El gran triunfo inglés sobre Francia

La sangrienta batalla de Azincourt, una victoria inesperada

El 25 de octubre de 1415, junto a la aldea de Azincourt, un ejército de ingleses agotados y desesperados venció a la flor y nata de la caballería francesa en una sangrienta batalla.

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La batalla de Azincourt en una página de las Grandes Crónicas de Francia, una historia de la guerra de los cien años escrita por Jean Fouqet entre 1467 y 1476. Biblioteca de Victoria y Alberto, Londres.

Foto: Bridgeman

En el verano de 1415, los sheriffs –alguaciles– leían en voz alta, en todas las asambleas de condado y mercados de Inglaterra, una proclama de su rey, Enrique V: «Como bien sabéis, Nos, con la ayuda de Dios, vamos a emprender un viaje por mar para recuperar y reivindicar las herencias y derechos legítimos de nuestra corona, que, en opinión de todo el mundo, hace mucho tiempo que están injustamente retenidos». Con estas palabras, el monarca anunciaba su decisión de invadir Francia y coronarse rey de aquel país; una campaña que se inscribía en la guerra de los Cien Años, el conflicto que, desde 1337, enfrentaba a Francia e Inglaterra por los derechos que los reyes ingleses poseían en territorio francés. 

Desde que accedió al trono en 1413, Enrique V se había propuesto recuperar las posesiones inglesas perdidas en décadas anteriores, e incluso hacer efectivos sus derechos a la corona de Francia. Inicialmente, intentó alcanzar una solución por vía diplomática y negoció su matrimonio con Catalina de Valois, hija de Carlos VI, rey de Francia. Pero las negociaciones no dieron resultado y el monarca inglés se preparó para la guerra. 

Los preparativos 

Toda Inglaterra fue presa de una actividad frenética: había que conseguir carretas y vehículos de transporte, caballos y alimentos para las tropas. También había que fabricar el armamento, desde arcos y flechas hasta piezas de artillería. Asimismo, era imprescindible contar con medios para transportar el ejército hasta las costas francesas. Al llegar al trono, Enrique V disponía tan sólo de seis navíos reales, número que dos años después se había doblado gracias a la actividad de los astilleros de Southampton. Aun así, resultaban insuficientes para una empresa de esa envergadura, por lo que el monarca, además de alquilar barcos en Holanda, confiscó todas las embarcaciones atracadas en los puertos ingleses. Así, reunió una flota de 1.400 navíos.

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Bacinete alemán del siglo XV. Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.

Foto: Wikimedia Commons

Enrique convocó a todos los caballeros y grandes señores del reino, que estaban obligados a acudir a la llamada en virtud de sus deberes feudales, los cuales debían aportar sus hombres. Además reclutó, a título individual, a gran número de soldados mediante un sistema de contratos militares temporales. Este procedimiento era novedoso para la época, aunque la organización del ejército mantenía elementos claramente feudales: los soldados estaban bajo las órdenes de un señor y se agrupaban bajo su estandarte. 

En 1414 se votó en el Parlamento un subsidio doble para financiar la campaña, pero el lento procedimiento de la recaudación obligó al monarca a pedir préstamos a los hombres más ricos del reino, a los obispos y abades, y a las ciudades, entregando como garantía las joyas del tesoro real. Londres, por ejemplo, le concedió 10.000 marcos y a cambio recibió el pusan d’or, un gran collar de oro; el pueblo de Norfolk aportó a las arcas reales mil marcos y obtuvo como aval la corona de oro del difunto rey Ricardo II, decorada con 56 rubíes, 40 zafiros, ocho diamantes y siete perlas. La Iglesia, desde las altas jerarquías hasta los clérigos más humildes, puso sus riquezas a disposición de la Corona. Y los mercaderes extranjeros –venecianos, florentinos, lombardos– se vieron obligados a prestar dinero al rey.

King Henry V from NPG

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Enrique V, pintura al óleo de artista desconocido, siglo XVI. Galería Nacional de Retratos, Londres.

Foto: Wikimedia Commons

El monarca no olvidó garantizar la defensa del reino en ausencia del ejército. Todos los hombres entre los 16 y los 60 años podían ser movilizados. Para prepararlos se obligó a practicar la arquería todos los domingos y fiestas de guardar, después de misa; quienes tenían patrimonio debían proveerse de arco, flechas, espada y daga. La medida afectó también a la Iglesia, cuyos monjes, canónigos, frailes, sacerdotes y párrocos fueron armados hasta reclutar un ejército que superaba en número al que acompañaba al rey. 

El 16 de junio de 1415, Enrique V salió de Londres hacia Southampton para embarcar con su ejército. Una embajada francesa intentó llegar a un acuerdo, pero Enrique rechazó la negociación, y el 11 de agosto los barcos ingleses zarparon hacia las costas de Francia con 12.000 guerreros y 78 artilleros, además de un gran número de civiles que acompañaban a las tropas: médicos, juglares, clérigos, carpinteros, sirvientes... 

Desembarco en Normandía 

Dos días después, tras cruzar el canal de la Mancha, el ejército desembarcó en Normandía, frente a las murallas de Harfleur, que se convirtió en el primer objetivo de la invasión. La toma de la ciudad requirió más tiempo y esfuerzo de lo previsto, pero el peor enemigo de los ingleses fue la disentería, una enfermedad infecciosa que provoca dolores abdominales, fiebres y cólicos; esta dolencia atacó a los sitiadores con efectos devastadores y persistentes.

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Toma de Harfleur al asalto en una ilustración de Historias de Shakespeare de Reyes Británicos, publicado por George Harrap & Son en 1912.

Foto: Bridgeman

Harfleur se rindió el 22 de septiembre, y entonces Enrique decidió atravesar los dominios franceses hasta la plaza inglesa de Calais, en un claro desafío a la autoridad del rey de Francia. Esperaba completar el trayecto en ocho días, pero no contaba con la reacción francesa. Para alcanzar Calais su ejército tenía que cruzar el Somme, y el enemigo le estaba esperando al otro lado del río. Los ejércitos franceses habían destruido los puentes y bloqueado los vados con estacas y cadenas, lo que obligaba a los ingleses, extenuados por la enfermedad, a seguir el curso del río hacia el este, en busca de un lugar por donde cruzarlo. 

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La suerte les acompañó y descubrieron un vado que les permitía el paso, aunque no sin dificultades. Para mantener la disciplina, el propio rey se apostó al otro lado del cauce, esperando a sus soldados que, con el agua hasta la cintura, atravesaron uno a uno el río, en una operación que duró desde el mediodía hasta la medianoche del 19 de octubre. Cuando los franceses quisieron atacar era demasiado tarde, por lo que se retiraron para detener a los ingleses en otro lugar. Sus jefes eligieron un campo abierto, situado en las proximidades de la población de Azincourt, para formar a sus tropas y esperar al enemigo, que debía pasar por aquella localidad en su camino hacia Calais. Cuando los ingleses asomaron en lo alto de la colina que se elevaba sobre la planicie era el 24 de octubre. El ejército inglés era muy inferior en número, y los soldados llegaron enfermos, mal alimentados y agotados por la larga marcha que habían realizado. 

Frente a frente 

Enrique V formó a sus tropas frente a las francesas, y ambos ejércitos permanecieron en una tensa calma hasta que, al atardecer, el condestable D’Albret y el mariscal Boucicaut, los comandantes franceses, decidieron romper filas y retirarse a sus campamentos. Los ingleses permanecieron en formación hasta que se hizo la oscuridad. La ventaja numérica de los franceses era aterradora. Se sentían tan superiores que, según relata un testigo inglés, «aquella noche se jugaban a nuestro rey y a sus nobles a los dados». 

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El ejército inglés antes de la batalla. Óleo de John Gilbert pintado en 1884. Galería de Arte Guildhall, Londres.

Foto: Bridgeman

Al amanecer del día 25 de octubre, el ejército francés, que superaba a los ingleses en una proporción de tres a uno, ocupó sus posiciones en el campo de batalla: un gran terreno arado, embarrado por la lluvia caída aquella noche y en días anteriores. A su frente se encontraban los grandes príncipes, majestuosos, con sus armaduras relucientes; detrás de ellos, los hombres de sus huestes, bien armados y alimentados, se sentían pletóricos ante la inferioridad del enemigo. 
Frente a ellos, los ingleses, que habían sobrevivido a las calamidades del camino, al hambre y a la disentería (antes de la batalla, los arqueros cortaron sus calzones para que los cólicos no les obligasen a desatárselos y ceñírselos en pleno combate), sentían que sólo un milagro podía darles la victoria. Fue su rey quien les dio la confianza y la fuerza que necesitaban. Enrique V apareció ante ellos, a lomos de un caballo gris. Sobre la armadura llevaba una sobrevesta bordada con las armas de Inglaterra –tres leones dorados sobre fondo rojo– y las de Francia –flores de lis doradas sobre fondo azul–. En su yelmo lucía una corona de oro adornada con una flor de lis, en referencia a su pretensión al trono de Francia. 

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Cabalgando entre sus tropas, Enrique les recordó la justicia de su causa y la necesidad de luchar unidos: «El que vierte hoy su sangre conmigo, será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada enaltecerá su condición, y los caballeros que permanecen ahora en el lecho de Inglaterra se considerarán malditos, por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que han combatido con nosotros el día de san Crispín». Así recreó Shakespeare, siglos después, la arenga con la que el rey de Inglaterra exhortó a sus hombres. Enrique cumplió con una última formalidad: envió a sus heraldos al centro del campo de batalla para que se entrevistaran con los heraldos franceses sobre un posible acuerdo que, como era de esperar, no se alcanzó. La batalla debía comenzar. 

Muerte en el barro 

A pesar de que la táctica habitual era formar al ejército en tres divisiones una tras otra, Enrique V dispuso un frente alargado, con tres cuerpos de hombres de armas flanqueados por dos grandes cuerpos de arqueros. Estos últimos habían cortado estacas de madera de 1,8 metros de longitud y las habían afilado por ambos extremos para clavarlas en el suelo, en ángulo, con intención de frenar la acometida de la caballería francesa. 

El ejército francés, por el contrario, estaba organizado según los esquemas tradicionales: la vanguardia, el centro y la retaguardia. En la vanguardia se situaron Boucicaut y D’Albret con sus estandartes, y se dispuso una fuerza de caballería de élite para cargar contra los arqueros enemigos. Los hombres de armas se vieron obligados a luchar a pie, dentro de sus armaduras, en un campo estrecho y embarrado. 

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La carga de los caballeros franceses en Azincourt, ilustración de Peter Jackson para La Maravillosa Historia de Gran Bretaña, 1964. Colección Privada.

Foto: Bridgeman

Como los franceses no se decidían a atacar, Enrique V ordenó avanzar a su ejército hasta colocarse en posición de combate, protegido por las estacas que portaban los arqueros, quienes, para evitar que la caballería los rodease, se apostaron junto a los bosques que delimitaban el campo de batalla. El avance entrañaba un grave riesgo para las tropas inglesas, porque exigía romper momentáneamente la formación, pero los comandantes franceses desaprovecharon la ocasión y no atacaron. Inmediatamente, una densa lluvia de flechas lanzadas por los arqueros de Enrique oscureció el cielo de Azincourt, lo que indujo a los franceses a cargar. La caballería francesa se dirigió contra los arqueros enemigos, pero jinetes y caballos chocaron con las estacas. Hubo hombres y animales que murieron empalados y otros que perecieron bajo los disparos ingleses; el ataque fracasó y, con ello, la infantería francesa quedó a merced de los arqueros. 

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Representación de la batalla procedente de las Viglias de Carlos VII, 1484.

Foto: Bridgeman

A las saetas de los enemigos se añadió un nuevo obstáculo: el lodo, que dificultaba la movilidad de los franceses, cuya infantería avanzó desordenadamente hacia la vanguardia inglesa. El gran número de combatientes franceses hacía que, dadas las dimensiones del campo de batalla, se apelotonasen unos contra otros, sin espacio para maniobrar, al tiempo que eran masacrados por un diluvio de flechas. Los que sobrevivieron se enfrentaron en un combate cuerpo a cuerpo con los ingleses, y en el caos fueron cayendo los nobles más distinguidos de la caballería francesa. 

Los arqueros ingleses abandonaron sus arcos y se lanzaron al combate con espadas, dagas y los mazos de plomo que habían empleado para clavar las estacas, mientras que las pesadas armaduras de los caballeros franceses dificultaban sus movimientos. Enrique fue atacado por dieciocho escuderos borgoñones que se habían juramentado para quitarle la corona o perecer en el intento; los dieciocho murieron, no sin que antes uno de ellos arrancase de un golpe la flor de lis de la corona. 

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Ejecución de los prisioneros tras la batalla en un manuscrito iluminado del siglo XV. 

Foto: Bridgeman

La matanza siguió durante tres horas, en el curso de las cuales murió lo más granado de la caballería francesa. Los franceses fueron arrasados y los ingleses se apresuraron a capturar prisioneros. En ese momento oyeron el rumor de los cascos de un nuevo batallón de la caballería francesa y, en esa situación desesperada, Enrique ordenó matar a todos los cautivos, excepto a los más ilustres. El ataque fracasó de nuevo gracias a la pericia de los arqueros ingleses y a la efectividad de las estacas puntiagudas. La batalla había terminado. Los heraldos franceses confirmaron la victoria del ejército inglés y la justicia de la causa de su rey. 

Azincourt legitimó a Enrique V como rey de Inglaterra, pero no le dio la corona de Francia. Sin embargo, cinco años después, en 1420, firmó el tratado de Troyes, por el que el que Carlos VI de Francia le entregaba en matrimonio a su hija Catalina y le reconocía como heredero al trono. Parecía que, por fin, el deseo de Enrique iba a hacerse realidad. Pero jamás podría ceñir la corona de Francia: la muerte le sorprendió en 1422.