La profecía | Cine Divergente

La profecía

En el final, será la cifra: 666 Por Marco Antonio Núñez

La profecía

Obertura

No, La profecía (The Omen, 1976, Richard Donner) no es La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968, Roman Polanski). En La profecía todo resulta demasiado obvio (la obviedad, diría, es su credencial), no hay rastro de ambigüedad, ni comparece el oficio oblicuo de unas imágenes donde latía un horror que miraba al sesgo desde el marco ambiguo de cada uno de sus encuadres.

No, La profecía no es El exorcista (The Exorcist, 1973; William Friedkin). El trazo limpio de imágenes filtradas por Gilbert Taylor según los gustos preciosistas de la época, se alejan del grano duro, hiperrealista, de Roizman en la iluminación de imágenes que no tardaban en enlazarse al tobillo difuso del sueño en la boca de un metro, o la pesadilla lúcida y blanca de un sanatorio mental, o disponiendo la revelación, la emergencia subliminal y sin remedio del Mal necesariamente en escorzo y a contraluz.

Por otro lado, Gregory Peck, ese padre que hasta el diablo quiere tener, el padre que todos aspiramos a ser, tampoco es Jason Miller interpretando al otro Damien, el Padre Damian Karras, deambulando roto entre la culpa, la duda y una crisis de fe que ni el Pastor Ericsson; reo a perpetuidad de una agonía donde resonaba aquella pregunta, la pregunta, ¿Eli, Eli, Lama Sabachthani? Peck, con la apostura abrochada al gesto clásico del que es capaz de batirse con el Maligno y salir indemne, nos conforta. Miller, breve y cotidiano, escéptico, falible, recibiendo los últimos sacramentos con una mano ensangrentada aferrada al postrer cabo de salvación, nos conmueve hasta las lágrimas.

Naturalmente, Lee Remick no es Mia Farrow, su belleza prístina, el fulgor de su mirada azul carece de la dulce cándida vulnerabilidad de la joven Rosemary.

Y claro, Richard Donner, pues no, tampoco es Polanski ni Friedkin (especialmente aquel Friedkin). Las imágenes de Donner se relacionan con el terror como luego hará con mitologías varias, super-héroes, cine de adolescentes o buddy movies, desde una caligrafía rotunda, convincente, sin inspiración, doblez o ironía, pero firme en la elaboración de imágenes irreprochables que nos habitarán siempre, porque, digámoslo claro, Donner ha escrito una página gloriosa de nuestra biografía cinéfila y sentimental (valga la redundancia).

Donner, en La profecía, hizo de Robert Wise, aportó a un género al que ya no volvería, la asepsia de una peculiar gigantomaquia estética, una suerte de épica donde el espectáculo se consagra en forma de un gran guiñol solo moderadamente cruento. El montaje esmerado y virtuoso de Stuart Baird, nombre clave en el cine de acción de los noventa, consagra un régimen de hipervisión que explora todas las perspectivas posibles y plausibles. Basta con alegar la decapitación de David Warner para constatar un afán de comunicar cierta omnisciencia escópica que remite a la presencia de un demiurgo de la visión y la imagen, como veremos más abajo.

La Profecía

 

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El espacio del Mal

Si el filme de Polanski hacía de las angosturas del apartamento de los Woodhouse una opción estética y narrativa, que daba relevancia a lo excluido por el encuadre consagrando así una más que provechosa deficiencia cognoscitiva, Donner trabaja desde la composición en grandes perspectivas que invitan al vértigo ante una imagen permanentemente en fuga y signada por la presencia latente de un mal ubicuo; un espacio monumental donde los personajes parecen incrustados entre las líneas compositivas, descompensados, disminuidos en sus potencias, sobreencuadrados por formas que trazan con precisión quirúrgica un porvenir unánime y fatal. Y favoreciendo la permanente sensación de amenaza y acoso, se recurre a precisos insertos de planos subjetivos que no responden a ninguno de los personajes localizados en la acción y delatan la presencia intrusa de un testigo o agente fácilmente identificable a partir su mirada emboscada, convocando el desasosiego merced a una focalización disonante.

La Profecía

 

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La Profecía

Los espacios de La profecía se muestran renuentes a la santificación, como el cuarto del sacerdote cubierto en vano con páginas de Biblia o el cementerio pagano que oculta en el vientre de una tumba etrusca, la verdad sobre la madre de Damian; espacios siempre huérfanos de Dios, saqueados de esperanza, porque si hay un filme donde Dios no comparece en ningún momento (a finales de los 70 las mitologías populares apuntaban a fuentes de sentido y salvación en galaxias más cercanas), es La profecía.

La irrupción del anticristo compromete la acción de unos hombres ajenos a la fe (incluso los sacerdotes son renegados, ministros del diablo), porque en La profecía la fe ni siquiera aparece como crisis o conflicto, ¿cómo esperar la mano divina? El mal es tangible, positivo, su encarnación en cumplimiento de la profecía anunciada en el libro del Apocalipsis anticipa el único final posible, y entendemos que, después de todo, se trata de un designio de la Providencia, perdida definitivamente la esperanza en el hombre.

En la década del Watergate, La conversación (The Conversation, 1974, Francis Ford Coppola), algún Lumet glorioso y el mejor Pakula, el diablo solo podía llegar como fruto de un contubernio en el seno de la misma iglesia para acercar a su vástago al poder. Y su acción contra la humanidad, solo podía adquirir visos conspiratorios. Max Weber sentenció que el poder es diabólico, intuición que en los condominios de Nixon y Kissinger devino axioma. Pocas veces el vínculo del diablo con el poder ha recibido un tratamiento tan lúcido en consonancia con los albores de la globalización económica y el triunfo del neoliberalismo, como colofón al fin de los grandes relatos mesiánicos en las inmediaciones del declive soviético.

Pocas veces se ha revelado la política, de un modo tan elocuente, como el espacio mismo del Mal.

El Mal encarnado

Lo característico del cristianismo es ser una religión netamente materialista en su origen, a despecho de derivas teológicas posteriores hacia el platonismo. En el cristianismo, la divinidad se encarna y reparte en tres personas, y en el fin de los tiempos, la carne será resucitada. La ontología platónica había consagrado dos ámbitos heterogéneos y moderadamente enemistados, el alma y el cuerpo, éste era visto como habitáculo temporal, prisión del alma. Ahora, la misma divinidad habitaba la carne, resucitaba en sangre y hueso y estigmas, ahora la divinidad compartía el dolor y los zurriagazos del deseo y ofrecía su carne al sacrificio, y consagraba su carne como sacramento: «Yo soy la resurrección y la carne». El cuerpo, por tanto, se prestigiaba con el blasón de la prueba generadora del testimonio y la fe.

El cristianismo pues, es la religión de la carne y la sangre, la religión de la imagen, de la representación, a despecho de reformas iconófobas; una religión asentada sobre el martirio, un credo sensorial y pulsional que se erige sobre el goce que repite en la liturgia anual de la Pasión. Así las cosas, la réplica del Mal era cuestión de tiempo, una profecía anunciada por San Juan y hábilmente gestionada por David Seltzer, adquiere los contornos adorables de un pequeño debidamente guardado por la ternura que convoca, una devota niñera victoriana y el mismísimo Cerbero.

La verdad de la imagen

La imagen revela la verdad. Si el espacio, como el cuerpo, está signado por el Mal, necesariamente resultará ser ámbito de la impostura. Ontológica y epistemológicamente, el mundo empírico se encuentra fatalmente comprometido, infestado, sin embargo, la imagen, copia vicaria de aquella, manifiesta algo, una cierta verdad arrinconada al ámbito de la representación que desentraña la verdad misma del dasein, su ser para la muerte.

No solo hay algo verdadero en la imagen, sino que la verdad “obra”, labora, actúa, por cuanto que al dejar acontecer al desocultamiento, enlaza la relación de lo ente al pedestal de su esencia. De modo que la imagen establece la apertura misma de la verdad. Intuimos que todo afán de detener a Demian está condenado de antemano, pero Thorn y Jennings “se curan” en el afán mismo de lograrlo, su vida adquiere visos de autenticidad en el trance, el momento mismo donde afrontan su destino.

La imagen punza con un roto, el hiato que abre la amenaza del Mal y anuncia el desenlace fatal del sujeto retratado; la imagen va por delante del modelo, la eikasía dice su verdad, sella su porvenir en una notable inversión de la jerarquía platónica.

La mirada última, cerrada al eje de la cámara, la mirada apelativa que llena el encuadre y borra el mundo, la mirada postrera de la que no podremos escapar nunca, esa mirada con algo paródico, burlón, con algo de concesión a convenciones genéricas también, guarda algo atroz, algo ominoso, es la mirada oblicua de una inocencia solo aparente, porque el Mal está en la génesis del dualismo apariencia/realidad y de la representación misma, quién sabe sino de la misma noción de sujeto. El Mal, relegado hasta ese momento a una posición vicaria, promete con su triunfo reestablecer el monismo añorado, cauterizar la cesura dialéctica que despliega el mundo ante el sujeto, ofrece la fusión mortífera y última del ojo con la mirada.

Coda

Lo demás es historia. La franquicia se estiró en tres secuelas y un inevitable remake, pasando por aquel capítulo antológico de South Park  (Trey Parker, Matt Stone, 1997-) donde Damian, el niño nuevo al que todos odian anunciaba la llegada de su padre, Satanás, que se batiría en el ring con el mismísimo Jesús. El gran logro de La profecía, la proeza que nos lleva a emparejarla con las obras mayores de Polanski y Friedkin, es justamente la de haber atrapado el imaginario popular cuando se trata de evocar al anticristo. ¿Quién no ha hecho bromas alguna vez con los tres seises?, ¿quién podría olvidar los acordes y coros de la solemne misa satánica urdida por Jerry Goldsmith?, ¿quién puede evitar que un escalofrío le perfile el ánimo ante cualquier rottweiler?

La profecía no es La semilla del diablo ni El exorcista, pero es un clásico, un lugar común cuando se habla del género, vamos, como ahora dicen los millennials, un must.

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