Anuario de Estudios Americanos, 76, 1
Sevilla (España), enero-junio, 2019, 361-391
ISSN: 0210-5810
Bartolomei, Arnaud, Les marchands français de Cadix et la crise de la Carrera
de Indias (1778-1828), Madrid, Casa de Velázquez, 2017, XVI + 398 pp.
El autor nos explica desde el comienzo de su exposición que el libro que
nos presenta es la versión (convenientemente remodelada para su encuentro
con el público en este formato) de una tesis doctoral —La Bourse et la vie. Destin collectif et trajectoires individuelles des marchands français de Cadix, de
l’instauration du comercio libre à la disparition de l’Empire espagnol (17781824)— defendida en la Universidad de Aix-en-Provence el 17 de noviembre
de 2007, como así consta en el rapport que redacté como miembro de la comisión que hubo de juzgarla en aquel momento. Diez años después, la crisálida
se convirtió en mariposa y nos encontramos con este bello texto, con un título
tan riguroso como el primero pero más atractivo, con un contenido esencialmente idéntico pero enriquecido en diferentes aspectos y actualizado en otros.
En especial, Arnaud Bartolomei llama la atención sobre la ampliación de la
fecha terminal de su trabajo, que se desplaza cuatro años, desde la habitual
(mantenida en la tesis) de 1824 (batalla de Ayacucho, de significado simbólico
pero sin la incidencia que la historia tradicional le había venido concediendo),
a la de 1828, verdadera partida de defunción de la Carrera de Indias, que según subraya acertadamente el autor: «ne fut officiellement abolie, comme l’a
rigoureusement démontré Marina Alfonso Mola dans un article publié en 2005,
qu’en 1828 avec la suppression des décrets du comercio libre» (p. XV).
El texto, en esta versión definitiva como libro, se apoya en una considerable masa de documentación original, extraída de numerosos archivos españoles y franceses: Archives Nationales, Archives du Ministère des Affaires
Étrangères, Centre des Archives diplomatiques (Nantes), de un lado, y Archivo
General de Indias (especialmente las «naturalezas» concedidas a extranjeros
depositadas en la sección de Indiferente General), Archivos Provincial y Municipal de Cádiz, de otra parte. En este aspecto, hay que resaltar de modo especial
la utilización de los protocolos de diversas notarías gaditanas (para los años
bien elegidos de 1778, 1785, 1796, 1800, 1815 y 1825), así como de la copiosa
información consular, lo que permite obtener una imagen muy viva de la es-
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
tructura de la colonia mercantil gaditana y de los comportamientos sociales de
las familias de comerciantes instaladas en Cádiz a fines del Antiguo Régimen.
A todo ello debe añadirse un vasto conocimiento de la bibliografía y del estado
de la cuestión de la temática abordada.
Resulta asimismo muy convincente la ordenación del material consultado. Así, el primer capítulo se presenta como una amplia introducción a la
trayectoria comercial de la plaza de Cádiz entre las fechas consideradas. Trayectoria dividida en tres etapas: la expansión de una ciudad bien inserta en el
sistema atlántico español que ve aumentar sus potencialidades por el decreto
de libre comercio (que privaba a la ciudad del monopolio, pero seguía dejando
en sus manos las tres cuartas partes de unos intercambios en rápido crecimiento), la crisis de la Carrera de Indias presente desde 1796-1797 a causa de la
guerra con Inglaterra y de la independencia de las distintas regiones del imperio español en América y, finalmente, la modesta recuperación tras el fin de
la intervención napoleónica y, más tarde, después de 1830, fecha ya fuera de
los límites cronológicos marcados por el autor. Naturalmente, el análisis de la
coyuntura coincide con el realizado por otros especialistas, del mismo modo
que las consecuencias señaladas para los negociantes franceses se asemejan notablemente (con sus naturales particularidades) a las experimentadas por otras
colonias extranjeras establecidas en la bahía gaditana e incluso por la totalidad
del cuerpo comercial de Cádiz.
Los capítulos segundo, tercero y cuarto (el corazón de la historia económica desplegada en el libro) trasladan esta evolución económica de la ciudad
gaditana a la colonia mercantil francesa, que se comporta dentro de esta fluctuante coyuntura de una manera que le es propia. Así, los años de prosperidad
ven el auge del negocio francés en sus distintas vertientes: comercio de exportación y de importación (pesos fuertes y productos coloniales), operaciones financieras, consignación de buques (más que armamento) y suscripción
de seguros marítimos. Con el resultado habitual de unos beneficios «honnêtes
et réguliers». Sin embargo, este enriquecimiento conseguido en la etapa expansiva de 1778-1796 se verá comprometido por la crisis general desatada a
partir de 1796 a causa del inicio de un largo ciclo de conflictos bélicos que
desarticulan el tráfico marítimo, produciendo una contracción general de la
actividad económica francesa: los intercambios, las operaciones bancarias, los
seguros marítimos. A las razones que afectan al conjunto del negocio de Cádiz,
se suman en el caso francés las consecuencias del paréntesis revolucionario de
1791-1795 (que representa un hundimiento brutal de las transacciones aunque
solo por una temporada), en espera de la guerra de Inglaterra (a partir de 1797)
y de la intervención napoleónica en España, que según Bartolomei supone la
aniquilación de la presencia mercantil francesa en Cádiz entre 1808 y 1815. Y,
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no obstante este «anéantissement», todavía se puede percibir una última etapa
caracterizada por la reconstrucción a partir de 1815 y después, finalmente, por
la agonía de la colonia francesa.
El capítulo cuarto se dedica especialmente a la estrategia de adaptación
del negocio galo a esta prolongada época de crisis (especialmente entre 1797
y 1808), que se analiza perfectamente: es el momento del corso (¿algo más
que un mal menor?, se pregunta el autor), la continuidad y al mismo tiempo
la reorientación de las transacciones financieras y el recurso sistemático a la
inversión en la deuda pública emitida por las autoridades españolas a causa
de la penuria de las arcas estatales (los vales reales) y a la participación en las
operaciones del mismo tipo y misma causa (la desamortización de Godoy). El
balance económico fue el lógico en un tiempo de dificultades: si la compañía
Rivet aparece como un logro indudable a pesar de la crisis, las demás sociedades solo salvaron la situación a medias con unos resultados que en su conjunto
pueden caracterizarse, siguiendo al autor, como «beaucoup plus décevants»,
decepcionantes con beneficios a la baja o engañosos.
Posteriormente a esta época de adaptación, la llamada guerra de la Independencia, crisis bélica que, acentuando la permanente interrupción del tráfico
y convirtiendo a los franceses de aliados en enemigos, parece conducir a la
colonia mercantil a su práctica desaparición, aunque, como ya se ha señalado,
este eclipse no deviene definitivo en este carrusel de altibajos que Bartolomei
analiza con los necesarios pormenores. Y ello a pesar de las medidas represivas
sistemáticamente adoptadas contra los residentes franceses, y no solo con los
establecidos en Cádiz. Como señala en el prefacio Gérard Chastagnaret, el bien
conocido y reconocido hispanista que dirigiera la tesis: «À partir de l’hiver
1808-1809 s’ouvre le temps des confiscations, des représailles, avec l’épisode,
ignoré jusqu’ici, d’internements de plusieurs centaines de civils français sur
des navires démâtés dans la baie de Cadix, ces sinistres pontones que l’on avait
cru réservés aux marins de l’escadre française» (p. XI).
En sentido contrario, ni siquiera el relevo generacional y la conclusión
de la guerra llegan a permitir la recuperación de su antiguo papel por parte
del comercio francés. Un comercio que estuvo en sus mejores momentos muy
vinculado a las transacciones con la América española (especialmente a sus
retornos en metálico y a los productos coloniales de alta cotización en el mercado europeo), por lo que, si ya las alternativas generadas por la crisis se revelaron insuficientes, ahora no pudo resistir los fenómenos concomitantes de la
desestructuración de la Carrera de Indias y la independencia de las repúblicas
surgidas en el Nuevo Mundo.
En este rápido recorrido puede verse, por tanto, una exposición extremadamente lógica y coherente de la trayectoria de la colonia mercantil francesa
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de Cádiz. El texto acierta en el paralelismo entre la suerte de la plaza de Cádiz
y el destino de los mercaderes franceses en ella instalados, y no vacila en la
identificación de cada fecha clave: 1796 (fin del ciclo expansivo), 1805-1808
(sima de la recesión tras el paréntesis de la paz de Amiens, batalla de Trafalgar como símbolo del cambio definitivo de la situación e inicio de la llamada
guerra de la Independencia), 1820 (pérdida del imperio americano y fin de las
llegadas de metal precioso, clave de bóveda del sistema comercial hispano) y
1828, abolición definitiva de la Carrera de Indias.
El capítulo quinto y último, tratado por el autor con especial mimo y
riqueza de matices, analiza la caracterización de la colonia mercantil francesa
en Cádiz, concluyendo en la existencia de un «arraigo sin integración». Una expresión sobre la que hay que reflexionar para captar su preciso y a la vez complejo sentido, ya que las actitudes no fueron siempre las mismas, sino que variaron al compás de los acontecimientos y de las desgracias que fueron cayendo
sobre los miembros de la colonia, algunas de ellas diferentes para cada uno de
los componentes del colectivo pero la mayoría de las mismas compartidas por
el conjunto de la comunidad, como ya se ha indicado. La tesis fundamental
defendida por Bartolomei es que el apego a la ciudad se produce lógicamente
como consecuencia de la instalación personal o familiar pero sobre todo del
establecimiento profesional de los mercaderes. Si en general la permanencia en
Cádiz fue vista más como una exigencia que como una libre elección, la crisis
de 1797 obró a favor de integrarse más sólidamente, de fundar familias, de
olvidarse de la idea del regreso al país natal, aunque (y en esto también ponen
todo su énfasis tanto el autor como el prologuista) el apego a la vieja patria,
al estatuto de «francés», a la identidad francesa, significó siempre un factor
determinante en la cohesión frente al exterior de la colonia instalada en Cádiz.
Hay que subrayar asimismo la riqueza de la información ofrecida al margen del cuerpo principal del discurso. Información que es en su mayor parte
de índole económica: redes comerciales, volumen del negocio, dimensiones
de las compañías, diversificación de las operaciones, diversificación de las inversiones, adquisición de rentas y de inmuebles rústicos y urbanos, inversión
industrial, incluso relevancia y composición del gasto suntuario... Pero también
de índole social: los gestos que distinguen el simple apego al lugar basado en
la costumbre o la opción más deliberada de la integración plena en la comunidad ciudadana, los testimonios que demuestran la profunda solidaridad en el
interior de la «nación francesa», las apreciaciones sobre el nivel de vida y de
consideración social en los momentos de auge, los elementos que inspiran los
debates familiares a la hora de decidir entre la permanencia o el exilio en los
momentos de crisis… A todo lo cual debe sumarse la abundancia de los datos
incluidos en los anexos, que no deben ser en absoluto minusvalorados o desa-
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tendidos, puesto que incluyen desde el estado general del comercio francés de
Cádiz (para el año 1785, es decir en pleno momento de auge) hasta diversos
documentos enumerando a la totalidad de los mercaderes franceses de la ciudad en diversas fechas dentro de la cronología aquí considerada.
No hemos podido avanzar objeciones dignas de mención a una construcción de bases tan firmes y de argumentaciones tan bien fundamentadas. Aunque siempre se puede ir más allá aportando más documentación o consultando
más bibliografía (como siempre se puede echar de menos algún testimonio de
la época o algún título que permita ampliar el debate), la identificación de más
de un millar de comerciantes y la alta representatividad de la muestra analizada
permiten aceptar sus resultados como muy significativos y el estudio en su
conjunto como una aportación sustancial a la temática abordada, la evolución
de la colonia mercantil francesa en Cádiz, cuyos fundamentos económicos y
comportamientos sociales se analizan con acierto y cuyo destino colectivo se
ritma al compás del destino de la propia ciudad, que camina desde su máximo
esplendor hasta su manifiesta decadencia en este medio siglo de historia.
En suma, un libro que enriquece significativamente nuestros conocimientos sobre los mercaderes de Cádiz y sobre su vinculación a la Carrera de Indias,
así como sobre la resistencia a la progresiva destrucción de su mundo comercial en las postrimerías del Antiguo Régimen, un proceso que forma parte de la
metamorfosis del papel del puerto de Cádiz en una coyuntura que acaba significando el fin de una época. En lo que respecta a su objetivo principal, el libro
nos permite obtener una visión de conjunto que el autor subraya de una manera
muy gráfica con la contundencia propia de las conclusiones: los negociantes
estudiados en sus páginas «sortirent finalement de l’histoire par la petite porte
après avoir écrit l’une des plus belles pages des négoces maritimes français au
XVIIIe siècle» (p. 307).—CARLOS MARTÍNEZ SHAW, UNED / RAH.
Castañeda de la Paz, María, Verdades y mentiras en torno a don Diego
de Mendoza Austria Moctezuma, México, UNAM-Instituto de
Investigaciones Antropológicas / Universidad Intercultural del Estado de
Hidalgo / El Colegio Mexiquense, 2017, 426 pp.
En el año de 2013 la prolífica historiadora María Castañeda de la Paz,
sevillana avecindada en México, publicó su importante libro Conflictos y alianzas en tiempos de cambio: Azcapotzalco, Tlacopan, Tenochtitlan y Tlatelolco
(siglos XII-XVI), producto de sus investigaciones realizadas desde 2004 en el
Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, sobre la interacción
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de las historias de estos cuatro importantes señoríos nahuas de la cuenca de
México, antes y después de la conquista española, marcados los cuatro por su
común ascendencia tepaneca, lo cual es una novedad en el caso de Tenochtitlan, pues la historiografía había destacado la ascendencia colhua (tolteca) de
los gobernantes tenochcas, siguiendo de manera acrítica la reescritura tenochca
de su historia, tras la derrota de Azcapotzalco, la capital tepaneca, en 1428.
Los mexicas tenochcas se impusieron sobre Tetzcoco en 1431 y en 1440, para
imponer su lugar dominante en la Triple Alianza; derrotaron a Tlatelolco en
1473; trasladaron la capital tepaneca de Azcapotzalco a Tlacopan, cuyo linaje
gobernante procuraron mexicanizar; establecieron en Azcapotzalco la parcialidad mexica de Mexicapan; y procuraron en todo silenciar la historiografía
azcapotzalca. Esta historia negada, esta «visión de los vencidos» (para retomar
nuevamente la expresión de Miguel León-Portilla) es la que Castañeda de la
Paz buscó restituir. Y al estudiar la imbricación de las historias familiares y
políticas de estos cuatro señoríos tras la conquista española, se dio cuenta de
la desesperante complejidad de las abundantes fuentes judiciales vinculadas
a ellos, y que las fuentes tardías eran copias poco rigurosas, alteradas y aun
falsificadas.
Esto lo vio al tratar de sacar en claro los datos sobre uno de los personajes
tratados en el libro, don Diego de Mendoza, gobernador indio de la parcialidad
de Tlatelolco de la ciudad de México entre 1549 y 1561, cuando fue desposeído
de su cargo poco antes de fallecer en 1562. Sobre él hay muchísimos documentos, pero pronto Castañeda de la Paz vio que casi todo lo que incluyen los documentos de los siglos XVII y XVIII es invención, y que en realidad muy poco
sabemos sobre don Diego, si nos atenemos a los documentos del siglo XVI.
Para llegar al fondo de la situación, la autora emprendió un amplio y detallado estudio histórico y filológico sobre la documentación escrita y pintada
sobre el gobernador tlatelolca, lo cual le permitió articular un conocimiento
crítico de la documentación tardía, que había confundido durante décadas a los
historiadores. Y al emprender ese camino, construyó este libro complejo, riguroso y rico, no pequeño —hermano en tamaño y formato de su antecedente, el
citado Conflictos y alianzas en tiempos de cambio—, que da luz y claridad no
solo sobre el corpus vinculado a don Diego de Mendoza, sino sobre el conjunto
de la producción de pictografías y documentos indígenas en los siglos XVII y
XVIII en varias regiones de la Nueva España.
La propia Castañeda de la Paz reconstruye los antecedentes historiográficos de su aporte. Robert H. Barlow (1918-1951), en su participación en el
proyecto «Tlatelolco a través de los tiempos», dirigido por Pablo Martínez del
Río (1892-1963), al investigar las listas de los gobernadores indios de Tlatelolco durante el siglo XVI, se refirió por primera vez a don Diego de Mendoza
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en 1944 y 1945. Barlow inició el acopio de documentos, que reunió de manera
un tanto acrítica, aun advirtiendo sus dificultades, aunque creyó establecer su
nombre completo: Diego de Mendoza de Austria Motecçuma Huitznahuatlailotlac Imayantzin, y aceptó que era hijo de Cuauhtémoc (1496-1525). Agrego
que también presentó las fuentes de manera acrítica Rafael García Granados
(1893-1955), en el tomo III de su valioso Diccionario biográfico de Historia
Antigua de Méjico, de 1953, sobre «Indios cristianos». Y poco después, continúa Castañeda de la Paz, Guillermo S. Fernández de Recas (1894-1965), en
su compilación sobre Cacicazgos y nobiliario indígena de la Nueva España,
de 1961, publicó pinturas y documentos presentados por diversas familias que
se decían descendientes de don Diego de Mendoza. Posteriormente, en 1989
y 1998, Stephanie Wood formuló la hipótesis de que estas pinturas, escudos
de armas, cédulas y testamentos pudieron haber sido hechos por don Diego
García, un arriero que se familiarizó con las necesidades de los pueblos y comenzó a elaborar títulos primordiales y códices Techialoyan a petición de diversos pueblos y personajes. Y más recientemente, en 2005, Rebeca López
Mora estudió la masa de documentos alfabéticos sobre don Diego de Mendoza
que resguarda el Archivo General de la Nación de México, y aunque aceptó
la hipótesis de Stephanie Wood sobre la autoría de don Diego García de los
documentos pictográficos, no vio su mano en los documentos alfabéticos, que
dio básicamente por buenos, pese a reconocer sus dificultades. Sin embargo,
destaca Castañeda de la Paz, el mérito de López Mora es haber reconocido el
vínculo de unos descendientes de don Diego de Mendoza con algunas familias
del actual Estado de Hidalgo.
A partir de aquí comenzó a trabajar María Castañeda, y pronto confirmó
que toda la documentación tardía sobre don Diego de Mendoza es inconsistente
e inaceptable: no se le dieron a él los escudos de armas ni las cédulas que se
le asociaban, son apócrifos los apellidos de Austria y Moctezuma, no se sabe
de su participación destacada en la conquista de los chichimecas. Así pensó la
autora su investigación: estudiar primero la vida de don Diego de Mendoza,
con documentos bien certificados, para enseguida seguir la línea de sus descendientes hasta llegar a las circunstancias de la elaboración de los documentos
apócrifos tardíos.
Organizó su libro en cuatro capítulos, además de la introducción, la conclusión y los ricos y muy valiosos apéndices de mapas, de cuadros y de documentos. El primer capítulo se concentra en la figura de don Diego de Mendoza,
y para ello esboza una historia de Tlatelolco y su linaje gobernante antes y después de la conquista española (espero que continúe esta investigación tlatelolca,
porque muy poco se sabe), y de cómo con el gobierno de don Diego se restituyó
el antiguo linaje tlatelolca interrumpido. El nombre de Mendoza es posible que
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se lo haya dado el propio virrey don Antonio de Mendoza (1494-1552). No sabemos cuáles fueron las circunstancias, acaso aparatosas, que condujeron a que
don Diego fuera desposeído de su gobierno en 1561, un año antes de fallecer.
Sabemos que tuvo tres hijos, de los cuales dos, don Baltasar y don Melchor,
ocuparon cargos de gobernador en Tlatelolco, mientras que don Gaspar falleció
sin descendencia. Para asegurar la unidad de sus tierras y el sustento de sus descendientes, don Diego de Mendoza fundó un cacicazgo, que quedó a nombre de
don Baltasar y sus descendientes. Varias de ellas fueron mujeres y mantuvieron
relaciones amistosas con los descendientes de don Melchor, hasta fines del siglo XVII, cuando comenzó la discordia. Entonces fue necesario sacar copias de
documentos del cacicazgo y algunos cayeron en manos de unas familias otomís
del actual Estado de Hidalgo, que los usaron para intentar probar que ellos eran
descendientes de don Diego de Mendoza y que les correspondían beneficios del
cacicazgo (lo estudia Castañeda de la Paz en el capítulo segundo). Una de estas
familias era la de don Roque García y su esposa doña Magdalena de Morales,
que comenzaron a copiar y alterar documentos antiguos y le enseñaron este redituable negocio y oficio a su hijo don Diego García, que, con el apoyo de don
Diego Luis Moctezuma (homónimo de un nieto de Moctezuma así llamado),
fundó un taller en la ciudad de México —en el barrio de Atzacoalco, el más
prestigioso de la ciudad— para elaborar y falsificar documentos, que finalmente fue allanado y clausurado en 1704. Pero para entonces otra familia de caciques, la de los Tovar y Mendoza, también se decían descendientes del tlatelolca
don Diego de Mendoza.
El tercer capítulo se dedica a un minucioso análisis histórico y filológico
de varios documentos del amplio cuerpo documental del cacicazgo de don Diego de Mendoza, que resultaron inconsistentes y falsos, y obra del taller de don
Diego García. Y en el capítulo cuarto, analiza los documentos pictográficos
relacionados elaborados por don Diego García, muchos de ellos, pero no todos,
relacionados con el tlatelolca don Diego de Mendoza: los códices del Grupo
Ixhuatepec, el Códice Azcatitlan, las Ordenanzas de Cuauhtémoc, las Genealogías de la familia Mendoza y Moctezuma, el Códice Techialoyan García Granados. Así vemos que muchos códices que se creían del siglo XVI y tanto han
confundido a los historiadores, en realidad son hechuras del siglo XVIII, como
bien lo anticiparon las investigaciones de Stephanie Wood. Se dio, enfatizó
Castañeda de la Paz, un verdadero «resurgir del antiguo arte de la tlacuilolli
(pintura y escritura)» a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII en el taller
de don Diego García, donde conservaba muchos códices y documentos, originales y copias (verdaderas y falsas), para que sirvieran de materiales para que
sus hábiles escribientes y pintores los copiaran y alteraran, en papel amate para
dar pátina de antiguo, de acuerdo con las necesidades de los pueblos o perso-
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nas que los solicitaban: títulos primordiales, códices Techialoyan, escudos de
armas, reales cédulas, genealogías, y hasta acaso también códices testerianos.
Es interesante que las modalidades de la falsificación sean semejantes en el
caso de los documentos alfabéticos y de los pictográficos, pues ambos partían
de documentos previos, que Castañeda de la Paz se propuso identificar, con
gran erudición.
María Castañeda comenzó tratando de aclarar la verdadera biografía del
tlatelolca don Diego de Mendoza y acabó encontrando no solo las modalidades
de la falsificación de los documentos alfabéticos y pictográficos tardíos sobre
él, sino una clave para la comprensión de muchos otros documentos tardíos en
toda la Nueva España, indios, pero también españoles, que habrá que ver con
nuevos ojos. Es el caso de los códices Techialoyan, que se habían asociado
con las composiciones de 1643, que obligaron a las haciendas y a los pueblos
a exhibir sus títulos de tierras. Pero Castañeda de la Paz destacó que, aunque
la tierra es importante en los Techialoyan, sus datos no son muy precisos y de
hecho no se sabe que hayan sido utilizados por los pueblos para dar respuesta a
la necesidad de «componerse» con la Corona. Primero se hicieron los códices,
que fueron resguardados como un tesoro por las autoridades de los pueblos, y
fueron agarrando importancia, significado, valor y aun sacralidad para la gente
del pueblo, y tal vez décadas después de hechos es que pudieron ser presentados ante tribunales españoles en pleitos de diferente naturaleza. Entonces, si
entendí bien, los códices Techialoyan se produjeron porque hubo alguien, don
Diego García, que aprendió a hacerlos y a hacerlos bien, y muchos pueblos se
interesaron y compraron algunos de los ya hechos y pidieron la fabricación de
otros, con datos más específicos sobre su pueblo que querían resaltar. Este es el
chiste, el atractivo, la garra, de los estudios históricos, que una vez empezados,
nunca sabemos a dónde nos pueden llevar.—RODRIGO MARTÍNEZ BARACS, Dirección de Estudios Históricos, INAH.
Gayol, Víctor (edición anotada y estudio introductorio), El costo del gobierno
y la justicia. Aranceles para tribunales, juzgados, oficinas de justicia,
gobierno y real hacienda de la Corte de México y lugares foráneos (16991784), Zamora, El Colegio de Michoacán, 2017, 528 pp.
A lo largo de los últimos años, Víctor Gayol ha sido uno de los estudiosos
que más han contribuido al conocimiento del aparato del poder político de la
monarquía en Indias, de las instituciones de gobierno y justicia en la América
española, liderando una corriente historiográfica de señalada importancia para
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la historiografía novohispana. Con la edición, o mejor dicho la transcripción
con notas explicativas, de este corpus documental, debidamente acompañado
de un glosario, da a conocer tres colecciones de aranceles para el cobro de varios juzgados, tribunales y oficinas de la Audiencia de México. Advierte que
estos aranceles, que se expresaron en diversos tipos de unidades monetarias
tanto reales como de cálculo, encuentran su origen a lo largo del período colonial. Fueron obra de oidores y fiscales de acuerdo a reales cédulas y siguieron
vigentes hasta principios del siglo XIX: los Reales Aranceles de los ministros
de la Real Audiencia (formados a finales del siglo XVII e impresos en 1727);
los Aranceles para tribunales, juzgados y oficinas de esta corte (a partir de
1738); y los Aranceles para gobernadores, corregidores, alcaldes mayores,
alguaciles mayores, sus tenientes, contadores de menores, abogados, escribanos y demás ministros subalternos de los lugares foráneos sujetos a la gobernación de esta Real Audiencia de México (impresos en 1784). De acuerdo con
una tradición propia del México independiente, algunos fueron recopilados por
editores anónimos y sirvieron de base para determinar la tasación de derechos
en tribunales nacionales.
Bien es sabido que este tipo de fuente, muy precisa en su elaboración, no
solo encierra informaciones de tipo fiscal sino también datos de sumo interés
para la historia de la vida social, económica e incluso el «intríngulis de la vida
cotidiana», dicho de otra forma, la historia socio-cultural. No se limita a reflejar el manejo a diario de los reglamentos fiscales o la aplicación de leyes por
los agentes del oficio público, circunstancia que el autor no deja de señalar en
su presentación al recordar sus primeros pasos por los distintos juzgados que
conforman «laberintos de justicia», como tituló su tesis doctoral publicada en
2007. Más allá del enfoque descriptivo y no siempre analítico que prevaleció en
la mayoría de los trabajos dedicados a la administración indiana (con notable
excepción de los estudios prosopográficos), insiste asimismo en la «interconexión» de los aranceles y por lo tanto de los oficiales públicos —ya se trate
del superior gobierno o de los juzgados—, y en el papel de las autoridades en
este aspecto. Así, se interesa en la actuación de los togados de la Audiencia
de México, del real acuerdo (oidores y la autoridad suprema, el virrey), de los
fiscales de lo civil y, para el periodo de las reformas borbónicas, del regente y
del fiscal de hacienda, junto a otros ministros de rango subalterno y oficiales
(alcaldes, contadores, procuradores, escribanos reales, etc.).
En esta perspectiva, se adentra también en temas como la corrupción o la
venalidad, mejor conocidos ahora gracias a un buen número de trabajos realizados, y en otros más olvidados como la retribución de los oficiales públicos y
la misma naturaleza del oficio público confrontado a las veleidades reformistas de la Corona, su régimen jurídico, e incluso la «extendida cultura del uso
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público por los particulares» (en términos de beneficio personal y concepción
patrimonialista de los oficios, que los reformadores buscaron erradicar en una
búsqueda ilusoria de la separación nítida de lo público y lo privado). La retribución de los oficiales públicos y los estipendios del más sencillo amanuense, especialmente los aranceles que regulan la tasación de derechos, permite apreciar
«el peso que tenía para los súbditos del rey el mantenimiento de dicho aparato»
(de gobierno) y de una justicia cara por naturaleza para el litigante, salvo casos especiales (pleitos de indios o de comunidades religiosas mendicantes, por
ejemplo), pese a la participación del real erario. Aunque no todos los oficios
fueron enajenados ni, por lo tanto, considerados «vendibles y renunciables»
(caso de los oficios con jurisdicción) y tampoco fueron objeto de una «composición», se fue conformando «una especie de estructura de negocio privado,
la oficina», manejada por el propietario del oficio. Es precisamente este fenómeno de patrimonialización del oficio lo que el editor de este libro relaciona
con los mecanismos de retribución. Esta se asentó en un salario fijo procedente
del real erario o de las arcas municipales, mediante la percepción de derechos
complementarios, o también se les cobró directamente a los súbditos. De ahí
las tensiones generadas entre los oficiales públicos y la Corona. Ahora bien,
Gayol puntualiza que no hay una correspondencia estricta entre los oficios enajenados y los oficios arancelados, y recalca la complejidad del régimen jurídico
de los mismos. Unos estatutos mixtos aparecen también, como en el caso de los
regidores perpetuos de cabildos de ciudades y villas, oficios enajenados aunque
con un salario menor y sin la posibilidad de recibir derechos arancelarios, lo
que los llevó a adquirir otros oficios mejor remunerados.
Ofrece asimismo un recorrido a través de la historia de la regulación
de los aranceles, de los distintos corpus jurídicos que fundan esa normativa
bajomedieval, así como de las reales cédulas expedidas para las Indias, vertidas a continuación en la Recopilación de Leyes de Indias, y de autos más
específicos referentes a Nueva España. Muestra cómo los aranceles novohispanos del siglo XVIII, tal como aparecen en los documentos aquí transcritos,
obedecen a varios proyectos —y por lo tanto colecciones— distintos, formados a partir de finales del siglo XVII por oidores de la Audiencia de México
—especialmente Miguel Calderón de la Barca y Baltasar de Tovar (aranceles
impresos en 1699)—, o a raíz de la visita general de Juan de Palafox y Pedro
Gálvez, retomados por el virrey marqués de Casafuerte, el virrey marqués de
las Amarillas y luego por el regente de la Audiencia, Vicente de Herrera y
Rivero. También habría que mencionar en este aspecto los aranceles publicados durante el gobierno del virrey Matías de Gálvez. Gayol destaca asimismo
las estrechas relaciones que se establecieron entre las élites, los ministros
togados y los subalternos, o sea los oficiales menores. La Junta de Aranceles
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
de 1738 constituiría otro capítulo de la difícil gestión que les correspondió
a los virreyes, al coincidir en los años siguientes con la reforma de la Audiencia. La mayoría de los aranceles compuestos en las décadas de 1740 y
1750 fueron publicados como bandos antes de la recopilación del marqués
de las Amarillas, siendo uno de los primeros el del contador de menores y
albaceazgos de la Ciudad de México, seguido por los oficios de chanciller y
registrador de la Audiencia, receptores, procuradores, tasador y porteros, relatores de la Audiencia y sala del crimen, escribanos de cámara, o alguaciles
mayores. El segundo regente de la Audiencia, Vicente de Herrera, completaría
esta recopilación, acelerando el proceso de reformas con vistas a un mejor
funcionamiento del tribunal.
El estudio introductorio incluye, además, un análisis de los tres grupos de
aranceles, su estructura interna y las actuaciones que se fueron incorporando,
así como de la graduación diferenciada de los derechos de acuerdo con las
circunstancias (y el estatuto de los oficiales, del chanciller a los escribanos de
gobernación y guerra, alcaldes y corregidores), la calidad de las jurisdicciones
(146 en total, 30 de primera clase), seculares o eclesiásticas. Estas diferenciaciones quedan debidamente explicitadas por medio de varios cuadros, que
ponen de relieve los motivos por los que los oidores de la Junta de Aranceles
tasaron los derechos de diversas maneras, incluyendo la provisión de oficios.
Se ve claramente que la principal razón de esta clasificación no fue la distancia
a la capital virreinal sino el beneficio, como se comprueba a todas luces en el
caso de Oaxaca (gracias a la producción de grana cochinilla, algodón y telas,
u otros cultivos y ganados). Aunque también se mencionan privilegios propios
y honoríficos de las jurisdicciones (casos de Guanajuato y de Tlaxcala), destacando el abanico de interpretaciones que propicia semejante información y los
consiguientes aportes al conocimiento del gobierno y de la administración de
justicia en el siglo XVIII novohispano. Gayol insiste, sin embargo, en uno de
los problemas de este tipo de investigación en lo que al siglo XVIII se refiere:
«la arquitectura y el funcionamiento del aparato de gobierno y justicia», dicho
de otra forma, la organización cotidiana de las oficinas de gobierno y de los
tribunales, así como la actuación de los oficiales públicos junto a una lógica
normativa que se enfrenta con redes de poder o configuraciones locales, resaltando las relaciones prácticas entre una sociedad de antiguo régimen y el orden
jurídico trasladado desde la metrópoli en un momento de señalados cambios
institucionales.
Varios índices, anexos y cuadros complementan este trabajo de largo alcance, desde una lista de aranceles de los derechos de oficios públicos hasta
una lista de alcabalas mayores de las tres categorías, las disposiciones incorporadas en la Recopilación de 1660, o las divisiones en clases de curatos y
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doctrinas del arzobispado de México y obispado de Puebla, o un apéndice documental y una bibliografía de interés para el tema. Esta edición anotada y su
acuciosa presentación se insertan por lo tanto en una amplia aunque profusa
historiografía sobre administración indiana, dando a conocer en profundidad el
funcionamiento del aparato de administración y justicia en su vertiente novohispana y ofreciendo al mismo tiempo pistas de investigación novedosas para
la comprensión de la sociedad de ultramar: en pocas palabras, un volumen de
imprescindible consulta para el historiador americanista que se interese por la
fiscalidad indiana, por cuestiones administrativas y del funcionamiento de la
justicia colonial, o por temas relacionados con las sociedades de América.—
FRÉDÉRIQUE LANGUE, IHTP-CNRS.
Hausberger, Bernd, Historia mínima de la globalización temprana, Ciudad de
México, El Colegio de México, 2018, 264 pp.
La aparición del concepto de «globalización» ha propiciado la aparición
de una nueva rama de la ciencia historiográfica que llamamos Historia Global.
Un concepto que admite más de una interpretación (como puede verse en la
excelente obra de Sebastian Conrad, Historia global. Una nueva visión para el
mundo actual, Barcelona, 2017), aunque aquí prefiramos la que ofrece Bernd
Hausberger por parecernos absolutamente válida en su extrema depuración: «la
Historia Global se interesa en las relaciones, interacciones e interdependencias
suprarregionales y transfronterizas de todo tipo que se han dado a lo largo de
los siglos y a escala mundial».
Esta definición exige a nuestro autor la necesidad de superar varias cuestiones previas, entre otras el problema de su periodización. En este sentido estamos de acuerdo con su radical rechazo de las posiciones mantenidas por uno
de los máximos representantes de la nueva especialidad, Christopher Bayly (El
nacimiento del mundo moderno, 1790-1914, Madrid, 2010), quien dominado
de un vértigo clasificatorio propone tres fases: la globalización arcaica, desde
el pasado remoto hasta 1750, la protoglobalización observable en torno a 1850
y la globalización actual o poscolonial. Un esquema que al menos es criticable
(a juicio de Hausberger, que compartimos) desde un triple punto de vista: meter
en el agujero negro del arcaísmo todos los desarrollos de la llamada primera
expansión europea o época de los descubrimientos, ignorar casi por completo
el papel de la expansión ibérica y de la propia Iberoamérica en el proceso de
globalización, y otorgar un protagonismo a todas luces abusivo a la acción de
los anglosajones, quienes naturalmente reaccionan convirtiendo este aberrante
punto de vista en el paradigma definitivo.
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
Y aún falta lo mejor. ¿Cómo hablar de globalización (que viene de «globo») en los tiempos anteriores al conocimiento del globo? Solo cuando han
llegado a conectarse todas las partes del planeta puede activarse el concepto.
De este modo, Hausberger propone reservar el concepto de globalización para
la época que se extiende entre el final de la Edad Media y el comienzo de los
tiempos modernos. No podemos estar más de acuerdo, ya que Carlos Martínez
Shaw y yo misma hemos defendido en diversos foros el valor simbólico, para
señalar un posible «inicio» de la globalización, del periodo de treinta años que
va de 1492 a 1522 (desde el descubrimiento de América por Colón hasta el
regreso de la expedición Magallanes-Elcano tras la primera circunnavegación).
No en vano el escudo concedido por Carlos V a Juan Sebastián Elcano era un
globo terráqueo con el lema Primus circumdedisti me. Por primera vez se podía
hablar de la conexión de los diversos mundos, de la aparición de un solo mundo interconectado. Finalmente, para no dejar ningún cabo suelto, Hausberger
coloca en el último extremo de esta cronología la fecha de 1571, que inaugura
la ruta del comercio transpacífico entre China, las Filipinas y Nueva España, la
que —con la conquista del archipiélago por Miguel López de Legazpi y el descubrimiento del tornaviaje por Felipe de Salcedo y Andrés de Urdaneta— hace
realidad las virtualidades contenidas en los hallazgos anteriores. Una observación muy oportuna y una ocasión propicia para abrir un nuevo debate: el de los
caminos y los destinos de la plata.
En efecto, la primera globalización no se entiende sin la producción y movilización del combustible monetario esencial para los intercambios, la plata
«española» (es decir mexicana y, en menor grado, peruana), hasta el punto de
que hemos podido defender en varios trabajos que el precioso metal fue el auténtico catalizador de este fenómeno. Aunque Hausberger se refiere a la plata y
sus circuitos en diversas ocasiones, sin embargo no desarrolla por extenso este
hecho, que es vital para poner el necesario cierre a su impecable panorámica de
este momento histórico.
La plata recorrió diversos caminos desde los centros productores mexicanos y peruanos hasta sus diversos destinos. Desde el inicio, el destino principal
fue la ciudad de Sevilla (sustituida por Cádiz en el siglo XVIII). Ahora bien,
desde 1573 se inauguró una nueva ruta, la llamada del Galeón de Manila, que
permitió el comercio transpacífico entre el puerto novohispano de Acapulco
y la capital filipina, basado en la compra de productos orientales con la plata
mexicana. Al mismo tiempo, los metales preciosos llegados a Sevilla viajaban
hacia Europa para pagar a los proveedores de las flotas y a los ejércitos imperiales. Más aún, después del viaje desde México y Perú a Sevilla y Manila,
una parte de la plata alcanzaba su destino final en las arcas públicas y privadas
de China, llegando a Asia por la ruta del Cabo de Buena Esperanza (en barcos
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portugueses, ingleses y neerlandeses y, más tarde, de otras potencias), a través
del Imperio Otomano y desde el Báltico a través de Polonia-Lituania, Rusia y
Persia. Es decir, la plata «española» fue drenada por todos los caminos hasta el
Extremo Oriente para morir en el Imperio del Medio, permitiendo así la existencia del primer tráfico auténticamente global de la historia.
Una vez abordadas (y solventadas con mucho tino) las principales cuestiones controvertidas en torno al concepto de primera o temprana globalización, el
autor nos ofrece una excelente y bien fundamentada historia universal de los tiempos modernos desde el punto de vista de su concepción de la Historia Global, con
una atención prácticamente exhaustiva y exquisitamente ponderada a los distintos
fenómenos que afectaron a los distintos mundos ya interconectados. Con una leve
introducción a la asimétrica difusión del conocimiento mutuo de esos mundos,
que le permite criticar de nuevo (y con razón) los planteamientos de Bayly sobre
el momento de la toma de conciencia universal de la aparición de un mundo nuevo (para él, en torno a 1750, con una clara minusvaloración de los numerosos testimonios de los autores del Renacimiento, de los sabios de la revolución científica
o de los cosmopolitas y enciclopédicos militantes de la Ilustración). Y también
rechazar algunas disparatadas afirmaciones de Jürgen Oesterhammel (La transformación del mundo. Una historia global del siglo XIX, Barcelona, 2015), con
una fina ironía que no nos resistimos a transcribir: «Las navegaciones de Colón o
Vasco da Gama fueron de una trascendencia enormemente mayor que la llegada
de James Cook a Tahití, Nueva Zelanda y Australia en 1769-1770, sin hablar del
descubrimiento deportivo del Polo Sur por parte de Roald Amundsen en 1911».
Sin poder dar cuenta en estas páginas de la gran riqueza de las temáticas tratadas (con extremado rigor) a lo largo del libro, nos ceñiremos a su propia (y apropiada) división de los principales factores que intervienen en esta globalización
temprana. En primer lugar, considera a los imperios como «actores centrales» del
proceso, pese a algunas fragilidades, ya que resultan construcciones inestables y
con inevitable tendencia a la entropía, a su propia desintegración, aunque dejaron
como legado elementos de derecho, idiomas y religiones (en ocasiones bajo la
forma de sincretismos culturales creando una nueva realidad) que han tenido en
muchos casos larga vida. De todas formas, estos imperios (de los que se ofrece
una más que solvente aunque sucinta panorámica) convivieron con otros estados
que mantuvieron una historia sustantiva al margen de la acción de los visitantes
venidos de fuera (a los que además consiguieron expulsar en algunos casos), de
modo que si no es posible hablar de Iberoamérica sin hablar de la colonización
española y portuguesa, la acción de los europeos solo afectó epidérmicamente (en
un espacio limitado y durante un corto tiempo) a la organización política o a la
dimensión cultural de los grandes estados asiáticos antes de la segunda mitad del
siglo XVIII.
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
Las religiones universalistas compartieron con las fuerzas imperialistas una
dinámica de expansión. Esta imbricación de intereses imperiales y religiosos se
hizo especialmente patente en la América hispana, donde fue clara la alianza entre
la Cruz y la Corona (al margen de la brillante metáfora), donde el rey de España
era al mismo tiempo una suerte de pontífice máximo en virtud del regio patronato
y donde la religión fue siempre la principal justificación de la ocupación, por delante de cualquier otro de los «justos» títulos esgrimidos. Frente a Oesterhammel,
que considera decepcionantes los frutos obtenidos por la misión española, Hausberger sostiene lo contrario, es decir el éxito cosechado en las Indias españolas
(incluyendo las islas Filipinas) por la acción de la Iglesia católica, aquí justamente
definida como una «organización global». Lo cual no quiere decir que no sea
constatable el retroceso de la evangelización en otras geografías, especialmente
tras el cenit alcanzado por la Compañía de Jesús en torno a 1620, momento en
que es expulsada de Etiopía y de Japón y se inicia con virulencia la famosa controversia de los ritos chinos y malabares, que terminarán en el siglo siguiente con
su salida de China y con la pérdida de su influencia en la India, espacios donde
la misión católica solo conservará (al amparo de Portugal) el establecimiento de
Macao y las comunidades cristianas formadas en torno a Goa.
En tercer lugar, el autor se hace cargo del sector tal vez más conocido y
más insistentemente estudiado de esta globalización temprana, el de los intercambios mercantiles y la división internacional del trabajo. Descartando la potencial influencia de las navegaciones de la China Ming (comandadas por el famoso
almirante Zheng He) y su presencia en el océano Índico (y solo en el Índico,
contrariamente a lo imaginado por el autor de un conocido best seller, que lleva
a la talasocracia china hasta las costas americanas), el libro se ocupa de las transformaciones del espacio comercial producidas por la globalización ibérica, dando
cuenta de la aparición de toda una serie de rutas llamadas a conectar espacios
aislados en amplias regiones del planeta: la Carrera de Indias, a Carreira da Índia,
el Galeón de Manila, la ruta de las compañías ultramarinas europeas por el Cabo
de Buena Esperanza, el comercio triangular entre Europa, África y América, y así
sucesivamente.
Esta interconexión mercantil opera también significativas transformaciones
en la economía industrial, lo que enlaza con una pregunta final sobre la influencia
de la colonización de otros mundos en el despegue de la Revolución Industrial en
Inglaterra. Antes se habían ya producido en Europa otros relevantes fenómenos
como consecuencia de la aparición de los nuevos mundos en el horizonte económico del planeta. En la historiografía de hace unas décadas, la economía de plantación y la protoindustrialización habían sido la respuesta de la Europa occidental
a la crisis del siglo XVII (desatada en realidad por Eric Hobsbawm), pero ahora
parecen requerirse soluciones más sofisticadas como esa discutible «revolución
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industriosa» que, según Jan de Vries, se produce en el Noroeste de Europa. Lo
que sí es cierto, al margen de esas etiquetas tan rápidamente incorporadas a los
debates, es el progresivo aumento del consumo de géneros orientales, primero
solo de lujo, pero luego ya masivamente de productos de inferior calidad, lo que
ha permitido la aparición de numerosos estudios sobre los nuevos patrones de
consumo en la vida cotidiana del viejo continente, dentro de los cuales deben destacarse los que ponen el énfasis en la sustitución de los artículos exóticos por los
géneros locales y, según la expresión afortunada de Maxime Berg, en la «producción imitadora», que puede ser en el futuro uno de los campos de investigación
que nos ofrezcan mayores sorpresas, ya que una parte de esa producción no solo
satisfacía la demanda del público europeo, sino que era transferida a América y
aun a Asia, el solar original de aquellas manufacturas.
Y el apartado termina con la Revolución Industrial en Inglaterra, aportando
algunos datos a un enfoque ya clásico en la literatura historiográfica desde Maurice Dobb en adelante. ¿Fue la Revolución Industrial del siglo XVIII un fenómeno
inmanente a Inglaterra? ¿Bastó el mercado europeo para sostener el consumo
de una producción industrial centuplicada por la máquina de vapor? ¿O hay que
volver a los defensores del papel de la demanda exterior, es decir de los consumidores extraeuropeos, como factor insoslayable por su amplitud para evitar
la saturación de un mercado europeo todavía demasiado limitado? Hausberger
adelanta una respuesta parcial, pero que se puede suscribir sin graves riesgos: «El
mundo fuera de Gran Bretaña puede que haya sido atrasado y arcaico, pero sin
el potencial de compra que representaba, a la incipiente industria inglesa le hubiera resultado difícil mantener su próspero rumbo». Además, «las manufacturas
e industrias se abastecieron de materias primas claves en el exterior». Y, concluyendo, «la industrialización se apoyaba en la creciente vinculación de diferentes
partes del globo: los espacios conectados hasta ese momento no se homogeneizaron y no se industrializaron, pero sin embargo habían desarrollado una fuerza de
compra suficiente como para adquirir los baratos productos industriales ofrecidos
en cantidades cada vez mayores».
El último capítulo se dedica a las transferencias humanas en el mundo globalizado. Al margen del apartado de las emigraciones voluntarias (con una copiosa información obtenida de la ingente bibliografía manejada y plagada de jugosos
ejemplos de la más variada índole), se vuelca sobre la relevante cuestión de la
emigración forzosa de los esclavos africanos. Sin dejar de señalar los rasgos de
inhumana crueldad de la trata negrera, que no por repetidos dejan de causar su
siniestro efecto, el autor se muestra más interesado por la cuantificación de los
desplazados, que hoy puede calcularse para el periodo de 1500 a 1800 en unos
nueve millones de personas, de las cuales más de tres millones fueron mujeres,
aunque la variante de género solo ahora esté encontrando la atención que merece.
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
El volumen se cierra con unas consideraciones finales que igualmente atraen
nuestra atención por sus originales planteamientos. En primer lugar, hay que ser
conscientes de que los descubridores, los soldados, los administradores, los misioneros y los comerciantes europeos fueron los principales agentes y protagonistas de la globalización temprana. ¿Indica esto una visión eurocentrista de la
historia o solo la constatación de una evidencia? En la época moderna fueron los
europeos los que dispusieron de armas primero, de superioridad técnica después,
de un concepto universalista (imperialista) acompañado de una religión sostenida
por un universalismo proselitista y, sobre todo, de plata (esencialmente «española») para garantizar los intercambios y de barcos para transportar los productos a
lo largo de todo el mundo.
Este protagonismo europeo no significa que los estados extraeuropeos, salvo América, no vivieran sus propias historias, en gran parte al margen de las
influencias extranjeras (descartadas en algunos casos explícitamente, como en
el aislacionismo extremo del Japón del sakoku). En cambio, si avanzamos desde
1500 a 1800 la superioridad europea se afirma (crea el «Occidente», como defiende ahora Serge Gruzinski) gracias a una serie de éxitos incontrovertibles: la
Revolución Francesa, el avance del liberalismo, el proceso de secularización, el
predominio político, militar y económico adquirido a lo largo de las tres centurias
anteriores. Una última reflexión: ¿estamos asistiendo al final de esa preponderancia unilateral de Occidente (que pasó de Gran Bretaña a los Estados Unidos) y
regresando a un mundo multipolar, que era el propio de los tiempos de la globalización temprana?
En definitiva, un espléndido libro, fruto de muchas y reposadas lecturas y
de una singular capacidad para reconstruir un periodo plurisecular y un espacio
universal, con el valor añadido de ser una obra jalonada de reflexiones personales
y de miradas críticas hacia autores muy significados en el nacimiento y consolidación de la Historia Global. Y aunque pueda marcar un anticlímax en esta recensión, no quiero dejar de poner en el haber del libro sus magníficos mapas (absolutamente necesarios) y la impagable bibliografía comentada que clausura sus
páginas. Un libro que debe servir para introducirse (y para instalarse) en el ámbito
de la Historia Global. Un libro que no se deja atrás la variable hispanoamericana
que tanto se echa a faltar en las obras organizadas desde una óptica abusivamente
anglosajona, que ignoran (voluntaria o involuntariamente) que hablar de la primera globalización exige hablar de la acción de los ibéricos y de la relevancia de Iberoamérica para tener una visión completa de la historia universal de los tiempos
modernos, pues, si no, no hay historia global, igual que, en un ejemplo conectado,
el padre Antônio Vieira podía decir que sin Angola no había Brasil. Para terminar,
un libro à tout lire.—MARINA ALFONSO MOLA, UNED.
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Ibarra Guitart, Jorge Renato, Cosme de la Torriente, los albores de una época
en Cuba, La Habana, Ediciones Unión, 2017, 208 pp.
La historia diplomática de Cuba es una disciplina que apenas ha sido
transitada por la investigación. Junto a unos cuantos estudios de época o de los
propios integrantes de las legaciones insulares en el exterior (Herminio Portell
Vilá, Historia de Cuba en sus relaciones con los Estados Unidos y España, La
Habana, 1939; Manuel Márquez Sterling, La diplomacia en nuestra historia,
La Habana, 1967), solo hay trabajos referidos a algunos problemas y cronologías específicas. Buen ejemplo reciente de ello son los editados por José M.
Azcona, Israel Escalona y Mónica García Salgado, Relaciones bilaterales España-Cuba (siglo XX) (Madrid, 2019). Otro tema desatendido por la historiografía sobre la isla es el género biográfico, por lo que el libro de Jorge Renato
Ibarra Guitart acerca de Cosme de la Torriente Peraza supone un acercamiento
muy interesante en temática y enfoque a la indagación de su pasado.
Acercamiento es la palabra correcta, pues Cosme de la Torriente, los albores de una época en Cuba tiene de biografía e historia diplomática, pero
es sobre todo una reflexión, combinando ambas ópticas, para un período, el
denominado la República (1902-1959), que se inició en la isla tras el fin de la
intervención de Estados Unidos que siguió a la guerra de independencia contra
España, y acabó con la revolución castrista.
El libro, premio de ensayo 2016 de la Unión de Escritores y Artistas de la
Gran Antilla, se ha concebido como se menciona y en consonancia con la obra
de su autor, historiador político del período republicano de Cuba, que ya había
propuesto incursiones con semejantes métodos para indagar en La mediación
del 33 (La Habana, 1999), con la que intentaron las autoridades de Washington
una conciliación que evitase sucesos rupturistas tras el fin abrupto de la dictadura de Gerardo Machado; El fracaso de los moderados en Cuba (La Habana,
2000), acerca de las alternativas de soluciones reformistas en 1957-1959 frente
a la también dictadura de Fulgencio Batista, contenido igualmente de Sociedad
de Amigos de la República (La Habana, 2003), organización que presidió el
propio Torriente; o Rescate de honor (Santiago de Cuba, 2003), introducción y
compilación de la labor de recuperación y preservación de los restos del asalto
al cuartel de Moncada en 1953. Y a dichos libros se puede añadir también El
tratado anglo-cubano de 1905 (La Habana, 2007), investigación sobre la diplomacia comercial que inmiscuyó a intereses norteamericanos en la firma de un
convenio entre la mayor de la Antillas y Gran Bretaña y con el fin de impedir
que pudiesen afectarles sus condiciones.
Desde las perspectivas indicadas, Ibarra Guitart analiza la figura de Cosme de la Torriente como símbolo de su época y modo de contribuir a mejorar
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el estudio de la misma a través de elementos que difícilmente podrían contemplarse sin esa metodología. El biografiado, nacido en el ingenio Isabel del
Matanzas en el seno de una familia acomodada en 1872, estudió Derecho y fue
coronel del ejército libertador de Cuba en la guerra contra España, 1895-1898,
y luego ocupó diversos cargos de primer orden en el Estado: diplomáticos (en
las embajadas de Madrid y Washington) y gubernamentales (secretario de Estado con dos presidentes distintos, en 1913-1914 y 1933-1934), además de
desempeñar una acción socio-política destacada en la oposición a las dictaduras de Machado y Batista ya mencionadas. La tesis del autor es que la labor
del matancero en el servicio exterior de la República insular fue la que mejor
caracterizó y distinguió su pensamiento y acción, que se manifestó sobre todo
por su sentido práctico, la aceptación del statu quo con el que su tierra había
iniciado su independencia, sujeta a limitaciones de su soberanía impuestas por
la Administración de Estados Unidos, pero con fundamentos en sus fuertes
vínculos económicos con ese país.
El reconocimiento de las circunstancias en las que se desenvolvía Cuba
como nación, según muestra Ibarra Guitart en el pensamiento de Torriente,
debía ser por naturaleza y sin remedio piedra angular para conseguir su desempeño con la máxima autonomía, lo que el autor logra comunicar al lector
poniendo en sintonía ese modo de pensar con la acción práctica. El diplomático
insular fue así figura clave en la inserción de la isla en la Sociedad de Naciones,
en su participación antes en la firma del Tratado de París, o en la renegociación de sus relaciones con Estados Unidos varias veces durante el período de
la República. Y además logra el biografiador conciliar tales ideas con que la
propuesta de Torriente para las difíciles situaciones políticas internas por las
que atravesó la Gran Antilla en la referida etapa fuese igualmente práctica y
conciliadora. De ahí que estuviese a favor de soluciones mediadoras a la crisis
provocada por el derrocamiento de Machado o de un diálogo que permitiese
restablecer el orden democrático tras el golpe de Estado de Batista en 1952.
El personaje no llegaría a saber el desenlace del último de esos hechos, pues
falleció al intensificarse la lucha contra aquel con el desembarco en las costas
insulares de Fidel Castro en el navío Gramma en 1956.
Los albores de una época, frase con la que se subtitula su obra sobre
Torriente, parece querer connotar que la Cuba que el personaje representó fue
prolegómeno de una más auténtica, de la cual es posible rescatar figuras como
la del biografiado por la coherencia de su pensamiento y acción y la honradez
con que ejerció. No es, sin embargo, un favor para el propio trabajo del autor
y la importancia de un período y unos hechos y vivencias la consideración de
mero portal de otros y tal es la principal crítica que puede hacerse al libro, junto
con la falta de una relación de su bibliografía y fuentes y de unas conclusiones
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HISTORIOGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA AMERICANISTAS
que habrían explicitado al lector y a otros investigadores la posición fundamentada de Ibarra Guitart frente a su objeto de estudio y aclarado cuestiones
como la referida o el contraste entre dicha posición y la mantenida por el propio
Torriente en su relato Cuarenta años de mi vida (La Habana, 1939).—ANTONIO
SANTAMARÍA GARCÍA, Instituto de Historia, CSIC.
Irurozqui, Marta, Ciudadanos armados de ley. A propósito de la violencia en
Bolivia, 1839-1875, La Paz, Instituto Francés de Estudios Andinos / Plural
Editores, 2018, 324 pp.
La historiografía americanista de los últimos treinta años ha volcado su
mirada hacia dos temas claramente definidos: el proceso de las independencias
hispanoamericanas (1808-1830, poco más o menos) y el proceso de construcción de repúblicas y naciones, desde el periodo de las independencias y hasta
varias décadas en adelante, según cada país o región observada. Se trata de un
giro histórico en el objeto de análisis que ha presionado hacia estos problemas
ya desde los años finales del siglo pasado. Quizás podríamos asegurar que, a
partir de los inicios del americanismo en el siglo XIX y hasta la década de 1970,
la atención historiográfica sobre América estuvo mayormente enfocada en el
periodo hispano. El cambio en la proporción de intereses tiene que ver con tres
momentos decisivos que dan de lleno en las orientaciones americanistas: los trabajos que revolucionaron los enfoques interpretativos sobre las independencias
(por ejemplo, las obras de John Lynch o François-Xavier Guerra); el reimpulso
institucional y financiero que supuso el fervor del V Centenario; y el auge temático, político e ideológico que las celebraciones del bicentenario de las independencias imprimió en el devenir académico transoceánico del siglo XXI.
Sobre esos temas que han despertado mayor interés historiográfico recientemente, el de las construcciones republicanas y nacionales ha mostrado
una variable común, especialmente cuando los estudios se adentran en el siglo XIX de la mano de los procesos sociales que acompañan al desarrollo de
los Estados. Dicha variable es la violencia política, problema recurrente en
las observaciones del periodo que generalmente es comprendido como «un
fenómeno ambiguo y dudoso», característico de los «espacios postcoloniales
autoritarios y excluyentes», donde «las ideologías de la modernidad fueron
quimeras impostadas». Con estas palabras Marta Irurozqui lleva a juicio a
la historiografía sobre el tema y sus problemas concomitantes en esta obra.
Detecta Irurozqui lo que esto significa, pues el asunto conduce a equívocos
interpretativos y metodológicos, y da cuenta de confusiones conceptuales y
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
ciertos vacíos epistemológicos. En la historiografía sobre el periodo, la violencia política aparece como un elemento retrógrado en el proceso social y en
el camino hacia la construcción de los Estados modernos. Para la historiadora,
la violencia en aquel proceso posee una «naturaleza institucional» y al mismo
tiempo contribuye a generar la institucionalidad: «La violencia política, en tanto ingrediente de la realidad social, solo se convierte en un hecho discernible
y empíricamente observable en un contexto sociohistórico determinado», nos
dice. Con tal premisa, este libro estudia la ciudadanía armada en Bolivia durante el proceso de consolidación del Estado y de la propia nación.
Irurozqui segmenta el trabajo en «cuatro secuencias revolucionarias», que
van de 1839 a 1878: entre la Restauración de 1839 y el triunfo de Ingavi en
1842; las Matanzas de Yáñez en 1862; la Revolución de 1870, y la Semana
Magna de Cochabamba. Justifica esta periodización como una decisión «subjetiva pero no arbitraria», en aguda confesión, pues dicho periodo encierra una
dinámica de arme y desarme de la población bajo una lógica constitucional que
trasluce el proceso social y político de Bolivia por entonces. Se detiene la autora, a su vez, en el significado de la noción de ciudadanía armada que subyace
a aquella violencia institucional y generadora de institucionalidad, la cual en
sí misma obliga al debate sobre su legitimidad. La discusión sobre lo legal y lo
legítimo, la ley y la legitimidad política, envuelve la investigación. Tal interpelación sobre la violencia en este contexto y estos aspectos es, por otro lado, un
asunto no siempre atendido en los trabajos sobre el periodo, cuando en realidad
se trata del momento en el cual los hechos dan cuenta de la importancia central
de dicha discusión; en esto, Marta Irurozqui ha sido particularmente profunda
y analítica.
Compartimos con la autora su señalamiento sobre «supuestos consensuados y acríticamente repetidos» acerca del caudillismo, asunto que en el caso de
Bolivia le ha hecho «presa del caudillismo», reduciendo el problema a «un país
dominado por militares belicosos y codiciosos», en el que los pocos gobiernos
civiles han sido «débiles frente a las maniobras castrenses». Por el contrario,
el trabajo indaga sobre el papel de los militares en la conformación de Bolivia
como república, estableciendo una separación crítica entre la violencia política
como recurso característico de los intereses y del contexto, y la común idea sobre la monopolización militar del espacio público. En la historiografía tradicional, el papel de los militares en la fundación de las repúblicas es regularmente
confundido con la heroicidad de sus gestas bélicas durante la independencia,
cuando en realidad se trata de momentos y circunstancias diferentes. Si bien
es cierto que las prebendas militares de la guerra hicieron de los militares una
especie de ídolos capaces de todo, también lo es que en la vida republicana sus
roles fueron políticos antes que castrenses. Y eso incluye la violencia.
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HISTORIOGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA AMERICANISTAS
Estos razonamientos los advertimos en el trabajo de Irurozqui. Las armas
en manos del pueblo como en manos de militares jugaron papeles políticos, expresiones de relaciones de poder que deben comprenderse en su propio contexto. Fueron «expresiones políticas y sociales del discurrir legal constitucional,
de la legitimidad pública y del arraigo institucional del acto violento». En la
Constitución boliviana de 1826 ya se advierte una preocupación por la defensa
de la legitimidad del poder y de la libertad ganadas en la independencia, justificando la participación del pueblo armado en resguardo de esos derechos.
Este deber moral se prolonga en las constituciones de 1831, 1861 y 1871, sin
que por ello, como explica la autora, se haya refrendado todo acto de fuerza.
«El complejo, y a veces ambiguo, devenir legislativo en torno a la ciudadanía
armada, además de informar de la relación entre política y violencia, también
exponía el difícil equilibrio entre libertad y orden público en el tema de la defensa de la patria».
La investigación ahonda sobre esa ambigüedad. La autora se propone ver
«política y gobierno» donde antes solo se veía desorden, y asume esto como
«una decisión historiográfica». En su crítica a la lectura tradicional sobre el
caudillismo advierte el solapamiento historiográfico de los procesos de militarización y pacificación de la vida pública, así como de la población en general.
La violencia política que subyace a estos procesos, eventualmente, contribuyó
con la institucionalización y la vertebración del Estado, aspecto decisivo en el
proceso decimonónico boliviano, pero igualmente observable en otros procesos nacionales latinoamericanos. La advertencia de Irurozqui sobre este problema supone haber divisado un equívoco que resulta común a la historiografía
americanista y la historiografía nacionalista americana.
La «Introducción» del libro es una lección abierta sobre cómo analizar la
violencia en tanto que herramienta política, ya sea en el proceso decimonónico
boliviano como en el resto de América Latina. El estudio del qué y el quiénes
de la violencia, esencial en cualquier caso, supone un derrotero interpretativo
no siempre recorrido en la historiografía sobre el proceso y la región. Eventualmente perdidos tras una idea fija sobre el caudillismo, y poco dados a la
comprensión densa y contextualizada de las relaciones de poder, los investigadores que revisan el periodo naufragan cuando ven la violencia como un
efecto simple de desigualdades sociales, como una característica del ruralismo
americano, o como un recurso elemental de líderes que muy fácilmente toman
las armas para concretar proyectos de poder igualmente elementales. Las relaciones de poder van mucho más allá de la realidad aparente e incluso mucho
más allá de la política.
Una investigación de esta calidad, además, logra desprenderse de la valoración negativa de la violencia en los procesos sociales latinoamericanos,
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
entendida como un rasgo arcaico y residual. En la misma valoración son ubicados los levantamientos, revoluciones y pronunciamientos reformadores o refundadores que en América Latina han tenido lugar en el proceso de conformación del Estado, sus instituciones y la nación. Advertir la particularidad de cada
caso conduce a comprender la heterogeneidad de los procesos nacionales de la
región, eventualmente confundidos en su simultaneidad. La violencia política,
especialmente, jugó roles específicos que en la mayoría de los casos aguardan
ser estudiados a fondo, tal como este libro lo logra sobre Bolivia.
Irurozqui también se enfoca en la ciudadanía armada. Esto resulta fundamental en la observación del periodo, pues la ciudadanía, construcción característica de la subjetividad moderna, juega un rol decisivo en las formas de
participación política que conforman a los Estados nación. La ciudadanía es
para la autora «una práctica y un estatus», artefacto moderno que «no eliminó
del sistema social el peso del estatus». Se trata de una forma más de desigualdad, muy a pesar de ideologías y convicciones sobre el paradigma que nos envuelve desde hace un par de siglos. En el caso de estudio que este libro enseña,
la ciudadanía armada es un aspecto de la sociedad boliviana que constituye al
Estado tanto como a su proceso de consolidación. La «soberanía popular» se
vuelve elemento de convocatoria y justificación, retrotrayendo la legitimidad
de sus actos en cada hecho y dando cuenta con ello de que la historia del siglo
XIX no puede reducirse a golpes y caudillos ni a valoraciones impertinentes.
Esta investigación se propuso, y creemos que lo ha logrado, demostrar cuál ha
sido el papel de la violencia política y la ciudadanía armada en el proceso de
conformación de la institucionalidad republicana boliviana. Vale la pena hacer
analogías con otros procesos de la región, convocatoria que queda abierta a la
vuelta de sus páginas.
El trabajo alcanza a tipificar la violencia observada y convierte a esta tipificación en recurso metodológico. Por un lado, hallamos la violencia encarnada
por el ejército, que describe Irurozqui a través de las revueltas contra el Poder
Ejecutivo de 1839 y 1841; la sublevación del coronel Narciso Balza en 1861; el
golpe de Estado de 1864 ejecutado por Mariano Melgarejo; los levantamientos
en contra de Melgarejo (1867 y 1869), y los movimientos reivindicativos desde
los cuarteles en Cochabamba hacia 1874, en El Litoral en 1875, o en La Paz
también en 1874. Por otro lado, se observa la violencia que representa el pueblo en armas, calificada aquí en tres tipos: «los actos homicidas del vecindario
contra el abuso de autoridad», como el ajusticiamiento de Plácido Yáñez; los
movimientos reivindicativos de ciertos sectores, como el gremio de artesanos
entre 1861 y 1863, el ejército aymara de 1870-1871, o los trabajadores urbanos en 1875, y las conspiraciones organizadas desde los partidos políticos con
acento revolucionario, como la acción de Casimiro Corral en La Paz (1874),
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la asonada de 1875, o el asedio a Cochabamba de ese mismo año. El tercero
entre estos tres tipos de violencia es la organizada por las propias autoridades
institucionales. Allí se observa a la Revolución Restauradora de 1839 o la Santa Revolución de 1870; las respuestas por parte de los gobiernos derrocados
en 1840 y 1865; las coaliciones entre partidos rivales, como la de 1875 ante el
gobierno de Daza, y la represión contra oposiciones, como la desplegada por
Yáñez o bien la del gobierno de Tomás Frías en 1875.
En la historicidad de la violencia subyace el problema observado. Su presencia recurrente, desplegada sobre esas tipologías, da cuenta de un proceso
social envuelto en un proceso político, lo que descubre no solo la conformación
e institucionalización del Estado, sino también la dinámica de las relaciones de
poder en la Bolivia decimonónica. No obstante, tal proceso enseña igualmente
el apego a la legalidad y a los derechos en la sociedad boliviana, lo que parece
haberse defendido con la vida. El pueblo en armas fue el garante de esos derechos, sin duda; con sus acciones selló el vínculo pueblo-ley que Irurozqui advierte como nodal, dejando claro que la ciudadanía armada estuvo por encima
del pretorianismo, o bien actuó como dispositivo de control ante sus desmanes.
Se observa a lo largo de la investigación que aquella violencia política
acudió a las articulaciones entre diferentes lugares sociales, pues «la naturaleza
de la participación de los actores populares no mostraba únicamente procesos de transversalidad social y étnica: desvelaba también los modos en que el
desempeño plurisocial y plurinstitucional del poder armado modificó comportamientos, identidades y políticas públicas». La aproximación más clara al problema se atiende en el capítulo III y en la plataforma interpretativa que elabora
la autora para comprender el asunto.
El pueblo en armas, como objeto de investigación, descubre un problema
histórico particular en el proceso boliviano: la necesaria y progresiva resignificación del concepto de revolución a la luz de las oportunidades en las que hubo
que armar y desarmar a esa ciudadanía que actuaba en defensa de los derechos
así como en defensa de ciertos intereses. Esto condujo a repensar la utilidad
del recurso, o bien a reflexionar sobre lo que representó la titularidad de la soberanía contrapuesta a su ejercicio como derecho inalienable. Efectivamente,
la investigación, tal como la autora explica, supone un esfuerzo historiográfico
que se planteó como objeto demostrar lo que la violencia permitió en lugar
de lo que impidió. Ese esfuerzo, qué duda cabe, parte de un deslinde crítico
ante las historiografías más tradicionales, no solo aquellas que han dedicado
su mirada a Bolivia, sino otras que, tanto americanistas como americanas, no
han logrado desprenderse de una interpretación sesgada y elemental sobre la
violencia y algunas de sus manifestaciones más conspicuas en el proceso social
del siglo XIX latinoamericano.
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
La crítica historiográfica de Irurozqui nos estimula a indagar en las historiografías sobre América, pues parece pertinente detenerse a reflexionar que
no es lo mismo el americanismo que la historiografía americana, así como tampoco son idénticas las formas de comprender los procesos históricos a ambos
lados del Atlántico. Lo que en América Latina se entiende como periodo colonial, en Europa es periodo moderno, y esta diferencia es también tributaria de
las miradas sobre el siglo XIX. Parece prudente tener en cuenta esto cuando
nos damos a la tarea de analizar procesos sociales que conviven cronológicamente y que no están de espaldas, ciertamente, al proceso simbólico de la
modernidad; por el contrario, se articulan en dicho proceso y lo conforman
críticamente. Una plataforma interpretativa común sobre estos procesos geográficamente distantes pero históricamente unidos está por hacerse.
A la vuelta de la estimulante lectura de este trabajo, que recomendamos a
los investigadores que pretendan conocer el proceso boliviano en el siglo XIX,
así como a quienes tienen a América Latina como objeto de estudio en ese mismo periodo, y a los que comparten la permanente construcción de una historiografía crítica sobre estos problemas, creemos pertinente cerrar nuestra reseña
con las palabras de la autora: «El papel de la ciudadanía armada en el fortalecimiento de la sociedad civil permite cuestionar la asociación historiográfica de
los gobiernos militares del siglo XX con las revoluciones, asonadas o golpes de
Estado del siglo XIX y la consecuente creencia en una tradición de violencia
política latinoamericana que ha impedido e impide su desarrollo democrático.
Esa trasmutación ideológica es posible porque la ciudadanía armada posibilita
una reformulación del significado de la militarización de la vida política decimonónica, haciéndola contraria a los axiomas que hacen del empleo de las
armas un monopolio del ejército». Esta advertencia es válida para la historiografía en general, tanto como para las ideologías que han alcanzado el poder en
la América Latina del siglo XXI y retrotraen con sus discursos aquel siglo de
efervescencias y conformaciones nacionales como su antecedente directo.—
ROGELIO ALTEZ, Escuela de Antropología, Universidad Central de Venezuela.
Marichal, Carlos; Topik, Steven y Frank, Zephyr (coords.), De la plata a la
cocaína. Cinco siglo de historia económica de América Latina, 15002000, traducción de Mario A. Zamudio Vega, México, Fondo de Cultura
Económica / El Colegio de México, 2017, 526 pp.
El presente trabajo es la traducción de la obra publicada once años antes con el título From Silver to Cocaine: Latin American Commodity Chains
and the Building of the World Economy, 1500-2000 (Durham, Duke University
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HISTORIOGRAFÍA Y BIBLIOGRAFÍA AMERICANISTAS
Press, 2006), conjunto de ensayos sobre la inserción de América Latina en el
comercio internacional desde la llegada de los europeos hasta el final del siglo
XX, que habían sido presentados en dos coloquios internacionales celebrados
en Stanford (California) en junio de 2001 y Buenos Aires en julio de 2002.
En un muy interesante capítulo introductorio Steven Topik, Carlos Marichal y Zhephyr Frank, como coordinadores, se han afanado en mostrar que uno
de los objetivos fundamentales de este volumen es señalar la larga duración
del proceso formativo de la actual globalización que rige el comercio y las
finanzas internacionales, partiendo de la idea de que el fenómeno comienza
a intensificarse con la incorporación del continente americano a la economía
mundial. Con ello pretenden rebatir los postulados que han venido considerando que semejante proceso no tuvo una entidad suficiente hasta el último tercio
del siglo XIX.
Los doce trabajos específicos parten de la intención de evitar las orientaciones historiográficas tradicionales en el estudio del comercio de las mercancías coloniales, centrándose en el análisis de un concepto principal: las
llamadas «cadenas de materias primas». Al modificarse el título original aprovechando la traducción se ha perdido el sentido fundamental que explicaba el
objetivo central de este trabajo: aplicar el concepto de commodity chains a la
investigación sobre la producción y comercio de las mercancías latinoamericanas y su impacto en la formación de la economía globalizada. Imaginamos que
este cambio habrá sido realizado por motivos comerciales. Sin embargo, en el
contenido del libro esta intención no ha sido modificada.
Los diferentes trabajos examinan la utilidad del concepto «cadena de mercancías», las cuales fueron establecidas a nivel global en cuanto a los intercambios entre productores y compradores mediante redes de comercio ya desde
el siglo XVI, planteando que durante la modernidad estas se fueron haciendo
cada vez más complejas. Sobre estos principios, las cadenas de materias primas
fueron adecuándose a las cambiantes circunstancias del siglo XIX y se han mantenido durante el siglo XX. Los estudios que componen este volumen se centran
en la evolución histórica de estas relaciones, focalizando en los productos que
han venido siendo considerados más importantes en América Latina. Sin embargo, la utilidad de un concepto como «cadenas de mercancías» debe ser condicionada por su naturaleza ambigua y múltiple, como señalan autores de este trabajo
como Zephyr Frank y Aldo Musacchio. Por ello se tienen también presentes en
este libro ideas como la de filière, de la escuela francesa, o el más común entre
investigadores hispanos y portugueses de «circuito comercial».
El volumen está organizado de manera aproximadamente cronológica
dedicando cada uno de sus capítulos a un producto específico o a varios interrelacionados. Partiendo de las exportaciones que tuvieron especial significaAnu. estud. am., 76, 1, enero-junio, 2019, 361-391. ISSN: 0210-5810
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
ción en época colonial, se pasa por el auge de la demanda de materias primas
latinoamericanas en Europa y Estados Unidos en el siglo XIX, hasta llegar a
los productos que han protagonizado las transacciones del siglo XX. El primer
estudio, redactado por Carlos Marichal, focaliza en la plata como moneda universal del antiguo régimen europeo, mientras los demás trabajos van desgranando otros productos fundamentales para el comercio americano: las materias
tintóreas como el índigo (a cargo de David McCreery) y la cochinilla (realizado
por Marichal), el tabaco (escrito por Laura Náter), el café (firmado por Steven
Topik y Mario Samper), el azúcar (de Horacio Crespo), el cacao (elaborado por
Mary Ann Mahony), las bananas (de Marcelo Bucheli e Ian Read), guanos y
nitratos (a cargo de Rory Miller y Robert Greenhill), el caucho (realizado por
Zephyr Frank y Aldo Musacchio), el henequén (cuyo autor es Allen Wells) y la
cocaína (capítulo XII y último, realizado por Paul Gootenberg).
De manera trasversal, en los diferentes estudios se tratan temas generales
que van del proteccionismo a la regulación de los mercados internos o la inserción en los mercados externos durante los periodos coloniales, hasta la conformación de una completa globalización en los siglos XIX y XX. Para ello los
trabajos prestan atención preferente a los principales productos de exportación
ya señalados, así como a la compleja inclusión de estos en los mercados europeos y estadounidense. Los diferentes autores remarcan que los productores
latinoamericanos tenían una participación activa en las relaciones con los mercados a los que, a pesar de sufrir sus fluctuaciones, llegaron a marcar pautas de
control sobre estos vínculos comerciales, todo ello teniendo presente tanto la
oferta como la demanda. En definitiva estos estudios rompen con la tradicional
visión de la relación mercantil basada en la división entre un centro dominador
y una periferia sometida, contemplando estas relaciones de un modo más dinámico y complejo, en el que las interactuaciones al tiempo iban condicionando
los parámetros de las mismas en ambos sentidos.
Otra de las novedades en el planteamiento de este libro consiste en superar los márgenes nacionales habituales en los estudios de las economías
latinoamericanas, teniendo presente el hecho incontrovertible de que dichas
actividades superan esos límites. Esta propuesta posibilita la comprensión de la
problemática de manera más ajustada a los parámetros a los que estuvo sometida, aunque sin olvidar las particularidades específicas de cada país y aplicando
metodologías comparativas. De este modo, en estos trabajos se estudia de manera más amplia la evolución histórica de porciones del proceso globalizador
de la economía que hoy domina nuestras vidas.
En definitiva, se trata de un trabajo destinado a analizar de manera integrada la historia del comercio de productos de América Latina, planteando numerosos interrogantes y problemas metodológicos. Los coordinadores insisten
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en señalar que una de las intenciones de este trabajo ha sido abrir nuevas vías
para los estudios sobre las relaciones comerciales de América Latina y una de
las opciones posibles sería plantear investigaciones similares de otras mercancías que también tuvieron importancia como ocurrió con el oro, cobre, perlas,
jengibre, palo Brasil o Campeche, grano, carnes, cáñamo y derivados, petróleo,
por señalar solo algunos ejemplos.
Todo ello hace este volumen de especial interés no solo para los especialistas en historia económica, sino para todos aquellos que quieran comprender de
manera más amplia el proceso globalizador del mundo en el que hoy vivimos.—
SIGFRIDO VÁZQUEZ CIENFUEGOS, Universidad de Extremadura.
Martínez Martínez, María del Carmen, Martín Cortés. Pasos recuperados (15321562), León, Ediciones El Forastero / Instituto de Humanismo y Tradición
Clásica de la Universidad de León / Centro de Estudios Mexicanos UNAMEspaña, 2017, 231 pp.
La profesora María de Carmen Martínez, titular de Historia de América en la
castellana Universidad de Valladolid, ha dedicado varios libros y artículos al conquistador Hernán Cortés, su familia y empresa, releyendo los documentos ya conocidos o reuniendo un importante corpus de «papeles» inéditos. Fruto de sus investigaciones, en archivos españoles y mexicanos especialmente, ha publicado el libro
Veracruz 1519; los hombres de Cortés (Universidad de León, 2013) y el artículo
«Hernán Cortés en España (1540-1547): negocios, pleitos y familia», en la obra
editada por Martín Ríos Saloma El mundo de los conquistadores (Madrid / México, Sílex / UNAM, 2015, pp. 577-598). Si bien, sus aportaciones más notables
están relacionadas con el mundo epistolar y la documentación jurídica: Hernán
Cortés. Cartas y memoriales (León, Consejería de Cultura y Turismo / Universidad de León, 2004) y En el nombre del hijo. Cartas de Martín Cortés y Catalina
Pizarro (México, UNAM, 2006), colección de veinte cartas inéditas de los padres
del conquistador donde se tratan numerosos temas de gran interés, además de ser
los únicos escritos de sus progenitores, sacadas del gran archivo epistolar que el
licenciado Francisco Núñez, procurador en la Chancillería de Valladolid y relator
en el Consejo Real, reunió durante los veinte años que actuó como procurador del
extremeño, del que era primo hermano, colección de legajos de donde María del
Carmen Martínez también seleccionó y publicó varias cartas escritas entre 1527 y
1538 («Cartas privadas de Hernán Cortés al Licenciado Núñez», Anales del Museo
de América, 12, 2004, pp. 81-102).
Me detengo en estos trabajos de la profesora Martínez porque, en primer
lugar, el libro que reseño tiene una continuidad con todos ellos, pero ahora focalizando su interés en la figura del segundo marqués del Valle de Orizaba, don Martín
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RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS
Cortés y Zúñiga (1532-1589), hijo de Hernán Cortés y Juana de Zúñiga y Arellano,
y de igual nombre que su hermano mestizo, hijo de la Malinche, centrándose en los
años que van de 1532 a 1562. Y, en segundo lugar, porque en el V Centenario de
la conquista de México y de la expedición de Magallanes-Elcano, esta última efeméride está ganando por goleada, muchas veces con conferencias, artículos, libros
y exposiciones de poca calidad, que contrastan con las magníficas aportaciones
para la historiografía cortesiana de María del Carmen Martínez y otros colegas.
Por el momento, esto es lo que hay, aunque nos pese, y no lo digo con acritud,
pues estoy metido de lleno en las conmemoraciones de la primera vuelta al mundo
(1519-1522).
Pero volvamos al libro, que es la tarea que me he propuesto. Sus aportaciones, en gran parte inéditas, dan luz sobre la trayectoria vital de Martín Cortés
el criollo, desde su nacimiento en México hasta su regreso a su tierra natal tras
pasar más de veinte años en Castilla y visitar otros reinos europeos. Sobre su vida,
abundan trabajos sobre la rebelión en la que participó meses después de llegar a la
Nueva España, que le costó la vida a varios de sus compañeros, herederos de los
primeros conquistadores de la tierra (remito al libro de Gregorio Salinero, Hombres
de mala corte, Madrid, Cátedra, 2018); sin embargo, los viajes, negocios, relaciones sociales, encuentros con sus hermanos y hermanastros, así como su matrimonio
y familia política son poco conocidos, entre otras causas, por la dificultad de conseguir información en un océano de legajos de carácter jurídico que solo personas
de la preparación y el tesón de la profesora María del Carmen Martínez se atreven a
estudiar. En efecto, la gran mayoría de los «papeles» de la familia Cortés proceden
de procesos y documentos judiciales. No debe extrañarnos, pues la España del XVI
fue una sociedad donde se pleiteaba constantemente tanto dentro como fuera del
entorno familiar, como estudió Richard Kagan en su clásico Pleitos y pleiteantes en
Castilla, 1500-1700 (Valladolid, Junta de Castilla y León, 1991).
Entre las aportaciones del libro, destacaría los datos sobre los descendientes
de don Hernán, quien además de Martín Cortés, tenía tres hijas con su segunda
mujer Juana de Zúñiga (María, Catalina y Juana) y otros cinco de diferentes madres
(Martín Cortés el mestizo, Luis, Leonor, Catalina y María). Los dos vástagos homónimos tuvieron una relación muy estrecha durante buena parte de su existencia,
aunque no faltaron los desencuentros. Martín, hijo de la Malintzin, fue paje de la
emperatriz Isabel y luego del príncipe Felipe, además de obtener un hábito de Santiago. El conquistador le tenía un gran cariño, por lo que ordenó en una cláusula del
testamento que su hermano debería mantenerlo con mil ducados anuales mientras
viviese. Las hijas de doña Juana tuvieron destinos diferentes de sus hermanastras.
Por ejemplo, Catalina Pizarro, hija de Leonor Pizarro, y María Cortés, engendrada
con una princesa azteca, tomaron los hábitos en el convento dominico de la Madre
de Dios de Sanlúcar de Barrameda.
No obstante, el principal protagonista del libro es Martín Cortés de Zúñiga,
cuyas noticias aumentan tras la muerte de su padre. El segundo marqués vivió por
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encima de sus posibilidades, siempre pendiente de la llegada de las remesas de oro
y plata de sus posesiones ultramarinas. Amigo de gastar, siempre careció de liquidez, por lo que tuvo que solicitar préstamos y otorgar libranzas. Los impagos le
generaron numerosos pleitos, embargos y requerimientos de sus acreedores, obligándolo a endeudarse más para pagar a escribanos, procuradores y letrados. Pero
nada ni nadie lo detuvo en su vida disipada. Don Martín era aficionado a los juegos
cortesanos, como el de pelota y el de cañas; al baile, donde practicaba el galanteo;
a los banquetes, donde pudo mostrar sus ricas vajillas de oro y plata; a la caza y al
resto de diversiones cortesanas. El enlace con su prima Ana de Arellano, hija del
conde de Aguilar, el 24 de febrero de 1549, en la iglesia parroquial de Santa María
de Nalda, fue una buena ocasión para mostrar sus gustos por el lujo y la opulencia.
El matrimonio le permitió emanciparse de la tutela de su tío, viviendo temporadas
en Soria en compañía de la marquesa viuda, que en ocasiones actuó de fiadora o
prestamista, pues su libertad no fue acompañada por una mejora en su situación
económica. Como señala la autora: «Al segundo marqués del Valle le gustó la ostentación, proyectar una imagen de ser un gran señor; aunque su estado estuviese al
otro lado del mar, su persona traducía sus posibilidades, lo que sin duda favoreció
que le prestasen y fiasen» (p. 128).
Cercano al príncipe Felipe, lo acompañó para asistir a su boda con María Tudor en Inglaterra el 25 de julio de 1554, y después le siguió a Bruselas para visitar
a Carlos V, regresando a Inglaterra en marzo 1557, para cruzar de nuevo el canal
de la Mancha y luchar contra los franceses. Don Martín, además de ser presumido
y ostentoso, también era diestro con la espada y la ballesta. Durante su periplo
europeo, no dejó de endeudarse, acumulando nuevos compromisos y pleitos. Esta
sería una de las razones que le impulsaron a regresar a sus dominios mexicanos, los
cuales, por otra parte, venían siendo cuestionados por el virrey y los funcionarios
locales. En marzo de 1562, estando en Sevilla, canceló varias deudas contraídas y
pidió permiso a la Casa de la Contratación para viajar a México junto a su mujer,
su hermano Martín el mestizo y varios criados. Al llegar a las costas de Yucatán,
doña Ana de Arellano dio a luz a su segundo hijo, mientras el primogénito, Fernando Cortés, se había quedado en España al cuidado de Diego Ferrer. Al pisar tierra
mexicana, el heredero del mayorazgo cortesiano se hizo cargo de sus posesiones y
bienes tras más de veinte años de ausencia de su patria natal.
No sabemos si Martín Cortés era amigo de escrituras como su padre, pero
los abundantes documentos judiciales han permitido a la profesora María del Carmen Martínez escribir un libro con numerosas novedades sobre la familia Cortés,
llenar vacíos y rectificar errores persistentes. Por todo ello, este volumen quedará
como una obra de referencia en los estudios cortesianos.—SALVADOR BERNABÉU
ALBERT, EEHA, CSIC.
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