Muere Maurizio Pollini, monstruo sagrado y gran humanista del piano, a los 82 años | Cultura | EL PAÍS
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Muere Maurizio Pollini, monstruo sagrado y gran humanista del piano, a los 82 años

El legendario músico milanés había cancelado sus próximas actuaciones en España. Deja inolvidables discos de Beethoven y Chopin, pero también una férrea reivindicación de Schönberg y la música contemporánea

Maurizio Pollini, en el Carnegie Hall, en 2019.
Maurizio Pollini, en el Carnegie Hall, en 2019.Hiroyuki Ito (Getty Images)

“En una ocasión una señora me preguntó a qué tendencia pertenecía, a los que tocan como está escrito o a los que lo hacen como sienten”. El pianista Artur Schnabel recoge esta famosa anécdota dentro de su libro póstumo My Life and Music (1961). Su respuesta representa la mentalidad del pianista moderno que encarnó idealmente Maurizio Pollini (Milán, 1942): “¿No puedo pertenecer a los que sienten como está escrito?”.

El pianista italiano tenía una destreza legendaria que permitía a unos escuchar, en un mismo recital, profundidad intelectual y a otros fría pirotecnia. A pesar de ello, siempre defendió el valor intrínseco de la composición por encima de la interpretación. Un humanista del piano y un insigne “lector”, tal como lo retrató el historiador del piano Piero Rattalino, que falleció la madrugada del pasado sábado, 23 de marzo, en un hospital de Milán, a los 82 años.

Rattalino también definió a Pollini como un “monstruo sagrado”. Un pianista de excepcional calidad artística que, además, ejercía una considerable influencia sobre el público. Lo seguía haciendo en los últimos años, a pesar de sus limitaciones físicas y sus crecientes problemas de salud. No por casualidad, se habían anunciado recitales suyos en Madrid, Zaragoza y Barcelona durante el mes de abril, que fueron cancelados a finales de febrero como consecuencia de una grave afección respiratoria.

Pollini no fue simplemente un pianista admirado y querido por el público. Su influencia renovó la interpretación del gran repertorio pianístico, de Beethoven a Debussy, y apostó por su ampliación. Nunca faltaron en sus recitales la reivindicación de la música para piano de Schönberg o las propuestas más innovadoras de Boulez y Nono.

Pero el compositor que vertebró toda su carrera como pianista fue Chopin. Tras estudiar con Carlo Lonati y Carlo Vidusso, y graduarse en el Conservatorio de Milán, en 1960 ganó el Concurso Chopin de Varsovia. Lo hizo con tanta autoridad que hasta Arthur Rubinstein, que presidía el jurado, reconoció que ese joven de 18 años era técnicamente superior a todos ellos. Podemos escuchar esa mezcla de poesía y perfección del joven Pollini en su grabación, de 1960, del Concierto para piano núm. 1, de Chopin (EMI/Warner Classics).

Tras ello, Pollini optó por retirarse de la escena internacional para seguir su formación. Comenzó a estudiar Física en Milán y asistió a las clases magistrales de Arturo Benedetti Michelangeli. En esos años fortaleció su interés hacia la Segunda Escuela de Viena y la música serialista de Boulez y Stockhausen. Una pasión musical que le acercó a dos grandes amigos: el director Claudio Abbado y el compositor Luigi Nono. Los tres compartieron militancia política de izquierda y varios proyectos para acercar la música contemporánea al público obrero.

Su regreso internacional, en 1968, causó sensación y, poco después, firmó un contrato exclusivo con Deutsche Grammophon. Empezó su relación con el sello amarillo, en 1971, grabando los Tres movimientos de Petrushka, de Stravinski, junto a la Séptima sonata, de Prokófiev. Y prosiguió con sus míticos registros de las dos series de estudios de Chopin (1972), la Fantasía op. 17 de Schumann (1973), la obra completa para piano de Schönberg (1974) y las cinco últimas sonatas de Beethoven (1975-77). Pero también registró la Segunda sonata, de Boulez (1976), y realizó varios discos inolvidables con orquesta como el Concierto para piano núm. 4, de Beethoven, con Karl Böhm, en 1976, y el Concierto núm. 2, de Bartók, con Claudio Abbado, en 1979.

Todas estas grabaciones reflejan su maestría para combinar la finura técnica con un hipnótico poderío musical y una admirable lucidez intelectual. Siguieron muchas otras, siempre en DG, como las últimas sonatas de Schubert (1983-85), la Sonata en si menor de Liszt (1990), estudios y preludios de Debussy (1993 y 1999) o los scherzos y baladas de Chopin (1999), a los que sumó también Brahms y Mozart e incluso regrabó en sus últimos años, como sucedió con las últimas sonatas de Beethoven. En todas ellas late un mismo rechazo hacia la exhibición virtuosística y un acercamiento alejado de los manierismos. Un planteamiento que aplicó con idéntico rigor a las composiciones de Boulez, Manzoni, Nono, Sciarrino y Stockhausen.

Pollini también coqueteó con la dirección musical a comienzos de los ochenta. Incluso dejó una grabación de La donna del lago, de Rossini, en el Festival de Pésaro (Sony Classical). Pero terminó limitándose a la dirección de Mozart desde el teclado. Su personalidad tímida y retraída le alejó de los focos y no era pródigo a las entrevistas. En la última que publicó en España la revista Scherzo, en septiembre de 2021, reconoció lo que le había afectado el parón de la pandemia y su necesidad del concierto en directo: “una experiencia irrepetible durante la cual siempre ocurre algo especial”. Su capilla ardiente ha sido instalada en el Teatro de La Scala de Milán, donde dio tantos recitales inolvidables, y deja un heredero musical en su hijo Daniele, de 45 años, que también es pianista

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