su simpatía por la comunidad afroamericana local. Poco hizo la ALA por salvarla; al parecer, la cuestión recaía en la jurisdicción de dos de sus comités, el Comité de Libertad Intelectual y la Mesa de Administración del Personal. La mayor parte de los esfuerzos de la asociación de bibliotecarios se dirigía en este punto a esquivar las implicaciones de la introducción por parte del presidente del país, Harry Truman, de un juramento de lealtad a los empleados públicos. Con las pruebas de que altos funcionarios habían estado implicados en la transmisión de secretos nucleares a Rusia, las noticias de que los soviéticos tenían la bomba nuclear y el inicio de la guerra de Corea, la mayoría de los ciudadanos no encontraba problema alguno en pedir a las figuras públicas que certificaran su lealtad a los valores estadounidenses. Cuando en la biblioteca del condado de Los Ángeles su responsable tardó en firmar la declaración, una persona de la comisión de bibliotecas se preguntó en voz alta si estaría "libre de esas ideas liberales que no queremos en la dirección de nuestra biblioteca".

La declaración de lealtad dividió a la asociación; algunas figuras relevantes apoyaron la medida. En realidad, si bien algunos bibliotecarios eran valientes embajadores de la pluralidad, en su mayoría reflejaban los valores generalizados de las comunidades a las que atendían, y en la era del macartismo, la paranoia por la infiltración del comunismo era generalizada. En una encuesta de 1958, dos tercios de los bibliotecarios reconocieron haber vivido una situación en la que la controversia por un libro o un autor había terminado con la decisión de no adquirir la obra. El dato parece confirmar la pesimista conclusión de que los bibliotecarios insistían en "los estereotipos democráticos de libertad de expresión y diversidad de opiniones", pero valoraban "con mucho cuidado el coste político de ejercer esos derechos en sus propias instituciones". A un improbable liberal, el presidente Dwight Eisenhower, le correspondió calmar las aguas, recomendando a la promoción universitaria que se graduaba en el Dartmouth College que no se incorporara a las legiones de destructores de libros. "No temáis entrar en vuestra biblioteca y leer todos los libros, siempre y cuando un documento no ofenda vuestra idea de la decencia".

Dónde se encontraran los límites de la decencia era, por supuesto, una cuestión discutible, que en Estados Unidos decidirían (o no) los nueve augustos representantes del Tribunal Supremo. Obligados a defender o anular prohibiciones de materiales impresos que sin duda no habrían sido bien recibidos en sus propios hogares, decidieron que el Congreso podía únicamente prohibir textos "carentes por completo de relevancia social favorable" o, en otras palabras, "si para la persona media, aplicando los estándares contemporáneos de la comunidad, el tema dominante del material en su conjunto apela a su interés más lascivo". Tal ambigüedad judicial de nada sirvió contra el activismo ciudadano, todavía con vigor en los años de la presidencia de John Fitzgerald Kennedy. En 1961, tanto El guardián entre el centeno como el clásico de Steinbeck De ratones y hombres sufrieron ataques constantes por parte de asociaciones de padres; 1984 y Un mundo feliz fueron retirados de las listas de lectura de los institutos de Florida por una única llamada de teléfono anónima.

'1984' y 'Un mundo feliz' fueron retirados de las listas de lectura de los institutos de Florida por una única llamada de teléfono anónima

Mientras el Tribunal Supremo estadounidense vacilaba, en Gran Bretaña la cuestión de la censura por indecencia fue resuelta en Londres en seis días de comedia en el Tribunal Superior de Justicia. Cuando en 1960 Penguin anunció su intención de publicar El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, tuvo la gran fortuna de que acusaran a la editorial amparándose en la Ley de Publicaciones Obscenas. Si bien D. H. Lawrence había alcanzado considerable fama en la década de 1920 por sus oscuros retratos de la vida de la clase obrera, su reputación había caído paulatinamente desde entonces, debido en gran medida a la alegre parodia de los bucólicos personajes oscuros y siniestros que hizo Stella Gibbons en La hija de Robert Poste. El amante de Lady Chatterley no se había publicado en Gran Bretaña en una versión sin censurar, y los cada vez más exiguos lectores que deseaban leer su gráfico relato de la aventura de la aburrida esposa de un terrateniente herido en la guerra con el guardabosques de su marido tenían que recurrir a la edición publicada en París o en Florencia.

La flor y nata del Londres literario se alineó para testificar su imponente mérito literario; a nadie sorprendió que fueran pocos los dispuestos a subir al estrado para declarar que la lectura del libro los había corrompido y pervertido. Cuando el fiscal invitó al jurado a considerar si se trataba de un libro que querrían que sus mujeres y sus sirvientes leyeran, la partida llegó a su fin: la defensa del libro era ya la defensa de una Gran Bretaña moderna. La editorial fue absuelta y en un mes tenía una edición de doscientas mil copias en la calle. Fue la publicación de un libro más publicitada hasta la llegada de la serie de Harry Potter, y la edición se vendió en dos días. El juicio es considerado ampliamente un paso hacia la era de la permisividad, en ocasiones denominada Swinging Sixties. Con todo y con eso, harían falta otros once años para que Maurice, de E. M. Forster, una historia semiautobiográfica de amor homosexual escrita entre 1913 y 1914, encontrara su camino a la imprenta.

La cuestión de la segregación en el Sur de Estados Unidos planteó el mayor reto para la ALA, y su fracaso fue notable. Los estados sureños siempre habían ido a la zaga del resto de Estados Unidos en la provisión de bibliotecas públicas, y la amplia mayoría no admitía usuarios negros. A los que se presentaban en los mostradores se les señalaba bruscamente la salida. En muchas jurisdicciones, el ya desacreditado principio de "separados pero iguales" se volvía aún más deshonroso con la prestación de un único edificio mal equipado en el barrio negro, a menudo pagado con una donación filantrópica. La abolición de la segregación tardó en llegar a las bibliotecas de los estados sureños. Es una historia que no habla bien de nadie que tuviera alguna autoridad en el momento, especialmente de la ALA, que situó el corporativismo (por no decir la comodidad) sistemáticamente por delante de cualquier intento de conseguir justicia social para los lectores afroamericanos.

placeholder La biblioteca pública de Nueva York, el pasado verano (EFE Jorge Fuentelsaz)
La biblioteca pública de Nueva York, el pasado verano (EFE Jorge Fuentelsaz)

En la asociación de bibliotecarios, la segregación fue en gran medida un tema inexistente. En 1959 se decidió "no tomar ninguna medida al respecto". La presidencia del Comité de Libertad Intelectual protestó con indignación: "Me preocupan personalmente los esfuerzos de unas cuantas personas por encontrar un problema donde no lo hay". En marzo de 1960, la asociación declaró que no podía «entrometerse en las competencias locales". Un editorial en la revista de la asociación de ese mismo año declaraba que la ALA "existe para impulsar el desarrollo de bibliotecas, no para regular la forma en la que funcionan".

En honor a la verdad, todas estas declaraciones fueron rebatidas, con una creciente sensación de atropello, por miembros de base de la ALA. Pero conseguir la aceptación requeriría una lucha larga y difícil, incluso cuando las bibliotecas sureñas abrieron a regañadientes sus puertas a los usuarios negros. Lo que esta eventual transformación supuso para los jóvenes hombres y mujeres negros la resume la historia de Eric Motley, un niño precoz que creció en Madison Park, una comunidad muy unida fundada por esclavos libertos en las afueras de Montgomery (Alabama). En 1985, cuando Eric tenía doce años, su padre empezó a llevarlo a la ciudad todos los sábados para pasar el día en la biblioteca. Un día se vio sentado al lado de un frágil anciano en silla de ruedas. Se trataba de George Wallace, exgobernador, candidato a la presidencia de Estados Unidos y símbolo en la década de 1960 de la oposición blanca al fin de la segregación. Unos años antes Eric no habría podido entrar en la biblioteca.

La noche del domingo 8 de octubre de 1871, se declaró un incendio en Chicago que cambiaría el rostro de la ciudad. En ese momento, Chicago emergía a toda velocidad como una de las maravillas del nuevo mundo industrial, eje central de la red de transporte transcontinental y centro de distribución de alimentos de un continente hambriento. A pesar de que se trataba de una ciudad difícil, imán para inmigrantes de toda Europa, la riqueza de las élites de Chicago se destinaba a facilitar el equipamiento habitual de la sofisticación metropolitana: iglesias y edificios civiles, la Academia de las Ciencias de Chicago, la Sociedad Histórica de Chicago (que albergaba una colección de más de 165.000 libros) y la Asociación de Bibliotecas de Illinois. El incendio, que se propagó sin control a lo largo de todo el lunes, barrió cuanto encontró a su paso, incluidas 17.450 viviendas, con lo que 95.000 personas quedaron sin hogar. Casi secundarias ante este enorme sufrimiento humano fueron las pérdidas de las bibliotecas: las estimaciones del momento, que incluyen cincuenta bibliotecas privadas excelentes, sugieren la desaparición de hasta tres millones de volúmenes, una cifra que podría ser conservadora. Los fondos perdidos por los libreros de Chicago estaban valorados en un millón de dólares. Las instalaciones de los editores de nueve diarios y de más de un centenar de publicaciones periódicas quedaron también arrasadas.

Libros Literatura
El redactor recomienda