(PDF) Popper Karl La sociedad abierta y sus enemigos I-II | Christian Alarta - Academia.edu
1<. POPPER (1902-1994), sin duda uno de los pensadores más inllu dt" nuestra época, es también autor de El mito del mareo conuu¡ "'''1(1111"1/.1".)/ refutaciones, En busca de un mundo mejor, El mundo de PIII""'/II¡'¡n, '/ 1/((1 /II))I/i/ mente o La responsabilidad de vivir, todos ellos igualmente '111I1í( .ulos por Paidós. ,1111 J (III('~; ~!i ~, ~ ~~: /S/lN 84-493-/847-5 82020 ~I "/88449"318474 11I.11. . . .1. . .711._•••' .q~I'ln afirma su propio autor, este libro esboza algunas de las :i!,t". ~~ ~ '!i dificultades m.is que debe afrontar nuestra civilización, una civilización que no St" L\ recobrado todavía completamente de la conmoción de su nacimiento, dt" I I ransición de la sociedad tribal o «cerrada», con su sometimiento a las fUt"r/.as 1;'1ÓCaS, a la «sociedad abierta», que pone en libertad las facultades cri¡ icas dt"1 ornbre, Popper intenta demostrar, asimismo, que la conmoción producida ., Ir esta transición constituye uno de los factores que hicieron posible LI I »nición de aquellos movimientos reaccionarios que trataron, y tratan 11)(bv ia, (' destruir la civilización para volver a la organización tribal: en el f(lIldo, lo I w hoy llamamos totalitarismo pertenece a una tradición quc no es n í 11l:lS ¡"j;l ni más joven que nuestra propia civilización. El libro puede resultar -ok-mico e intranquilizador (sobre todo por su tratamiento de Platón, I kgd l\Iarx), pero su sinceridad filosófica, su erudición y el vigor de.sus aq.nIll1l'llllls ) Lrccn completamente invulnerable, una de las obras trasccndcm ales dt" \;1 ~) Illem poraneidad. 11portantes ~~ ~~-o sr. ('tI :4 !lo' ..... e: lfi 9 l '1' o S ..... (~ La sociedad abierta ,y sus enemigos rJl 1 lila obra de primerísima importancia que debe ser leída por su lllag-isl ro" I 11 ica de los enemigos de la democracia, antiguos y modernos.' 111 '" ,', p; UnlwI'11dllll 1',111m 1I1 lit 1\ la, 11 id ~lltTI{AND RUSSELL \\ IV, paidos.com ;1; Ii" er ~ IJI .t Karl R. I) \ 16,2 POPK I'aidm¡ ,.. . '11I·(0.'\ 20 Segunda parte LA PLEAMAR DE LA PROFEcíA PREFACIO EL SURGIMIENTO DE LA FILOSOFÍA ORACULAR Capítulo 11. Las raíces aristotélicas del hegelianismo Capítulo 12. Hegel y el nuevo tribalismo. . . .. 219 244 EL MÉTODO DE MARX Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo Capítulo 13. El determinismo sociológico de Marx 14. La autonomía dc la sociología. 15. El historicismo económico 16. Las clases . 17. El sistema jurídico y social .'. 296 304 315 326 333 LA PROFEGÍA DE MARX Capítulo 18. Capítulo 19. Capítulo 20. Capítulo 21. El advenimiento del socialismo. La revolución social . El capitalismo y su destino . . . Valoración de la profecía de Marx 350 361 380 406 LA ÉTICA DE MARX Capítulo 22. La teoría moral del historicismo . . . . . . . . . . . . 412 LA COSECHA Capítulo 23. La sociología del conocimiento. . . . . . . . . . . Capítulo 24. La filosofía oracular y la rebelión contra la razón. 425 437 CONCLUSIÓN Capítulo 25. ¿Tiene la historia algún significado? 471 Notas .. Adenda. 493 799 Si en este libro se habla con cierta dureza de algunos de los más grandes rectores intelectuales de la humanidad, el motivo que nos ha movido a ha­ cerlo no es, ciertamente, el deseo de rebajar sus méritos. Tal actitud surge, más bien, de la convicción de que si nuestra civilización ha de subsistir, de­ bemos romper con la deferencia hacia los grandes hombres creada por el hábito. Los grandes hombres pueden cometer grandes errores y, tal como esta obra trata de demostrarlo, algunas de las celebridades más ilustres del pasado llevaron un permanente ataque contra la libertad y la razón. Su in­ fluencia, rara vez contrarrestada, continúa impulsando por una senda equi­ vocada a aquellos de quienes depende la defensa de la civilización, suscitan­ do divisiones en su seno. La responsabilidad por esta división trágica, y posiblemente fatal, recaerá sobre nosotros, si nos mostramos blandos en la crítica de lo que reconocidamente forma parte de nuestro patrimonio inte­ lectual. Pero nuestra renuencia a censurar una parte del mismo puede de­ terminar su destrucción total. Este libro constituye una introducción crítica a la filosofía de la política y de la historia, como así también un examen de algunos de los principios de la reconstrucción social. En la Introducción se indican su objetivo y el método de estudio empleado. Aun cuando a veces nos referimos al pasado, los problemas tratados son los problemas de nuestra propia época; por ello he procurado con todas mis fuerzas plantearlos con la mayor sencillez po­ sible, a fin de aclarar los males que a todos nos aquejan por igual. Si bien este libro nada presupone sino amplitud de criterios por parte del lector, su objeto no es tanto el de difundir el conocimiento de las cuestiones tratadas como la resolución de las mismas. No obstante, en una tentativa de servir a ambos fines, he reunido todos los temas que encierran un interés más espe­ cializado, en las Notas, que el lector encontrará al final del libro. 8 9 .i\\'!¡II\:IH¡~ _ _ ~~"''''I!"I!![(!!Flrrl!!lm'"""mmlr¡II!'ii'' PREFACIO A LA EDICIÓN REVISADA Si bien gran parte del contenido de este libro había adquirido forma en una fecha anterior, tomé la decisión final de escribirlo en marzo de 1938, el día en que me llegaron las noticias de la invasión de Austria. La tarea de re­ dactarlo se extendió hasta 1943, de modo q~le el hecho de que la mayor par­ te de la obra fuera escrita durante los graves años en que todavía era incier­ to el resultado final de la guerra, puede explicar que algunas de las críticas aquí expresadas resulten de un tono más apasionado y acerbo de lo que se­ ría de desear. Pero no estaban los tiempos entonces como para medir las pa- . labras, o por lo menos esto era lo que yo entendía. En el libro no se hacía mención explícita ni de la guerra ni de ningún otro suceso contemporáneo, pero se procuraba comprender dichos hechos y el marco que les servía de fondo, como así también algunas de las consecuencias que habrían de sur­ gir, probablemente, después de terminada la guerra. La posibilidad de que el marxismo se convirtiese en un problema fundamental nos llevó a tratarlo con cierta extensión. En medio de la oscuridad que ensombrece la situación mundial en 1950, es probable que la crítica del marxismo que aquí se inten­ ta realizar se destaque sobre el resto, como punto capital de la obra. Una vi­ sión tal de la misma, quizá inevitable, no estaría del todo errada, si bien los objetivos del libro son de un alcance mucho mayor. El marxismo solamen­ te constituye un episodio, uno de los tantos errores cometidos por la hu­ manidad en su permanente y peligrosa lucha para construir un mundo me­ jor y más libre. Tal como lo había previsto, algunos críticos me han acusado de mos­ trarme demasiado severo con Marx, en tanto que otros contrastaron lo que consideraron mi benevolencia hacia Marx con la violencia de mi ataque a Platón. Sin embargo, sigo creyendo necesario juzgar a Platón Con un espí­ ritu altamente crítico, precisamente porque la veneración general profesada al «Divino Filósofo» encuentra un fundamento real en su abrumadora obra intelectual. A Marx, por el contrario, se le ha atacado con demasiada fre­ cuencia sobre un terreno personal y moral, de modo que lo que aquí hace falta es, más bien, una severa crítica racional de sus teorías combinada con la comprensión afectiva de su sorprendente atracción moral e intelectual. 11 ,,,,¡I:iIIilIUIIUlmmmmmmll!lll,,,,,,n ':"":1'111111111"'"'_ -'mnwrr! Con ra/,lÍn o sin clla, consideré quc mi crítica era asaz devastadora y que podía permitirme, por lo tanto, buscar las contribuciones reales de Marx, otorgándole a los motivos que sobre él obraron el beneficio de la duda. En todo caso, es evidente que debemos tratar de estimar la fuerza de un adver­ sario si deseamos enfrentarlo con éxito. Ningún libro puede alcanzar nunca una forma definitiva. Cuando cree­ mos haberlo concluido, adquirimos nuevos conocimientos que nos lo ha­ cen aparecer inmaturo. En el caso de mi crítica de Platón y Marx, esa inevi­ table experiencia no fue más perturbadora que de costumbre. Sin embargo, a medida que los años fueron pasando, después de finalizada la guerra, la mayor parte de mis sugerencias positivas y, sobre todo, e! fuerte sentimien­ to de optimismo que impregna toda la obra, me parecieron cada vez más in­ genuos. Mi propia voz comenzó a sonar en mis oídos como si procediese de un pasado remoto, exactamente como la voz de alguno de esos ilusos refor­ madores socialistas del siglo xvm e, incluso, del siglo XVIT. Actualmente, he superado esa depresión sombría, en gran parte gracias a una visita efectuada a Estados Unidos, por lo cual me felicito ahora, al re­ visar e! libro, de haberme circunscrito a la adición de nuevos datos y a la corrección de errores de concepto y de estilo, y de haberme resistido a la ten­ tación de suavizar el tono de la crítica. En efecto, pese a la actual situación de! mundo me siento tan esperanzado como siempre. Advierto ahora con mayor claridad que nunca, que aun los conflictos más graves provienen de algo no menos admirable y firme que peligroso, a saber, nuestra impacien­ cia por mejorar la suerte de nuestro prójimo. Efectivamente, esos conflictos no son sino los residuos de la que constituye, quizá, la más grande de todas las revoluciones morales y espirituales de la historia: de un movimiento ini­ ciado tres siglos atrás, que responde al anhelo de incontables hombres des­ conocidos, de liberar sus propios seres y pensamientos de la tutela de la au­ toridad y e! prejuicio: la empresa de construir una sociedad abierta que rechace la autoridad absoluta de lo establecido por la mera fuerza del hábi­ to y de la tradición, tratando, por el contrario, de preservar, desarrollar y establecer aquellas tradiciones, viejas o nuevas, que sean compatibles con las normas de la libertad, de! sentimiento de humanidad y de la crítica ra­ cional. La voluntad de estos seres no es quedarse cruzados de brazos, de­ jando que toda la responsabilidad del gobierno de! mundo caiga sobre la autoridad humana o sobrehumana, sino compartir la carga de la responsa­ bilidad o los sufrimientos evitables y luchar para eliminarlos. Esta revolu­ ción ha creado temibles fuerzas de destrucción, pero esto no impide que e! hombre llegue a conquistarlas para el bien, en un futuro no lejano. RECONOCIMIENTOS Deseo testimoniar mi gratitud a todos aquellos amigos que hicieron po­ sible la confección de este libro. Al profesor C. G. F. Simkin, que no sólo me ayudó en la elaboración de una versión especial de la obra, sino que también me brindó la oportunidad de aclarar múltiples problemas, a través de detalladas discusiones que abarcaron un período de casi cuatro años. A la señorita Margaret Dalziel, cuya constante ayuda me resultó de un valor inestimable en la preparación de diversos esbozos, como así también del manuscrito definitivo. Al doctor H. Larsen, cuya dedicación al problema del historicismo representó un gran aliento para mí. Al profesor T. K. Ewer, quien leyó todos los originales, efectuando numerosas sugerencias para me­ jorarlo. He contraído una profunda deuda de gratitud con e! profesor F. A. van Hayek, sin cuyo interés y afán e! libro no habría llegado a publicarse. El profesor E. H. Gombrich se ocupó de hacer imprimir el libro, tarea a la cual se agregó la de mantener una permanente y cuidadosa correspondencia en­ tre Inglaterra y Nueva Zelandia. Tan útil ha sido su labor, que difícilmente podría encontrar las palabras adecuadas para expresar lo mucho que le dcbo. Para la revisión de la segunda edición tuve un valioso auxiliar en las de­ talladas anotaciones críticas a la primera edición, facilitadas gentilmente por el profesor Jacob Viner y e! señor J. D. Mabbott. K. R. P. Hacemos presente nuestro reconocimiento a los siguientes editores por el permiso otorgado para efectuar reproducciones parciales de sus obras: George Allen y Unwin, Ltd., por pasajes de Plato To Day, 193Z (Nueva York, Oxford University Press) de R. H. S. Crossman, y de A Study of the Principles ofPolitics, 1920, de G. E. G. Catlin; The Clarendon Press, por pa­ sajes de The Political Philosophies of Plato and Hegel, 1935, de M. B. Fos­ ter; Harcourt, Brace and Company, por pasajes de The Mind and Society, 1935, de V. Pareto, y de Traetatus Logico-Philosophicus, 1921-1922, de L. 12 13 i, ,'liilil,¡.IIIIIIIiII.""""'.i¡;¡;;¡;¡¡¡¡¡;itIlll1l.I••'"#1i1i##MU"""IIM!.,lIfmllrmrrrrm:" , Wittgenstein; Hodder and Stoughton Ltd., por pasajes de Credo, 1936, de K. Barth; Houghton Mifflin Company, por pasajes de History 01 Europe, 1935, de H. A. L. Fisher, y de Marxism: A Post Mortem, 1940, de H. B. Par­ kes; profesor A. Kolnai y sus editores (Londres, Víctor Gollancz, Ltd.; Nueva York, Viking Press, 1938), por pasajes de Tbe War Against the West; Little, Brown and Company, por pasajes de The Good Society (Atlantic Monthly Press) de Walter Lippmann, y de Rats, Lice and History, 1935, de H. Zinsser; The Macmillan Company, por pasajes de A. N. Whitehead, Process and Reality, pu blicado en 1929; Oxford University Press por pasa­ jes de A Study olHistory (publicado con el auspicio del Royal Instituto of lnternational Affairs) de Arnold J. Toynbee; Rinchart and Company, lnc., por pasajes de Nationalism and the Cultural Crisis in Prussia /806-1815, 1939, de A. N. Anderson; Charles Scribner's Sons, por pasajes de Selections [rom Hegel, 1929, reunidos por J. Loewenberg. INTRODUCCIÓN No deseo ocultar el hecho de que sólo puedo ver con repugnancia... la inflada fatuidad de todos estos vo­ lúmenes llenos de sabiduría que se estilan en la actuali­ dad. En efecto, estoy plenamente convencido de que ... los métodos aceptados deben aumentar incesantemente estas locuras y torpezas y de que aun la completa ani­ quilación de todas estas caprichosas conquistas no po­ dría ser, en modo alguno, tan perjudicial como esta fic­ ticia ciencia con su malhadada fecundidad. KANT Este libro plantea problemas que pueden no surgir con toda evidencia de la mera lectura del índice. En él se esbozan algunas de las dificultades enfrentadas por nuestra civi­ lización, de la cual podría decirse, para caracterizarla, que apunta hacia el sentimiento de humanidad y razonabilidad, hacia la igualdad y la libertad; civilización que se encuentra todavía en su infancia, por así decirlo, y que continúa creciendo a pesar de haber sido traicionada tantas veces por tantos rectores intelectuales de la humanidad. Se ha tratado de demostrar que esta civilización no se ha recobrado todavía completamente de la conmoción de su nacimiento, de la transición de la sociedad tribal o «cerrada», con su so­ metimiento a las fuerzas mágicas, a la «sociedad abierta», que pone en li­ bertad las facultades críticas del hombre. Se intenta demostrar, asimismo, que la conmoción producida por esta transición constituye uno de los fac­ tores que hicieron posible el surgimiento de aquellos movimientos reaccio­ narios que trataron, y tratan todavía, de echar por tierra la civilización para retornar a la organización tribal. En él se sugiere, además, que lo que hoy llamamos totalitarismo pertenece a una tradición que no es ni más vieja ni más joven que nuestra civilización misma. De este modo, se procura contribuir a la compresión general del totali­ tarismo y de la significación que entraña la perpetua lucha contra el mismo. Por lo demás, también se procura examinar la aplicación de los métodos críticos y racionales de la ciencia a los problemas de la sociedad abierta. Así, se analizan los principios de la reconstrucción social democrática, princi­ pios éstos que podríamos denominar de la «ingeniería social gradual>, , en 14 15 oposición a la «ingeniería social utópica» (tal como se la explica en el capítu­ lo IX). Se ha tratado también de librar de obstáculos e! camino conducente al conocimiento de los problemas de la reconstrucción social, mediante la crítica de aquellos sistemas filosóficos sociales que son responsables de! di­ fundido prejuicio contra las posibilidades de una reforma democrática. El más poderoso de estos sistemas es, a mi juicio, e! denominado con el nom­ bre de historicismo. La descripción de! surgimiento e influencia de algunas formas importantes de! historicismo constituye uno de los principales tópi­ cos del libro, que quizá podría definirse como un conjunto de notas margi­ nales acerca de! desarrollo de ciertas filosofías historicistas. Bastarán algu­ nas observaciones sobre e! origen de! libro para indicar lo que entendemos por historicismo y la forma en que se relaciona con los demás temas tratados. Pese a que mi principal interés se encamina hacia los métodos de la física (y, en consecuencia, hacia ciertos problemas técnicos que en nada se pare­ cen a los tratados en este libro), también me ha interesado durante muchos a110S el problema de! estado algo insatisfactorio de algunas de las ciencias sociales y, en particular, el de la filosofía social. Claro está que eso plantea e! problema de sus métodos respectivos. Mi interés en este prohlema se vio considerablemente estimulado por el surgimiento del totalitarismo, como así también por la esterilidad de los esfuerzos efectuados por diversas cien­ cias y filosofías sociales para darle algún sentido. En este orden de Cosas hay un punto cuyo esclarecimiento es, en mi opi­ nión, particularmente urgente. Con demasiada frecuencia se escucha la afirmación de que esta o aquc­ lla forma de totalitarismo es inevitable, Infinidad de personas que a juzgar por su inte!igencia y preparación debemos considerar responsables de lo que dicen, declaran que, en este sentido, no hay ninguna escapatoria. Así, nos preguntan si somos realmente tan ingenuos como para creer que la de­ mocracia puede ser permanente, o para no ver que sólo es una de las tantas formas de gobierno que llegan y se van en el transcurso de la historia. Se ar­ guye, además, que la democracia, a fin de combatir el totalitarismo, se ve forzada a copiar sus métodos, tornándose ella misma totalitaria. O bien se afirma que nuestro sistema industrial no puede continuar funcionando sin adoptar los métodos de la planificación colectivista y entonces, de la inevi­ tabilidad de un sistema económico colectivista se deduce la inevitabilidad de la adopción de formas totalitarias de vida social. Esos argumentos pueden parecer suficientemente plausibles; pero la plausibilidad no constituye una guía segura en estas cuestiones. De hecho, no debe emprenderse el examen de estos argumentos aparentemente razo­ nables sin haber considerado antes la siguiente cuestión de método: ¿está dentro de las posibilidades de alguna ciencia social la formulación de prole­ 16 cías históricas de tan vasto alcance? ¿Cabe esperar algo más que la irres­ ponsable respuesta de un adivino cuando nos dirigimos a un hombre para interrogarlo acerca de lo que e! futuro depara a la humanidad? Se trata aquí de la cuestión del método de las ciencias sociales. Eviden­ temente, es más fundamental que cualquier debate relativo a cualquier ar­ gumento particular en defensa de cualquier profecía histórica. El cuidadoso examen de esa cuestión me ha conducido al convencimien­ to de que estas profecías históricas de largo alcance se hallan completamen­ te fuera del radio de! método científico. El futuro depende de nosotros mis­ mos y nosotros no dependemos de ninguna necesidad histórica. Existen, sin embargo, filosofías sociales de gran influencia que sostienen la opinión exac­ tamente contraria. Afirman estos sistemas que todo el mundo procuJ&a uti­ lizar su razón para predecir los hechos futuros; que para un estratega no es ilícito, ciertamente, tratar de prever el resultado de una batalla, y que las fronteras que separan las predicciones de este tipo de las profecías históri­ cas de mayor alcance son sumamente elásticas. A su juicio, la tarea general de la ciencia consiste en formular predicciones o, más bien, en mejorar nuestras predicciones cotidianas, colocándolas sobre una base más segura; y la de las ciencias sociales, en particular, en suministrarnos profecías históri­ cas a largo plazo. También creen haber descubierto ciertas leyes de la histo­ ria que les permiten profetizar e! curso de Jos sucesos históricos. Bajo el nombre de historicismo, be agrupado las diversas teorías sociales que sus­ tentan afirmaciones de este tipo. En otra parte, en The Poverty o] Histori­ cism 11,a pobreza del historicismoi (Económica, 1944-1945), he tratado de rebatir esas pretensiones y de demostrar que, pese a su plausibilidad, se ba­ san en una idea errónea del método de la ciencia, y especialmente, en el ol­ vido de la distinción que debe realizarse entre una predicción científica y una profecía histórica. Mientras me hallaba abocado a la crítica y análisis sistemáticos de las pretensiones del liistoricismo, traté de reunir algunos datos que ilustrasen su desarrollo. Las notas seleccionadas con ese fin se convirtieron luego en la base dc este libro. 1,:1 all~lIisis sistemático del historicisrno procura alcanzar cierto rigor científico. No es éste, sin embargo, el propósito de nuestra obra. En efecto, muchas de las opiniones que en ella se expresan son personales. Lo que sí debemos al método científico es la conciencia de nuestras limitaciones: no ofrecemos pruebas allí donde nada puede ser probado, ni pretendemos ser científicos donde todo lo que puede darse es, a lo sumo, un punto de vista personal. No tratamos tampoco de reemplazar los viejos sistemas filosófi­ cos por otro nuevo, ni de agregar absolutamente nada a todos esos volúme­ nes llenos de sabiduría, a esa metafísica de la historia y del destino, que se 17 ,., estila en la actualidad. Procuramos, más bien, demostrar que esa sabiduría profética resulta perjudicial y que la metafísica de la historia obstaculiza la aplicación de los métodos rigurosos, aunque lentos, de la ciencia a los pro­ blemas de la reforma social. Por último, procuramos demostrar que pode­ mos convertirnos en artífices de nuestro propio destino si nos abstenemos de pretender pasar por profetas. Al investigar el desarrollo de! historicisrno hallé que el peligroso hábito del profetizar histórico, tan difundido entre nuestros rectores intelectuales, llena diversas funciones. Siempre resulta lisonjero pertenecer al círculo ín­ timo de los iniciados y poseer la insólita facultad de predecir e! curso de la historia. Además, existe la tradición de que los guías intelectuales se hallan dotados de dichas facultades, y e! no poseerlas puede conducir a la pérdida del rango. Por otro lado, e! peligro de ser desenmascarados como charlata­ nes es muy reducido, puesto que siempre estarán en condiciones de argüir que es posible efectuar predicciones de menor alcance; y los límites entre éstas y los oráculos no son rígidos. Haya veces, sin embargo, otros motivos quizá más profundos para sos­ tener ese punto de vista hi-storicista. Los profetas que anuncian el adveni­ miento de una época de dicha y prospcridad pueden dar expresión con ello a un sentimiento personal de insatisfacción profundamente arraigado, y también puede suceder que sus sueños den esperanzas y aliento a aquellos que difícilmente podrían subsistir de otro modo. Pero no debemos pasar por alto el hecho de que es probable que su influencia nos impida encarar las tareas cotidianas de la vida social. Yesos profetas menores que anuncian el probable acaecimiento de ciertos hechos como, por ejemplo, la caída fi­ nal en el totalitarismo (o quizá en el «cmprcsarismo»), pueden estar coope­ rando, sin saberlo, y ya sea que les guste o no, para que dichos hechos ten­ gan efectivamente lugar. Su dictamen ele que la democracia no ha de durar eternamente es tan cierto o tan poco significativo -según el caso- como la afirmación de que la razón humana no ha de durar eternamente, dado que sólo la democracia proporciona un marco institucional capaz de permitir las reformas sin violencia y, por consiguiente, el uso de la razón en los asun­ tos políticos. Pero, naturalmente, su pesimismo tiende a desalentar a aque­ llos que luchan contra el totalitarismo, favoreciendo, en cambio, la rebelión contra la vida civilizada. Puede hallarse otro motivo ulterior para esta posi­ ción destructiva en el hecho de que la metafísica historicista permite alige­ rar a los hombres del peso de sus responsabilidades. Si se sabe de antemano que las cosas habrán de pasar indefectiblemente, haga uno lo que haga, ¿de qué vale luchar contra ellas? Y así, es muy posible que se abandone, en par­ ticular, toda tentativa de controlar aquellas cosas que la mayoría de la gen­ te está de acuerdo en considerar males sociales, tales como la guerra o, para mencionar otro hecho más pequeño aunque no menos importante, la tira­ nía de un caudillo despótico. No pretendo sugerir que el historicisrno tenga siempre semejantes efec­ tos. Hay historicistas -especialmente entre los marxistas- que no tienen el menor propósito de liberar a los hombres del peso de sus responsabilida­ des. Por otro lado, hay algunas filosofías sociales que pueden o no ser con­ sideradas historicistas, pero que predican la impotencia de la razón en la vida social y que, por su antirracionalisrno, propugnan la siguiente actitud: «hay que seguir al Líder Supremo, al Gran Hombre de Estado, o bien, hay que convertirse en Líder»; actitud ésta que significa, para la mayoría de la gente, el sometimiento pasivo a las fuerzas personales o anónimas que go­ biernan la sociedad. • Es interesante observar, con todo, que algunos de aquellos que denun­ cian la razón y llegan a culparla, incluso, de los males sociales de nuestro tiempo, lo hacen, por un lado, porque se dan cuenta de que el hecho de la profecía histórica sobrepasa el poder de la razón y, por el otro, porque no pueden concebir que la ciencia social, o la razón en la sociedad, tengan otra función que la del profetizar histórico. En otras palabras: no son sino his­ toricistas desilusionados, es decir, hombres que a pesar de comprender la pobreza del historicismo, no advierten que retienen consigo el prejuicio his­ toricista fundamental, a saber, la doctrina de que las ciencias sociales, para tener algún valor, han de ser proféticas. Claro está que esta actitud debe conducir a un rechazo de la aplicabilidad de la ciencia y de la razón a los problemas de la vida social y, en última instancia, a la doctrina del poder, de la dominación y del sometimiento. ¿Por qué todas estas filosofías sociales se vuelven contra la ci vilización? ¿Y cuál es el secreto de su popularidad? ¿Por qué atraen y seducen a tantos intelectuales? Personalmente me inclino a creer que la razón reside en su deseo de dar expansión a una insatisfacción profundamente arraigada, fren­ te a un mundo que no se acerca, ni siquiera lejanamente, a nuestros ideales morales ni a nuestros sueños de perfección. La tendencia del historicismo (y de las posiciones afines) a defender la rebelión contra la civilización puede obedecer al hecho de que el historicismo es en sí mismo, con mucho, u na reacción contra el peso de nuestra civilización y su exigencia de responsabi­ lidad personal. Si bien estas últimas alusiones resultan un tanto vagas, deberán bastar para una introducción. Más adelante serán abonadas con datos históricos, especialmente en el capítulo «La Sociedad abierta y sus enemigos». En cier­ to momento tuve la tentación de colocar ese capítulo al principio del libro, pues por el interés del tópico tratado habría resultado, ciertamente, una in­ troducción más atrayente para el lector. Pero finalmente llegué a la conclu­ 18 19 ,!! l'II'.I""I·'!i"'ill,!illlllllll!l"tff!_~m","m'IIIIII"'"III"nllf!IIIlfltllllllllllnnl!flflllf!lHlnllll!'"I1!ml!llmlllllm!H!!!lIiIjIl1 1 i ' fi !i : 1 i i " , sión de que no era posible experimentar todo el peso de tal interpretación histórica si no iba precedida por el análisis de los temas tratados en los ca­ pítulos anteriores del libro. Al parecer, es necesario experimentar primero la conmoción de comprobar la identidad entre la teoría platónica de la jus­ ticia y la teoría y práctica del totalitarismo moderno para poder compren­ der lo urgente que se torna la interpretación de esos problemas. Primera parte EL INFLUJO DE PLATÓN I1 i. ,[1 ¡ En favor de la sociedad abierta (alrededor del año 430 a. C.) Si bien sólo unos pocos son capaces de dar origen a una política, todos nosotros somos capaces de juzgarla. PERICLES DE ATENAS Contra la sociedad abierta (unos 80 años después) :11 11 !I\1 De todos los principios, el más importante es que nadie, ya sea hombre o mujer, debe carecer de un jefe. Tampoco ha de acostumbrarse el espíritu de nadie a permitirse obrar siguiendo su propia iniciativa, ya sea en el trabajo o en el placer. Lejos de ello, así en la guerra como en la paz, todo ciudadano habrá de fijar la vista en su jefe, siguiéndolo fielmente, y aun en los asuntos más triviales deberá mantenerse bajo su mando. Así, por ejemplo, deberá levantarse, moverse, lavarse, o comer... sólo si se le ha ordenado hacerlo. En una palabra: debe­ rá enseñarle a su alma, por medio del hábito largamente practicado, a no soñar nunca actuar con independencia, ya tornarse totalmente incapaz de ello. PLATÓN DE ATENAS 20 • [i:.II.;II,.I[[I;¡If¡fHIIIIIllQÍIII.IIIlI .;;M;~~I!IIIIIl!IIl!'II~llillHlIlI11111 1 ' 1 ' 1 ' ;; ' EL MITO DEL ORIGEN Y DEL DESTINO Capítulo 1 EL HISTORICISMO y EL MITO DEL DESTINO Se halla ampliamente difundida la creencia de que toda actitud verdade­ ramente científica o filosófica, como así también toda comprensión más profunda de la vida social en general, debe basarse en la contemplación e in­ terpretación de la historia humana. En tanto que el hombre corriente acep­ ta sin consideraciones ulteriores su modo de vida y la importancia de sus experiencias personales y pequeñas luchas cotidianas, se suele decir que el investigador o filósofo social debe examinar las cosas desde un plano más elevado. Así, desde su ángulo, ve a] individuo como un peón, como un ins­ trumento casi insignificante dentro del tablero general del desarrollo huma­ no. y descubre entonces que los actores realmente importantes en el Esce­ nario de la Historia son, o bien las G randes Naciones y su Grandes Líderes, o bien, quizá, las Grandes Clases, o las Grandes Ideas. Sea ello como fuere, nuestro investigador tratará de comprender el significado de la comedia re­ presentada en el Escenario Histórico y las leyes que rigen el desarrollo his­ tórico. Claro está que si logra hacerlo será capaz de predecir las evoluciones futuras de la humanidad. Podrá, asimismo, dar una base sólida a la política y suministrarnos consejos prácticos acerca de las decisiones políticas que pueden tener éxito o que están destinadas al fracaso. Talla descripción sumamente sintética dc la actitud que denominare­ mos historicisrno. Se trata de 11l1a antigua idea o, más bien, de un conjunto de ideas más o menos vinculadas entre sí que han terminado por convertir­ se, desgraciadamente, en parte tan grande de nuestra atmósfera espiritual, que por lo común las damos por sentadas sin ponerlas en tela de juicio. En otra parte he tratado de demostrar que el enfoque historicista de las ciencias sociales ofrece resultados verdaderamente pobres. H e tratado tam­ bién de perfilar un método que, a mi juicio, podría producir mejores frutos. Pero aun cuando el historicisrno sea un método defectuoso, incapaz de producir resultados ele valor, puede resultar útil el estudio de la forma en que se originó y que llegó a difundirse con tanto éxito. Una indagación his­ tórica emprendida con este propósito puede servir, al mismo tiempo, para analizar la variedad de ideas que se ha ido acumulando alrededor de la doc­ trina historicista central, la cual afirma que la historia está regida por leyes 23 ['¡'illi'I¡'!III!¡¡!IIIIIII~IIIII.¡.I.iI*;'M""MIi4Ik1IkM:::¡¡;;;¡;¡;;;;'"UUmIlNlIi1ll4#1 IIMIIIIIIII"" " IH il i rl i i interpretados, por lo tanto, como un ataque a la religión. En este capítulo, 1.1 doctrina del pueblo elegido nos ha servido sólo como ejemplo. Su valor como tal puede apreciarse fácilmente en el hecho de que sus principales ca­ racterísticas) son compartidas por las dos versiones modernas más impor­ tantes del historicismo, cuyo análisis comprenderá el cuerpo principal de esta obra; nos referimos a la filosofía histórica del racismo o fascismo, por una parte (la derecha), y la filosofía histórica marxista por la otra (la iz­ quierda). En lugar del pueblo elegido, el racismo nos habla de raza elegida (por Gobincau), seleccionada como instrumento del destino y escogida como heredera final de la tierra. La filosofía histórica de Marx, a su vez, no habla ya de pueblo elegido ni de raza elegida, sino de la clase elegida, el ins­ trumento sobre el cual recae la tarea de crear la sociedad sin clases, y la cla­ se destinada a heredar la tierra. Ambas teorías basan su pronóstico históri­ co en una interpretación de la historia conducente al descubrimiento de cierta ley que rige su desarrollo. En el caso del racismo, se la considera una especie de ley natural; la superioridad biológica de la sangre de la raza ele­ gida explica el curso de la historia, pretérito, prcsente y futuro; no se trata aquí sino de la lucha de las razas por el predominio. En el caso de la filoso­ fía marxista de la historia, la leyes de carácter económico; toda la historia debe ser interpretada como una lucha de clases por la supremacía económica. La índole historicista de estos dos movimientos confiere a nuestra in­ vestigación 11n carácter limitado. ' Más adelante, a 10 largo dcllibro, vol ve­ remos sobre ellos y tendremos ocasión de remontar su origen a la fuente co­ mún de la filosofía de Hegel, por 10 cual habremos de ocuparnos, también, del examen de dicho sistema. Y puesto que Hegel 5 sigue los pasos, en varios puntos fundamentales, de ciertos filósofos antiguos, será necesario exami­ nar también las teorías de Heráclito, Platón y Aristóteles antes de retornar a las formas más modernas del historicismo. históricas o evolutivas específicas cuyo descubrimiento podría permitirnos profetizar el destino del hombre. Puede hallarse un buen ejemplo de historicismo, al que hasta ahora sólo hemos caracterizado en forma más bien abstracta, en una de sus formas más simples y antiguas, a saber, la doctrina del pueblo elegido. Se intenta con ella tornar comprensible la historia mediante una interpretación teísta, es decir, mediante el reconocimiento de Dios como autor de la comedia repre­ sentada sobre el Escenario Histórico. La teoría del pueblo elegido supone, en particular, que Dios ha escogido a un pueblo para que se desempeñe como instrumento dilecto de Su voluntad, y también que este pueblo habrá de heredar la tierra. En esta teoría, la ley del desarrollo histórico responde a la Voluntad de Dios. He aquí, pues, la diferencia específica que distingue la forma teísta de las demás formas de historicismo, El historicismo naturalista, por ejemplo, podría tratar la ley evolutiva como una ley de la naturaleza; un historicismo espiritualista, como la ley del desarrollo espiritual; un historicisrno econó­ mico, por fin, como una ley del desarrollo económico, El historicisrno tefs­ ta comparte con estas otras formas la doctrina de que existen leyes históri­ cas específicas, susceptibles de ser descubiertas y sobre las cuales pueden basarse las predicciones relacionadas con el futuro de la humanidad. No cabe ninguna duda de que la teoría del pueblo elegido surgió de la forma tribal de vida social. El tribalismo -la asignación de una importan­ cia suprema a la tribu, sin la cual el individuo no significa nada en absolu­ to- es un elemento que habremos de encontrar en muchas de las formas de la teoría historicista. Otras formas que han superado ya la etapa tribalista pueden retener todavía cierto grado de colectiuismo; así, puede suceder que realcen la significación de cierto grupo colectivo -por ejemplo, una clase­ sin la cual el individuo no representa nada en absoluto. Otro aspecto de la teoría del pueblo elegido es el carácter remoto de aquello que se 110S pre­ senta como fin de la historia. En efecto, si bien se puede llegar a describir ese fin con cierto grado de precisión, debemos recorrer un largo camino antes de alcanzarlo. Pero el camino no sólo es largo sino también tortuoso, con vueltas hacia derecha e izquierda, adelante y atrás, En consecuencia, resulta posible acomodar convenientemente todo hecho histórico concebible den­ tro del esquema de la interpretación. De tal modo, ninguna experiencia concebible puede refutarlo." Pero a quienes creen en él, les suministra certe­ za en cuanto se refiere al resultado final de la historia humana. En el último capítulo del libro trataremos de efectuar una crítica de la interpretación teísta de la historia, como de demostrar también que algunos de los pensadores cristianos más grandes repudiaron esta teoría por consi­ derarla idólatra. Los ataques contra esta forma de historicisrno no deben ser 25 24 11 "i!liilll¡li!I'llml"~~.II~"'I"'"IMM'.I,"_••MIII",,"lllIlllllltlllm"'I»11ti"; Capítulo 2 Sólo con Heráclito encontramos en Grecia teorías comparables, por su carácter historicista, con la doctrina del pueblo elegido. En la interpretación teísta, o más bien politeísta, de Homero, la historia se presenta como el pro­ ducto de la voluntad divina. Pero los dioses homéricos no han establecido las leyes generales de su desarrollo. Lo que Homero trata de destacar y ex­ plicar no es la unidad de la historia sino, más bien, su falta de unidad. El au­ tor de la comedia representada en el Escenario de la Historia no es un solo Dios; toda una variedad de dioses participan en ella. Lo que la interpreta­ ción homérica comparte con la judía es cierto vago sentimiento del destino y la idea de fuerzas ocultas entre bambalinas. Pero según Homero, el desti­ no final se mantiene secreto, conservando, a diferencia de su contraparte ju­ día, su misterio. El primer griego que introdujo una teoría historicista más definida fue Hesíodo, probablemente bajo la influencia de las fuentes orientales. Hesío­ do difundió la idea de un impulso o tendencia general, en determinado sen­ tido, del desarrollo histórico. Su interpretación de la historia es pesimista: según él, la humanidad, alcanzada la edad de oro, está luego destinada a de­ generar, tanto física como moralmente. La culminación de las diversas ideas historicistas profesadas por los primeros filósofos griegos llega con Platón, quien, en una tentativa de interpretar la historia y la vida social de las tribus griegas y, en particular, de los atenienses, trazó una grandiosa pin­ tura filosófica del mundo. En su historicismo, sufrió una fuerte influencia de sus diversos predecesores, especialmente de Hesíodo; sin embargo, la in­ fluencia de mayor peso deriva directamente de Heráclito. Heráclito fue el filósofo que descubrió la idea de cambio. Hasta esta época, los filósofos griegos, bajo la influencia de las ideas orientales, habían visto el mundo como un enorme edificio, en el cual los objetos materiales constituían la sustancia de que estaba hecha la construcción.' Comprendía ésta la totalidad de las cosas, el cosmos (que originalmente parece haber sido una tienda o palio oriental). Los interrogantes que se planteaban los filóso­ fos eran del tipo siguiente: «¿de qué está hecho el mundo?», o bien: «¿cómo está construido, cuál es su verdadero plan básico ?» Consideraban la filoso­ fía o la física (ambas permanecieron indiferenciadas durante largo tiempo) como la investigación de la «naturaleza», es decir, del material original con que este edificio, el mundo, había sido construido. En cuanto a los procesos dinámicos, se los consideraba, o bien como parte constitutiva del edificio, o bien como elementos reguladores de su conservación, modificando y res­ taurando la estabilidad o el equilibrio de una estructura que se consideraba fundamentalmente estática. Se trataba de procesos cíclicos (aparte de los procesos relacionados con el origen del edificio; los orientales, Hesíodo y otros filósofos se planteaban el interrogante de «¿quién lo habrá hecho?»). Este enfoque tan natural aun para muchos de nosotros todavía, fue dejado de lado por la genial concepción de Heráclito. Según ésta, no existía edificio alguno ni estructura estable ni cosmos. «El cosmos es, en el mejor de los ca­ sos, una pila de basuras amontonadas al azar», nos declara Heráclito.' Para él, el mundo no era un edificio, sino, más bien, un solo proceso colosal; no la suma de todas las cosas, sino la totalidad de todos los sucesos o cambios o hechos. «Todo fluye y nada está en reposo»; he ahí el lema de su filosofía. Durante largo tiempo se dejó sentir la influencia del descubrimiento de Heráclito sobre el desarrollo de la filosofía griega. Los sistemas filosóficos de Parménides, Demócrito, Platón y Aristóteles pueden describirse todos adecuadamente como otras tantas tentativas de resolver los problemas plan­ teados por este universo en perpetua transformación, descubierto por He­ ráclito. Difícilmente puede sohrccstimarse la grandeza de este descubri­ miento, que ha sido calificado de aterrador y cuyo electo se ha comparado con el de un «terremoto en el cual... todo parece oscilar».' Por mi parte, no me cabe ninguna duda de que Heráclito llegó a este descubrimiento debido a terribles experiencias personales, padecidas como resultado de los trastor­ nos sociales y políticos de la época que le tocó vivir. Heráclito, el primer fi­ lósofo que se ocupó, no ya «de la naturaleza», sino incluso de problemas ético-políticos, vivió en un momento histórico de revolución social. Era la época en que las aristocracias tribales griegas comenzaban a ceder ante el nuevo empuje de la democracia. Si queremos comprender el efecto de esta revolución deberemos recor­ dar la estabilidad y rigidez de la vida social en una aristocracia tribal. La vida social se halla determinada por tabúes sociales y religiosos; todos los individuos tienen su lugar asignado dentro del conjunto de la estructura so­ cial; todos sienten que su lugar es el apropiado, el «natural», puesto que les ha sido adjudicado por las fuerzas que gobiernan el universo; todos «cono­ cen su lugar». De acuerdo con la tradición, la condición de Heráclito era la de herede­ ro de la familia real de reyes sacerdotes de Éfeso, pero renunció a sus dere­ chos en favor de su hermano. Pese a su orgullosa negativa a tomar parte en 26 27 HERÁCLITO ·¡lI:~~'IllI~.IIIII~mMHIHrn!lln·¡·'·'·· la vida política de su ciudad, defendió la causa de los aristócratas, quienes trataban en vano de contener la impetuosa marea de las nuevas fuerzas re­ volucionarias. Estas experiencias en e! campo social o político se reflejan claramente en los fragmentos que se conservan de su obra.' «Los ciudada­ nos adultos de Éfeso tendrían que ahorcarse todos, uno por uno, y dejar e! gobierno de la ciudad en manos de los niños ... », dice Heráclito en uno de sus exabruptos provocados por la decisión de! pueblo de expatriar a Her­ miodoro, un aristócrata amigo suyo. Su interpretación de los motivos de! pueblo reviste e! mayor interés, pues demuestra que el caballito de batalla de las argumentaciones antidemocráticas no ha cambiado mucho desde los primeros días de la democracia. «Dicen ellos: no debe haber mejores entre nosotros, y si alguno se destaca, entonces que se vaya a otra parte, con otra gente.» Esta hostilidad hacia la democracia irrumpe a través de todos sus fragmentos: «...el populacho se llena e! vientre como las bestias... Escogen por guías a los vates y las creencias populares, sin advertir que los malos constituyen mayoría y sólo la minoría es buena... En Priena habitaba Bias, hijo de Teutabes, cuya palabra pesa más que la de otros hombres. (Y éste decía: "la mayoría de los hombres son malvados" ... El populacho por nada se preocupa, ni aun por las cosas con que se da de narices, ni tampoco pue­ de aprender lección alguna, aunque esté convencido de que sí puede». Den­ tro de este mismo tenor afirma: «La ley puede exigir, también, que sea obe­ decida la voluntad de Un Hombre». Otra expresión del punto de vista conservador y antidemocrático de Heráclito resulta, por una casualidad, perfectamente aceptable para los demócratas en su significado aparente, aunque no en su intención: «Un pueblo debe luchar por las leyes de su ciu­ dad como si fueran sus muros». Pero la lucha de Heráclito en defensa de las antiguas leyes de su ciudad resultó vana; y lo efímero de todas las cosas dejó una impresión imborrable en su espíritu. Con su teoría del cambio no hace sino dar expresión a este sentimiento:" «Todo Huye», declara, y también, «no es posible bañarse dos veces en el mismo río». Desilusionado, argumentó contra la creencia de que el orden social existente habría de durar eternamente: «No debemos con­ ducirnos como niños alimentados con la estrecha mira que se expresa en la frase "así nos llegó a nosotros"». Esta insistencia en el cambio y, especial­ mente, en la transformación de la vida social, constituye una importante ca­ racterística, no sólo de la filosofía de Heráclito, sino también del historicis­ mo en general. Que las cosas y hasta los reyes cambian es una verdad indiscutible que debe grabarse perfectamente, especialmente en aquellos que aceptan sin actitud crítica su medio social. Sin embargo, si bien hemos de admitir esta parte de su doctrina, el todo padece una de las características más perniciosas del historicisrno, a saber, la atribución de una importancia :r,11 rl¡ , IIJI 'j i I q I ,¡1II i " :1i I :! '11 1I i, " excesiva al cambio, junto con la creencia complementaria en una ley del des­ tino inexorable e inmutable. En esta creencia nos vemos enfrentados con una actitud que, si bien pa­ rece contradecir, a primera vista, la insistencia de los historicistas en e! cam­ bio, es característica de la mayoría, si no de todos ellos. Quizá podamos explicar esta actitud si interpretamos la insistencia del historicista en lo mudable como síntoma de un esfuerzo necesario para vencer una resisten­ cia inconsciente a la idea de cambio. Esto explicaría, también, la tensión emocional que conduce a tantos historicistas (aun en nuestros días) a hacer hincapié en la novedad de la revelación nunca oída que deben formular a la humanidad. Estas consideraciones sugieren la posibilidad de que los histo­ ricistas teman las transformaciones y que no sean capaces de aceptar la idea de cambio sin una seria lucha interior. A menudo, parece como si tratasen de consolarse por la pérdida de un mundo estable, aferrándose a la concepción de que todo cambio se halla gobernado por una ley inmutable. (En Parmé­ nides y en Platón llegaremos a encontrar, incluso, la teoría de que el cam­ biante mundo en que vivimos es sólo una ilusión y de que existe otro mun­ do más real que se mantiene eternamente inalterable.) En el caso de Heráclito, la importancia atribuida al cambio lo conduce a la teoría de que todos los objetos materiales, ya sean sólidos, líquidos o ga­ seosos, son semejantes a llamas, es decir, que más que objetos son procesos y equivalen todos ellos a otras tantas transformaciones del fuego. La tierra (compuesta de cenizas), aparentemente tan sólida, no es sino fuego en un estado de transformación, y hasta los líquidos (y pueden convertirse en combustible, quizá bajo la forma de petróleo). «La primera transformación del fuego es el mar; pero del mar, la mitad es tierra y la otra mitad, aire ca­ liente.»" De este modo, todos los demás «elementos» -la tierra, el agua y el aire- son producto de la transformación del fuego: «Todas las cosas pue­ den transformarse en fuego y, a la inversa, del mismo modo que el oro pue­ de convertirse en mercaderías y las mercaderías en oro». Pero habiendo reducido todas las cosas a llamas, a procesos semejantes al de la combustión, Heráclito cree ver en esos procesos una ley, una medi­ da, una razón, una sabiduría; y habiendo destruido el cosmos como edificio y declarado que sólo era un montón de basuras, lo rescata para introducir­ lo nuevamente bajo la forma del orden predestinado de los sucesos en el proceso universal. Todo proceso deluni verso y, en particular, el propio fuego, se desarro­ lla de acuerdo con una ley definida que es su «medida»;" es ésta una ley ine­ xorable e irresistible y, en esto, la idea de Heráclito se asemeja a nuestra moderna concepción de la ley natural, como así también a la concepción de las leyes históricas o evolutivas de los historiadores modernos. Pero discre- I 1 l II¡ II I¡ IIII ,11 11 1 11'1 28 29 !'¡:! 1 II ,1, ,111 :1 pa de estas concepciones en la medida en que considera a la ley un decreto de la razón, cuyo cumplimiento se halla compelido por el castigo, exacta­ mente de la misma manera que la ley impuesta por el Estado. Esa falta de di­ ferenciación entre las leyes o normas legales por un lado y por el otro, las le­ yes o uniformidades de la naturaleza, constituye un rasgo característico del tabuismo tribal. En efecto, ambos tipos de leyes son considerados igual­ mente mágicos, de modo que resulta inconcebible toda crítica racional de los tabúes creados por el hombre, así como resulta inconcebible toda tenta­ tiva de perfeccionar la razón y sabiduría última de las leyes del mundo na­ tural: «Todos los hechos acaecen con la necesidad del destino... el sol no se desviará un solo paso de su trayectoria, so pena de que las diosas del Destino, las emisarias de la Justicia, lo encuentren y lo vuelvan de inmediato a su curso». Pero el sol no sólo obedece a la ley; el Fuego, bajo la forma del sol y (como veremos) del rayo de Zeus, vigila el cumplimiento de la ley y se pronuncia en su conformidad. «El sol es el celoso custodio de los períodos, limitando, juzgando, anunciando y manifestando los cambios y estaciones que son la fuente de todas las cosas... Este orden cósmico, que es el mismo para todas las cosas, no ha sido creado ni por dioses ni por hombres; siem­ pre fue, es y será UI1 Fuego eternamente encendido que se aviva conforme a la medida y decrece también de acuerdo con ella ... En su obra el Fuego lo juzga, lo toma y lo condena todo.» Frecuentemente se encuentra cierto elemento místico combinado con la idea historicista de un destino implacable. En el capítulo 24 ellcctor hallará un análisis crítico del misticismo; aquí sólo nos limitaremos a mostrar el papel desempeñado por el antirracionalismo y el misticismo en la filosofía de Heráclito:" «A la naturaleza le gusta ocultar -declara- y el Señor cuyo oráculo se encuentra en Delfos ni revela ni esconde, sino que expresa su sig­ nificado por medio de sugerencias». El desprecio de Heráclito hacia los in­ vestigadores de mentalidad más empírica es típico de aquellos que adoptan esta actitud: «Aquel que conoce muchas cosas no necesita tener muchos cerebros pues, de otro modo, Hesíodo y Pitágoras los hubieran tenido en mayor número y lo mismo J cnófanes... Pitágoras es el abuelo de todos los impostores». Del brazo de este desdén hacia los hombres de espíritu científico, marcha la teoría mística de la comprensión intuitiva. La teoría heraclítea de la razón tomó corno punto de partida el conocimiento de que si estamos despiertos, vivimos en un mundo común. Podemos comunicar­ nos y controlar y verificar nuestras existencias, unos con otros; y aquí resi­ de nuestra seguridad de que no somos víctimas de una ilusión. Pero a esta teoría también se le atribuye un segundo significado de carácter simbólico o místico. Se trata de la teoría de la intuición mística conferida a los elegi­ dos, a aquellos que se hallan despiertos, que tienen la facultad de ver, oír y 30 .• . 1·1 .1.1 .¡. i l..tI.lar: «No debemos comportarnos y hablar como si estuviéramos dormi­ ,I"s ... quienes se hallan despiertos poseen un mundo común; aquellos que .lucrmen se encierran en sus mundos privados... Ellos son incapaces tanto ,1,· escuchar como de hablar. .. Aun cuando oigan, es como si fueran sordos, v puede decirse de ellos aquello de que "están presentes y sin embargo no 1" están" ... Una sola cosa es la sabiduría: comprender el pensamiento que V,nía a todas las cosas a través de todas las cosas». El mundo cuya experien­ ,·ia resulta común a aquellos que se hallan despiertos es la unidad mística, lo .,j ngular entre todas las cosas, que sólo puede ser aprehendido por la razón: "Debemos seguir aquello que es común a todos ... La razón es común a to­ dos ... Todo se convierte en Uno y Uno se convierte en Todo... El Uno que representa exclusivamente la sahiduría quiere y no quiere ser llamado por el nombre de Zeus ... Es el rayo que guía todas las cosas». y baste por ahora en cuanto a los rasgos generales de la filosofía de He­ ráclito sobre el cambio universal y el destino oculto. De esta filosofía se des­ prende la teoría de la fuerza impulsora que yace detrás de todo cambio, teo­ ría que manifiesta su índole historicista en su insistencia sobre la importancia de la «dinámica social», en oposición a la «estática social». La dinámica hera­ clítea de la naturaleza, en general, y de la vida social, en particular, confirma la opinión de que su filosofía le fue inspirada por los trastornos sociales y po­ líticos que le tocó experimentar. En efecto, Heráclito declara que la lucha o la guerra constituye el principio dinámico y a la vez creador de todo cambio y, especialmente, de todas las diferencias que existen entre los hombres. Y como buen historicista típico ve en el juicio de la historia un juicio de carác­ ter moral," pues sostiene que el resultado de la guerra es siempre justo:" «La guerra es la madre y reina de todas las cosas. Ella demuestra quiénes son dio­ ses y quiénes meros hombres, convirtiendo a éstos en esclavos y a aquéllos en amos... Ha de saberse que la guerra es universal y que la justicia es pugna, y que todas las cosas se desarrollan a través de la lucha y por necesidad». Pero si la justicia es lucha o guerra; si «las diosas del Destino» son, al mismo tiempo, "las emisarias de la Justicia»; si la historia, o, mejor dicho, si el éxito --es decir, el éxito en la guerra- constituye el criterio para medir el mérito, entonces el patrón mismo del mérito debe hallarse también «en continuo fluir». Heráclito resuelve este problema por medio de su relativis­ mo y de su doctrina de la identidad de los opuestos. Tal se desprende de su teoría del cambio (que sigue siendo la base de la teoría de Platón y aún más todavía de la de Aristóteles). Un objeto que cambia debe perder cierta pro­ piedad para adquirir la propiedad opuesta. Más que de un objeto, se trata­ ría, entonces, de un proceso de transición de un estado a otro opuesto, o sea, una unificación de los estados opuestos:!! «Los objetos fríos se calientan y los calientes se enfrían; lo que está húmedo se seca y lo que está seco se hu­ 31 IMikZ¡",,,,m;;.JJUUM4JM;;;;;U;MMIMJRJUkiii;;¡Jt4;¡;hhlU:;UU;;:;¡¡UMM;;IiU#lM#1UWMUM;,,,,,,NiM""'MRM""M'Mhmff",R"Hn ;; IfI;¡ * ";¡¡"¡¡¡"',*""R"mt'ffry 'lfl ' "~ medece... La enfermedad nos permite apreciar la salud... La vida y la muer­ te; la vigilia y el sueño; la juventud y la vejez, todo esto es idéntico, pues lo primero se convierte en lo segundo y esto vuelve a ser lo primero... lo di­ vergente concuerda consigo mismo: es una armonía resultante de tensiones opuestas, como en el arco o en la lira ... Los opuestos se pertenecen mutua­ mente; la mejor armonía resulta de la disonancia y todo se desarrolla a tra­ vés de la lucha... La senda que conduce hacia arriba y la que conduce hacia abajo es la misma... La línea recta y la tortuosa son una sola e idéntica línea... I Para los dioses, todas las cosas son hermosas, buenas y justas; los hombres, sin embargo, a algunas las consideran justas y a otras, injustas...•El bien y el I mal son idénticos». Pero el relativismo de los valores (podría describírselo, incluso, como un 1'1 relativismo ético) expresado en el último fragmento no le impide a Heráclito .•! desarrollar sobre el marco de su teoría de la justicia, de la guerra y del verc- I dicto de la historia, una ética tribalista y romántica de la Fama, del Destino y :/ de la superioridad del Gran Hombre, todo lo cual se asemeja extrañamente a I algunas ideas sumamente modernas:" «Aquel que caiga luchando será glori­ ficado por los Dioses y por los hombres... Cuanto más grande la caída, más glorioso el destino... Los mejores buscan una sola cosa por encima de todo: la fama eterna... un solo hombre vale más que diez mil, si es Grande». Sorprende hallar en esos antiguos fragmentos, cuya fecha se remonta al l año 500 a. C., tantas ideas características del moderno historicismo y de las recientes tendencias antidemocráticas. Pero aparte del hecho de que Herá­ clito fue un pensador de fuerza y originalidad no superadas y que, en con­ secuencia, muchas de sus ideas se han convertido (a través de Platón) en parte constitutiva del cuerpo principal de la tradición filosófica, la similitud filosófica quizá pueda explicarse, hasta cierto punto, por la similitud de las condiciones sociales de los períodos pertinentes. Es como si las ideas histo­ ricistas adquirieran relieve espontáneamente en las épocas de grandes trans­ formaciones sociales. Así, hicieron su aparición cuando se derrumbó la vida tribal griega, y también cuando la de los hebreos cayó bajo el impacto de la conquista babilónica." No pueden caber grandes dudas, a mi juicio, de que la filosofía de Heráclito constituye la expresión de un sentimiento de andar a la deriva; sentimiento que parece constituir una típica reacción ante la di­ solución de las antiguas formas tribales de vida social. En la Europa de los tiempos modernos las ideas historicistas fueron resucitadas durante la revo­ lución inelustrial, especialmente a raíz del impacto de las revoluciones polí­ ticas en América y Francia." Parece ser algo más que una mera coincidencia el que Hegel, que tanto tomó del pensamiento de Heráclito transmitiéndo­ lo a todos los movimientos historicistas modernos, fuera el intérprete de la reacción contra la Revolución Francesa. Capítulo 3 LA TEORÍA PLATÓNICA DE LAS FORMAS O IDEAS La vida de Platón transcurrió en un período de guerras y luchas políti­ cas que, a juzgar por lo que sabemos, fue aún más inestable que aquel en que había vivido Heráclito. Antes de Platón, cl derrumbe de la vida tribal de los griegos había provocado en Atenas, su ciudad natal, un período de tiranía, al cual había sucedido el establecimiento de una democracia que trató celo­ samente de protegerse contra cualquier tentativa de introducir nuevamente la tiranía o la oligarquía, esto es, el gobierno de las principales familias aris­ tocráticas.' Durante la juventud de Platón, el gobierno democrático de Ate­ nas se vio envuelto en una guerra mortal con Esparta, la ciudad cabecera del Peloponeso, que había conservado muchas de las leyes y costumbres de la antigua aristocracia tribal. La guerra del Peloponeso duró, incluida una in­ terrupción, veintiocho años. (En el capítulo 10, donde se examina más deta­ lladamente el marco histórico, habrá oportunidad de advertir que la guerra no finalizó con la caída de Atenas en el año 404 a. c., como suele afirmar­ se.)' Platón nació durante la guerra y tenía veinticuatro años cuando ésta terminó. Los resultados de la contienda fueron terribles epidemias. Ham­ bre en su último año, la caída de la ciudad ele Atenas, guerra civil y un go­ bierno de terror denominado corrientemente el gobierno de los Treinta Tiranos; éstos obedecían las directivas de dos tíos de Platón, quienes per­ dieron la vida en su infructuosa tentativa de imponer el régimen despótico a los demócratas. El restablecimiento de la democracia y de la paz no sig­ nificó tregua alguna, ciertamente, para Platón. Su amado maestro, Sócra­ tes, a quien había de convertir más tarde en el personaje central de la ma­ yoría de sus diálogos, fue juzgado y ejecutado. El propio Platón parece haber corrido peligro similar, y junto con otros compañeros de Sócrates, abandonó Atenas. Más tarde, con ocasión de su primera visita a Sicilia, Platón se enredó en las intrigas políticas tejidas en la corte de Dionisio el Viejo, tirano de Sira­ cusa, y aun después de su regreso a Atenas y de la fundación de la Acade­ mia, continuó desempeñando, junto con alguno de sus discípulos, un papel 33 32 ¡·IItIIIIIIIIIlIllIlIIlIl!!IlIIIUII!IlIIlIlIIlllllIIllIlIlIlIlIIl.¡¡¡;¡"""MiIM¡¡¡¡ activo y finalmente funesto en las conspiraciones y revoluciones] que con- , figuraban la política siracusana. de los diálogos de Platón (El Político), nuestra edad ha sucedido a otra de oro, la edad de Cronos, en la cual el propio Cronos gobernaba al mundo y Esta breve reseña de los acontecimientos políticos que rodearon la vida los hombres nacían de la tierra; en la nuestra, la edad de Zeus, e! mundo ha de Platón puede ayudar a explicarnos por qué encontramos en su obra, al sido abandonado de la mano de los dioses y librado a sus propios recursos, igual que en la de Heráclito, múltiples indicios de haber sufrido intensa­ por lo cual la corrupción es cada vez mayor en su seno. Y también según el mente la inestabilidad e inseguridad políticas de su tiempo. Al igual que mismo diálogo, una vez alcanzado el punto más alto de corrupción, el dios Heráclito, Platón era de sangre real; por lo menos la tradición sostiene que el volverá a retomar el timón de la nave cósmica y las cosas comenzarán a me­ origen de la familia de su padre se remontaba a Codrus, el último de los re­ jorar nuevamente. 4 yes tribales de Ática. Platón se muestra sumamente orgulloso de la familia No se sabe a ciencia cierta hasta qué punto creía Platón en esta historia de su madre, la cual, según explica en sus diálogos (en el Cármides y el Ti­ de El Político. Por un lado, hay indicios indudables de que no creía que meo), se hallaba estrechamente vinculada con la de Salón, el legislador de " todo ello fuera literalmente cierto, pero por el otro, tampoco puede haber Atenas. También sus tíos, Critias y Carmides, los jefes de los Treinta Tira-I grandes dudas de que concebía la historia humana dentro de un marco cós­ nos, pertenecían a la familia de su madre. Con esta tradición en la familia, lo .11. mico y de que consideraba a su propia época una de las de mayor deprava­ natural era esperar que Platón se interesase profundamente por los asuntos ción-posiblemente la más profunda que era dable alcanzar- y que todo e! públicos, y la verdad es que la mayoría de sus obras confirma esta expecta­ período histórico precedente se hallaba determinado por una tendencia in­ tiva. Platón mismo relata (si la Séptima Carta es auténtica) que se mostró," trínseca hacia la decadencia; tendencia ésta compartida tanto por e! desarro­ «desde el comienzo mismo, sumamente ansioso por la actividad política», llo histórico como por el cósmico." Lo que ya no es tan claro, a mi parecer, pero que lo acobardaron las violentas experiencias de su juventud. «Viendo es que también creyese que esta tendencia debía llegar necesariamente a su cómo todo oscilaba y se desplazaba a la deriva, sentí vértigo y desespera­ fin, una vez alcanzado e! grado extremo de depravación. Lo que sí creía, ción.» Al igual que la filosofía de Heráclito, el germen fundamental del sis­ ciertamente, es que mediante el esfuerzo humano, o quizá más bien, sobre­ tema platónico se originó, a mi parecer, en esa sensación de que la sociedad humano, era posible contener el fatal impulso histórico y poner fin a este y, en realidad, «todas las cosas» se hallan en incesante transformación; en proceso de decadencia. efecto, nuestro filósofo resume su experiencia social exactamente del mis­ mo modo en que lo había hecho su antecesor historicista, es decir, acudiendo a una ley de! desarrollo histórico. De acuerdo con esta ley, que analizare­ II mos más detenidamente en e! próximo capítulo, todo cambio social signifi­ ca cOn"upción, decadencia o degeneración. Pese a los múltiples puntos de contacto que se observan entre Platón y Esta ley histórica fundamental forma parte, en la concepción de Platón, Heráclito, advertimos aquí una importante diferencia. Platón creía que la de una ley cósmica que vale para todos los objetos de la creación en general. ·'I i ¡i ley del destino histórico, la ley de la decadencia, podía ser superada por Todas las cosas que se hallan en perpetua transformación, todos los objetos la voluntad moral del hombre, apoyada por las facultades de su razón. creados, están destinados a corromperse. Al igual que Heráclito, Platón Lo que no resulta claro es la forma en que Platón conciliaba esta opinión creía que las fuerzas que operan en la historia eran de carácter cósmico. con su creencia en una ley del destino. Sin embargo, hay algunos puntos Hay casi la certeza, sin embargo, de que Platón no creía que todo se ex­ que pueden explicar esta aparente discrepancia. plicase mediante esta ley de la degeneración. Ya hallamos en Heráclito la Platón creía que la ley de la degeneración suponía degeneración moral. tendencia a considerar las leyes evolutivas como si fueran de naturaleza cí­ La degeneración política depende fundamentalmente, por lo menos a su I, clica; el modelo era, en aquel caso, la ley que determina la sucesión cíclica de juicio, de la degeneración moral (y falta de conocimientos); y la degenera­ las estaciones. De manera similar, podemos encontrar en algunas obras ción moral se origina, a su vez, en la degeneración racial. He aquí la forma de Platón la idea de un Gran Año (su duración sería, al parecer, equivalente I1.1 en que la ley cósmica general de la decadencia se manifiesta dentro del cam­ h a la de 36.000 años corrientes), con su período de progreso o generación, co­ po de los asuntos humanos. I! rrespondiente, presumiblemente, a la primavera y al verano, y otro de de­ Resulta comprensible, así, que e! gran punto cósmico decisivo coincida generación y decadencia correspondiente al otoño y al invierno. Según uno con otro punto decisivo en el campo de los asuntos humanos -el campo ji 34 i, ! , ! 1 I ! ' ' ' ' ' ' ' ' ' ' ' ' t1I1II1II1IIIIIII1IIIIIII1II1III1!IIII»II''111!!I¡ill'!'II'If!]fí)!Hlrrnm!l!!lI!mrm!!illllll 35 moral e intelectual- y que aparezcan a nuestros ojos, por lo tanto, como resultado de un esfuerzo humano moral e intelectual. Platón puede creído perfectamente que así como la ley general de la decadencia se mani­ festaba en la decadencia moral conducente a la corrupción política, así tam­ bién el advenimiento del punto decisivo cósmico decisivo se manifestaría en la llegada de un gran legislador cuyas facultades de raciocinio y cuya volun­ tad moral fueran capaces de poner fin a este período de decadencia política. Parece probable que la profecía formulada en El Político, del retorno a una edad de oro, constituya la expresión de tal creencia bajo la forma de un mito. Sea ello como fuere, lo cierto es que Platón creía en ambas cosas, es decir, en una tendencia histórica general hacia la corrupción y en la posibi­ lidad de contener dicha corrupción, en el campo político, por medio de la supresión de todo cambio político. Es éste, en consecuencia, el objetivo por el que aboga en sus obras'! Así, Platón trata de alcanzarlo mediante el esta­ blecimiento de un estado libre de los males que aquejan a todos los demás estados, pues toda transformación se halla paralizada en él, y, por lo tanto, no degenera. El mejor estado, el estado perfecto, es aquel que se halla libre del mal del cambio y la corrupción. Es el estado de la edad de oro que nun­ ca cambia, es el estado detenido. I«r rcsponde un objeto perfecto que no se altera. Esta creencia en objetos 1"IIe'ctos e inalterables, denominada comúnmente Teoría de las Formas o /'/"dS,8 se convirtió en la doctrina central de su sistema filosófico. La creencia de Platón de que es posible para el hombre infringir la férrea In' del destino y evitar la decadencia, deteniendo todo cambio, demuestra IIlle sus tendencias historicistas tenían limitaciones bien definidas. Un siste­ 1\1.\ historicista riguroso y plenamente desarrollado dudaría mucho antes de "t1lllitir que el hombre, mediante su sólo esfuerzo, es capaz de alterar las le­ VI'S del destino histórico, aun después de haberlas descubierto. Más bien '.( istendrfa que no se puede luchar contra ellas, puesto que todos los planes v acciones del hombre son las vías por las cuales se cumple el destino histó­ rico de las leyes inexorables de la evolución, exactamente del mismo modo ('11 que Edipo encontró su sino debido a la profecía y a las medidas adopta­ d,¡s por su padre para eludirla, y no a pesar de ellas. A fin de alcanzar una comprensión más clara de esta terminante actitud historicista y de analizar la tendencia opuesta involucrada en la creencia platónica de que es posible influir sobre el destino, haremos un contraste entre el historicismo, tal como se lo encuentra en Platón, y el punto de vista diametralmente opues­ 10 -que también se encuentra en Platón- que podríamos designar con la expresión ingeniería social.') TU Con la creencia en dicho estado ideal, libre de toda transformación, Pla­ tón se aparta radicalmente de los dogmas del historicismo que encontramos en Heráclito. Pero pese a toda la importancia de esta diferencia, ella da lu­ gar, no obstante, a nuevos puntos de contacto entre ambos filósofos. Heráclito, 110 obstante las radicales conclusiones a que arribó, parece haberse sentido sobrecogido ante la idea de sustituir al cosmos por el caos. Parece haberse consolado, entonces -según dijimos- de la pérdida del universo estable, aferrándose a la idea de que el perpetuo cambiar se halla gobernado por una ley que no cambia. Esta tendencia a escapar de las con­ secuencias últimas del historicismo constituye un rasgo característico de muchos de sus defensores. En Platón, tal tendencia adquiere relieves notables. (Indudablemente, se hallaba aquí bajo la influencia de la filosofía de Parménides, el gran crítico de Heráclito.) Heráclito había generalizado su experiencia del flujo social, extendiéndolo al mundo de todos los objetos, y Platón, tal como ya lo he­ mos señalado, hizo otro tanto. Pero este último filósofo también proyectó su idea del estado perfecto que no cambia al reino de todos los objetos, sos­ teniendo que a toda categoría de objetos ordinarios sujetos a la corrupción, 36 IV El ingeniero social no se plantea ningún interrogante acerca de la ten­ dencia histórica del hombre o de su destino, sino que lo considera dueño del mismo, es decir, capaz de influir o modificar la historia exactamente de la misma manera en que es capaz de modificar la faz de la tierra. El ingeniero social no cree que estos objetivos nos sean impuestos por nuestro marco histórico o por las tendencias de la historia, sino por el contrario, que pro­ vienen de nuestra propia elección, o creación incluso, de la misma manera en que creamos nuevos pensamientos, nuevas obras de arte, nuevas casas o nuevas máquinas. A diferencia del historicista, quien cree que sólo es posi­ ble una acción política inteligente una vez determinado el curso futuro de la historia, el ingeniero social cree que la base científica de la política es algo completamente diferente; en su opinión, ésta debe consistir en la informa­ ción fáctica necesaria para la construcción o alteración de las instituciones sociales, de acuerdo con nuestros deseos y propósitos. Una ciencia seme­ jante tendría que indicarnos los pasos que seguir si deseáramos, por ejem­ plo, eliminar las depresiones, o bien, producirlas; o si deseáramos efectuar una distribución de la riqueza más pareja, o bien, menos pareja. En otras pa­ 37 labras: el ingenierosocial toma como base científica de la política una espe-j cie de tecnología social (como veremos más adelante, Platón la compara con el fundamento científico de la medicina), a diferencia del historicista, que la i considera una ciencia de las tendencias históricas inmutables. De cuanto se lleva dicho sobre la actitud del ingeniero social no debe in­ ferirse que no haya importantes diferencias dentro del campo de la ingeniería social. Muy por el contrario, la diferencia entre lo que hemos denominado <Ingenierfa Social Gradual>, y la «Ingeniería Social Utópica» constituye uno de los temas deestudio principales de este libro. (Véase especialrnenre el capítulo 9, dondeexponemos nuestras razones para defender la primera' y rechazar la segunda.) Pero por el momento nos circunscribiremos a la oposición que media entre el historicismo y la ingeniería social. Quizá pue­ da tornarse aún más clara esta oposición si se consideran las actitudes asu­ midas por el historicista y el ingeniero social hacia las instituciones sociales, es decir, aquellos objetos de! tipo de una compañía de seguros, una fuerza policial, un gobierno o quizá, también, un almacén. El historicista se inclina preferentemente a contemplar las instituciones sociales desde el puntode vista de su historia, esto es, de su origen, su desa­ rrollo y su significación presente y futura. Puede suceder, tal vez, que insis­ ta en que su origen sedebe a un plan o designio definido y a la persecución de objetivos definidos, ya sean éstos humanos o divinos; o bien puede afir­ mar que no se hallan planeadas para servir ningún objetivo claramente con­ cebido, sino que son, más bien, la expresión inmediata de ciertos instintos y pasiones; o bien puede suceder que en otra época hayan servido como me­ dios para conseguir fines definidos, pero que en la actualidad hayan perdi­ do este carácter. El ingeniero social y e! tecnólogo, por e! contrario, no demuestran mayor interéspor el origen de las instituciones o por las inten­ ciones primitivas de sus fundadores (si bien no existe ninguna razón para que no reconozcan el hecho de que «sólo una parte mínima de las institu­ ciones sociales han sido conscientemente planeadas, en tanto que la gran mayoría se ha limitadoa "crecer" como resultado involuntario de las accio­ nes humanas» ).10 Lejos de ello, lo más probable es que enuncie el problema de la siguiente manera: si nuestros objetivos son tales y tales, ¿se halla esta institución bien concebida y organizada para alcanzarlos? Consideremos por ejemplo la institución del seguro. Al ingeniero o tecnólogo social no le interesa mayormente lacuestión de si el seguro se originó como un negocio lucrativo o, por el contrario, con el fin de servir a la comunidad. En lugar de ello, se limitará a efectuar la crítica de ciertas instituciones de seguro, indi­ i cando tal vez la formadeacrecentar el margen de ganancias o, lo que es muy j! diferente, la forma de aumentar el beneficio que prestan al público, y, en ambos casos extremos, habrá de sugerir los métodos más eficaces para al­ 11 11 1 38 -'--'-'--__--lu ...ji._ulillllLl~iltlilJ.i.¡ililli I ,11¡lar esos fines. Consideremos aún otro ejemplo de institución social, a '1"1,, '1': la fuerza policial. Algunos historicistas la describirán como instru­ para protección de la libertad y seguridad de los individuos, en tan­ otros verán en ella un instrumento de opresión y de gobierno de cla­ 1,,', El ingeniero o tecnólogo social, sin embargo, se limitaría a sugerir las IllI'didas indicadas para convertir la fuerza policial en un adecuado instru­ uunto para la protección de la libertad y seguridad de los ciudadanos, pero I lel mismo modo, podría también idear una medida para convertirla en una poderosa arma para el gobierno de una clase determinada. (En su carácter tI(, ciudadano que persigue ciertos fines en los cuales cree, puede exigir la ,,,Iopción de estos fines y de las medidas conducentes a los mismos. Pero I omo tecnólogo, deberá distinguir cuidadosamente entre la cuestión de los Iiucs y su elección y la cuestión relativa a los hechos, es decir, los efectos so­ I iales acarreados por una determinada medida.)!' En términos más generales, podemos decir que el ingeniero encara ra­ rionalrnente el estudio de las instituciones como medios al servicio de de­ u-rminados fines y que, en su carácter de tecnólogo, las juzga enteramente de acuerdo con su propiedad, su eficacia, su simplicidad, etc. El historicista, por el contrario, trataría más bien de descubrir e! origen y destino de estas instituciones para establecer el «verdadero papel» desempeñado por ellas en l·1 desarrollo de la historia, estimándolas, por ejemplo, en función «de la vo­ luntad de Dios», de la «voluntad del destino» o de «las importantes tenden­ cias históricas que sirven», etc. Todo esto no significa que el ingeniero so­ cial o tecnólogo haya de verse forzado a afirmar que las instituciones son medios o instrumentos para procurar ciertos fines; lejos de ello, puede ser perfectamente consciente del hecho de que ellas difieren en muchos aspec­ tos importantes de las máquinas o meros instrumentos mecánicos. El tec­ nólogo no olvida, por ejemplo, que las instituciones «crecen» de forma si­ milar (aunque de ningún modo idéntica) a aquella en que se desarrollan los organismos, hecho éste de fundamental importancia para la ingeniería so­ cial. Vemos, pues, que el tecnólogo no tiene por qué caer forzosamente en una filosofía «instrumentalista» de las instituciones sociales. (A nadie se le ocurriría decir que una naranja es un instrumento o un medio para alcanzar un fin; pero frecuentemente la consideramos un medio para lograr ciertos fines, por ejemplo, para aplacar el hambre o la sed cuando experimentamos deseo de comerla o, mejor aún, cuando nos proponemos ganarnos la vida con su venta. Las dos actitudes antagónicas, la del historicismo y la de la ingeniería social, se dan juntas, a veces, en ciertas combinaciones típicas. El ejemplo más antiguo y probablemente el de mayor influencia, lo constituye la filo­ sofía social y política de Platón. Para usar un símil tomado de la pintura, di­ 111I'1110 111 que 39 remos que en ella se combinan un primer plano de elementos tecnológicos perfectamente evidentes y un segundo plano o fondo dominado por un mi­ nucioso despliegue de rasgos típicamente historicistas. Esta combinación es característica de un gran número de filósofos sociales y políticos que idea­ ron lo que más tarde se llamó sistemas utópicos. Todos estos sistemas pa­ trocinan cierto tipo de ingeniería social, puesto que exigen la adopción de ciertos medios institucionales -aunque no siempre muy realistas- para la consecución de sus fines. Pero cuando pasamos a considerar estos fines, en­ tonces encontramos frecuentemente que se hallan determinados Ror una concepción historicista. Los objetivos políticos de Platón, en particular, de­ penden en grado considerable de sus teorías historicistas. En primer térmi­ no, hallamos su propósito de escapar al incesante flujo de Heráclito, cuyas manifestaciones son la revolución social y la decadencia histórica. En segun­ do término, Platón cree que esto puede alcanzarse mediante el estableci­ miento de un estado tan perfecto que se mantenga al margen del impulso general de la evolución histórica. En tercer término, cree que puede hallar­ se el modelo u original de su estado perfecto en el pasado remoto, en una edad de oro que se remonta a los albores de la historia; en efecto, si es cier­ to que el mundo se corrompe con el tiempo, entonces deberemos encontrar una perfección cada vez mayor a medida que retrocedamos en e! pasado. El Estado perfecto sería algo así como el primer antecesor, e! padre original de todos los Estados posteriores, los cuales vendrían a ser la descendencia de­ generada, por así decirlo, de este Estado mejor, perfecto o «ideal»; 12 Esta­ do ideal que no es un mero fantasma, ni un sueño, ni una «idea en nuestro pensamiento", sino que, en razón de su estabilidad, es mucho más real que todas aquellas sociedades decadentes sumergidas en cI flujo de todas las co­ sas y condenadas a extinguirse en cualquier momento. De este modo, aun el fin político de Platón -e! mejor Estado- depen­ de considerablemente de su concepción historicista; y, como ya dijimos an­ tes, lo que vale para su filosofía de! Estado puede hacerse valer para su filo­ sofía general de «todas las cosas», esto es, su Teoría de las Formas o Jdeas. Las cosas sujetas a transformación, los objetos degenerados y decaden­ tes, constituyen (al igual que el Estado) la descendencia, la progenie, por así decirlo, de los objetos perfectos. Y al igual que en el caso de los hijos, son verdaderas copias de sus progenitores originales. El padre o raíz, original de un objeto cambiante es lo que Platón denomina su «Forma», «Patrón» o «Idea». Como antes, debemos insistir en que la Forma o Idea, pese a este úl­ limo nombre, no constituye una «idea en nuestro pensamiento», ni un fan­ tasrna, ni un sueño, sino un objeto real. Es, de hecho, más real que todas las cosas u objetos ordinarios sujetos a cambios, que pese a su aparente solidez, están condenados a perecer, pues la Forma o Idea es un objeto perfecto y, por lo tanto, imperecedero. No debe creerse que las Formas o Ideas se encuentren situadas, al igual que los objetos perecederos, en el espacio y el tiempo; por el contrario, se hallan fuera del espacio y también del tiempo (porque son eternas). No obs­ tante, guardan contacto con el espacio y el tiempo, pues dado que son los progenitores o modelos de los objetos corrientes que se desarrollan y decli­ nan en el espacio y e! tiempo, tienen que haber mantenido algún contacto con el espacio en el principio de los tiempos. Puesto que no se las encuen­ tra en nuestro espacio y nuestro tiempo, no pueden ser percibidas por nues­ tros sentidos, a diferencia de los objetos ordinarios y mudables que actúan sobre nuestros sentidos y son denominados, por lo tanto, objetos sensibles. Esos objetos sensibles, que son copias o vástagos de un mismo modelo u original, no sólo se parecen al patrón común, es decir, la Forma o Idea, sino que también se asemejan entre sí, al igual que los hijos de una misma fami­ lia; y así como los niños toman el nombre de su padre, también los objetos sensibles toman el de las Formas o Ideas que les dieron origen; para decirlo con las palabras de Aristóteles: «Reciben su nombre»." Del mismo modo en que un niño puede mirar al padre, viendo en él un ideal; un modelo único; una personificación divinizada de sus propias aspi­ raciones; una materialización de la perfección, la sabiduría, la estabilidad, la gloria y la virtud; viendo en él la potencia que lo creó antes de que su mun­ do comenzara y que ahora lo preserva y sostiene y en «virtud» del cual exis­ te, así Platón considera las Formas o Ideas. La idea platónica es el original y el origen del objeto; es su fundamento, la razón de su existencia, el princi­ pio estable y sustentador en «virtud» del cual existe. Es la virtud de la cosa, su ideal, su perfección. Platón traza esta comparación entre la Forma o Idea de una clase de ob­ jetos sensibles y el padre de una familia numerosa, en el Timeo, uno de sus últimos diálogos. Éste se halla en estrecho acuerdo" con gran parte de sus escritos anteriores, sobre los cuales arroja considerable luz. Pero en el Timeo llega algo más lejos de lo recorrido en sus primeras enseñanzas, cuando representa el contacto de la Forma o Idea con el mundo del espacio y del tiempo mediante una extensión de su símil. Así, describe el «espacio» abstracto en que se mueven los objetos sensibles (originalmente el espacio o vacío situado entre e! ciclo y la tierra) como un receptáculo, al que compa­ ra con la madre de todas las cosas, pues en él, en el comienzo de los tiempos, las Formas crean a los objetos sensibles estampándolos o imprimiéndolos 40 41 v en el espacio puro, y confiriendo su forma a sus descendientes. «Debemos concebir -escribe Platón- "tres clases de objetos": en primer término, aquellos que son creados; en segundo término, aquel en que tiene lugar la creación y, en último término, el modelo a cuya hechura y semejanza nacen los objetos creados. De este modo, podemos comparar al principio receptor con la madre; al modelo, con el padre y al producto de ambos con los hi­ jos.» Platón continúa luego describiendo más detalladamente los modelos, es decir, los padres, las Formas o Ideas inalterables: «Tenemos, primero, la Forma inalterable que no ha sido creada y es indestructible... invisible e im­ perceptible para los sentidos y que sólo puede ser contemplada mediante el pensamiento puro». A cada una de estas Formas o Ideas individuales co­ rresponde toda una descendencia o raza de objetos sensibles, «otra clase de objetos que llevan el nombre de su Forma y se le asemejan, pero que son perceptibles para los sentidos, creados, sujetos al flujo y que se generan en un lugar y se disipan luego del mismo lugar, siendo aprehendidos por la opinión basada en la percepción». En cuanto al espacio abstracto, equipara­ do a la madre, es descrito de la siguiente forma: «Existe una tercera clase, el espacio, que es eterno e indestructible y que aloja a todos los objetos crea­ La comparación de la teoría platónica de las Formas o Ideas con ciertas creencias religiosas griegas nos ayudará a comprenderla. Al igual que en muchas religiones primitivas, algunos de los dioses griegos no son sino pro­ genitores y héroes tribales idealizados, es decir, personificaciones de la «vir­ tud» o «perfección» de la tribu. En consecuencia, ciertas tribus y familias remontaban su ascendencia a uno u otro de los dioses. (Según se afirma, el origen de la propia familia de Platón parecía remontarse al dios Poseidón.}" Basta considerar que estos dioses son inmortales o eternos y perfectos -o casi perfectos- en tanto que los hombres corrientes se hallan sujetos al flu­ jo de todas las cosas y también, por consiguiente, a la decadencia (que es, en verdad, el destino final de todo individuo humano), para comprender que estos dioses son, con respecto a los hombres corrientes, lo mismo que las Formas o Ideas de Platón con relación a los objetos sensibles" (o también lo que su estado perfecto con respecto a los diversos estados existentes en la actualidad). Se observa, sin embargo, una importante diferencia entre la mi­ tología griega y la teoría platónica de las Formas o Ideas. En tanto que los griegos veneraban a muchos dioses como ascendientes de las diversas tribus o familias, la teoría de las Ideas exige que sólo exista una Forma o Idea del hombre;" en efecto, no debemos olvidar que una de las doctrinas centrales de la teoría de las Ideas es que sólo hay una forma para cada «raza» o «cla­ se» de objetos. La singularidad de la Forma que corresponde a la singulari­ dad del progenitor resulta un elemento necesario de la teoría, si ésta ha de desempeñar una de sus funciones más importantes, a saber, la de explicar la similitud entre los objetos sensibles, cosa que surge naturalmente de la tesis de que estos últimos son copias o impresiones de una sola Forma. De este modo, si hubiera dos Formas iguales o semejantes, su similitud nos obliga­ ría a suponer que ambas son copias de un tercer objeto original, el cual ven­ dría a ser, finalmente, la única y verdadera Forma. 0, para expresarlo con las palabras de Platón en el Timeo: «El parecido surgiría así, con mayor pre­ cisión, no de la comparación entre dos objetos, sino de la referencia de ambos .1 un tercer objeto superior que es su prototipo». 19 En La República, ante­ rior al Timeo, Platón ya había explicado su tesis con gran claridad, valién­ dose del ejemplo de la cama esencial, es decir, la Forma o Idea de una cama: ,<Dios ... ha creado una cama esencial y solamente una; nunca creó ni creará, en cambio, dos o más camas ... En efecto..., aun cuando Dios creara nada más que dos camas, saldría una tercera a la luz, a saber, la Forma exhibida por aquello que las dos camas creadas tuviesen en común; aquélla, y no es­ tas últimas, sería entonces la cama esencial».20 Este razonamiento demuestra que las Formas o Ideas proveen a Platón sólo de un origen o punto de partida para todos los procesos que tienen lu­ gar en el espacio y el tiempo (especialmente para la historia humana), sino también de una explicación de las semejanzas observadas entre los objetos sensibles de una misma clase. Si los objetos son semejantes debido a alguna virtud o propiedad por ellos compartida, por ejemplo, la blancura, la dure­ za o la bondad, entonces esta virtud o propiedad debe ser única y la misma en todos ellos; en caso contrario no podría tornarlos semejantes. De acuer­ do con Platón, todos ellos participan, si son blancos, de la Forma o Idea única de blancura, y de la dureza, si son duros. Al decir "participan», en­ tendemos esta palabra en el mismo sentido en que los hijos participan de las [acultades y dotes de sus padres, o también, del mismo modo en que las múltiples reproducciones particulares de un grabado, que no son sino otras tantas impresiones de una misma plancha y, por consiguiente, se parecen entre sí, pueden participar de la belleza del original. El hecho de que esta teoría haya sido concebida para explicar la simili­ tud de los objetos sensibles no parece guardar, a primera vista, ninguna re­ lación con el historicismo. y sin embargo, así es, y como nos dice el propio Aristóteles, fue precisamente esa relación la que indujo a Platón a elaborar esta teoría de las Ideas. Ahora trataremos de brindar una reseña de esta con­ cepción, valiéndonos del comentario de Aristóteles, además de algunas in­ dicaciones de las propias obras de Platón. Si todas las cosas se hallan sujetas a un flujo incesante, entonces no será posible decir nada definido acerca de ellas. Jamás tendremos un conoci­ miento real de las mismas, sino, en el mejor de los casos, unas cuantas «opi­ 42 43 dOS ... ».15 niones- vagas y engañosas. Este aspecto de! problema, según sabemos por Platón y Aristóteles," preocupó a muchos discípulos de Heráclito. Parmé­ nides, uno de los precursores de Platón que mayor influencia tuvo sobre él, había enseñado que el conocimiento puro de la razón, a diferencia de la en­ gañosa opinión basada en la experiencia, sólo podía tener por objeto un mundo libre de todo cambio, y que e! conocimiento puro de la razón reve­ laba, de hecho, dicho mundo. Pero la realidad inmutable e indivisa que Par­ ménides creía haber descubierto detrás de! mundo de los objetos perecede­ 22 ros carecía de toda relación con este mundo en que transcurre nuestra vida. No era capaz, por consiguiente, de explicarlo. • Claro está que Platón no podía declararse satisfecho con eso. Pese al dis­ gusto y e! desprecio que le inspiraba el mundo empírico sujeto al cambio, guardaba en e! fondo un profundo interés por el mismo, y así, anhelaba co­ rrer el velo que ocultaba el secreto de su decadencia, de sus cambios violen­ tos y de sus infortunios. Platón tenía esperanzas de descubrir los medios para su salvación, y si bien le había impresionado la doctrina de Parménides de la existencia de un mundo inalterable, real, sólido y perfecto detrás de este mundo espectral en el que padece la raza humana, esta concepción no resolvía los problemas planteados, puesto que no postulaba ninguna relación entre ambos mundos. Lo que Platón buscaba era conocimiento, no opi­ nión; el conocimiento racional puro de un mundo libre de cambios; pero, al mismo tiempo, un conocimiento que pudiera ser utilizado para investigar este mudable mundo en que vivimos y, especialmente, nuestra cambiante sociedad y las transformaciones políticas con sus extrañas leyes históricas. Platón aspiraba a descubrir el secreto de la ciencia regia de la política, del arte de gobernar a los hombres. Pero cualquier ciencia exacta de la política parecía ser tan imposible como todo conocimiento exacto de un mundo en perpetua transformación; era pues, el político, un terreno donde no había ningún objeto fijo o estable. ¿Cómo podría discutirse cuestión política alguna, siendo que el significado de palabras tales como «gobierno», «Estado» o «ciudad» cambiaba con cada nueva fase del desarrollo histórico? La teoría política debe haberle parecido a Platón, en su período heraclíteo, tan engañosa, fluctuante e insondable como la práctica política. En esta situación, Platón recibió de Sócrates, tal como lo indica Aristó­ teles, una orientación de suma importancia. A Sócrates le interesaban los asuntos de la ética y era, ante todo, un reformador ético, un moralista que acosaba a toda clase de gentes obligándolas a pensar, a justificarse y a expli­ carse y a explicar los principios de sus actos. Era su costumbre interrogar­ los y parlo general no se declaraba satisfecho fácilmente con las respuestas. La respuesta típica que solía obtener, a saber, que actuamos de cierta mane­ 44 1.1 porque es «prudente» hacerlo (o quizá, «conveniente», «justo» o «piado­ """, etc.), sólo lo incitaba a proseguir su interrogatorio, preguntando qué ,'1'11 la prudencia, la conveniencia, la justicia o la piedad, según el caso. Así, S,'¡crates analizaba, por ejemplo, la prudencia o sabiduría desplegada en di­ versas profesiones u oficios, a fin de descubrir lo que todos estos «pruden­ I es» tipos de conducta pudiesen tener en común y establecer, en conse­ cuencia, lo que es o significa realmente la sabiduría o (para decirlo con las palabras de Aristóteles) lo que es su verdadera esencia. Era «natural -ex­ presa Aristóteles-e- que Sócrates buscase la esencia de las cosas»," esto es, la virtud o fundamento de una cosa y la significación real, inalterable o esen­ cial de los términos. «En este sentido, fue Sócrates el primero en plantear el problema de las definiciones universales.. Estos intentos de Sócrates de analizar términos éticos como la «justi­ cia», la «modestia» o la «piedad» han sido comparados, justamente, con los modernos análisis del concepto de Libertad (de Mi1F4 por ejemplo), del de Autoridad o del de Individuo y Sociedad (de Catlin). No hay por qué su­ poner que Sócrates, en su búsqueda de significaciones inmutables o esen­ ciales para dichos términos, los haya personificado o tratado como objeto. El comentario de Aristóteles sugiere, por lo menos, lo contrario, añadiendo que fue Platón quien desarrolló el método socrático de buscar los significa­ Jos o esencias, transformándolo en un método para determinar la naturale­ za real, la Forma o Idea de un determinado objeto. Platón conservó «las doctrinas heraclíteas de que todos los objetos sensibles se hallan permanen­ temente en estado de flujo, y de que no existe ningún conocimiento cierto de los mismos», pero halló precisamente en el método de Sócrates una es­ capatoria de esas dificultades. Si bien «no podía haber definición alguna de los objetos sensibles puesto que éstos sufren continuas transformaciones», era posible formular definiciones y alcanzar un conocimiento verdadero de otros objetos de distinta categoría, a saber, las virtudes de los objetos sensi­ bles. «Si el conocimiento o el pensamiento han de tener algún objeto, éste tendrá que ser cierta entidad, inalterable, diferente de los objetos sensibles», expresa Aristóteles," y añade, comentando a Platón, que éste «llamaba For­ mas o Ideas a los objetos de este tipo, en tanto que los objetos sensibles, de distinta naturaleza según él, se limitaban a recibir su nombre. Y los múlti­ ples objetos que tienen el mismo nombre que cierta Forma o Idea existen por su participación de la misma». Esta síntesis de Aristóteles coincide estrechamente con los propios ra­ zonamientos de Platón expresados en el Timeo." y nos demuestra que el problema fundamental de Platón consistía en encontrar un método científi­ co adecuado para el estudio de los objetos sensibles. Platón quería obtener un conocimiento racional puro y no tan sólo de opinión; y puesto que no 45 era posible adquirir un conocimiento puro de los objetos sensibles, insistía -tal como dijimos antes- en obtener por lo menos aquel conocimiento puro que se hallaba relacionado en cierta manera con los objetos sensibles, pudiendo ser aplicado a los mismos. El conocimiento de las Formas e Ideas satisfacía esta exigencia, puesto que la Forma se hallaba relacionada con sus objetos sensibles del mismo modo que un padre lo está con sus hijos meno­ res de edad. La Forma era el representante responsable de los objetos sensi­ bles y podía ser consultada, por lo tanto, en las cuestiones de importancia concernientes al mundo del flujo. De acuerdo con nuestro análisis, la teoría de las Formas o Ide~s cumple, por lo menos, tres funciones diferentes en la filosofía platónica. (1) Consti­ tuye un instrumento metódico de la mayor importancia, pues torna posible el conocimiento científico puro, e incluso, un conocimiento susceptible de ser aplicado al mundo de los objetos cambiantes, de los cuales no puede ad­ quirirse de forma inmediata conocimiento alguno, sino tan sólo opinión. De este modo, se hace posible indagar los problemas de una sociedad en transformación y elaborar una ciencia política. (2) Provee la tan ansiada cla­ ve para la teoría del cambio y de la decadencia, para la teoría dela degene­ ración y la generación y, especialmente, para la historia. (3) Abre un cami­ no en el reino social hacia cierto tipo de ingeniería social, y hace posible la confección de instrumentos para detener las transformaciones sociales, puesto que sugiere la planificación de un «Estado mejor» que se parezca tanto a la Forma o Idea de un Estado que se halle libre de la decadencia. El problema (2), la teoría del cambio y de la historia, será tratado en los próximos capítulos 4 y 5, donde se considerará la sociología descriptiva de Platón, es decir, su descripción y explicación del cambiante mundo social en que le tocó vivir. El problema (3), la detención de la transformación so­ cial, será tratado en los capítulos que van del 6 al 9, donde se examinará el programa político dc Platón. El problema (1), vale decir, el de la metodolo­ gía de Platón, ya ha sido brevemente reseñado en este capítulo con la ayuda del comentario de Aristóteles acerca de la historia de la teoría de Platón. Pero antes de concluir quisiera agregar, todavía, algunas observaciones más. Utilizamos aquí la expresión esencialismo metodológico para caracteri­ zar la opinión sustentada por Platón y muchos de sus discípulos, de que co­ rresponde al conocimiento o «ciencia», el descubrimiento o la descripción de la verdadera naturaleza de los objetos, esto es, de su realidad oculta o esencia. Era creencia peculiar de Platón que la esencia de los objetos sensi­ hles podía hallarse en otros objetos más reales, vale decir, en sus progenito­ res o Formas. Muchos de los esencialistas metodológicos posteriores, Aris­ tóteles por ejemplo, no lo siguieron en absoluto en esta concepción, pero todos ellos coincidieron con él en que la tarea del conocimiento puro con­ sistía en el descubrimiento de la naturaleza oculta, la Forma o esencia de las cosas. Todos estos esencialistas metodológicos coincidían con Platón, asi­ mismo, en afirmar que dichas esencias podían ser descubiertas y discrimi­ nadas con la ayuda de la intuición intelectual; en que toda esencia poseía un nombre que le era propio y del cual derivaba el de la clase de objetos sensi­ bles correspondientes, y en que podía describírsela con palabras. y todos ellos concordaban en llamar «definición» a la descripción de la esencia de un objeto. De acuerdo con el esencialismo metodológico, puede haber tres formas de conocer una cosa: «Lo que quiero decir es que podemos conocer su realidad inalterable o esencia, que podemos conocer la definición de la esencia y que podemos conocer su nombre. Por consiguiente, pueden for­ mularse dos cuestiones acerca de cualquier objeto real...: se puede dar el nombre y preguntar la definición, o bien se puede dar la definición y pre­ guntar el nornbre.» Como ejemplo de este método, Platón utiliza la esencia del concepto «par» (en oposición a «impar»): «el número... puede ser un objeto susceptible de ser dividido en partes iguales. En caso de ser así, el número se llamará «par», y la definición del nombre «par» será «un núme­ ro divisible en partes iguales» ... y cuando se nos proporciona el nombre y se nos pregunta la definición, o cuando se nos da la definición y se nos pre­ gunta el nombre, hablamos, en ambos casos, de una misma esencia ya sea que lo llamemos «par» o «número divisible en partes iguales». Tras dar este ejemplo, Platón pasa a aplicar este método a una «prueba» relativa a la na­ turaleza real del alma, acerca de la cual hablaremos más adelante." Para comprender mejor el esencialismo metodológico, es decir, la teoría de que el objetivo de la ciencia consiste en revelar las esencias y describirlas por medio de definiciones, conviene contraponerlo a su opuesto, el nomi­ nalismo metodológico. En lugar de aspirar al descubrimiento de lo que es realmente una cosa y de definir su verdadera naturaleza, el nominalismo metodológico procura describir cómo se comporta un objeto en diversas circunstancias y, especialmente, si se observan ciertas irregularidades en su conducta. En otras palabras, el nominalismo metodológico cree ver el obje­ tivo de la ciencia en la descripción de los objetos y sucesos de nuestra expe­ riencia y en la «explicación» de estos hechos, esto es) su descripción con ayuda de leyes universales." Y ve en nuestro lenguaje, especialmente en aquellas de sus reglas que diferencian las oraciones adecuadamente cons­ truidas y las inferencias de un simple cúmulo de palabras, el gran instru­ mento de la descripción científica;" no considera pues, a las palabras, nom­ 46 47 VI 1 bres de las esencias, sino más bien herramientas subsidiarias para su tarea. El nominalista metodológico jamás considerará que una pregunta tal como «¿qué es la energía?», «¿qué es el movimiento?» o «¿qué es un átomo?» constituye una cuestión importante para la física; le atribuirá suma impor­ tancia, en cambio, a las preguntas de este tipo: «¿cómo puede aprovecharse la energía solar?», «¿cómo se mueve un planeta?», «¿en qué condiciones irradia luz un átorno?», etc. Y a aquellos filósofos que sostienen que antes de haber contestado el «qué es» no puede pretenderse responder a los «cómo», les responderá simplemente que prefiere el modesto grado de exactitud que le proporcionan sus métodos a la pretenciosa confusión en que ellos han incurrido con los suyos. Los argumentos esgrimidos comúnmente en defensa de esa opiniórr'? insisten en la importancia del cambio en la sociedad y exhiben, asimismo, otras tesis del historicismo. El físico, para mencionar un argumento típico, se ocupa de objetos como la energía o los átomos, que, pese a cambiar, re­ tienen cierto grado de constancia. Así, puede describir los cambios sufridos por estas entidades relativamente inalterables y no tiene necesidad de ela­ borar o sondear esencias, Formas o entidades igualmente invariables, a fin de obtener algo permanente sobre cuya base sea posible efectuar pronun­ ciamientos definidos. El investigador social, sin embargo, se halla en posi­ ción muy diferente. Todo su campo de interés se halla en continuo cambio y, lejos de existir en él entidades permanentes, todo oscila bajo el impulso del flujo histórico. ¿Cómo podemos estudiar, por ejemplo, el gobierno? ¿Cómo podríamos identificarlo dentro de la diversidad de instituciones gu­ bernamentales aparecidas en los diferentes Estados y en los distintos perío­ dos históricos, sin presuponer que poseen algo esencial en común? Decimos que una institución es un gobierno si creemos que configura esencialmente un gobierno, vale decir, si concuerda con nuestra intuición de lo que es un gobierno; intuición ésta que podemos formular en una definición. Lo mis­ mo valdría para otras entidades sociológicas tales como la «civilización». Debemos captar su esencia -así concluye el razonamiento historicista- y materializarla bajo la forma de una definición. Estos modernos argumentos son muy semejantes, en mi opinión, a aque­ llos mencionados más arriba que, según Aristóteles, hicieron desembocar a Platón en su teoría de las Formas o Ideas. La única diferencia reside en que Platón (que rechazaba la teoría atómica y nada sabía de la energía) también aplicaba su doctrina al reino de la física y, de este modo, a todo el mundo en su conjunto. Se advierte aquí que el análisis de los métodos de Platón en el campo de las ciencias sociales puede revestir interés aún en la actualidad. Antes de pasar a considerar la sociología de Platón y la forma en que éste utilizó el esencialismo metodológico en ese campo, quisiera dejar bien aclarado que he circunscripto mi tratamiento de Platón a su historicismo y a su concepción del «Estado mejor». Quede advertido el lector, pues, de que no ha de esperar una cabal exposición de toda la filosofía platónica, es decir, lo que podría denominarse un justo y completo tratamiento del pla­ tonismo. Mi actitud hacia el historicismo es de franca hostilidad, pues se basa en la convicción de que dicha doctrina es superflua o quizá peor. Es por ello que mi examen de los rasgos historicistas del platonismo es suma­ mente severo. Si bien es mucho lo que admiro de Platón, especialmente todo aquello que aparentemente proviene de Sócrates, no creo que consista mi obligación en agregarle más lauros a los incontables tributos rendidos a su genio. Me siento inclinado, más bien, a destruir todo aquello que, a mi juicio, tiene de perjudicial esta filosofía. Es la tendencia totalitaria de la filo­ sofía política de Platón lo que trataré de analizar y criticar." 48 49 I a' :~ 1 I t l1 ' 1 ; I~ ~~ I 1 ¡I 1 Ya hemos esbozado el marco especulativo y metafísico de la teoría pla­ tónica del cambio social. Nuestro mundo de objetos mudables en el espacio y el tiempo es el fruto de aquel otro mundo de Formas e Ideas inmutables. Y no sólo son inmutables, indestructibles e incorruptibles estas Formas o Ideas, sino que también son perfectas, verdaderas, reales y buenas; de he­ cho, en La República.' el «bien» es definido en cierta ocasión como «todo aquello que preserva» y el «mal» como «todo aquello que destruye o co­ rrompe». Las perfectas y buenas Formas o Ideas son anteriores a las copias -los objetos sensibles- y constituyen algo así como los progenitores o puntos de partida' de todos los cambios que tienen lugar en el mundo del flujo. Esta concepción sirve para valorar la tendencia general y la dirección principal de todos los cambios que se producen en el mundo de los objetos sensibles, pues si el punto de partida de todo cambio es perfecto y bueno, entonces el cambio sólo puede constituir un movimiento de alejamiento de lo perfecto y lo bueno y de acercamiento hacia lo imperfecto y lo malo, ha­ cia la corrupción. Esta teoría podría ser desarrollada detalladamente; así, cuanto más se asemeja un objeto sensible a su Forma o Idea, tanto menos corrupto será, puesto que las Formas son en sí mismas incorruptibles. Pero los objetos sensibles o generados no son copias perfectas; en reali­ dad, ninguna copia puede ser perfecta, puesto que sólo es una imitación de la verdadera realidad, una apariencia, una ilusión, pero no la verdad. En consecuencia, ningún objeto sensible (con excepción, tal vez, de los más ex­ celentes) se parece lo bastante a su Forma original para ser inalterable. «La inmutabilidad absoluta y eterna sólo es asignada a lo más divino de todas las cosas y los cuerpos no pertenecen a este orden»," expresa Platón. Un obje­ to sensible o generado -tal como un cuerpo físico o un alma humana- si es una buena copia, puede cambiar escasamente al principio; y el cambio o movimiento más antiguo -el movimiento del alma- es «divino» todavía (a diferencia de los cambios secundario y terciario). Pero todo cambio, por pequeño que sea, lo hará diferente, y de este modo, menos perfecto al redu­ cir la semejanza con su Forma. De esta manera, el objeto se torna más alte­ rable, con cada cambio y también más corruptible, puesto que se va alejan­ do más y más de su Forma, que es la «causa de su inmovilidad y estado de reposo», como dice Aristóteles, parafraseando la doctrina de Platón de la si­ guiente manera: «Los objetos se generan pOi" su participación en la Forma y se corrompen por la pérdida de esta Forrna.» Este proceso de degeneración, lento al principio y luego más rápido -esta ley de la decadencia y caída­ es descrito dramáticamente por Platón en Las Leyes, el último de sus gran­ des diálogos. El pasaje se refiere primordialmente al destino del alma hu­ mana, pero Platón deja bien claro que vale para todas las cosas que «com­ parten el alma», con lo cual involucra a todos los seres vivos. «Todas las cosas que comparten el alma cambian -escribe- ... y mientras cambian son arrastradas por el orden y la ley del destino. Cuanto más pequeño es el cambio de su carácter, tanto menos significativa es la declinación incipiente en su nivel de grado. Pero cuando los cambios aumentan y con ellos la ini­ quidad, entonces se precipitan hacia el abismo que conocemos con el nom- 50 51 LA SOCIOLOGÍA DESCRIPTIVA DE PLATÓN Capítulo 4 CAMBIO Y REPOSO Platón fue uno de los primeros teóricos sociales y, sin duda, el que más influencia tuvo. Si hemos de entender la palabra «sociología» en el sentido que la usaron Comte, Mill y Spencer, Platón fue un sociólogo; esto signifi­ ca que aplicó con éxito su método idealista al análisis de la vida social del hombre y de las leyes de su desarrollo, como así también de las normas y condiciones de su estabilidad. Pese a la gran influencia de Platón, este as­ pecto de su enseñanza ha pasado casi inadvertido. Ello parece obedecer a dos factores: en primer lugar, Platón presenta gran parte de su sociología en tan estrecha relación con sus exigencias éticas y políticas, que los elementos descriptivos pueden ser pasados por alto fácilmente. En segundo lugar, mu­ chos de sus pensamientos fueron aceptados tan abiertamente, que la gente se limitó a asimilarlos inconscientemente y, por lo tanto, sin la debida acti­ tud crítica. Fue de esta manera, en esencia, como adquirieron tanta influen­ cia sus teorías sociológicas. La sociología de Platón es una ingeniosa mezcla de especulación y de una aguda observación de los hechos. La base especulativa es, por supues­ to, la teoría de las Formas y del flujo y la decadencia universales, de la ge­ neración y la degeneración. Pero sobre este cimiento idealista, Platón edi­ fica una teoría de la sociedad sorprendentemente realista, capaz de explicar las principales tendencias del desarrollo histórico de las ciudades griegas, así como también las fuerzas sociales y políticas que obraron en su propio tiempo. 1 lBi J 1 1 1 '1 1 1 1 \ , II 1I1 1 1 'I!I I i' I,I!II ,1:' :I'I 1, 1 ¡ : l 1 1 bre de regiones infernales.« (En la continuación del pasaje Platón menciona la posibilidad de que «un alma dotada de un grado excepcionalmente eleva­ do de virtud se torne, por la fuerza de su propia voluntad...> si se halla en co­ munión con la divina virtud, en extremo virtuosa y se traslade a una región superior». El problema del alma excepcional que logra salvarse a sí misma -y quizá, incluso, a otras almas- de la ley general del destino, será consi­ derado en el capítulo 8.) Un poco antes, en Las Leyes, Platón resume su doctrina del cambio: «Todo cambio, de cualquier índole que sea, salvo la transformación de una cosa vil, es el más grave de los traicioneros peligros que amenazan a un ser, ya sea un cambio de estación, del viento, del régi­ men del cuerpo o del carácter del alma»; y agrega, a fin de darle más vigor, «esta afirmación se aplica a todas las cosas, con la sola excepción, como aca­ bo de decir, de los objetos viles». En conclusión, Platón enseña que el cam­ bio es el mal y que el reposo es divino. Vemos ahora que la teoría platónica de las Formas o Ideas supone cierta tendencia en el desarrollo del mundo sujeto a transformación, y que con­ duce a la ley de que en ese mundo debe aumentar continuamente la corrup­ tibilidad de todas las cosas. No se trata tanto de una rígida ley de corrupción universal creciente, sino más bien de una ley de corruptibilidad creciente, es decir, que aumenta el peligro o la probabilidad de corrupción, pero sin ex­ cluir la posibilidad de progresos excepcionales en el sentido opuesto. De ese modo, resulta factible, tal como lo indican las últimas citas, que un alma muy virtuosa desafíe la transformación y la decadencia, y que un objeto vil, por ejemplo una ciudad envilecida, mejore con los cambios (a fin de que este progreso tuviera algún valor sería necesario tornarlo permanente o es­ tacionario, es decir, detener todo cambio ulterior). La narración del origen de las especies, incluida en el Timeo, se halla en completo acuerdo con esta teoría general de Platón. Según dicha historia, el hombre, situado a la cabeza de la escala zoológica, es engendrado por los dioses; las demás especies tienen su origen en él y se desarrollan por un pro­ ceso de corrupción y degeneración. En primer lugar, algunos hombres -los cobardes y los villanos degeneran en mujeres, y aquellos que carecen de in­ teligencia degeneran paulatinamente en animales inferiores. Los pájaros -sos­ tiene Platón- provienen de la transformación de individuos inofensivos pero demasiado calmos, que confían excesivamente en sus sentidos, «los animales terrestres proceden de hombres ajenos a la filosofía» y los peces, incluidos los moluscos, «son el producto degenerado de los más tontos, es­ túpidos e indignos de los hombres».' Claro está que tal teoría puede aplicarse a la sociedad humana y también a su historia, explicando así la pesimista ley evolutiva de Hesíodo," esto es, la ley de la decadencia histórica. Si hemos de creer el comentario de Aristó­ teles resumido en el último capítulo, admitiremos que la teoría de las For­ mas o Ideas fue introducida originalmente para satisfacer una exigencia me­ todológica, a saber, la de un conocimiento puro o racional, que resulta imposible en el caso de los objetos sensibles sujetos a transformación. Po­ demos advertir ahora que la teoría no se limita a eso. Además de satisfacer estas exigencias metodológicas suministra una teoría del cambio, explican­ do la dirección general del flujo de todos los objetos sensibles y, de este modo, la tendencia histórica a degenerar evidenciada por el hombre y la so­ ciedad humana. (Y aún llega más lejos; en efecto, como veremos en el capí­ tulo 6, la teoría de las Formas determina también la tendencia de las exigen­ cias políticas de Platón e incluso los medios para su cumplimiento.) Si el sistema filosófico de Platón, al igual que el de Heráclito, surgió -como creo- de su experiencia social, en particular de su experiencia de las gue­ rras de clase y del sentimiento desesperante de que el mundo social en que vivía se hallaba en pleno proceso de descomposición, se hace comprensible que la teoría de las Formas viniera a desempeñar un papel tan importante en la filosofía de Platón, cuando éste descubrió que podía explicar con ella la tendencia hacia la degeneración. Es de suponer que la debe haber abrazado como una solución casi milagrosa para el desconcertante enigma. En tanto que Heráclito no había logrado formular una condenación ética directa de la tendencia de la evolución política, Platón halló en su doctrina de las For­ mas la base teórica para un juicio pesimista a la manera de Hesíodo. Sin embargo, la grandeza de Platón como sociólogo no reside en sus es­ peculaciones generales y abstractas acerca de la ley de la decadencia social, sino más bien en la riqueza y detalle de sus observaciones y en la asombro­ sa agudeza de su intuición sociológica. Platón vio cosas que nadie había ad­ vertido con anterioridad y que sólo en nuestra época fueron redescubiertas. Puede mencionarse como ejemplo su teoría de los comienzos primitivos de la sociedad, del patriarcado tribal y, en general, su tentativa de discriminar los períodos típicos en e! desarrollo de la vida social. Otro ejemplo lo cons-. tituye el historicismo sociológico y económico de Platón, es decir, su insis­ tencia en el marco económico de la vida política y de! desarrollo histórico, teoría ésta resucitada por Marx con el nombre de «materialismo histórico». Un tercer ejemplo se encuentra en la ley platónica de las revoluciones polí­ ticas, según la cual todas las revoluciones suponen la existencia de una clase gobernante (o «élite») desunida. Esta ley, que constituye la base de su aná­ lisis de los medios para detener la transformación política y crear un equili­ brio social, ha sido redescubierta en época relativamente reciente por los teo­ ricistas del totalitarismo, especialmente Pareto. Pasaremos ahora a considerar más detalladamente estos puntos, en par­ ticular e! tercero, es decir, la teoría, de la revolución y el equilibrio. 52 53 1 I Los diálogos en que Platón trata estas cuestiones son, por orden crono­ lógico, La República, un diálogo de fecha muy posterior titulado El Políti­ co o El Hombre de Estado, y Las Leyes, la última y más extensa de sus obras. No obstante ciertas diferencias secundarias, se observa una considerable concordancia entre estos diálogos, que en algunos sentidos son paralelos y en otros complementarios. El de Las Leyes.' por ejemplo, presenta e! cua­ dro de la declinación y caída de la sociedad humana a través del-relato de! pasaje gradual de la prehistoria griega a la historia; en tanto que los frag­ mentos paralelos de La República proporcionan de manera más abstracta un perfil sistemático de la evolución de! gobierno, y El Político, por su par­ te, todavía más abstracto, suministra una clasificación lógica de los tipos de gobierno con sólo unas pocas alusiones aisladas a los hechos históricos. De forma similar, e! de Las Leyes plantea con toda claridad e! aspecto histori­ cista de la investigación. «¿Cuál es e! arquetipo u origen de un Estado?», se pregunta Platón en dicho diálogo, vinculando este interrogante con aquel otro: «¿no es el mejor método para encontrar respuesta a esta pregunta... El contemplar e! crecimiento de los estados a medida que cambian, ya sea ha­ cia e! bien o hacia e! mal?», Pero en las doctrinas sociológicas, la única dife­ rencia fundamental parece obedecer a una dificultad puramente especulati­ va que, según todo, hace presumir preocupó a Platón considerablemente. Adoptando como punto de partida de! desarrollo un Estado perfecto y, por lo tanto, incorruptible, le resultó difícil explicar e! primer cambio -la caí­ da del hombre o pecado original, por así decir- que puso en marcha todo e! engranaje.' En e! próximo capítulo examinaremos la tentativa de Platón de resolver este problema, pero antes realizaremos una consideración gene­ ral de su teoría de! desarrollo social. Según La República la forma de sociedad original o primitiva y al mis­ mo tiempo la única que se asemeja a la Forma o Idea de! Estado, esto es, «e! Estado perfecto», es un reinado de los hombres más sabios y más parecidos a los dioses. Esta ciudad-estado ideal se halla tan próxima a la perfección que se hace difícil concebir que pueda cambiar alguna vez. Y sin embargo, ha debido tener lugar cierto cambio, y con él, la iniciación de la lucha de Heráclito, que constituye la fuerza impulsora de todo movimiento. Según Platón, las luchas intestinas, las guerras de clase fomentadas por intereses egoístas, particularmente de orden material o económico, constituyen la fuerza principal de la «dinámica social». La fórmula marxista: «La historia de todas las sociedades que hasta ahora han existido es la historia de una lu­ cha de clases»," calza casi tan bien en e! historicismo de Platón como en e! de Marx. Los cuatro períodos más notables, que marcan otros tantos «hitos "lila historia de la degeneración política» y, al mismo tiempo, «las más im­ portantes... variedades de los Estados existentes»," son descritos por Platón '"11 el orden siguiente: en primer lugar, después de! Estado perfecto viene la "t imarquía» o «timocracia», que es e! gobierno de los nobles que aspiran al honor y la fama; en segundo lugar, la oligarquía, que es e! gobierno de las l.unilias ricas; «a continuación, la democracia», que es e! gobierno de la Íi­ herrad y que equivale a la ausencia de leyes y, finalmente, la «tiranía..., la enarta y última enfermedad de la ciudad».'? Como se desprende de esa última observación, Platón considera la his­ I oria -que es para él la historia de la decadencia social- como si se tratase de la historia de una enfermedad, siendo la sociedad e! paciente y e! políti­ ro -como veremos más adelante-, su médico, su salvador. Así como la descripción del curso típico de una enfermedad no siempre puede aplicarse a todos los pacientes, tampoco la teoría histórica de Platón de la decadencia social pretende validez para el desarrollo de todas las ciudades individuales. Su intención se reduce a describir tanto e! curso original de la evolución por la cual se generaron inicialmente las formas principales de decadencia cons­ titucional, como e! curso típico de la transformación social." Se advierte, así, que Platón se propuso delinear un sistema de períodos históricos go­ bernados por una ley evolutiva; en otras palabras, se propuso la elaboración de una teoría historicista de la sociedad. Esta tentativa, resucitada por Rousseau, fue puesta de moda por Comte, Mili, Hege! y Marx; pero si se considera la evidencia histórica disponible en la época de Platón, se verá que su sistema de los períodos históricos era tan bueno como e! de cualquiera de estos historicistas modernos. (La principal diferencia estriba en la valora­ ción de! curso adoptado por la historia. En tanto que e! aristócrata Platón condenaba e! desarrollo operado, estos autores modernos lo aplauden, por creer en la existencia de una ley de! progreso histórico.) Antes de examinar detalladamente e! Estado perfecto de Platón, hare­ mos una breve reseña de su análisis de! papel desempeñado por las fuerzas económicas y las luchas de clase en e! proceso de transición entre las cuatro formas decadentes de! Estado. La primera forma degenerativa de! Estado perfecto, es decir, la timocracia o gobierno de los nobles ambiciosos, es si­ milar, en casi todos los aspectos, al propio Estado perfecto. Es importante advertir que Platón identifica explícitamente esta forma estatal, la mejor y más antigua, con la constitución dórica de Esparta y Creta, y que estas dos aristocracias tribales representaban, efectivamente, la forma de vida política más antigua de Grecia. La mayor parte de la excelente descripción que hace Platón de sus instituciones se encuentra en ciertas partes de su descripción de! Estado perfecto al cual se parece la timocracia. (Merced a esta doctrina de la similitud entre Esparta y e! Estado perfecto, Platón se convirtió en uno 54 55 Ir ·ilI~lili",~I.""!"'."'i¡¡¡¡¡¡M¡¡¡¡¡".""~~ --I'[ 1;'1 de los más grandes propagandistas de lo que cabría denominar «e! Gran mito de Esparta», esto es, e! duradero e influyente mito de la supremacía de la constitución espartana y de su régimen de vida.) La diferencia principal entre e! Estado perfecto o ideal y la timocracia reside en que esta última contiene cierto grado de inestabilidad; la clase go­ bernante patriarcal, otrora unida, se presenta ahora desunida, y es precisa­ mente esta falta de unión lo que la lleva a la etapa siguiente, vale decir, a su degeneración en la oligarquía. La desunión surge como resultado de la am­ bición. «En primer lugar -dice Platón, hablando de! joven timócrata- oye quejarse a la madre de que su esposo no sea uno de los gobernantes» ...12 En­ tonces se torna ambicioso y ansía distinguirse. Pero e! factor decisivo en la transformación siguiente lo constituyen las tendencias sociales adquisitivas y rivalizantes. «Henos en la tarea de describir -expresa Platón-la forma en que la timocracia se transforma en oligarquía... Hasta un ciego podría verlo... Es e! tesoro lo que arruina esta constitución. Los timócratas co­ mienzan por crearse oportunidades para hacer alarde y derroche de su di­ nero y con esta finalidad deforman las leyes y comienzan a desobedecerlas, ellos y sus mujeres...; y por si esto fuera poco, procuran superarse unos a : otros en sus desenírenos.» He aquí, pues, cómo surge e! primer conflicto de clase entre la virtud y e! dinero o entre e! viejo régimen de la simplicidad feudal y e! nuevo de la riqueza. Se completa la transición hecha hacia la oli­ garquía cuando los ricos establecen una ley que «impide desempeñar cargos públicos a todos aquellos cuyos medios no alcanzan la suma estipulada. Este cambio es impuesto por la fuerza de las armas, en e! caso de que fraca­ sen las amenazas y la extorsión... »; Con e! establecimiento de la oligarquía, se llega a un estado de guerra ci­ vil latente entre la oligarquía y las clases más pobres: «Exactamente de! mis­ mo modo en que un organismo enfermo... se halla a veces en lucha consigo mismo..., así se encuentra esta ciudad enferma. Atacada de tan grave dolen­ cia, se hace la guerra ella misma con e! menor pretexto, toda vez que cual­ quiera de los partidos se las arregle para obtener ayuda de afuera, e! uno de una ciudad oligárquica y e! otro de una democracia. ¿Y acaso no estalla, a veces, este estado enfermo en guerras civiles, aun sin ninguna influencia de! exterior?»." Es esta guerra civil la que engendra la democracia: «La demo­ cracia nace ... cuando triunfan los pobres, asesinando a unos..., desterrando a otros y compartiendo con e! resto los derechos de la ciudadanía y de las funciones públicas, sobre un pie de igualdad». La descripción que nos da Platón de la democracia es una parodia vívi­ da pero fuertemente hostil e injusta de la vida política de Atenas y de! cre­ do democrático enunciado por Pericles en forma no superada aún, unos tres años antes de! nacimiento de Platón. (En la última parte de! capítulo 10, se .uializa e! programa de Pericles.)" La descripción de Platón constituye una hrillantc pieza de propaganda política, y podremos apreciar todo e! daño que ha hecho si consideramos que un hombre como Adam, excelente estu­ dioso y editor de La República, no logra resistirse a la retórica con que Pla­ ión denuncia a su ciudad natal. Así, escribe Adarri" que «la descripción que l'latón hace de la génesis de! hombre democrático es una de las piezas más sublimes y convincentes de la literatura de todo género, antigua o moder­ na». y cuando e! mismo autor prosigue diciendo que «la definición de! de­ mócrata, como e! camaleón de la sociedad humana lo pinta de una vez por todas», se advierte que Platón logró volver al menos, a este pensador, contra la democracia, por lo cual cabe preguntarse cuánto daño no habrá causado su ponzoñosa retórica en mentes desprevenidas o menos poderosas... Frecuentemente, cuando e! estilo de Platón se convierte -para usar una frase de Adam-c-" en una «marea plena de elevados pensamientos e imáge­ nes y palabras», ello se debe, según parece, a la urgente necesidad de disi­ mular con un fastuoso manto los harapos y debilidades de su razonamiento, () incluso, como en e! caso que nos ocupa, a la falta completa de argumentos racionales. En su lugar se sirve de la invectiva, identificando la libertad con la ilegalidad, la libre iniciativa con la licencia y la igualdad ante la ley con e! desorden. Los demócratas son calificados de libertinos y mezquinos, de in­ solentes, irrespetuosos de la ley y desvergonzados, de feroces y terribles bestias de presa, de caprichosos y de cultores únicamente de! placer y de los deseos superfluos y sucios. (<<Se llenan el vientre como las bestias», según la expresión de Heráclito.) El demócrata es acusado de llamar «reverencia a la locura...; cobardía a la temperancia...; mezquindad y grosería a la mode­ ración y e! orden en los gastos," etc.» Y hay más todavía: dice Platón, cuan­ do e! torrente de su retórica injuriosa comienza a decrecer, que «e! maestro teme y lisonjea a sus alumnos..., y los viejos condescienden a los caprichos de los jóvenes... a fin de evitar que puedan parecer agrios o despóticos». (¡Y es Platón, e! Maestro de la Academia, quien pone esto en boca de Sócrates, olvidando que éste jamás había sido maestro y que aún de viejo, nunca ha­ bía parecido agrio o despótico! A Sócrates le había gustado, no «condes­ cender» a los jóvenes, sino tratarlos -como en e! caso de! joven Platón­ como a sus compañeros o amigos. Existen buenas razones para creer que Platón, en cambio, no se hallaba tan dispuesto a «condescender» y a discutir los distintos problemas con sus alumnos.) «Pero se alcanza... la culminación de todo este exceso de libertad -continúa Platón- cuando los esclavos, hombres o mujeres, que han sido adquiridos en e! mercado se vuelven, en todo punto, tan libres como aquellos de quienes son propiedad... ¿y cuál es el efecto acumulativo de todo esto? Que el corazón de los ciudadanos se torna tan tierno que e! mero espectáculo de la esclavitud los irrita y no ad- 11 ' : 11111 11 1 II1 I'!'I 11'll 111,'1 111 1'1 ,1: 1 1 11 1.1 11' 1.1 1 1, 1 1,11 IJI:¡ 11':'1 1 1,1 Ir; il,1 ) '1'1 1 1': 1 '11 l. 1 1 " 11" , 1: 1 111I 1: 1 '1" 111 111, '1 1 56 57 1 1 ,1' ¡;M_¡" " !fl, lnPl~¡ 1,1 ,1 ',',, 11 • • • m•n •;;¡"m' ;:;;:;:"""'4·• • • • • • lI!!!!I!. ."""_.. m"l 1mfl1'lIT'l/\m''TI\;¡I4IIA:nN.ij#iq;;¡;;:!!!~p1·f1'l"!"r~ .. • 11 miten que nadie se someta a ella, ni siquiera en sus formas más moderadas.» Aquí, después de todo, Platón rinde homenaje a su ciudad natal, si bien in­ voluntariamente. Siempre será uno de los mayores triunfos de la democra­ cia ateniense, haber tratado humanamente a los esclavos y haber llegado casi, pese a la inhumana propaganda de filósofos como Platón y Aristóteles, a abolir la esclavitud." De mucho mayor mérito, aunque también inspirada por el odio, es la descripción que hace Platón de la tiranía y, especialmente, de la transición a la misma. Platón insiste en que lo que describe son todas cosas .que él mis­ mo ha visto.!" y sin duda alude a sus experiencias en la corte de Dionisia el Viejo, tirano de Siracusa. El paso de la democracia a la tiranía se produce fá­ cilmente -declara Platón- cuando surge un jefe popular que sabe cómo explotar el antagonismo de clase entre ricos y pobres dentro del Estado de­ mocrático, y que consigue formar una guardia de corps o un ejército priva­ do para su propia defensa. Los mismos que en un principio lo saludan como al campeón de la libertad, no tardan en ser esclavizados y, en una etapa ul­ terior, deben luchar por él, en «una guerra tras otra que e! tirano habrá de provocar... porque debe hacer sentir a su gente la necesidad de un gene­ ra1»,20 Con la tiranía se alcanza la forma estatal más abyecta. En El Político, donde Platón examina «el origen de los tiranos y los reyes, de las oligarquías y las aristocracias y de las democracias»," puede hallarse un análisis muy semejante de las diversas formas de gobierno. Nuevamente encontramos aquí la explicación de que las diversas formas de gobierno existentes no son sino copias imperfectas de! verdadero modelo o Forma del Estado, es decir, el Estado perfecto y patrón de todas las imitaciones, que se decía había existido en los antiguos tiempos de Cronos, padre de Zeus. La diferencia reside en que Platón distingue aquí seis tipos de Estados degenerados; pero esta diferencia carece de importancia, especialmente si se considera que Platón declara, en La República,22 que los cuatro tipos allí analizados no son exhaustivos y que existen algunas etapas intermedias. En El Político se llega a los seis tipos de gobierno, distinguiendo, primero, en­ tre tres formas distintas, a saber, el gobierno de un solo hombre, e! de un grupo reducido de hombres y el de muchas personas. Cada uno de éstos se subdivide, a su vez, en dos tipos, de los cuales uno es comparativamente bueno y e! otro malo, según que imiten o no al «único original verdadero», mediante la copia y preservación de sus antiguas leyes." Se distinguen, así, tres formas conservadoras o legítimas y tres absolutamente depravadas o ilegítimas: la monarquía, la aristocracia y la forma conservadora de demo­ cracia, en orden de méritos, constituyen las imitaciones legítimas. Pero la democracia se transforma en su forma ilegítima y luego, a través de la oli­ garquía -el gobierno ilegal de unos pocos- en el gobierno ilegal de una 58 I '.'lla persona, esto es, la tiranía, que como dice Platón en La República, es e! peor de todos. Que la tiranía, e! más vil de los Estados, no tiene por qué ser, necesaria­ urente, la etapa final de! desarrollo, ha sido expresamente indicado por Pla­ ron en un pasaje de Las Leyes, que en parte repite e! cuadro trazado en El t'olitico, y en parte se relaciona con éF4 «Dadme un Estado gobernado por un tirano joven -exclama Platón- ... que tenga la fortuna de ser contem­ poráneo de un gran legislador y de vincularse con él por algún accidente ca­ vual, ¿qué más podría hacer un dios por una ciudad a la que quisiera hacer Icliz?» De esta manera, la tiranía, el más ruin de los Estados, puede llegar a reformarse. (Esto concuerda con la observación de Las Leyes citada más arriba, de que todo cambio es vil, «excepto e! cambio de un objeto vil». No existen mayores dudas de que Platón, cuando habla de un gran legislador y de un tirano joven, debe estar pensando en sí mismo y en sus diversos ex­ perimentos con jóvenes tiranos, especialmente, en sus tentativas de retor­ mar la tiranía de Dionisia e! Joven sobre Siracusa. Más adelante examinare­ 1l10S estos infortunados experimentos.) Uno de los principales objetos de! análisis platónico del desarrollo polí­ I ico es la verificación de la fuerza propulsora de todo cambio histórico. En l.as Leyes, e! enfoque histórico ha sido explícitamente adoptado con este objetivo en vista: «¿No han nacido hasta ahora miles y miles de ciudades... pasando cada una por toda clase de gobiernos? .. Tratemos de aprehender, si es posible, la causa de tanta transformación. Mi esperanza es que al ha­ cerlo se nos revele e! secreto tanto del nacimiento de esas estructuras como de sus sucesivas transformacionesv." Como resultado dc estas investigacio­ nes descubre la ley sociológica de que la desunión interna, las guerras de clase fomentadas por el antagonismo de los intereses económicos de clase, es la fuerza propulsora de todas las revoluciones políticas. Pero la formula­ ción platónica de esa ley fundamental va aún más lejos. En efecto, insiste en que sólo la sedición interna dentro de la propia clase gobernante puede de­ bilitarla lo suficiente para que pierda su poder. «Los cambios de toda cons­ titución se originan, sin excepciones, en el propio seno de la clase gober­ nante y sólo cuando esta clase se torna desunida»;" talla fórmula contenida en La República; y en Las Leyes expresa (refiriéndose, posiblemente, a ese pasaje de La República): «¿Cómo puede un reino o cualquier otra forma de gobierno ser destruidopor fuerza alguna que no provenga de los propios gobernantes? ¿Hemos olvidado, acaso, lo que decíamos hace poco cuando tratábamos este mismo tema, unos días atrás?». Esta ley sociológica, junto con la observación de que los intereses económicos constituyen las causas más probables de desunión, es la clave platónica de la historia; pero hay más aún, también es la clave de su análisis de las condiciones necesarias para e! 59 establecimiento del equilibrio político, esto es, la detención de la transfor-, mación política. Platón supone que estas condiciones se cumplían en la ciu- ; ;' dad-estado ideal o perfecta de la antigüedad. i III La descripción platónica del Estado perfecto ha sido interpretada habi­ tualmente como el programa utópico de un progresista. Pese a sus insisten­ tes aseveraciones -en La República, Timeo y Critias- de que 'sólo descri­ be el pasado remoto, y pese a todos los pasajes paralelos de Las Leyes, cuya intención es manifiesta, se supone frecuentemente que su propósito fue proporcionar una velada descripción del futuro. Sin embargo, es mi opinión que Platón escribía sobre una base más sólida y que muchas características de su Estado perfecto, tal como se lo describe en los libros 11 y IV de La Re­ pública, pretenden ser (al igual que sus reseñas de la sociedad primitiva en El Político yen Las Leyes) históricas," o quizá, prehistóricas. Eso puede no aplicarse a todas las características del Estado perfecto; así, por ejemplo, en lo concerniente al reino de los filósofos (descrito en los libros V a VII de La República), el propio Platón indica que aquél sólo puede darse en el mundo sin tiempo de las Formas o Ideas, de la «Ciudad del cielo». Más adelante examinaremos estos elementos de su descripción, deliberadamente ajenos a la historia, junto con las exigencias ético-políticas de Platón. Debe admitir­ se, por supuesto, que en la descripción de las constituciones primitivas o an­ tiguas, su propósito no fue suministrar una reseña histórica exacta, pues sa­ bía perfectamente que le faltaban los datos necesarios para realizar una . empresa de ese tipo. A mi parecer, sin embargo, Platón realizó una seria tentativa de reconstruir las antiguas formas tribales de vida social de la me­ jor manera posible. No hay ninguna razón para poner eso en duda, espe­ cialmente si se tiene en cuenta que la tentativa tuvo un gran éxito en multi­ tud de aspectos. Difícilmente hubiera podido ser de otro modo, puesto que Platón llegó a este cuadro a través de una descripción idealizada de las anti­ guas aristocracias tribales de Creta y Esparta. Con su aguda intuición so­ ciológica, había visto que estas Formas no sólo eran viejas sino que también se hallaban petrificadas, detenidas; vio lo que eran: reliquias de una forma todavía más antigua. Y así, llegó a la conclusión de que esa forma más anti­ gua había sido más estable aún y más petrificada en su desarrollo. Platón trató de reconstruir ese Estado tan antiguo y consecuentemente tan bueno y estable, de manera tal que resultase clara la forma en que se había mante­ nido libre de toda desunión, cómo habían sido eliminadas las guerras de cla­ se y cómo se había reducido la influencia de los intereses económicos al mí­ 60 manteniéndolos bajo control. Ésos son, pues, los principales proble­ .lc la reconstrucción platónica del Estado perfecto. ,,( .ómo resuelve Platón el problema de la eliminación de las guerras de , l., '.('\? Si hubiera sido un progresista, se le hubiera ocurrido la idea de una '", I('dad igualitaria, desprovista de clases; en efecto -como puede verse, 1'"1 ('jemplo, en su propia parodia de la democracia ateniense- existían ya 1111'1 1('s tendencias igualitaristas en Atenas. Pero su tarea no consistía en 11 )n~;1 mil' un Estado para el futuro, sino en reconstruir un Estado pretérito, I1 ~,Iher, el padre del Estado espartano, que no fue por cierto una sociedad ~III clases. Muy por el contrario, existía en este Estado el régimen de la es­ r Íuvitud y, en consecuencia, el Estado platónico perfecto se basa en la dis­ 11111 ión de clases más rígida. El Estado perfecto es un Estado de castas. El 111 ohlcma de la eliminación de las guerras de clases se resuelve, no median­ tr 1,1 abolición de las clases, sino mediante el otorgamiento a la clase gober­ II~III(' de una superioridad tal que no pueda ser enfrentada. Al igual que en hp,lrta, sólo a la clase gobernante se le permite portar armas, sólo ella tie­ ll<' derechos políticos o de otra naturaleza y sólo ella recibe educación, esto I'~. una enseñanza especializada en el arte de vigilar el rebaño o ganado hu­ 11I,11111. (En realidad, esa abrumadora superioridad confunde ligeramente a 1'1,11 "'11, pues teme que sus miembros «aflijan a las ovejas», en lugar de limi­ líllS(' a aprovechar «su lana», y que «se comporten más como lobos que 1111110 perros»." Más adelante, en el transcurso de este mismo capítulo, con­ ~Illcraremos nuevamente este problema). Mientras la clase gobernante se 11 111 1ltenga unida no puede haber ningún desafío a su autoridad y, por con­ "p,uiente, ninguna guerra de clase. 1':11 su Estado perfecto, Platón distingue tres clases: los guardianes (ma­ ll'd radas), sus auxiliares armados o guerreros y los artesanos. Pero en rea­ 1.1,1.1 sólo hay dos castas: la militar, compuesta por los magistrados arma­ .lll~; y educados, y la de los súbditos, desarmados y sin educación, vale decir, ..1 I cbaño humano; en efecto, los guardianes no constituyen una casta sepa­ 1 '1,1.1 sino que son, tan sólo, los guerreros más viejos y sabios provenientes .1" 1.1S filas de los auxiliares. El hecho de que Platón divida la casta gober­ u.mt c en dos clases, la de los guardianes y la de los auxiliares, sin trazar otras ~ul,divisiones semejantes dentro de la clase trabajadora, se debe principal­ 111I'llle a que su interés se concentra exclusivamente en los gobernantes. Los 11 "hajadores, comerciantes, etc., no le interesan en absoluto; sólo son el ga­ 11,1.10 humano cuya única función consiste en proveer las necesidades ma­ 11'1 i.iles de la clase gobernante. Platón llega a prohibir incluso, que sus go­ 1" I nantes legislen para la gente de esta clase y sus ordinarias querellas l'I"lIudas.29 Ésa es la razón por la que nuestras informaciones acerca de las , I.,\('S bajas son tan pobres. Pero el mutismo de Platón no se mantiene to­ IHlll", tll,,', ! 61 1 il i! 1 1 l' I 1. i,~: ·.·.clblillillllillillJil. talmente ininterrumpido. «¿No hay infinidad de ganapanes -se pregunta en cierta ocasión- que no poseen una sola chispa de inteligencia y son in­ dignos de ser alojados en el seno de la sociedad, pero cuyos vigorosos cuer­ pos son aptos para el trabajo rudo?» Dado que esta repudiable observación ha dado lugar al comentario conciliador de que Platón no admite esclavos en su ciudad ideal, señalaré aquí que esta opinión es errónea. Cierto es que Platón no analiza explícitamente, en parte alguna, el régimen de la esclavi- '(¡m!l! tud, al describir el Estado perfecto, y es cierto, incluso, que llega a sostener¡ que la palabra «esclavo» debería ser suprimida y que deberíamos llamar a¡ los artesanos, «empleados» o «sustentadores». Pero todo esto obedece tan I sólo a razones de propaganda. En ninguna parte se observa el menor indi- ;1 cio de que se haya abolido o mitigado la institución de la esclavitud. Muy] por el contrario, Platón sólo siente desprecio hacia aquellos «sentimenta-'] les» demócratas atenienses que defendían el movimiento abolicionista. Su! punto de vista se torna perfectamente claro, por ejemplo, en su descripción ,1 de la timocracia, segundo Estado en grado de perfección. He aquí lo que dice Platón del ciudadano timócrata: «Su inclinación natural será la de tra-I tar cruelmente a los esclavos, pues carece de la educación necesaria para! despreciarlos convenientemente». Pero como sólo en la ciudad perfectaj puede hallarse una educación superior a la proporcionada por la timocracia, ': debemos concluir, forzosamente, que en la ciudad platónica perfecta existen.' esclavos y que no son tratados con crueldad, pero sí convenientemente des-j preciados. En su consecuente desdén por los mismos, Platón omite la consi-:' deración detallada del tópico. Esa conclusión se halla plenamente corrobo­ rada por el hecho de que un pasaje de La República, que censura la práctica corriente entre los griegos de esclavizar a los propios griegos, finaliza con la defensa explícita de la esclavitud de los bárbaros e incluso con una recomen­ dación a «nuestros ciudadanos» -es decir, los de la ciudad perfecta- de «proceder con los bárbaros como los griegos proceden ahora con los grie­ gos». Tal punto de vista se halla confirmado, además, por el texto de Las Le­ yes, donde se adopta la actitud más inhumana hacia los esclavos. Puesto que sólo la clase gobernante detenta el poder político, incluida la facultad de mantener al ganado humano dentro de tales límites que le impi­ dan tornarse peligroso, todo el problema de preservar el Estado se reduce a conservar la unidad interna de la clase gobernante. ¿Cómo se mantiene esa unidad? Mediante un adiestramiento especial y otras influencias psicológi­ cas, pero, principalmente, mediante la eliminación de los intereses econó­ micos capaces de conducir a la desunión. Esta abstinencia económica se al­ canza y regula mediante la introducción del comunismo, vale decir, la abolición de la propiedad privada, especialmente con respecto a los metales preciosos. «En Esparta estaba prohibida la posesión de metales preciosos»; 1I I 1 62 ,'.)te régimen comunista se circunscribe a la clase gobernante, que es la úni­ que debe mantenerse a salvo de la desunión; las querellas entre los súbdi­ los no son dignas de la menor consideración. Puesto que toda propiedad es propiedad común, también deberá haber una posesión común de las muje­ res y niños. Ningún miembro de la clase gobernante deberá poder identifi­ car a sus hijos o padres: la familia debe ser destruida, o más bien, extendida hasta abarcar toda la clase guerrera. De otra manera, la rivalidad entre las fa­ 'lI1ilias podría convertirse en una fuente posible de desunión; en consecuen­ cia, «todo ciudadano deberá mirar a los demás como si pertenecieran a una misma familia»." (Esa idea no era ni tan nueva ni tan revolucionaria como parece; debemos recordar las restricciones impuestas por Esparta a la índo­ le privada de la vida familiar, tales como el edicto de las comidas privadas, .11 cual Platón hace constante referencia con la designación de institución de las «comidas cornunesv.) Pero ni siquiera la propiedad en común de las mu­ jeres e hijos basta para salvaguardar a la clase gobernante de todos los peli­ gros económicos. Así, es de suma importancia eliminar la prosperidad al mismo tiempo que la pobreza. Ambas representan una amenaza para la unión: la pobreza, porque impulsa a la gente a adoptar medios desesperados para satisfacer sus necesidades; la prosperidad, porque la mayor parte de los cambios surgen de la abundancia, de la acumulación de la riqueza que hace posible la realización de peligrosos experimentos. Sólo un sistema comu­ nista que no deje lugar ni para grandes necesidades ni para excesivas rique­ zas puede reducir los intereses económicos al mínimo y garantizar, así, la unión de la clase gobernante. El comunismo de la casta gobernante de la ciudad perfecta puede dedu­ cirse, de este modo, de la ley sociológica fundamental del cambio expuesta por Platón; dicho régimen es la condición necesaria, aunque no suficiente, para la estabilidad política, que debe ser su característica fundamental. A fin de que la clase gobernante se sienta realmente unida, como una sola tribu o como una gran familia, es tan necesaria cierta presión exterior como los propios vínculos entre los miembros de la clase. Esa presión puede asegu­ rarse mediante la profundización y ensanchamiento del abismo que separa .i gobernantes y gobernados. Cuanto más fuerte sea el sentimiento de que los súbditos constituyen una raza diferente y completamente inferior, tan­ ro más fuerte será el sentido de unión entre los gobernantes. Llegamos de esta manera al principio fundamental, enunciado sólo después de algunas vacilaciones, de que no debe haber la menor mezcla entre ambas clasesr" "Cualquier contacto o intercambio de una clase a otra -expresa Platón­ constituye una grave transgresión contra la ciudad y puede ser justamente condenada como el más bajo de los crímenes». Pero claro está que una divi­ sión de clases tan rígida debe ser justificada de algún modo y una tentativa '11 63 <"!'l'irr¡p!1[!)1{:íll¡rll::l;, ! semejante sólo puede basarse en la tesis de que los goobernaOites son supe­ 1"""" Eso no es tan sólo un simple símil del buen pastor; si se tiene en riores a los súbditos. En consecuencia, Platón trata de j~stifi,(ar su división • 111 lila lo que declara Platón en Las Leyes, debe ser interpretado de forma de clases mediante la triple pretensión de que los gobeenante son muy su­ 111,\', literal. En efecto, se nos dice allí que esta sociedad primitiva, anterior periores en tres aspectos, a saber: raza, educación y resella á valores. ,11111 ,\ la ciudad primera y perfecta, se halla constituida por nómadas pastores valoraciones morales de Platón -que son, por supueestc, idéiticas a las de 1111 uuañeses, y gobernada por un patriarca: «El gobierno se originó -dice los gobernantes de su Estado perfecto-, serán estudiiadas ocortunamente l'l.u on, refiriéndose al período anterior a la primera ciudad- ...como el en los capítulos 6, 7 Y 8; por lo tanto, aquí nos circunsccrilirenos a describir] 1II,IIIdato del descendiente mayor, quien heredaba la autoridad de su padre sólo algunas de las ideas de Platón con respecto al oriigea, cranza y adies­ " madre, y entonces todos los demás lo seguían como una bandada de paja­ tramiento de su clase gobernante. (Antes de pasar a eefetuaresta descrip­ " ix, formando, de ese modo, una sola horda regida por aquella autoridad y ción, desearía expresar mi convencimiento de que la sruperioadad personal '1'¡lIado patriarcal, que de todos los reinados es el más justo». Esas tribus -ya sea racial, intelectual, moral o educacional- neo puedebastar nunca uomadas se establecieron -según se afirma- en las ciudades del Pclopo­ para justificar prerrogativas políticas, aun cuando prudera stableccrse a II('SO, especialmente en Esparta, donde eran conocidos con el nombre de ciencia cierta dicha superioridad. Actualmente, la rnayoorh de la gente de los dorios. Cómo sucedió esto es cosa que no ha sido claramente explicada, países civilizados admite que la superioridad racial ees un nito; pero aun 1'('1'0 se comprende la renuencia de Platón a hacerlo, cuando se descubre por cuando fuese un hecho comprobado, no debería creaar [eredios políticos vehementes indicios que dicho «establecimiento» fue, en realidad, una vio­ especiales, si bien podría engendrar responsabilidades nordes especiales lenta invasión. Ésa y no otra, según todo lo hace presumir, es la verdadera para los individuos superiores. Análogas exigencias hsabrán ce tenerse con historia del establecimiento dórico e11 el Pcloponcso. Tenemos, pues, las aquellos que sean intelectual, moral y educacionalmeenu sujeriores; y no mejores razones para creer que Platón se propuso, con su historia, trazar puedo dejar de pensar que los argumentos en contrarriode certos intelec­ una descripción seria de los hechos prehistóricos; descripción IlO sólo del tualistas y moralistas sólo logran demostrar el poco éxiitoque en ellos ha te­ origen de la raza dominadora de los dorios, sino también del origen de su nido la educación, pues no alcanzó siquiera a darles conciencia de sus pro­ rebaño humano, es decir, de los habitantes originarios. En un pasaje parale­ pias limitaciones y de su fariseísmo.) lo de La República, Platón nos proporciona una descripción mitológica, ,¡unque mu y ajustada, de la conquista misma, cuando se refiere al origen de los «terrígenos», la clase gobernante de la ciudad perfecta. (En el capítulo S IV I\OS ocuparemos del mito de los terrígenos desde un punto de vista difcrcn­ tc.) He aquí la descripción de su marcha triunfal sobre la ciudad, fundada Si queremos comprender las ideas de Platón acerca del orijen, crianza y con anterioridad por los mercaderes y artesanos: «Una vez armados y adiestramiento de su clase gobernante, no deberemos peerder d.:vista los dos adiestrados, los terrígenos se abren paso hasta llegar a la ciudad bajo el l11;1n­ puntos principales de nuestro análisis. Deberemos tenenr preserte,ante todo, do de los guardias. y luego que exploran el lugar, se instalan en el mejor si­ que la tarea de Platón consiste en reconstruir una ciudaad del psado, si bien tio para acampar, sitio que será, a la vez, el más adecuado para dominar a los vinculada con el presente, de tal forma que algunos de ssus ras~os se conser­ habitantes en caso de que alguno se resista a obedecer la ley, y para defen­ vaban todavía claramente discernibles en los Estados eexstenes, por ejem­ derse de los enemigos exteriores que podrían caer como lobos sobre la ma .. plo, Esparta; y, en segundo lugar, que Platón reconstruuyc su :iudad con la jada», Siempre debe tenerse presente este cuento breve y triunfal que narra vista puesta en las condiciones necesarias para lograr $U estalilidad, y que el sometimiento de un pueblo sedentario a una horda guerrera y conquista­ busca las garantías de esta estabilidad únicamente dent.rode lipropia clase dora (identificada, en l:'l Político, con el grupo de pastores nómadas monta­ gobernante y, más especialmente, en su unión y en su fuerza. Puede men­ ñeses del período anterior al establecimiento) cuando se interpreta la reite­ cionarse, con respecto al origen de la clase gobernante, 'q~e Pl.tón habla en rada insistencia de Platón en la afirmación de que los buenos gobernantl:s, El Político de un tiempo todavía anterior al de su Estaado perecto, en que ya sean dioses, semidioses o guárdianes, son los pastores patriarcales de los «el propio Dios era el pastor de los hombres, conduciééndolosy gobernán­ hombres, y de que el verdadero arte político, el arte de gobernar, es una dolos exactamente del mismo modo en que el hombre., .. rondice todavía a suerte de facultad pastoril, eso es, el arte de manejar y dominar el rebaño las bestias. Entonces, no existía la... propiedad de las nrnuerery de los hi­ humano. Es teniendo en cuenta tales consideraciones como debemos cxa­ 64 65 ill'i " ¡Ii l ! minar su descripción de la crianza y adiestramiento de «los auxiliares obe­ dientes a los gobernantes como los perros ovejeros lo son a los pastores». La crianza y educación de los auxiliares y, de este modo, de la clase go­ bernante del Estado platónico es, al igual que su facultad de portar armas, un símbolo de clase y, por lo tanto, una prerrogativa de clase." Además, la crianza y la educación no son meros símbolos vacíos sino instrumentos para el gobierno de clase, necesarios para asegurar la estabilidad de este go­ bierno. Platón los trata exclusivamente desde este punto de vista, es decir, como poderosas armas políticas o medios útiles para arrear la majada hu­ mana y para unificar a la clase gobernante. Con ese objeto, es de suma importancia que la clase dominante se sien­ ta superior a la dominada. «La raza de los guardianes debe mantenerse pura»;" dice Platón (en defensa del infanticidio) cuando esgrime el argu­ mento racial, usado y repetido desde entonces, de que la cría de los anima­ les se lleva a cabo con mayor cuidado que la de los propios hombres. (El in­ fanticidio no era una institución ateniense, pero Platón, en vista de que lo practicaban en Esparta por razones de eugenesia, llegó a la conclusión de que debía ser una costumbre antigua y, por lo tanto, buena). Platón exige que se apliquen a la crianza de la raza dominante los mismos principios que un criador experimentado aplica a la de perros, caballos o pájaros. «Si no se los criase de esta manera, ¿no es obvio que la raza de nuestros pájaros o perros no tardaría en degenerar?», reza el argumento de Platón, cuya conclusión es que «los mismos principios se aplican a la raza de los hombres». Las cualidades raciales que deben exigirse de un guardián o un auxiliar son, es­ pecíficamente, las correspondientes a un perro ovejero. «Nuestros guerre­ ros-atletas ... deben mostrarse vigilantes como los perros guardianes», sos­ tiene Platón, argumentando: «Por cierto que no existe ninguna diferencia, en 10 que a su aptitud natural para mantenerse vigilantes se refiere, entre un agraciado joven y un perro de raza». En su entusiasta admiración por los perros, Platón llega a atribuirles, incluso, «una auténtica naturaleza filosó­ fica», pues, «¿no es el amor al saber idéntico a la actitud filosófica>». La principal dificultad con que tropieza Platón es la de que los guardia­ nes y auxiliares deben estar dotados de un carácter fiero y bondadoso a un tiempo. Es evidente que deben ser educados en la fiereza, puesto que deben hallarse preparados para «enfrentar cualquier peligro con espíritu valiente e inquebrantable». No obstante, «si su naturaleza ha de ser tal, ¿qué hacer para evitar que practiquen la violencia entre sí o contra el resto de los ciudadanos?»." En verdad, sería «simplemente monstruoso que los pastores se sirvieran de pe­ rros... capaces de atacar a las ovejas, comportándose más como lobos que como perros». El problema entraña gran importancia desde el punto de vis­ 66 del equilibrio político o, mejor dicho, de la estabilidad del Estado, pues Platón no confía en un equilibrio de las fuerzas de las diversas clases, dado que ello sería inestable. Claro está que tampoco es posible controlar a la cla­ se gobernante con sus poderes arbitrarios y su bravura, mediante la fuerza contraria de los súbditos, pues la superioridad de la clase gobernante debe mantenerse intacta. La única forma de control posible para la clase gober­ nante es, por lo tanto, el autocontrol. Así como debe ejercitar la abstinencia económica, es decir, la moderación en la explotación económica de los súb­ ditos, del mismo modo debe moderar su carácter fiero en sus relaciones con la clase gobernada. Pero esto sólo puede lograrse si la fiereza de su carácter se halla contrarrestada por su mansedumbre. Para Platón resulta ése un pro­ blema de la mayor seriedad, puesto que la fiereza es el antónimo exacto de la mansedumbre. El intérprete del pensamiento de Platón -Sócrates en esta ocasión- declara hallarse perplejo, hasta que por fin recuerda al perro nuevamente: «Los perros de raza no pueden ser más mansos con sus amigos y con las persouas conocidas, pese a que con los extraños dan muestras de la mayor bravura». Se pretende demostrar con esto «que el carácter que se procura imponer a nuestros guardianes no es necesario a la naturaleza». Queda así establecido el objetivo de criar una 1"<17a para el mando, demos­ trándose que dicho objetivo se halla dentro de los alcances humanos. Debe­ mos recordar que ese problema deriva del análisis de las condiciones nece­ sarias para mantener la estabilidad del Estado. El objetivo educacional de Platón es exactamente el mismo. Consiste en el propósito puramente político de estabilizar el Estado mediante la combi­ nación de los elementos de bravura y mansedumbre en el carácter de los go­ , bernantcs. Platón correlaciona las dos disciplinas en que eran educados los niños de la clase alta griega, es decir, la ginmasia y la música (esta última to­ mada en el sentido más lato de la palabra, incluidos todos los estudios lite­ rarios), con los dos elementos del carácter, a saber, la fiereza y la manse­ dumbre. «¿ No habéis observado --pregunta Platón-Y' cómo reacciona el carácter cuando se lo somete a un adiestramiento exclusivamente gimnástico, sin participación de la música, o a la inversa? ... Una educación exclusivamcn.. te física da por resultado individuos más fieros de lo deseable, en tanto que un exceso análogo de música los hace demasiado blandos... Por nuestra par­ te, sostenemos que nuestros guardi,ules deben reunir ambas modalidades ... Por eso creo que algún dios debe haberle dado al hombre estas dos artes: la música y la gimnasia, con el propósito, no tanto de servir al alma y al cuerpo respectivamente, sino más bien, de armonizar adecuadamente las dos cuerdas principales», vale decir, los dos elementos del alma, la mansedumbre y la fie­ reza. «Ésos son, pues, los bosquejos de nuestro sistema de educación y adies­ tramiento», expresa Platón como conclusión de su análisis. 1.1 11 II ¡ ;1 ili '(!I 67 Pese al hecho de que Platón identifica el elemento bondadoso del alma con la disposición filosófica de ésta, y pese al hecho de que la filosofía se ha­ lla destinada a desempeñar papel tan preponderante en las últimas partes de La República, no se siente predispuesto, en modo alguno, en favor del ele­ mento bondadoso del alma, es decir, de la educación musical o literaria. Esa imparcialidad en la consideración de los dos elementos opuestos es tanto más notable, por cuanto le lleva a imponer las más severas restricciones a la educación literaria, en comparación con la atención que se acostumbraba a dispensarle en Atenas. Claro está que esto sólo forma parte de su tendencia general a preferir las costumbres espartanas a los atenienses. (Creta, su otro modelo, era todavía más melófoba que Esparta.)" Los principios políticos de educación literaria de Platón se basan en una comparación muy simple. A su parecer, Esparta trataba al rebaño humano con un tanto de rudeza, lo cual constituye un síntoma, o incluso la aceptación implícita, de ciertos sen­ timientos de debilidad" y, por consiguiente, un indicio elocuente de la de­ generación incipiente de la clase gobernante. Atenas, por el contrario, era demasiado liberal y blanda en su forma de tratar a los esclavos. Platón con­ virtió estos hechos en otras tantas pruebas de que Esparta le asignaba de­ masiada importancia a la gimnasia, y Atenas -claro está- a la música. Esta simple estimación le permitió fácilmente reconstruir lo que, en su opinión, debería haber sido la verdadera medida o combinación de los dos elemen­ tos educativos en el Estado perfecto, sentando así los principios de su polí­ tica educacional. Juzgado desde el punto de vista ateniense, no entraña nada menos que la exigencia de estr,lllgular)~ toda la educación litel'aria mediante una estrecha adhesión al ejemplo de Esparta con su estricto control estatal de todas las cuestiones literarias. No sólo la poesía, sino también la música, en el sentido ordinario del término, debía ser controlada por una rígida cen­ sura, y ambas debían hallarse dedicadas por entero a fortalecer la estabilidad del Estado, haciendo que los jóvenes se sintiesen más conscientes de la dis­ ciplina de clase" y, de este modo, más dispuestos a servir los intereses de clase. Platón llega, incluso, a olvidar que es función privativa de la música tornar a los jóvenes más dóciles, pues exige, contradictoriamente, aquellas formas de música que estimulen sus sentimientos de bravura. (Si se consi­ dera que Platón era ateniense, sus argumentos relativos a la música propia­ mente dicha resultan casi inconcebibles por su supersticiosa intolerancia, especialmente si se la compara con el criterio mucho más amplio que preva­ lece en una iluminada crítica contemporánea." Pero aun en la actualidad hay muchos músicos de su parte, posiblemente porque se sienten halagados por su alta opinión de la importancia de la música, no ya como medio artís­ tico, sino como instrumento de poder político. Otro tanto puede decirse de los educadores y aún más de los filósofos, puesto que Platón reclama el 68 gobierno para ésos; en el capítulo 8 analizaremos la pretensión de su pro­ grama.) El mismo principio' político que lleva a la educación del espíritu como medio para la preservación de la estabilidad del Estado, conduce también al adiestramiento del cuerpo. Este objetivo no es otro que el perseguido por Esparta. Pese a que el ciudadano ateniense era acostumbrado por su educa­ ción a una versatilidad general, Platón pretende que la clase gobernante sea adiestrada como clase específica de guerreros profesionales, prontos a lu­ char contra los enemigos del exterior o surgidos del propio seno del Esta­ do. En dos ocasiones nos dice Platón que los niños de ambos sexos «deben ser llevados a caballo hasta el terreno mismo de las contiendas y, siempre que ello pueda hacerse sin peligro, debc adcntrársclos en el corazón mismo de la batalla y hacerles probar sangre, exactamente del mismo modo en que se procede con los sabuesos jóvenes. Por cierto, que la descripción de un es­ critor moderno, que define la educación totalitaria contemporánea como «una forma intensificada y continua de movilización»," encaja perfecta­ mente bien dentro del sistema platónico de educación, Tal, pues, la reseña de la teoría platóuica del Estado mejor o más anti­ guo, de la ciudad que trata a su población humana exactamente como un pastor sabio, pero severo, trata a su majada; no con demasiada crueldad, pero sí con el desdén conveniente. Como an.ilisis ele las instituciones sociales espartanas, y a la vez de las condiciones que determinan su estabilidad o inestabilidad, y como tentati­ va de reconstruir las [orrnas m.is rígidas y primitivas de la vida tribal, esta descripción es, en verdad, excelente, (En este capítulo sólo hemos consi­ derado el aspecto descriptivo; los aspectos éticos serán examinados más adelante.) Es mi parecer que gran partc de la obra de Platón, considerada habitualmente una mera especulación mitológica o utópica, puede ser inter­ pretada, de esta forma, COIll() una verdadera descripción y análisis socioló­ gico. Si dirigimos la atención, por ejemplo, a su mito de las triunfantes hor­ das guerreras que avasallan una pobbción cstahlccida, deberemos admitir que desde el punto de vista ele la sociología descriptiva, es sumamente efi­ caz. En realidad, podría recabar para sí el derecho de ser considerado como una anticipación de la interesante (aunque tal vez demasiado vasta) teoría moderna del origen del Estado, según la cual el poder político organizado y centralizado se origina generalmente en una conquista de ese tipo.':' Es II1UY posible que en la obra de Platón existan muchas más descripciones con -ste carácter sociológico, de las que se han descubierto hasta el presente. 69 ~ I~ V Resumiendo, diremos que en una tentativa de comprender e interpretar el cambiante mundo social en que le tocó vivir, Platón se vio inducido a desa­ rrollar una sociología historicista distemática, sumamente minuciosa. Así concibió la idea de que los Estados existentes no fueran sino la réplica deca­ dente de una Forma o Idea inmutable. Platón trató entonces de reconstruir esta Forma o Idea del Estado o, por lo menos, de describir alguna sociedad que se le pareciese al máximo posible. Junto con las antiguas tradiciones, empleó como material para su reconstrucción los resultados de su análisis de las instituciones sociales de Esparta y Creta -las formas más antiguas de vida social que le fue dado encontrar en Grecia- en las cuales pudo reco- , nocer la presencia de formas detenidas dc otras sociedades tribales aún más antiguas. Pero a fin de realizar un uso adecuado de este material, se vio en la necesidad dc adoptar un principio discriminatorio para distinguir entre los rasgos buenos, originarios o antiguos de las instituciones existentes y sus síntomas de decadencia. Ese principio le fuc suministrado por la ley de las revoluciones políticas, según la cual, la desunión de la clase gobernante, junto con una excesiva preocupación por las cuestiones económicas, cons­ tituye el origen de todo cambio social. El Estado perfecto debía ser recons­ truido de tal forma, por consiguiente, que quedasen eliminados tan absolu­ ta y radicalmente como fuese posible, todos los gérmenes y elementos de desunión y decadencia; es decir, quc debía ser construido sobre el modelo del Estado espartano, prestando especial atención a las condiciones necesa­ rias para mantener una unión inquebrantable en la clase gobernante, unión que estaría asegurada por su austeridad económica, su crianza y su adiestra­ miento. Al interpretar las sociedades existentes como copias decadentes de un Estado ideal, Platón dotó de inmediato, a las opiniones algo burdas de He­ síodo sobre la historia humana, de un marco teórico y de ricas posibilidades de aplicación práctica. Desarrolló, asimismo, una teoría historicista de un notable realismo, que descubrió la causa de la transformación social en la desunión de Heráclito y en las luchas de clase, en las que reconoció las fuer­ zas dinámicas y al mismo tiempo corruptoras de la historia. Platón aplicó estos principios historicistas a la descripción de la declinación y caída de las ciudades griegas y, en particular, a una crítica de la democracia que calificó de afeminada y corrompida. Cabe agregar, asimismo, que más tarde, en Las Leyes,44 también los aplicó a un relato de la declinación y caída del Imperio Persa, iniciando así una larga serie de «declinaciones y caídas" dramatizadas de los imperios y civilizaciones más importantes. (La conocida Decadencia de Occidente de o. Spengler es quizá la peor de esas dramatizaciones, pero 70 no la última.)" Todo esto puede interpretarse, a mi entender, como una im­ presionante tentativa de explicar y racionalizar la experiencia del derrumbe .lc la sociedad tribal; experiencia análoga, por lo demás, a la que había lleva­ do a Heráclito a desarrollar la primera filosofía del cambio. Pero nuestro análisis de la sociología descriptiva de Platón se halla in­ .ornpleto todavía. Sus cuadros de declinación y caída, y, junto con ellos, "'lsi todos sus cuadros posteriores, presentan por lo menos dos característi­ cas que no hemos considerado hasta ahora. En primer lugar, Platón conce­ hía esas sociedades decadentes como una especie de organismo, y la deca­ dencia como un proceso semejante al de la vejez. Y en segundo lugar, creía que la declinación era merecida, en el sentido de que la decadencia moral, es decir, la declinación y caída del espíritu, va de la mano con la del cuerpo so­ cial. Todo ello desempeña un importante papel en la teoría platónica del primer cambio, a saber, en la Historia del Número y de la Caída del Hom­ hre. Esa teoría, así como también su relación con la de las Formas o Ideas, serán tratadas en el próximo capítulo. I!I!I IJ/,I,'I '.1: i~ I~ ill ~li~i 1,' ~ ,~ I'!: I 11 "1,1 1 1I1, ir 1¡lt 1 ¡ ::1 ¡il, ' il l I¡ 1,', ~ '11i '1 1\' ~' 1'1 ,'1 , l' ~ N 1 11 1,, 71 1 1 " r i~ l I Capítulo 5 NATURALEZA Y CONVENCIÓN No corresponde a Platón el mérito de haber sido el primero en encarar: los fenómenos sociales con el espíritu de la investigación científica. La ini-í ciación de la ciencia social se remonta, por lo menos, a la generación de Pro-] tágoras, el primero de los grandes pensadores que se denominaron a sí mismos «sofistas». Está señalada por la comprensión de la necesidad de distinguid dos elementos distintos en el medio ambiente del hombre, a saber, su medio] natural y su medio social. Es ésta una distinción difícil de trazar y de apre-! hender, como puede deducirse del hecho de que aún hoy no se halla clara-j] mente establecida en nuestro pensamiento. Además, ha sido puesta en tela li de juicio continuamente desde la época de Protágoras, y la mayoría de no-'f¡ sotros tenemos una fuerte inclinación, al parecer, a aceptar las peculiarida-II í des de nuestro medio social como si fueran «naturales». Una de las características que definen la actitud mágica de una sociedad I «cerrada», primitiva o tribal, es la de que su vida transcurre dentro de un 1, círculo encantado! de tabúes inmutables, de normas y costumbres que se ] reputan tan inevitables como la salida del sol, el ciclo de las estaciones u' otras evidentes uniformidades semejantes dc la naturaleza. La comprensión teórica de la diferencia que media entre la «naturaleza» y la «sociedad» sólo puede desarrollarse una vez que esa «sociedad cerrada» mágica ha dejado de tener vigencia. I 1 El análisis de esa evolución presupone, a mi juicio, la clara captación de una importante diferencia. Nos referimos a la que media entre (a) las leyes naturales o dc la naturaleza, tales como las que rigen los movimientos del sol, de la luna y de los planetas, la sucesión de las estaciones, etc. La ley de la gravedad, las leyes de la termodinámica, etc., y (b) las leyes normativas o normas que no son sino prohibiciones y mandatos, es decir, reglas que pro­ híben o exigen ciertas formas de conducta como, por ejemplo, los diez man­ damientos o las disposiciones legales que regulan el procedimiento que se- 1',\Iir para elegir a los miembros del parlamento o las leyes que componen la , onsritución ateniense. Dado que el análisis de esos asuntos se halla frecuentemente viciado por \.1 tendencia a borrar tal distinción, no estará de más agregar algunas pala­ liras sobre la misma. Una ley en el sentido definido en (a) -una ley natuI ,tl- describe una uniformidad estricta e invariable que puede cumplirse en \.1 naturaleza, en cuyo caso la leyes válida, o puede no cumplirse, en cuyo ,;1S0 es falsa. Cuando ignoramos si una ley de la naturaleza es verdadera o lalsa y deseamos llamar la atención sobre nuestra incertidumbre, frecuente­ merite la denominamos con el nombre de «hipótesis». Las leyes de la natu­ raleza son inalterables y no admiten excepciones. En efecto, si observamos ,,1 acaecimiento de un hecho que contradice una ley dada, entonces no deci­ mos que se trata de una excepción, sino más bien que nuestra hipótesis ha sido refutada, puesto que ha quedado comprobado que la supuesta unifor­ midad no era tal, o en otras palabras, que la supuesta ley dc la naturaleza no era una verdadera ley sino un falso enunciado. Dado que las leyes de la na­ ruraleza son invariables, su cumplimiento no puede ser infringido ni forza­ '\0. Así pues, aunque podamos utilizarlas con propósitos técnicos y poda­ mos ponernos en dificultades por no conocerlas acabadamcnte, las leyes naturales se hallan más allá del control humano. Claro está que todo eso cambia por completo si nos volvemos hacia las leyes del tipo (b), es decir, las leyes normativas. El cumplimiento de una lcy normativa, ya se trate de una disposición legalmente sancionada o de un mandamiento moral, pue­ de ser forzado por los hombres. Además, es variable, y quizá sc pueda de­ cir de ella que es buena o mala, justa o injusta, aceptable o inaceptable; pero sólo en sentido metafórico podría decirse que es «verdadera» o «falsa», puesto que no describe un hecho sino que expresa directivas para nuestra conducta. Bastará que tenga cierto meollo o significación para que pueda ser violada; en caso contrario, será superflua y carecerá de sentido. «No gas­ tes más dinero del que posees» es una ley normativa significativa, pudiendo serlo moral o legalmente, y resulta tanto más necesaria cuanto más frecuen­ temente se la viola. Podría decirse también del siguiente enunciado: «No sa­ ques más dinero de tu cartera del que allí llevas» que es, por su forma, una ley normativa; pero a nadie se le ocurriría pensar seriamente que fuese ésta una parte significativa de nuestro sistema moral o legal, puesto que no pue­ de ser violada. Si una ley normativa significativa es observada, ello se debe­ rá siempre al control humano, vale decir, a las acciones y decisiones huma­ nas y responderá habitualmente a la decisión de introducir sanciones, esto es, de castigar o refrenar a quienes infringen la ley. En mi opinión, compartida por gran número de pensadores y, especial­ mente, de investigadores sociales, la distinción entre las leyes del tipo (a), es I 1, 1 1 ¡"jli il "11 il~· 'I :l'1'li' 1 il 'I il', 111; ·,'i I '1 111, 'JI ~. 11 l' ~~ 11 l'il! li: il.,' ilt ¡~ ,'i·,' Il'il ~I 11 'ii I r li' ~ ~ l I ~l' ~ 1 ~1 1 1'" 11 \ 1 i' J --------ro­ 1" 1,' decir, las proposiciones que describen uniformidades de la naturaleza y las leyes de! tipo (b), o sea, las normas tales como las prohibiciones o manda­ mientos, es tan fundamental que difícilmente tengan estos dos tipos de le­ yes algo más en común que su nombre. Sin embargo, esa opinión no goza, en modo alguno, de general aceptación; muy por e! contrario, muchos pen­ sadores creen en la existencia de normas -prohibiciones o mandamien­ tos- de carácter «natura]", en e! sentido de que han sido establecidas de conformidad con las leyes naturales del tipo (a). Se arguye, por ejemplo, que ciertas normas jurídicas concuerdan con la naturaleza humana y, por consiguiente, con las leyes psicológicas naturales, en e! sentido (a), en tanto que otras normas jurídicas pueden ser contrarias a la naturaleza humana; y se agrega que aquellas normas cuya vigencia puede demostrarse que se ha­ lla de acuerdo con la naturaleza humana no difieren gran cosa, en realidad, de las leyes naturales del tipo (a). Otros razonan que esas leyes naturales son muy semejantes, en verdad, a las leyes normativas, puesto que son esta­ blecidas por la voluntad o decisión de! Creador del Universo, pero esta opi­ nión se funda, sin duda, en el doble uso de la palabra <<ley» -originalmen­ te normativa- para las leyes del tipo (a). Vale la pena considerar todos esos puntos de vista, pero para hacerlo es necesario distinguir, primero, entre las leyes de! tipo (a) y las del tipo (b) y no confundir el planteamiento del pro­ blema con una terminología inadecuada. De ese modo, reservaremos la ex­ presión «leyes naturales» exclusivamente para las leyes del tipo (a), recha­ zando su aplicación a toda norma que, por una u otra razón, pretenda ser «natural». La confusión es perfectamente gratuita, dado que nada cuesta ha­ blar de «derechos y obligaciones naturales» o de «normas naturales», si de­ seamos hacer hincapié en e! carácter «natural» de las leyes de! tipo (b). TI Me parece necesario considerar, para la comprensión de la sociología platónica, la forma en que puede haberse desarrollado la distinción entre leyes naturales y normativas. Examinaremos, primero, lo que parece haber constituido e! punto de partida y su último grado de desarrollo y, poste­ riormente, lo que parece haber equivalido a los pasos intermedios, que desempeñan todos un importante papel en la teoría de Platón. Podría defi­ nirse el punto de partida como un monismo ingenuo, característico de la «sociedad cerrada». El último paso, que denominaremos dualismo crítico o (convencionalismo crítico), es característico de la «sociedad abierta». El hecho de que todavía haya mucha gente que trata de evitar ese último paso es Índice elocuente de que nos hallamos todavía en plena transición de 74 la sociedad cerrada a la abierta. (En relación con todo esto, véase el capí­ tulo 10.) El punto de partida, que hemos denominado «monismo ingenuo», co­ rresponde a la etapa en que no existe todavía distinción alguna entre leyes naturales y normativas. Las experiencias desagradables son los maestros que enseñan al hombre a adaptarse al medio que lo circunda. Pues bien, en esta etapa e! individuo no distingue entre las sanciones impuestas por los demás hombres cuando se viola un tabú normativo y las experiencias desa­ gradables sufridas por el desconocimiento del medio natural. Pueden dis­ tinguirse, además, otras dos posibilidades, una de las cuales podría definir­ se con la expresión naturalismo ingenuo. A esa altura, los hombres sienten que las reglas uniformes -ya sean naturales o convencionalcs- se hallan más allá de la posibilidad de toda alteración. A mi juicio, sin embargo, ese estado debe configurar, tan sólo, una posibilidad abstracta, nunca alcanza­ da, probablemente, en la realidad. De mayor importancia es la etapa que podríamos definir como la del convencionalismo ingenuo, en la cual tanto las uniformidades naturales como las normativas son consideradas expre­ sión de las decisiones de dioses o delllonios semejantes a hombres, de las cuales dependen. De este modo, puede interpretarse que el ciclo de las esta­ ciones o las peculiaridades delmovill1ienlO de los astros obedecen a las «le­ yes», «decretos» o «decisiones» que «gobiernan el ciclo y la tierra» y que fue­ ron «sancionados por el creador en un pr incip io»." Se comprende que quienes piensan de este modo puedan creer que hasta las leyes naturales son pasibles de modificaciones en ciertas circunstancias excepcionales; que con la ayuda de prácticas mág,icas pueda a veces influirse sobre ellas, y que las uniformidades de la naturaleza se hallen respaldadas con sanciones, corno si fueran normativas. Este punto se ad vierte claramente en la frase de Herácli­ to ya citada: «El sol no se desviará un solo paso de su trayectoria, so pena de que las Diosas del Destino, las emisarias de la Justicia, lo encuentren y lo vuelvan de inmediato a su curso". El derrumbe del tribalismo mágico se halla íntimamente relacionado con el descubrimiento de que los tabúcs no son los mismos en las diversas tribus, que su cumplimiento es impuesto y forzado por el hombre, y que pueden ser violados sin ninguna consecuencia desagradable, siempre que se logre eludir las sanciones impuestas por los congéneres. Dicho descubri­ miento se ve acelerado por la observación de que las leyes pueden ser he­ chas o alteradas por legisladores humanos. No sólo pienso en las leyes de SoIón, sino también en las leyes sancionadas y observadas por la población corriente de las ciudades democráticas. Esas experiencias pueden conducir a una diferenciación consciente entre las leyes normativas de observancia impuesta por los hombres, que se basan en decisiones o convenciones, y las I¡ 1,' "1 " ",' 1 ',: 1' ,' '1 (, ,11 1 '1 1 ,[ 1 " , 11'1 1 IljI' 1 111 1 1, \ ~ " 1'I , '1l l'i I IliI !I .',1 1 11" 1 , ':\ 'j' Iljl'l , 1,Ii l l' 1 , I 1,,1 1 '1 1 , 'I!I, l Il'i 'II!,I 75 111 ,1 11 '~I 1 ~,¡ reglas naturales uniformes que se hallan más allá de los límites anteriores. Una vez claramente comprendida esta distinción, se alcanza la etapa que he­ mos denominado dualismo crítico o convencionalismo crítico. En la evolu­ ción de la filosofía griega ese dualismo de hechos y normas se manifiesta por sí mismo bajo la forma de la oposición existente entre la naturaleza y la convención.' Pese al hecho de que esa posición ya había sido alcanzada largo tiempo atrás por el sofista Protágoras, contemporáneo de Sócrates y mayor que éste, es todavía tan poco comprendida, que se hace necesario explicarla con cierto detalle. Ante todo, no debemos pensar que el dualismo crítico supo­ ne una teoría del origen histórico de las normas. En efecto, nada tiene que ver con la afirmación histórica, evidentemente insostenible, de que las nor­ mas fueron hechas o introducidas por el hombre conscientemente, como Una determinación de su voluntad y no como un simple hallazgo casual (cuando fue capaz de hallar las cosas de este tipo). Ninguna relación guar­ da, entonces, con la aserción de que las normas se originan con el hombre y no con Dios, ni tampoco subestima la importancia de las leyes normativas. Tampoco tiene nada que ver con la afirmación de que las normas, puesto que son convencionales -es decir, hechas por el hombre-- deben ser, por lo tanto, «arbitrarias». El dualismo crítico se limita a afirmar que las normas y leyes normativas pueden ser hechas y alteradas por el hombre, o más es­ pecíficamente, por una decisión o convención de observarlas o modificar­ las, y que es el hombre, por lo tanto, el responsable moral de las mismas; no quizá de las normas cuya vigencia en la sociedad descubre cuando comien­ za a reflexionar por primera vez sobre las mismas, sino de las normas que se siente dispuesto a tolerar después de haber descubierto que se halla en con­ diciones de hacer algo para modificarlas. Decimos que las normas son he­ chas por el hombre, en el sentido de que no debemos culpar por ellas a nadie, ni a la naturaleza ni a Dios, sino a nosotros mismos. Nuestra tarea consiste en mejorarlas al máximo posible, si descubrimos que son defectuosas. Esta última observación no significa que al definir las normas como convencio­ nales queramos expresar que son arbitrarias o que un sistema de leyes nor­ mativas puede reemplazar a cualquier otro con iguales resultados, sino, más bien, que es posible comparar las leyes normativas existentes o (institucio­ nes sociales) con algunas normas modelos que, según hemos decidido, son dignas de llevarse a la práctica. Pero aun estos modelos nos pertenecen, en el sentido de que nuestra decisión en su favor no es de nadie sino nuestra y de que somos nosotros los únicos sobre quienes debe pesar la responsabili­ dad por su adopción. La naturaleza no nos suministra ningún modelo, sino que se compone de una suma de hechos y uniformidades carentes de cuali­ dades morales o inmorales. Somos nosotros quienes imponemos nuestros patrones a la naturaleza y quienes introducimos, de este modo, la moral en el mundo natural," no obstante el hecho de que formamos parte del mundo. Si bien somos producto de la naturaleza, junto con la vida la naturaleza nos ha dado la facultad de alterar el mundo, de prever y planear el futuro y de tomar decisiones de largo alcance, de las cuales somos moralmente respon­ sables. Sin embargo, la responsabilidad, las decisiones, son cosas que entran en el mundo de la naturaleza sólo con el advenimiento del hombre. III I ! :11 1 11, ,I rl Es sumamente importante para la comprensión de esa actitud darse cuenta de que tales decisiones nunca pueden derivar de los hechos (o de su enunciación), si bien incumben a los mismos. La decisión de luchar contra la esclavitud, por ejemplo, no depende del hecho de que todos los hombres nazcan libres e iguales y de que nadie nazca encadenado. En efecto, aun cuando todos naciesen libres podría suceder que algunos hombres intenta­ sen encadenar a otros o que llegasen a creer, incluso, que es su obligación ponerles cadenas; o inversamente, aun cuando los hombres nacieran con ca­ denas, podría suceder que muchos de nosotros exigiésemos la supresión de tales cadenas. Dicho de forma más precisa, si consideramos que un hecho es modificable -como, por ejemplo, el de que mucha gente padece enferme­ dades- siempre podremos adoptar entonces cierto número de actitudes di­ ferentes hacia el mismo; más específicamente, podremos decidir efectuar la tentativa de modificarlo, o bien podremos decidir resistirnos a todo inten­ to de esa clase o, por último, podremos decidir abstenernos de toda inter­ vención. De este modo, todas las decisiones morales incumben a algún hecho, es­ pecialmente a hechos de la vida social, y todos los hechos (modificables) de la vida social pueden dar lugar a muchas decisiones diferentes. De donde se desprende que las decisiones nunca pueden derivarse de los hechos o de su descripción. Pero tampoco pueden dcducirse de otra clase de hechos; me refiero a esas uniformidades naturales que describimos con la ayuda de las leyes na­ turales. Es perfectamente cierto que nuestras decisiones deben ser compati­ bles con las leyes naturales (incluidas las de la psicología y fisiología huma­ nas), si han de llegar a ser puestas en práctica; en efecto, si se oponen a esas leyes no es posible, simplemente, cumplirlas. La decisión de que todo el mundo trabaje más y coma menos, por ejemplo, no puede ser llevada a cabo más allá de cierto punto, por razones fisiológicas; es decir, porque más allá de cierto límite la disposición sería incompatible con ciertas leyes naturales 1 1:1 f 1, ~: 1 II ! 1: I r:! Ilr ~ 1 : 1 1 111 ; jii 1I '1' 1: I1 1 111' ! 11 i,ll: Ilrl 1 1,1 11: 1 II /1' '1": Ili 1,11 I11 1/', de la fisiología. De forma semejante, tampoco la decisión de que todo el mundo trabaje menos y coma más puede ser llevada a cabo más allá de cier­ to punto, por diversas razones, incluidas las leyes naturales de la economía. (Como veremos más abajo, en la sección IV de este capítulo, también en las ciencias sociales existen leyes naturales, que denominaremos «leyes socio­ lógicas».) ro lado, del acto de proponer o sugerir algo que también podría designar­ con la palabra «propuesta» o «sugerencia». En el campo de los enuncia­ dos descriptivos se observa una ambigüedad análoga muy conocida. Consi­ deremos, por ejemplo, la siguiente proposición: «Napoleón murió en Santa 1':lena». Convendrá distinguir esa proposición del acto por ella descrito y que podríamos denominar hecho primario, es decir, el hecho de que Napo­ león murió en Santa Elena. Supongamos ahora que un historiador A, al es­ «ribir la biografía de Napoleón, formule la proposición mencionada. Al hacerlo describirá lo que hemos denominado hecho primario. Pero existe t.imbién un hecho secundario completamente diferente del primario, a sa­ hcr, el hecho de que formuló dicho enunciado; y otro historiador E, al es­ cribir la biografía ele A, puede describir este segundo hecho, diciendo: «A .ifirrnó que Napoleón había muerto en Santa Elena». El hecho secundario descrito de ese modo es, en sí mismo, una descripción. Pero en un sentido de la palabra que debe diferenciarse del aludido cuando dijimos que el enunciado: «Napoleón murió en Santa Elena» era una descripción. La rea­ lización de una descripción o de un enunciado constituye un hecho socio­ lógico o psicológico. Pero la descripción realizada debe distinguirse del he­ cho de haber sido realizada. y no puede siquiera deducirse de este hecho, pues equivaldría a conferirle validez a la inferencia «Napoleón murió en Santa Elena, porquc A dijo quc Napoleón murió en Santa Elena», lo cual, evidentemente, no es posible. En el terreno de las decisiones, la situación es análoga. La formulación de una decisión, la adopción de una norma o de un modelo, es un hecho. Pero la norma o el modelo adoptado no es un hecho. Que la mayoría de la gente ajusta su conducta a la norma «No robarás» es un hecho sociológico, pero la norma «No robarás» no es un hecho y jamás podría infcrirsc de las proposiciones que tienen a hechos por objeto de su descripción. Esto se tornará más claro si recordamos que siempre es posible adoptar decisiones diversas y aun contrarias con respecto a un hecho determinado. Por ejem­ plo, aun ante el hecho sociológico de que la mayoría de la gente sigue la norma «No robarás», es posible todavía cscogcr entre adoptarla u oponer­ se a su adopción, y es posible alentar a quienes la han adoptado, o desalen­ tarlos, induciéndolos ~1 adoptar otra norma. En resumen, cs imposible dedu­ cir una oración que exprese una norma o una dccision 0, por ejemplo, una propuesta para determinada política" de una oración que exprese un hecho dado, lo cual no es sino una manera complicada de decir que es imposible derivar normas, decisiones, o propuestas de los hechos." Con frecuencia se ha interpretado erróneamente la afirmación de q ue las normas son hechas por el hombre (no en el sentido de que hayan sido cons­ cientemente elaboradas, sino en el de que los hombres pueden juzgarlas y II1 ',(O De esa manera, pueden eliminarse ciertas decisiones por ser imposibles de ejecutar, dado que contradicen ciertas «leyes de la naturaleza (o hechos invariablos)». Pero eso no significa, por supuesto, que de estos «hechos in­ variables» pueda deduei rse lógicamente decisión alguna, Por el contrario, la situación es m.ís bien la siguiente: ante un hecho cualquiera, ya sea modifi­ cable o invariable, podemos adoptar diversas decisiones, como, por ejem­ plo, alterarlo, protegerlo de quienes quieren modificarlo, abstenernos de in­ tervenir, etc. Pero si el hecho en cuestión es invariable ---ya sea porq uc es imposible toda alteración en razón de las leyes de la naturaleza, o en razón de resultar demasiado difícil para quienes la intcntan-s-, entonces toda deci­ sión de modificarlo será sencillamente impracticable; en realidad, cualquier decisión con respecto a un hecho tal carecerá de significado alguno. El dualismo crítico insiste, de ese modo, en la imposibilidad de reducir las decisiones o normas a hechos; por lo tanto, puede describírselo como un dualismo de hechos y decisiones. Pero tal dualismo parece estar expuesto a .u.iq ucs, En efecto, no es ilíci-­ to considerar, como veremos en seguida, que las decisiones son hechos y esto complica, evidentemente, la concepción dualista. Si decidimos adoptar cierta norma, 1<1 formulación de esta decisión es, en sí misma, un hecho psi­ cológico y sociológico, y sería absu rdo pretender que estos hechos no tie­ nen nada en común con los dcrn.is hechos. Puesto que no puede dudarsc que nuestras decisiones relativas a la adopción de determinadas normas de­ penden cvrdcntcmcutc de ciertos hechos psicológicos --tales como la in­ fluencia de nuestra educación, por cjemplo- parece ahsurdo postular un dualismo de hechos y decisiones, o alirrrm r que las decisionl's no pueden ser deducidas de los hechos. Sin embargo, podría refularse esa objeción seria­ lando que es posible hablar de «decisión en dos selllidos diícrcnrcs». Así, podemos decir de una decisión, que ha sido adoptada, tomada, alcanzada o resuella, o bien, podemos indicar con este término el acto de decidir; pues bien, sólo en este último sentido, podríamos considerar ,1 la decisión como un hecho. Esa misma situación se reproduce con una cantidad de cxprcsio­ nes diversas. EII un sentido, podemos hablar de una resolución adoptada por un consejo dado, y en el otro sentido, puede designarse con ese térmi­ no el acto del consejo de tomar dicha resolución. De forma similar, pode­ mos hablar de una propuesta o sugerencia que nos ha sido formulada y, por mil! 78 79 '-¡;:ii!;illi¡íllllíilllilillllííllllllllllllllllllllllllillll IIMJJiudI INn:IM. AIA,AMIIMIIIIIII,,¡¡¡mllllil¡¡¡,IMI¡¡¡M;:;::¡::¡¡;;::¡¡;:;;¡¡;;¡;¡¡¡ m...mm:::;¡",,,,WH"'¡¡¡¡"O"'¡¡¡;;¡;;¡ _ _• • __ .... . . .. . n . w. . . . . . _ . . . . . . . . . . . . . . . . . . "_Ohm",." "'""'.ff"..'....,.,'1 ',1 ~--- I jl!¡ J 1I 1 1 i ~¡ j.1' ! 1I modificarlas, es decir, en el sentido de que la responsabilidad por su vigen­ cia recae enteramente sobre él). Casi todos los malos entendidos pueden re­ ducirse a un error fundamental de captación, a saber, la creencia de qUYi «convención» significa «arbitrariedad»; o sea, que si somos libres de esco-i ger el sistema de normas que nos plazca, será indiferente que adopternosi uno u otro. Debe admitirse, por supuesto, que la opinión de que las normas son convencionales o artificiales, supone, de suyo, la participación de cier­ to grado de arbitrariedad; es decir, que puede haber diferentes sistemas de normas entre los cuales no hay mucho que elegir (hecho éste debidamente señalado ya por Protágoras). Pero la artificialidad no supone, en modo al-, guno, una arbitrariedad completa. Los cálculos matemáticos, por ejemplo, o las sinfonías, las obras de teatro, ctc., son altamente artificiales y, sin em­ bargo, no se sigue de allí que todos los cálculos o sinfonías o clr.uuas sean in-: diferentes unos de otros. El hombre ha creado nuevos universos: e1lengua-, je, la música, la poesía, la ciencia y, el de mayor importancia todavía, la ética, con su exigencia 1110ral de igualdad, libertad y ayuda a los ncccsitadus." Al: comparar el campo de la ética con el de la música o la matemática, no deseo! significar que esas semejanzas tengan un gran alcance. Existe, específiea-: mente, una gran diferencia entre las decisiones éticas y las decisiones en el, campo del arte. Muchas decisiones morales involucran la vida o la muerte, de otros hombres, en tanto que diticilmcntc podrían encontrarse, en el C;1111­ po del arte, decisiones de tan vital importancia. Resulta en extremo equívo­ co, por lo tanto, decir que un hombre se decide a favor o en contra de la esclavitud, del mismo modo que podría decidirse a Favor o en contra de ciertas obras musicales o literarias, o hien, que las decisiones morales son! una simple cuestión de gusto. Tampoco son, tan sólo, meras clccisioucs acerca de cómo tornar más hermoso el mundo u otros refinamientos por el estilo; lejos de ello, su gravitaciún es, las m.is de las veces, decisiva. (I'ara el mismo tema, ver también el capítulo 9.) El único propósito de nuestra COI11­ paración es demostrar que la teoría de que las decisiones morales nos perte­ necen no significa que éstas sean cntcr.uncun- arbitr.uias. Por extraño que parezca, la tesis de que las normas son hechas por el hombre es combatida por quicnc... creen ver cn esa actitud un ataque a la re .. ligión. Debe admitirse, por supuesto, que ella coustit uyc un ataque a ciertas formas de religión, a saber, la religión de la autoridad ciegll o de la magia y i el tabuisrno. Pero no creo que se oponga de forma alguna a aquellas religio­ nes edificadas sobre la idea de la responsabilidad personal y la lihertad de conciencia. Claro está que al decir esto me refiero al cristianismo, por lo menos como suele interpretárselo en los países democráticos; ese cristianis­ mo que, en oposición a todo tabuismo, predica: «Habéis oído lo que ellos han venido diciendo desde antiguo... Pero yo os digo... »; contraponiendo permanentemente la voz de la conciencia a la mera obediencia formal y a la «bscrvancia de la ley. No es posible admitir que la concepción de que las leyes éticas son he­ "has por el hombre sea incompatible, en ese sentido, con la teoría religiosa .Ie que proceden directamente de Dios. Históricamente, es indudable que toda ética comienza con la religión; pero no se trata ahora de cuestiones his­ ióricas, En efecto, no nos preguntamos quién fue el primer legislador ético, sino que nos limitamos a sostener que somos nosotros, y nada más que no­ sotros, los responsables de la adopción o rechazo de determinadas leyes morales; somos nosotros quienes debemos distinguir entre los verdaderos profetas y los falsos. "Coda clase de normas han reclamado un origen divino. Si se acepta la ética «cristiana» de la igualdad, la tolerancia y la libertad de conciencia sólo por su pretensión de estar respaldada en la autoridad divi­ na, entonces se construirá sobre una base débil; en efecto, con demasiada frecuencia se ha pretendido que la desigualdad es deseada por Dios y que no debemos ser tolerantes con quienes no creen. Sin embargo, si se acepta la ética cristiana -no porque lo obliguen a uno a hacerlo, sino por la propia convicción de que constituye el camino justo a seguir- es uno, entonces, el que decide. Nuestra insistencia en que somos nosotros quienes tomamos las decisiones y soportamos todo el peso de la responsabilidad no debe in­ terprct.usc C0ll10 una afirmación de que no podamos o no debamos recibir ayuda alguna de la fe o inspiración de la tradición o de los grandes ejemplos de la historia. Tampoco significa que la creación de decisiones morales sea tan sólo Ull proceso «natural», es decir, del orden de los procesos [isicoqui­ micos. Lu realidad, Protágoras, el primer dualista crítico, enseñó que la na­ turaleza no conoce normas y que su introducción se debe exclusivamente al hombre, lo cual representa la conquista humana más importante. Sostenía, de ese modo, que «fueron las instituciones y convenciones hs que elevaron al hombre sobre el nivel de las bestias», tal como lo expresa Burnct.: Pero pese 11 su insistencia en que el hombre crea las normas y en que es ella me­ dida de todas las cosas, Prot<lgoras creía que el hombre sólo podía alcanzar la creación de lns normas con ayuda de lo sobrenatural. I.as normas, de acuer­ do con sus cnscúanzas, eran impuestas al estado original o nat ural de las co·· sas por el hombre, pero con la ayuda dl' Zeus. L,s por mandato de Zeus que Hcrmcs les concede 11 los hombres el sentido de la justicia y el honor, dis­ tribuyendo el don entre todos los hombres por partes iguales. La forma en que la primera declaración definida del dualismo crítico deja lugar auna in­ tcrprctación religiosa de nuestro sentido de la responsabilidad, demuestra hasta qué punto no se opone el dualismo crítico a b actitud religiosa. Pue­ de advertirse un enfoque similar, a mi parecer, en el Sócrates histórico (ver capítulo 10), que se sintió impulsado, tanto por su conciencia como por sus 80 81 i¡ ¡J.. ,1: 1 11 , 1 rll' I!: 111I II!j: I:I~ 111. 1I1 1 I 1I 11 ,1 ,11'1 1 !I:I I 111 '" ii I creencias religiosas, a poner en tela de juicio toda autoridad, y que buscgl permanentemente aquellas normas en cuya justicia podía confiar. La doc-¡ trina de la autonomía de la ética es independiente del problema de la reli-¡ gión, pero compatible con cualquier religión que respete la conciencia indi­ vidual, e incluso, quizá, necesaria. IV No diremos más, por ahora, del dualismo de hechos y decisiones o de la: doctrina de la autonomía de la ética, propiciada, por primera vez, por Pro.'1 tágoras y Sócrates." A mi juicio, ella es imprescindible para una compren-. sión razonable de nuestro medio social. Pero esto no significa, por supuesto.. que todas las «leyes sociales», es decir, todas las uniformidades de nuestra: vida social, sean normativas e impuestas por el hombre. Muy por el contra­ rio, también existen importantes leyes naturales de la vida social; para éstas, parece ser apropiada la designación de leyes sociológicas. Es precisamente el hecho de que en la vida social nos encontramos con ambas clases de leyes, naturales y normativas, lo que le confiere tanta importancia a su clara y pre­ cisa diferenciación. Al hablar de leyes sociológicas o naturales de la vida social, no nos refe­ rimos en particular a las leyes de la evolución, por las cuales los historicis­ tas como Platón demuestran tanto interés; pese a que, de existir uniformi­ dades de cualquier Índole en la evolución histórica, su formulación tendría que caer, ciertamente, dentro de la categoría de leyes sociológicas. 'Taurpo­ ca nos referimos especialmente a las leyes de la «naturaleza humana», es de­ cir, a las uniformidades psicológicas y sociopsicológicas de la conducta hu­ mana. Nos referimos, más bien, a leyes tales como las enunciadas por las modernas teorías económicas, por ejemplo, la teoría del comercio interna­ cional o la teoría de ciclo económico. Estas y otras importantes leyes socio- :.1 lógicas se relacionan con el funcionamiento de las instituciones sociales. ,111,11 (Véase los capítulos 3 y 9.) Esas leyes desempeñan en nuestra vicia social un papel equivalente al desempeño en la ingeniería mecánica por -.digall1os­ el principio de la palanca. En efecto, necesitamos de las instituciones, al igual que de las palancas, para alcanzar todo aquello cuya obtención exige una fuerza superior a la de nuestros músculos. Como las máquinas, las institu­ ciones multiplican nuestro poder para el bien y para el mal. Como las má­ quinas, necesitan de 1<1 vigilancia inteligente de alguien que comprenda su modo de funcionar y, sobre todo, los diversos fines para los cuales pueden ser utilizadas, puesto que no podemos construirlas de modo que funcionen de forma totalmente automática. Además, su diseño exige cierto conoci­ .uicnto de las uniformidades sociales que limitan los a!cances de las finali­ .l.ides a que están destinadas las instituciones." (Estas limitaciones son aná­ IlIgas, en cierto modo, a la ley, por ejemplo, de la conservación de la ener­ 1',1~1, que nos enseña que es imposible construir una máquina basada en el .uovimiento continuo.) Pero en esencia, las instituciones nacen siempre por ,·1 establecimiento de la observancia de ciertas normas, ideadas con un obje­ tivo determinado. Eso se cumple, especialmente, en el caso de las institu­ 1 iones que han sido creadas conscientemente; pero aun aquellas -la gran .uayoría-> que surgen como resultado casual de las acciones humanas (ver lapítulo (4), son el fruto indirecto de actos deliberados de una u otra Índo­ le; y su funcionamiento depende, en gran medida, de la observancia de las normas. (1-lasta los motores se construyen de algo más que hierro, es decir -si se nos permite la expresión-, de la combinación de hierro y normas, pues la transformación de la materia física de que están compuestos se lleva .\ cabo atendiendo ciertas reglas normativas, a saber, su plan o discño.) En las instituciones, las leyes normativas y sociológicas, esto es, naturales, se hallan Íntimamente entretejidas y resulta imposible, por lo tanto, compren­ der el funcionamiento de las instituciones si no se alcanza a distinguir entre ambas. El propósito de estas observaciones es, más que el de suministrar so­ luciones, el de indicar la existencia de determinados problemas. Más especí­ ficamente, diremos que no debe atribuirse la analogía antes mencionada en­ tre las instituciones y las máquinas a la intención de defender la tesis, en cierto sentido cscncialista, de que las instituciones son máquinas. Por su­ puesto que no son máquinas; y si bien hemos sugerido, aquí, la opinión de que podemos obtener útiles e interesantes resultados preguntándonos si una institución sirve a algún propósito dado o no, y a qué propósitos res­ ponde, no hemos afirmado que toda institución cumpla alguna finalidad definida, o, si se quiere, su finalidad esencial. v Tal COIllO indicamos más arriba, existen muchas etapas iutcrrncdias en el pasaje dd monismo ingenuo o mágico al dualismo crítico capa/. de corn .. prender claramente la diferencia que media entre las normas y las leyes na­ turales. La mayoría de esas posiciones intermedias proceden de la falsa idea de que si una norma es convencional o artificial, deberá ser totalmente ar­ bitraria. Para comprender la posición de Platón, que reúne elementos de todas ellas, será necesario realizar un examen de las tres más importantes: (1) el naturalismo biológico, (2) el positivismo ético o jurídico y (3) el natu­ ralismo psicológico o espiritual. Es sumamente interesante el hecho de que i 82 83 I '11", ,, : , !i\1 1 ····i,I':¡¡lllIlIIl.IIIIII."'I'"'.'""'• •lnlll.'"I1I1.'IIII""""""'""."""""•••,,,,,,,,,,,,,,,"mlltlllll1lltt,"JI,,mmiltt""''''!lI!''''' 11 !i,l todas esas posiciones hayan sido utilizadas para defender opiniones éticas radicalmente opuestas entre sí, y especialmente, para amparar, por un lado, '1 111 el culto del poder y, por otro, los derechos de los d é b i l e s . , (1) El naturalismo biológico o, con mayor precisión, la forma biológica'! del naturalismo ético, es la teoría de que, pese al hecho de que las leyes rno­ :1' rales y las Jeyes estatales son arbitrarias, existen algunas leyes eternas e in- " mutables de la naturaleza, de las cuales pueden derivar dichas normas. El' 1 naturalista biológico puede argüir, así, que los hábitos alimentarios -el nÚ-:.I! i , mero de comidas, la clase de alimentos preferidos, etc.-' constituyen un : ejemplo de la arbitrariedad de las convenciones; pero no puede dudarse, sin .• 1 1 1 embargo, que existen ciertas leyes naturales en ese terreno. Por ejemplo, es • ley que un hombre habrá de morir si ingiere una cantidad de alimentos in- '1 suficiente o excesiva. De ese modo, parece ser que, así como hay realidades I detrás de las apariencias, también detrás de nuestras convenciones arbitra- .1 rias hay algunas leyes naturales invariables y, en especial, las leyes de la bio­ ,1 :ll I ! Pi k~. • El naturalismo biológico no ha sido utilizado solamente para defender el ' igualitarismo, sino también la doctrina antiigualitaria de la regla del más fuerte. Uno de los primeros en expresar este naturalismo fue el poeta Pínda- ,1 1 I ro, quien lo utilizó r.ara defender la teoría de qu~ s.on I.os más fuertes quienes '1111111 deben gobernar. ASI, sostuvo 10 que es una ley válida para toda la naturaleza I , que el más fuerte puede hacer con el más débil lo que se le antoje. De tal maI riera, las leyes que protegen a Jos débiles no son solamente arbitrarias, sino que entrañan una deformación artificial de la verdadera ley natural, que pro­ clama que los fuertes han de ser libres y los débiles, esclavos. Esa tesis es de­ tenidamente examinada por Platón; la ataca en el Gorgias, diálogo éste que denota todavía una gran influencia de Sócrates; en Le República la pone en boca de Trasímaco, identificándola con el individualismo ético (ver el próxi- " mo capítulo); en Las Leyes, se muestra menos enemigo de la posición de Pín­ daro, pero la sigue contraponiendo todavía a la regla del más sabio, que, a su parecer, es en principio mejor e igualmente conforme a la naturaleza (ver también la cita transcripta más abajo, en este mismo capitulo). El primero que expuso una versión humanitaria o igualitaria del natura­ lismo biológico fue el sofista Antifonte. A él se debe, también, la identifica­ ción de la naturaleza con la verdad y de la convención con la opinión (u «opinión engañosa»).! [ Antifonte es un naturalista radical y cree que la ma­ yoría de las normas, no sólo son arbitrarias, sino que son directamente con­ trarias a la naturaleza. Las normas -expresa- nos son impuestas desde afuera, en tanto que las reglas de la naturaleza son inevitables. Es perjudicial y hasta peligroso transgredir las normas impuestas por el hombre, si la transgresión la practican aquellos que las imponen; pero estas normas no I 84 llevan en sí una exigencia necesaria que fuerce su cumplimiento, y nadie tie­ ne por qué avergonzarse de transgredidas; la vergüenza y e! castigo son me­ ras sanciones impuestas arbitrariamente desde el exterior. Antifonte basa en esta crítica de la moral convencional su ética utilitaria. «De las acciones aquí mencionadas, podría hallarse que muchas son contrarias a la naturaleza. En efecto, ellas entrañan mayor sufrimiento allí donde debiera haber menos, escaso placer, donde podría haber más, y perjuicio, donde éste es innccesa­ rio.»12 Al mismo tiempo, predicó la necesidad de! autocontrol. He aquí cómo expresa su igualitarismo: «Reverenciamos y adoramos a los de noble cuna, pero no a los mal nacidos. Y éstos son hábitos bárbaros, pues en 10 re­ ferente a las dotes naturales, todos nos hallamos en un pie de igualdad, en todo sentido, aunque seamos griegos o bárbaros... Todos inspiramos e! aire de la misma forma: por la nariz y la boca», Un igualitarismo semejante fue expuesto por el sofista Hipias, a quien Platón le hace decir, dirigiéndose al pueblo: «Señores, yo creo que todos so­ mos miembros de una misma familia, amigos y compañeros; si no por una ley convencional, por lo menos por la naturaleza. En efecto, ante la natu­ raleza, la semejanza es una manifestación del parentesco, pero la ley con­ vencional, ese tirano de la humanidad, nos fuerza a proceder contra la na­ turaleza»,':' Esa forma de pcnsar se hallaba vinculada con el movimiento ateniense en contra de la esclavitud (mencionado en el capítulo 4), al que Eurípides le dio la siguiente expresión: «El solo nombre de tal le acarrea vergüenza al esclavo, quien, por lo demás, puede ser excelente en todo sen­ tido y verdaderamente igual a los hombres que han nacido libres». También dice en otra parte: «La ley natural del hombre es la igualdad». Y Alcidamas, discípulo de Gorgias y coetáneo de Platón, escribe, por su parte: «Dios ha hecho libres a todos los hombres; ante la naturaleza ningún hombre es es­ clavo». Un punto de vista semejante es el expresado por Licoírón, otro miembro de la escuela de Gorgias: «El esplendor que otorga Ull nacimiento noble es imaginario y sus prerrogativas se basan en una simple palabra». En franca reacción contra ese gran movimiento humanitario ---el movi­ miento de la «Gran Generación», como lo llamaremos más adelante (capí­ tulo 10)-, Platón y su discípulo Aristóteles expusieron la teoría de la de­ sigualdad biológica y moral del hombre. Los griegos y los bárbaros son desiguales por naturaleza; la oposición que entre ellos existe corresponde exactamente a la que media entre los amos y los esclavos naturales. La de­ sigualdad natural de los hombres es una de las razones que hacen que vivan juntos, pues sus dones naturales resultan, así, complementarios. La vida so­ cial se inicia con la desigualdad natural y debe continuar sobre esa base. Más adelante examinaremos detenidamente estas doctrinas; por ahora nos servi­ rán para mostrar cómo puede ser utilizado el naturalismo biológico para 85 1I 1 1 1' ! IJ1 1 sostener las doctrinas éticas más opuestas. Este resultado no parecerá sor­ prendente si se tiene en cuenta nuestro análisis previo de la imposibilidad de . basar las normas en los hechos. Sin embargo, esas consideraciones quizá no basten para rebatir una teo­ ría tan difundida como la del naturalismo biológico; propondremos, por lo tanto, dos formas de crítica más directa. En primer término, debe admitirse que ciertas formas de conducta pueden ser tenidas por más naturales que otras; por ejemplo, andar desnudo o comer solamente alimentos crudos; y sobre esta base, creen algunos que queda justificada, de hecho, la elección de estas formas. Pero en este sentido no es natural, por cierto, interesarse en e! arte o en las ciencias o aun en los argumentos en favor de! naturalismo. La erección de todo aquello conforme a la «naturaleza", en patrón supremo, nos conduce, en última instancia, a consecuencias que muy pocos se halla­ rían preparados para afrontar; lejos de conducir a una forma de civilización más natural, nos llevarían el cmbrutcciruicnto.!" La segunda crítica es aún más importante. El naturalista biológico supone que puede extraer sus normas de las leyes naturales que determinan las cond icioues de salud, bienestar, etcétera (si es que no cree ingenuamente que no necesitamos adoptar norma alguna, sino que debernos, tan sólo, vivir simplemente de acuerdo con las .: «leyes de la naturaleza»), pasando por alto, así, el hecho de que está llevan­ do a cabo una elección, una decisión; el hecho de que es posible que otras personas aprecien ciertas cosas más que su propia salud (por ejemplo, todos aquellos que han arriesgado conscientemente su vida en bien de la investi­ gación médica). Y se equivoca, por lo tanto, si cree quc no ha tomado nin­ guna decisión o que se ha limitado, simplemente, a extraer sus normas de las leyes biológicas. (2) El positivismo ético comparte con la forma biológica dcl naturalis­ 1110 ético la creencia de que debemos tratar de reducir las normas a hechos. Pero esta vez se trata de hechos sociológicos, vale decir, de las normas exis­ tentes concretas. El positivismo sostiene que no hay norma alguna fuera de las leyes que han sido efectivamente sancionadas (o aceptadas) y que tienen, por consiguiente, una existencia positiva. Todo otro parrón es considerado una simple ficción ilusoria. Las leyes existentes son los únicos patrones po­ sibles de lo bueno: lo que es, es bueno (la fuerza es derecho). De acuerdo con algunas formas de esta teoría, constituye un grueso error creer que el individuo se halla en condiciones de juzgar las normas de la sociedad; por e! contrario, es la sociedad, más bien, la que suministra el código por el cual ha de ser juzgado el individuo. Desde el punto de vista de los hechos históricos, el positivismo ético (o moral o jurídico) ha sido casi siempre conservador e incluso autoritarista, invocando frecuentemente la autoridad de Dios. A mi juicio, sus argumen­ 86 dependen de la postulación de! carácter arbitrario de las normas. Debe­ creer en las normas existentes -sostiene el positivismo- porque no podemos encontrar por nosotros mismos normas mejores. Podría respon­ derse a este argumento con la siguiente pregunta: ¿Y qué clase de norma es ésta: «Debemos creer, etc.»? Si sólo se trata aquí de una norma existente, entonces no puede pesar como argumento en favor de estas normas; pero si es un llamado a nuestro buen sentido, entonces habrá que admitir, después de todo, que podemos encontrar normas nosotros mismos. Y si se arguye que hay que aceptar las normas en razón de su autoridad, puesto que somos incapaces de juzgarlas, entonces tampoco podremos juzgar si sus pretensio­ nes de autoridad son o no justificadas o si no estaremos siguiendo a un fal­ so profeta. Y si se sostiene que no existen los falsos profetas -dado que las leyes son, de todos modos, arbitrarias, de manera que lo único que importa es poseer algunas leyes- cabría preguntarse por qué es de tanta importan­ cia, en definitiva, tener esas leyes; en efecto, si no existe patrón alguno de referencia, ¿por qué no habremos de elegir la prescindencia de toda ley? (Quizá esas observaciones basten para poner de manifiesto las razones que justifican mi creencia personal en que los principios conservadores o auto­ ritaristas constituyen habitualmente una expresión de nihilismo ético, es decir, de LIl1 extremo escepticismo moral, de falta de fe en el hombre y sus posibilidades.) En tanto que la teoría de los derechos naturales ha sido esgrimida írc­ cueutcmcntc en el curso de la historia, eu favor de las ideas igualitarias y hu­ manitarias, la escuela positivista se ha mantenido casi siempre en el campo contrario. Pero eso apenas es poco más que un accidente. Como vimos an­ tes, el naturalismo ético puede ser utilizado con intenciones muy diversas. (Recientemente se lo ha usado para trastornar toda la cuestión, enunciando ciertos pretendidos derechos y obligaciones «naturales» como «leyes natu­ rales».) Inversamente t.unbicn existen positivistas progresistas y humanita­ rios. En efecto, si todas las normas son arbitrarias, ¿por qué no ser toleran­ tes? Esa posición constituye una tentativa upica para justificar una actitud humanitaria sin apartarse del rumbo positivista. (3) El naturalismo psicológico o espiritual es, en cierto modo, una com­ binación de las dos posiciones anteriores y la mejor forma de explicarlo consiste en recurrir a un argumento contra la unilateralidad de dichos pun­ tos de vista. El positivista ético tiene razón -se argu ye- si insiste en que todas las normas son convencionales, es decir, un producto del hombre y de la sociedad humana; pero pasa por alto e! hecho de que constituyen, por consiguiente, una expresión de la naturaleza psicológica o espiritual del hombre y de la naturaleza de la sociedad humana. El naturalista biológico tiene razón cuando supone que existen ciertos objetivos o finalidades natu­ (OS II¡I', 1l10S 87 1111 , 1, '1 I'~~I' 1" I II ! I I ~ 111 :11," 1 1 Ilr 1 ,1 1 11 I11 I ,1 l. 1 il!' 11 1 '! ~ jll'!1 '!.IIII ~I 11' ',1 '1' , f,'¡ ~I,I l I,I!I IP'· I! l'l! 11 rales, a partir de los cuales podemos deducir las normas naturales; pero pasa por alto el hecho de que nuestros objetivos naturales no son necesariamen­ te objetivos tales como la salud, el placer, la alimentación, el abrigo o la pro­ creación. La naturaleza humana es tal, que el hombre, o por lo menos algu­ nos hombres, no se conforman con tener únicamente pan para vivir, sino que se mueven en busca de objetivos superiores, de metas espirituales. Así, podemos deducir los verdaderos objetivos naturales del hombre a partir de su propia y auténtica naturaleza, que es espiritual y social. Y podemos, ade­ más, deducir las normas de vida naturales, de sus finalidades naturales. Ese plausible punto de vista fue expresado por primera vez, según creo, por Platón, quien se hallaba en esto bajo la influencia de la doctrina socrá­ tica del alma, esto es, la enseñanza socrática de que el espíritu importa más que la carne." Para nuestros sentimientos, su atracción es indudablemente mucho más fuerte que la de las otras dos posiciones. Sin embargo, como ellas, puede darse en combinación con decisiones éticas de cualquier índo- 'i le, vale decir, tanto con una actitud humanitaria como con el culto del po-'¡ der. En efecto, podemos decidir, por ejemplo, tratar a todos los hombres como si participasen por igual de esta naturaleza humana espiritual; pero también podemos insistir, con Heráclito, en que la mayoría «se llena el vientre como bestias" y es, por consiguiente, de naturaleza inferior y sólo unos pocos elegidos merecen la comunidad espiritual de los hombres. En consecuencia, el naturalismo espiritual ha sido utilizado largamente, en par­ ticular por Platón, para justificar las prerrogativas naturales del «noble", «elegido», «sabio" o «jefe natural". (La posición de Platón será examinada en los próximos capítulos.) En el campo opuesto, ha sido utilizado por la ética cristiana y otras" formas éticas humanitarias, por ejemplo, por Paine llll! y Kant, para exigir el reconocimiento de los «derechos naturales" de todo individuo humano. Claro está que el naturalismo espiritual puede ser utili­ zado para defender cualquier norma "positiva", esto es, existente. En efecto, siempre podrá argüirse que estas normas carecerían de fuerza si 110 expresa­ sen algunos rasgos de la naturaleza humana. De esa manera, el naturalismo espiritual puede confundirse, en el terreno práctico, con el positivismo, pese a su oposición tradicional. En realidad, esa forma de naturalismo es tan i. amplia y tan vaga que puede ser empleada para defender cualquier cosa. No , hay nada que alguna vez le haya ocurrido al hombre que no pueda ser con- :1 sidcrado «natural», porque, de no estar en su naturaleza, ¿cómo podría ha- [ berle ocurrido? i Volviendo la vista hacia esta breve reseña, quizá podamos discernir dos tendencias principales que obstruyen la senda hacia la adopción del dualis­ mo crítico. La primera es la del monismo;" es decir, la de la reducción de las '11· normas a hechos. La segunda corre en un nivel más profundo y forma, po- :1 88 xiblemente, el marco de la primera. Su origen está en nuestro temor de acep­ lar que caiga exclusivamente sobre nosotros toda la responsabilidad de nuestras decisiones éticas, sin ninguna posibilidad de transferencias a Dios, .\ la naturaleza, a la sociedad o a la historia. Todas esas teorías éticas tratan desesperadamente de encontrar a alguien, o quizá algún argumento, que nos libre de esa carga." Pero no podemos eludir tal responsabilidad; cual­ quiera sea la autoridad que aceptemos, seremos nosotros quienes acepta­ mas; si nos negamos a comprender esa verdad tan simple, sólo estaremos tratando de engañarnos a nosotros mismos. ji! ¡ , j, i'l '¡Ii :1 VI Pasaremos ahora a un examen más detallado del naturalismo de Platón y de su relación con el historicismo de este filósofo. Claro está, no siempre utiliza Platón el término «naturaleza» con el mismo sentido. El significado más importante que le asigna es, a mi parecer, prácticamente idéntico al que le adjudica al término «esencia». Ese uso del término «naturaleza» persiste todavía entre algunos cscncialistas, aun en nuestros días; así, hablan todavía de la naturaleza de la matemática, de la naturaleza de la inferencia inducti­ va, o de la «naturaleza de la felicidad y la miseria»." Cuando Platón la uti­ liza de ese modo, la palabra «naturaleza» si~nifica casi lo mismo que «For­ ma" o «Iclca», pues la Forma o Idea de un objeto, como explicamos más arriba, es también su esencia. Veamos ahora en qué reside la principal dife­ rencia entre la naturaleza y la Forma o Idea de un objeto. La Forma o Idea de un objeto sensible no se halla -como hemos visto- en el objeto, sino fuera y separada del mismo: es su padre, su progenitor. Pero esa Forma o padre le transmite a los objetos sensibles algo que constituye su descenden­ cia o rav.a, a saber, su n.uuralcza. La «naturaleza» viene a ser, así, la cualidad innata u original de un ubjeto y, en consecuencia, su esencia intrínseca; es, pues, el poder o disposición original de un objeto y es ella quien determina aquellas propiedades que configuran la hase de su semejanza a la Forma o Idea original, o su purt.icipación de la misma. [,a «narural» es, por lo tanto, lo innato, original o divino de un objeto, en tanto lo «artificial» es aquello que ha sido después modificado, agregado o impuesto por el hombre, mediante la compulsión externa. Platón insiste en que todos los productos del «arte" humano sólo son, en el mejor de los casos, copias de los objetos sensibles «naturales». Pero puesto quc ésos, a su vez, sólo son copias de las divinas Formas o Ideas, se deduce que los pro­ ductos del arte sólo serán copias de copias, dos veces apartadas de la reali­ dad y, por consiguiente, todavía menos buenas, reales y auténticas'? que los 89 i r I 'I;' 11 ii li l i! l1l,1 1, ilii !¡ r rl¡ 1 ,1 1,',1"1 objetos (naturales) sujetos al flujo universal. Se desprende de aquí que Pla-I,'¡' tón coincide con Antifonrs-" por lo menos en un punto, a saber, en la supo-. sición de que la oposición que media entre la naturaleza y la convención 01 e! arte corresponde a la que separa la verdad de la falsedad, la realidad de la!! apariencia, los objetos primarios u originales de los secundarios o hechos] por el hombre, y los objetos de! conocimiento racional de aquellos de la!1 opinión engañosa. Dicha oposición corresponde también, según Platón, ai¡ la existencia entre «la descendencia de divina hechura» o <dos productos del] arte divino» y «lo que el hombre hace de ellos, esto es, los productos de! arte:¡ humano»." Platón insiste en e! carácter natural (a diferencia de lo artificial) ,1 de todos aquellos objetos cuyo valor intrínseco desea hacer resaltar, Así in-'i siste, en Las Leyes, en que el alma debe ser considerada con prioridad a tO-,1 dos los objetos materiales y que debe decirse, por lo tanto, que existe por ,1 naturaleza: «Casi todos ... ignoran los poderes del alma, especialmente su :1 origen. Casi nadie sabe que ésta se cuenta entre las primeras de las cosas y es anterior a todos los cuerpos... Al utilizar el término "naturaleza' se pro­ cura describir las Cosas que fueron creadas en UIl principio, pero si el alma es anterior a todas las demás cosas (y no, por ejemplo, el fuego o el aire), en­ tonces cabrá decir del alma, con más razón que de cualquier otra, que exis­ te por naturaleza, en el sentido más genuino de la palabra»." (Platón reafir­ ma aquí su vieja teoría de que el alma se halla más ínti mantente emparentada con las Formas o Ideas que el cuerpo, teoría ésta que constituye, asimismo, la base de su doctrina de la inmortalidad.) Pero Platón no se limita a enseñar que el aire es anterior a las demás co­ sas y que existe, por lo tanto, «por naturaleza», sino que frecuentemente también utiliza e! término «naturaleza», aplicándolo al hombre, como sinó­ nimo de poderes, dones o talentos espirituales, de modo que podría decirse que la «naturaleza» ele un hombre es casi lo mismo que su «alma»: es el di­ vino principio por el cual e! hombre participa de la Forma o Idea original, progenitora divina de la raza. Y el término «raza», a su vez, es utilizado, a menudo, con un sentido semejante. Puesto que una "raza » presenta la unidad y cohesión que proporciona al ser la descendencia de UJl mismo progenitor, deberá estar unida, también, por una naturaleza común. De este modo, Pla­ tón utiliza con frecuencia los términos «naturaleza» V «raza» como sinóni­ mos; por ejemplo, cuando habla de la «raza de los fiÍósofos» y de aquellos que poseen «naturaleza filosófica»; de manera pues que ambos términos pre­ sentan un estrecho parentesco cou los conceptos de «esencia» y «espíritu». La teoría platónica de la «naturaleza» abre un nuevo rumbo en su mero­ dología historicista. Así como la tarea de la ciencia en general parece con­ sistir en e! examen de la verdadera naturaleza de los objetos, la de la ciencia social o política consistirá en el estudio de la naturaleza de la sociedad hu­ 90 mana o de! Estado. Pero la naturaleza de una cosa, según Platón, es su ori­ I',en, o se halla determinada, al menos, por su origen. De este modo, el rné­ .odo de toda ciencia consistirá en la investigación del origen de las cosas (o .lc su «causa»), Este principio, aplicado a la ciencia de la sociedad y de la po­ lítica, subraya la necesidad de examinar el origen de la sociedad y de! Esta­ .lo, La historia no es estudiada por sí misma, en consecuencia, sino que sirve romo (el) método de las ciencias sociales. Ésta es la metodología historicista. ¿Cuál es la naturaleza de la sociedad humana, del Estado? Según los mé­ lodos historicistas, este interrogante fundamental de la sociología debe replantearse de la siguiente manera: ¿cuál es el origen de la sociedad y del Estado? La respuesta suministrada por Platón en La República, como así también en Las Leyes,2'1 concuerda con el punto de vista descrito más arriba bajo d rubro de naturalismo espiritual. El origen de la sociedad es una con­ vención, un contrato social. Pero no es eso solamente, sino, más bien, una convención natural, vale decir, una convención basada en la naturaleza hu­ mana o, más específicamente, en la naturaleza social del hombre. y esa naturaleza social del hombre tiene su origen en la imper!c!cción de! individuo humano, A diferencia de Sócrates," Platón enseña que el indivi­ duo humano no puede bastarse a sí mismo debido a las limitaciones intrín­ secas de la naturaleza humana. Pese a que Platón insiste en que hay múltiples grados de perfección humana, resulta, en definitiva, que hasta el cortÍsimo número de hombres relativamente perfectos depende, todavía, de los demás (que son menos perfectos), si no por otra cosa, por lo menos por recibir el sucio trabajo --la labor manual-- por ellos rcal iz.ido." De este modo, aun las «raras naturalezas fuera de lo corriente», próximas a la perfección, de­ penden dela sociedad, del Estado. Así, estos individuos s610 pueden alcan­ zar la perfección a través dd Estado y en el Estado; el Estado perfecto les debe brindar el «habita! social» adecuado, sin el cual habrán de COITom­ perse y degenerar irremisiblemente. El Estado debe ser colocado, por consiguiente, por encima del individuo, puesto que sólo el Estado puede bastarse a sí mismo (<<autarquía») y ser perfecto y capaz de mejorar la im­ perfección del individuo. Sociedad e individuo son, así, intcrdcpcndicntcs. En efecto, el uno le debe la existencia al otro: la sociedad, a la naturaleza humana, especialmen­ te a su falta de autosuficiencia; y el individuo a la sociedad, puesto que no es capaz de bastarse a sí mismo. Pero dentro de esta relación de interdepen­ dencia, la superioridad del Estado sobre el individuo se manifiesta de múl­ tiples maneras; por ejemplo, en el hecho de que los gérmenes de la deca­ dencia y la desunión de un Estado perfecto no se generan en el propio Estado, sino más bien en sus individuos; el mal va arraigado en la imperfec­ ción del alma humana, de la naturaleza humana o, dicho con más precisión, 91 I ~I 1 f 1 ~'I · 1': i i 1 i! ~I ,¡ ~, 'I f 1:1"1 ~ 111, 11, I 1 111: l' , .. , '.1.'1 i¡¡'i'lii:'im;l!i¡¡I¡!ii!ii;¡I!III!IIII1I1IIl1111I_.M"""""""I""""'""""""'''''''''''~1Itll'"""'"'IlI!"""'~t!ll"Il!II'lImlll!"m'ml"'m'HfllHl!lIlnf!!l!íIIf!II'IHII'i'I'!!rt"!"i' , 1, en el hecho de que el género humano tiende a degenerar. Muy pronto vol­ veremos a este punto, vale decir, el origen de la decadencia política y su de­ pendencia de la degeneración de la naturaleza humana; pero antes prefiero hacer un breve comentario sobre algunas de las características de la sociolo­ gía platónica, especialmente su versión de la teoría del contrato social, así como también de su concepción del Estado a manera de superindividuo, o sea, su versión de la teoría biológica u orgánica del Estado. Si fue Protágoras o Licofrón (cuya teoría será examinada en el próximo capítulo) el primero que ideó la teoría de que las leyes tienen su origen en un contrato social, es cosa no averiguada todavía. En todo caso, la idea se halla íntimamente relacionada con el convencionalismo de Protágoras. El hecho de que Platón haya combinado conscientemente algunas ideas con­ vencionalistas e incluso una versión de la teoría contractual con su natura­ lismo, constituye, por sí mismo, un índice claro de que el convencionalismo no sostenía, en su forma original, que las leyes fueran totalmente arbitrarias, y las observaciones de Platón relativas a Protágoras así lo confirman." En cierto pasaje de Las Leyes puede apreciarse hasta qué punto fue consciente Platón de la presencia de un elemento convencionalista en su versión del na­ turalismo. Platón proporciona allí Llna lista de los diversos principios en los que puede reposar la autoridad política, y hace mención del naturalismo biológico de Píndaro (ver más arriba), vale decir, del «principio de que go­ bernarán los fuertes y los más débiles serán gobernados», que Platón consi­ dera «conforme a la naturaleza, tal como lo expresó una vez el poeta tebano Píndaro». Platón contrapone ese principio a otro que merece su recomen­ dación, por combinar a un tiempo convencionalismo y naturalismo: «Pero existe también una... concepción que entraña el principio más grande de to­ dos, a saber, el de que los sabios guían y gobiernan, mientras los ignorantes se limitan a seguirlos; y esto, ¡oh Píndaro!, poeta entre los poetas, no es cier­ tamente contrario a la naturaleza, sino conforme a la misma, pues lo que exige no es una compulsión externa, sino la soberanía auténticamente natu­ ral de una ley basada en el consentimiento mutuo»." En La República también hallamos ciertos elementos de la teoría con­ vcncionalista del contrato combinados de manera semejante con otros ele­ mentos del naturalismo (y el utilitarismo). «La ciudad se origina -se nos dice allí- porque no nos bastamos a nosotros mismos ... ¿O existe algún otro origen que explique la fundación de las ciudades? .,. Los hombres reú­ nen dentro de un establecimiento muchos ... auxiliares, puesto que necesitan muchas cosas ... Y cuando comparten los bienes adquiridos entre sí, dando los unos, los otros recibiendo, ¿no esperan todos beneficiar, de este modo, sus propios intereses ?,,2'! Así, los habitantes de una comunidad se reúnen a fin de beneficiar cada uno su propio interés; insistimos en esto porque cons­ 92 lit uye un importante elemento de la teoría contractual. Pero detrás de ese hecho se halla el de que los hombres no pueden bastarse a sí mismos, que no sino un hecho de la naturaleza humana, yeso ya pertenece al naturalis­ 1110. Este elemento naturalista recibe todavía un desarrollo ulterior: «No ¡..IY dos hombres que sean, por naturaleza, exactamente iguales. Cada uno I icne su naturaleza peculiar y así, algunos son aptos para cierta clase de tra­ 1',ljOS y otros para otras... ¿Qué es preferible, que un hombre trabaje en mu­ I has artes diferentes o solamente en una? ... Por cierto que se producirá más v mejor y con mayor facilidad, si cada hombre se dedica a una sola tarea .ulccuada a sus aptitudes naturales». He aquí, pues, cómo hace su aparición por primera vez el principio eco­ uórnico de la división del trabajo (recordándonos la afinidad existente entre ,,1 historicismo de Platón y la interpretación materialista de la historia). Pero I'seprincipio se basa aquí en un elemento tomado del naturalismo biológico, ,¡ saber, la desigualdad natural de los hombres. Al principio, esa idea es in­ I roducida inad vcrtidamcntc o, por así decirlo, inocentemente. Pero pronto veremos, en el próximo capítulo, que sus consecuencias son dc largo alean­ I,C y que, en realidad, la única división verdaderamente importante resulta \,'1' la existente entre gobernantes y gobernados, basada, según se pretende, ('11 la desigualdad natural de amos y esclavos, de sabios e ignorantes. Acabamos de ver que en la concepción de Platón existe un grado consi­ .Icrable de convencionalismo, como así taiubión de naturalismo biológico, 11' cual no debe sorprendemos si tenemos en cuenta que dicha concepción I «sponde, en su totalidad, a la clcl naturalismo espiritual que, en virtud de su I',q"uedad, permite fácilmente toda suerte de comhinaciones. Quiz;i sea en I..lS Leyes donde se halla mejor expresada esta versión espiritual del natura­ 1..;1110. «Los hombres dicen -expresa Pla¡<'in-- que las cosas más grandes y ln-rrnosas son naturales ... y las menores artificialcs.» Hasta aUí está de acucr­ .1,,; pero inmediatamente ataca a los materialistas que sostienen «que el fue­ "," y el agua, la tierra y el aire existen todos por naturaleza... y que todas las Il'\'es normativas son completamente antinaturales y artificiales, y se basan "11 falsas supersticiones». Contra esa opinión, Platón demuestra, en primer «-rmino, que no son los cuerpos ni los elementos, silla tan sólo el alma la 'lile «existe genuinamente por naturaleza»;e (el pasaje ya ha sido citado más ,11 riba); y concluye, de aquí, que el orden y la ley también deben existir por n.uuraleza, puesto que provienen del alma: "Si el alma es anterior al cuerpo, III(OnCeS las cosas que dependen del alma (es decir, los asuntos espirituales) r.unbién serán anteriores a las que dependen del cuerpo ... Yel alma ordena r dirige todas las cosas», Esto suministra la base teórica para la doctrina de 'lile «las leyes e instituciones con una finalidad deliberada existen por natu­ I .ilcz.a y no por otra cosa alguna, puesto que nacen de la razón y del pensa­ 1"; i 93 1 1"11 11, miento verdadero». Tenemos aquí un claro enunciado del naturalismo esp i4 ritual, combinado, al mismo tiempo, con creencias positivistas de tipo con~:1 servador: «Una legislación prudente y reflexiva tendrá de su parte una pot!ll¡: derosa ayuda en el hecho de que las leyes, una vez escritas, durarán mucho;I,' tiempo sin ser m o d i f i c a d a s » . : ; ¡ , De todo eso se desprende que los argumentos derivados del naturalismQ:1 espiritual de Platón resultan completamente ineficaces para responder cual] quier interrogante referente al carácter «justo» o «natural» de una ley parti~i cular dada. El naturalismo espiritual es demasiado vago para que sea posi-jl ble aplicarlo a cualquier problema práctico. Así, no es gran cosa la ayudal que puede prestar, fuera de proveer algunos argumentos generales en favor] del conservadurismo. En la práctica, todo queda librado a la prudencia de] un gran legislador (un filósofo casi divino cuya descripción, especialmente en Las Leyes, constituye sin l~uda un autorr~trato; vé~~e también e~ capít~11 lo 8). No obstante, a dIferenCIa de su nuturalisrno espiritual, la tcorra plató-] nica de la interdependencia entre sociedad e individuo suministra resulta~¡1 dos más concretos y otro tanto puede decirse de su naturalismo biológico]1 antiigual i t a r i o " : 1 Dijimos más arriba que en virtud de su autosuficiencia el Estado ideal! es, para Platón, el individuo perfecto, en tanto que el ciudadano individual es, consecuentemente, una copia imperfecta del Estado. Esa concepción convierte al Estado en una especie de supcrorganisrno o Leviatán, introdu­ ce por primera vez en Occidente la llamada teoría orgánica o biológica Estado. Más adelante haremos la crítica del principio que da base a esta ría." Por ahora, concentraremos la atención en el hecho de que Platón defiende dicha teoría y de que, prácticamente, no llega a efectuar una mulación explícita de la misma. Sin embargo, no cuesta trabajo deducirla y, en realidad, la analogía fundamental entre el Estado y el individuo humano constituye uno de los tópicos corrientes de La República. No estará de más decir, en este sentido, que la analogía sirve más para analizar al individuo que al Estado. Quizá pudiera defenderse la opinión de que Platón (tal vez bajo la influencia de Alcmeón) más que una teoría biológica del Estado, ha ideado una teoría política del individuo humano.V A mi juicio, esta concep­ ción se halla perfectamente de acuerdo con su doctrina de que el individuo es inferior al Estado y constituye una especie de copia imperfecta del mis­ mo. Allí donde Platón introduce su analogía fundamental es con el objeto de utilizarla de esta manera, es decir, como método para explicar al indivi­ .luo. La ciudad ~nos dice Platón-e- es más grande que el individuo y, por ronsiguiente, más fácil de examinar; su finalidad es, en esta ocasión, justificar su afirmación de que «debemos comenzar nuestra indagación (de la natura­ leza de la justicia) en la ciudad y continuarla luego en el individuo, buscan­ do siempre los puntos de semejanza... ¿No cabe esperar, en esa forma, un .liscernimicnto más fácil de aquello que perseguimos?», Por su manera de introducirla, fácilmente se observa que Platón da por , sentada la existencia de su analogía fundamental. Este hecho es, a mi pare­ cer, expresión de su anhelo de un Estado unificado y armonioso, de un Es­ tado «orgánico», semejante a las sociedades de tipo más primitivo. (Ver el capítulo 10.) La ciudad-Estado debe permanecer pequeña, afirma, crecien­ do lentamente y sólo mientras su desarrollo no ponga en peligro su unidad. La ciudad entera debe ser, por su naturaleza, una sola y no muchas." Vemos pues, cómo insiste Platón en la «unidad» o individualidad de la ciudad. Pero, al mismo tiempo, hace resaltar la «pluralidad» del individuo humano. En su examen del alma ind ividual y de su división en tres partes, a saber, la razón, la energía y los instintos ani males, todas las cuales corresponden a las tres clases de su Estado --·Ia de los magistrados o guardias, la de los guerre­ ros y la de los artesanos (que todavía siguen «llenándose el vientre como bestias», según Heráclito )~, Platón llega a oponer estas partes entre sí, como si se tratase de «personas distintas y antagónicas»." «Se nos dice, así -expresa Grotc-s-, que aunque el hombre parezca ser Uno, es, en reali­ dad, Muchos ... y si bien la perfecta Nación parece ser Muchos es, en rea­ lidad, Una sola.. Está bien claro que eso corresponde perfectamente al ca­ rácter ideal del Estado, del cual el individuo es sólo una especie de copia imperfecta. Esta insistencia en la unidad y la totalidad ---en particular del Estado, pero quizá, también, de todo el universo-e- podría considerarse una expresión de «holismo». A mi juicio, el holisrno platónico se halla íntima­ mente relacionado con el colectivismo tribal de que hablamos en capítulos anteriores. No debemos olvidar que Platón añoraba permanentemente la perdida unidad de la vida tribal. Una vida en perpetua transformación, en medio de una revolución social, le parecía carecer de realidad. Sólo un todo estable ~la colectividad que pcrmanece-- posee realidad, y no los indivi­ duos caducos. Así, es «natural» que el individuo se someta al todo, que no es tan sólo la suma de muchos individuos, sino una unidad «natural» de or­ den superior. Platón proporciona muchas excelentes descripciones sociológicas de este modo de vida social «natural», es decir, tribal y colectivista: «La ley -expresa en La República~ es concebida con el fin de proveer al bienestar del Estado en su totalidad, reuniendo a los ciudadanos en una sola unidad, por medio, a la vez, de la persuasión y la fuerza. Gracias a ella, todos con­ 94 95 VII !II il 11 ," ,"'" " ' ' ' ' ' '","' ' '"m' I!I I!m n,~J~I' ' ' ' '!~ ml!m~ ';"I¡ 1" I~ [,1 1 11 11 I I i! ,¡, illllillllllllUlIlllJllWlllillUlIlllllllllllU!llllilllllllllllillllUlIlIlllllUllllIllUlllUUllllllllllllUlllllllllllilllllllllllllllll1l1l11illUUillillilllUJilllllliUllUillillltlilHillUlHlIlIlIlIlIllIIUlUIIi tribuyen -cada uno en la medida de su capacidad- al bien de la comuni­ dad. Yes la ley, en realidad, la que crea para el Estado a los hombres de men­ talidad apropiada, no con el fin de dejarlos en libertad de acción, de modo que cada uno siga su propio camino, sino con el de utilizarlos para obtener la unidad final de la ciudad»." En ese holismo existe, indudablemente, cier­ to grado de esteticismo emocional, cierto anhelo de belleza, según se des­ _prende de una observación de Las Leyes: «Todo artista... ejecuta la parte en función del todo y no el todo en función de la parte.» En el mismo lugar, encontramos también una formulación verdaderamente clásica del holismo moral: «Cada hombre es creado en función del todo y no el todo en función de cada uno». Dentro de este todo, los diferentes individuos y grupos de in­ dividuos, con sus desigualdades naturales, deben prestar servicios específi­ cos y diversificados. Todo eso parece estar indicando que la teoría platónica es, en realidad, una forma de la teoría organicista del Estado, aun cuando 110 siempre haya comparado al Estado con Un organismo. Pero puesto que lo hizo alguna vez, no puede caber ninguna eluda de que ha de considerarse a Platón un ex­ ponente o, mejor dicho, llllO de los iniciadores de esta teoría. Su versión de la misma podría caracterizarse como de tipo personalista o psicológico, ya que describe al Estado, no de un modo general, comparándolo a uno u otro organismo, sino trazando u na analogía específica con el individuo humano y, en particular, con el espíritu humano. La enfermedad del Estado ----la di­ solución de su unidad-- corresponde, por ejemplo, a la enfermedad del es­ píritu humano, de la naturaleza humana, En realidad, la enfermedad del Estado no sólo se halla correlacionada con la corrupción de la naturaleza humana sino que procede directamente de ella y, en particular, de la clase gobernante. Cada una de las etapas típicas de la degeneración del Estado tiene su origen en una etapa correspondiente de la degeneración del alma humana, de la naturaleza humana, de la raza. Y puesto que se considera que la degeneración moral depende de la degeneración racial, podría afirmarse que el elemento biológico del naturalismo platónico resulta tener, a fin de cuentas, el papel más importante en la fundación de su historicismo. En efecto, la historia del derrumbe del Estado perfecto u original no es sino la historia de la degeneración biológica de la raza humana. Dijimos en el capítulo anterior que el problema del origen de los proce­ sos de transformación y decadencia era una de las dificultades fundamenta­ les con que tropezaba la teoría historicista de la sociedad ideada por Platón. No es posible suponer que la ciudad-estado primera, natural y perfecta lle­ ve en su seno el germen de la descomposición, «pues una ciudad que lleva en su seno el germen de la descomposición es, por esa misma razón, impcr­ lccta»." Platón trata de superar la dificultad, echándole la culpa a su ley evolutiva de la degeneración, de carácter universalmente válido, histórica, biológica, y aun quizá cosmológicamente, más que a la constitución parti­ cular de la ciudad primera o perfecta." "Todo aquello que haya sido gene­ rado deberá declinar». Pero esa teoría g;eneral no proporciona una solución plenamente satisfactoria, pues no explica por qué ni siquiera un Estado su­ ficientemente perfecto logra escapar a la ley de la decadencia. Y, en realidad, Platón llega a sugerir que la decadencia histórica podria haberse evitado:" si los gobernantes del Estado primero o natural hubieran sido filósofos ave­ zados. Pero no lo fueron ni se hallaban preparados, tampoco (como lo exi­ ge Platón a los magistrados de su ciudad ideal), en matemática y dialéctica; y a fin de evitar la deg;eneración, hubieran tenido que hallarse iniciados en los misterios superiores de la eugenesia, esto es, de la ciencia de «mantener pura a la raza de los g;uardias» y de evitar la mezcla de los nobles metales de sus venas con la vil sustancia de los artesanos. Pero estos misterios supcrio­ res no son fáciles de descubrir. Platón distingue netamente, en los campos de la matemática, la acústica y la astrouomía, entre la pura opinión (enga­ ñosa), que se halla teñida por la experiencia y que no puede alcanzar una exactitud completa --por lo cual se encuentra en un nivel inferior-- y el co­ nocimicnto racional puro, que es exacto, pues se halla libre de la experien­ cia sensible. Platón hace extensiva esta distinción al campo de la eugenesia. El arte puramente empírico de la selección racial no puede ser preciso; es decir, no puede mantener a la raza en estado de perfecta pureza. Y esto ex­ plica el derrumbe de la ciudad original, dotada de tantas virtudes y tan se­ mejante a su Forma o Idea, que «hall.indosc así constituida difícilmente puede ser conmovida por los cambios». «Pero tal ~--continúa diciendo Pla-­ tón---- es la fonn;l en que se descompone» y concluye dando la rcsciia de su teoría de la selección racial, dc1 Número y de la Caída del hombre. Todas las plantas y animales, dice Platón, deben ser criados de acuerdo con períodos de tiempo definidos si se quiere evitar la esterilidad de los in­ dividuos y la degeneración de la raza, El conocimiento de estos períodos, que se hallan relacionados con la duración de la vida de la raza, es indispen­ sable para los gobernantes dc1 Estado perfecto, quienes deben aplicarlo a la selección de la raza dominante, No se trata, sin embargo, de conocimiento racional, sino empírico; de un «cálculo ayudado por (o basado en) la pcrcep­ cion» (confróntese la cita siguiente). Pero como acabamos de ver, la percep­ ción y la experiencia nunca podrán ser completamente exactas y dignas de confianza, puesto que sus objetos no son las Formas o Ideas puras, sino las 96 97 VIII , !' 1 !I 1 00'" 1I1 "1,' 1111' del mundo sujeto a transformaciones; y puesto que lo, guardias ooI tienen a su disposición otro conocimiento mejor, la selección no puede] mantenerse pura y, tarde o temprano, debe infiltrarse la degeneración racial.I He aquí cómo explica Platón la dificultad: «En lo que se refiere a la propia I raza (es decir, la raza de los hombres, en oposición a la de los animales), los gobernantes de la ciudad, quienes han sido especialmente adiestrados, de­ berán poseer la sabiduría suficiente; pero puesto que se sirven del cálculo ayudado por la percepción, alguna vez no acertarán, accidentalmente, a ob­ tener una buena descendencia». Carentes de un método puramente racio­ nal," «habrán de equivocarse y algún día habrán de engendrar hijos en for-, ma inadecuada». En los párrafos siguientes, Platón sugiere, de forma algo misteriosa, que existe una forma de evitarlo, merced al descubrimiento de una ciencia puramente racional y matemática que encierra, en el «Número platónico» (un número que determina el Verdadero Período de la raza hu­ mana), la clave de la ley fundamental de la eugenesia superior. Ahora bien, dado que los guardias de épocas pasadas ignoraban el misticismo numérico de Pitágoras y, con él, la clave del conocimiento superior de la selección ra­ cial, el Estado natural-perfecto por lo demás- no pudo escapar a la deca­ dencia. Después de revelar' parcialmente el secreto de su misterioso Núme­ ro, Platón continúa diciéndonos: «Este... Número rige el carácter bueno o malo de los nacimientos, y toda vez que los guardianes ignorantes (como se recordará) de estos problemas, unen a una pareja de forma inadecuada,·ro los hijos de esa unión carecerán de una buena naturaleza y también de suerte. Aun los mejores de ellos ... resultarán indignos de suceder a sus padres en el poder, y no bien se desempeñen como guardias dejarán de escuchar nues­ tros consejos», esto es, en las cuestiones de educación musical y gimnástica y, como Platón lo hace resaltar especialmente, en la supervisión de la selec­ ción racial. «En consecuencia, serán elegidos gobernantes aquellos total­ mente ineptos para su tarea de vigías, es decir, de inspección y custodia de los metales de las razas (que así son ele Hesíodo como nuestras), oro y pla­ ta, bronce y hierro. De este modo, el hierro habrá de mezclarse con la plata y el bronce con el oro y ele esta aleación surgirá la Variación y la absurda Irregularidad; y toda vez que surjan éstas a la luz, habrán de engendrar la Lucha y la Hostilidad. He aquí, pues, cómo debe describirse la ascendencia y nacimiento de la Desunión, allí donde se observa su prcscncia.» Tal la historia platónica del Número y de la Caída del hombre. Ella constituye la base de su sociología historicista y, en particular, de su ley fundamental de las revoluciones sociales, examinada en el capítulo ante­ rior." En efecto, la degeneración racial explica el origen de la desunión en la clase gobernante, y con ella, el origen de todo el desarrollo histórico. La dis­ cordia interna elela naturaleza humana, el cisma del alma, conduce a la esci­ sión de la clase gobernante. Y al igual que para Heráclito, la guerra de cla­ ses constituye la fuente de toda transformación y, en consecuencia, de la historia del hombre, que no es sino la historia del derrumbe de la sociedad. Se advierte, así, que el historicismo idealista de Platón reposa, en última ins­ rancia, no sobre una base espiritual, sino biológica; descansa, en efecto, en una especie de metabiología" de la raza humana. Platón no sólo fue un na­ ruralista que propició una teoría biológica del Estado, sino que también fue el primero en sostener una teoría biológica y racial de la dinámica social, de la historia política. «El Número platónico -expresa Adam-i-" constituye, de este modo, el marco en que se encuadra la "filosofía de la historia" de Platón.» Quiz.á sea conveniente concluir este esquema de la sociología descripti­ va de Platón con un resumen estimativo de la misma. Platón logró suministrarnos una reconstrucción sorprendentemente au­ téntica -si bien, naturalmente, algo idealizada- de una primitiva sociedad griega, tribal y colectivista, semejante a la de Esparta. El análisis de las fuer­ zas, especialmente económicas, que amenazan la estabilidad de ese tipo de sociedad, le permite describir la política general, así como también las insti­ tuciones sociales necesarias para conservarla. Y proporciona, además, una reconstrucción racional del desarrollo económico e histórico de las ciuda­ des-estado griegas. Esas aportaciones positivas se ven afectadas por su odio a la sociedad en que vivía y por el amor romántico a la vieja forma tribal de vida social. Es esta actitud la que lo induce a formular una ley insostenible de la evolución histórica, a saber, la ley de la degeneración o decadencia universal. Y es la misma actitud la responsable de los elementos irracionales, fantásticos y ro­ mánticos de su an.ilisi«, pur lo demás excelente. Por otra parte, fue precisa­ mente su interés personal y su parcialidad la que aguzó su facultad escruta­ dora, permitiéndole hacer aportaciones positivas. Platón dedujo su teoría historicista de la fanLÍstica doctrina filosófica de que el cambiante mundo visible constituye tan sólo una copia corrompida de un inmutable mun­ do invisible. Sin cmbarj;o esta ingeniosa tentativa de combinar un pesimis­ mo historicista con un optimismo ontulógico lo conduce, en sus etapas más avanzadas, a graves dificultades. Esos obstáculos lo obligaron a adoptar un naturalismo biológico conducente (junto con el «psicologismo»," es decir, la teoría de que la sociedad depende de la «naturaleza humana» de sus miembros) al misticismo y la superstición que culminó en una teoría mate­ mática scudorracional de la selección racial. Dichas dificultades llegaron a pOller en peligro, incluso, la impresionante unidad de su edificio teórico. '1 J '1' I 1,1'1 !, 11 I 'I, Il I 11'1 '11 I" II! Ill , rl!ll I 11 1 '1:1 11 1' :Ii"! 1 III!I 1 1 ,;1.. !IIII 1 !: 1.11: ,, ,~ 1 1I 1 1 . 111. , ,1 1,1 98 99 1\1 1 1I 1 1 II 111 . ..•,i ¡!.i '1111I11111I IIIIIIlI i 1 . JlIlIIMI;;;¡¡¡lIInnllllHlMII#HllIII;;¡:;;¡¡¡¡;'l\iWIIMIIRIIM;¡;¡;mmilIII"m:¡;;""n¡;¡;¡¡¡¡;¡¡Mif;¡;¡¡¡¡¡I¡"NlMII!!¡¡¡""A"'''''';;:; mi¡¡¡¡¡ilii ¡¡fflI"","W'' ' ' 'H/liWi;¡¡Y¡HI ¡m, iRi""" mi"," . ii EL PROGRAMA POLÍTICO DE PLATÓN IX Volviendo la vista hacia ese edificio, podemos examinar sucintamente su plano fundamenta1. 45 Este plano, concebido por la mente de un gran arqui­ tecto, evidencia un dualismo metafísico esencial en el pensamiento platóni­ co. En el campo de la lógica, ese dualismo se presenta bajo la forma de la oposición entre lo universal y 10 particular. En el campo de la especulación matemática, como la oposición entre la Unidad y la Pluralidad. En el cam­ po de la cpistcmología, como la oposición entre el conocimiento racional basado en el pensamiento puro Y la opinión basada en las experiencias par­ ticulares. En el campo de la ontología, como la oposición entre la realidad única, original, invariable y verdadera, y la apariencia múltiple, variable e ilu­ soria; como la oposición entre el ser puro y el devenir o, con mayor preci­ sión, el continuo cambiar. En el campo de la cosmología, corno la oposición entre lo que genera y lo generado, sujeto a decadencia. En la ética, como la oposición entre el bien, es decir, lo que preserva, y el mal, esto es, [o que co­ rrompe. En política como la oposición entre un ente colectivo, Estado, ca­ paz de alcanzar la perfección y la autarquía, y la gran masa del pueblo, vale decir, los múltiples individuos, los hombres particulares que están comle­ nadas a permanecer imperfectos Y subordinados Y cuyo particularismo debe ser suprimido en bien de la unidad del Estado (ver el próximo capítu­ lo). Y toda esta filosofía dualista se originó, a mi juicio, en el deseo apre­ miante de explicar el contraste entre la visión de una sociedad ideal y el odioso espectáculo del campo social real que le tocaba prcscnciar; contra­ posición aguda, en verdad, de una sociedad estable frente a una sociedad en proceso de revolución. 100 Capítulo 6 LA]USTICIA TOTALITARIA El análisis de la sociología platónica torna fácil la exposición de su pro­ grama político. Sus exigencias fundamentales pueden expreSJ.I"se con cual­ quiera dc estas dos tórmulas: en primer término, la correspondiente a su teoría idealista del cambio y cl reposo, y en segundo término, la de su natu­ ralismovlIc aquí la fórmula idealista: ¡Detened todo cambio político! El cambio es vil, el reposo divino. ' Todo cambio puede ser detenido si el Esta­ do constituye una copia exacta de su original, es decir, la Forma o Idea de la ciudad. Si se nos pregunta cómo puede ser esto factible, responderemos con la fórmula naturalista: [l )« nuevo a la naturaleza! De nuevo al Estado ori­ ginal de nuestros antecesores, el ¡':stado primitivo fundado de acuerdo con la naturaleza humana y, por consiguiente, de carácter estable. De nue­ vo ;1 la patrinrquia tribal de la época anterior a la Caída, al gobierno de cla­ se natu ral, a cargo de unos pocos sabios, sobre la masa ignorante. En mi opinión, pr.icticanrcntc todos los elementos del programa políti­ co de Platón pueden desprenderse de estas exigencias básicas. Aquéllos se fundan, a su VeI., en su historicisrno y deben comliinarsc con sus doctrinas sociológicas relativas :1 las condiciones necesarias para la estabilidad de la clase gobernante. Los princip.ilcs elementos qlle debemos tener presentes son: (A) La división estricta de clases; la clase gobernante, compuesta de pas­ tores y perros avizores, debe hallarse cstrictarncnrc separada del rebaño hu­ mano. (13) La idcnuficació» del destino del Estado con el dc la clase gobernan­ te; el interés exclusivo en tal clase y cn su unidad, y subordinadas a esa uni­ dad, las rígidas reglas para la selección y educación de esa clase, y la estricta supervisión y colectivización de los intereses de sus miembros. De estos elementos principales pueden derivarse muchos otros, por ejemplo, los siguientes: (C) La clase gobernante tiene el monopolio de una serie de cosas como, por ejemplo, las virtudes y el adiestramiento militares, y el derecho de portar armas y de recibir educación de toda índole; pero se halla excluida de partici­ par en las actividades económicas, en particular, en toda actividad lucrativa. 101 (D) Debe existir una severa censura de todas las actividades intelectua­ les de la clase gobernante y una continua propaganda tendente a modelar y unificar sus mentes. Toda innovación en materia de educación, legislación y religión debe ser impedida o reprimida. (E) El Estado debe bastarse a sí mismo. Debe apuntar hacia la autarquía económica, pues de otro modo, los magistrados, o bien pasarían a depender de los comerciantes, o bien terminarían convirtiéndose en comerciantes ellos mismos. La primera de las alternativas habría de minar su poder, la se­ gunda su unidad y la estabilidad del Estado. Creo que no sería incorrecto calificar este programa de totalitario. Y se halla fundado, ciertamente, en una sociología historicista. Pero ¿es eso todo? ¿No hay ningún otro rasgo en el programa de Platón que no sea ni totalitario ni se fundamente en el historieismo? ¿Dónde está el ardiente deseo de Platón de elevarse hacia el Bien y la Belleza, o su amor a la Sabiduría y la Verdad? ¿ Dónde su exigencia de que sean los sabios, los fi­ lósofos, los que gobiernen? ¿Dónde sus esperauzas de convenir a los ciu- I'¡ dadanos de su Estado en virtuosos y felices individuos? ¿Y dónde, final-Ii mente, su exigencia de que el Estado se funde en la justicia? Aun los autores] que censuran a Platón creen que su doctrina política, pese <1 ciertas similiruucs, li se distingue netamente del totalitarismo moderno por estos objetivos de fe- :'1 licidad para los ciudadanos y de imperio de la justicia. Crossman, por cjcm- i plo, cuya actitud crítica puede estimarse con sólo considerar su observación " de que «la filosofía platónica constituye el ataque mis salvaje y profundo¡ que haya visto la historia contra las ideas liberales»;' parece creer, todavía, que'! el plan de Platón consiste en «la construcción de un Estado perfecto don- i: de todos los ciudadanos sean realmente Felices». Puede encontrarse otro' ejemplo en Joad, quien analiza con cierto detenimiento las semejanzas entre . el programa de Platón y el del Iascismo, pero afirmando que existen dife­ rencias fundamentales, puesto que en el Estado perfecto de Platón «el hom­ bre ordinario ... alcanza la felicidad quc corresponde a su natu raleza», y, puesto que este Estado se halla construido sobre L1S ideas de «un bien abso­ luto y una justicia absoluta», A pesar de esos argumentos considero que el programa político de Pla­ tón, lejos de ser moralmente superior al del totalitarismo, es fundamental­ mente idéntico al mismo. A mi juicio, las objeciones contra esta opinión se basan en un prejuicio demasiado antiguo y profundamente arraigado en fa­ vor de un Platón idealizado. Mucho es lo que Crossman ha hecho para se­ ñalar y destruir esta tendencia, según puede apreciarse en el siguiente párrafo: «Antes de la guerra mundial. .. Platón ... rara vez era condenado abiertamente como reaccionario y opositor resuelto a todos los principios del pensa­ miento liberal. Muy por el contrario, se lo solía elevar a grandes alturas... le­ jos de la vida práctica, en medio del sueño de la Ciudad trascendente de Dios»;' Sin embargo, el propio Crossman no se halla enteramente libre de esa tendencia que denuncia con tanta lucidez. Es interesante que esta tendencia haya persistido tanto tiempo, pese al hecho de que Grote y Gomperz ha­ bían señalado ya el carácter reaccionario de algunas doctrinas contenidas en La República y Las Leyes. Pero ni siquiera ellos alcanzaron a ver todas las consecuencias de tales doctrinas; jamás pusieron en duda que Platón fuera, ~n esencia, un espíritu humanitario. Además, su crítica adversa fue pasada por alto o achacada a incapacidad para comprender y apreciar a Platón, considerado por los cristianos como el «primer cristiano antes de Cristo», y revolucionario, por los revolucionarios. No cabe ninguna duda de que to­ davía prevalece por completo esta fe ciega en Platón, y así, Field, por ejem­ plo, cree necesario advertir a sus lectores que «se yerra por completo en la comprensión de Platón si se lo considera un pensador revolucionario». Cla­ ro está que esto es lllUY cieno; y además es evidente que no tendría ningún sentido si la tendencia a hacer de Platón un pensador revolucionario, o por lo menos, progresista, no se hallase ampliamente difundida. Pero el propio Field incurre en la misma hacia Platón, cuando continúa diciendo que Platón se hallaba «en fuerte oposición con las nuevas tendencias subvcrsi­ vas» de su tiempo, aceptando sin más el testimonio platónico del carácter subversivo de estas nuevas tendencias. Los enemigos de la libertad han acu­ sado siempre a sus defensores de propósitos subversivos. y casi siempre han logrado pcrsuadi r a los cándidos y bien intencionados. La idealización del gran idealisLl impregna no sólo todas las interpreta­ cienes de los escritos de Platón, sino tamhién sus traducciones. J'recuente­ mente, las observaciones drásticas de Platón que no se avienen con las opi­ niones del traductor acerca de lo que ha de decir un {ilósolo humanitario, son atenuadas o interpretadas crróuc.nncnte. Esta tendencia se inicia con la traducción del propio título de la llamada Ll República. Lo primero que se nos ocurre cuando leemos este rítulo es que el autor debe ser liberal, si no revolucionario. Pero el título «La República>' es, lisa y llanamente, la Forma castellana de la traducción latina de una palabra i~l'ieg,l que no cncicrr.i la menor asociación de este tipo y cuya traducción precisa sería «I .a coust.itu ción» o «La ciudad-estado» () «El Estado». La traducción uadicion.il de «República» debe haber contribuido, indudablemente, a h convicción ge­ neral de que Platón no podía ser reaccionario. En vista de todo lo que ex.presa Platón acerca del Bien y la Justicia y las demás Ideas mencionadas, nuestra tesis de que su programa político es pu­ ramente totalitario y antihumanitario debe ser probada. Con este propósi­ to, en los próximos cuatro capítulos dejaremos de lado el análisis del liisto­ ricismo para concentrarnos en el examen crítico de las Ideas éticas antes re 102 103 "'i!i!i!I'!!I!'!!!!!IOOI_mmmUUllmmmIM_ • '_IL iI¡llill j ili idilddillil ddi! iIIi!ti!ii2i!Ua:¡¡¡¡;::::Ll22ii:::¡¡¡ ; ¡ ¡ ¡¡;¡m¡¡¡¡iI ¡¡¡! l I¡¡¡¡¡¡;¡U ,I I " I! y del papel por ellas desempeñado en el programa político En este capítulo examinaremos la Idea de la Justicia; en los tres si­ guientes, la doctrina de que deben gobernar los mejores y más sabios, y también las Ideas de la Verdad, la Sabiduría, el Bien y la Belleza. 1III '111 ,,>1 I;IlL1S 1'1.11<'>11. ¿Qué queremos decir, en realidad, cuando hablamos de «justicia»? No creo que las cuestiones verbales de esta naturaleza sean de particular impor­ tancia, o que sea posible responder Cll forma definida, dado que dichos tér­ minos siempre son utilizados con diversos sentidos. Sin embargo, creo no I errar al sostener que la mayoría de nosotros, especialmente aquellos que te- '¡ l1e1110S una formación general humanitaria, entiende por «justicia» ;llgo se- !\ mcjantc a esto: (a) una distribución equitativa de la C;lq>;a de la ciu(bdanía,! I es decir, de aquellas limitaciones de la libertad necesarias para tl vida SOci;lV.i\r.,1 (b) tratamiento igualitario de los ciudadanos ante la ley, siempre (]ue, por,'i,i supuesto, (e) las leyes mismas no favorezcan ni perjudiquen a detcnninados ¡\i ciudad.ano.s individuales o gt·.upos ~),cL~ses; (ti) imparcial.idad de los, tribuna- 'w les de jusncia, y (e) una partlcq);1CIOn Igual en las ventajas (y no solo en las ,11 cargas) que puede representar l);1rael ciudadano su carácter dc 111 iembro del 11': Estado. Si Platón hubiera entendido por «justicia» algu semejante a todo :!¡' esto, entonces nuestra acusnción de qlle Sll programa es ;lbsolutanH'llle to- :\1 talitario estaría francamente equivocada y tendrían ra:r.ón todos aquellos ','¡ que creen que la política de Platón se asienta sobrc una aceptable h,lse hu- '1 manitaria. Pero el hecho cierto es que Platón cntcnd ía por «justicia- algo completamente distinto. ¿Qué entendía Platón por «justicia»? Nosotros sostenemos que en La República utiliza el término «justo» COlllO sinónimo de «lo que interesa al Estado perfecto». ¿Y qué es lo que interesa al Estado perfecto? Detener todo cambio mediante el mantenimiento de una rígilh división de clases y un gohicrno de clase. De estar en lo cierto, rcnclrcmos que admitir que la exigencia platónica de justicia coloca su programa político en pie de igll;¡J­ dad con el totalitarismo; y habremos de concluir que debernos prevenirnos contra el peligro de la falsa impresión producida por las meras palabras. La justicia constituye el tópico central de l.a RepúblúiJ. l-n re;didad, su subtítulo tradicional es «I >c la justicia». En su indagación de la naturaleza de la justicia Platón utiliza el método mencionado' en el capítu lo anterior; en efecto, trata primero de buscar esta Idea en el Estado y sólo después in­ tenta aplicar e! resultado al individuo. No podemos decir que el interrogan­ te platónico: «¿Qué es la justicia?» encuentre pronta respuesta, pues ésta 1 sólo se alcanza en el Libro Cuarto. Las consideraciones que lo llevan a ella serán analizadas más detenidamente en la parte final de este capítulo. Sinté­ ticamente, son las siguientes: La ciudad se funda en la naturaleza humana, sus necesidades y sus limi­ raciones." «Ya hemos dicho -como se recordará-, y repetido una y otra vez, que cada hombre debe hacer en nuestra ciudad un solo trabajo. Es de­ cir, aquel trabajo para e! cual su naturaleza se halla normalmente mejor do­ tada.» De aquí, Platón concluye que cada uno debe ocuparse de sus propios asuntos; que el carpintero debe circunscribirse a la carpintería, el zapatero a la confección de zapatos, cte. No es grande el daño, sin embargo, si dos ar­ tesanos cambian sus lugares respectivos. «Pero si alguien que fuese artesano por naturaleza (o un miembro de la clase dedicada a actividades lucrati­ vas)... se las arreglase para introducirse en la clase guerrera; o si el guerrero se introdujera en la clase de los magistrados, sin méritos para ello... enton­ ces, este tipo de conspiraciones y cambios clandestinos significarían el de­ rrumbe de la ciudad.» De este argumento, íntimamente relacionado con el principio de que la portación de arruas debe ser una prerrogativa de clase, Platón extrae la conclusión final de que todo cambio o interferencia entre las tres clases debe ser injusto, y de que lo contrario debe ser, por lo tanto, justo: «Cuando cada clase de una ciudad se ocupa de sus propios asuntos -tanto la clase económicamente productiva como la de los auxiliares y guardias- entonces habrá justicia». r':st~l conclusión es rcfor:rada y rcsumi­ da poco después: «La ciudad es justa... si cada una de las tres clases atiende a su normal labor». Pero esta afirmación significa que Pl.uónidcnufica la justicia con el principio del gobierno de clase y de IDs privilegios de clase. En efectu, el principio de que cada clase debe atender a sus propios asuntos significa, lisa y llanamente, que el Estado es justo si gohierna el gobernante, el trabajador trabaja l el esclavo obedece. Como se verá, el concepto platónico de justicia es tundarncntalmcnte distinto del nuestro, en el sentido que analizamos más arriba. Platón consi­ dera «justo» el privilegio de clases, en tanto que nosotros, por lo general, crCCIllOS que lo justo es, más bien, la ausencia de diellOs privilegios. Pero la diferencia llega aún más lejos. Por justicia entendemos cierta clase de igual­ dad en el tratamiento de los individuos, mientras que Platón no considera la justicia como una relación entre individuos, sino como una propiedad de todo el Estado, basada en la relación existente entre las clases. El Estado es justo si es sano, fuerte, unido y estable. 105 104 PT"'' ' ¡'I!'F!IH¡mmmmlllilmmmmmmnmnullllllllllumll.mmm...... au. " ", I~ :1 II Pero, ¿tendría quizá razón Platón? ¿Significará la «justicia» lo que él sostiene? No es mi propósito examinar este problema. Si alguien sostuviese que la «justicia» significa el gobierno absoluto de una sola clase, entonces ' me limitaría a responder, simplemente, que soy fervoroso partidario de la injusticia. En otras palabras: creo que las cosas no dependen de las palabras y sí de nuestras exigencias o propuestas prácticas para delinear la política que decidimos adoptar. Detrás de la definición platónica de justicia se halla, en esencia, la exigencia de un gobierno de clase totalitario y la decisión de ponerlo en práctica. Pero, ¿no tendría razón en un sentido diferente? ¿No correspondería, tal vez, su idea de justicia a la forma griega de emplear este término? ¿No sig­ nificarían los griegos con la palabra «justicia» algo holista, como la «salud del Estado» (y no será profundamente injusto y antihistórico esperar de Platón una anticipación de nuestra moderna idea de justicia, en el sentido de' igualdad de los ciudadanos ante la ley? Esta pregunta ha sido contestada, en verdad, afirmativamente, llegándose a sostener que la idea holista de Platón de la «justicia social» es característica de la forma de pensar tradicional de los griegos, del «genio griego», que «no era, como el de los romanos, espe­ cíficamente jurídico», sino más bien «específicamente metafísico». H Pero esta afirmación es insostenible. En realidad, el uso griego de la palabra «jus­ ticia» era sorprendentemente similar a nuestro propio empleo individualis­ ta e igualitario. Para demostrarlo, nos referiremos primero al propio Platón quien, en el diálogo Gorgias (anterior a La RepúbliCil), sustenta la opinión de que '<jus­ ticia es igualdad», diciendo que es eso lo que piensa la gran mayoría de la gente y que no sólo concuerda con la «convención», sino también con " la «naturaleza misma»." Puede citarse asimismo a Aristóteles, otro adversario del igualitarismo, quien, bajo la influencia del naturalismo platónico, defen­ dió entre otras cosas la teoría de que algunos hombres nacen naturalmente esclavos. Nadie podía estar menos interesado que él en difundir una inter­ pretación igualitaria e individualista del término "justicia». Pero cuando ha­ bla del juez, a quien describe como la «personificación de lo justo», Aristó­ teles declara que su tarea consiste en «restaurar la igualdad». Y agrega que «todos los hombres piensan que la justicia es cierto tipo de igualdad», igualdad que «incumbe a las personas». Llega a pensar, incluso (pero equi­ vocándose), que la palabra griega equivalente a «justicia» cleriva de una raíl, que tiene el significado de «división igual». (La opinión de que la «justicia» representa cierto tipo de «igualdad en la división de beneficios y cargas que recaen sobre los ciudadanos» concuerda con las opiniones sostenidas por 106 Platón en Las Leyes, donde se distinguen dos clases de igualdad en la distri­ bución de beneficios y cargas, a saber, la igualdad «numérica» o «aritméti­ ca», y la igualdad «proporcional», la segunda de las cuales tiene en cuenta el grado en que las personas en cuestión poseen educación, riqueza y virtudes; y en el mismo lugar, se afirma que la igualdad proporcional constituye la «justicia políticav.) Y cuando Aristóteles examina los principios de la de­ mocracia, sostiene que «la justicia democrática es la aplicación del principio , de la igualdad aritmética (a diferencia de la igualdad proporcional)». Por cierto que todo eso no es tan sólo su impresión personal de lo que la justi­ cia significa, ni tampoco siquiera una descripción de la forma en que era uti­ lizada dicha palabra, siguiéndolo a Platón, bajo la influencia del Gorgias y de Las Leyes, sino, más bien, la expresión de un uso tan antiguo y universal como popular de la palabra «justicia»." En vista de todos esos datos, debemos concluir, al parecer, que la inter­ pretación holista y autiigualitnri.i de la justicia contenida en La República era una novedad, y tlue Platón procuraba presentar como «justo» su go­ bierno de clase totalitario, pese a 'Iue b gente consideraba, por lo general, que «justicia» era exactamente lo contrario, Este resultado es, sin duda, sorprendente y deja paso a una cantidad de preguntas. ¿Por qué sostuvo Platón en 1.<1 República que la justicia signifi­ caba desigualdad si, de acuerdo con el uso general, si¡!;ni [icaba igualdad? A mi juicio, 1<1 única respuesta plausible parece ser l.i de que necesitaba hacer­ le propaganda a su Estado totalitario, convenciendo a la gente de que era un Estado «justo». Pero ¿puede haber sidu dicaz esa tentativa, dado que no son las palabras lo que importa sino lo que con ellas significamos? Por cierto que sí; yeso lo demuest ra el hecho de quc consiguió plenamente persuadir a sus lectores, y no sólo en su época sino haxt.a nuestros propios días, de que su intención era abogar cándidamente por la justicia, la misma justicia por que se afanaban ellos. Y es un hecho, también, que de este modo logró scrn­ hrar la duda y la confusión cut re los individualistas y los partidarios de la igualdad, quienes, bajo la influencia de su autoridad, comenzaron a pregun­ tarse si la idea platónica de la justicia no sería mejor y m.is verdadera que la de ellos. Puesto que la palabra «justicia» simboliza para nosotros una meta de tanta importancia, y puesto que son tantos los que se hallan dispuestos a sufrir toda clase de sacrificios COH tal de alcanzarla, congraciarse con todas esas fuerzas humanitarias o, por lo menos, paralizar momentáneamente a los defensores del igualitarismo, debió constituir, ciertamente, un objetivo capital para u n partidario del totalitarismo. Pero ¿era consciente Platón de que la justicia significaba tanto para los hombres? La respuesta debe ser afirmativa; para comprobarlo, veamos cómo se expresa en La República: «Cuando un hombre ha cometido una injusticia..., ¿no es verdad que su co­ 107 1 11 I '1 1 111 1I " 11 '1 I,!I ,1 11 1 11 1 ' 1 1 11 ,1 11 1: 11 1'1 I1 1 1 .1 1 11 11,, 1 1 'n'!"IP'!]!'I""""'''''''''W'n!fT''" ""!""q;"'I,,I'''''''' .:;. ni ".",:!,,,,,, I " ,,¡,I:"I:'" II!"""I:: " 1 ,1, ,li""I:;!¡IIiII"lrm~IiiUIk;;#UU##;lkiMi4M;¡¡;MI'M¡i'.M¡¡M;¡¡W4;¡¡n;¡¡"M1~,nIITMMimMii"""M¡¡¡¡¡,",M.W~"".~~Il\l!l1l1""mmf"'!"""""'" ':1 1 ,1,1 ,! I \\.!', raje se resiste a acompañarlo ? .. Pero cuando cree que ha sido víctima de injusticia, ¿no se encienden de inmediato su vigor y su ira? ¿Y no es igual­ mente cierto que cuando lucha del lado que considera justo, puede padecer hambre y frío y toda clase de privaciones? ¿Y no persiste tenazmente hasta lograr lo que busca, conservando intacta su exaltación hasta haber triunfa­ do o perecido?»." Quien tal lee, no puede dudar que Platón conocía perfectamente bien el poder de la fe y, sobre todo, el de la fe en la justicia. Tampoco podemos du­ dar que La República tiende a pervertir esa fe y a reemplazarla directamen­ te por la fe contraria. Y, a la vista de las pruebas disponibles, me parece sumamente probable que Platón supiera a ciencia cierta lo que estaba ha­ ciendo. El igualitarismo era su enemigo acérrimo y debía destruirlo; sin duda, en el convencimiento sincero de que era un gran mal y un gran peli­ gro. Pero su ataque contra el igualitarismo no fue honesto, pues no se atre­ vió a enfrentar abiertamente a su enemigo. A continuación, seguiremos suministrando datos que prueban esa afir­ mación. III La República es, probablemente, la monografía más prolija que se haya escrito nunca acerca de la justicia. En efecto, Platón analiza una cantidad tan profusa de opiniones al respecto, y de un modo tal, que nos hace pensar que no omitió ninguna de las teorías más importantes por él conocidas. En rea­ lidad, llega a insinuar claramente'? que en vista de sus vanas tentativas de ha­ llar un concepto acabado de la justicia entre las opiniones corrientes, se hace necesario buscarlo en otra parte. No obstante, en ningún momento men­ ciona en su examen de las teorías corrientes la opinión de que la justicia es igualdad ante la ley (<<isonomia»). Existen dos maneras posibles de explicar esta omisión. O bien pasó por alto la teoría igualitaria, l3 o bien la eludió de­ liberadamente. La primera posibilidad parece sumamente improbable si se tiene en cuenta e! extremo cuidado con que Platón compuso La República y la necesidad q ue tenía de analizar las teorías de sus adversarios a fin de ha­ cer una exposición convincente de la suya. Y esta posibilidad se torna toda­ vía más improbable, debido a la amplia difusión de la teoría igualitaria. Sin embargo, no es necesario remitirse a los argumentos meramente probables, puesto que puede demostrarse con toda certeza que Platón no sólo se ha­ llaba perfectamente familiarizado con la teoría igualitaria, sino que tenía plena conciencia de su importancia cuando escribió La República. Como ya dijimos en este mismo capítulo (sección II) y como volveremos a ver dete­ 108 nidamente más adelante (en la sección III), el igualitarismo desempeñó un papel considerable en su obra anterior, Gorgias, donde llega, incluso, a de­ fenderlo; y pese al hecho de que en ninguna parte de La República se anali­ zan seriamente las virtudes o defectos del igualitarismo, Platón no cambió de opinión en lo relativo a su influencia, de la cual la propia República da un claro testimonio. En efecto, allí se lo menciona, siendo calificado de creen­ cia democrática sumamente popular, pero sólo digna de desprecio; y todo lo que se dice del mismo consiste en unos pocos comentarios desdeñosos e irritados," bien ensamblados con un injurioso ataque contra la democracia ateniense, en un lugar en que no es la justicia, precisamente, el tópico discu­ tido. Debemos descartar, por consiguiente, la posibilidad ele que la teoría igualitaria haya sido ignorada por Platón y, de! mismo modo, la posibilidad de que no luya advertido lo importante que hubiera sido el análisis de una teoría de tanto peso e influencia, diametralmente opuesta a la defendida por él. El hecho de que el silencio de La República sólo sea roto por unas pocas observaciones faltas de seriedad (al parecer, las consideradas demasiado buenas para suprimirlas)," puede explicarse solamente como una decisión deliberada de no discutirla. En vista de todo ello, no se ve cómo conciliar el método platónico de convencer a sus lectores de que en su obra han sido tratadas todas las teorías más importantes, con las normas de la honestidad intelectual; si bien debemos agregar que su omisión obedece, sin duda, a su completa adoración de una causa en cuya hnncstidac] creía firmemente. A fin de apreciar plenamente todas las consecuencias del silencio prácti­ camente ininterrumpido que guarda Platón sobre este asunto, deberemos comprender claramente. en primer término. que el movimiento igualitario, tal como lo conoció Platón, representaba todo aquello que él más aborrecía, y que su propia teoría, en Fa República y en todas sus obras posteriores, era en gran medida una respuesta al poderoso desafío de las nuevas tendencias igualitarias y humanitarias. Para demostrarlo, examinaremos los principales principios ddmovimiento humanitario, cOlltr,lponiéndolos a los principios correspondientes cid totalitarismo platónico. La teoría humanitaria de la justicia formula tres exigencias principales, a saber (a) el principio igualil<lrio propiamente dicho, es decir, el deseo de elimi­ nar los privilegios «naturales", (b) el principio general del individualismo y (e) el principio de que la tarea y la finalidad del Estado deben consistir en prote­ ger la libertad de los ciudadanos. A cada una de esas exigencias políticas co­ rresponde un principio directamente opuesto en el programa platónico: (a') el principio del privilegio natural, (b') el principio general del holismo y colecti­ vismo y (e') e! principio de que la tarea y finalidad del individuo debe consis­ tir en conservar y fortalecer la estabilidad del Estado. A continuación, analiza­ remos esos tres puntos por orden, dedicándoles a cada uno de ellosuna sección. 109 1I l 1 1\1 I I 1 1 ~ ! ¡I¡¡ 1 l ¡ 11 1\li ~ 1: ~ I r '1 I I ~ ~ I I IV Platón no tardó en descubrir que el naturalismo era un punto débil den­ de la doctrina igualitaria y aprovechó para sacarle el mayor partido po­ .ible a esta flaqueza. Decirles a los hombres que son iguales ejerce, sin duda, una fuerte atracción sobre los sentimientos; pero esta atracción es pequeña ·,i se la compara con la producida por la propaganda que los convence de que son superiores a los demás inferiores a ellos. ¿Somos naturalmente Iguales a nuestros sirvientes, a nuestros esclavos, al artesano manual que es, .ipenas, más que una bestia? La pregunta misma resulta ridícula. Platón pa­ rece haber sido el primero en advertir las posibilidades de esta reacción, y en I'poner el desdén, las burlas y el ridículo a las pretensiones de igualdad na­ I ural, Eso explica su af.in de atribuirles el argumento naturalista aun a aque­ llos de sus adversarios que no se habían servido de él; en el Menexeno -una parodia de la oración de Pericles- insiste, por lo tanto, en equiparar las exigencias de leyes equitativas con las pretensiones de igualdad natural: «La hase de nuestra constitución es la igualdad de nacimiento --declara irónica­ mentc-s-. Somos todos hermanos e hijos de una misma madre... y la igual­ dad natural del nacimiento nos induce a luchar por la igualdad ante la ley»." M;lS tarde, en [,eIS Leyes, Platón sintetiza su respuesta al igualitarismo de la siguiente forma: «El tratamiento igual de los desiguales debe engendrar la iniquidad »/0 y ese enunciado, a su vez, fue convertido por Aristóteles en la expresión: <<Igualdad para los iguales, desigualdad para los desiguales». Esas palabras encierran lo que podría denominarse la objeción típica al igualitarislllo; objeción Cl1 yo fondo consiste en sostener que la igualdad se­ ría excelente siempre que los hombres fueran iguales, pero que es evidente­ mente impracticable dado que no lo son y dado que no hay posibilidades de que lo sean en el futuro. Esta objeción, tan realista aparentemente, es, en realidad, en extremo ficticia, pues los privilegios políticos jamás se funda­ ron en diferencias naturales de carácter. Y la verdad es que Platón no parece haber tenido mucha confianza en esta objeción cuando escribió La Repú­ blica, pues sólo la utiliza allí en una de sus pullas contra la democracia, cuan­ do sostiene que ella «distribuye la igualdad a iguales y desiguales por igual»,"1 Fuera de esa observación, prefiere no argumentar contra el iguali­ tarisrno, sino pasarlo por alto. En resumen, podría decirse que Platón nunca subestimó la significación de la teoría igualitaria, que contaba para su defensa con el apoyo de hom­ bres corno Pcriclcs, sino que se limitó, en La República. a no considerarla, atacándola sólo una que otra vez, pero nunca abiertamente. Pero ¿en qué forma trató de establecer su propio antiigualitarismo, su principio del privilegio natural? En La República sostuvo tres argumentos diferentes, si bien dos de ellos casi no merecen este nombre. El primero" consiste en el sorprendente descubrimiento de que, puesto que ya han sido I ro El igualitarismo propiamente dicho exige que los ciudadanos de! Estad sean tratados con ecuanimidad, y que e! nacimiento, los vínculos familiar o la riqueza no sean factores de influencia en aquellos que administran ley. En otras palabras, no reconoce ningún privilegio «natural», si bien lo hay de cierta categoría especial que pueden ser conferidos por los ciudada nos a aquellas personas merecedoras de su confianza. Este principio igualitario había sido admirablemente expuesto por Pe! rieles pocos años antes de! nacimiento de Platón, en una oración conserv da por Tucídidcs." En el capítulo 10 daremos una cita más completa de misma, pero ya podemos adelantar aquí dos de sus frases: «Nuestras ley -expresa Pericles-- ofrecen una justicia equitativa a todos los hombr por igual, en sus querellas privadas, pero eso no significa que sean pasa dos por alto los derechos del mérito. Cuando un ciudadano se distingui por su valía, entonces se lo prefiere para las tareas públicas, no a manera d privilegio, sino de reconocimiento de sus virtudes, y en ningún caso cons:;: tiruyc obstáculo la pobreza... v» Se hallan expresados aquí algunos de los ob~1 jetivos fundamentales del gran movimiento igualitario que, como hemo~¡ visto, no se detuvo ni aun ante la institución de la esclavitud. En la propi<l! generación de Pericles, ese movimiento estuvo representado por Eurípi~, des, Antifonte e lIipias, todos los cuales han sido citados en el capítulo an'i! terior, como así también por Herúdoto.!" En la generación de Platón, estu] vo representado por Alcidamas y Licofrón, a quienes ya hemos citado má$\ , arriba; otro ilustre ddensor fue Antístenes, uno de los amigos más íntimos''11 l' . . de Sócrates. . 1 Claro csui que el principio platónico de la justicia es diametralmente:11 ~ontrario a todo eso. E~l electo, Platónexi.gí~ ~:rivil~gi(:s natura,les para losill Jefes naturales. Pero ¿como rebate el pnnClplo igualitario? ¿Y como funda-:: ! menta sus propias afirmaciones? '¡l i Como se recordará de lo dicho en el capítulo anterior, algunos de 10s,·1 i planteamientos mas famosos del programa igualitario fueron expresados,11 con el lenguaje imponente pero cuestionable de los «derechos naturales» y I1I muchos de sus representantes arguyeron en favor de dicho programa ba- 11: sáudosc en la igualdad «natural>" es decir, biológica, de los hombres. Ya vi- '11i mos que este argumento carece de valor, que los hombres son igU'l!cS en al-,II¡ gunos aspectos importantes pero diferentes en otros, y que de ese hecho no :1 pueden deducirse, como de ningún otro hecho, exigencias normativas. Con- ,1 viene advertir, por lo tanto, que el argumento nat;Jralista no fue empleado)' por todos los partidarios del igualitarismo; así, Pcricles, por ejemplo, ni si- '11 quiera lo menciona." :: 1 ., 1 u :11 110 111 "" "'IIIlIJIJIIIIIIIIIlUlIIllIIIIllIIUUUlBUIUmUUlIlIlIIIIIIIIlIIIlIlUlUIllliIlUlUlUlIllillIlIIlIIIlIIIIIIIUUIIIIUIIIIUIIlIIlllllllllilllllilllllllllllllllllllllUUllllllill1llJIllHUIllIIIUHlrr ; examinadas las otras tres vil·.tudes del Estado, la restan,te, ~s~o es, la de ~<ocu-I parse cada uno de sus propIOs asuntos» debe ser la «justicia». Me resisto creer que esto pueda haber pretendido pasar por un argumento; pero aSÍ¡ debe ser, pues el vocero de Platón, «Sócrates» en esta ocasión, lo introducej con la pregunta: «¿Sabes cómo \lego a esta conclusión P». El segundo argu-] mento es más interesante, pues constituye una. tentativa de demostrar qu~1 su antiigualitarismo puede deducirse de la opinión corriente (vale decir;! igualitaria) de que la justicia es imparcialidad. AqUÍ transcribiremos el pasa-] je completo. Al tiempo que observa que los gobernador~s de la ciudad se-] rán también sus jueces, Sócrates dice." «¿Y no es acaso el propósito de sul , jurisdicción que ningún hombre tome lo que pertenece a otro, o sca, privado] de lo que es suyo?». , «-Sí -responde Claucón, el intcrlocutor-c-, ésa debe ser su intcn-] ción.» ai «-¿Porque eso sería justo?» lil «-Sí.» !I «En consecuencia, deberemos entender generalmente que la justici~ es,j" la conscrvacion y usufructo de lo que nos pcrtcncce.» Queda establecido] entonces, que «conservar y usufructuar lo que es de 1lI10» constituye eL! principio de la jurisdicción JUSt,l, de acuerdo con nuestras ideas corrientes'l de la justicia. AqUÍ concluye el segundo argumento, para dejar lug:lr al tcr-j cero (que analizaremos más abajo) que \lega a la conclusión de que la jnsti-i cia consiste en conservar el puesto que nos corresponde (u ocuparnos de los I asuntos que nos interesan, esto es, el puesto (o negocio) de la clase o casta II que a cada uno le corresponde. La sola finalidad de ese sq!;uI1llo 'lrgumento es convencer al lector de que la «justicia», en el sentido ordinario de la palabra, nos exigl: que con­ servemos nuestro propio puesto, dado que siempre debemos conservar 10 que nos pertenece. Es decir, que Platón desea hacer que sus lectores extrai­ gan la siguieute inferencia: «Es justo conservar y usufructuar lo que es de uno, Mi lugar (o mi negocio) me pertenece. Por lo tanto, es justo que yo conserve mi lugar (o usufructúe de mi ncgocio)». I':so tiene m.ís o menos la misma solidez que el siguiente argumcruo: «Es justo conservar y utilizar lo que es de uno. Ese plan de robarle el dinero a mi vecino me pertenece. Por 10 tanto, es justo que conserve dicho plan y que lo usufrucnio, ex decir, que le robe su dinero». Resulta claro que la inferencia que Platón nos quiere ha­ cer extraer no es más que un burdo jucgo de palabras en torno al significa­ do de! concepto «ser de uno». (En efecto, el problema consiste en saber si la justicia exige o no que todo lo que «es nuestro» en algún sentido, por cjcm­ 1'10, «nuestra propia» clase, sea tratado en consecuencia, no sólo como nuestra propiedad, sino como nuestra propiedad inalienable. Pero el propio 112 ¡liatón no cree en este principio, pues es evidente que tornaría imposible toda transición al comunismo. En efecto, ¿cómo razonar para impedirnos la conservación de nuestros propios hijos?) Este burdo juego de palabras es el recurso por medio del cual Platón establece lo que Adam llama «un punto de contacto entre su propia concepción de la Justicia y el significado co­ rriente... de la palabra». He aquí, pues, cómo e! más grande filósofo de to­ dos los tiempos trata de convencernos de que ha descubierto la verdadera naturaleza de la justicia. El tercero y último argumento esgrimido por Platón es mucho más se­ rio. En él recurre al principio de! holismo o colectivismo, relacionándolo con el principio de que la finalidad del individuo consiste en mantener la es­ tabilidad del Estado. Dejaremos su consideración, por 10 tanto, para las sec­ ciones V y VI. Pero antes de pasar a esos puntos, quisiera llamar la atención sobre el «prefacio» con que Platón precede su descripción del «descubrimiento» que venimos analizando y que debe ser considerado a la luz de las observa­ ciones efectuadas hasta ahora. Visto desde este ángulo, el «extenso prefa­ cio» ---·según la propia expresión de Platón- parece constituir una inge­ niosa tentativa de preparar al lector para el «descubrimiento de la justicia», haciéndole creer que Ir espera un argumento cuando, en realidad, sólo se trata de un despliegue de recursos dramáticos, ideados para debilitar sus fa­ cu ltadcs críticas. Tras descubrir que la sabiduría es la virtud propia de los guardias, y el coraje la de los auxiliares, «Sócrates» anuncia su intención de realizar un es­ fuerzo final para descubrir la justicia. «Faltan dos cosas" '-expresa- que dchcrcrnos descubrir en la ciudad; la temperancia y, por último, aquella otra quc constituye el objeto primerfsimo de todas nuestras investigaciones, esto es, la justicia.. «--Exactamente --responde Glaucón.. Sócrates sugiere entonces pasar por alto la temperancia; pero Glaucón protesta y Sócrates cede, diciendo que «sería deshonesto rchusarsc». Esa pcqucñu escaramuza prepara el ánimo del lector para introducir nuevamen­ te el tema de la justicia, a la vez que le sugiere la idea de que Sócrates tiene en sus manos los medios para «descubrirla» y le garantiza que Glaucón vi­ gila cuidadosamente la honestidad intelectual de Platón en la conducción del argumento que él, como lector, no necesita controlar en absoluto." Sócrates pasa entonces a examinar la temperancia, que, según descubre, es la única virtud propia de los artesanos. (Diremos de paso que la tan de­ batida cuestión de si la «justicia» de Platón se diferencia o no de su «tempe­ rancia», puede ser fácilmente resuelta. La justicia significa conservar el pro­ pio lugar; la temperancia significa conocer el propio lugar, o sea, dicho con 113 1 :' 1 '111 11 1,1:1 mayor precisión, estar satisfecho con él. ¿Qué otra virtud podría ser carac­ terística de los artesanos que no hacen sino llenarse los vientres como las bestias?) Una vez descubierta la temperancia, Sócrates se pregunta: «¿Cuál será, pues, el último principio? Evidentemente, la justicia». «-Por supuesto -asiente Glaucón.» «-Pues bien, mi querido Glaucón -prosigue Sócrates- nosotros, igual que los cazadores, debemos rodear su guarida y mantener una atenta vigilancia, para no permitirle que se nos escape, pues es seguro que la justi­ cia debe hallarse muy cerca de este punto. Convendría que te adelantaras a buscar tú mismo el lugar, y si eres el primero en verla, entonces me avisar:k !III: con un grito.» Glaucón, al igual que el lector, es incapaz, naturalmente, de hacer cosa alguna de esa suerte, por lo cual decide implorarle a Sócrates que él tome la iniciativa. «Entonces eleva tus plegarias junto conmigo --exclama Sócra­ tes- y sígucmc.» Pero hasta el propio Sócrates encuentra que el terreno es «difícil de transitar, puesto que se halla cubierto de malezas; es oscuro y su exploración dificultosa... Pero -continúa diciendo-- debemos seguir con ella». Y en lugar de protestar: «¿Seguir qué; acaso con nuestra exploración, es decir, nuestro razonamiento? Pero jni siquiera la hemos comenzado; no ha habido aún la menor pizca de sentido en lo que hasta ahora llevamos di­ cho!», Glaucón, y con él el ingenuo lector, replica dócilmente: «Si, debemos proseguir». Entonces, Sócrates le comunica a su interlocutor que «ha teni­ do una visión» (nosotros no) y comienza a entusiasmarse: «¡Hurra! ¡Hurra! -exclama-o ¡Glaucón, parece haber una pista! Ahora estoy casi seguro de que el filón no se nos escapará!». A Jo que Glaucón responde: «l;:sa es una buena nueva». y Sócrates: «A fe mía que nos hemos comportado los dos como grandes tontos. ¡Lo que busdbamos a tanta distancia lo teníamos ante nuestras propias narices todo el tiem po, sin que alcanzáramos a ver­ lo!». Con otras muchas exclamaciones de este tipo, Sócrates continúa toda­ vía un buen rato, hasta que Glaucón, interpretando los sentimientos dellec­ tor, lo interrumpe, preguntándole a Sócrates qué es lo que ha encontrado. Pero cuando Sócrates responde tan sólo q ue: «Hemos estado hablando de ello todo el tiempo, sin darnos cuenta de que en realidad no hacíamos sino descubrirlo», Glaucón expresa la impaciencia del lector, diciéndole: «Esta introducción se torna un tanto larga; recuerda que quiero saber de q ué se trata". Y sólo entonces se decide Platón a exponer los dos «argumentos» que hemos resumido más arriba. ~ embotar las facultades críticas del lector y, mediante un dramático desplie­ gue de artificios verbales, de desviar su atención fuera de la pobreza intelec­ tual de esta magistral pieza literaria. No es posible evitar la tentación de pensar que Platón conocía su debilidad y también la forma de ocultarla. ~ ~ v El problema del individualismo y de! colectivismo se halla íntimamente relacionado con el de la igualdad y la desigualdad. Antes de continuar su examen, no estarán de más algunas observaciones de carácter terminológico. La palabra «individualismo» puede emplearse (de acuerdo con el Ox­ lord Dietionary) de dos maneras diferentes: (a) en oposición a colectivismo y (h) en oposición a altruismo. [Otro tanto cabría decir de la definición aca­ démica del término castellano (N. de. t.).] No hay ninguna otra palabra para expresar e! sentido registrado en primer término, pero sí para el segundo, por ejemplo, «egoísmo». Por esta razón, en todo Jo que sigue utilizaremos el término "individualismo» exclusiuamentc con el sentido definido en (a), reservándonos la palabra «egoísmo» para aquellos casos en que queramos expresar el sentido definido en (h). La tabla siguiente puede scrnos de cier­ ta utilidad: 1I Ir! Irll!111 jII~!: I~1 :1'1' 11' J: 1 1 11 .~ . I '1'" ',11 (tt) Individualismo (h) Egoísmo es lo contrario de es lo contrario de (a') Colectivismo (h') Altruismo l.a última observación de Glaucón puede tomarse como un indicio de que Platón era claramente consciente de lo que estaba haciendo en esta «lar­ ga introducción». No se me ocurre ninguna otra explicación, fuera de la que sólo se trata de una tentativa -coronada con el mayor de los éxitos- de Esos cuatro términos describen ciertas actitudes, exigencias, decisiones o iniciativas frente a los códigos de leyes normativas, Pese a su carácter esencialmente vago, considero que puede ilustrarse fácilmente su contenido mediante al¡!;unos ejemplos, dándoles la suficiente precisión para utilizarlos en lo que sigue. Comenzaremos por el colectivismo," puesto que nos he­ mos familiarizado ya con esta actitud, a través del examen del holismo pla­ tónico. En el capítulo anterior citamos algunos pasajes como ejemplo de su teoría de que el individuo debe subordinarse a los intereses del todo, ya sea éste el universo, la ciudad, la tribu, la raza, o cualquier otra entidad colecti­ va. Veamos nuevamente uno de esos pasajes, pero de forma más completa:" «La parte existe en función del todo, pero el todo no existe en función de la parte... El individuo ha sido creado en función del todo y no e! todo en fun­ ción de! individuo». Ese pasaje no sólo ilustra acabadamente el holismo o colectivismo, sino que encierra también una fuerte atracción emocional, que Platón, por cierto, conocía (como puede inferirse del preámbulo al pa­ saje). Esa atracción obra sobre diversos sentimientos, por ejemplo, el deseo 114 115 I II¡' i 1: 1 1 11 1 1 ! : i ¡¡IIIIIIIIIIIIUmUtlUIIIUmuIDlIUUJIJIIUUlUllfflllUUHIu.yW'HMIUHllwllmIUIIIUUUUJUIIUOOUUUJ'UlUII'UDlIUDJ'WIUIIIIIIIUUIIUlIU de pertenecer a una tribu o a un grupo; y uno de sus factores es la atracción del altruismo en oposición al egoísmo. Platón sugiere que si no se puede sa~i crificar los intereses propios en aras de los de todos, entonces se es egoísta:ll, Pero una mirada a nuestra pequeña tabla nos mostrará que las cosas nq!i son así. El colectivismo no se opone al egoísmo, ni tampoco es idéntico con !' el altruismo. El egoísmo colectivo o de grupo, por ejemplo, el egoísmo d~ clase, es cosa muy común (Platón lo sabía muy bien)," y esto muestra co~i. bastante claridad que el colectivismo propiamente dicho no se opone a~1 egoísmo. Por otra parte, un anticolectivista, esto es, un individualista puedcil ser, al mismo tiempo, un altruista; puede hallarse pronto a hacer sacrificiof si éstos ayudan a otros individuos. Dickens es tal vez uno de los mejordl ejemplos de una actitud semejante. Sería difícil decir qué es en él lo má~!11 fuerte, su apasionado odio al egoísmo o su apasionado interés en los indivi-l duos, con todos sus defectos y debilidades; y esta actitud se combina en étl con cierta antipatía o aversión no sólo hacia Jo que llamamos hoy cuerposl colectivos," sino incluso ante el auténtico altruismo, si éste se halla dirigido.l hacia grupos anónimos y no individuos concretos. (Recuerde el lector ~I Mrs. jcllyby en Bleak House: «una dama consagrada a los deberes públi-] cos»,) Creo que esos ejemplos bastarán para explicar claramente el signifi-] cado de r~uestros cuatro tér~1inos y demostra; qu.e cua.lquie.ra de ellos pue-i!' de combinarse con cualqu lera de los dos termmos incluidos en la otraí columna (de lo que resultan cuatro combinaciones posibles). De ese modo, es sumamente interesante comprobar que para Platón] --y para la mayoría de los platónicos- no es posible la existencia de un in-I! dividualismo altruista (como, por ejemplo, el de Dickens). Según Platón, la'-I única alternativa fuera del colectivismo es el egoísmo, pues simplementei identifica todo tipo de altruismo con el colectivismo y cualquier tipo de in-¡ dividualismo con el egoísmo. No se trata aquí de una mera cuestión termi·:1 nológica, sino de algo más profundo, puesto que en lugar de nuestras cua- i¡ tro posibilidades, Platón únicamente reconoce dos. Eso ha acarreado y sigue:!, acarreando todavía considerables confusiones en los planteamientos for- ,( mulados en el campo de la ética. ! La equiparación que hace Platón del individualismo con el egoísmo le proporciona un arma poderosa para defender el colectivismo y, al mismo tiempo, para atacar el individualismo. En la defensa del colectivismo puede recurrir, así, a nuestros humanitarios sentimientos de generosidad; en el ataque, puede tachar a todos los indi vidualistas de egoístas e incapaces de amar todo aquello que no les pertenezca directamente. Ese ataque, si bien dirigido contra el individualismo, con el sentido que le hemos asignado más I arriba, es decir, contra los derechos del individuo humano, sólo alcanza, ! por supuesto, un blanco muy diferente, esto es el egoísmo. Sin embargo, Platón y con él la mayoría de los platónicos, pasan por alto sistemática­ mente esta diferencia. ¿Por qué trató Platón de atacar al individualismo? A mi juicio, Platón sabía muy bien lo que hacía al emplazar sus cañones en esa posición, pues el individualismo -aún más quizá que el igualitarismo- constituía un verda­ dero bastión en la línea defensiva del nuevo credo humanitario. En efecto, la gran revolución espiritual que condujo al derrumbe del tribalismo y al advenimiento de la democracia no fue sino la emancipación del individuo. La astuta intuición sociológica de Platón se revela cabalmente en la forma en que éste reconoce invariablemente al enemigo allí donde le sale al paso. El individualismo formaba parte de la antigua idea intuitiva de la justi­ cia. Como se recordará, Aristóteles hace hincapié en que la justicia no es -como quería Platón-la salud y armonía del Estado, sino más bien cier­ ta forma de tratar a los individuos, cuando afirma que «la justicia es algo que incumbe a las personas-.:" Este elemento individualista ya había sido destacado por la generación de Pericles. Fue él mismo quien dejó claramen­ te sentado que las leyes debían garantizar una justicia equitativa, «a todos los hombres por igual, en sus querellas privadas»; pero no se detuvo ahí: «Cuando nuestro vecino decide seguir una senda determinada no somos nosotros los llamados a indicarle si hace bien o mal». (Compárese eso con la afirmación de Platón" de que el Estado no engendra a sus hijos «con el fin de librarlos a su suerte y dejar que cada uno siga su propio camino...».) Pe­ rieles insiste en que este individualismo debe hallarse ligado al altruismo: «Se nos ha enseñado... a no olvidar nunca que debemos proteger a los débi­ les», y su discurso culmina en una descripción del joven ateniense que al­ canza en su madurez «una adaptabilidad feliz y confianza en sí mismo». Ese individualismo que no prescinde del altruismo se ha convertido en base de nuestra civilización occidental. Así, constituye la doctri na central del cristianismo (varna a tu prójimo» dicen las escrituras, y no «a tu tribu») y el corazón de todas las doctrinas éticas originadas en el seno de nuestra ci­ vilización y alimentadas por ella. Es, asimismo, la doctrina práctica central de Kant, que preconiza «reconocer siempre que los individuos humanos son fines en sí mismos y no utilizarlos como meros mcd ios para conseguir determinados fines». En todo el desarrollo moral del hombre no ha habido otro pensamiento que se impusiera al espíritu con mayor fuerza. Platón no erraba cuando creía ver en esta doctrina al principal enemigo de su Estado basado en las castas y por eso la aborreció más que a cualquier otra ideología «subversiva» de su tiempo. Podrá verse claramente la verdad de lo que afirmamos en los dos pasajes siguientes tomados de Las Leyes," cuya asombrosa hostilidad contra el individuo ha sido siempre, a mi juicio, increíblemente subestimada. El primero es célebre por su referencia a La l 11' : 116 i 117 I 'lIH1l11llll!lll!lllIIllIlJ!IIHIIIII!IIIIIIIIIIIIIIIIH"'III!'IHtl!HlI!'m'*III"I"'ffiIllf!ffffff~lImw!m'mml!'!r!1111l1."! I ,1: ;'1 l' ":':;1';:1" República, cuya «comunidad de mujeres, hijos y propiedad» analiza. Platón describe aquí la constitución de La República como «la forma más alta del Estado». En este Estado superior -nos dice Platón- «la propiedad de las mujeres, de los hijos y de toda clase de efectos es común. Aquí se ha hecho todo lo posible para suprimir radicalmente de nuestra vida todo aquello de carácter privado e individual. En la medida de lo factible, aun aquellas cosas que la propia naturaleza ha hecho de índole privada e individual, se ha con­ vertido, en cierto modo, en propiedad común de la colectividad. Nuestros propios ojos, oídos y manos parecen ver, oír y actuar como si pertenecie­ sen, no a individuos, sino a la comunidad. Todos los hombres educados en el mismo molde muestran el mayor grado de unanimidad en la formación de alabanzas y censuras y llegan, incluso, a divertirse y a afligirse por las mismas cosas y al mismo tiempo. Yel objetivo de todas las leyes es unificar la ciudad en el mayor grado posible». Platón prosigue diciendo, luego, que «nadie podría encontrar un criterio mejor para discriminar la meta más apropiada de un Estado, que los principios que se acaban de exponer»; esa meta es, para Platón, el Estado «divino», «modelo», «patrón» u «original», es decir, la Forma o Idea del Estado. No es ésa sino la concepción platóni­ ca de La República, expuesta en una época en que ya había perdido toda es­ peranza de alcanzar cumplidamente su ideal político. El segundo pasaje, también extraído de Las Leyes, es, si cabe, aún más franco. Conviene destacar que dicho pasaje trata primordialmente de las ex­ pediciones militares y de la disciplina del soldado, pero sobran pruebas de que, según Platón, estos mismos principios militaristas debían ser seguidos, no ya en la guerra sino incluso «en la paz, y a partir de la más temprana in­ fancia». Al igual que otros militaristas totalitarios y admiradores de Esparta, Platón sostiene que los requisitos esenciales de la disciplina militar deben re­ cibir la mayor atención aun en tiempos de paz y que deben ser ellos quienes condicionen la vida entera de todos los ciudadanos; en efecto, no sólo los ciu­ dadanos mayores de edad (que son todos soldados) y los niños, sino hasta las propias bestias deben pasar toda su vida en estado de movilización perma­ nente y completa." «De todos los principios -dice Platón- el más impor­ tante es que nadie, ya sea hombre o mujer, ha de carecer de un jefe. Tampo­ co debe acostumbrarse el espíritu de nadie a permitirse obrar siguiendo su propia iniciativa, ya sea en el trabajo o en el placer. Lejos de ello, así en la gue­ rra como en la paz, todo ciudadano habrá de fijar la vista en su jefe, siguién­ dolo fielmente y aun en los asuntos más triviales deberá mantenerse bajo su J4 mando. Así, por ejemplo, deberá levantarse, moverse, lavarse o comer. .. sólo si se le ha ordenado hacerlo..., en una palabra, deberá enseñarle a su alma, por medio del hábito largamente practicado, a no soñar nunca con ac­ tuar con independencia y a tornarse totalmente incapaz de ello. De esa for­ ma, la vida de todos transcurrirá en una comunidad total. No hay, ni habrá nunca, ley superior a ésta o mejor y más eficaz para asegurar la salvación y la victoria en la guerra. Yen tiempos de paz, y a partir de la más temprana in­ fancia, deberá estimularse ese hábito de gobernar y ser gobernado. De este modo, deberá borrarse de la vida de todos los hombres, y aun de las bestias que se hallan sujetas a su servicio, hasta el último vestigio de anarquía.» Llama la atención, por cierto, la vehemencia del párrafo. Nadie atacó ja­ más con mayor seriedad al individuo, y esta hostilidad se halla profunda­ mente arraigada en el dualismo fundamental de la filosofía de Platón; éste odiaba al individuo y a su libertad exactamente del mismo modo en que odia­ ba las cambiantes experiencias particulares y la variedad del mudable uni­ verso de los objetos sensibles. En el campo de la política, el individuo es, para Platón, el mismísimo Diablo. Esa actitud, por muy antihumanitaria y anticristiana que parezca, ha sido sistemáticamente idealizada. Así, se la ha reputado humana, generosa, altruista, y cristiana. E. B. England, por ejemplo, califica" al primero de es­ tos dos pasajes de Las Leyes, de «vigorosa denuncia del egoísmo». No di­ fieren mucho de éstas las palabras empleadas por Barkcr cuando analiza la teoría platónica de la justicia. Expresa este autor que el objetivo de Platón era «reemplazar el egoísmo y la discordia civil por la armonía» y añade que «la antigua armonía entre los intereses del Estado y los del individuo... es restaurada, de este modo, a través de las enseñanzas de Platón, pero esta vez en un plano nuevo y superior, por haber logrado elevarse hasta el sentido consciente de la armonía». Esas y otras muchas declaraciones semejantes podrían explicarse fácilmente si se recuerda la equiparación que hace Platón del individualismo con el egoísmo. En efecto, todos esos platónicos creen que el antiindividualismo supone de suyo generosidad. Queda demostrado, pues, que dicha equiparación surtió los perniciosos efectos a que tendía la propaganda antihumanitaria en ella encerrada, confundiendo, hasta nuestra época, el examen crítico de los problemas éticos. Pero también debemos comprender que aquellos que -engañados por dicha equiparación, como así también por las altisonantes palabras de Platón-- exaltan su reputación como maestro de moral y proclaman a la faz del mundo que su ética cons­ tituye el sistema más próximo al cristianismo antes de Cristo, no hacen sino abrir las puertas al totalitarismo y, en especial, a una interpretación totalita­ ria y anticristiana del cristianismo. Yeso no está exento de graves peligros, pues fueron muchas las veces en que el cristianismo sufrió la dominación de las ideas totalitarias. Hubo ya una Inquisición; actualmente, bajo una nue­ va forma, podría repetirse. No estará de más, por lo tanto, la mención de otras razones, aparte de éstas, por las cuales los lectores desprevenidos han podido dejarse conven­ 118 119 cer del humanismo de las intenciones de Platón. Una de ellas es la de que al preparar el terreno para sus doctrinas colectivistas, Platón suele comenzar su análisis con la cita de una noble máxima o proverbio (que parece ser de origen pitagórico): «Los amigos tienen en común todo cuanto poseen»." Es éste, sin duda, un sentimiento generoso, elevado, excelente. ¿Quién podría sospechar que de un argumento iniciado tan prornisoriamente haya de lle­ garse a una conclusión completamente antihumanitaria? Otro punto de im­ portancia es que en los diálogos platónicos, especialmente en aquellos que fueron escritos con anterioridad a La República, cuando todavía se encon­ traba bajo la influencia de Sócrates, hallan expresión una cantidad de senti­ mientos auténticamente humanitarios. Con eso me refiero, en particular, a la doctrina socrática expuesta en el Gorgias, de que es peor cometer una in­ justicia que sufrirla. Evidentemente, esta doctrina no sólo es altruista sino también individualista; en efecto, en una teoría colectivista de la justicia como la defendida en La República, la injusticia es un acto contra el Estado, no contra un hombre particular, y si bien puede ser un hombre quien co­ mete la injusticia, ésa sólo puede ser sufrida por la colectividad. Pero nada de esto se encuentra en el Gorgias. Aquí la teoría de la justicia es perfecta" mente normal y los ejemplos de injusticia citados por «Sócrates» (quien debe tener aquí, probablemente, una buena dosis del verdadero Sócrates) son, entre otros, los de golpear, herir, o matar a un hombre. La enseñanza socrática de que es mejor sufrir estas acciones que llevarlas a cabo es, en ver­ dad, muy semejante a las prédicas, y su doctrina de la justicia encaja pcrfec­ tarnente bien dentro del espíritu de Pericles. (En el capítulo 10 trataremos de interpretar este hecho.) No obstante, La República desarrolla una nueva teoría de la justicia que no sólo es incompatible con un individualismo de este tipo, sino que se opo­ ne abiertamente al él. No es difícil, sin embargo, que el lector ingenuo se sienta inclinado a creer que Platón sostiene todavía la misma doctrina ex­ puesta en el Gorgias, pues en La República Platón alude frecuentemente a la máxima de que es mejor sufrir que cometer una injusticia, pese al hecho de que eso no tiene ningún sentido desde el punto de vista de la teoría colccti- . vista de la justicia sustentada en esa obra. Además, en La República; los ad­ versarios de "Sócrates" expresan la teoría opuesta, a saber, quc es bueno y. agradable infligir injusticias a los demás, pero no sufrirlas. Claro está que ello repugna, por su cinismo, a cualquier lector de sentimientos humanita­ rios, de modo que cuando Platón expone sus propósitos por boca de Sócra­ tes: «Temo cometer un grave pecado si permito que se hable tan mal de la justicia en mi presencia, sin intervenir con todas mis fuerzas para ddender-! la»,37 el confiado lector se convence fácilmente de las buenas intenciones de i Platón, disponiéndose a seguirlo dócilmente dondequiera que vaya. 120 .t, : :, ': , " ,;'; i, _,;",' _' " ~ , .lc las palabras cínicas y egoístas 38 de Trasímaco, quien se nos muestra como IIll inescrupuloso político de la peor ralea. Al mismo tiempo, el lector se ve Impulsado a identificar el individualismo con las opiniones de Trasírnaco y .1 pensar que Platón, al combatirlo, no hace sino luchar contra las tendencias .ubversivas y nihilistas de su tiempo. Sin embargo, no debemos permitir que el espantajo individualista dc Trasímaco nos asuste (existe una gran se­ mcjanza entre su retrato y el moderno espantajo colectivista del «bolchevi­ quisrno») y nos desvíe hacia otra forma bárbara que, si bien menos obvia, es urucho más real y más peligrosa. En efecto, Platón sustituye la doctrina de 'I'rasfrnaco, de que el derecho es la fuerza del individuo, por la teoría igual­ urente bárbara de que derecho o justicia es todo aquello que favorece la es­ r.ibilidad y el poderío del Estado. En resumen, diremos que dcbido a su colectivismo radical Platón no de­ muestra interés ni siquiera por aquellas cuestiones que los hombres suden denominar problemas de la justicia, es decir, por la estimación imparcial de LIS pretensiones contradictorias de los individuos. Tampoco le interesa .ijustar los derechos del individuo con los del Estado, ya que el individuo es .ilisojutamcutc interior. «Legislamos en función dc lo que es mejor para todo Estado -~exprcsa Platón-e- ... pues hemos colocado, con justicia, los intereses del individuo en un plano inferior de valores."!" Lo único que le i lllporta a Platón cs el todo colectivo como tal, y para él la justicia no es sino 1.\ salud, la unidad y la estabilidad del cuerpo colectivo, VI Hemos vis1 o, hasta aquí, que la ética humanitaria exige una interpreta­ ,i,ín igu~litaria e individualista de la justicia; pero todavía no hemos exami­ u.ido la concepción humanitaria del Estado como tal. Por otro lado, hemos Visto que la teoría platónica del Estado es totalitaria; pero no hemos expli­ '·.ldo aún la aplicación de csa teoría a la ética del individuo. Ha llegado aho­ 1;\ el momento de emprender ambas tareas y, en primer término, la segun­ ,b. En electo, comenzaremos este análisis con el tercero de los argumentos • ')11 quc Platón sustancia su «descubrimiento» de la justicia, argumento que lusta aquí nos liemos limitado a esbozar en grandes líneas. Helo aquí:" «Vearnos ahora si coincides conmigo -dice Sócrates-e-: ¿Te parece que .cria un grave daño para la ciudad el que un carpintero comenzara a hacer ..ipatos y un zapatero a cortar madera? -No mucho. 121 . Jli¡¡.I¡.j,iidJilJij¡jlIJljil~jJliilljllill¡j¡ljiililjl1JL¡¡¡¡lillllilJ¡l¡j¡¡¡¡iJiliillliiJIUJlllilliílj¡¡JjjJ1¡jiliJlJlJJllijillllli_i . 1,;;;;'.;::, :,;. .: ,,' ; , t., ' :: .J '.. :.', , ., El efecto de esa garantía de Platón se ve altamente fortalecido por el he­ ,110 de que se encuentra a continuación -presentando agudo eontraste­ ,'1, :"íYi ,: -Pero en caso de que alguien que fuese artesano por naturaleza, o' miembro de la clase productiva... se las compusiese para ingresar en la clase de los magistrados sin merecerlo; entonces, di, ¿te parece que este cambio y esta conspiración solapada podrían significar la caída de la ciudad? -Por cierto que sí. -En nuestra ciudad tenemos tres clases; ahora bien, ¿habremos de con-! siderar toda conspiración o pasaje de una clase a otra como un grave delito contra la ciudad, pasible de los calificativos más severos? -Sin duda. -Pero ¿ no pretenderás, por cierto, que una maldad tal contra la propia ciudad no sea una injusticia? . . -Por supuesto. -He ahí, pues, la injusticia. E inversamente, diremos que cuando cada clase de la ciudad, es decir, la clase laboriosa, la de los auxiliares y los guar­ dianes, se preocupan exclusivamente de sus propios negocios, eso será jus-' t i c i a " ' r Si examinamos cuidadosamente ese argumento, encontrarnos ('1) el su- : puesto sociológico de que cualquier fisura en el rígido sistema de castas, debe conducir forzosamente al derrumbe de la ciudad; (h) la constante rei­ teración del argumento de que lo que daña a la ciudad debe ser injusto, y (e): la inferencia de que lo contrario debe ser la justicia, El supuesto sociológi~ ca (a) puede ser admitido, dado que el ideal de Platón consiste en detener todo cambio social y dado que por «daño» entiende todo aquello que pue-" da involucrar algún cambio; y, además, es sumamente probable que la evo- i lución social sólo pueda detenerse mediante un rígido sistema de castas. Po­ demos aceptar también la inferencia (e) de que lo contrario a la injusticia es la justicia. De mayor interés, sin embargo, es (b). Si ec1I,lIUOS una ojeada al ' argumento de Platón comprobaremos que el curso total de sus pcnsamien­ tos se halla dominado por la cuestión: ¿ Daña esLefactor a la ciudad? ¿Pro­ duce un perjuicio grave o pequeño? Permanentemente sostiene Platón que lo que amenaza moralmente a la ciudad es moralmente malo e injusto. Vemos, pues, que Platón sólo reconoce corno patrón hmdamcnta] el in­ terés del Estado. Todo aquello que lo favorezca será bueno, virtuoso y jus­ to: todo aquello que lo amenace será malo, perverso e injusto. Las acciones que lo sirven son moralcs: las que lo ponen en peligro inmorales: en otras palabras, el código moral de Platón es estrictamente utilitario; es, puede de­ cirse, un código de utilitarismo colectivista o político. El criterio de la mo­ ralidad es el interés del Estado. La moralidad no es sino higiene política. Tal pues, la teoría colectivista, tribal o totalitaria, de la moralidad: «El bien es lo que favorece el interés de mi grupo, de mi tribu, o de mi Estado». No cuesta advertir lo que esta moralidad significa para las relaciones inter­ 122 n.rcionales, a saber, que el Estado mismo jamás puede equivocarse en sus ac­ mientras conserve su poderío; que el Estado posee el derecho, no sólo de ejercer violencia sobre sus ciudadanos si ello redundase en un acrecenta­ nucnto de su poderío, sino también de atacar a otros Estados, siempre que ,"lo no significase su debilitamiento. (Esa conclusión, vale decir, el recono ,imiento explícito de la amoralidad del Estado y, en consecuencia, la defen­ ',.1 del nihilismo moral en materia de relaciones internacionales fue extraída I"'r Hegel.) Desde el punto de vista de la ética totalitaria, desde el punto de vista de l., utilidad colectiva, la teoría platónica es perfectamente correcta. La acción ,le conservar el propio lugar es, por sí misma, una virtud. Es, en efecto, la virtud civil que corresponde a la virtud militar de la disciplina. Y esta virtud desempeña exactamente el mismo papel qne la «justicia» en el sistema pla­ umico de las virtudes. En efecto, las piezas de la gran maquinaria cid Esta­ dI) pueden manifestar «virtud» de dos maneras distintas. En primer térmi­ 110, deben ser aptas para su tarea por su tamaño, su forma, su resistencia, ric.; y, en segundo término, deben hallarse colocadas en el lugar adecuado <¡l/e bajo ningún concepto deben perder. El primer tipo de virtudes, es de­ l ir, la aptitud p.l¡'a una Larca específica, debe conducir a la diferenciación, de .u.ucrdo con la tarea específica cumplida por cada pieza. Algunas serán vir­ uiosas, vale decir aptas sólo cuando sean «<por uaturalcza») de gran rama­ 11"; otras, cuando sean resistentes y otras, finalmente, cuando estén bien pu­ lidas. Pero la virtud de conservar el propio lugar deberán compartirla todas rilas por igual y scr.i, al mismo tiempo, en virtud del conjunto, a saber, la de 11.\llarse todas las partes pcrlcct.uncnrc ajustadas entre sí, esto es, en armo­ nra. Ésa es la virtud universal a la que Platón da el nombre de «justicia». Su procedimiento es pcrlcctamcruc compatihlc con el punto de vista de la rno­ i.ilidad totalitaria, que, por otra parte, lo justifica plenamente. Si el indivi­ ,1110 no es sino una pieza dentro de un engranaje, entonces la ética no scr.i <ino el estudio de la forma m.is adecuada de ajustarlo al Lodo. Quiero dejar bien claro que yo, por mi parte, creo en la sinceridad del 1IIIalitarisnw de Platón. Su exigencia de una dominación absolura por p.lrte de una clase sobre el resto de la población era extrema, pero el ideal que 10 iuovía no era la explotación máxima de las clases trabaj'ldoras por parte de l., clase anterior, sino la est'lbilidad del todo, Sin embargo, la razón en que tunda su afirmaciún de que es necesario mantener la explotación dentro de ,I('rtos límites es también, en este caso, puramente utilitaria. Su interés fun­ damental es la estabilización de la clase gobernante. Si los magistrados tra­ i.iscn de obtener demasiado -arguye- al fin de cuentas no obtendrían lI,1da en absoluto, «Si no se satisfacen con una vida estable y segura... y se ,I,·¡an tentar por las posibilidades que les da la fuerza, adueñándose de toda IIIS 123 1 ' ·, l 111 11, " la riqueza de la ciudad, entonces es seguro que no tardarán en comprobar. cuánta razón tenía Hesíodo al decir que la «mitad es más que el todo».41:' Pero no debemos pasar por alto el hecho de que esta tendencia a restringir: la explotación de los privilegios de clase constituye un ingrediente común, del totalitarismo. El totalitarismo no es simplemente amoral: su moral es la:\ de la sociedad cerrada, del grupo o de la tribu; no es egoísmo individual, I sino c o l e c t i v o ' ! 1 Puesto que el tercer argumento de Platón es directo y sólido, cabría pre- ',. guntarse por qué habrá necesitado el «largo prefacio» y los dos argumentos [1 anteriores. ¿Para qué complicar las cosas innecesariamente? (Los platónicos: replicarán, por supuesto, que esas complicaciones sólo existen en mi imagi-: nación. Es muy posible; pero aun así, el carácter irracional de los pasajes si-:' gue siendo sumamente difícil de explicar.) La explicación reside, según! creo, en que el engranaje colectivo de Platón difícilmente habría atraído al,1 lector si le hubiese sido presentado en toda su aridez y falta de significación. ¡¡ Platón se ve en dificultades porque conoce y teme la fortaleza y la atracción moral de las fuerzas que trata de destruir. Así, no se atreve a desafiadas, sinoj que trata de ganarlas para su propia causa. Si asistimos en la obra de Platón! a una tentativa cínica y deliberada de emplear los sentimientos morales del i nuevo humanitarismo en provecho de sus propios fines, o si asistimos más I bien a un trágico intento de persuadir lo mejor de su conciencia de los rna-] les del individualismo, es cosa que jamás podremos decidir con certeza.¡ Personalmente, me inclino por la segunda de las dos alternativas, pues ese '1 conflicto ~11~imo p~l(Jrí'l explicar la extr~ordill:lri~ !:ascinaci~n ejercida por ~a '.'. . obra platónica, MI parecer es que Platón se srntio conmovido hasta lo mas: hondo de su alma por las nuevas ideas y especialmente por el gran indivi- :1' dualista Sócrates y su martirio. Yes muy posible que haya luchado contra 11 1 esta influencia en su propio espíritu, como así también en el de los demás, ! con toda la fuerza de su inigualada inteligencia, si bien no siempre amplia. Esto también explica por qué, de tiempo en tiempo, se encuentran entre i todo su totalitarismo, algunas ideas humanitarias, y por qué pudieron los fi­ lósofos considerar humanitario a Platón. Esa interpretación se ve confirmada por la forma en que Platón trató o, mejor dicho, maltrató la teoría humanitaria y racional del Estado, teoría' que había sido desarrollada por primera vez en su generación. En una exposición clara de esta teoría debe utilizarse el lenguaje de las exigencias o de las propuestas políticas (confróntese el capítulo 5, IlI); es de­ cir, que no debemos tratar de responder a la pregunta escncialista: ¿Qué es el Estado, cuál es su verdadera naturaleza, su significado rea!?, ni tampoco a la pregunta historicista: ¿Cómo se originó el Estado y cuál es el principio de la obligación política?, sino más bien a un interrogante de este tipo: ¿Qué I 1. 1 124 ,,¡gimas de un Estado? ¿Qué hemos de considerar como objetivo legítimo de la actividad estatal? Y a la vez, a fin de descubrir cuáles son nuestras exi­ 1',l'11cias políticas fundamentales, podemos preguntarnos: ¿Por qué preferi­ mos vivir en un Estado bien organizado y no prescindir del mismo, es de­ I ir, vivir en la anarquía? Ésa es una forma racional de plantear el problema: l' este problema debe ser resuelto si queremos pasar a la construcción o re­ «onstrucción de cualquier institución política. En efecto, solamente si sabe­ .nos lo que queremos podremos decidir si una institución se halla o no bien .idaptada a su función. Pues bien, formulando la cuestión de esta manera, la respuesta humani­ urista será la siguiente: lo que exijo del Estado es protección, no sólo para mí sino tamhién para los demás. Exijo la protección de mi propia libertad y lade los demás. No quiero vivir a merced de quien tenga los puños más fuer­ tes o las armas más poderosas. En otras palabras, quiero ser protegido de la .igresión de los demás hombres. Quiero quc se reconozca la diferencia entre la agresión y la defensa y que esa última descanse en un poder organizado del Estado. (La defensa tiene el carácter de un status quo y el principio pro­ puesto significa que el status qtíO no dcbe ser cambiado por medios violen­ lOS, sino tan sólo de acuerdo con 1a ley, por convenios o arbitraje, salvo allí donde no exista un procedimiento legal para su revisión.) Yo me siento per­ fectamente dispuesto a aceptar que mi propia libertad sea algo restringida por el Estado, siempre que eso suponga la protección de la libertad que me resta, puesto que no ignoro que SOll necesarias algunas limitaciones a la li-· bertad; por ejemplo, debo renunciar a mi "libertad» de atacar, si deseo que el Estado me ampare contra cualquier ataque. Pero exijo que no se pierda de vista el principal objetivo del Estado, es decir, la protección de aqucllalihcr­ tad que no perjudica a los dcrnas ciudadanos. Por lo tanto, exijo que el Esta­ do limite la libertad de los ciudadanos de la forma más equitativa posible y no más allá de lo necesario para alcanzar una limitación pareja de la libertad. Las exigencias del lrurnanitarista, del isualitarista y del individualista no difieren gran cosa de ésas. Y es la consideración de estas exigencias lo que permite al tecnólogo social encarar racionalmente la solución de los problc­ mas políticos, es decir, desde el punto de vista de un objetivo pcrfcct.uncn­ te claro y definido. Se hall formulado muchas objeciones en el sentido de que no es posible establecer un objetivo ele esta naturaleza con suficiente claridad y precisión. Así, se ha dicho que una vez que se reconoce que la libertad debe ser Íimi­ tada, se derrumba todo el principio de la libertad, y que la cuestión de CU'1­ les limitaciones son necesarias y cuáles superfluas, no puede decidirse ra­ cionalmente, sino tan sólo por medio de una autoridad. Pero ese reparo obedece a una confusión. En efecto, se mezclan en él la cuestión fundamen­ 125 ': 1 !,''1": ll i '!:1 : 1 .1 , li 1 I! i i l 1'1 11 1'11 1 , 1I i,,'l \l. :1 tal de lo que queremos de! Estado y la de las importantes dificultades tec­ nológicas que obstruyen e! camino hacia la materialización de nuestros ob­ jetivos. Ciertamente, es difícil determinar exactamente el grado de libertad que pucde concederse a los ciudadanos sin poner en peligro aquella liber­ tad cuya salvaguarda configura el objeto de! Estado. Sin embargo, la expe­ riencia demuestra que es posible una determinación por lo menos aproxi­ mada de dicho grado de libertad; en caso contrario, no existirían Estados democráticos. En realidad, ese proceso de determinación aproximada cons­ tituye una de las principales tareas de la legislación dc los países democráticos. Se trata, sí, de un proceso difícil, pero sus dificultades carecen ciertamente de la magnitud suficiente para modificar nuestras exigencias fundamentales. Ésas consisten, sintéticamente, en que e! Estado sea considerado como una sociedad para la prevención de! delito, esto es, la agresión Y puede respon­ derse, en principio, a la objeción de que es difícil saber dónde termina la li­ bertad y empieza el delito, con la famosa historia de aquel matón que pro­ testaba ante el tribunal dc justicia porque, siendo un ciudadano libre, podía mover su puño en la dirección quc se le antojase, a lo cual repuso el juez prudentemente: "La libertad del movimiento de tus puños está limitada por la posición de la nariz de tu vecino». La concepción del Estado aquí esbozada podría designarse con el nom­ bre de «proteccionismo». Este término ha sido usado frecucntemente para describir ciertas tendencias contrarias a la libertad. Dc tal modo, e! econo­ mista entiende por proteccionismo la política de protección de ciertos inte­ reses industriales contra la libre competencia, y el moralista, la exigencia de que los funcionarios de! Estado establezcan una tutela moral sobre la po­ blación. Aunque la teoría política que proponemos llamar proteccionismo no se halla relacionada con ninguna de esas tendencias y aunque es, en rea­ lidad, una teoría liberal, creo que esta designación puede resultar conve­ nicnte para indicar que, si bien liberal, nada tiene que ver con la política de no intervencionismo estricto (denominada, a veces, aunquc incorrectamen­ te, dellaissez [aire). El liberalismo y la intervención estatal no se excluyen mutuamente. Por el contrario, claramente se advierte quc no hay libertad posible si no se halla garantizada por el Estado." En la educación, por ejem­ plo, es necesario cierto grado de control por parte del Estado, si quiere res­ guardarse a la juventud de una ignorancia que la tornaría incapaz de defender su libertad, y es deber del Estado hacer que todo el mundo goce de iguales facilidades educacionales. Pero un control estatal excesivo en las cuestiones educacionales constituye un peligro mortal para la libertad, puesto que I puede conducir al adoctrinamiento. Como ya indicamos antes, la impor­ tante y difícil cuestión de las limitaciones de la libcrtad no puede resolverse : mediante una fórmula seca y tajante. Yel hecho de que siempre haya casos 126 fronterizos, lejos de asustarnos, debe convertirse en un pilar más de nuestra posición, ya que sin el estímulo de los problemas políticos y de las luchas de este tipo, pronto desaparecería la disposición de los ciudadanos a combatir por su libertad y, junto con ella, la libertad misma. (Enfocando el problema desde este ángulo, el pretendido choque de la libertad y la seguridad, esto es, la seguridad garantizada por el Estado, resulta completamente ilusorio. En efecto, no puede haber libertad si ésta no se halla asegurada por el Esta­ do, e inversamente, sólo un Estado controlado por ciudadanos libres puede ofrecerles una seguridad razonable.) Formulada de este modo, la teoría proteccionista del Estado se halla li­ bre de todo elemento historicista o escncialism. Ella no afirma que el Estado se haya originado en una asociación de indjviduos reunidos con un propó­ sito proteccionista, o que Estado alguno de la historia haya sido conscien­ temente gobernado de acuerdo con este objetivo. Tampoco postula cosa al­ guna acerca de la naturaleza esencial del Estado o de cualquier pretendido derecho natural a la libertad. Tampoco se refiere a la forma en qne el Esta­ do funciona en la práctica. En lugar de todo dio, formula una exigencia po­ lítica o, dicho con más precisión, una propuesta para la adopción dc cierta política. Sospecho, sin embargo, que muchos convencionalistas que defi­ nieron al Estado como el producto de una asociación para la protección de sus miembros, querían expresar esa misma exigencia, si bicn se sirvieron para ello de un lenguaje torpe y confuso, a saber, ellcnh'Uaje del hisroricis­ mo. Otro modo igualmente equívoco de expresar esta exigencia consiste en afirmar que la función esencial del Estado es la de proteger a sus miembros, o bien en aseverar que el Estado debe definirse como una asociación para la protección mutua. Todas estas teorías deben traducirse, por así decirlo, al lenguaje de las exigencias o propuestas para la acción política, si aspiran a una consideración seria. De otro modo, su análisis se hace imposible por las interminables polémicas de carácter puramente verbal. Veamos un ejemplo d(~ cómo puede llevarse a cabo esa traducción. Lo que aquí denominamos proteccionismo ha sido objetu de cierta crítica, re­ petida a través de los tiempos desJe Aristóteles," que fue el primero en for­ mularla, hasta Burke y muchos platónicos modernos, Este reparo consiste en que el proteccionismo tiene una visión más estrecha ---según ellos- de las tareas correspondientes al Estado, que (para usar las palabras de Burke) "debe ser considerado con otro respeto, pues no se trata de una asociación de objetos subordinada exclusivamente a la burda existencia anima] de una naturaleza temporaria y perecedera». En otras palabras, se afirma que el Es­ i.ido es algo superior o más noble que una mera asociación con fines racio­ nales y se le convierte, así, en objeto de adoración. Sus finalidades son más .rltas que la simple protección dc los seres humanos y sus derechos: su mi­ 127 sión es moral. "Cuidar de la virtud es la principal función de un Estado que merezca verdaderamente el nombre de tal", expresa Aristóteles. Pues bien, si tratamos de traducir esta crítica al lenguaje de las exigencias políticas, des- ; cubriremos que los reparos formulados al proteccionismo responden a dos deseos. En primer lugar, el de convertir al Estado en un objeto de adora­ ción. Desde nuestro punto de vista, nada tenemos que decir contra este an­ helo, pues constituye más bien un problema religioso y es a los cultores del Estado a quienes atañe resolver el problema de cómo conciliar este credo con sus otras creencias religiosas, por ejemplo la del Primer Mandamiento. El segundo es de carácter político. En la práctica, esta exigencia significaría simplemente que los funcionarios del Estado deben preocuparse por la mo­ ralidad de los ciudadanos y utilizar el poder, no tanto para la protección de la libertad de éstos, como para la vigilancia de su vida moral. En otras pala­ bras, se exige aquí que el imperio de la legalidad, es decir, de las normas im­ puestas por el Estado, sea acrecentado a costa del de la moralidad propia­ mente dicha, es decir, de las normas impuestas, no por el Estado, sino por 1 nuestras propias decisiones morales, vale decir, por nuestra conciencia. Esta .1 exigencia o propuesta puede ser objeto de un análisis racional, y así podría ,1 argüirse contra ella que aquellos que la proclaman no advierten, aparente-'i mente, que su adopción representaría el fin de la rcsponsabilidad moral del I individuo y que, lejos de perfeccionar la moralidad, terminaría por des-! truirla. En efecto, la responsabilidad personal sería reemplazada por t.abúes ; de tipo tribal y por la irresponsabilidao totalitaria del individuo. Contra: toda esta actitud, el individualista dcbe sostener que la moralidad de los Es- ,1 tados (si es que la hay) tiende a ser considerablemente inferior a la del ciu-:' dadano medio, de tal modo que es nlU~ho más convenient~ que la nlOrali-11 dad del Estado sea controlada por los Ciudadanos y no a la inversa. Lo que I! queremos y necesitamos es moralizar la pol itica y IlO hacer política con lail da. Creo, asimismo, que los problemas de ingeniería relativos al control del delito internacional no resultan, en realidad, tan difíciles, una vez que se los encara abierta y racionalmente. Si se expone la cuestión con claridad, no será difícil convencer a la gente de que las instituciones protectoras son necesa­ rias, tanto en una escala local como en otra más vasta de alcances universales. Dejemos que los cultores del Estado lo sigan adorando, pero exijamos que se les brinde la oportunidad a los tecnólogos institucionales, no sólo de mejorar el engranaje interno del Estado, sino también de construir una organización más amplia para la prevención de la delincuencia internacional. VII m o r a l . ' : No debe olvidarse que desde el PUllto de vista proteccionista, los Estados; democráticos existentes, aunque lejos de ser perfectos, representan una con-: siderable conquista en el campo de la ingeniería social del tipo gradual. lnfi-' nidad de formas de delitos y de ataques a los derechos de los individuos hu­ manos por parte de otros individuos, han sido práctlcamente suprimidas considerablemente reducidas, y los tribunales de justicia aplican la ley satis­ factoriamente en difíciles conflictos de intereses. Son muchos los que creen que la ampliación de estos métodos" al terreno del delito y del conflicto ternacional sólo constituye un sueño utópico; pero no hace mucho, la . tución de un poder,ejecutivo eficaz para mantener la paz ~ivil parecía ~tópicailll a aquellos que sufnan la permanente amenaza de todo genero de dclincuen-f tes, en países donde actualmente la paz civil se halla perfectainente Volviendo nuevamente a la historia de estos rnovmucntos, parece ser que el primero que sostuvo la teoría proteccionista del I':stado (uc el sofista Licofrón, discípulo de Corgias. Ya hemos dicho que, al igu;ll que Alcid.i­ mas, también discípulo de (;orgias, fue lino de los pri meros en atacar la teo­ ría de los privilegios naturales. La suposición de que la teoría que hemos de­ nominado «proteccionista» tuvo su origen en [,1, encuentra un fundamento bastante sólido en un pasaje de Aristóteles, del cual se desprende que la [or­ muló con una claridad tal, que difícilmente haya sido alcanz.ada posterior­ mente por sus sucesores. Aristóteles nos dice que licofróu consideraba la ley dell':stado un «pal> to mediante el cual los hombres se aseguran unos a otros el imperio de la justicia» (pero carente de poder para tornar buenos o justos a los ciudada-­ nos). Nos dice, adcm.is," que Licofnín consideraba el Estado un instru­ mento para la protección de sus ciudadanos contra las acciones injustas (y para permitirles un desenvolvimiento pacífico y un libre intercambio), y exi­ gía que el Estado fuese una «asociación cooperativa para la prevención del delito». Cabe hacer notar que no hay ningún indicio, en la rcscii.i propor·· cionada por Aristóteles, de que Licofrón haya expresado su teoría bajo una forma historicista, es decir, atribuyendo el origen histórico del Estado ;l UI! contrato social. Muy por el contrario, se desprende claramente del texto aristotélico que la teoría de Licol'rón se refería exclusivamente a la finalidad del Estado, pues Aristóteles arguye que Licofrón ha pasado por alto el ob­ jetivo esencial del Estado que es, a su juicio, el de tornar virtuosos a los ciu­ dada nos. Esto nos muestra que Licofrón interpretó esta finalidad racional­ mente, desde un punto de vista tecnológico, adoptando las exigencias del igualitarismo, del individualismo y del proteccionismo. De esta forma, la teoría de Licofrón queda completamente a salvo de las objeciones a que se halla expuesta la teoría historicista tradicional del con­ 128 129 estableci~:11 trato social; a menudo se dice -Barker, por ejemplo-e-," que la teoría con­ tractual «ha sido rebatida por los pensadores modernos punto por punto». Esto es muy posible, pero el análisis de los puntos estudiados por Barker nos demuestra que esa refutación no alcanza por cierto a la teoría de Lico­ frón, en quien Barker cree ver (yen este punto me inclino a coincidir con él) al probable fundador de la forma más primitiva de una teoría que pasó a de­ nominarse más tarde teoría contractual. Los puntos principales considera­ dos por Barker pueden enumerarse de la manera siguiente: (a) Nunca hubo, históricamente, un contrato semejante; (b) Históricamente, el Estado jamás fue instituido; (e) Las leyes no son convencionales sino que surgen de la tra­ dición, fuerza superior, equiparable quizá al instinto; primero se imponen como costumbre, para sólo después codificarse en forma de leyes; (d) La fuerza de las leyes no reside en las sanciones ni en la capacidad de protec­ ción del Estado que las impone, sino en la disposición del individuo a obe­ decerlas, es decir, en la voluntad moral del individuo. Se advierte de inmediato que las objeciones ?t, b y e, que son en si mis­ mas reconocidamente correctas (si bien han existido algunos contratos), sólo pueden aplicarse a la forma historicista de esta teoría y no a la versión de Licoírón. No hay ninguna razón, en consecuencia, para que hayamos de tenerlas en cuenta. La objeción d, sin embargo, merece una consideración más detallada. ¿Cuál puede ser su significado? La teoría atacada insiste en la «voluntad» o, mejor dicho, en la decisión del individuo, más q!lC ninguna otra teoría. En realidad, la palabra «contrato» sugiere por sí misma un acuer­ do basado en la «libre volu ntad»; sugiere, quizá, más que cualquier otra teo­ ría, que la fuerza de las leyes reside en la disposición del individuo a acep­ tarlas y obedecerlas. ¿Cómo, entonces, puede d ser una objeción contra la teoría contractual? La {mica explicación posible parece ser la de que Barker no cree que el contrato surja de la «voluntad moral del individuo», sino más bien de una voluntad egoísta, y esta interpretación es la más probable, pues se halla en conformidad con la crítica de Platón. Sin embargo, no es forzo­ so ser egoísta para ser proteccionista. La protección no tiene quc significar necesariamente autoprotección; así, muchas gentes se aseguran la vida con el propósito de proteger a otros y no a sí mismos y, de manera semejante, bien podría suceder que exigiesen la protección estatal más para los otros que para sí mismos. La idea fundamental del proteccionismo es ésta: prote­ ger a los débiles de ser atropellados por los fuertes. Esta exigencia no sólo ha sido proclamada por los débiles sino también, y frecuentemente, por los fuertes. Tacharla de egoísta o de inmoral sería, en el mejor de los casos, erróneo. A mi juicio, el proteccionismo de Licotrón se halla libre de todos estos! cargos. Su reoría constituye la expresión más adecuada del movimiento hu­ manista e igualitario iniciado en el siglo de Pericles. Y sin embargo, nos ha 130 xiclo escamoteada infinidad de veces. Así, fue transmitida a las generaciones posteriores bajo una forma completamente alterada, ya como la teoría his­ loricista del origen del Estado en un contrato social, ya corno una teoría «scncialista con la pretensión de que la verdadera naturaleza del Estado es la convención, ya como una teoría del egoísmo, basada en el supuesto de la na­ I maleza fundamentalmente inmoral del hombre. y todo esto se debe a la ir(esistible influencia de la abrumadora autoridad de Platón. VIII No cabe casi ninguna duda de que Platón conocía nlUY bien la teoría de l.icofrón, pues ambos fueron (con toda probabilidad) coetáneos. Además, puede identificársela fácilmente con la teoría mencionada por primera vez en el Gurgias y, posteriormente, en La República. (En ninguno de los dos lugares Platón menciona a su autor, procedimiento éste corriente en su obra cuando se trataba de un adversario todavia vivo.) En el Gorgias, la teoría es expuesta por Calicles, un nihilista ético como el Trasim.ico de La Repúbli­ ca. En esta última obra, Platón la pone en boca de Glaucón. En ninguno de los dos casos el vocero de la doctrina se identifica personalmente con ella. Los dos pasajes son, por muchos conceptos, paralelos. Ambos presen­ ran Ía teoría bajo una forma historicista, es decir, COJllO una historia del ori-"' gen de la justicia. Ambos la presentan como si sus premisas lógicas tuvie­ ran quc ser, necesariamente, egoístas y aun nihilistas, es decir, como si la concepción proteccionista del Estado sólo fuera sostenida por aquellos a quienes les agradaría cometer injusticias, pero que son demasiado débiles para ello y que, por lo tanto, exigen que los fuertes tampoco puedan hacer­ lo: lo cual dista de ser justo, ciertamente, puesto que la única premisa ne­ cesaria de la teoría es la exigencia ele que el delito o la injusticia sean supri­ midos. Hasta aq uí, los dos pasajes corren paralelos y este hecho no ha escapado a la atención de los comentaristas. Sin embargo, existe una tremenda dife­ rencia entre ambos que, hasta donde yo sé, no ha sido advertida por éstos. Estriba que en el Gorgias Caliclcs expone la teoría haciendo constar expre­ samente que se opone a la misma, y puesto que también se opone a la soste­ nida por Sócrates, se deduce que la teoría proteccionista no es atacada, sino más bien defendida por Platón. Y, en verdad, un examen más severo de­ muestra que Sócrates defendía varios de sus aspectos contra el nihilista Ca­ licles. En La República, en cambio, la misma teoría es expuesta por Glaucón como fruto y desarrollo de las concepciones de Trasímaco, es decir, del ni­ hilista que pasa a ocupar aquí el lugar de Calicles; en otras palabras, la teo­ 131 ría se nos presenta aquí bajo una forma nihilista y Sócrates como e! héroe que destruye victoriosamente su vil contenido egoísta. De este modo, los pasajes en que la gran mayoría de los comentaristas encuentran cierta semejanza entre las tendencias del Gorgias y de La Repú­ blica revelan, en realidad, un cambio completo de frente. Pese a la exposi­ ción hostil de Calicles, la tendencia del Gorgias se muestra favorable al pro­ teccionismo, en tanto que La República lo ataca violentamente. He aquí un extracto de! discurso de Calicles en el Gorgias:" "Las Leyes son elaboradas por la gran masa del pueblo que se compone principalmen­ te de hombres débiles. De este modo, hacen las leyes..., a fin de protegerse a sí mismos y a sus intereses, y tratan de disuadir a los más fuertes ... y a todos los demás que podrían estar mejor capacitados para ello de hacerlo ... y cali­ fican de "injusticia" la tentativa de un buen ciudadano de beneficiar a su prójimo y, además, puesto que son conscientes de su inferioridad, se decla­ ran contentísimos con sólo obtener la igualdad». Si examinamos esta sínte­ sis haciendo abstracción de aquello que obedece al abierto desprecio y hos­ tilidad de Calicles, entonces hallaremos todos los elementos de la teoría de ' Licofrón, a saber: igualitarismo, individualismo y protección contra la in­ justicia. Hasta la referencia a los «fuertes» y a los «débiles» que son cons­ cientes de su inferioridad encuadra perfectamente dentro de la concepción proteccionista, siempre que se conceda e! margen necesario para lo que allí hay de caricaturesco. Es probable que la doctrina de Licofrón exigiese ex­ plícitamente que el Estado protegiese a los más débiles, lo cual puede ser cualquier cosa menos innoble. (La esperanza de que algún día llegue a satis­ facerse esta exigencia halla expresión en una de las enseñanzas cristianas: «Los mansos heredarán la tierra-.) Al propio Calicles no le gusta el proteccionismo; se muestra más bien en favor de los clerechos «naturales» del más fuerte. Es sumamente significati­ vo que Sócrates, en su argumento contra Calicles, salga en defensa del pro­ teccionismo, llegando incluso a identificarlo con su propia teoría de que es mejor padecer la injusticia que cometerla. Así, dice por ejemplo;" "¿ No es la mayoría de opinión --como acabas de decir- de que la justicia es igual­ dad? ¿Y asimismo de que es más doloroso infligir una injusticia que pade­ cerla?»; y más adelante: "... La naturaleza misma, y no ya la simple conven­ ción, afirma que infligir una injusticia es más doloroso que padecerla y que la justicia es igualdad». (Pese a sus tendencias individualistas, igualitarias y proteccionistas, el Gorgias revela algunos impulsos francamente antiderno­ cráticos. La explicación puede residir en el hecho de que al escribir e! Gor­ gias, Platón no había elaborado todavía sus teorías totalitarias, y si bien su , simpatía ya era de tendencia antidemocrática, se hallaba todavía bajo la in­ [luencia de Sócrates. Cómo puedo haber todavía quien crea que el Gorgias Ji :.1.,1 132 y La República son ambos reflejos fieles de las verdaderas opiniones de Só­ crates, es cosa que cuesta comprender.) Volvamos ahora a La República, donde Glaucón presenta e! proteccio­ nismo como una nueva versión, lógicamente más rigurosa pero éticamente idéntica, del nihilismo de Trasímaco. «Mi preocupación -expresa Glau­ cón-49 se concentra en el origen de la justicia y en lo que ésta sea en reali­ dad. Según algunos, es por naturaleza algo excelente infligir injusticias a los demás, pero no así padecerlas. Sin embargo, sostienen que el perjuicio aca­ rreado por el padecimiento de una injusticia excede con mucho el placer de infligirla. Sucede, entonces, que durante algún tiempo los hombres infligen injusticias unos a otros y, claro está, tamhión las sufren, llegando así a co­ nocer perfectamente el gusto de ambas. Pero, en última instancia, aquellos que no sean lo bastante fuertes para rechazarla o para disfrutar de su prác­ tica, deciden que es más provechoso comprometerse por medio de un con­ trato, con el fin de asegurar que ninguno ele ellos habrá de cometer injusti­ cias o padecerlas. Tal la forma en que se establecieron las leyes ... Y tal el origen y la naturaleza de la justicia de acuerdo con esa tcoría.» En lo que a su contcnido racional se refiere, tr.itasc, evidentemente, de la misma teoría, y la forma en que 11<1 sido expuesta también recuerda consi­ derablcmentc'" el discurso de Caliclcs en el Gorgias. Y no obstante, Platón ha efectuado un cambio completo de frente. La teoría proteccionista ya no es defendida aquí contra la acusación de h.ill.usc basada en un cínico egoís­ mo; al contrario. Nuestros scutirnicntos humanitarios, nuestra indignación moral -incitados aru.crionucnrc por el nihilisl110 de Trasímaco-s- son utili­ zados para convertirnos en enemigos irreconciliables del proteccionismo. Esta teoría, que en el C;orgias lubía sido presentada con un carácter huma-o nitario, se nos aparece ahora con las caracicrfsticas totalmente opuestas, como el fruto de la repelente y despreciable doctrina de que la injusticia es algo muy bueno ... para aquellos que pueden eludirla. Y Platónno vacila en insistir sobre este punto. En la extensa continuación del pasaje citado, Clau­ eón elabora dctall.ulamcnrc los supuestos o premisas presuntamente nece­ sarios del proteccionismo. Menciona entre ellos, por ejemplo, la opinión de que la comisión de un acto injusto es «la mejor de todas las cosas»;" de que la justicia sólo ha sido establecida porque la mayoría de los hombres son de­ masiado débiles para cometer delitos, y de que para el ciudadano individual es la vid.a consagrada al deliro la más provechosa. Y «Sócrates», es decir, Pla­ tón, atestigua expresamentc'" la autenticidad de la interpretación efectuada por Glaucón de la teoría expuesta. Merced a este método, Platón parece ha­ ber logrado persuadir a la mayoría de sus lectores o, por lo menos, a todos los platónicos, de que la teoría aquí desarrollada es idéntica a la del cínico y desvergonzado egoísmo de Trasímaco." Y, lo que es aún más importante, 133 . i . . .I.lllll1u~lIIIlllmlllll~IIIW~lIlllmlllnlHl ••_ . Pero eso no es todo aún. A través de su insistencia en las prerrogativas clase, la teoría platónica de la justicia plantea el problema: "¿Quién debe ¡',,,hernarP», colocándolo en el centro de la teoría política. Su respuesta es 'lIle deben hacerlo los más sabios y los mejores, Pero, ¿no modifica esa ex­ «lente respuesta todo el carácter de su teoría? ¡J" I 134 135 Capítulo 7 EL PRINCIPIO DE LA CONDUCCIÓN La consideración de ciertas objeciones' formuladas contra nuestra inter-' prctación del programa político platónico nos ha obligado a investigar e~ papel desempeñado dentro de este programa por ideas morales tales coma la Justicia, el Bien, la Belleza, la Sabiduría, la Verdad y la Felicidad. En est capítulo yen los dos siguientes proseguiremos dicho .in.ilisis, cmpczand por considerar el papel deselllpeflado por la idea de la Sabiduría en la filo"; sofía política de Platón. l-Iemos visto ya que la idea platónica de la justicia exige fu nd.uucnral­ mente que los gohernantes naturales gobiernen y que los esclavos natural obedezcan. Es parte dc la exigenciahistoricisla que el 1",stado, a fin de dete ncr todo cambio, sea una copia de S11 Idea o de su verdadera '<naturaleza» Esta teoría de la justicia demuestra con toda claridad que Platón vio el pro blcma fundamental de la política en la pregllnt:1: ¿ QtiÍÓ¡CS deben p,obcrna el Estado? A mi juicio, PIatún promovió una seria y duradera confu.siún en la filo­ sofía política al expresar el problema dc la política bajo la lorm.i .<¿ Quién debe gobernar?>', o bien «¿ L1 voluntad de quién ha de ser suprcma?», etc'! Esta coníusión es anS!oga a la que creó en el campo de la filosofía moral] con su identificación ---ana lizacla en el capitu lo anterior-e- del colectivismol y cl altruismo. Es evidente que una vt:r formulada la pregunta ,<¿()Uiénllllllí debe gobernar?», resulta difícil evitar las respuestas de este tipo: «el me-:· { jor», «el más sabio», «el gobernante nato», «aquel que domina el arte del gobernar» (o también, quizá, «La Voluntad General», «La Raza Superior»,,! «Los Obreros Industriales», o «El Pucblo»). Pero cualquiera de estas res-,.I¡'. puestas, por convincentes que puedan parecer -pues ¿quién habría de, sostener el principio opuesto, es decir, el gobierno del «peop>, (J «el más ig-J norantc- o "el esclavo nato?»- es, como trataré de demostrar, completa-e mente inútil. I 136 En primer lugar, estas respuestas tienden a convencernos de que entra­ uan la resolución de algún problema fundamental de la teoría política. Pero ';i enfocamos a ésta desde otro ángulo, hallamos que, lejos de resolver pro­ "lemas fundamentales algunos, lo único que hemos hecho es saltar por en­ cima de ellos, al atribuirle una importancia fundamental al problema de ,,¿Quién debe gobernar?», En efecto, aun aquellos que comparten este su­ puesto de Platón, admiten que los gobernantes políticos no siempre son lo bastante «buenos» o «sabios» (es innecesario detenernos a precisar el signi­ ficado exacto de estos términos) y que no es nada fácil establecer un go­ bierno en cuya bondad y sabiduría pueda confiarse sin temor. Si aceptarnos esto debemos pregu ntar nos, entonces, ¿por qué el pensamiento político no encara desde el comienzo la posibilidad de un gobierno malo y la conve­ niencia de prepararnos para soportar a los malos gobernantes, en el caso de que falten los mejores? Pero esto nos conduce a un nuevo enfoque del pro­ blema de la política, pues nos obliga a reemplazar la pregunta: «¿ Quién debe gobernari . por la nueva pregunta: ¿ De qué[orma podemos organizar las instituciones políticas el fin de que los gobernantes malos o in ce/paces no puedan ocasionar demasiado daño? Quienes creen que la primera pregunta es fundamental, suponen tácita­ mente que el poder político se halla «esencialmente» libre de control. Así, suponen que alguien detenta el poder, ya se trate de un individuo o de un cuerpo colectivo como, por ejemplo, una clase social. Y suponen también que aquel que detenta el poder puede hacer pr.icticamcntc lo que se le anto­ ja y, en particular, fortalecer dicho poder, acercándose así al poder ilimita­ do o incontrolado. Descuentan, asimismo, que el poder político es, en esen-­ cia, soberano, Partiendo de esta base, el único problema de importancia será, entonces, el de «¿Quién debe ser el sohcrano?». Aquí le daremos a esta tesis el nombre de teoría de la soberanía (inccm­ trolada), sin aludir con él, en particular, a ninguna de las diversas teorías de la soberanía sostenidas por autores tales como Bodin, Rousscau o 1Icgc], sino a la suposición más general de que el poder político es prácticamente absoluto o a las posiciones que pretenden que así lo sea, junto con b conse­ cuencia de que el principal problema que queda por resolver es, en este caso, el de poner el poder en las mejores manos. Platón adopta esta teoría de la soberanía de forma tácita y desde su época pasa a desempeñar un impor­ tante papel en el campo de la política. También la adoptan implícitamente aquellos escritores modernos que creen, por ejemplo, que el principal pro­ blema estriba en la cuestión: ¿Quiénes deben mandar, los capitalistas o los trabajadores? Sin entrar en una crítica detallada del tema, señalaré, sin embargo, que pueden formularse serias objeciones contra la aceptación apresurada e im­ 137 I 11 I ~",i 11 i " 'J I ' 11 ';1 l.! '1 !i '1 plícita de esta teoría. Cualesquiera sean sus méritos especulativos, trátase, I por cierto, de una suposición nada realista. Ningún poder político ha esta-' do nunca libre de todo control y mientras los hombres sigan siendo hom­ bres (mientras no se haya materializado «Un mundo mejor»"), no podrá darse el poder político absoluto e ilimitado. Mientras un solo hombre no pueda acumular el suficiente poderío físico en sus manos para dominar a todos los demás, deberá depender de sus auxiliares. Aun el tirano más po­ deroso depende de su policía secreta, de sus secuaces y de sus verdugos. Esta dependencia significa que su poder, por grande que sea, no es incon­ trolado y que, por consiguiente, debe efectuar concesiones, equilibrando las fuerzas de los grupos antagónicos. Esto significa que existen otras fuero"~ zas políticas, otros poderes aparte del suyo y que sólo puede ejercer su mando utilizando y pacificando estas otras fuerzas. Lo cual demuestra que aun los casos extremos de soberanía nunca poseen el carácter de una sobe­ ranía completamente pura, Jamás puede darse en la pr.íct.ica el caso de que la voluntad o el interés de un hombre (o, si esto fuera posible, la voluntad o el interés de un grupo) alcance su objetivo directamente, sin ceder algún; terreno a fin de ganar para sí las fuerzas que no puede someter. Y en un, número abrumador de casos, las limitaciones del poder político van toda-. vía mucho más lejos. Insisto en esos puntos empíricos, no porque desee utilizarlos como aro!; gumento, sino tan sólo para evitar objeciones infundadas. Nuestra tesis que toda teoría de la soberanía omite la consideración de un problema mu-. cho más fundamental, esto es, el de si debemos o no esforzarnos por lograr el control institucional de los gobernantes mediante el equilibrio de sus fa­ cultades con otras facultades ajenas a ellos. Lo menos q uc podernos hacer es : prestar cuidadosa atención a esta teoría del control y el equilibrio. Hasta. donde se me alcanza, las únicas objeciones que cabe hacer a esta concepción son: (a) que dicho control es prácticamente imposible y (b) que resulta esen­ cialmente inconcebible, puesto que el poder político es fundamentalmente) soberano." A mi juicio los hechos refutan estas dos objeciones de carácter dogmático y, junto con ellas, toda una serie de importantes concepciones'! (por ejemplo, la teoría de que la única alternativa a la dictadura de una clase.! es la de otra clase) .• Para plantear la cuestión del control institucional de los gobernantes basta con suponer que los gobiernos IlO siempre son buenos o sabios. Sin embargo, puesto que me he referido a los hechos históricos, creo conve­ niente confesar que me siento inclinado a darle mayor amplitud a esta 5U­ :" Alusión al conocido libro de Aldous Huxlcy, Braue Nem World, traducido al castellano con el título Un mundo mejor. (N. del t.) posición. En efecto, me inclino a creer que rara vez se han mostrado los go­ l.cmantes por encima del término medio, ya sea moral o intelectualmente, y sí, frecuentemente, por debajo dc éste. Y también me parece razonable .idoptar en política el principio de que siempre debemos prepararnos para lo peor aunque tratemos, al mismo tiempo, de obtener lo mejor. Me parece yirnplcmcnte rayano en la locura basar todos nuestros esfuerzos políticos en h frágil esperanza de que habremos de contar con gobernantes excelentes o siquiera capaces. Sin embargo, pese a b fuerza de mi convicción en este sen­ I ido, debo insistir en que mi crítica a la teoría de la soberanía no depende de esas opiniones de carácter personal. Aparte de ellas y aparte de los argumentos empíricos mencionados más .rrriba contra la teoría general de la sobcr.iuia, existe tnmlricn cierto tipo de rrgumcnto 1<ígico a nuestra disposición para demostrar la inconsecuencia de cualquiera de las formas particulares de esta teoría; dicho con más preci­ sión, puede dSrsde al argument.o lógico fortll:ls diferentes, aunque análogas, para combatir la tcoria de que deben ser los m.is sabios quienes gohiernen, <) bien de qlle dehen serlo los mejores, las leyes, la mayoría, etc. U na forma particular (le este argumento !<'lgico.sedirige contra cierta versión dcmasia­ do ingenua dclliheralislllo, de la democracia y del principio de quc dehe go­ hernar la mayoría; dicha [orrna es bastante semejante a la conocida "Para­ doja de la libertad", utilizada por primera vez y con gran ¿'xito por Platón, I'.n su crítica de la democracia y en su cxplic.ición del surgimiento de la ti­ rmía, Platón expolie implicit.uncntc la siguiente cuestión: ¿qué pasa si la voluntad del pucl.lo no es go\wrnarse a sí mismo si 110 cederle el mando a u Jl tirano? El homhro libre· --sugiere I'btón--· puede ejercer su absoluta liber­ t.id, primero, des'lfiando a las leyes, y, luego, desafiando a la propia libertad, auspiciando el advenimiento de un tirano," No se trata aquí, en modo algu­ no, de una I)()sibilidad rcmot a, sino dc un hecho repetido infinidad de veces en el curso de la historia; y cada vez que se ha producido, ha colocado en una insostenible situación intelectual ;1 todos aquello» demócratas que .idoptan, COl!lO hase última ele su credo político, el principio del gobierno de la mayoría u otr.t forma similar del prillcipio de la soberanía. Por un lado, el princip io por ellos adopudo les exigc que se opon¡;an a cualquier ~ob¡erno menos al de la mayoría, y, por lo tanto, uunbiéu al nuevo tirano. Pero por el otro, el mismo principio les exige que acepten cualquier decisión tomada por la mayoría y, de este modo, también el f!;ohienl() del nuevo tirano. La inconsecuencia de su teoría les oblif!;Ol, naturalmente, a paralizar su acción.' Aquellos demócratas que cxigimo« el control institucional de los gobernan­ les por parte de los ¡.;obernados, en especial el derecho de terminar con cual­ quier gobierno por un voto dc la mayoría, debernos fundamentar estas cxi­ ¡;encias sobre una base mejor dc la que puede ofrecernos la contradictoria 138 139 es¡ !i!l!JIíi!II/II 'i:" '!H!.¡Ji/ ¡'11! JJ¡jij¡iJill!t!ij¡JUillliljillJlji¡¡¡j¡lilW¡¡~lmljwj. ., •• ' ri . '. 1 ! 1!llli Ij' teoría de la soberanía. (En la próxima sección de este mismo capítulo vere­ mos que esto es posible.) Como ya vimos, Platón estuvo muy cerca de descubrir las paradojas de la libertad y de la democracia. Pero lo que Platón y sus sucesores pasaron por alto fue que todas las demás formas de la teoría de la soberanía dan lu­ gar a las mismas contradicciones. Todas las teorías de la soberanía son para­ dójicas. Por ejemplo, supongamos que hayamos escogido como la forma ideal de gobierno, el gobierno del «más sabio» o del «mejor». Pues bien, el «más sabio» puede hallar en su sabiduría que no es él sino «el mejor» quien debe gobernar, y "el mejor», a su vez, puede encontrar en su bondad que es da mayoría>' quien debe gobernar. Cabe señalar que aun aquella forma de la teoría de la soberanía que exige el «Imperio de la Ley» es pasible de esta misma objeción. En realidad, esta dificultad ya había sido advertida hace mucho tiempo, como lo demuestra la siguiente observación de Heráclito:" «La ley puede exigir, también, que sea obedecida la voluntad de Un Solo Hombre". Sintetizando, diremos que la tcor ía de la soberanía se asienta sobre una base sumamente débil, tanto empírica COJ1l0 lógicamente. Lo menos que ha de exigirse es que no se la adopte sin antes examinar cuidadosamente otras posibilidad cs. 1I En realidad, no es difícil demostrar la posibilidad de desarrollar una teo­ ría del control democrático que esté libre de la paradoja de la soberanía. La teoría a que nos referimos no procede de la doctrina de la bondad o justicia intrínsecas del gobierno de la mayoria, sino más bien de la afirmación de la ruindad de la tiranía; o, con m.is precisión, [-eposa en la decisión, o en la adopción de la propuesta, de evitar y resistir a la tiranía. En efecto, podemos distinguir dos tipos principales de gobiernos. El primero consiste en aquellos de los cuales podernos librarnos sin derrama­ miento de sangrc, por ejemplo, por medio de elecciones generales. Esto sig­ nifica que las instituciones sociales nos proporcionan los medios adecuados para que los gobernantes puedan ser desalojados por los gobernados, y las tradiciones sociales" garantizan que estas instituciones no sean fácilmente destruidas por aquellos que detentan el poder. El segundo tipo consiste en aquellos de los cuales los gobernados sólo pueden librarse por medio de una revolución, lo cual equivale a decir que, en la mayoría de los casos, no pue­ den librarse en absoluto. Se nos ocurre que el término «democracia» podría servir a manera de rótulo conciso para designar el primer tipo de gobierno, 140 en tanto que el término «tiranía» o «dictadura» podría reservarse para el se­ gundo, pues ello estaría en estrecha correspondencia con la usanza tradicio­ nal. Sin embargo, queremos dejar bien claro que ninguna parte de nuestro razonamiento depende en absoluto de la elección de estos rótulos y que, en caso de que alguien quisiera invertir esta convención (como suele hacerse en la actualidad), nos limitaremos simplemente a decir que nos declaramos en , favor de Jo que ese alguien denomina «tiranía» y en contra de lo que llama «democracia», rehusándonos siempre a realizar cualquier tentativa -por juzgarla inoperante- de descubrir lo que la «democracia» significa «real o esencialmente»; por ejemplo, tratando de traducir el término a la fórmula «el gobierno del pueblo». (En efeero, si bien "el pueblo» puede influir sobre los actos de sus gobernantes mediante la facultad de arrojarlos del poder, nunca se gobierna a sí mismo, en un sentido concreto o práctico.) Si, tal como hemos sugerido, hacernos uso de los dos rótulos propues­ tos, entonces podremos considerar que el principio de la política democrá­ tica consiste en la decisión de crear, desarrollar y proteger las instituciones políticas que hacen imposible el advenimiento de la tiranía. Este principio no significa que siempre sea posible establecer instituciones de este tipo, y menos todavía, qlle éstas sean impecables o perfectas, o bien que aseguren que la polltica adoptacla 1)01' el gobierno demon<Ítico luhrá de ser forzosa­ mente justa, buena o sabia, o siquiera mejor que la adoptada por un tirano benévolo. (Puesto que no efectuamos ninguna afirmación de este tipo, que­ da eliminada la paradoja de la dernocracia.) Lo que sí puede decirse, sin em­ bargo, es que en la ¡tdopciún de.! principio democrático va implícita la con­ vicción de que hasta la aceptación de una mala política en una democracia (siempre que perdure la posibilidad de provocar pacíficamente un cambio en el gobienlo), es preferible al sojuzgamiellto por una tiranía, por sabia o be­ névola que ésta sea. Vista desde este ángulo, la teoría de la democracia no se basa en el principio dc quc debe gobernar la mayoría, sino más bien, en el de que los diversos métodos igualitarios para el control democrático, tales como el sufragio universal y el gobierno representativo, han de ser conside­ rados simplemente salvaguardias institucionales, de eficacia probada por la experiencia, contra la tiranía, repudiada generalmente como forma de go­ bierno, y estas instituciones deben ser siempre susceptibles de perfecciona­ miento. Aquel que acepte el principio de la democracia en este sentido no estará obligado, por consiguiente, a considerar el resultado de una elección demo­ crática como expresión autoritaria de lo que es justo. Aunque acepte la de­ cisión de la mayoría, a fin de permitir el desenvolvimiento de las institucio­ nes democráticas, tendrá plena libertad para combatirla, apelando a los recursos democráticos, y bregar por su revisión. Y en caso de que llegara un 141 !.IIIII'II ,1 1' día en que el voto de la mayoría destruyese las instituciones democráticas,: entonces esta triste experiencia sólo serviría para demostrarle que no existe i en la realidad ningún método perfecto para evitar la tiranía. Pero esto no' tendrá por qué debilitar su decisión de combatirla ni demostrará tampoco que su teoría es inconsistente. ' tu Volviendo a Platón, hallamos que con su insistencia en el problema de «quiénes deben gobern,H», dio por sentada, táciclI1H.:nte, la teoría general de, la soberanía. Se elimina de este modo, sin siquiera plantearlo, el problemaii del control institucional de los gobernantes y clcl equilibrio institucional dli sus facultades. El mayor interés se desplaza, así, dc las instituciones hacia la~ personas, de modo que el problema más urgente es el de seleccionar a los jei fes naturales y adiestrarlos para el mando. ' En razón de este hecho, hay quienes creen que en la teoría platllnica e bienestar del Estado constituye, en última instancia, una cuestión ética espiritual, e1ependiente de las personas y de la responsabilidad persona más que del establecimiento de instituciones impersonales. A mi juici ' esta concepción del platonismo es superficial. ToJos las regímenes político a largo plazo son insÚtucion,t/es. y de esta vcrclad 110 se escapa ni clmismd Platón. El principio del conductor o líder no reemplaza los problemas ins-] titucionalcs por problemas de personas, sino que crea, tan sólo, nuevos problernas institucionales. Como no tardaremos en ver, llega incluso a car-] gar a las instituciones con una tarea que supera con mucho lo que cabe es.: pcrar, razonablemente, de una simple institución, esto es, con la tarea dé seleccionar a los [uturos conductores. Sería un error, ¡mr consiguiente, con­ siderar que la diferencia que media entre la tcoría dd equilibrio y la teoríi de la soberanía corresponde a la que separa al instituciollalisJl)o lkl nalismo. El principio platónico dc la conducci(ln se halla a considerable! distancia del personalismo puro, puesto que involucra el funcionamient' de ciertas instituciones; en realidad podría deci rsc, inc1uso, que el persona' lisrno puro es completamente imposihle. No obstante, debemos apresurar'll nos a decir asimismo que tampoco es posible el institucionalismo puro. El! establecimiento de instituciol~es no sólo involucra importantes decisione~: personales, sino que hasta el funcionamiento de las mejores instituciones;,1 como las destinadas al control y equilibrio democráticos, habrá de depenjJ! der siempre en grado considerable de las personas involucradas por la~.fl mismas. Las instituciones son como las naves, deben hallarse bien ideadas perso~i Esta distinción entre el elemento personal y el institucional en una deter­ ruinada situación social es un punto frecuentemente olvidado por los críticos de la democracia. En su gran mayoría, se declaran insatisfechos con las insti­ luciones democráticas porque encuentran que éstas no bastan necesariamen­ te para impedir que un Estado o una política caigan por debajo de determi­ liados patrones morales o exigencias políticas. Pero estos críticos yerran al dirigir su ataque; no se dan cuenta de lo que cabe esperar de las instituciones democráticas ni de lo que cabría esperar de su supresión. La democracia (uti­ lizando este rótulo en el sentido especificado más arriba) suministra el marco institucional para la reforma de las instituciones políticas. Así, hace posible la reforma de las instituciones sin el empleo de la violencia y permite, de este modo, el uso de la razón en la ideación de las nuevas instituciones y en el re­ ajuste de las viejas. Lo que no puede suministrar es la razón. La cuestión de los patrones intelectuales y morales de sus ciudadanos es, en gran medida, un problema personal. (A mi juicio la idea de que este prolilcma puede ser re­ suelto, a su vez, por medio de un control institucional eugenésico y educati­ vo es errada; más ;¡hajo daré las razones que abonan este parcccr.) Constitu­ ye una actitud completamente equivocada culpar a la democracia por los defectos políticos de un Estado democrático. Más bien deberíamos culparnos .1 nosotros mismos, es decir, a los ciudadanos del Estado democrático. En un I':srado no democrático, la única manera de alcanzar cualquier reforma razo­ mble consiste en el derrocamiento violento del gubierno y la introducción de 11Il sistema democrático. Aquellos que critican la democracia sobre una base ..moral» pasan por alto la diferencia que media entre los problemas personales y los institucionales. Es a nosotros a quienes corresponde mejorar las rcalida­ ,les que nos rodean. Las instituciones democráticas no pueden perfeccionarse por sí mismas. El problema de mejorarlas será siempre más un problema de personas que de instituciones. Pero si desC<lIllos efectuar progresos, deberemos .lejar claramente establecido qué instituciones deseamos mejorar. Existe todavía otra distinción dentro del campo de los prolilcruas pohti lOS, correspondiente a la existente entre personas e instituciones. Se trata de h que debe efectuarse entre los problemas presentes y íos futuros. En tanto 'Iue los prol ilcmas presellles son, en gran medida, personales, la co nstruc­ ,'ión del futuro debe ser necesariamente institucional. Si se encara el proble­ lila político mediante la pregunta: «¿Quién debe gobernar?» y si se adopta (,1 principio platónico del liderazgo, es decir, el principio de que Jebe go­ l.crnar el mejor, entonces el problema del futuro se presentará bajo la for­ lila de una tarea encaminada a crear las instituciones para la selección de los luturos conductores. Es éste uno de los problemas más importantes de la teoría platónica de la educación. No vacilaremos en decir al respecto que Platón corrompió y y tripuladas.! 142 143 confundió por completo la teoría y práctica de la educación, al vincularlas con su teoría del liderazgo. El daño causado es aún mayor, si cabe, que e! in­ fligido a la ética por la identificación de! colectivismo con el altruismo y a la teoría política por la adopción de! principio de la soberanía. El supuesto fundamental de Platón de que e! objeto de la educación (o, mejor dicho, el de las instituciones educacionales) debe ser la selección de los futuros con­ ductores y su adiestramiento para el mando, todavía goza de considerable. aceptación. Al cargar a estas instituciones con el peso de una tarea que va; m.is allá de los alcances de toda institución, Platón se hace parcialmente res- . pensable de su estado deplorable. Pero antes de pasar a examinar en líneas generales su concepción del objeto dc la educación, convcudr.i au.rliz.u: con mayor detenimiento su teoría de la conducción o lider;u.go, o mejor dicho, de la conducción a cargo del más sabio. IV Nos parece sumamente probable q uc gran parte de esta teoría platónica se deba a la influcncia de Sócrates. Uno de los piincipios fun<.LunenLl!cS de I Sócrates era, en mi opinión, el intclcctual ismo moral. Con esta expresión.' nos referimos: (a) a la identificación dc la bondad con b sabidurí;\, es decir, a su teoría de que nadie actúa contra lo que le dicL\ su conocrmicnu: y que'¡ es la falta de conocimiento la causa de todos los errores morales, y (1)) a la I teoría de quc las virtudes morales pucdcII ser enscii;Hlas, y quc ellas no pre-. suponen ninguna facultad moral cspecífica, aparre dc la illtcligcllei,\ huma­ na universal. Sócrates, moralista y entusiasta, era ese tipo de hombre cap"'. de criticar' cualquier forma de gobierno por sus dcfect os (y esU cru iel es ncccxa ria y' útil, en verdad, para cualquier gobierno, si bien sólo es posible en una de- 'i rnocracia), pero también de reconocer 1.\ importancia dc rnantcncrsc leal a las leyes del Estado. La mayor parte de la vida de Sócrates tr.mscu rrió bajo formas democráticas de gobierno y, como buen dcrnócraur, Sócr.iu-s sintió que era su deber pOllcr al descubierto la incapacidad y charl.uaucrf.i de al­ gunos de los jefes democráticos de su época. Al mismo tiempo, se opuso a cualquier forma de ti ranía, y si se tiene en cuenta su valiente comporta­ miento durante el gobierno de los Treinta Tiranos, no habrS ninguna razón para suponcr que su censura de los jefes dcmocr.iticos se inspiraba en eier-' Las inclinaciones antidemocráticas." No es improbable que haya exigido (al igual que Platón) que el gobierno estuviese en manos de los mejores, lo cual debió significar, en su opinión, los más sabios, o sea, aquellos quc tenían al­ guna noción de la justicia. Pero no debemos olvidar q 1.\e por justicia, Sócra­ 144 tes entendía la justicia igualitaria (como lo demuestran los pasajes del Gor­ gias citados en el capítulo anterior) y que no sólo era igualitarista sino tam­ bién individualista, quizá, incluso, e! apóstol más grande de la ética indivi­ dualista de todos los tiempos. Y debemos comprender asimismo, que si bien exigió que gobernasen los más aptos, dejó bien sentado que no se refe­ ría con ello a los individuos instruidos; en realidad, abrigaba un profundo recelo hacia todo tipo de instrucción profesional, ya se tratase de los filóso­ fos del pasado o de los presuntos sabios de su generación, los sofistas. La sa­ biduría a que aludía Sócrates era de naturaleza muy diversa y consistía, sim­ plemente, en la comprensión de lo poco que sabe cada uno. Quienes no saben esto (enseñaba Sócrates) no saben nada en absoluto. (He aquí el ver­ dadero espíritu científico. 1··1 ay quienes todavía creen, como creyó el propio Platón cuando se proclamó a sí mismo sabio pitagórico/ que la actitud ag­ nóstica de Sócrates debe atribuirse a la falta de éxito de la ciencia de su épo­ ca. Pero esto sólo demuestra que quienes piensan así no han comprendido su espíritu y que todavía se hallan poseídos por la actitud mágica presocrá­ tica hacia la ciencia y hacia el hombre de ciencia, a quien consideran una es­ pecie de exorcista aureolado con la gloria de los sabios, los eruditos, los ini­ ciados. Así, lo juzgan por el monto de conocimientos que posee, en lugar de tomar ·--siguiendo las huellas de Sócrates-e- su conciencia de lo que ignora como medida de su nivel científico y también de su honestidad intclcctual.) Es de suma importancia observar que este intclcctualisrno socrático es decididamente igualitario. Sócrates se hallaba firmemente persuadido de que todos pueden aprender. I':n el Merlón, lo vemos enseñar a un joven es­ clavo una vcrsióu'" de lo que conocemos ahora con el nombre de teorema de Pitágor.is, en un intento dc demostrar que cualquier esclavo falto de toda educación posee, sin embargo, una capacidad intrínseca para captar incluso los asuntos m.is abstractos. Su intclcctualismo es, asimismo, antiautoritaris­ ta, Según Sócrates, una técnica ··-la retórica por ejemplo..- quizá pueda ser enseñada dogmSticalllente por un experto, pero el conocimiento real, la sa­ biduría y también la virtud, sólo pueden ser enseriados mediante un méto­ do que saque a la luz lo que los discípulos ya llevan dentro de sí. De este modo, puede cuscñ.irsclcs a aquellos ansiosos por aprender, a liberarse de sus prejuicios y a dominar el ejercicio de la autocrítica, en la convicción de que no es nada f;'ícil alcanzar la verdad. Pero también puede cnseíiárseles <1 tomar decisiones y a confiar, con sentido crítico, en sus propios juicios y conocimientos. Si se tiene en cuenta el carácter de esta enseñanza, se torna evidente lo mucho que difiere la exigencia socrática (si es que realmente la formuló alguna vez) de que gobiernen los mejores, vale decir, los intelec­ iualrnente honestos, de la exigencia autoritarisra de que gobiernen los más instruidos, y también de la aristocrática de que el gobierno quede en manos 145 de los mejores, esto es, los más nobles. (La creencia de Sócrates de que has­ ta la valentía es sabiduría, puede tomarse, a mi juicio, como una crítica di­ recta de la doctrina aristocrática de! héroe noble por nacimiento.) Pero este inrelectualismo moral de Sócrates es una espada de doble filo. En efecto, presenta ya junto con su aspecto igualitario y democrático, que fue más tarde desarrollado por Antístenes, otro aspecto capaz de dar lugar a tendencias fuertemente antidemocráticas. Su insistencia en la necesidad de . educarse y cultivarse podría interpretarse fácilmente como una exigencia autoritarista. Esto se halla vinculado con un problema que parece haber desconcertado considerablemente a Sócrates, a saber, el de que aquellos que no poseen la suficiente educación y no son, por lo tanto, lo bastante sabios para conocer sus propias deficiencias, son precisamente los que más necesi­ tan de la educación. La disposición para aprender demuestra, en sí misma, la posesión de sabiduría, la única sabiduría en realidad que Sócrates recla­ maba para sí; en efecto, aquel que se halla dispuesto a aprender sabe ya lo poco que sabe. Aquel individuo que carece de educación parece hallarse ne­ cesitado, de este modo, de tilla autoridad que le abra los ojos, puesto que no cabe esperar que revele, por sí mismo, sentido de la autocritica, Sin embar­ go, este pequeño elemento de autoritarismo fue maravillosamente contra­ rrestado, en las enseñanzas socráticas, mediante la insistencia en que la au­ toridad no debe reclamar para sí más que eso. El verdadero maestro sólo puede probar su carácter de tal, demostrando esa autocrítica que le falta al que no lo es. «Cualquiera sea la autoridad que yo tenga, ésta descansa ex­ clusivamente en mi conocimiento de lo poco que sé»: he ahí la forma en que· Sócrates podría haber justificado su misión de aguijonear y mantener a la gente libre del sueño dogmático. A su juicio, esta misión, a más de educa­ cional, también era política. Sentía, en efecto, que la forma de perfeccionar la vida política de la ciudad era educar a los ciudadanos en el ejercicio de la autocrítica. En este sentido, reclamó para sí el mérito de ser el «único polí­ tico de su época»;" a diferencia de aquellos otros que lisonjeaban a la gente en lugar de estimular sus verdaderos intereses. Nada más fácil, claro está, que deformar esta identificación socrática de las actividades educacional y política, confundiéndola con la platónica y aristotélica de que el Estado vigile la vida moral de sus ciudadanos. Y nada más fácil, tampoco, que servirse de este malentendido para probar peligro­ samente que todo control democrático se halla viciado. En efecto, ¿cómo podrían ser juzgados aquellos cuya tarea consiste en educar, por jueces des­ provistos de educación? ¿Cómo podrían los mejores hallarse sujetos al con­ trol de los menos buenos? Pero este argumcnto nada tiene que ver, por su­ puesto, con Sócrates. Se supone aquí una autoridad de los más sabios e instruidos que va mucho más allá de la modesta idea socrática de que la au­ toridad de! maestro se funda, únicamente, en la conciencia de sus propias li­ mitaciones. La autoridad estatal en estos asuntos es propensa a alcanzar, en realidad, e! extremo precisamente opuesto al del objetivo socrático. Así, es probable que provoque la autosatisfacción dogmática y una complacencia intelectual indiscriminada, en lugar de la deseable insatisfacción crítica y la ansiedad de perfeccionamiento. No creo superfluo insistir en este peligro cuya magnitud rara vez se comprende claramente. Hasta un autor como Crossman que, según creo, comprendió perfectamente el verdadero espíri­ tu socrático cojncide 11 con Platón en lo que llama la tercera crítica platóni­ ca de Atenas: «La educación, que debiera constituir la rcsponsabilidadjun­ damcntal del Estado, hahía sido ahandonada al capricho individual... He aquí, nuevamente, UDa tarea que sólo dehiera confiarse a los hombres de re­ conocida probidad. El futuro de todo Estado depende de las generaciones jóvenes y es una locura, por lo tanto, permitir que las mentes de los niños sean modeladas de acuerdo con el gusto individual de los maestros y las fuerzas de las circunstancias. Igualmente desastrosa había sido la política estatal del laissc» [aire con respecto a los maestros, preceptores y catcdr.iti­ cos».':' Pero la política del Estado ateniense, dellaissezj;úre, censurada por Crossrnan y Platón, tuvo el incstimalilc resultado de permitir que ciertos preceptores transmitieran sus enseñanzas, especialmente, el más grande de todos ellos, Sócrates, y el resultado del cambio dc esta política [uc nada menos que la muerte de ésrc. Esto debiera servir a manera de advertencia de 10 pc1igroso que puede resultar el control estatal en semejantes asuntos y de que la ruidosa preferencia por los «hombres de reconocida probidad» pue­ de conducir l.icil rncnt.c 'l la clirninacióu de los mejores. (l.a reciente climi­ nación de Bertrand Russcll es un caso sumamente ilusrrativo.) Pero en la medida en que a Jos principios básicos se refiere, tenemos aquí un claro ejemplo dc1 prejuicio profundumcnt.c arraigado de que la única alternativa frente al laisscv. fairc es la responsabilidad total del Estado. Soy de la opi­ nión, ciertamente, de quc es responsabilidad privativa del !':sLldo cuidar que todos sus ciudadanos reciban una educación que les permita participar en la vida de la comunidad y aprovechar todas las oportunidades para desarrollar sus intereses y dones específicos; y también debe cuidar el Estado, por cicr­ to (COInO lo destaca Crossman con razón), que la falta de «capacidad del in­ dividuo para paga!"» no le prive de realizar estudios superiores. A mi juicio, todo esto corresponde a las funciones protectoras del Estado. Afirmar, sin embargo, que «el futuro del Estado depende de las generaciones jóvenes y que es locura, por 10 tanto, permitir que las mentes de los niños sean mode­ ladas de acuerdo con el gusto individual», parece equivaler a abrir las puer­ tas de par en par al totalitarismo. No deben invocarse a la ligera los intere­ ses del Estado para defender medidas que pueden poner en peligro la más 1 1 , 11 [ ~~ : 1 1 t 1 ~l '11'1 1 I~ 1 11 I 11I 1 ili I r ~1I 1:: t 11: 146 147 '11 1 ~ r preciosa de todas las formas de libertad: la libertad intelectual. Y aunque no nos declaremos partidarios dellaissez faire con respecto a los maestros y preceptores, creemos que esta política es infinitamente superior a la políti­ ca autoritarista que confiere plenas facultades a los funcionarios del Estado para modelar las mentes de los discípulos y controlar la enseñanza de la ciencia, respaldando, de este modo, la dudosa autoridad de los expertos con la del Estado, lo cual no puede sino llevar la ciencia a la ruina, por el hábito de enseñarla a la manera de una doctrina autoritarista, y destruir el espíritu científico de la investigación, ese espíritu de la búsqueda de la verdad, que tanto se diferencia de la creencia en su posesión. Hemos tratado de demostrar que el intelectualismo de Sócrates era esen­ cialmente igualitario e individualista y que el elemento autoritarista por involucrado se reducía al mínimo, dada la modestia intelectual y la actitud científica de Sócrates. El intelectualismo platónico difiere profundamente del socrático. El «Sócrates» platónico de La República" es la condensación de un franco autoritarismo. (Hasta las apreciaciones despectivas que tiene para consigo mismo no obedecen al conocimiento de sus limitaciones, sino más bien a un propósito de afirmar, irónicamente, su propia superioridad.) Su objetivo educacional no es el de despertar el sentido de la autocrítica y el pensamiento crítico en general, sino más bien el adoctrinamiento, es de­ cir, el modelado de las mentes y de las almas que deben (para repetir una de Las Leyes 15) aprender «por medio del hábito largamente practicado, a soñar nunca con actuar con independencia y a tornarse totalmente incapa-. ces de ello». y la gran idea igualitaria y liberadora de Sócrates de que es po­ sible razonar con un esclavo y de que entre hombre y hombre existe siem­ pre un vínculo intelectual, un medio de comprensión universal, es decir, eso que llamamos «razón», es reemplazada por la exigencia de un monopolio educacional a cargo de la clase gobernante, aparejado con la más estricta censura de toda actividad intelectual y aun de los debates orales. Sócrates había insistido en que no era sabio, en que no se hallaba en po­ sesión de la verdad, sino que era solamente un investigador, un amante de la verdad. Esto -explicaba- es lo que significa la palabra «filósofo», vale de­ cir, amante y perseguidor de la sabiduría, a diferencia de la palabra «sofis­ ta», que designa a los sabios de profesión. Si alguna vez pidió Sócrates que los hombres de estado fueran filósofos, sólo pudo haber querido decir que, dada la excesiva carga de responsabilidad que sobre ellos pesa, deben amar la verdad sobre todas las cosas y ser conscientes de sus propias limitaciones. ¿Cómo hizo Platón para dar la vuelta a esta doctrina? A primera vista, parecería que no la hubiera modificado en absoluto cuando exige que la so­ beranía del Estado descanse en los filósofos, especialmente debido a que -al igual que Sócrates- por filósofos entendía a los amantes de la verdad. Pero La institución que, de acuerdo con Platón, debe cuidar la formación de los futuros conductores podría describirse como el departamento educacio­ nal del Estado. Desde UD punto de vista puramente político es, con mucho, la institución más importante dentro de la sociedad platónica. Ella tiene las llaves del poder y por esta sola razón los gobernantes deben controlarla di­ rectamente, o por lo menos, los grados superiores de instrucción. Existen también otras razones y la más importante es la de que sólo «los expertos y... los hombres de reconocida probidad» -como dice Crossman-, que dentro de la concepción platónica sólo significan los adeptos más sabios, es decir, los propios gobernantes, son dignos de que se les confíe la iniciación definitiva de los futuros sabios en los misterios superiores de la sabiduría. 148 149 las modificaciones introducidas por Platón son realmente fundamentales. El amante platónico ya no es el modesto buscador de verdades, sino su or­ gulloso poseedor. Dialéctico experto, el filósofo es capaz de intuición inte­ lectual, de ver las Formas o Ideas divinas y eternas, y de comunicarse con ellas. Situado muy por encima de todos los hombres ordinarios, es «seme­ jante a los dioses, si no ... divino»," tanto por su sabiduría como por su po­ der. El filósofo platónico ideal se acerca, al mismo tiempo, a la ornnisapien­ cia. Es, en suma, el Filósofo Rey. Resulta difícil, a mi juicio, concebir un contraste mayor que el que media entre el ideal socrático del filósofo y el platónico. Es d contraste entre dos mundos distintos: el mundo de un indi­ vidualista modesto y racional y el de un semidiós totalitario. La exigencia platónica de que deben gobernar los sabios -los poseedo­ res de la verdad, los "filósofos plenamente capacitados--c-" plantea, por su­ puesto, el problema de la selección y educación de los gobernantes. En una teoría puramente personalista (a diferencia de la institucional) este proble­ ma podría resolverse con la simple declaración de que los gobernantes sa­ bios serán, en su sabiduría, lo bastante sabios para elegir por sucesor a aquel que se halle mejor capacitado. rtste no constituye, sin embargo, un enfoque muy satisfactorio del problema. En efecto, en esta forma habría demasiadas cosas libradas a una serie de circunstancias no controladas, y un mero acci­ dente podría destruir la futura estabilidad del Estado. Pero la tentativa de controlar las circunstancias, de prever todo lo que puede suceder y obrar en consecuencia, debe conducir, aquí como en cualquier otra parte, al abando­ no de una solución puramente personal y a su reemplazo por la de carácter institucional. Como ya dijimos antes, la tentativa de planificar para el futu­ ro conduce siempre al institucionalisrno. v il1i 1, r'. l'l"Oblemas más sutiles de la teoría de las Ideas. Entonces es rechazado 111 " el viejo Parménides con la admonición de que se adiestre más acabada­ 1111 lite en el arte de pensar abstracto antes de aventurarse nuevamente en el ,1"l'i\do campo de los estudios filosóficos. Parece como si tuviéramos aquí 1."111 re otras cosas) la respuesta de Platón --«Hasta Sócrates fue una vez de­ Ill.li;i'ldo joven para la dialécticas-e- a los discípulos que lo acosaban pidién­ d,dI' una iniciación que él consideraba prematura. , ¿!\ qué se debe que Platón no desee que sus conductores tengan origi­ u.ilidad o iniciativa? A mi juicio, la razón es bien clara. Platón aborrece todo I .unbio y no desea que se haga necesario efectuar reajuste alguno. Pero esta I'~ plicación de la actitud platónica no llega al fondo de las cosas; en realidad, 1'111 rentamos aquí una dificultad fundamental del principio de la conduc­ 111 111. En efecto, la idea misma de seleccionar o educar a los futuros con­ ductores es contradictoria. Quizá no ocurra así, hasta cierto grado, en el I.llnpo de la cultura corporal. Tal vcz no sea tan difícil promover la iniciati­ \,,1 física y la valentía corporal. Pero el secreto del valor intelectual es el es­ piritu crítico, la independencia intelectual. Y esto nos lleva a dificultades 'lile ningún tipo dc autoritarismo puede superar. Efectivamente, el autori­ t.uista selecciona gener'llmente a aquellos que obedecen, que responden a \11 influencia y que creen en ella. Nunca una autoridad podrá admitir que el Ilpo más valioso sea el de aquellos dotados de valentía intelectual, es decir, r.ipaces de desafiar su propia autoridad. A1mismo tiempo, las autoridades Illempre estarán convencidas, por*supuesto, de Sil capacidad para descubrir 1.1 iniciativa de los demás. Pero lo que ellos entienden por iniciativa es sólo la I .• pida captación de sus intenciones y la verdadera diferencia entre una y »ua actitud pasar.i siempre inadvertida. (Quizá estemos rozando, aquí, el ,,'creta de las dificultades particulares que se oponen a la selección de con­ .luctores militares capaces. Las exigencias de la disciplina militar intensifi­ rm los inconvenientes aquí examinados y los métodos de la promoción mi­ litar son tales, que aquellos que se atreven a pcnsar por sí mismos suelen I (Incluir por ser eliminados. Nada menos cierto, en la medida en que im­ porta a la iniciativa intelectual, que la idc.r de que aquellos buenos para obc­ .lcccr serán los mejores para mandar." Fn los partidos políticos se presen­ iin dificultades muy semejantes: el [actútum del partido gobernante rara vez resulta un sucesor capav.) Llegamos así, al parecer, a u n resultado de cierta importancia, pues es susceptible de ser generalizado. Difícilmente pueda idcarse institución al­ ¡:,una para la selección de los individuos más sobresalientes. La selección institucional puede servir maravillosamente a los fines que Platón se propo­ uía, esto es, para paralizar todo cambio. Pero si pedimos más, entonces ya 110 servirá de nada, pues siempre tenderá a eliminar la iniciativa y la origi­ Esto se cumple sobre todo cn el campo de la dialéctica, el arte de la intuición:! I intelectual, d.e,la visualizació~ de !os divinos oríge~es -las Formas? !deas-I de la revelación del Gran Misterio que yace detras del mundo cotidiano de i las apariencias. ': ¿Cuáles son las exigencias institucionales de Platón con respecto a esta: forma superior de educación? Como veremos, son sorprendentes. Platón exige que sólo sean admitidos aquellos que ya hayan dejado atrás la juven- i tud. «Sólo cuando comience a faltarles la fuerza corporal y cuando hayan pasado ya la edad de los deberes públicos y militares, podrán penctrar li- ' brernente cn el sagrado recinto ...»IH Es decir, el recinto de los más altos es-: tudios dialécticos. La razón dc Platón para formular este extraño precepto i! es bastante clara. Platón teme al poder del pensamiento: «Todas las grandes I cosas son peligrosas» 1') es la observación con que introduce la confesión del quc teme el efecto que pudiera tener el pensamiento filosófico sobre aque­ llos cerebros quc no hayan alcanzado todavía los umbrales de la ancianidad. (¡y todo esto lo pone en boca dc Sócrates, que murió defendiendo su dere- ! eho de cnseúar libremente a los jóvcncsl) Pero es exactamente lo que cabe! esperar si se recuerda quc el objetivo fundamental de Platón era el de dete­ ner todo cambio político. Durante la juventud, los miembros de la clase su- I perior deberán luchar, y cuando sean demasiado viejos para pensar con in­ dependencia, podrán desempeñar perfectamente su papel de estudiantes il· dogmáticos, prontos a asimilar la sabiduría y la autoridad a fin de conver- 1 tirse ellos mismos en sabios y transmitir, a su vez, su sabiduría, la doctrina !/ del colectivismo y del autoritarismo, a las gcneraeiones futuras. ,1 Es interesante destacar que más adelante, en un pasaje más depurado, i donde trata de pintar a los gobernames con el mayor brillo posible, Platón modifica su sugerencia, Esta vez 20 les permite a los futuros sabios iniciar sus estudios dialécticos preparatorios a la edad dc 30 años, insistiendo, por su­ puesto, en la «necesidad de una gran cautela» y en los peligros dc la «insu­ bordinación... que corrompe '1 tantos dialécticos», y cxige, asimismo, que «aquellos a quienes se les permite el uso de argumentos sean de naturaleza bien disciplinada y equilibrada». Esta mudificacióu contribuye ciertamente a dar brillo al cuadro, pero la tendencia fundamental es la misma. En efecto, en la continuación de este pasaje se nos dice que los futuros conductores no I deben ser iniciados en los estudios filosóficos superiores --en la visión dia­ léctica de la esencia del bien- antes de haber alcanzado los 50 años y de ha­ ber superado una serie de pruebas y tentaciones. Tales son las prédicas de La República. Parece ser que el diálogo Par­ ménides" contiene un mensaje similar, pues en él se le describe a Sócrates como a un joven brillante que, habiendo incursionado con éxito en la filoso­ fía pura, se ve en serias dificultades cuando se le pide que dé una reseña de 151 150 :1 I ··i"!!!iilllm!!!!!IIIII!II!II!I!lIlllrll[~IIIII!I[IIII[I!Ilrlllll!lli!illm~III'llffii!!lllirr!!III!I[lrlll'I!!I!I!Iliilll!iIIWlllil!¡rnilll!TlllljlliIHlfIIIIIPi!II'!¡:r'W"lil!!!II"',"_"'""~mm"mm"''''m"",,"~¡ ""·'1 ' "" ¡"lld'Ií",llillIlilildi'i,lliilil,il,:¡¡IIiII¡lllilli,l:iillllidlili..I¡"'" :':. , , ,.". "'..'u...n.rltrn.. . 'n"mnn""'""'"""""""""""'"""""'" . . ", '" .'. I i • 1""',1.' . : ," . ft" ~!1J,. nalidad y, de forma más general, las cualidades inesperadas y poco frecuen­ tes. Esto no es, por cierto, una crítica de! institucionalismo político. Sólo rea­ firmamos lo que ya habíamos dicho antes, es decir, que siempre debemos prepararnos para los peores conductores, aunque tratemos, por supuesto, de procurarnos los mejores. Pero sí criticamos la tendencia a cargar las ins­ tituciones, especialmente las de carácter educacional, con la tarea imposible de seleccionar a los mejores. Errado así su objeto, e! sistema educacional convierte el estudio en una carrera de vallas. En lugar de estimular al estu­ diante para que se dedique al estudio mismo, en lugar de alentar en él un verdadero amor por la investigación y por su disciplina," se le impulsa a estudiar sólo por su carrera personal y se le hace adquirir sólo aquellos co­ nocimientos útiles para salvar los obstáculos que le cierran el paso. En otras palabras, aun en el campo de la ciencia, nuestros métodos de selección se basan en cierto estímulo, bastante burdo, de la ambición personal. (Dentro de este orden de cosas, no debe extrañar que los compañeros miren con re­ celo a aquel estudiante que demuestra desvelos especiales por su carrera.) La exigencia imposible de una selección institucional de los conductores in­ telectuales pone en peligro la vida misma, no ya de la ciencia, sino de la in­ teligencia. Se ha dicho sólo con demasiada verdad que Platón fuc el inventor de nuestras escuelas secundarias y nuestras universidades. No creo que haya mejor argumento para trazar un cuadro optimista de la humanidad, ni me­ jor prueba del indestructible amor de los hombres a la verdad y a la decen­ cia, de su originalidad, tenacidad y salud, que el hecho de que este devasta­ dor sistema educacional no los haya arruinado por completo. Pese a la traición de tantos de sus jefes, los hay todavía, y en gran número, viejos y jóvenes, que conservan su decencia, inteligencia y dedicación al trabajo. ({A veces me maravillo de que el daño ocasionado no haya sido más sensible -dice Samuel Butler-24 y que la joven generación haya resultado tan bue­ na y sensata, pese a las muchas tentativas, casi deliberadas, de torcer o dete­ ner su crecimiento. Algunos, sin duda, fueron víctimas de un intenso daño, del cual debieron sufrir hasta el fin de sus vidas; pero la mayoría, lejos de ser afectada por ello, pareció tornarse mejor aún. La razón reside, probable­ mente, en el instinto natural de los jóvenes que, en la mayoría de los casos, los llevó a rebelarse de forma tan absoluta contra las normas de enseñanza, que, hicieran los maestros lo que hiciesen, jamás lograron la menor atención por parte de los alumnos.» Digamos aquí, de paso, que en la práctica Platón no tuvo mayor éxito en su selección de conductores políticos. Y al afirmarlo no nos referimos tan­ to al decepcionante resultado de su experimento con Dionisia el Joven, ti­ rano de Siracusa, como a la participación de la Academia de Platón en la exi­ losa expedición de Dio contra Dionisia. Dio, e! famoso amigo de Platón, recibió el apoyo, en esta aventura, de gran número de miembros de la Aca­ demia platónica, entre quienes se contó Calicus, que llegó a ser uno de los camaradas más íntimos de Dio. Una vez proclamado tirano de Siracusa, 1)io ordenó e! asesinato de Heráclides, su aliado (y posiblemente también su rival). Poco tiempo después fue asesinado, a su vez, por Calicus, quien usurpó la tiranía, que no logró retener en sus manos, sin embargo, más de trece meses. (CaJicus fue asesinado por el filósofo pitagórico Leptines.) l'ero ésta no es la única consecuencia práctica de las enseñanzas platónicas. Clearco, uno de los discípulos de Platón (y de Isócrates), se convirtió en ti­ rano de Hcraclca, después de haber actuado en la política como jefe demo­ crático. No duró mucho en el gobierno, sin embargo, pues fue asesinado por su pariente Chion, otro miembro de la Academia de Platón. (No sabe­ mos cómo habría evolucionado Chion, a quien algunos se lo imaginan como un idealista, pues [uc muerto poco más tardc.) Estas y otras experien­ cias semejantes de Platón:" --que podría jactarse de un total de por lo me­ nos nueve tiranos entre los que fueron alguna vez sus discípulos o amigos­ ponen de manifiesto las dificultades peculiares que obstaculizan la selección de los hombres más aptos para recibir el poder absoluto. Parece difícil en­ contrar al hombre cuyo carácter no sea corrompido por él. Como dice Lord Acton, todo poder corrompe y el poder absoluto, de forma absoluta. Resumiendo, diremos que el programa"político de Platón era mucho más institucional que pcrsonalista; así, esperaba poder detener e! cambio político mediante el control institucional de la sucesión en el mando. El control debía ser educacional y estar basado en la concepción autoritarista del aprendizaje, es decir, en la autoridad de los expertos y de «los hombres de reconocida probidad». He aquí, pues, en lo que convirtió Platón la exi­ gencia socrática de que el político responsable fuera un amante de la verdad y de la sabiduría más que un experto, y sabio sólo" en la medida en que co­ nociese sus propias limitaciones. 152 153 1, ""lfffl'HfflrrrHlfllllllIllII!!IIIIIII!I!IIIlItll con la moralidad totalitaria de Platón que su defensa de las mentiras propa­ gandísticas. Pero no alcanzamos a comprender cabalmente cómo puede de­ clarar por inferencia este comentarista religioso e idealista, que la religión y la fe se encuentran en un mismo nivel que las mentiras oportunistas. En rea­ lidad, el comentario de Adam manifiesta reminiscencias del convencionalis­ mo de Hobbes; de la concepción de que los dogmas de la religión, si bien carentes de verdad, constituyen un recurso político indispensable y de suma eficacia. Y esto nos demuestra que Platón era, después de todo, más con­ vencionalista de lo que podría parecer. Ni siquiera se detiene ante la fe reli­ giosa, y así, la atribuye a la «convención» (debemos reconocerle la franque­ za de haber admitido que sólo se trata de una elaboración deliberada), en tanto que Protágoras, convencionalista reconocido, creía que las propias le- , yes -hechas por los hombres- tenían mucho de inspiración divina. Re­ sulta difícil comprender por qué aquellos comentaristas de Platón'" que lo alaban por haber combatido el convencionalismo subversivo de los sofistas y por haber cstablecido un naturalismo espiritual basado, en última instan­ cia, en la religión, no lo censuran por considerar que la base fundamental de la religión es una convención o, más bien, una invención. En realidad, la ac-' titud platónica hacia la religión, .seglll1 se pone de manifiesto en su «Menti­ ra señorial», es prácticamente idéntica a la de Critias, su amado tío, el hri- ' lIante jefe de los Treinta 'Tiranos que establecieron un tristemente célebre régimen de sangre en Atenas, después de la guerra del Peloponcso. Critias.] un poeta, luc el primero en glorificar los embustes de la propaganda, cuya! invención describió en vigorosos versos laudatorios del hombre sabio y as-· tuto que fabricó la religión a fin de «persuadir» a la gente, es decir, de ame- ; . , nazarla para someterla. ¡, De acuerdo con la concepción de Critias, la religión no es sino la menti­ ra señorial de un g¡'ande y hábil hombre de Estado. Las ideas de Platón son notablemente semejantes, tanto en la introducción del Mito en La Repúbli­ ca -donde admite abiertamente que el Mito es una mentira--, como en Las Leyes, donde declara que la implantación de ritos y dioses es «tarea de un gran pcnsadol"».lRPero ¿es ésta toda la verdad acerca de la actitud religiosa de Platón? ¿ Fue Platón sólo un oportunista en estas cuestiones y ha de atribuir­ se enteramente el diferente espíritu de sus primeros trabajos a la influencia socrática? Claro está que no existe ninguna forma de decidir esta CUestión a punto fijo, si bien creemos percibir intuitivamente que cabe reconocer, a ve­ ces, la expresión de un sentimiemo religioso más outéntico aún en sus últi­ mos trabajos. Pero creemos, también, que allí do 11de Platón considera los asuntos religiosos en su relación con la política, su oportunismo político im­ pregna todos los dcm is sentimientos. Así, en Las Leyes; Platón exige el más severo castigo incluso para los ciudadanos honrados y respetables, 19 cuando éstos se desvían, en sus opiniones relativas a jos dioses, de las Sustentadas por el Estado. Sus almas deber.in SlT juzgada.s por un Tribunal de inquisidores 2o y en caso de no retractarse de sus ofensas o de reiterarlas, pesará sobre ellos el cargo de impiedad, que equivale a la muerte. ¿1:la olvidado Platón, por iorrnna, que Sócr,ues pereció vícti Illil de la misma imputación? Que es fundamentallllclltc el interés del Estado lo que inspira esas exi­ gencias y no los intereses dc la fe rlOligiosa COl1l0 tal, se desprende F,ícillllen­ le de la doctrina rdigio,sa central de Platón, De acuerdo con las enscñam:as contenidas en LlS Leyes, Jos dioses castigan scveramente ;1 todos aquellos que se encuentran del lado equivocado en el conflicto entre el bien y el mal, conflicto éste que puede idclIlificarsc COI1 d existente entre el colectivismo y el individualisllJo/ y los dioses ---insistc Platón---· se toman Un interés :lctivo en los hombres, 110 cOJltcnt<Índose con el papel de meros cspcctad.» res, ASÍ, es imposihle aplacarlos, ya sea con plegarias o con sacrificios, cuan. do éstos se IdLlIl determinados;¡ inflig-ir un justo casti¡~o.nReslllLl claro el interés político que sc oculta dctr.is de esta ellsdianzil, y Illucho más claro todavía si se tiene en cuenta la exigencia platónica de quc el Estado reprima loda duda acerca de cualquier parte de este dogma político religioso y, en '·':lrticu1ar, acerca de la l¡oetrina de que los dioses nunca se abstienen de in .. Ilígir un castigo cuando éste es merecido. 1'1 1 Then carne. ir sccrns, thiu isisc and cunning rnan, TIJe [irst inventor o] the [ear ofgoas... He [ram.cd d tale, d most lllluring doctrine, Concealing trutb by -ocils oflying lore. Ne lold o/the abodc ofawful gods, Up in rcvolving uaulis, iobencc thunder H)('¡rs Ana lighlrúng's fearful flashcs blirid tbc eye... He th as cncircled men by bonds <JjJear; Surrounding tbem by gods in j~úr abodes, He charmed tbey by his spclls, and daunted tbem And lasolessness turned into law and order. "~o : '1 Y entonces vino, al parecer, un sabio astuto, / el inventor del miedo a Jos dio"! ses... / Ideó un cuento, una doctrina en extremo seductora, / disimulando la verdad! Ir,ls velos de mendaz sabiduría. / Habló de la morada de dioses terribles, / allá arri­ 1,.1, en bóvedas giratorias, donde ruge el trueno / y losaterradores destellos del rayo , I";;an la vista... / Así ató a los hombres con las ligaduras del temor, / y rodeándoles ,L dioses en herrnosas moradas, / los fascinó con su hechizo y los intimidó, / trans­ 1,umando la ilegalidad en ley yen orden. (N. del t.) 158 159 g. 1/ '1 El oportunismo de Platón y su teoría de las mentiras hace difícil, por su- I puesto, interpretar lo que dice. ¿Hasta qué punto creía en su teoría de la jus­ ticia? ¿Hasta qué punto creía en la verdad de las doctrinas religiosas que. preconizaba? ¿Sería él mismo ateo, pese a reclamar severos castigos para: los otros (más atemperados) ateos? Si bien no es posible responder categó- . ricamente a ninguna de estas preguntas, parece difícil y poco razonable, : desde el punto de vista metodológico, no concederle a Platón por lo menos' el beneficio de la duda, en particular en lo referente a la sinceridad funda­ mental de su creencia en la necesidad urgente de detener todo cambio. (En] el capítulo 10 volveremos sobre este punto.) Por otro lado, no podemos du-] dar que Platón subordina el amor socrático de la verdad al principio más'! fundamental de que debe fortalecerse en lo posible el gobierno de la clase! dominante. Es interesante destacar, sin embargo, que la teoría platónica de la verdad: no es tan radical como su teoría de la justicia. Según hemos visto, la justicia es¡ definida, prácticamente, como aquello que sirve a los intereses del Estado to- ¡ talitario. Claro está que también hubiera sido posible definir el concepto d~! la verdad de la misma forma utilitarista o pragmatista. El Mito es verdadero! -podría haber razonado Platón--, puesto que todo aquello que sirve a losi intereses del Estado debe ser creído y, por consiguiente, debe ser tenido por] «verdadero», no pudiendo haber ningún otro criterio de verdad. En el terre-'! no teórico, los sucesores pragmatistas de Hegel llegaron a dar, cfectivamen"', te, este paso; en el práctico, lo dio el propio Hegel y sus sucesores racistas. Pero Platón había conservado lo bastante el espíritu socrático para reconocer: cándidamente que estaba mintiendo. El paso dado por la escuela de llegel ja­ más podría haberlo efectuado, a mi juicio, un discípulo de Sócrates." m y basta por ahora del papel desempeñado por la Idea de la Verdad en el Estado perfecto de Platón. También debemos considerar, aparte de la Justi­ cia y la Verdad, algunas otras Ideas tales como la Bondad, la Belleza y la Fe-; licidad, si queremos rebatir las objeciones levantadas en el capítulo 6 contra, nuestra interpretación del programa político de Platón, según la cual éste] era puramente totalitario y se basaba en el historicismo. Puede iniciarse eq examen de estas Ideas, como así también el de la Sabiduría -·ya analizada I parcialmente en el capítulo anterior- con la consideración del rcsultado.: hasta cierto punto negativo, a que arribamos en nuestro examen de la Idea] de la Verdad. En efecto, este resultado plantea un nuevo problema: ¿por quél exige Platón que los filósofos sean reyes o reyes filósofos, si define a estos':, 160 últimos como los amantes de la verdad, insistiendo, por otra parte, en que el rey debe ser «más valiente» y servirse de mentiras? La única respuesta posible a esta pregunta es, por supuesto, la de que Platón piensa, de hecho, en algo muy distinto cuando utiliza el término «fi­ lósofo». Y, en verdad, vimos en el capítulo anterior que su filósofo no es el devoto buscador de la sabiduría, sino su orgulloso poseedor. Para Platón, el filósofo es el erudito, el sabio. Su programa exige, por lo tanto, el gobierno de los instruidos, la sofocracia, si se nos permite la expresión. A fin de com­ prender esta exigencia, antes debemos tratar de descubrir qué clase de fun­ ciones tornan conveniente que el gobierno del Estado platónico recaiga en un poseedor de conocimientos o, como dice Platón, en un «filósofo plena­ mente capacitado». Podernos dividir las Funciones por considerar en dos grupos principales, a saber, las relacionadas con la fundación del Estado y las referentes a su preservación. IV La función primera y m.is iniportruue del filósofo reyes la de fundar y dar las leyes a la ciudad. No es difícil comprender por qué Platón necesita a. un filósofo para esta tarea. Si el Estado ha de tener estabilidad, deberá ser una copia fiel de la divina Forma o Idea del Estado. Pero sólo un filósofo plenamente instruido en la m;1S alta de todas las ciencias, es decir, la dialéc­ tica, se hallará facultado para ver y copiar el divino original. Este punto re­ cibe considerable atención en la parle de fA República en que Platón de­ sarrolla sus argumentos en favor de la solicranía de los filósofos." Los filósofos «aman la contemplación de la verdad» y un verdadero amante siem­ pre quiere ver el todo, no solamente las partes. Así, el filósofo no ama, a di­ ferencia de la gente vulgar, los objetos sensibles y sus «hermosos sonidos, colores y formas", sino que anhela «ver y admirar la naturaleza real de la belleza», vale decir, la Forma o Idea de la Belleza_ D« este modo, Platon con.. Itere al término un nuevo sigmji:uu/o, ;1 saber, el de amante y ohscrv.ulor del divino mundo de las Pormas o Ideas. Fs en esle car.ictcr como el fil(')sofo puede convertirse en el fundador de una ciudad virtuosa." «El filósofo, que goza de la comunión COIl lo divino", puede sentirse «abrumado por la ne­ cesidad de materializar... su divina visión" de la ciudad ideal y de sus idea­ les ciudadanos. El filósofo es, pues, 11na especie de dibujante o pintor que I iene (do divino por modelo». Sólo los verdaderos filósofos pueden «trazar el plan básico de la ciudad», pues son ellos los únicos capaces de ver el ori­ ginal y, por consiguiente, de copiarlo, «dejando que sus ojos vaguen de un lado a otro, del modelo al cuadro y nuevamente del cuadro al modelo». 161 En su calidad de «pintor de constitucioness e! filósofo necesita la ayu- ' da de la bondad y la sabiduría. Aquí añadiremos algunas observaciones con respecto a estas dos ideas y a su significación para e! filósofo en sus íuncio- . nes de fundador de la ciudad. La Idea platónica del Bien ocupa e! lugar más elevado dentro de! orden jerárquico de las Formas. Es e! sol de! divino universo de las Formas o Ideas, . que no sólo alumbra a todos los demás miembros, sino que es también la: fuente de su existencia." Es, asimismo, la fuente o causa de todo conoci­ miento y toda verdad." De este modo, es indispensable'" para el dialéctico la facultad de ver, de apreciar, de conocer el Bien. Puesto que es e! sol y fuente de toda luz en el universo de las Formas, le permite al filósofo-pin-· tor discernir sus objetos. Su función resulta, por lo tanto, de la mayor im- . portancia para el fundador de la ciudad. Sin embargo, todo lo que podemos obtener son estos datos puramente formales. En ninguna otra parte vuelve a desempeñar la Idea platónica del Bien un pape! ético o político más directo, ni se nos dice qué hechos son buenos o producen e! bien, aparte del conoci­ do código moral colectivista cuyos preceptos son formulados sin recurrir a.' la Idea del Bien. Las observaciones de que e! Bien constituye e! objetivo perseguido por todo hombre ID no enriquecen con nuevos datos la informa­ ción que ya poseemos. Este hueco formalismo se hace más marcado todavía en el Filebo, donde el Bien es identificado" con la Idea de la «medida» o «me- : dio». Y cuando leemos el comentario de Platón de que, en su famoso dis-.' curso «Sobre el Bien», decepcionó a un auditorio inculto al definir al Bien' como "la clase de lo determinado, concebida como una unidad», nos senti­ mos completamente identificados con ese auditorio. En La República, Pla­ tón declara francarnente" que no le es posible explicar lo que entiende por: el Bien. La única sugerencia práctica de que disponemos es aquella a que hi­ cimos referencia al principio del capítulo 4, esto es, la de que e! bien es todo aquello que preserva, y el mal, todo aquello que conduce a la corrupción o,' la degeneración. (El «Bien» no parece ser aquí, sin embargo, la Idea del Bien, sino una cualidad de [os objetos, que los torna semejantes a las Idcas.) El Bicn es, en consecuencia, el estado inalterable, detenido, de las cosas; es el estado de las cosas en reposo. Esto no parece llevarnos mucho más allá del totalitarismo político de Platón, y e! análisis de la Idea platónica de la Sabiduría nos conduce, igual­ mente, a resultados deccpcionantes. Para Platón, la sabiduría no significa, como hemos visto, el conocimiento socrático de las propias limitaciones; tampoco significa lo que podríamos esperar normalmente, es decir, un ca­ luroso interés en la humanidad y sus problemas, y una útil comprensión de . los mismos. Los sabios de Platón, demasiado preocupados con los problemas de un mundo superior, «no tienen tiempo para bajar la mirada a los negoj" 162 cios de los hombres...; siempre tienen los ojos en alto, clavados en lo orde­ nado y lo medido». Lo que torna sabios a los hombres son los conocimien­ tos adecuados: «Las naturalezas filosóficas son amantes de esa clase de aprendizaje que les revela una realidad que existe eternamente, sin extraviar­ se ni corromperse de una generación a otra». Al parecer, el tratamiento pla­ tónico de la sabiduría no logra llevarnos más allá del ideal de inmutabilidad. v Si bien el análisis de la función del fundador de la ciudad no nos revela ningún nuevo elemento ético en la doctrina platónica, nos demuestra que existe una razón definida para que el fundador de la ciudad sea un filósofo. Sin embargo, esto no justifica plenamente la exigencia de una permanente soberanía de los filósofos, sino que se limita a explicar por qué ha de ser el filósofo el primer legislador, callando los motivos que determinan su per­ manencia en el gobierno, dado, especialmente, que ninguno de los magistra­ dos posteriores debe introducir cambio alguno. Para una plena justificación de la exigencia de que gobiernen los filósofos deberemos pasar a analizar, por consiguiente, las tareas relacionadas con la preservación de la ciudad. Sabemos por las teorías sociológicas de Platón que el Estado, una vez establecido, conserva su estabilidad mientras no se produzca ninguna fisu­ ra en la unidad de la clase gobernante. La adecuada educación de esa clase constituye, por lo tanto, la gran función preservadora a cargo del sebera­ 110, función que debe perpetuarse tanto tiempo como exista el Estado. ¿Hasta qué punto justifica esto la exigencia de que el gobierno recaiga en manos de un filósofo? Para poder responder a esta pregunta deberemos distinguir primero, nuevamente, dos actividades distintas dentro de dicha función: la supervisión de la educación y la supervisión de la procreación cugenética. ¿Por qué ha de ser el director de la educación un filósofo? ¿Por qué no puede ser, una vez establecidos el Estado y su sistema educacional, un ge­ neral experimentado, un soldado-rey el que se encargue de la misma? La respuesta de que el sistema educacional debe proveer no sólo soldados sino también filósofos y hacen falta, por lo tanto, filósofos además de soldados para supervisarlo, es evidentemente insatisfactoria; en efecto, si no fueran necesarios los filósofos para dirigir la educación y gobernar de forma per­ manente, entonces no habría necesidad alguna de que el sistema cducacio­ 11al los produjera. Los requisitos del sistema educacional como tal no pue­ den justificar la necesidad de filósofos en el Estado platónico, o el postulado de que los gobernantes deben ser filósofos. Claro está que eso sería muy 163 distinto si la educación platónica persiguiera un objetivo individualista, apar- i te de su propósito de servir a los intereses de! Estado; por ejemplo, e! obje­ tivo de desarrollar las facultades filosóficas por ellas mismas. Pero cuando se observa -como tuvimos oportunidad de hacerlo en e! capítulo anterior­ e! miedo que tenía Platón de permitir toda aquello que guardase el menor parecido con e! pensamiento independiente,33 y cuando se advierte -como , ahora- que e! objetivo teórico último de su educación filosófica era tan sólo el «conocimiento de la Idea de! Bien», incapaz de proporcionarnos una explicación articulada de esta Idea, se comienza a comprender que ya no es posible encontrar explicación alguna al problema. Y si se recuerda lo dicho en e! capítulo 4, donde vimos que Platón llegaba incluso a exigir ciertas res­ tricciones en la educación «musical» de los atenienses, esta impresión se ve aún más fortalecida. La gran importancia atribuida por Platón a la educa-. ció n filosófica de los magistrados sólo puede explicarse por otras razones i de carácter exclusivamente político. El principal motivo que cabe observar es, sin duda, la necesidad de au- \ mentar al máximo la autoridad de los gobernantes. Si la educación de losi auxiliares se lleva a cabo adecuadamente, se obtendrá gran número de bue-] nos soldados. Y de este modo, e! hecho de sobresalir en las facultades milH tares puede no bastar para establecer una autoridad indiscutida e indiscuti-] ble; ésta debe basarse en razones de índole superior. Así, Platón la funda en la pretendida existencia de facultades sobrenaturales y místicas en sus con­ ductores. Éstos no son como los demás hombres, sino que pertenecen ~. otro universo, pero mantienen comunicación con lo divino. ASÍ, el filósofo] rey parece ser, en parte, una réplica del sacerdote-rey tribal, institución que; ya hemos mencionado en nuestro estudio de Heráclito. (La institución d,e! los sacerdotes-reyes tribales, de los médicos o de los curadores, también pa" rece haber influido sobre la antigua secta pitagórica, con sus tabúes tribales asombrosamente ingenuos. Al parecer, la mayoría de éstos ya habían sido dejados de lado aún antes de Platón. Pero se mantuvo, no obstante, la pre- I tensión de los pitagóricos de que su autoridad respondía a una base sobre"! natural.) De esta forma, la educación filosófica platónica desempeña unal función política definida. Sirve para colocar un sello (1 los gobernantes y es­ tablecer una barrera entre gobernantes y gobernados. (Esta finalidad se h~' conservado hasta nuestros tiempos, como una de las principales de la edu~i cación «superiorv.) La sabiduría platónica es adquirida, en gran medida] con el solo fin de establecer un gobierno de clase político permanente. Se l,~ podría definir como un «remedio» político, capaz de conferir facultade~ místicas a quienes lo adoptan, esto es, los médicos del Estado." Pero eso no puede bastar para responder satisfactoriamente nuestra prll gunta relativa a las funciones del filósofo en el Estado. Indica, más bien, qui 164 el problema se ha desplazado a otro terreno, planteándose ahora con res­ pecto a las funciones políticas prácticas de! curador o médico. No es razo­ nable pensar que Platón no haya perseguido algún propósito definido al idear su adiestramiento filosófico especializado. Debemos buscar, por con­ siguiente, una función permanente del gobernante, análoga a la función pa­ sajera de! legislador. La única esperanza de descubrir una función semejan­ te parece residir en la esfera de la selección genética de la raza dominante. VI El mejor método para descubrir por qué es necesario confiar a un filó­ sofo el gobierno permanente consiste en formularse la siguiente pregunta: ¿Qué le sucede a un Estado, según Platón, si no cuenta con el gobierno per­ manente de un filósofo? La respuesta de Platón es terminante: si los guar­ dias del Estado, incluso los del perfecto, ihnoran la sabiduría pitagóric~ y el Número Platónico, entonces la raza de los guardianes, y con ella el Estado, estarán condenados a degenerar. El racismo pasa a desempeñar así, en el programa político de Platón, un pape! más central de lo que cabría esperar a primera vista. Exactamente del mismo modo en que el Número racial o nupcial platónico provee el fondo p.ira su sociología descriptiva, «el fondo dentro del cual se halla encuadra­ ,1.\ la Filosofía de la Historia p larónica» (COIl1O dice Ad.un), proporciona i.unbién el marco para la exigencia política de la soberania de los filósofos. l ícspués de 10 dicho en el capírulo 4 acere a de la crÍ<1 selectiva de perros y v.u as, aplicada a la selección eugenética de los ciudadanos del Estado plató­ Ilico, quizá no resulte del tojo extraño descubrir que su reyes un rey cria­ ¡\ur. Sin embargo, puede haber tudavía quien se sorprenda de que el [ileso­ (1/ platónico resulte ser un criador filosófico. Pero la verdad es que la Ill'cesidad de tina crianza científica, matemático-dialéctica y filosófica, no es 1'1 menor ni el último de [os argumentos con que Platón defiende la sobcra­ "1,' de los filósofos. Ya vimos en el capítulo 4 que el problema de la obtención de una raza 1'lIl'a de guardias humanos había recibido una atención especialisima por p.11 le de Platón en las primeras partes de La Repú/;[ica. Sin embargo, no !I"llIllS encontrado hasta ahora ninguna razón plausible por la cual hayan de 1 ur.u capacitados para desempeñarse como «criadores» políticos sólo los fi­ 11 j'" .los plenamente reconocidos como tales. Y no obstante, corno sabe todo , u.ulor de perros, caballos o pájaros, la cría racional es imposible sin un 111'1,1.-10, sin un objetivo que la guíe en sus esfuerzos, sin un ideal hacia el . ,,01 I icndan sus productos, a través de las cruzas y selecciones sucesivas. Sin 165 1.I~mmrr:mtrmmm!!!I!!I!1II '111.111 I ¡'I" 11, I un patrón de este tipo, jamás podría decidir qué productos son «buenos" y cuáles «malos", ni cuáles son los méritos o defectos de los descendientes. Pues bien, este patrón equivale exactamente a la Idea platónica de la raza que se propone crear. De! mismo modo en que sólo el verdadero filósofo, el dialéctico, puede ver -según Platón-e- el divino original de la ciudad, así también el dialécti­ co es el único que puede ver aquel otro original divino, a saber: la Forma o Idea del hombre. Sólo él es capaz de copiar este modelo, de hacerlo descen­ der del cielo a la tierra» y de materializarlo sobre su superficie. Esta Idea del hombre, Idea de carácter regio, no representa, como han creído algunos, aquello que todos los hombres tienen de común ni constituye el concepto universal de! «hombre». Tratase, más bien, del original humano semejante a Dios, del superhombre inmutable, del supergriego y del supcrarno. El filó­ sofo debe tratar de materializar en la tierra lo que Platón define como la raza de «los homhres más constantes, más viriles y, dentro de los límites de lo posible, los más hermosamente conformados ...: de noble cuna y de ca- : ráctcr capaz de infundir un temor reverencial»." Es la raza de hombres y mujeres que han de ser «semejantes a dioses si no divinos ... y han de hallar­ se tallados en la belleza perl"ect,l",]! la raza señorial, destinada por la natura- ' lcz.a al reino y al mando. Vemos, así, que las dos funciones fundamentales del filósofo rey son análogas: por un lado tiene que copiar el divino original de la ciudad y, por el otro, el divino original del hombre. fJ es el único capa/'. de hacerlo y e! único que siente la imperiosa necesidad de materializar, «tanto en el indivi­ duo como en la ciudad, su divina visión»." Ahora podemos compremler por qué Platón efectúa su primera insi­ nuación de que hace falta algo más que las virtudes corrientes para gobernar un Estado, en el mismo lugar en que sostielle por primera veZ que los prin­ cipios de la cría selectiva de Jos anima1cs deben aplicarse a la raza de los hombres. En la cría de los animales -dice Platón-e- demostramos el mayor esmero; «si no se los niara de esta manera, ¿no cahría esperar que la raza de los pájaros, de los perros o de cualquier otra especie degenerase rápidamenc, te?", Cuando de esto deduce que el hombre debe ser procreado siguiendo el', mismo método, «Sócrates» exclama: «¡Cielos! ... ¡qué extraordin<lrias cuali-. dades tendremos que exigirles a nuestros gohernantes, si es que los 111ismo~' principios se aplican a la raza de los hombres!».]'! La frase es sumamente sig­ nificativa, pues constituye uno de los primeros il1élicios de que los magistra­ dos pueden llegar a configurar una clase de «cualidades extraordinarias». con una posición y un adiestramiento propios; y esto no hace sino prepara el terreno para la exigencia ulterior de que sean filósofos. Pero el pasaje . aún más significativo, en la medida en que conduce directamente a Platón di 166 exigir que sea deber de los gobernantes, en su carácter de médicos de la raza humana, administrar mentiras y engaños. Las mentiras son necesarias, afir­ ma Platón, «si la majada ha de alcanzar su más elevada perfección»; para ello hacen falta ciertas "disposiciones que deben mantenerse ignoradas de todos salvo de los gobernantes, si se quiere conservar al rebaño de los guardias realmente libre de la posibilidad de desunión». En realidad, la petición (ci­ tado más arriba) formulada a los gobernantes de que demuestren más va­ lentía en la administración del engaño a manera de medicamento, lo inclu­ ye Platón con este motivo, intentando preparar el ánimo del lector para la siguiente exigencia, que consideraba de panicular importancia. Así, estable­ ce''? que los gobernantes deben idear, con el fin de cruzar a los auxiliares jó­ venes, «un ingenioso sistema de sorteo, de tal modo que las personas que no resulten agraciadas... puedan culpar a su mala suerte y no a los gobernan­ tes», quienes dispondrán, voluntaria y secretamente, los resultados del sor­ teo . .E inmediatamente después de este repudiable consejo para eludir el peso de la responsabilidad (al colocarlo en boca dc Sócrates, Platón mancha a su gran maestro), «Sócrates» formula una sugerencia" recogida sin tar­ danza y elaborada por Gbucón y que nosotros pod ríarnos llamar, por lo tanto, el Edicto glauconicmo . Me refiero a la brutnl ley'" que impone a todo individuo de cualquier sexo la obligación de someterse, en tiempos de gue­ ITa, a los requerimientos de los valientes: «Mientras dure la guerra... nadie podrá reliusársclcs. En consecuencia, si un soldado siente deseos de alguien, ya sea varón o mujer, esta ley le permitirá cobrarse el precio de su valor». El Estado habrá de obtener, de este modo ---de acuerdo con \0 que allí se indi­ ca cuidadosamcntc->-.. dos beneficios perfectamente diferenciados: más hé­ roes por el incentivo que esto supone y... también más héroes, debido a los hijos q uc aquéllos engendren. (Este último beneficio, el más importante desde el punto de vista de una política racial a largo plazo, es puesto en boca de -Sócratcsv.) vrr Para ese tipo de selección cugenética no hace falta ninguna preparación filosófica especial. La selección filosófiea desempeña, sin embargo, un papel I'rineipallsimo a manera de contrapeso de los peligros de la degeneración. A Iin de combatir estos peligros, hace falta un filósofo plenamente capacitado, I,'S decir, alguien adiestrado en la matemática pura (la geometría del espacio iuclusive), la astronomía pura, la armonía pura y la coronación de todos los ntudios, la dialéctica. Sólo aquel que conozca los secretos de la eugenesia' m.uemática, del Número platónico, podrá devolver al hombre, y salvaguar­ 167 1'''11' f •• _ .." .. Hifiriftf!f!'ffiilldhd"ri"n"n.. hffililifiiIUIUn...lJUnn\'fHD'J'n'"....,.. n..-nrn.nrn:>'... ..-..w, I I i darla en su beneficio, la felicidad disfrutada antes dc la Caída." Todo esto ha de tenerse presente cuando, después de la proclamación del Edicto glau-:I coniano (y después de un interludio referente a la diferencia natural entre I griegos y bárbaros, equivalente, según Platón, a la que media entre amos yi esclavos), se enuncia la doctrina -cuidadosamente señalada por Platón:! como su exigencia política central y de mayor importancia- de la sobera-I nía de los filósofos reyes. Esta sola exigencia -nos enseña- puede poner' fin a los males de la vida social, especialmente al mal que cunde en los Esta C dos, a saber, la inestabilidad política, como así también a su causa más ocul-] ta, cll~al que cunde entre los miembros de la raza humana, a saber, la dege-¡' neraClOn racial: H , -Bien -dice Sócrates-, voy a zambullirme ahora dentro del tópico.' que comparé antes con la mayor de todas las olas. Y hablaré aunque no me! cuesta prever que ello me procurará un diluvio de risas, por p:lrte de algu~: nos lectores. En verdad, veo perfectamente cómo esta gr'lll ola se rompe so­ bre mi cabeza, deshaciéndose en un rugido de risas y calumnias... -¡Termina ya con tu historia! -apremia Glaueón. -A menos que, en sus ciudades, los filósofos sean investidos del poder de los reyes, o que los que ahora llamamos reye~ y oligarcls se conviertan en auténticos filósofos plenamente capacitados, y a menos que estas dos propiedades, a saber, el poder político y la filosofLl se fundan en una sol~ (de modo que todos aquellos que actualmcutc sólo se indinan por una de ellas sean eliminados), a menos que ocurra una de estas alternativas, mi que-] rido Glaucón, no habrá reposo y el mal no cesará de cundir en las ciudades ni tampoco, creo yo, en la raza de los hombres. (A lo cual replicó K:l11t pru-: dentemente: «No es probable que los reyes se conviertan en filósofos o los filósofos en reyes ni tampoco hemos de desearlo, puesto que la posesión del] poder afecta invariablemente el libre juicio de la razón. Es indispcns.ible.: si¡~ embargo, qu.e los reyes -? .Ios pueblos, Cl!~lJllo éstos se gobiernall a s(1 nusmos- no eliminen a los fdosofos, conced\(;l1llolc~ el derecho, en cam-¡ bio, de opinar libre y pÚblic:lmente».),ló i, Ese importante pasaje platónico ha sido cousiclcrado con raz.ón la clave] de toda su obra. Sus últimas palabras: "Ni tampoco, creo yo, en la raz,¡ del los hombres», constituyen, al parecer, un pensamiento posterior de impor-: tancia relativamente secundaria dentro de este párrafo, Será necesario clete-' nernos a considerarlas, sin embargo, debido a que e! hábito de idealizar a,: Platón ha sancionado la interpretación" de que Platón se refiere aq ui a la:\ «humanidad", extendiendo su promesa de salvación más allá de los límites': de las ciudades, hasta la «humanidad en su totalidad». Debemos decir, en:! este sentido, que la categoría ética de «humanidad» como algo quc trascien) de las diferencias de naciones, razas y clases, es completamente ajena a Pla~:: ¡ 168 1, in. En realidad, tenemos suficientes pruebas de la hostilidad de Platón ha­ ,j:¡ el credo igualitarista, hostilidad que se manifiesta en su actitud para con f\ ntístenes," viejo discípulo y amigo de Sócrates. Antístenes también perte­ necia a la escuela de Georgias, al igual que Alcidamas y Licofrón, cuyas teo­ I i:1S igualitarias parece haber ampliado, convirtiéndolas en la doctrina de la hermandad de todos los hombres y del imperio universal humano." Esta .loctrina es atacada en La República, donde se correlaciona la desigualdad natural entre griegos y bárbaros con la existente entre amos y eselavos, y es dl; advertir que el ataque se produce!" inmediatamente antes de! pasaje cla­ \'(' que venimos considerando. Por estas y otras razones.i" no parece arrics­ I',ado suponer que Platón, cuando decía que el mal cundía en la raza de los hombres, aludía a una teoría con la cual sus lectores ya cstar ían sufieiente­ mente familiarizados a estas alturas. A saber, su teoría de que e! bienestar del Estado depende, en última instancia, de la «naturaleza» de cada uno de 1, 's miembros de la clase gubernante; y que su naturaleza y l'a de su raza o descendencia se liallaha amenazada, a su vez, por los males de una educa­ ,ión individualista y, lo que es aún 111:1S importante, por la degeneración ra­ ,'i.l!. La observación de Platón, con su clara referencia a la oposición entre e! I eposo divino y la vil decadencia y transformación, anticipa la historia del Número y de la Caída del hombre." Es perfectamente norma] que Platón mencionase su racismo en este pa­ :,.lje clave en que enuncia su exigencia política más importante. En efecto, :¡in el «auténtico filósofo plenamente capacitado», adiestrado en todas uquellas ciencias que constituyen otros tantos requisitos previos para el . ouocirnicnto de la eugenesia, el Estado está perdido. [-':n su historia del Número y de la Caída del hombre, Platón nos dice que uno de los primeros I'ccados capitales de omisión que habrán de cometer los magistrados dege­ I I erados será la pérdida de interés en la eugenesia, esto es, la negligencia en l.t observación y verificación de la pureza de la raza: «Entonces serán eleva­ d,ls al gobierno personas completamente ineptas para su tarea de guardia­ n('s, esto es, para vigilar y poner a prueba los metales de la raza (que es la uusma de Hesíodo y la tuya, lector), oro y plata y bronce y hierro>,.s2 Es la ignoraneia del misterioso Número nupcial la que conduce a este desgraciado fin. Pero es indudable que el N úmcro lo había inventado el !,topio Platón. (Esta teoría presupone la armonía pura, la cual presupone, a ',U vez, la geometrí:l del espacio, ciencia ésta enteramente nueva en la época ('11 que fue escrita La República.) Vemos, pues, que nadie sino Platón cono­ , i:l el secreto y la clave de la verdadera magistratura. Lo cual sólo puede sig­ nificar una cosa: el filósofo reyes e! propio Platón y La República la recla­ I Ilación para sí de un poder soberano; poder que le pertenecía, según su 1 onvicción, por reunir a la vez la calidad de filósofo y la de descendiente y 169 U na vez alcanzada esa conclusión, comienzan a vincularse entre sí unaf cantidad de cosas que, de otro modo, se hubieran mantenido aisladas. Casi i:i no puede dudarse, por ejemplo, que la obra de Platón, repleta de alusiones II a los problemas y personajes contemporáneos, no pretendía ser tanto un" tratado teórico como un manifiesto político. «Cometemos la mayor de las.l injusticias con Platón ~expresa A. E. Taylor~ si olvidamos que La Repú-11 blica no es tan sólo una simple colección de análisis teóricos relativos al il gobierno sino un serio proyecto de reforma práctica sustentado por un;1 ateniense , encendido, coma Shelley, con la "pasión de reformar al mun- 1, do".»5} Esto es indudablemente cierto, y de esta sola consideración podría) haberse concluido que al describir a sus filósofos reyes, Platón debió haber,il estado pensando en alguno de los filósofos de su época. Pero en los días en',! que fue escrita La República, sólo había en Atenas tres hombres lo bastan-,¡I te destacados para reclamar el nombre de filósofos, y éstos eran Antístenes'r Sócrates y el propio Platón. Si encaramos la lectura de La República desde 11 este punto de vista, encontraremos de inmediato, en el análisis de las carac-il terísticas de los reyes filósofos, que hay un extenso pasaje dedicado por PIa- ,1 54: tón, evidentemente, a trazar un retrato de sí mismo. Comienza este pasaje con una inequívoca alusión a un personaje popular, esto es, Alcibíades, y concluye con la franca mención de Thcages y con una referencia de «Sócra­ tes» a él mismo." La conclusión que se extrae de este pasaje es que son muy pocos los que pueden considerarse verdaderos filósofos, aptos para desem­ peñar la función de filósofo rey. Alcibíades, de noble estirpe, reunía todas las condiciones necesarias pero abandonó la filosofía, pese a todos los es­ fuerzos de Sócrates por salvarlo. Abandonada e inerme, la filosofía fue abrazada por cortejantes indignos. Por último, «sólo resta un puñado de hombres dignos de unirse a la filosofía». Juzgando desde este ángulo, cabe esperar que con lo de «indignos cortejantes» aluda a Antístenes e Isócrates y su escuela (y que éstos sean los mismos cuya «supresión por la fuerza» : exige Platón en el pasaje clave relativo al filósofo rey). Y existen, en verdad, : algunos indicios que corroboran esta sospecha. 56 Del mismo modo, cabe· suponer que en el «puñado de hombres dignos» se halla comprendido Pla-,:¡ tón y, tal vez, alguno de sus amigos (posiblemente Dio); y la continuación: del pasaje deja poco lugar a dudas, en realidad, de que Platón se refiere a sí u.ismo: «Aquel que pertenece a este pequeño grupo... puede ver la locura de 1., mayoría y la corrupción general de todos los negocios públicos. El filó­ ', .. lo... es como un hombre enjaulado. Sin resignarse a compartir la injusti­ I.l de la mayoría, su poder no le basta para proseguir la lucha aislado, ro­ deado como se halla por un grupo de salvajes. Antes de poder hacer bien ,dgllno, a su ciudad o a sus amigos, sería muerto sin remedio... Ante la de­ I"da consideración de todos estos puntos, depondrá las armas y confinará '¡liS esfuerzos a su propio trabajo...».57 El fuerte resentimiento que se pone de manifiesto en estas amargas y tan poco socráticas palabras," las sindica I l.rramente como producto exclusivo del pensamiento de Platón. Para una "lena apreciación de esta confesión personal conviene compararla, sin ern­ I,.lrgo, con el siguiente pasaje: «No está de acuerdo con la naturaleza que el u.ivcgante haya de mendigar el mando a los marineros que nada saben; o que los sabios hayan de esperar a la puerta de los ricos ... Lo razonable y normal es que los enfermos, sean ricos o pobres, acudan presurosos a la puerta de su médico. Del mismo modo, aquellos que necesitan ser goberna­ Ii..s deberían precipitarse a la puerta de aquel que es capaz de gobernarlos, pero jamás un gobernante, si en algo se precia, habrá de rogarles que acep­ I<'u su mando». ¿Quién no advierte el acento de un inmenso orgullo perso­ lIal en estas frases? Aquí estoy yo, dice Platón, vuestro gobernante natural, 1,1 filósofo rey que sabe cómo gobernar. Si me deseáis, debéis venir a mí y si insistís, puede ser que acepte gobernaros. Pero jamás iré a pediros nada. ¿Creería realmente que «acudirían presurosos en busca de su ayuda? Al q',ualque muchas otras grandes obras de la literatura, La República presen­ 1.\ indicios de que su autor abrigaba, por momentos, jubilosas y extravagan­ I('s esperanzas de éxito, \~ para caer, periódicamente, en el escepticismo o la desesperación. Algunas veces, por lo menos, Platón esperaba que el pueblo viniese a él, y no podía ser dc otro modo, dado el éxito de su obra y la fama ,le su sabiduría. Pero otras, sentía que lo único que conseguiría con su obra .crfa concitar furiosos ataques y acarrear sobre sus hombros llll sinfín «de burlas y calumnias», quizá, incluso, la muerte. ¿Era ambicioso? Sin duda. Platón apuntaba hacia las estrellas, hacia la si­ militud con los dioses. A veces me pregunto si parte del entusiasmo dcsper­ LItiO por Platón no se dcbcr.i al hecho de que expresó en sus obras muchos .1" sus sueños más secretos."? Aun cuando arguye contra la ambición, no podemos dejar de sentir que es ésta lo que lo inspira. El filósofo ~nos ase­ l;ura~61 no cs ambicioso, aunque «destinado a gobernar, no tiene el menor .leseo de hacerlo». Pero la razón que se aduce para ello es la de que... su I ondición es demasiado elevada. Aquel que ha experimentado la comunión I on la divinidad puede descender de las alturas, si lo quiere, al nivel de los mortales, sacrificándose en bicn de los intereses del Estado. No ansía ha­ 170 171 legítimo heredero de Codrus el mártir, el último de los reyes atenienses, quien, según Platón, se había sacrificado «a fin de conservar el reino para sus hijos». I VI1l . )1 l cerlo; pero como gobernante y salvador natural, se halla dispuesto al sacri­ ficio. Los pobres mortales lo necesitan y sin él, e! Estado debe perecer, pues sólo él conoce el secreto para preservarlo, e! secreto de detener la de­ generación... En mi opinión, es necesario no pasar por alto e! hecho de que detrás de la soberanía de! rey filósofo se oculta e! deseo de poder. El hermoso retrato de! soberano no es sino un autorretrato. Una vez recobrados de la conmo­ ción ocasionada por este descubrimiento, podremos contemplar ese impo­ nente retrato sin que -siempre que logremos fortificarnos con una pequeña dosis de ironía socrática-, nos vuelva a parecer tan aterrador. Así, comen­ zaremos a descubrir sus rasgos humanos -en verdad, demasiado huma­ nos-; podemos llegar, incluso, a sentirnos algo apiadados de Platón, que debió conformarse con establecer la primera academia, ya que no el primer reino, de la filosofía y que jamás pudo materializar su sueño, esto es la Idea soberana que se había formado de su propia imagen. Siempre fortificados por una buena dosis de ironía, podemos llegar a encontrar, incluso, en la historia platónica, una melancólica semejanza con aquella sátira inconscien­ te y sin intención del platonismo, esto es, el cuento del Ugly Dachshund, de Tono, el gran danés, quien se forma la Idea soberana del «Gran Perro» se­ gún su propia imagen (pero que al fin descubre, felizmente, que él es, real­ mente, el Gran Perro).62 ¡Qué monumento a la pequeñez humana es esta idea del filósofo rey! ¡Qué contraste entre ella y la simplicidad y humanidad de Sócrates, que se pasó advirtiendo al hombre de estado contra el peligro de dejarse deslum­ brar por su propio poder, excelencia y sabiduría, y que tanto se preocupó por enseñar que Jo que más im porta es nuestra frágil calidad de seres huma­ nos! ¡Qué decadencia, qué distancia desde este mundo de ironía, razón y sinceridad, al reino platónico del sabio cu yas facultades mágicas lo elevan por encima de los hombres corrientes, aunque no tan alto como para evitar el uso de las mentiras o para ahorrarse las tristezas del oficio médico: la ven­ ta o la fabricación de tabúcs, a cambio del poder sobre sus conciudadanos. Capítulo 9 ESTETICISMO, PERFECCIONISMO, UTOPISMO "Para empezar, habrá que destruir todo. Toda nues­ tra maldita civilización deberá desaparecer antes de que podamos traer alguna decencia al mundo.» «Mourian», en Les Thibault, de ROGER MAllnN DU GAllD El programa platónico entraña cierto enfoque de la política que es, a mi juicio, de SUITlO peligro. Desde el punto de vista de la ingeniería social ra­ cional, su aruilisi» reviste una gran importancia práctica. Podríamos descri­ bir el enfoque platónico a que nos referimos, como el de la ingeniería utó­ pica, en oposición a la otra clase de ingeniería social que es, en mi opinión, la única racional y que podría designarse con el nombre de ingeniería par­ cial o gradual. La concepción utopista es tanto más peligrosa por cuanto constituye la alternativa obvia del historicismo a ultranza, sustentado sobre la hase de que 110 es posible alterar el curso de la historia. Al mismo tiem­ po, parece constituir un complemeIlto necesario de otras formas de histori­ cismo menos radicales como, por ejemplo, la de Platón, que admiten cierta interferencia hum:lIla. La concepción utopista podría describirse de la forma siguiente: todo acto racional debe obedecer a cierto propósito; así, es racional en la misma medida en que persigue su objetivo consciente y consecucntemente y en que determina sus rncd lOS de acuerdo con este fin. Lo primero que debemos hacer si queremos actuar racionalmente es, por tanto, elegir el fin, y debe­ mos tener el mayor cuidado al clctcrminnr nuestros fines reales o últimos, pues no dehemos confundir/os con aquellos fines intermedios o parciales que, en realidad, sólo son medios o pasos del recorrido hacia el objetivo fi­ nal. Si pasamos por alto esta diferencia, tarnbicn podemos pasar por alto la cuestión de si esos fines parciales son o no aptos para acarrear el fin funda­ mental y, en consecuencia, no lograremos actuar racionalmente. Estos prin­ cipios, si se los aplica al campo de la actividad política, exigen que determi­ nemos nuestra meta política última, o el Estado Ideal, antes de emprender alguna acción práctica. Sólo una vez determinado este objetivo final, aun­ que no sea más que en grandes líneas, sólo una vez que tengamos en nues­ tras manos algo así como el plano de la sociedad a que aspiramos llegar, po­ dremos comenzar a considerar el camino y los medios más adecuados para 172 173 .111"'1 Jam¡¡¡, lO """"n_ """''''',..', "'","11111' ., I 'i 1IIIIIIIIIIIIilllllllllllllllllllllllllll su materialización, Y a trazamos un plan de acción práctica. Tales son los preliminares necesarios de cualquier movimiento político práctico que as­ pire a ser llamado racional, especialmente en la esfera de la ingeniería social. He ahí, pues, en pocas palabras, la actitud metodológica que hemos de­ nominado ingeniería utÓpica. 1 Sin duda, es convincente Y atractiva. En rea­ lidad, es el tipo indicado de enfoque metodológico para atraer a todos aquellos que, o bien se hallan libres de prejuicios históricos, o bien han reaccionado contra ellos. Esto sólo \a torna más peligrosa, y más urgente su crítica. Antes de pasar a analizar detalladamente la ingeniería utópica, quisiera reseñar otro tipo de ingeniería social, a saber, la ingenierí,l gradual. Se trata aquí, en mi opinión, de un enfoque metodológicamente sólido. El político que adopta este método puede haberse trazado o no, en el pensamiento, un plano de la sociedad y puede o no esperar que la humanidad 1\C(,;ue ,l mate­ rializar un día ese estallo ideal y alcanzar la felicidad y la perfección sobre la' tierra. Pero siempre será consciente de que la perfección, aun cuando pueda alcanzarla, se halla muy re 111 o ta, y de que cada generación de llUmbres y,' por 10 tanto, también los que viven, tienen un derecho; quiz,l no tanto el de­ recho de ser felices, pues nO existen medios institucionales de hacer feliz a un hombre, pero sí el derecho de recibir toda la ayuda posible en caso de que padezcan. La ingenierí"a gLlllua\ \1<\brá de ,tdoptar, en consecuencia, e] método de buscar y combatir los males más graves Y serios de la sociedad, en lugar de encaminar todos sus esfuerl',os hacia la consecución del bien fi­ naU Esta diferencia dista de ser tan só!o verbal. En realidad, es de la mayo importancia: es la diferencia que media entre un método razonable para cllte, rar la suerte del hombre y un método que, aplicado sistem,lticalll pue-, de conducir con faeilidad a un inLl1lerable aumento del padecer humano. Es' la diferencia entre un métodO susceptible de ser aplicado en cualquier mos mento y otro cuya práctic~l puede convcrtirse con facilidad en un medio par posponer continuamente la acción hasta una fecha posterior, en la esperan 1',<1 de que las condiciones sean entonces m,ls f<¡vorab1cs. y es también la di'-! ferencia que media entre el único método capai', de solucionar problema¡;; en todo tiempo y lugar, según lo enseiía la cxper"lenci,l histúrica (inc\uyemi do la propia Rusia, como se verá más ,ltIeLl1lte) y otro que, dondequiera qua, ha sido plleS(() en pr<Íctic,l, súlo ha coud ucido al uso de la vio1cnci,l en luga de la l'azón, y si no a su propio abandono, en todo caso al del plan origin El ingeniero gradualista puede aducir en favor de su método que la luc sistemática contra el sufri miento, la inj usticia y la guerra tienc más probab lidades de recibir el apoyo, la aprobación y el acuerdo de un gran núme de personas, que la lucha por el establecimiento de un ide'll. Ll existencia males socia1cs, vale decir, de condiciones sociales que hacen padccer a m chos hombres, pucde establecerse con relativa precisión. Quienes sufrili mejo'~j 174 pueden juzgarlo por sí mismos, y los demás difícilmente se atreven a negar que no se hallan dispuestos a trocar su lugar con aquéllos. Es, en cambio, in­ finitamente más difícil razonar acerca de una sociedad ideaL La vida social es tan complicada que pocos o ningún hombre podrían juzgar un plano de la ingeniería social en gran escala, para apreciar si es o no practicable, si pue­ de o no acarrear mejoras reales, si habrá de involucrar o no algún nuevo mal, y decidir cuáles son los medios adecuados para su materialización. En oposición a éstos, los planos de que se sirve el ingeniero gradualista son re­ i.rtivamcntc simples. En efecto, éstos se refieren a instituciones aisladas, le­ ¡~islando acerca del seguro de la salud y contra la desocupación, acerca de los tribunales de arbitraje, de los presupuestos antidepresionistas,' o de la reforma educacional. En caso de que el plano esté equivocado, el darlo no será muy grande ni el reajuste difícil. Puesto que menos riesgos no son tan í.icilmem.e objeto de controversia. Pero si es más fácil llegar a un acuerdo razonable acerca de los males existentes y de los medios para combatirlos, que con respecto al bien ideal y a los medios para materializarlo, entonces ';crá mayor nuestra esperanza de que mediante el uso del método gradual se "upere la dificultad práctica m.ís seria de toda reforma política razonable, a "aber, el empleo de la razón, en lugar de la pasión y la violcncia, en la cjccu­ ,'í6n del programa social. Siempre existirá la posibilidad de llegar a una rr.insacción razonable de las partes y, por consiguiente, de alcanzar las me­ !"ras mediante métodos democráticos. (La palabra «transacción» es de­ ·",gradable, pero es importante que aprendamos a usarla correctamente. Las tustituciorics son, inevitablemente, el resultado de una transacción con las , ircunstancias, intereses, ctc., si bien como personas podemos resistirnos a iulluencias de este tipo.) En oposición a todo eso, la tentativa utópica de alcanzar un Estado ideal, foil viéndose para ello de un plano de la sociedad total, exige, por su carácter, ,·1 ¡~obierno fuerte y centralizado de un corto número de personas, capaz, en ">I1secuencia, de conducir fácilmente a la dictadura." y esto ha de cousidc­ I arse como una crítica a la concepción utopista, pues, como hemos tratado 01," demostrar en el capítulo relativo al principio de la conducción, el autori­ 1,11 ismo constituye una forma de gobierno sumamente cuestionable, y algu­ 111 1,', puntos pasados por alto en aquel capítulo nos suministran argumentos 11111 más directos contra el utopismo. Una de las dificultades que debe en­ 1"'lItar un dictador benévolo es la de establecer hasta qué punto los efectos ,¡.. sus medidas concuerdan con sus buenas intenciones. La dificultad pro­ rll'lle del hecho de que el autoritarismo debe silenciar toda crítica, de tal 11111110 que al dictador benévolo no le será fácil oír las quejas motivadas por '1'1', disposiciones. Pero sin ningún control de este tipo, no tendrá a su al­ , '1II.e medio alguno para averiguar si sus decretos han cumplido el objetivo 175 deseado. Para el ingeniero utopista la situación se torna todavía más crítica. La reconstrucción de la sociedad es una enorme empresa que debe acarrear considerables perjuicios a mucha gente y durante un considerable espacio de tiempo. Consecuencia de ello será que el ingeniero utopista no tendrá otro remedio que hacerse sordo a las quejas y, en realidad, deberá conver­ tirse en parte de sus tareas ordinarias la supresión de las objeciones irrazo­ nables. Pero junto con éstas, se verá forzado a suprimir, invariablemente, también la crítica razonable. Otra dificultad que debe superar la ingeniería utópica es la relacionada con el problema del sucesor del dictador. En el ca­ pítulo 7 ya se mencionaron algunos aspectos de este problema. La ingenie­ ría utópica presenta una dificultad análoga, aunque más seria todavía, a la enfrentada por el tirano benévolo que trata de encontrar un sucesor igual­ mente benévolo," La propia magnitud de la empresa utopista torna impro­ bable que los objetivos sean alcanzados durante la vida de un ingeniero so­ cial o, incluso, de todo un grupo de ingenieros. Y si sus sucesores no persiguen el mismo ideal, entonces todo el sufrimiento del pueblo por aquel ideal habrá sido vano. La generalización de este argumento conduce a una nueva objeción con­ tra el utopismo. E:ste sólo puede encerrar algún valor práctico, por supuesto, si suponemos que el plano original, tal vez con algunos pequeños ajustes, habrá de seguir siendo la base de toda la obra hasta que ésta se vea conclui­ da. Pero esto demandará cierto tiempo. Yen ese lapso habrán de producir­ se revoluciones, tanto políticas como espirituales, y nuevos experimentos y experiencias en el campo político. Cabe esperar, por lo tanto, que cambien las ideas e ideales sustentados. Y bien puede llegar a suceder quc lo quc pa recía ideal a los ingenieros que diseñaron el plano original, ya no lo parezca a sus sucesores. Y si se admite esto, entonces se derrumba todo el edificio. El método de establecer, primero, una meta política última y de comenzar luego a avanzar hacia e1Lt, es fútil si admitimos que este objetivo puede al­ terarse considerablemente durante el proceso de su m.ucrialización. i\sí, en cualquier momento puede resultar que los pasos dados en su dirección, (lOS alejen de la consecución de un objetivo nuevo. y si desviamos nuestra mar­ cha de acuerdo con esta llueva meta, entonces nos expondremos una vez más a este mismo riesgo. Y así, pese a todos los sacrificios realizados, existe siempre la posibilidad de que no lleguemos nunca a ningunn parte. Aquellos que prefieren avanzar hacia un ideal remoto, y no hacia la materialización de una transacción parcial, deberán recordar que si el ideal se halla muy le, jano, puede llegar a resultar difícil, incluso, establecer si el paso dado nos acerca o nos aleja del mismo. Y esto se cumple especialmente cuando debe seguirse una ruta en zigzag o, para decirlo con la terminologia de Hegel, cuando la trayectoria es «dialéctica», o simplemente no se halla trazada en 'i 1¡IIIIUI! I I " 176 i absoluto. (Esto vale también para la vieja pregunta, algo pueril, de la medi­ da en que el fin puede justificar los medios. Aparte de sostener que ningún fin podría justificar los medios, es mi convicción que un fin perfectamente concreto y factible puede justificar medidas temporarias que nunca podría justificar un ideal más distante.)" Se advierte ahora que el utopisrno sólo puede salvarse mediante la creen­ cia platónica en un ideal absoluto e inmutable, junto con otros dos supues­ tos más, ¡¡ saber: (a) yue existen métodos racionales para determinar de una vez para siempre cu.il es el ideal, y (b) cuáles los mejores medios para su obtención. Sólo estos supuestos de tan largo alcance podrían anular la afir­ rnación de que la metodología utópica es completamente estéril. Pero has­ ta el propio Platón y Jos más ardientes platónicos habrían de admitir que el supuesto (a) no es ciertamente válido y que no existe ningún método ra­ cional para determinar el objetivo último, sino, a lo sumo, una especie de imprccisa intuición. l Jc este modo, toda diferencia de opinión entre los in­ genieros utopistas deberá ser dirimida, a falta de métodos racionales, por medio de la fuerza y no de la r.izon, esto es, por medio de la violencia. Si, con todo, se efectúa algCI11 progreso en alguna dirección dada, ello será a pesa)' del método adoptado y no pOr causa dc él. El éxito puede deberse, por ejemplo, a las virtudes de los jefes; pero 110 debemos olvidar que no son los mi-todos racionales sino la suerte la que produce esos jefes vir­ tuosos. Es de suma impol'tancia comprellder bien esta crítica; nuestra crítica no consiste en afirrn.u que el ideal carezca dc validez por no ser factible su COl1­ secución, debiendo permanecer siempre en el plano utópico. Esto no sería acertado, pues son muchas las cosas que han sido alcanzadas después de ha­ berse descarL1do dogJII;Íl:icallleJ1te esta posibilidad; por ejemplo, el estable­ cimiento de instituciones para asegurar la paz civil, v.gr., para la prevención del de-lito dentro del Estado (a mi juicio, llO es ya siquiera un problema di­ fícil y lIlucho menos il1so1uhle, el del establecimiento de instituciones simi­ lares para la prevención de los delitos internacionales como, por ejemplo, la agresión armada, pese ;1 haberse tachado de utópica esta posibilidad).' Lo que criticamos de l.i ingeniería utópica es su propósito de reconstruir la so­ ciedad en su intcgridad, provocando cambios de vasto alcance cuyas conse­ cuencias prácticas 50n difíciles de calcular debido al carácter limitado de nuestra experiencia. La ingeniería social pretende planificar racionalmente el desarrollo total de la sociedad, pese a que no poseemos el menor conoci­ miento fáctico necesario para poder llevar a buen término tan ambiciosa pretensión. Y no podemos poseer dicho conocimiento porque carecemos de la experiencia suficiente en este tipo de planificación, y nadie discute ya que el conocimiento de los hechos debe basarse en la experiencia. En la ac­ 177 tualidad, el conocimiento sociológico necesario para una ingeniería a gran escala simplemente no existe. En vista de esta crítica, es probable que el ingeniero utopista dé por sen­ tada la necesidad de experiencia práctica y de una tecnología social basada en la experiencia práctica. Pero argüirá que nunca incrementaremos nuestro conocimiento de estos asuntos si siempre nos abstenemos de realizar expe­ rimentos sociales, que son, en definitiva, los únicos que nos pueden pro­ porcionar la experiencia práctica buscada. Y podría añadir, asimismo, que la ingeniería utópica no es sino la aplicación a la sociedad de este método ex­ perimental. No es posible efectuar estos experimentos sin provocar vastas transformaciones. Además, deben ser en gran escala, debido al carácter pe­ culiar de la sociedad moderna con sus grandes masas de gente. Si se efectúa un experimento con el socialismo, por ejemplo, pero se lo circunscribe a una fábrica, a un pueblo, o incluso a un distrito, jamás nos proporcionará los datos reales de que tenemos tanta necesidad. Todos esos argumentos citados en favor de la ingeniería utópica dejan entrever un prejuicio tan difundido como insostenible, y es éste el de que los experimentos sociales deben realizarse a «gran escala», abarcando la to­ talidad de la sociedad, si se quiere trabajar en condiciones reales v auténti­ cas. Pero también pueden llevarse a cabo experimentos sociales parciales en iguales condiciones, en medio de la sociedad, y pese a ser a «pequeña esca­ la», es decir, sin revolucionar toda la sociedad. En realidad, vivimos hacien­ do experimentos de esta naturaleza. La introducción de un nuevo tipo de seguro de vida, de un nuevo tipo de impuestos, de una nueva reforma penal son todos experimentos sociales que tienen su repercusión sobre toda la so­ ciedad, pese a no re modelarla en su integridad. Hasta el hombre que abre un nuevo negocio o que reserva una entrada para cl teatro, efectúa cierto tipo de experimento social a pequeña escala; y todo nuestro conocimiento de las condiciones sociales se basa en la experiencia adquirida a través de experi­ mentos semejantes. El ingeniero utopista cuya posición venimos refutando, tiene razón cuando insiste en que un experimento con el socialismo sería de escaso o ningún valor en caso de que se lo efectuase en las condiciones ele la­ boratorio, por ejemplo, en un pueblo aislado, puesto que lo que necesita­ mos saber es cómo repercuten las cosas sobre la sociedad en condiciones so­ ciales normales. Pero este mismo ejemplo nos muestra dónde reside el prejuicio del ingeniero utopista. Éste se halla convencido de que debemos refundir en moldes enteramente nuevos toda la estructura de la sociedad cuando experimentamos con ella, yeso hace que sólo pueda ver, en un ex­ perimento más modesto, la refundición de la estructura total de una socie­ dad pequeña. Pero el tipo de experimento que puede suministrarnos mayor número de datos es el consistente en alterar una institución social por vez. 178 En efecto, sólo de esta manera es posible aprender a acomodar las institu­ ciones dentro del marco de otras instituciones y a ajustarlas de tal forma que funcionen en conformidad con nuestras intenciones. Y sólo de este modo podemos cometer errores y aprender de ellos sin arriesgarnos a gra­ ves consecuencias que habrían de entibiar la voluntad de futuras reformas. Además, el método utópico debe conducir, por fuerza, a un peligroso apego dogmático al plan en nombre del cual se han realizado innumerables sacri­ ficios. Del éxito del experimento pueden comenzar a depender, asimismo, una infinid~d de poderosos intereses. Y todo esto no contribuye a la racio­ nalidad ni al valor científico del experimento. El método gradual o parcial, sin embargo, permite la repetición de los experimentos y el reajuste penna­ ncntc de los elementos utilizados. En realidad, podría conducir a la feliz si­ tuación en que los políticos comienzan a buscar sus propios errores en lu­ gar de tratar de eludir responsabilidades y ele demostrar que siempre han tenido razón. Esto -'--y no la planificación utopista o las profecías históri­ cas------ representaría la introducción efectiva del método científico en la po­ lítica, puesto que todo el secreto del método científico reside en la buena disposición para aprender de los errores cometidos.' Puede corroborarse este punto de vista comparando la ingeniería social con, por ejemplo, la ingeniería mecánica. El ingeniero utopista podrá ar­ güir, por supuesto, que la ingeniería mcc.inica traza, a veces, el plano de comp licndísimas maquinarias como un todo único, y que dichos planos pueden abarcar y proyectar por anticipado, no sólo una clase determinada de maquinaria, sino, incluso, toda la l.iluica destinada a producir esa ma­ quinaria. Nuestra respuesta será que el ingeniero mecánico puede hacer todo esto, simplemente. porque posee la suficiente experiencia en sus ma­ nos; por ejemplo, todas las teorías desarrolladas merced al método de la prueba y el error. Pero esto signiFicl que si puede hacer proyectos a gran es­ cala, ello se debe al hecho de que con antcriorid.ul ha cometido toda clase de equivocaciones, o, en otras palabras, porque confía en la experiencia adqui­ rida mediante la aplicación de los métodos graduales. La nueva maquin.uin no es sino cl lruto de un gran número de pequeños progresos. Por lo gene-­ ral, el ingeniero parte de un modelo inicial y sólo después dc un gran nú­ mero de ajustes graduales de sus diversas partes alcanza la etapa en que pue­ de trazar los proyectos definitivos para la producción. De forma semejante, su plan para la fabricación de la máquina incluye una cantidad de experien­ cias, esto es, de pequeñas conquistas parciales alcanzadas en fabricaciones anteriores. El método al por mayor o a gran escala sólo resulta donde el mé­ todo gradual nos ha suministrado previamente gran cantidad de experien­ cias detalladas, y, aun entonces, sólo dentro de los límites de estas experiencias. Son muy pocos los fabricantes que podrían encontrarse preparados para 179 mundo social. Este radicalismo extremo de la concepción platónica (y también de la marxista) se halla relacionado, en mi opinión, con un esteticismo, es decir, con e! deseo de construir un universo que no sólo sea algo mejor y más ra­ cional que el nuestro, sino también que se halle libre de toda su fealdad; no se trata de remendar mal que bien sus viejos harapos, sino de cubrirlo con una vestidura enteramente nueva Y hermosa." Este esteticismo constituye una actitud perfectamente comprensible; en realidad, yo creo que todos no­ sotros padecemos un poco de estos sueños de perfección. (Quizá en el pró­ ximo capítulo logremos entrever algunas de las razones que nos mueven a ello.) Pero ese entusiasmo estético sólo resulta de valor si obedece a las rien­ das de la razón, del sentido de la responsabilidad y del impulso humanita­ rio de ayudar a los necesitados. De otro modo, podría ser peligroso por su facilidad para convertirse en un proceso de neurosis o histeria colectivas. En ningún autor encontramos una expresión más vehemente de este es­ tetici¿mo que en Platón. Platón era un artista, y como muchos de los mejo­ res artistas, trató de tener siempre a la vista un modelo, el "divino original» de su obra, esforzándose por «copiarlo» fielmente. Buen numero de las ci­ tas incluidas en el capítulo anterior ilustran claramente este punto. Lo que Platón define como dialéctica es, en esencia, la intuición intelectual del mundo de la belleza pura. Sus filósofos adiestrados son hombres que "han visto la verdad de lo que es hermoso, justo y bueno»;'? y se hallan en condi­ ciones de trasladarlo del cielo a la tierra. Para Platón, la política es el Arte Regia. Y es un arte, no en el sentido metafórico con que podemos referirnos al arte de tratar a los hombres, o al arte de hacer las cosas, sino en un senti­ do más literal de la palabra. Es un arte de composición, al igual que la mú­ sica, la pintura o la arquitectura. El político de Platón compone ciudades, movido tan sólo por la búsqueda de la belleza. Pero esto ya IlO es admisible. No es posible creer que las vidas humanas puedan convertirse en el medio para satisfacer el deseo estético de un artis­ ta de expresarse a sí mismo. Debe exigirse, más bien, que cada individuo disponga, si lo desea, del derecho a modelar su propia vida, en la medida en que no interfiera con los deseos de los demás. Pese a todo lo que podamos simpatizar con el impulso estético, cabe sugerir que el artista debe buscar otro material para expresarse. Y debe exigirse que la política sustente prin­ cipios igualitaristas e individualistas; los sueños de belleza deben subordi­ narse a la necesidad de ayudar a los desvalidos y a las víctimas de la injusticia, ya la necesidad de construir instituciones con esos tincs.!' Es interesante observar la íntima relación que media entre el extremo ra­ dicalismo platónico, con su exigencia de medidas drásticas, y su cstcticisrno. Como se verá, los pasajes siguientes son altamente característicos: al refe­ rirse al «filósofo que goza de la comunión con lo divino», Platón empieza por decir que habrá de sentirse abrumado por la necesidad... de materializar su divina visión así en los individuos como en la ciudad, ciudad que «jamás conocerá la dicha a menos que quienes la diseñan sean artistas inspirados en el modelo divino». Interrogado acerca de los detalles de la labor a realizar por dichos artistas, el «Sócrates» de Platón da esta sorprendente respuesta: «La ciudad será su lienzo y así también sus habitantes, y entonces ernpeza­ 180 181 producir un nuevo motor sobre la sola base de un plano, aun cuando éste hubiera sido proyectado por e! experto más capaz, sin hacer primero un modelo del producto y «desarrollarlo» luego, en lo posible, mediante pe­ queños ajustes. Quizá sea útil contrastar esta crítica de! Idealismo platónico, en la polí­ tica, con la crítica de Marx de lo que este pensador llama «Utopismo». Lo que tienen de común nuestra crítica y la de Marx es que ambas exigen un mayor realismo. En ambas se considera que los planes utópicos nunca po­ drán realizarse de la forma en que fueron concebidos, pues casi nunca una acción social produce exactamente e! resultado esperado. (Esto no invalida, en mi opinión, la teoría gradualista, porque en este caso es posible aprender -o, mejor dicho, es deber imperioso aprender- y modificar nuestros pun­ tos de vista a medida que actuamos.) Pero existen múltiples diferencias. Al combatir el utopismo, Marx condena, en realidad, todo tipo de ingeniería social, punto éste rara vez comprendido cabalmente. Así, acusa a la espe­ ranza en una planificación racional de las instituciones sociales, de ser total­ mente irreal, puesto que la sociedad debe crecer de acuerdo con las leyes de la historia y no de acuerdo con nuestros planes racionales. Todo cuanto está a nuestro alcance -afirma Marx- es disminuir los dolores del nacimiento de los procesos históricos. En otras palabras, su actitud es radicalmente his­ toricista y contraria a toda ingeniería social. Sin embargo, existe un elemen­ to en e! utopismo particularmente característico de la concepción platónica y al cual no se opone Marx, pese a constituir uno de los signos más impor­ tantes de esa falta de realismo que venimos atacando. Nos referimos a los al­ cances de! utopisrno, a su tentativa de solucionar los problemas de la sociedad de un solo golpe, sin dejar de tocar absolutamente nada. A su convicción de que es necesario ir a la raíz misma del mal social, si queremos "traer alguna decencia al mundo» (como dice Du Card), pues de nada servirán los com­ bates parciales contra e! deplorable sistema social existente; a su -para de­ cirlo en dos palabras- radicalismo intransigente. (Como advertirá el lector, usamos aquí este término en su sentido original y literal, no con el más di­ fundido en la actualidad de «progresismo liberal», a fin de caracterizar esa actitud de «ir a la raíz de las cosas».) Tanto Platón como Marx sueñan con la revolución apocalíptica que habrá de transfigurar radicalmente todo el rán, ante todo, por limpiar la tela, lo cual no es nada fácil. Pero es justa­ mente en este punto -has de saberlo- donde ellos diferirán de todos los demás. Así, no habrán de comenzar su trabajo en la ciudad o con un deter­ minado individuo (ni habrán de dictar ley alguna) a menos que se haya pro­ porcionado un lienzo limpio o que lo hayan limpiado ellos mismos»." Poco más adelante se nos explica qué es lo que entiende Platón por esta limpieza de los lienzos. «¿Cómo puede hacerse eso?», pregunta Glaucón. «Todos los ciudadanos de más de diez años -responde Sócrates- deben ser expulsados de la ciudad e internados en algún punto del país, debiendo retenerse tan sólo a los niños que se hallen libres todavía de la perniciosa in­ fluencia de sus padres. Aquéllos serán educados, entonces, como verdade­ ros filósofos y de acuerdo con las leyes que ya hemos descrito> Con ánimo semejante, dice Platón, en El Político, acerca de los mandatarios reales que gobiernan de acuerdo con la Regia Ciencia del Estadista: «Ya sea que go­ biernen legal o ilegalmente, con la conformidad o disconformidad de los súbditos..., mientras purguen al Estado para su bien, mediante la muerte o deportación de algunos de sus ciudadanos Y mientras procedan de acuer­ do con la ciencia y la justicia y preserven al Estado, perfeccionándolo, tal forma de gobierno será aceptada corno la única acertada». He ahí la forma en que debe proceder el político artista, y 10 que signifi­ ca la limpieza del lienzo. Deben borrarse las instituciones y tradiciones exis­ tentes. Se debe purificar, purgar, expulsar, deportar y matar. (<<Liquidar», corno se dice en la actualidad...) Las palabras de Platón constituyen, en ver­ dad, una descripción fiel de la actitud intransigente de todas las formas del radicalismo político a ultranza, de la resistencia esteticista a entrar en com­ ponendas. La opinión de que la sociedad debe ser hermosa como una obra de arte lleva con demasiada facilidad a adoptar medidas violentas. Pero todo este radicalismo y esta violencia son posiciones a la vez [útiles y faltas de rea­ lismo. (Esto 10 ha demostrado perfectamente el ejemplo de la evolución del movimiento ruso. Tras el derrumbe económico a que condujo la limpieza de lienzos emprendida por la llamada «guerra comunista», Lenin introdujo su «nueva política económica», que no era, en realidad, sino Ull tipo de ingenie­ ría gradual, si bien sin la formulación consciente de sus principios o de su co·· rrespondiente tecnología. Por lo pronto, Lenin comenzó por restaurar la mayor parte de los rasgos del cuadro que habían sido borrados con tanto su­ frimiento humano. El dinero, los mercados, las diferencias en las entradas y la propiedad privada -durante algún tiempo, incluso la empresa privada en la producción- volvieron a ser permitidos y sólo una vez restablecida esta base, se inició un nuevo período de reforma.)lJ A fin de efectuar la crítica de los funcionarios del radicalismo estético de Platón, convendrá distinguir dos puntos diferentes: 182 He aquí el primero: la idea de la sociedad que tienen muchas gentes que hablan de «nuestro sistema social» y de la necesidad de reemplazarlo por otro «sistema», es muy semejante al caso de un retrato pintado sobre un lienzo y que debe ser totalmente borrado para poder pintar otro nuevo. Sin embargo, existen grandes diferencias. Una de ellas es que el pintor y aque­ llos que cooperan con él, así como también las instituciones que les hacen posible la vida, los sueños y proyectos de un mundo mejor y sus normas de decencia y moralidad, forman todos parte del sistema social, esto es, del cuadro que debe ser borrado. Si realmente tuvieran que lavar el lienzo com­ pletamente, tendrían que destruirse a sí mismos, y con ellos, sus planes utó­ picos. (Y lo que seguiría no sería, probablemente, una hermosa copia de un ideal platónico, sino el caos.) El artista político reclama, al igual que Arquí­ medes, un lugar fuera del mundo social donde sea posible establecer un pun­ to de apoyo y hacer palanca para levantarlo sobre sus goznes. Pero ese punto no existe y el mundo social debe seguir funcionando durante cual­ quier reconstrucción. f~sta es la simple razón por la cual debemos reformar sus instituciones paso a paso, hasta tanto no tengamos una mayor experien­ cia en la ingeniería social. Esto nos lleva al segundo punto -de mayor importancia-- que se refie­ re al irracionalismo inherente a la concepción radical. En todos los terrenos, sólo podemos aprender por medio de la prueba y el error, equivocándonos y corrigiendo las faltas; a nadie se le ocurre confiar solamente en la inspira­ ción, si bien ésta puede resultar del mayor valor cuando es susceptible de ser verificada por la experiencia. Por consiguiente, no es razonable suponer que una completa reconstrucción de nuestro mundo social haya de llevarnos de inmediato a 14n sistema practicable. Debemos esperar, más bien, en razón de nuestra falta de experiencia, la comisión de muchos errores que sólo podrían ser eliminados mediante un largo y laborioso proceso de pequeños ajustes; en otras palabras, mediante ese método racional de la ingeniería gradual cuya aplicación venimos defendiendo. Pero aq ucllos a quienes no les agra­ da este método por no considerarlo lo bastante radical, tendrían en este caso que volver a borrar la sociedad recién construida a fin de comenzar nueva­ mente sobre un lienzo limpio; y puesto que la nueva tentativa -por iguales razones--- no habría de conducir tampoco a la perfección, se verían obliga­ dos a repetir interminablemente este proceso sin llegar nunca a ninguna parte. Quienes admiten esto y se sienten dispuestos a adoptar nuestro mé­ todo más modesto de los procesos parciales, pero sólo después de la prime­ ra limpieza radical, se tornan pasibles de que se les critiquen, por innecesa­ rias, las medidas iniciales de violencia. El csteticismo y el radicalismo deben conducirnos, forzosamente, a re­ chazar la razón y a reemplazarla por una desenfrenada esperanza de mila­ 183 gros políticos. Esta actitud irracional originada en la embriaguez que oca­ sionan los sueños de un mundo hermoso y mejor es lo que llamamos Ro­ manticismo.14 Bien puede buscarse el modelo de la ciudad divina en el pasa­ do o en el futuro, bien puede predicarse «el retorno a la naturaleza» o el «avance hacia un mundo de amor y belleza»; pero su llamado estará siem­ pre dirigido a nuestras emociones y no a nuestra razón. Aun inspirados por las mejores intenciones de traer el cielo a la tierra, sólo conseguiremos con­ vertirla en un infierno, ese infierno que sólo el hombre es capaz de preparar EL MARCO HISTÓRICO DEL ATAQUE PLATÓNICO Capítulo 10 LA SOCIEDAD ABIERTA Y SUS ENEMIGOS l~l nos restaurará a nuestra naturaleza original y nos curará, bcndiciéndonos y haciéndonos felices. para sus semejantes. PLATÓN ! ay todavía un punto que falta considerar en nuestro análisis. La afir­ mación de que el pro¡.>;rama político de Platón era puramente totalitario y las objeciones que levantamos contra él en el capitulo 6, nos llevaron a exa­ minar el papel desempeñado dentro de este pro¡.>;rama por las ideas morales de la Justicia, la Sabiduría, la Verdad y la Belleza. El resultado de este exa­ men fue siempre cl misruo: el papel desempeñado por estas ideas es impor­ tante, pero nunca llevan a Platón m.is alLí de los límites del totalitarismo y el racismo. Sin embargo, todavía nos resta considerar una de estas ideas, a saber, la de la Felicidad, Como se recordará, en esa ocasión citamos a Cross­ man en relación con la creencia de que el pro¡.>;rarna político de Platón es, en esencia, un "plan para construir un Estado pcrlcctu, donde todos los ciuda­ danos se.m realmente felices", y calificamos dicha creencia de residuo de la tendencia a idealizar a Platón. Si se nos pidiese que justific.iramos este jui­ cio, no nos sería difícil demostrar que el tratamiento platónico de la felici­ dad es exactamente análo¡.>;o a su tratamiento de la justicia, y, especialmente, que se hasa en la misma creencia de que la sociedad se halLl "por naturale­ za» dividida en clases o castas. La vcrdadcr.t felicidad' ··--insiste Platón­ sólo se alcanza mediante la justicia, es decir, ¡.>;uardando cnd.i uno ellu¡.>;ar que le corresponde. El ¡.>;ohertl;lnte debe hallar la felicidad en el ¡.>;obierno, el guerrcro en la gucrra y, cabe inferirlo, el esclavo en la esclavitud. hiera de esto, Platón afirma frecuentemente qlle él no apunta ni a la felicidad de los individuos ni a la de una clase panicular del Estado, sino a b felicidad del conjunto y esto -ar¡.>;uye-- no es sino el resultado del imperio de esa justi­ cia cuya concepción totalitaria ya ha sido demostrada. Una de las principa­ les tesis de Lit República es, precisamente, la de que sólo esta justicia puede llevar a una auténtica felicidad. En vista de todo esto parece consecuente y difícilmente refutable, de acuerdo con los datos disponibles, la concepción que nos presenta a Platón í 184 185 "'¡,; nUl;';;;;;:wWWPRfH"U"';;;;'"'Hhflm'''tilfrnnffiflmmmnmmunu..... n ••• - - . ­ como un político totalitario, fracasado en sus empresas inmediatas Y prácti­ cas, pero que a la larga sólo tuvo demasiado éxito" con su propaganda para destruir o detener la marcha de una civilización que aborrecía. Sin embargo, basta plantear las cosas con esta crudeza para sentir que tal interpretación no puede ser exacta. En todo caso, eso es lo que yo sentí cuando por pri­ mera vez me formulé esta conclusión. No era tanto, quizá, por creer que fuera falsa, sino porque de algún modo se me antojaba defectuosa. Comen­ cé, pues, a buscar las pruebas que pudieran refutarla.' Sin embargo, salvo en un solo punto, esta tentativa resultó totalmente infructuosa. El nuevo ma­ terial recogido sólo tornó más manifiesta la identidad entre el totalitarismo y el platonismo. Hubo un punto, con tocio, en que me pareció haber en­ contrado la refutación buscada: el odio de Platón hacia la tiranía. Claro está que siempre quedaba la posibilidad de explicar esto también diciendo, por ejemplo, que su condenación de la tiranía no era más que pura propaganda. El totalitarismo profesa amor, frecuentemente, a la «verdadera» libertad, y el elogio platónico de la libertad, en oposición a la censura de la tiranía, sue­ na exactamente igual que esta profesión de amor. No obstante, se me anto­ jó que alguna de sus observaciones relativas a la tiranía,' que mencionare­ mos más adelante en este mismo capítulo, eran sinceras. Claro está que el hecho de que la «tiranía', significara habitualmente, en los tiempos de Pla­ tón, una forma de gobierno sostenida por el apoyo de las masas, permitía pensar que el odio de Platón hacia la tiranía cuadraba perfectarnentc dentro de mi interpretación primera. Sin embargo, esto no me satisfizo y creí nece­ sario todavía modificar dicba interpretación. Al mismo tiempo, observé que la mera insistencia en la sinceridad fundamental de Platón no era suficiente, en absoluto, para hacerlo. En efecto, era necesario trazar un cuadro entera­ mente nuevo que incluyese esta creencia sincera de Platón en su misión de médico del enfermo cuerpo social-así como también el hecho de que ha­ bía sido él quien con mayor claridad que nadie, antes o después, había visto lo que le estaba ocurriendo a la sociedad griega de su tiempo. Dado que la tentativa de rechazar la identidad del platonismo con el totalitarismo no mejoraba el cuadro, me vi obligado, por fin, a modificar la interpretación del totalitarismo mismo. En otras palabras, mi intento de comprender a Platón mediante la analogía con el totalitarismo moderno me llevó, para mi propia sorpresa, a modifiear mi opinión del totalitarismo. y si bien no lo­ gró modificar mi hostilidad, me hizo ver, en última instancia, que la fuerza de ambos -el antiguo y el reciente movimiento totalitarista- residía en el hecho de que trataban de responder a una necesidad bien real, pese a todo lo mal concebidos que hubieran estado. A la luz de esa nueva interpretación, parece probable que el deseo de Platón de hacer felices al Estado y a sus ciudadanos, no sea mera propagan­ 186 da. Yo, por lo menos, estoy dispuesto a aceptar su buena intención funda­ mental.' Aceptaré también que tenía razón, hasta cierto punto, en el análisis sociológico sobre el cual basó su promesa de felicidad. Para expresarlo con mayor precisión: creo que Platón encontró, con profunda sagacidad socio­ lógica, que sus contemporáneos sufrían una ruda tensión y que esta tensión obedecía a la revolución social que se había iniciado con el surgimiento de la democracia y el individualismo. Platón logró descubrir las principales causas de su infortunio tan profundamente arraigado -los cambios y las discordias sociales- e hizo todo lo posible para combatirlas. No hay ninguna razón para dudar que uno de los motivos más poderosos que lo movieron en esta lucha fue el deseo de recuperar la felicidad de sus conciudadanos. Por otras razones que examinaremos más adelante, en este mismo capítulo, es mi opi­ nión que el tratamiento medico-político por él recomendado -la detención de! cambio y el retorno al tribalismo- estaba irremediablemente equivoca­ do. No obstante, esa recomendación -si bien como terapéutica no resultó practicablc- da pruebas de la capacidad de Platón para el diagnóstico. En efecto, nos muestra claramente que en todo momento supo qué era lo que estaba mal, y quc comprendió la tensión y el infortunio en que trabaja el pueblo aun cuando errara en su idea fundamental de que, haciéndolo retor­ nar al tribalismo, podría disminuirse esa tensión y restaurar la felicidad. En este capítulo trataré de realizar una breve reseña de los datos históri­ cos que me indujeron a extraer estas conclusiones. En el último capítulo del libro se encontrarán ;llgullas observaciones críticas acerca del método adop­ tado, esto es, el de la interpretación histórica. Aquí bastará decir, por lo tan­ to, que no reclamo para este método la calidad de científico, puesto quc una interpretación histórica nunca puede ponerse a prueba con el mismo rigor qUl: las hipótesis ordinarias. La interpretación es, principalmente, un punto de uist.a, cuyo valor reside en la fertilidad, en su capacidad para arrojar luz sobre el material histórico, para conducirnos al encuentro del nuevo mate­ rial y para ayudarnos a racionalizarlo y unificarlo. Lejos de mí, por lo tan­ to, la intención de formular asertos dogmáticos, pese a la seguridad o vehe­ mencia con <]11e pueda cxpresar a veces mis opiniones. Nuestra civilización occidental tiene su punto de partida en Grecia. Fue allí, al parecer, donde se dio el primer paso del tribalismo al humanitarismo. Veamos qué significa esto. La primitiva sociedad tribal griega se asemeja, en muchos aspectos, a la de pueblos tales como, por ejemplo, el polinesio y e! maorí. Pequeñas hor­ 187 das de guerreros, habitualmente con residencia en puestos fortificados y bajo el mando de jefes tribales o reyes, o bien de familias aristocráticas, se pasan guerreando entre sí, tanto en mar como en tierra. Claro está que las diferencias entre las formas de vida griega y la polinesia son múltiples, pues según se ha reconocido plenamente, no hay uniformidad en el tribalismo, o sea, no hay una «forma de vida tribal» típica y común a diversas sociedades. A mi juicio, sin embargo, pueden observarse algunas características comu­ nes, si no a todas, por lo menos a gran parte de estas sociedades tribales. Me refiero a su actitud imbuida de magia o irracionalidad hacia las costumbres de la vida social, y la correspondiente rigidez de estas costumbres. Ya analizamos antes la actitud mágica ante la costumbre social. Su prin­ cipal elemento lo constituye la falta de diferenciación entre las uniformida­ des convencionales proporcionadas por la costumbre de la vida social, y las uniformidades provenientes de la «naturaleza'>, y esto va acompañado, a menudo, de la creencia de que ambas son impuestas por una voluntad so­ brenatural. La rigidez de la costumbre social es, probablemente, en la ma­ yoría de los casos, sólo un aspecto más de la misma actitud. (Existen buenas razones para creer que este aspecto es aún más primitivo y que la creencia en lo sobrenatural constituye una especie de racionalización del miedo a cambiar la rutina, miedo que puede observarse en los niños muy pequefios.) Cuando hablamos de la rigidez del tribalisl11o, no queremos decir con ello que no puedan producirse cambios en las formas de vida tribal. Queremos significar más bien que los cambios, relativamente poco frecuentes, tienen el carácter de conversiones o reacciones religiosas, con la consiguiente in­ troducción de nuevos tabúes mági.cos. No se basan, pues, en una tentativa racional de mejorar las condiciones sociales. Fuera de estos cambios ~que son raros~ los tabúes regulan y dominan rígidamente todos los aspectos de la vida, siendo muy pocos los claros a donde no llega su imperio. En esta forma de vida, existen pocos problemas y nada que equivalga realmente a los problemas morales. No queremos decir con esto que un miembro de la tribu no necesite, a veces, un gran heroísmo y tenacidad para actuar en con­ formidad con los tabú es, sino que rara vez lo asaltará la duda en cuanto a la forma en que debe actuar. La actitud correcta siempre se halla claramente determinada, si bien puede hacerse necesario superar una serie de dificulta­ des al adoptarla. Y la fuente determinante reside en los rabúes, en las insti­ tuciones tribales mágicas que no pueden convertirse en objeto de conside­ raciones críticas. N i siquiera el propio Heráclito distingue claramente entre las leyes institucionales de la vida tribal y las de la naturaleza y, así, consi­ dera que ambas tienen el mismo carácter mágico. Basadas en la tradición tribal colectiva, las instituciones no dejan lugar a la responsabilidad perso­ nal. Los tabú es que establecen cierta forma de responsabilidad colectiva 188 pueden ser considerados como antecedentes de lo que hoy denominamos responsabilidad personal, si bien difieren fundamentalmente de ésta. En efecto, no se basan en un principio de causalidad razonable, sino más bien en ideas mágicas, tales como la de aplacar las iras del destino. Bien sabido es cuánto sobrevive todavía de todo esto. Nuestras propias formas de vida se hallan teñidas aún con los más diversos tabúes de cortesía, alimentación, etc. Y, sin embargo, existen importantes diferencias. En nues­ tra propia forma de vida existe, entre las leyes del Estado por un lado, y los tabúes que observamos habitualmente por el otro, un campo que se ensan­ cha día a día, correspondiente a las decisiones personales, con sus proble­ mas y responsabilidades, y no es posible pasar por alto la importancia ele este campo. Las decisiones personales pueden llevar a la alteración de los tabúes e incluso de las leyes políticas, que ya no tienen ese carácter. La gran diferencia reside en la posibilidad de reflexión racional acerca de estos asun­ tos. En cierto modo, la reflexión racional comienza con Heráclito." Con Alcmeón,Faleas e Hipodamo, con Heródoto y los sofistas, la búsqueda de la «mejor constitución» va adoptando, por grados, el carácter de un proble­ ma susceptible de ser tratado racionalmente. Y en nuestra propia época, so­ mos muchos los que adoptamos decisiones racionales con respecto al carác­ ter más o menos deseable o indeseable de las reformas legislati vas y de otros cambios institucionales; es decir, que tomamos decisiones basándonos en la estimación de las consecuencias posibles y en la preferencia consciente por algunas de ellas. Reconocemos, así, la responsabilidad personal racional. También ahora seguiremos llamando sociedad cerrada a la sociedad m.i­ gica, tribal o colectivista, y sociedad abierta a aquella en que los individuos deben adoptar decisiones personales. U na sociedad cerrada extrema puede ser comparada correctamente con un organismo. I.a llamada teoría organicista o biológica del Estado puede aplicárselo en grado considerable. La sociedad cerrada se parece todavía al hato o tribu en que constituye una unidad semiorgánica cuyos miembros se hallan ligados por víncu los scmibiológicos, a saber, el parelltesco, la convi­ vencia, la participación equitativa en los trabajos, peligros, alegrías y des­ gracias comunes. Se trata aún de un grupo concreto de individuos concretos, relacionados unos con otros, no tan sólo por abstractos vínculos sociales ta­ les como la división del trabajo y el trueque de bienes, sino por relaciones físicas concretas, tales como el tacto, el olfato y la vista. Y aunque una so­ ciedad de ese tipo pueda hallarse basada en la escla vitud, la presencia de es­ clavos no tiene por qué crear un problema fundamentalmente distinto del presentado por los animales domésticos. De este modo, se observa que fal­ tan aquellos aspectos que tornan imposible la aplicación exitosa de la teoría organicista a una sociedad abierta. 189 Il'iI~ !I Los aspectos a que nos referimos se hallan relacionados con el hecho de que, en una sociedad abierta, son muchos los miembros que se esfuerzan por elevarse socialmente y pasar a ocupar los lugares de otros miembros. Esto puede conducir, por ejemplo, a fenómenos sociales de tanta importan­ cia como las luchas de clases. En un organismo no es posible encontrar nada parecido a semejante lucha de clases. Puede ser, quizá, que las células o teji­ dos de un organismo -de los cuales se dice que corresponden a los miem­ bros de un Estado- compitan por el alimento, pero evidentemente no exis­ te ninguna tendencia por parte de las piernas a convertirse en el cerebro, o POl- parte de otros miembros del cuerpo a convertirse en el vientre. Puesto que en el organismo no hay nada que pueda corresponder ni siquiera a las características más importantes de la sociedad abierta -por ejemplo, la competencia entre sus miembros para elevarse en la escala social-la llama­ da teoría organicista del Estado se basa en una falsa analogía. La sociedad cerrada, por el contrario, ignora, prácticamente, estas tendencias. Sus insti­ tuciones, incluyendo las castas, son sacrosantas, tabúcs. En este caso, la teo­ ría organicista ya no se acomoda tan mal. No debe sorprendernos, por lo tanto, que la mayoría de las tentativas de aplicar la teoría organicista a nues­ tra sociedad 110 sean sino Formas veladas de propaganda para el retorno al tribalismo." Como consecuencia de su pérdida de carácter orgánico, la sociedad abierta puede convertirse, gradualmente, en lo que cabría denominar «so­ ciedad abstracta». Con la palabra «abstracta» nos referimos a la pérdida -que puede llegar a un grado considerable-e- del carácter de grupo concre­ to de hombres o de sistema de grupos concretos. Este punto, rara vez per­ [cctamcntc comprendido, puede explicarse por medio de una exageración. No es imposible concebir una sociedad en que los hombres no se encon­ trasen nunca, prácticamente, cara a cara; donde todos los negocios fuesen llevados a cabo por individuos aislados que se comunicasen telefónica o te­ legráficamente y que se trasladasen de un punto a otro en automóviles her­ méticos. (La inseminación artificial permitiría, incluso, l1evar a cabo la pro­ creación sin elemento personal alguno.) Podríamos decir de esta sociedad ficticia que es una «sociedad completamente abstracta o despersonalizada». Pues bien, lo interesante es que nuestra sociedad moderna se parece, en mu­ chos de sus aspectos, a esta sociedad completamente abstracta. Si bien no siempre nos trasladamos sin ninguna compañía, en coches herméticos (en lugar de ello, nos cruzamos con miles de hombres por la calle), el resultado es prácticamente el mismo, pues, por regla general, no establecemos la me­ nor relación personal con los demás transeúntes. De manera semejante, per­ tenecer a un sindicato puede no significar más que la posesión de un carnet y el pago de una contribución determinada a un secretario desconocido. En 190 1, :1 I , l' I, ,1 I IfIIlli, illl 1, 1I 11­ I[ i Ili [i 1 1 la sociedad moderna existe muchísima gente que tiene poco o ningún con­ tacto personal íntimo con otras personas y cuya vida transcurre en el ano­ nimato y el aislamiento y, por consiguiente, en el infortunio. En efecto, si bien la sociedad se ha tornado abstracta, la configuración biológica del hombre no ha cambiado considerablemente; los hombres tienen necesida­ des sociales que no pueden satisfacer en una sociedad abierta. Claro está que nuestro cuadro sigue siendo todavía sumamente exagera­ do. NUI;ca habrá ni podrá haber una sociedad completamente abstracta o siquiera preferentemente abstracta, así como no puede existir una sociedad completa o preferentemente racional. Los hombres todavía forman grupos concretos y mantienen entre sí contactos sociales concretos de toda clase, tratando de satisFacer sus necesidades sociales emocionales del mejor modo posible. Pero la mayoría de los grupos sociales concretos de una moderna sociedad abierta (con excepción de algunos dichosos grupos familiares) son pobres sustitutos, dado que no proporcionan una vida común. y muchos de ellos no cumplen ninguna función en la vida de la suciedad considerada en su conjunto. Otra razón que hace que nuestro cuadro sea exagerado es que no se han tenido en cuenta las ventajas sino, tan sólo, los inconvenieIltes. Y, sin em­ bargo, las hay. Así, puede surgir un lluevo tipo de relaciones personales, pues éstas pueden trabarse libremente y no se hallan determinadas por las contingencias del nacimiento; y con estu surge un nuevo individualismo. De manera similar, también cabe suponer que los vínculos espirituales ha­ brán de desempeñar un papelmás importante allí donde se debiliten los vín­ culos biológicus o físicos, etc, Sea ello como fuere, esperamos que nuestro ejemplo torne pcrfcctarncnre claro lo que queremos decir con sociedad abs­ tracta, en contraposición a los grupos sociales mis concretos, y que deje bien sentado, asimismo, que nuestras modernas sociedades abiertas Funcio­ nan, en gran medida, rucd iantc relaciones abstractas, tales como el inter­ cambio o la cooperación, (Es precisamente el análisis de estas relaciones abstractas lo que constituye la principal preocupación de la moderna teoría social, tal como la teoría económica. Muchos sociólogos no lo han com­ prendido así, como Durkheim, por ejemplo, que nunca abandonó la creen­ cia dogmática de que la sociedad debía ser an'11izada en función de los gru­ pos sociales concrctos.) A la luz de cuanto se lleva dicho, resultará claro que la transición de la sociedad cerrada a la abierta podría definirse CalDO una de las revoluciones más profundas experimentadas por la humanidad. Debido a lo que hemos llamado el carácter biológico de la sociedad cerrada, este tránsito no puede cumplirse sin una honda repercusión en los pueblos. Así, cuando decimos que nuestra civilización occidental procede de los griegos, debemos corn­ ; 11 191 ¡/II :!I 1I re ¡ prender todo lo que esto significa. Significa que los griegos iniciaron para nosotros una formidable revolución que, al parecer, se halla todavía en sus comienzos: la transición de la sociedad cerrada a la abierta. I Ii¡:¡1ji JI tl Claro está que esa revolución no fue realizada conscientemente. El de­ rrumbe del tribalismo, de las sociedades griegas cerradas, puede remontarse 1;III 1:li a la época en que el crecimiento de la población comenzó a hacerse sentir entre la clase gobernante de terratenientes. Esto significó el fin del tribalis­ ¡111i' mo «orgánico», pues creó una fuerte tensión social dentro de la sociedad ce­ rrada de la clase gobernante. En un principio pareció hallarse una especie de ¡mil! solución «orgánica» para este problema, consistente en la creación de ciu­ dades hijas. El carácter «orgánico» de esta solución fue subrayado por los procedimientos mágicos adoptados en el envío de colonos. Pero este ritual de la colonización sólo logró postergar la caída, llegando a crear incluso nuevos focos de peligro, allí donde provocaba el surgimiento de nuevos contactos culturales, que, a su vez, creaban lo que quizá fuese el peor pe! i­ gro para la sociedad cerrada: el comercio con la nueva y pujante clase de los mercaderes y navegantes. Hacia e! siglo VI a. C., este nuevo desarrollo había llevado a la disolución parcial de las viejas formas de vida e incluso a una se­ rie de revoluciones y reacciones políticas. Y no sólo provocó múltiples ten­ tativas de retener el rribalismo por la fuerza, como en Esparta, sino también aquella gran revolución espiritual que fue la invención de la discusión críti­ ca y, en consecuencia, de! pensamiento libre de obsesiones mágicas. Al mis­ mo tiempo, se descubren los primeros síntomas de una nueva inquietud. La tensión de la civilización comenzaba a hacerse sentir. Esta tensión, esta inquietud, son consecuencia de la caída de la sociedad cerrada, y aún las sentimos en la actualidad, especialmente en épocas de cambios sociales. Es la tensión creada por el esfuerzo que nos exige perma­ :i l' nentemente la vida en una sociedad abierta y parcialmente abstracta, por e! ii afán de ser racionales, de superar por lo menos algunas de nuestras necesida­ íi des sociales emocionales, de cuidarnos nosotros solos y de aceptar respon­ sabilidades. En mi opinión, debemos soportar esta tensión como el precio pagado por el incremento de nuestros conocimientos, de nuestra razonabi­ li, ¡J! lidad, de la cooperación y la ayuda mutua y, en consecuencia, de nuestras posibilidades de supervivencia y del número de la población. Es el precio que debemos pagar para ser humanos. 1111 11 : La tensión se halla íntimamente relacionada con el problema de la tiran­ tez entre las clases, que surge, por primera vez, con la caída de la sociedad r' 1 " 1 cerrada. Ésta no conoce, en realidad, ese problema. Por lo menos para los miembros que desempeñan el gobierno, la esclavitud, las castas y el gobier­ no de clase son «naturales», en el sentido de que a nadie seleocurriria cues­ tionarios. Pero con la caída de la sociedad cerrada desaparece esta certeza y con ella todo sentimiento de seguridad. Es en la comunidad tribal (y más tarde en la «ciudad») donde el miembro de la tribu puede sentirse más se­ guro. Rodeado de enemigos y de fuerzas mágicas peligrosas y aun hostiles, se siente en el seno de su comunidad tribal como un niño en el de su fami­ lia u li.ogar, donde desempeña un papel bien definido, que conoce bien y que cumple a la perfección. El derrumbe de la sociedad cerrada, puesto que plantea el problema de las clases, así como también otros problemas relati­ vos a la condición social de los individuos, debe haber producido el mismo efecto sobre los ciudadanos que el que podría producir en los niños u na se­ ria reyerta en la familia con el consiguiente desmoronamiento dcl hogar.'< Claro está que tal tensión fue experimentada con m;1S fuerza por las clases privilegiadas -seriamente amenazadas ahora- que por aquellas que no ¡,;o­ zaban entonces de ningún derecho, pero aun así, nadie dejó de experimen-­ tar la creciente inquietud. Todos temían, en m.iv or o menor grado, e! de­ rrumbe de su universo «natural». Y si hien prosiguieron librando su hatalla, frecuentemente se mostraron reacios a explotar sus triunfos sobre sus ene­ migos de clase, que se hallaban sostenidos por la tradición, e! status (juo, un alto nivel de educación y un sentimiento de autoridad natural. Ls teniendo todo eso presente como debemos tratar de comprender la historia de Esparta, que t r.uó exitosamente de detener la marcha de esta evolución, y de Atenas, la democracia rectora. Quizá la causa más poderosa que determinó la caída de b sociedad ce­ rrada haya sido e! desarrollo de las comunicaciones y el comercio maríti­ mos. El estrecho contacto con otras tribus tiende a minar b sensación de necesidad con que se suelen mirar las instituciones uibalcs: y el comercio, la iniciativa mercantil, parece ser una de las pocas formas en que la i nici.uiv.i y la independencia individuales') pueden adquirir vigencia, aun dentro de una sociedad donde todavía prevalen: el t.ribnlismo. ¡':stas dos actividades, la na­ vegación y e! comercio, se convinieron en las principales características del imperialismo ateniense a medida que se fueron desarrollando, hacia el siglo v a. C. y por cierto que no tardaron en ser reconocidos como peligrosísi mos enemigos por los oligarcas, los miembros de las clases hasta entonces privi­ legiadas de Atenas. Claramente comprendieron que la actividad comercial de Atenas, su mercantilismo monetario, su política naval y sus tendencias de­ mocráticas formaban parte de un solo movimiento y que era imposible derrotar a la democracia sin ir a la raíz misma de! mal y destruir tanto la po­ lítica naval como el imperio. Pero la política marítima ateniense se basaba 193 192 en sus puertos, especialmente el del Pireo, centro comercial y baluarte de! partido democrático, y estratégicamente en las murallas que fortificaban a Atenas y, más tarde, en las grandes murallas que la unieron a los puertos del Pireo y Falero. En consecuencia, hallamos que durante más de un siglo e! imperio, la flota, el puerto y las murallas fueron aborrecidos por los parti­ dos oligárquicos de Atenas, que los consideraban otros tantos símbolos de la democracia y fuentes de su fuerza, que no desesperaban de llegar a des­ truir algún día. Gran parte de las pruebas de este desarrollo pueden hallarse en la obra de Tucídides, Historia de la guerra del Peloponcso o, mej or dicho, de las dos grandes guerras que tuvieron lugar de 431 a 421 y de 419 a 403 a. C. entre la democracia ateniense y el detenido tribalismo oligárquico de Esparta. Cuando se lee a Tucídides no debe olvidarse que su corazón no se indi­ naba por Atenas, su ciudad natal. Si bien no pertenecía, aparentemente, al ala extrema de los grupos oligárquicos atenienses que conspiraron durante toda la guerra con el enemigo, perteneció ciertamente al partido oligárqui­ co y nunca fue amigo ni del pueblo ateniense, el demos que lo bahía exilado, ni de su política imperialista. (No se crea por esto que intentamos rebajar la magnitud de Tucídides, el más grande historiador, quizá, que haya conoci­ do el mundo.) Pero por mucho que se haya asegurado de los hechos regis­ trados y por sinceros que hayan sido sus esfuerzos por mantenerse impar­ cial, sus comentarios y juicios morales representan una interpretación, un punto de vista, y en ellos ya no podemos o no necesitamos coincidir con él. Veamos primero parte de un pasaje donde se describe la política de Temiste­ eles en el año 482 a.e., medio siglo antes de la guerra del Peloponcso: «Te­ místocles persuadió a los atenienses, asimismo, de que finalizaran la cons­ trucción del Pirco ... Puesto que los atenienses se habían lanzado al mar, pensó que ésta era la gran oportunidad para echar las bases de un imperio. Fue él el primero que se atrevió a decir que debían hacer del mar su domi- ' nio... » .le Veinticinco años después, «los atenienses comenzaron a construir sus grandes murallas hacia el mar, una hacia el puerto de Palero, y la otra hacia el Pireo»." Pero esta vez, veintiséis años antes del estallido de la gue­ rra del Peloponcso, el partido oligárquico tenía plena conciencia del signifi­ cado de estos nuevos desarrollos. Según Tucídides, no se detuvieron ni aun ante la más abierta traición. Como suele suceder con los oligarcas, los inte­ reses de clase fueron más fuertes que su patriotismo. La oportunidad se les presentó cuando una fuerza espartana enemiga comenzó a incursionar en el norte de Atenas, y entonces decidieron conspirar COIl Esparta contra su propio país. He aquí lo que escribe 'I'ucídides al respecto: «Ciertos atenien­ ses comenzaron a hacerles algunas propuestas privadas (a los espartanos) con la e;peranza de qlte pusieran fin a la democracia y a la construcción de 194 las murallas. Pero los demás atenienses... sospecharon sus propósitos avie­ sos para con la democracia». Los leales ciudadanos atenienses salieron, por lo tanto, a enfrentar a los espartanos, pero fueron derrotados. Parece ser, sin embargo, que lograron debilitar al enemigo lo bastante para impedirle que reuniera sus fuerzas con las de los quintacolurnnisms que estaban dentro de la ciudad. Algunos meses después fueron concluidas las grandes murallas; esto significaba que la democracia podría sentirse segura mientras mantu­ viese la supremacía marítima. E~te incidente da la pauta de lo tensa que era la situación dc las clases en Atenas, ya veintiséis años antes del estallido de la guerra del Peloponeso, durante la cual la situación empeoró aún más. También sirve para ilustrar los métodos empleados por el subversivo partido oJi¡',árquico favorable a Esparta. Cabe advertir que Tucídidcs sólo menciona su traición de paso, sin censurarlos; si bien en otros lugares se expresa violentamente contra las lu­ chas de clases y el espíritu partidista. Los pasajes que citaremos a continua­ ción, escritos a manera de reflexión general sohre la revolución de Corcira en el alío 427 a.C., encierran un gran interés, primero por coustitu ir un cua­ dro exeelellJc·de la tirantcz entre las clases, y segundo por ilustrar el rigor de que es capaz 'l'ucídidcs cuando le toca dcsCl·ihir tendencias .ul.l1ogas del lado de los demócratas de Corcira. (A fin de juzgar su hita de imparciali­ dad, debernos recordar que en los comienzos dc la guerra, Corcira había sido una de las aliadas clcmocráticas de Atell.ls y (]ue la revuelca había sido iniciada por los oligarcas.)i\dem;is, el pasaje constituye una excelente ex­ presión del sentimiento de un.t bancarrota social general: "Casi todo el mundo helénico -escribe Tucídides- era presa de b conmoción. I<:n todas las ciudades, los jefes del partido dcmocr.uico y del olig;irquico trataban con todas sus Fuerzas de ddende,', los unos, ;llos atenienses, los otros, a los lacedemonios... El vínculo partidista era más Iucrrc que el vínculo de la san .. gre ... Los jefes de cada bando se servían de lemas aparcutcmcnn- plausibles, afirmando los unos que sostenían la iguaILbd constitucional de la mayoría y los otros, la sabiduría de la nobleza. )':n realidad, todos rendían tributo al in­ terés púhlico, dec1ar,indoJc, por supuesto, su mayor devoción. Para sacar la menor ventaja el uno sobre el otro rccurri.m a todos los medios imagina­ bles, cometiendo los crímenes más atroces ... Esta revolución dio nacimien.. to a toda suerte de delitos en la ¡ léLtde ... 1':11 todas partes reinaba la actitud del más pérfido antagonismo. No habra ya ninguna palabra ni juramento, por sagrados o terribles que fuesen, capaces de reconcilial' a los enemigos. De lo que todos estaban profundamcnrc persuadidos por igual, sin embar­ go, era de que nada se haJlaba a salvo». u Sólo podrá apreciarse todo lo que significa esta tentativa de los oligarcas atenienses de valerse de la ayuda de Esparta para detener la construcción de 195 las murallas, si se piensa que esta actitud traidora no había variado en lo más mínimo más de un siglo después, cuando Aristóteles escribió su Política. Se habla allí, en efecto, de un juramento oligárquico, del cual dice Aristóteles que «se halla actualmente en boga». Helo aquí: «Prometo convertirme en enemigo del pueblo y en nacer todo lo posible para aconsejarlo mal»;':' Está claro, pues, que no se puede comprender este período si no se tiene en cuen­ ta ese profundo aborrecimiento. Dijimos más arriba que el propio Tucídides era un antidemócrata. De esto no quedan dudas después de considerar su descripción del Imperio ate­ niense y del odio que contra él guardaban los diversos Estados griegos. El gobierno de Atenas sobre este imperio --nos dice Tucídides-- era juzgado como una tiranía, y todas las tribus griegas le temían. Al describir la opinión pública en la época del estallido de la guerra del Pcloponeso, nuestro histo­ riador se muestra bastante benévolo con Esparta, pero severo con el impe­ rialismo ateniense. «El sentimiento general de los pueblos se inclinaba os­ tensiblemente hacia el lado de los lacedemonios, pues éstos sostenían que eran los liberadores de la l-Iébde. Las ciudades e individuos se hallaban an-­ siosos de ayudarles..., y cundía una intensa indignación general contra los atenienses. Muchos anhelaban verse libres de la sujeción ateniense. Otros se mostraban temerosos de caer bajo su yugo.»!' Es sumamente interesante que este juicio acerca del Imperio ateniense se haya convertido en el juicio más o menos oficial de la «historia», esto es, de la mayor parte de los historiadores, Así como a los filósofos les resulta arduo liberarse del punto de vista plató­ nico, del mismo modo los historiadores no logran superar el influjo de Tu­ cídides. A manera de ejemplo, podemos citar a Mcyer (la mayor autoridad alemana en este período), quien se limita a repetir a Tucídides cuando expre­ sa: «Las simpatías del mundo culto de la Grecia... se apartaban de Atenas»." Pero estas declaraciones son solamente la expresión del punto de vista antidernocrático. Una cantidad de hechos registrados por 'Tucídides -por ejemplo, el pasaje ya citado en que se describe la actitud de los jefes parti­ distas democráticos y oligárquicos-- demuestran que Esparta era «popu­ lar. no entre los pueblos de Grecia, sino entre los oligarcas; entre la pobla.. ción «culta», como lo dice Meyer tan sutilmente. Hasta éste admite que «las masas de mentalidad democrática esperaban, en muchas partes de Grecia, su victoria»." Esto es, la victoria de Atenas; y la narración de Tucídidcs contiene múltiples ejemplos que demuestran la popularidad de Atenas en­ tre los demócratas y los oprimidos. Pero, ¿a quién le importa la opinión de las masas incultas? Si Tucídides y los «cultos» aseveran que Atenas era tira­ na, entonces tenía que serlo. Es de sumo interés destacar que los mismos historiadores que saludan a Roma por la fundación de su imperio universal, condenan ,t Atenas por el 196 intento de lograr algo mejor. El hecho de que Roma haya tenido éxito allí donde Atenas fracasó no basta para explicar esa actitud. En realidad, no censuran a Atenas por su fracaso, puesto que les horroriza la sola idea de que su tentativa hubiera podido tener éxito. Atenas --creen ellos- era una democracia empedernida, una ciudad gobernada por la masa ignorante que aborrecía y oprimía a la gente culta y era, a su vez, odiada y despreciada por ésta. Pero esta opinión -el mito de la intolerancia cultural de la Atenas de­ mocrática- desconoce los hechos históricos y, sobre todo, la asombrosa productividad espiritual de Atenas en este período panicular. Hasta el pro­ pio Mcycr se ve forzado a admitirla. «Lo que Atenas produjo en esta déca­ da -expresa con una modestia caracterÍstica- puede equipararse con cual­ quiera de las mejores décadas de la literatura alcmana.» " Periclcs, jefe democrático de Atenas en esta época, tuvo sobrada razón cuando la llamó «la escnela de la IIélade». Lejos de mí la intención de dcfendn todo Jo que hizo Atenas para la construcción de su imperio, especialmente los ataques injustificados (si Jos huho) o los actos de brutalid:íd; tampoco se me olvida que la democracia ateniense se basaba tudavía en la esciavitud;'X pero a mi juicio, es necesario comprender que la esclavitud y autosuficiencia tribalisras sólo podían ser superadas mediante alguna lorrua de imperialismo. y debe admitirse tam­ bién que algunas de l.is medidas imperialistas aduptadas por Atenas eran bastante liberales. Un ejclllplo, sumamente interesante, es el hecho de que Atenas le haya ofrecido, en 405 a.C., a su aliada, la isla jónica de Sarrios, «que los ciudadanos de SalJlos sean atenienses a partir de hoy, que ambas ciudades sean UII solo Estado Ji que los ciudadanos de Samos resuelvan sus negoL,ios internus CUIllO mejor dispungan, conservando sus Jcyes».I~ Otro ejemplo de ello lo constituye elmétudo atcnicns« de impuestos sobre su im­ perio. Muchu es lo que se ha dicho acerca de estos impuestos o tributos, caliFicados ..---·injustamellle, en mi upinión----- de desvergonzado y tiránico instrumento de explutación de las ciudades más pequeñas, Si queremos jus­ tipreciar el signiFicadu de L'slas L1S'IS íllll'ositivas deberemos compararlas, por supuesto, L·' JI] el volunu-n del corncrcro que, a manera de compensación, era protegido por la lIoLa ateniense. I.os datos necesarios para dio nos los suministra "f'ucídides, por quien nos enteramos de que los atenienses impo­ nían a sus ;lli;tdos, en el uiio 413 a.C¿ «en lugar del tributo, un derecho del 5%. sobre I.odas las mercaderías importadas y exportadas por mar, en la convicción de que esto les produciría más»." Esta medida, adoptada bajo el rigor de la guerra, resiste Ltvorabletrlente, a mi juicio, la comparación con los métodos romanos de centralización. Los atenienses, merced a este mé­ rodo impositivo, se in tercsaron por el desarrollo del comercio de sus aliados y, de este modo, por la iniciativa e independencia de los diversos miembros 197 de su imperio. En su origen, el Imperio ateniense se había desarrollado a partir de una liga de pueblos iguales. Pese al predominio temporario de Atenas, públicamente criticado por algunos de sus ciudadanos (véase Lisis­ trata de Aristófanes), es probable que su interés por el desarrollo del co­ mercio en general la hubiera conducido con el tiempo a propiciar una espe­ cie de constitución federal. Por lo menos no tenemos ninguna noticia, en su caso, de nada que se parezca a la costumbre romana de «transferir» los bie­ nes culturales del imperio a la ciudad dominante, esto es, los botines de gue­ rra. Y dígase lo que se quiera de la plutocracia, yo creo que es preferible al gobierno de conquistadores entrq"ados al pillaje." También puede fundamentarse esta visión favorable del imperialismo ateniense mediante la comparación con los métodos espartanos en materia de relaciones exteriores. Í~stos se hallaban determinados por el objetivo fundamental que dominaba toda la política espartana, a saber, la tentativa de detener todo cambio y de retornar al u-ibalismo. (Esto es imposible, como veremos más adelante. Una vez perdida la inocencia, ya no puede recupe­ rarse, y una sociedad cerrada y ,tnificialmente detenida, o un u-ibalismo de­ liberadamente cultivado jamás poclr.in equipararse al objeto autémico.) Ile aquí los principios de la política espartana: (1) Protección del tribal isnlO de­ tenido: cerrarse ;1 toda influencia extranjera (tue pudiera poner en peligro la rigidez de los tabúcs tribales. (2) Antihumanitarismo: cerrarse, más espccí­ ficamcnte, a toda ideología igualitaria, democrática e individualista. (3) Au­ tarquía: no depender del comercio. (4) Antiuniversalislllo o particularismo: sostener la diferenciación entre la propia tribu y todas las delll;ls; no mcz­ clarsc con los inferiores. (5) Dominación: someter y esclavizar a los vecinos. (6) Expansión moderada: «La ciudad debe crecer sólo lllicnLras pueda ha­ cerlo sin alterar su unidad»:" y, especialmente, sin arriesg'lrse a la iniroduc­ ció n de tendencias universalistas. Si comparamos estas seis tcndencias prin­ cipales con las del moderno totalitarismo, veremos entonces que coinciden en todo lo fundamental, con la única excepción del último punto. La dife­ rencia podría sintetizarse diciendo que el totalitarismo Illodemo parece presenLar Lendencias imperialistas de expansión. Pero este imperialismo nada tiene de la tolerancia univcrsalista ateniense, sino q uc las vastas ambi­ ciones de los totalitarismos modernos les son impuestas, por así decirlo, contra su voluntad. Esto obedece a dos factores: el primero es la tendencia en general de toda tiranía a justificar su existencia presenLándose como la salvadora del Estado (o del pueblo) frente a sus encmigos, tcndencia que debe conducir, for/,OS<lmente, a crear o inventar nuevos enemigos, cuando los viejos han sido sometidos. El segundo factor es la tentativa de llevar a la práctica los puntos (2) y (5), íntimamente relacionados entre sí, del progra­ ma totalitario. El humanitarismo, que según el punto (2) debe ser dostcrra­ do, se ha vuelto tan universal que, a fin de combatirlo eficazmente en casa, hay que salir a destruirlo en toda la faz de la tierra. Pero actualmente el mun­ do se ha reducido tanto que ahora todos somos vecinos y, de este modo, para poner en práctica el punto (5) habrá que dominar y esclavizar a todo el mundo. Pero en la Antigüedad nada podría haberles parecido más peligroso a quienes defendían el particularismo a la manera espartana, que el imperia­ lismo ateniense, con su tendencia intrínseca a evolucionar en una comunidad de ciudades griegas y quizá, incluso, en un imperio universal del hombre. Resumiendo 10 que hasta aquí llevamos dicho, podemos afirmar que la re­ volución política y espiritual iniciada con el derrumbe del tribalismo griego alcanzó su culminación en el siglo v, con el estallido de la gucrra del Pclopo­ ncso, A esas alturas, ya se había convertido en una violenta guerra de clases y, al mismo tiempo, en una gucrra entre las dos ciudades rectoras de Grecia. 111 ,1 II ']i ii Il '1 I 198 Pero, ¿cómo habremos de explicar el hecho de que atenienses ilustres como Tucídidcs estuviesen dr\ lado de la reacción en contra de estas nue­ vas evoluciones? Los intereses de clase no constituyen, a mi juicio, una ex­ plicación suficiente, pues lo que debemos explicar es el hecho de que, en tanto que muchos jóvenes nobles y .unlsiciosos se convinieron en miem­ bros activos, aunque no siempre dil~nps de confianza, del p.u'ticlo clcmocrá­ tico, algnnos de los m.is serenos y mejor dotados se resist icron a su influjo. El punto principal parece ser quc -----'si bien ya existía Ll sociedad .ihicrta y había comenzado, en la práctica, a desarrollar nuevos valores, nuevas nor­ mas igualiLarias de vida, ..' todavía le faltaba algo, especialmente para la clase «culta». La nueva fe de la sociedad abierta ---su única fe posible: el Huma­ nismo------ comenzaba, sí, a imponerse, pero todavía no se hallaba claramente formul.ula, Por entonces 110 se alcanzaba a vislumbrar gran COS;1, fuera de las guerras de clase, cl micclo de los dcmócnuas a la reacción oli¡..;:írquie'l, y la .uucu.iza de nuevos conatos revolucionarios. La reacción contra estos movirniciuos tcrua, por consiguiente, mucho de su parte: b tradición, la de­ fensa de las viejas virtudes y la antigua religión. Estas tendencias atraían los sentimientos de la mayoría de los hombres y su popularidad dio lugar a una corriente de opinión que, si bien fue explotada en beneficio de los propósi­ tos de los espartanos y de sus amigos olig;irquicos, ganó para sí el favor de muchos hombres ilustres, incluso en Atenas. Del lema de este movimiento: «De nuevo al Estado de nuestros abuelos", () bien: «De nuevo al antiguo Estado paterno», deriva la palabra «patriota». Casi no vale la pena insistir en que las creencias populares entre aquellos que defendían este movimien­ 199 Creo que no sena mjusto denominar a esa generación que sdíala un punto culminante en la historia de la humanidad, la C; !';1I\ C;enc!';lciún: es la generación que brilló en Atenas un poco antes y durante la guerra del Pelo­ poneso." Entre ellos, hubo grandes conservadores corno S()foeles () 'I'ucídi­ des. Los hubo también de ideología intermedia, representativa del período de transición: unos vacilantes, como Eurípides, otros escépticos, como A~is­ tófanes. Pero también vio esa generación al gran rector de la democracia, a Pericles, que formuló los principios de la igualdad ante la ley y del indivi­ dualismo político, y a Heródoto, bienvenido y saludado por la ciudad de Pericles, como autor de una obra que glorificaba estos principios. A Protá­ goras, natural de Abdera, que adquirió notable influencia en Atenas, y su compatriota, Demócrito. Éstos sostuvieron la teoría de que las instituciones humanas del lenguaje, la costumbre y el derecho no son tabú es, sino pro­ ductos del hombre, no naturales sino convencionales, insistiendo, al mismo tiempo, en que somos responsables de las mismas. Vio, asimismo, la escue­ la de Gorgias -Alcidamas, Licotrón y Antístenes-- que desarrolló los conceptos fundamentales contra la esclavitud, en favor del proteecionismo racional y en contra del nacionalismo, por ejemplo, el credo del imperio universal de los hombres. Y vio, por fin, quizá al mayor de todos, a Sócra­ tes, qne enseñó a tener fe en la razón humana pero, al mismo tiempo, a pre­ venirse del dogillatismo: a manrcneruos aparrados dc la 11lisología,2H la des­ confianza en la teoría y en la razón, y de la actitud mágica de aquellos que hacen un ídolo de la sabiduría y que enseñó, en suma, que el cspfritu de la ciencia es la crítica. \ Puesto que no se ha dicho gran cosa todav'ía acerca de Pcriclcs y nada en absoluto acerca de Dcmócrito, utilizaremos ahora sus propias palabras a Fin de ilustrar el carácter de la nueva fr. En primer término, Dcrnócrito: «No por miedo, sino por el sentimiento de lo que es justo, debemos abstenemos de hacer el mal. .. La virtud se basa, sobre todo, en el respeto a los dcm.is hombres ... Cada hombre constituye un pequeño universo propio... Debe­ mos hacer todo lo posible para ayudar a aquellos que han padecido injusti­ cias ... Ser bueno significa no hacer el mal, y también, no querer hace!' el ma].,; Son las buenas acciones, no las palabras, las que cuentan ... La pobre-­ za en una democracia es mejor que la presunta prosperidad que acompaña a la aristocracia o a la monarq uía, así como la lihcrt.ul es mejor quc la escla­ vitud ... Fl sabio pertenece a todos los países, pues la patria de un alma gran­ de es todo el universo». Tamhicn a é] le debemos aquella celebre frase del verdadero hombre de ciencia: «j Preferiría encontrar una sola ley causal que ser el rey de Persia!»." Por su énfasis humanitario y univcrsalista, algunos de estos fragmentos de Demócrito, pese a ser de fecha anterior, suenan como si estuvieran diri­ gidos contra Platón. La misma impresión, au nque con mucha más fuerza, produce la famosa oración fúnebre de Pcriclcs, pronunciada por 10 menos medio siglo antes de que fuese escrita La República. En el capítulo 6, con motivo de nuestro análisis del igualitarismo, citamos dos frases de esta ora­ 200 201 "patriótico» fueron groseramente desfiguradas por los mismos oligarcas que no vacilaron en entregarle su propia ciudad al enemigo, con la esperan­ za de ganarse su ayuda contra los demócratas. Tucídides fue uno de los je­ fes más representativos de este movimiento en pro del «Estado paterno»," y aunque 10 más probable es que no cometiera ninguna de las traiciones de los antidemócratas extremos, no logró disimular su simpatía por su propó­ sito fundamental, a saber, detener la evolución social y luchar contra el im­ perialismo univcrsalista de la democracia ateniense y contra los instrumen­ tos y símbolos de su poder: la armada, las murallas y el comercio. (En vista de las doctrinas platónicas relativas al comercio, conviene destacar la mag­ nitud del temor que inspiraba la creciente activid.u] mercantil. Cuando des­ pués de su victoria sobre Atenas, en 404 a.C,, el rey espartano l.isandro re­ tornó con un gran botín, los "patriotas» espartanos, es decir, los miembros del movimiento favorable al «Lstado paterno» tr.uaron de impedir la intro­ ducción de oro, y si hicn ésta luc fiunlmcntc permitida, su posesión se limi-­ tó al Estado, dccrct.indosc UII clstigo capital pa!';\ cu;\lquicr ciud.nlnuo en cuya posesión se encontrase la menor c.uu iclacl dl'l precioso nu-tal. ln !.tIS Leyes de Platón se preconizan proccd inucut os muy scmcj.uucs.)" Aunque el movimiento «p.uriótico» fue, en parte, l'xpresiL'lll del .mhclo de retornar a formas de vida más cst.ahlcs, a Lt rcligiL<)n,;\ 10\ deccllci;\, al im­ perio de la ley y l'\ orden, llevaba en sí la In;\yor corrupción mor.i]. Sc hahía perdido la antigua fe y l'11 su lugar campeaba ahora una eXI)loLlciLill liipó-' crita y casi diríamos cínica, de los sentimientos religiosos."; Si en al~~una parte había de encontrarse el nihilismo --tan bien I)inl.ado por Platún en los re­ tratos de Caliclcs y Trasímaco--- era, prccis.uncutc, entre los j,"venes .uistó­ cratas «patriotas» quienes, de presentárseles la oport uuid.«], no v.icilnh.ut en convertirse en jdes del partido dcmocr.ii ico. Eln\;ls claro c-xponcnt c de este nihilismo fue, quizá, el jefe olig;írquico que ayudó a darle a Atenas el golpe de gracia: Critias, cltío de Platón, el jefe de los 'I'rc int.r T'ir.uros.:" Pero en esta época, en la misma ;\ que pcrt.cnccia la gellel-;)(:ilÍ'l LIe 'I'ucf­ dides, surgió una nueva en la ral'/ln, en la libertad y en la licrm.uul.u] de todos los homhres, la nueva fe y, a mi entender, la única le I)osihlc: la de la sociedad abierta. lO re lV pletos, a fin de transmitir una impresión más clara de su espíritu. "Nuestro sistema político no compite con instituciones que tienen vigencia en otros lugares. Nosotros no copiamos a nuestros vecinos, sino que tratamos de ser un ejemplo. Nuestra administración favorece a la mayoría y no a la mino­ ría: es por eso por lo que la llamamos democracia. Nuestras leyes ofrecen una justicia equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas priva­ das, pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del méri­ to. Cuando un ciudadano se distingue por su valía, entonces se lo prefiere para las tareas públicas, no a manera de privilegio, sino de reconocimiento de sus virtudes, y en ningún caso constituye obstáculo la pobreza... La li­ bertad de que gozamos abarca también la vida corriente; no recelamos los unos de los otros, y no nos entrometemos en los actos de nuestro vecino, dejándolo que siga su propia senda... Pero esta libertad no significa que quedemos al margen de las leyes. A todos se nos ha enseñado a respetar a los magistrados y a las leyes yana olvidar nunca que debemos proteger a los débiles. Y también se nos enseña a observar aquellas leyes no escritas cuya sanción sólo reside en el sentimiento universal de lo que es justo....» «Nuestra ciudad tiene las puertas abiertas al mundo; jamás expulsamos a un extranjero ... Somos libres de vivir a nuestro antojo y, no obstante, siempre estamos dispuestos a enfrentar cualquier peligro... Amamos la be­ lleza sin dejarnos llevar de las fantasías, y si bien tratamos de perfeccionar nuestro intelecto, esto no debilita nuestra voluntad... Admitir la propia po' breza no tiene entre nosotros nada de vergonzoso; lo que sí consideramos vergonzoso es no hacer ningún esfuerzo por evitarla. El ciudadano atcnicn­ se no descuida los negocios públicos por atender sus asuntos privados ... No consideramos inofensivos, sino inútiles, a aquellos que no se interesan por el Estado; y si bien sólo unos pocos pueden dar origen a una politic«, to­ dos nosotros somos capaces de juzgarla. No consideramos la discusión como un obstáculo colocado en el camino de la acción política, sino COIllO un pre-· liminar indispensable para actuar prudentemente... Creemos que la [clici­ dad es el fruto de la libertad y la libertad, el del valor, y no nos amedrenta mos ante el peligro de la guerra... Resumiendo: sostengo que Atenas es la Escuela de la Héladc y que todo individuo ateniense alcanza en su madurez una feliz versatilidad, una excelente disposición para las emergencias y una gran confianza en sí mismo.»" Estas palabras no constituyen un mero elogio de Atenas, sino que ex­ presan el verdadero espíritu de la Gran Generación. Ellas lormulan el pro­ grama político de un gran individualismo igualitario, de un demócrata que comprende perfectamente que la democracia no puede agotarse con el prin­ cipio carente de significado de que "debe gobernar el pueblo» sino que ha de basarse sobre la fe en la razón y en el humanitarismo. Al mismo tiempo, constituyen la expresión de un verdadero patriotismo, de un justo orgullo por una ciudad que se había propuesto la tarea de convertirse en ejemplo de las otras, y que se convirtió en la escuela, no ya de la Hélade sino también -como todos lo reconocen- de la humanidad, en los siglos pasados, pre­ sentes y venideros. El discurso de Pericles no es sólo un programa, sino también una defen­ sa y-quizá, incluso, un ataqu c. Como ya ind ic.unos antes, suena como una ofensiva directa contra Platón y, en efecto, no caben dudas de que se halla­ ba dirigido no sólo al tribalismo detenido de l.xp.um, sino también al anillo o «eslabón" totalitario de la propia ciudad, al movimiento en favor del Es­ tado paterno, a la «sociedad atenie~se de amigos de Laconia') (como Th. Gomperz los llamó en 1')02).\1 !":ste discurso constituye la primeL1 3 \ y al mismo tiempo quiz,i también la m.is vehemente declaración que jamás se baya formulado contra ese tipo de movimiento. Su importancia no escapó a [a sagacidad de Pl.uon, quien ridiculizó b oración de Pcriclcs, medio siglo después, en los pasajes de l,,¡ República" en que ataca a la democracia, como así t.unbién en aquella franca parodia, el di:ilogo conocido con el nombre de Mencx(?/() o I.,¡ orclción!iíneIJrc. \', Pero los amigos de Laconia contra quie­ nes estaba dirigido el ataque de I\:ricles se veng:Hon mucho antes que Pla­ tón. Sólo unos cinco o seis .uios después de 1<1 ol'acitlll de Pcriclcs, publicó un panfleto acerca de la Constituaon de !lleNas, \(, un autor anónimo (poxi­ hlcmcutc Critiax), denominado comúunu-ntc, ahora, el "Viejo Oligarca". Este ingenioso panfleto, el tratado de tcori« política In:ís antiguo que se co­ noce es, quizá, al mismo tiempo, el símbolo m.is antiguo del ¡lhandono de que han hecho objeto a la humanid.ul sus rectores inu-lcctuaics. Se trata de un ataque despiadado a Atcn.ix, escrito, sin duda, por una de sus mejores cabe­ zas. La idea central, idea que se convi rtio l'll articulo de le en 'I'ucídidcs y Platón, es la estrecha relación entre el imperialismo rnant imo y la democra­ cia. Y trata de dcurostr.ir qne no es posihle IlingulLI componenda en 1lI1 con­ flicto entre dos mundos distillt()s,\/ el de la denlo(Tacia y el de la oligarquía; que sólo el uso de una Ir;ulc;l violcmia y de medidas drásticas, incluyendo la intervención de aliados del exterior (bparta), podía poner fin al gobier­ no profano de la libertad. Ese p'lJIflcto, por muchos conceptos notable, es­ taba destinado a convertirse en el primero de un.i serie prácticamente infi­ nita de escritos sobre filosofía poluica, dondc se ha repetido, basta nuestros días, más o menos el mismo terna, abierta o vcl.td.uncur«. Sin voluntad ni ca­ pacidad para ayudar a la humanidad a lo largo de su difícil trayectoria hacia un futuro descollocido que ella misma dehía crear para sí, algunos miem­ bros de la clase «culta» procuraron hacerla retornar al pasado. Incapaces de emprender un lluevo camino, sólo pudieron convertirse en jefes de la pe­ 202 203 ción," a las que podríamos agregar aquí la cita de algunos pasajes más com­ renne rebelión contra la libertad. Así, se les hizo forzoso afirmar su propia superioridad combatiendo el igualitarismo, puesto que eran (para usar las palabras de Sócrates) misántropos y misólogos, esto es, incapaces de esa simple y común generosidad que inspira la fe en los hombres, en la razón humana y en la libertad. Pese a todo lo duro que parezca este juicio, mucho me temo que sea justo, máxime si se lo aplica a aquellos jefes intelectuales de la rebelión contra la libertad que sucedieron a la Gran Generación y, es­ pecialmente, a Sócrates. Ahora podemos tratar de verlos sobre el fondo de nuestra interpretación histórica. El surgimiento de la filosofía misma puede ser interpretado, a mi juicio, como una reacción ante el derrumbe de la sociedad cerrada y de sus convic­ ciones mágicas. Es ella una tentativa de reemplazar la fe perdida en la magia por una fe racional; ella modifica la tradición de transmitir una teoría o un mito, fundando una nueva tradición: la de contrastar las teorías y mitos y analizarlos con espíritu crítico" (es significativo que esa tentativa coincida con la difusión de las llamadas sectas órficas cuyos miembros trataban de reemplazar el sentimiento perdido de unidad por una nueva religión místi­ ca). Los primeros filósofos, los tres grandes jonios y Pitágoras permanecie­ ron completamente ajenos, probablemente, al estímulo ante el cual estaban reaccionando. Eran, a la vez, los representantes y los enemigos inconscicn­ tes de una revolución social. El hecho mismo de que hayan fundado escue­ las, sectas U órdenes, esto es, nuevas instituciones sociales o, mejor dicho, grupos completos con una vida común y funciones comunes, elaboradas en gran medida sobre el modelo de las de una tribu idealizada, nos demuestra que eran verdaderos reformadores en el campo social y que, por consi­ guiente, no hacían sino reaccionar ante ciertas necesidades sociales. Que ha­ yan reaccionado a estas necesidades y a su propia sensación dc hallarse a la deriva, no corno Hesíodo, invcntando un mito historicista del destino y de la decadencia,l~ sino inventando la tradición de la crítica y del análisis y con ellos, el arte de pensar racionalmente, es uno de los hechos inexplicables que jalonan el comienzo de nuestra civilización. Pero hasta estos racionalistas reaccionaron ante la pérdida de la unidad del trihalismo, en gran parte, de manera emocional. Su razonar da expresión a su sentimiento de deriva, a la tensión de un desarrollo quc estaba a punto de crear nuestra civilización in­ dividualista. U na de las expresiones más antiguas de esta tensión se remon­ ta a Anaximandro." el segundo de los filósofos jónicos. Para él, la existen­ cia individual era bybns, es decir, un impío acto de injusticia, un acto inicuo de usurpación por el cual deben sufrir los individuos y hacer penitencia. El primero que tuvo conciencia de la revolución social y de la lucha de clases fue Heráclito. Ya hemos descrito en el segundo capítulo de este libro la for­ ma en que este filósofo racionalizó su sentimiento de deriva, desarrollando 204 la primera ideología antidemocrática y la primera filosofía historicista del cambio y el destino. Heráclito fue el primer enemigo consciente de la so­ ciedad abierta. Casi todos estos pensadores iniciales se desenvolvían bajo una trágica y desesperada tensión." Quizá la única excepción la constituye el monoteísta Jenófanes, 42 que llevó su carga con valentía. No los podemos culpar a ellos por su hostilidad hacia las nuevas evoluciones sociales del mismo modo en que podemos culpar, hasta cierto punto, a sus succsorcs.T,a nueva fe de la sociedad abierta, la fe en el hombre, en la just\cia igualitaria y en la razón humana, comenzaba, quizá, a adquirir forma, pero todavía no había sido formulada explícitamente. v Era Sócrates el destinado a realizar la mayor contribución a esa fe y a morir por ella. Sócrates no fue un ¡de de la democracia ateniense, como Pe­ rieles, ni tampoco 1111 teórico de la sociedad abierta, como Protágoras. Só­ crates fue, más bien, un crítico de Atenas y sus instituciones democráticas, y en esto sí puede gnardar cierta semejanza superficial CtH1 algunos de los je­ fes de la reacción contra 1,1 sociedad ahierta. Pero un hombre que critica la democracia y las instituciones dcmocr.íticas no debe ser, forzosamente, su enemigo; si f)ien tanto los demócratas a los cuales critica, como los totalita­ rios que esperan sacar partido de cualquier desunión en el bando dcmocrá­ tico, tienden a t.ich.ulo de tal. Sin cmbargo, hay una diferencia fundamental entre la crítica dcrnocr.iticn de la democracia y la totalitaria. La crítica de Sócrates era de naturalczn dcmocr.iucn, tl\,lS aún, era ese tipo de crítica que constituye la vida misma de la dcmocr.icia. (1.os demócratas que no advier­ ten la diícrcncia que inedia entre una crítica amistosa de la democracia y otra hostil se h.illan imbuidos de espíritu totalitario. Claro está qLle el tota­ litarismo no puede considerar amistosa ninguna crítica, dadtl que cualquier critica de su autoridad debe desafiar, forl'osall1cnte, el propio principio au­ torit.uista. ) r lcmos mencionado ya algunos aspectos de las enseñanzas socráticas: su intclcctualismo, es decir, su teoría igualitaria de la razón humana como me­ dio universal de comunicación; su insistencia en la honestidad intelectual y en la autocrítica: su teoría igualitaria de la justicia, y su doctrina de que es mejor ser víctima de una injusticia que cometerla con los demás. Es esta úl­ tima doctrina, en mi opinión, la que mejor puede ayudarnos a comprender la médula misma de sus enseñanzas, de su credo individualista, de su creen­ cia en el individuo humano como fin en sí mismo. 205 La sociedad cerrada, y junto con ella el credo de que la tribu lo era todo y el individuo nada, ya se había derrumbado por entonces. La iniciativa y el empuje individuales se habían convertido en un hecho. Se había despertado ya el interés por e! individuo humano como individuo y no solamente como héroe o salvador de la tribu." Pero la filosofía que tiene al hombre por cen­ tro de interés sólo se inicia con Protágoras. Y la creencia de que nada existe en nuestra vida de mayor importancia que los demás hombres individuales, la tendencia de los hombres a respetarse mutuamente y a sí mismos, pare­ cen derivar ele Sócrates. Burnet ha dcstacado" que fue Sócrates quien ideó el concepto de alma, concepto que tuvo una influencia tan intensa sobre nuestra civilización. A mi juicio, ha y mucho de cierto en esta observación, si bien me parece que su formulación puede resultar equívoca, particularmente el empleo de LJ pala­ bra «alma»; en efecto, Sócrates parece haberse mantenido al margen, en Jo posible, de las teorías metafísicas. Su influjo era de naturaleza moral y su teoría de la individualidad (o del «alma» si se prefiere esta palahra) consti­ tuye, en mi opinión, no una doctrina metafísica sino una doctrina moral. Lo que Sócrates combatía con ella era la autos.uisf.icción y la .un.ocompl.iccn­ cia, Así, exigía que el individu,llislllo no fUl'L1 tan sólo la disolución del tri­ halismo, sino también que el individuo demostrase ser digno de su libera­ ción. Es por eso que insistió tanto en que el hombre no era tan sólo una porción de carne, un cuerpo. 1lay algo más en el hombre, esa chispa divi na, la razón, y el amor a la verdad, a los sentimientos de bondad y hum'1nidad, el amor a la belleza y al bien. Es todo ello lo que confiere algún valor a la vida de! hombre. Pero si no soy nada más que un «ClllTpO», ¿qni: soy en­ tonces? Eres, ante todo, inteligencia, era la respuesta de Sócrates. I':s tu in­ tcligcncia la que te hace humano, la que te permite ser algo más que un mero puñado de deseos y ansiedades. Lo que hace que te bastes a ti mismo como individuo y lo que te faculta ,1 sostener que eres un fin en ti mismo. La [ra­ se de Sócrates, «cuida tu alma", constituye, en gran medida, un llamado a la honestidad intelectual, así como la frase «conócete a ti mismo" está destina-­ da a recordarnos nuestras limitaciones intelectuales. SOl! estas cosas solamente las que importan, insistía S(lcrat.es. y lo que criticaba en Ía democracia y en los estadistas democráticos era, precisamen­ te, su imperfecta comprensión de estas mismas cosas. Los criticaba con ra­ zón por su falta de honestidad intelectual y por dejarse obsesionar por la política del poder." Debido a su insistencia en el lado humano del proble­ ma político, Sócrates no pudo interesarse demasiado en la reforma consti­ tucional, Era el aspecto inmediato, personal, de la sociedad abierta, lo que a él le interesaba. Se equivocaba, pues, cuando se consideraba a sí mismo un político; Sócrates era un maestro. 206 mI I Pero si fue, en esencia, el protagonista de la sociedad abierta y un amigo permanente de la democracia, ¿por qué entonces -cabe preguntar- se mezcló con los antidernócratas? En efecto, se sabe que entre sus compañeros no sólo se contó A1cibíades, que en determinado momento se pasó aliado de Esparta, sino también los dos tíos de Platón: Critias, destinado a convertirse más tarde en el despiadado jefe de los Treinta, y C:írmides, su lugarteniente. Es posible hallar más de una respuesta a esta pregunta. En primer térmi­ no, sabemos por Platón que el ataque de Sócrates contra los políticos de­ mocráticos de su tiempo obedeció, en parte, al propósito de poner de mani­ fiesto el egoísmo y afán de poder de los hipócrita;01emagogos del pueblo, más específicamente, de los jóvenes aristócratas que se hacían pasar por de­ mócratas pero que sólo veían en el pueblo el instrumento adecuado para sa­ tisfacer su sed de poder." Esta actividad le granjeó, por un lado, la simpatía de algunos enemigos de la democracia y, por el ot.ro,]o llevó a trabar con­ tacto precisamente con los aristó crat.ts ambiciosos de aq uel tipo. Y aquí de­ bemos efectuar una segund,l cousidcracio». S,ícrates, el moralista e indivi­ dualista, j.un.is podría hahersc limitado a atacar a estos hombres. Su carácter lo llevaba, m.is bien, ,1 tom.irsc un interés real en ellos, intentando seria­ mente, :1111:CS dc abandonarlos, convcrurlos ,ll hien V al desinterés. En los diálogos platónicos se encuentran múltiples reL.:n:n·cias a csUs tentativas. Exist.l'n razones .",'.y esto forma parte dc tina tercera consideración-e- para creer que S(')cratcs, cl macsrro-po litico. incluso Ilq .-;ó a desviarse de su cami­ no para atraer a los jóvenes y ,ldLJLlirir influencia sobre ellos, especialmente cuando los consideraba aptos para la conversión y crda (lue algún día po drían lleg,lr a clcscmpciiar cargos de resJ)()nsabilidad en la ciudad. Claro está que el ejemplo m.is notorio es el de !\lcibíades, escogido desde su infancia como el gr,ul cond lictor fU1U n 1 del Imperio arcnicnsc. Y el bri 110, la am bi­ ción y la valentía de (':rit ias lo convirtieron en LII10 de los pocos competido­ res di¡'>;lIos de /\leihíaclcs. (Duranu- algú n t iel1lpo cooperó con Alcihiaclc«, pero 1ll,1S tarde se volvió couua 1~1. No cs en absoluto illlprohable que esta colaboración pasajera se h,lya debido a la influencia de Sócr.ucs.) y por lo que xabcmo« de las propias aspiraciones políl.ic.1s iniciales y posteriores de Platón, es más que probahle que sus relaciones con Sócrates hayan tenido una consecuencia similar." S(,crates, pese a ser uno de los espíritus rectores de la sociedad abierta, no eL1 un hombre dc partido. Así, habría trabajado en cualquier círculo donde su obra huhicr.i podido beneficiar a la ciudad. Y si se tornaba interés por all~ún joven prornisorio con vinculaciones familia­ res oligárquicas, no bastaban éstas para disuadirlo de sus propósitos educa­ dores. Sin embargo, estas vinculaciones le iban a significar la muerte. Perdida la Gran Guerra, Sócrates fue acusado de haber educado a los hombres que ha­ 207 '~!!l!!!Il!~ll!l~r' :11 ! í II!' ~ ~ ,;; 1 i: ,: :I "il11ii,I ,i",: I¡:I I' ji j , I I¡;!!!íi lji 11:;::111[11 1 ' "'I":!l¡lllillil¡i'l • • ¡ '""'~'""""""""""'tm1lllIlfIlf"ijl''''ff'I'I''''''''l!~~lmm~~!'i;'! 1: i bían traicionado a la democracia y conspirado con el enemigo para provo­ car la caída de Atenas. Todavía suele contarse la historia de la guerra del Peloponeso y de la caí­ da de Atenas tal modo -bajo la influencia de la autoridad de Tucídi­ des- que la derrota de Atenas se nos presenta como la prueba definitiva de la debilidad moral del sistema democrático. Pero este punto de vista constituye una mera deformación tendenciosa y es otra cosa muy diversa lo que dicen los hechos conocidos. La principal responsabilidad por la pcrcli­ da de la guerra corresponde a los oligarcas traidores que conspiraban conti­ nuamente con Esparta. Los más destacados entre ellos fueron tres ex discí­ pulos de Sócrates: Alcibíades, Cririas y Círmides. \)espu~s de la caída de Atenas, en el año 404 a.C., los dos últimos se erigieron en jefes de los Trein­ ta Tiranos, que no constituyeron sino un gobierno títere bajo la prorccción de Esparta. A menudo se nos presenta la t:clída de Atenas y la destrucción de las murallas como el resultado final de la gran guerra iniciada en 431 a.C. Pero es en esta versión de los hechos donde rcxiclc la principal desfigura­ ción, pues la verdad es que los demúcraus siguieron luchando. Carentes de las fuerzas necesarias, comenzaron a preparar, bajo el mando de 'I'rnsihulo y Anito, la liberación de Atenas, donde Critias asesinab;l, entre tanto, dece­ nas y decenas de ciudadanos; durante los ocho meses de su reinado de terror la mortandad fue «casi mayor que la provocada por los csp.utanos durante los diez años de guerra,,:l>j Pero después de ocho 111eSeS (en 403 a.<:.), <.ri­ tias y la ciudadela espartana [ucrou atacados y derrotados 1)('1' los rlcmócra­ tas, que se establecieron en el Pirco, y los dos líos de Platón perdieroll la vida en la batalla. Sus secuaces olig:'irquicos prosigui('roll todavía ;lll~ún tiempo el reinado del terror en la ciudad de Atenas, pero sus lucrzns lucron presa del desorden y la diso]uciún. No hahi~ndose mustrudo capacc.' de go­ bernar, finalmente fueron ahandonados por sus protectores eSp;\rt;lnos, quienes celebraron un tratado con Jos demúcratas. 1.;1 p:l'/. restah1cciú la de­ mocracia en Atenas. De este 1I10do, la forma democrática dc gobierIHl demostraba poseer una [ucrvn superior, a través ele las severas pruebas su­ fridas, y hasta sus propios enemigos comenzaron a considerarla invencible. (Nueve años más tarde, después de la batalla de Cui.lo, los .itcn ienses pu­ dieron volver a levantar sus murallas. La derrota de la democracia 'c había convertido en victoria.) No bien se hubo restaurado la democracia con sus condiciones jurfdicas normales," se inició una causa contra Sócrates. Los cargos eran lo hastante claros: se le acusaba de haber tenido participación en la educación ele los enemigos Jl1:1S temibles del Estado, a saber, Alcibfadcs, Critias y C1rmitles. Sin embargo, se plantearon ciertas dificultades para la prosecución del jui­ cio, pues se sancionó una amnistía para todos los delitos políticos comct i­ dos con anterioridad a la restauración de la democracia. Los cargos no po­ dían referirse abiertamente, por lo tanto, a esos motivos evidentes. Y pro­ bablemente los acusadores no procuraban tanto castigar a Sócrates por los infortunados acontecimientos políticos del pasado, que como ellos sabían muy bien habían ocurrido contra sus intenciones, como impedirle que con­ tinuase sus enseñanzas, las cuales, en vista de sus efectos, no podían dejar de ser consideradas peligrosas para el Estado. Por todas estas razones, se for­ muló el cargo bastante vago y carente de sentido, de que Sócrates corrom­ pía a la juventud, de que era impío y de qUe había tratado de introducir nuevas prácticas religiosas en el Estado. CEstos dos últimos cargos, si bien torpemente, expresaban sin dud~l sentimiento acertado de que en el cam­ po ético-religioso Sócrates era un rcvolucio nario.) Dada la amnistía, los «jóvenes corrompidos» no podían ser mencionados con mayor precisión, pero todos sabían, por supuesto, a quienes se aludía.:;o En su ddensa, Sócra­ tes insistió en que no guardaha ninguna simpatía hacia la política de los Treinta y que h.ihía llegado, incluso, a arriesgar la vida, desafiando su invi­ tación a implicarlo en uno de sus muchos delitos. E hizo recordar al jurado que entre sus m.is íntimos amigos y discípulos más entusiastas se contaba por lo menos un demócrata ardiente, Querefollte, que combatió contra los Treinta (y que murió, al parecer, en esa lucha)." Actualmente suele admitirse que Anito, el jefe democrático que propi­ ció el proceso, no se proponía hacer un mártir de Sócrates. Su propósito era exil.ulo. Pero este plan fue echado por tierra por la negativa de Sócrates a desviarse lo m.is mínimo de sus principios. No es mi opiniún que descase morir o que le gustara el papel de m.irrir." Se limitó a luchar, simplemente, por lo que consideraba justo y por la obra de toda su vicla. j.un.i» había in­ tentado socavar i:J democracia; en realidad, había tratado de darle la Ic que le Fa!t;lh:\. 'I'al había sido la ohra de su vida, que ahora veía seriamente ame.. naz.ula. 1.;1 uaición de sus ex compañeros les hicieron aparecer, a él y a su obra, b'ljo un aspecto que debe haberle perturbado profundamente. [':s muy posible <lUlO haya llegado a agradecer, incluso, este juicio que le presentó la oport unid.id de demostrar que su lealtad a la ciudad no tenía límites. S('JCr:ltes pudo explicar esta actitud m.is detenidamente cuando se le brind(', la ocasión de huir. De haberla aprovechado convirtiéndose en exila­ do político, todo el mundo lo hubiera considerado adversario de la demo­ cracia. Pero Sócrates no huyó. y al permanecer dio sus razones, a manera de postrer testamento, que pueden hallarse en el Criton de Platón." Tlelas aquí: Si me voy -decía Sócrates-e- violaré las leyes del Estado y un acto de esta naturaleza me pondría en oposición a esas leyes, probando mi deslealtad y dañando al Estado. Sólo permaneciendo aquí puedo demostrar mi lealtad al Estado y también a la democracia, y demostrar que jamás he sido su ene­ 208 209 IIIII_IIIIIIIII~II·· Sócrates sólo tuvo un sucesor digno, su viejo amigo Antístcncs, el último de la Gran Generación. Platón, su discípulo mejor dotado, no tardaría en demostrar que era el menos fiel. Al igual que sus tíos, él también traicionó a Sócrates. Éstos, además de traicionarlo, habían intentado implicarlo en sus actos terroristas, pero jamás lo lograron, puesto quc aquél se opuso ter­ minantemente. Platón, a su vez, trató de implicar a Sócrates en su grandio­ sa tentativa de construir la teoría de la sociedad detenida, yen esta ocasión no hubo ninguna dificultad para lograrlo p11es Sócrates ya estaba muerto. No ignoro, por supuesto, que este juicio parecerá excesivamente duro, aun a aquellos que mantienen una posición altamente crítica con respecto a Platón." Pero si consideramos la Apología y el Critón como 1;1 última vo­ luntad de Sócrates, y comparamos estos testamentos con el de la vejez de Platón, Las Leyes, entonces no resulta fácil juzgar de otro modo. Sócratcs había sido condenado, pero no era su muerte lo que se habían propuesto lo­ grar los iniciadores de! juicio. Las Leyes de Platón vienen a remediar la au­ sencia de esta intención. En efecto, éste elabora fría y cuidadosamente la teoría de la inquisición. El pensamiento libre, la crítica de las instituciones políticas, que enseña nuevas ideas a la juventud, y las tentativas de introdu­ cir nuevas prácticas religiosas e incluso nuevas opiniones son todos delitos capitales. En el Estado de Platón, Sócrates jamás hubiera tenido la oportu­ nidad de defenderse públicamente; lejos de ello, hubiera sido transferido al Consejo Nocturno secreto para el «tratamiento» y, finalmente, para e! cas­ tigo de su alma conturbada. No puedo poner en duda el hecho de la traición de Platón ni tampoco el de que su utilización de Sócrates en La República como principal exposi­ tor de sus propias ideas, constituyó la tentativa más fructífera de implicar­ lo. Pero si esta tentativa fue o no consciente es ya otro asunto. Si queremos comprender a Platón debemos tener presente la situación total de la época. Después de la guerra del Pelopoucso, la tensión de la vida de la sociedad civilizada se dejó sentir con mayor fuerza que nunca. Toda­ vía palpitaban las viejas esperanzas oligárquicas y la derrota de Atenas ha­ bía tendido, incluso, ~ alentarlas. Continuaban, pues, las luchas de clase. No obstante, la tentativa Lle Critias de destruir la democracia llevando a cabo el programa del Viejo Oligarca hahía fracasado. y no, ciertamente, por falta de determinación; el uso m.is despiadado de la violcucia había sido estéril, pesc a las circunstancias favor.ihlcs q uc rcprcscnraba el poderoso apoyo de la victoriosa Esparta. Así, Platón sintió que hacía falta una reconstrucción completa del programa primitivo. Los Treinta habían sido derrotados en el reino de la política del poder, en ¡!;ran parte debido a que habían injuriado e! sentido de justicia de los ciudadanos. Y esta derrota lubía sido, principal­ mente, una derrota moral. La fe de la Gran Generación dcmostrnhn, de este modo, su [ucrza. Los Treinta nada de esto tenían para ofrecer: moralmente, eran nihilistas. No se podía revivir el programa del Viejo ()ligarca ---scntía Platón--- sin basarlo en una nueva Fe, en una nueva doctrina que reafirmase los viejos valores del tribalismo, oponióndolos a la re de la sociedad abierta. Debe enseñarse a los hombres que la [usticia es desigurddad y que la tribu, lo colectivo, está por encima del individuo." Pero puesto que la le de S(>JCLltCS era demasiado fuerte para ser desafiada abiertamente, Platón se vio llevado a reintcrprctarla como una fe en la sociedad cerrada. Aunque difícil, no era imposible. En efecto, ¿no era la democracia la que h.ihia tronchado la vida de Sócrates? ¿No había perdido ésta todo derecho de reclamar el pcnsa­ miento socrático para sí? ¿Y no había criticado siempre Sócr.itc» a la multi­ tud anónima, así como también a sus conductores, por su falta de sabiduría? Además, no era demasiado difícil suponer quc Sócrates hubiera recomen­ dado el gobicrno de la clase «culta», de los fil6sofos sabios. En esta nueva interpretación, Platóu se vio considcrahlcmcntc alentado cuando descubrió que también formaba parte del antiguo credo pitagórico y, sobre todo, cuando encontró en Arquitas de Tarento, un sabio pitagórico que era, a la vez, un gran estadista. Aquí estaba, pues, la solución del enigma. ¿No había alentado el propio Sócrates a sus discípulos a participar en la política? ¿No revelaba esto su convencimiento de que debían gobernar los sabios, los ins­ truidos? ¡Qué diferencia entre el burdo gobierno del populacho de Atenas 210 211 migo. Creo que no puede haber mejor prueba de mi lealtad que mi decisión de morir por ella. La muerte de Sócrates es la prueba definitiva de su sinceridad. Su falta de temor, su simplicidad, su modestia, su sentido de la moderación y del hu­ mor jamás le abandonaron. «Soy como el tábano que Dios ha puesto sobre esta ciudad -decía en su Apología- y todo el día y en todo lugar siempre estoy yo, aguijoneándoos, despertándoos y persuadiéndoos y reprochán­ doos. No encontraréis fácilmente otro como yo y por eso os aconsejo ab­ solverme... Si dejáis caer el golpe sobre mí, como Anito os aconseja, y me lleváis precipitadamente a la muerte, entonces habréis de permanecer dor­ midos durante el resto de vuestra vida, a menos que Dios se apiade y os en­ víe otro tábano.v" Sócrates demostraba con esto que un hombre podía mo­ rir, no sólo por el destino y la gloria u otras grandcs cosas de esa naturaleza, sino también por la libertad del pensamiento crítico y por e! respeto de sí mismo, que nada tiene que ver con el sentimentalismo o con el sentido de la propia importancia. VI ¡"'IIIIHUlllII!ll!l!lIn ¡_ _ Me '11 1I1J"¡IIJIII"""i$iII¡IJ¡III111I1I1"I"'IIlIII".III1I1"~ gura Platón; jamás osaré acusar a mi propio padre, a mis propios ascen­ dientes venerados, de haber pecado contra una ley y una moralidad huma­ nitarias que sólo se hallan al nivel de la piedad vulgar. Aun cuando hayan arrebatado alguna vida humana, ésta sería, después de todo, sólo la de sus propios siervos, que no son mejores que los delincuentes comunes, y no me toca a mí juzgarlos. ¿No demostró Sócrates cuán arduo es saber lo que está bien y lo que está mal, lo que es piadoso o impío? ¿Y no fue él mismo per­ seguido por impiedad por estos pretendidos humanitaristas? También pue­ den encontrarse otras huellas de la lucha platónica, a mi parecer, en casi todos los demás puntos en que se vuelve contra las ideas humanitarias, es­ pecialmente en La República. Su tendencia a evadirse y su apelación a la burla cuando combate U teoría igualitaria de la justicia, su vacilante prefa­ cio a la defensa de la mentira, a la exposición del racismo ya la definición de la justicia son todos síntomas que ya han sido mencionados en los capítulos anteriores. Pero quizá la expresión más clara del conflicto se encuentre en el Menexeno, esa réplica despectiva a la oración fúnebre de Pericles. A mi jui­ cio, Platón se deja llevar aquí de un impulso. Pese a su tentativa lle ocultar sus sentimientos tras un velo de ironía y desprecio, no puede dejar de mos­ trar hasta qué punto le habían impresionado las ideas de Pericles. Ile aquí la forma en que Platón hace que su «Sócrates. clcscrihu, suspicazrncn te) la im­ presión en él provoc.ída por la oración de I'criclcs: "Un sentimiento tal de exultación que no me abandona durante tres días enteros y sólo al cuarto o quinto día, y no sin esfuerzo, logro volver en mí y comprender l](inde es­ toy».'" ¿Quién podría dudar que Platón revela aquí la profunda impresión que le produjo el credo de la sociedad abierta y la ardua lucha que debió li­ brar para recobrar sus sentidos y comprender dónde se encontraba, esto es, en el campo de sus enemigos? y la dignidad de un Arquitas! Con toda seguridad, Sócrates, que nunca ha­ bía formulado solución alguna al problema constitucional debía haber coincidido mentalmente con el pitagorismo. De esta manera, Platón debió haber descubierto que era posible confe­ rirle gradualmente un nuevo sentido a las enseñanzas del miembro más in­ fluyente de la Gran Generación, y persuadirse de que un adversario cuya abrumadora fuerza jamás podría haberse atrevido a atacar directamente, era un aliado. A mi juicio, ésta y no otra es la simple explicación del hecho de que Platón hubiera conservado a Sócrates como vocero principal de sus ideas (aun cuando éstas se apartasen tan profundamente de las del maestroj." Pero no es ello todo. A mi juicio, Platón debió haber sentido, allá en lo hondo de su alma, que la enseñanza de Sócrates era muy diferente, por cierto, de la que él le atribuía, lo cual significaba que lo estaba traicionando. Y se me ocurre que los continuos esfuerzos de Platón por hacer que Sócrates se reinterprete a sí mismo, son, al mismo tiempo, esfuerzos por apaciguar su conciencia intranquila. Con su afán permanente de demostrar que sus pré­ dicas no eran sino el desarrollo lógico de la verdadera doctrina socrática, Platón, en realidad, trataba de convencerse de que no era un traidor. Al leer a Platón somos testigos, en mi opinión, de un conflicto íntimo, de una verdadera lucha titánica librada en su espíritu. Hasta su célebre «in­ cómoda reserva, la supresión de su propia persorialidadv " o, mejor dicho, la procurada supresión -pues nada más fácil que leer entre líneas-o consti­ tuye una expresión de esta lucha. Y es mi convicción que la tremenda in­ fluencia platónica puede explicarse, en parte, por la fascinación ejercida por este conflicto entre dos universos diferentes dentro de una misma alma, lu­ cha cuyas potentes repercusiones puede advertirse bajo la superficie de esa incómoda reserva. Esta lucha hiere nuestros sentimientos en lo vivo, pues todavía se libra en nuestro interior: Platón era el hijo de una época que to­ davía nos pertenece. (Debemos recordar que, después de todo, sólo hace un siglo que se abolió la esclavitud en Estados Unidos, y aún menos que se abolió la condición de siervo en Europa Central.) En parte alguna se revela mejor esta lucha interior que en la teoría platónica del alma. El hecho de que Platón, en su anhelo de unidad y armonía, haya imaginado la estructura del espíritu humano a semejanza de una sociedad dividida en clases," nos muestra hasta qué punto había sufrido las convulsiones de su tiempo. El mayor conflicto de Platón surge de la profunda impresión causada por el ejemplo de Sócrates en contraposición a sus propias inclinaciones oli­ gárquicas, desgraciadamente más fuertes. En el terreno de la dialéctica ra­ cional, la batalla se libra utilizando el argumento del humanismo de Sócra­ tes contra sí mismo. En el Eutifrón,60 puede encontrarse lo que parece el primer ejemplo de esta naturaleza. No vaya hacer como Eutifrón, se. ase­ El argumento más fuerte de Platón en esta lucha fue, según creo, since­ ro: de acuerdo con la doctrina hUlllanitarista--<lrgLiúI-- debernos estar siempre dispuestos a ayudar a nuestro prójimo. La gente se halla profun­ damente necesitada de ayuda, es desdichada y trabaja bajo el peS() de una fuerte tensión, de un sentimiento de hallarse a la deriva. No hay certeza ni seguridad'? en la vida, donde todo transcurre en un incesante fluir. Yo es-' toy dispuesto a ayudarlos, pero no es posible hacerlos felices sin ir a la raíz del mal. y Platón encontró esa raíz en la Caída del Hombre, en el derrumbe de la sociedad cerrada. Este descubrimiento le convenció de que el Viejo Oli­ 212 213 VII garca y sus secuaces habían tenido razón, fundamentalmente, al favorecer a Esparta contra Atenas y al imitar el programa espartano tendente a detener todo cambio. Pero aquéllos no habían llegado muy lejos; su análisis no ha­ bía sido llevado lo suficientemente hondo. No se habían dado cuenta -o no se habían preocupado- del hecho de que incluso Esparta mostraba signos de decadencia, pese a su heroico esfuerzo por detener toda transforma­ ción; de que incluso Esparta se había mostrado tibia en sus tentativas de controlar la crianza de los niños a fin de eliminar las causas de la Caída: las «variaciones» e «irregularidades» en la cantidad y calidad de la raza gober­ nante.l" (Platón comprendió que el aumento de la población era una de las causas de la Caída.) Asimismo, el Viejo Oligarca y sus defensores habían pensado, en su superficialidad, que con la ayuda de una tiranía como la de los Treinta, podrían llegar a restaurar los buenos tiempos de la antigüedad. Platón era demasiado sagaz para esto. El gran sociólogo que había en él, veía claramente que estas tiranías se hallaban sostenidas por el moderno es­ píritu revolucionario al cual daban pábulo al mismo tiempo; que se veían forzadas a realizar concesiones a los anhelos igualitarios del pueblo, y que habían desempeÍlado un importante papel, en realidad, en el derrumbe del tribalismo. Platón odiaba la tiranía. Sólo el od io puede ver con tanta agudc­ za como él vio al tirano a través de su célebre descripción. Sólo un auténti­ co enemigo de la tiranía podía decir que los tiranos deben «encender una guerra tras otra a fin de hacerle sentir al pueblo la necesidad de un general», de un salvador ante el peligro extremo. La tiranía -insistía Platón- no era la solución, ni tampoco ninguna de las oligarquías corrientes. Si bien es una necesidad imperiosa mantener a la gente en su lugar, su supresión no puede ser un fin en sí mismo. El objetivo final debe ser el completo regreso a la na­ turaleza, la completa limpieza de la estructura. La diferencia entre la teoría platónica, por un lado y, por el otro, la del Viejo Oligarca y los Treinta Tiranos, se debe a la influencia de la Gran Ge­ neración. El individualisll1o, el igualitarisIl1o, la fe en la razón y el amor a la libertad eran sentimientos nuevos, potentes y, desde el punto de vista de los enemigos de la sociedad abierta, peligrosos, que debían ser combatidos. El propio Platón había sentillo su influencia y los había combatido dentro de sí mismo. Su respuesta a la GLl11 Generación fue un verdadero esfuerzo ti­ tánico. Fue el esfuerzo para ccrrar la puerta que había sido abierta, y para detener a la sociedad, encerrándola en el hechizo de una filosofía tentadora, sin igual por su profundidad y riqueza. En el campo político no agregó gran cosa al viejo programa oligárquico contra el cual ya había argument;do Pe­ rieles en cierta ocasión. IA Pero descubrió, quizá inconscientemente, el gran secreto de la rebelión contra la libertad, que Pareto formula así en nuestros días: «Sacar provecho de los sentimientos, en lugar de desperdiciar las pro­ 214 pias energías en 'vanos esfuerzos para destruirlos. »65 En lugar de demostrar su hostilidad a la razón, subyugó a todos los intelectuales con su brillo y los halagó y conmovió con su exigencia de que gobernasen los más sabios. Pese a estar contra la justicia, convenció a todos los hombres probos de que él era su defensor. Ni siquiera a sí mismo se confesó abiertamente que, en reali­ dad, combatía la libertad de pensamiento por la cual había muerto Sócrates, y al hacer de Sócrates su campeón, persuadió a los demás que estaba lu­ chando por él. Platón, así, se convirtió inconscientemente en el precursor de tantos propagandistas que, a menudo de buena fe, desarrollaron la técnica de apelar a los sentimientos humanitarios y morales con finalidades antihu­ rnanitarias e inmorales. Y alcanzó el resultado, algo sorprendente, de con­ vencer, incluso a los más grandes hnmanitaristas, de la inmoralidad yegoís­ mo de sus propios crcdos.?" No dudo de que incluso logró convencerse a sí mismo. Transformó su odio a la iniciativa individual y deseo de detener todo cambio. en un amor a la justicia y a la templanza, a un Estado celestial en el que todos están satisfechos y contentos, y en el cual la rudeza de la pugna POl- el dincro'" es reemplazada por Lts leyes de la generos~dad y la amistad. I':ste sueño de unidad, belleza y perfección, este estcticismo, holis 1110 y colectivismo, es el producto a 1:1 par que el síntoma del perdido espí­ ritu grupal del tribalisrno." Es la expresión de lo~ sentimientos de quienes sufren por la tensión producida por la civilización, y un ardiente llamado a esos semi mientos. VIII Sócrates se rehusó a transigir por su illtegridad personal. Platón, con toda su intransigentc limpieza d<: lienzos, se vio conducido a lo largo de una senda en la cual dehió tr<Hlsigir por su integridad ,1 cada paso. Así, se vio for­ zado a combatir el libre pensamiento y la búsqueda de la verdad. Se vio oblig;ldo a defender la mentira, [os JIlib.gros políticos, la superstición tabuís­ ta, la supresión de la vcnbd y, filialmente, la más burda violencia. Pese a la advertencia socrática contra la misantropía y la ruisologia, se vio impulsado a desconfiar del hombre y a temer el raciocinio. Pese a su propio odio por la tiranía debió buscar ayuda en un tirano y defender las medidas más arbi­ trarias tomadas por éste. Por la J()gica interna de su finalidad antihumanita­ ria -la lógica interna del poder-e- se vio llevado, sin saberlo, al mismo pun­ to a que habían sido conducidos los Treinta y adonde arribó, más tarde, su amigo Dío y otros de sus muchos discípulos tiranos." Pero de poco le valió todo eso, pues Platón no consiguió detener la transformación de la so­ ciedad. (Sólo mucho después, en épocas oscuras, se vio detenida por el má­ 215 ¡!r - , , ¡ ' , " gico hechizo del esencialismo platónico-aristotélico.) Lejos de ello, termi­ nó ligándose, por su propio influjo, a aquellas potencias que en otro tiem­ po había aborrecido. La lección, pues, que debemos aprender de Platón es el opuesto exacto de lo que éste trató de enseñarnos. Y es una lección que no debe olvidarse. Pese a todo el acierto del diagnóstico sociológico de Platón, su propio de­ sarrollo demuestra que la terapéutica recomendada es peor aún que el mal que se trata de combatir. El remedio no reside en la detención de las trans­ Iorrnacioncs políticas, pues ésa no puede procurarnos la felicidad. Jamás podremos retornar a la presunta inocencia y belleza de la sociedad cerrada; nuestro sueño celestial no puede realizarse en la tierra. Una vez que comen­ zamos a confiar en nuestra razón y a utilizar las facultades de la crítica, una vez que experimentamos el llamado de la responsabilidad personal y, con ella, la responsabilidad de contribuir a aumentar nuestros conocimientos, no podemos admitir la regresión a UIl Estado basado en el sometimiento implícito a la magia tribal. Para aquellos que se han nutrido del árbol de la sabiduría, se ha perdido el paraíso." Cuanto más tratemos de regresar a la heroica edad del tribalismo, tanto mayor será la seguridad de arribar a la In­ quisición, a la Policía Secreta y al gangsterismo idealizado. Si comenzamos por la supresión de la razón y la verdad, deberemos concluir con la más brutal y violenta destrucción de todo lo que es humano." No existe el re­ torno a un estado armonioso de la naturaleza. Si damos vuelta, tendremos que recorrer todo el camino de nuevo y retornar a las bestias. Es éste un problema que debemos encarar francamente, por duro que ello nos resulte. Si soñamos con retornar a nuestra infancia, si nos tienta el deseo de confiar en los demás y dejarnos ser felices, si eludimos el deber de llevar nuestra cruz, la cruz del humanitarismo, de la razón, de la responsa­ bilidad, si nos sentimos desalentados y agobiados por el peso de nuestra carga, entonces deberemos tratar de fortalecernos con la clara comprensión de la simplc decisión que tenemos ante nosotros. Siempre nos quedará la posibilidad de regresar a las bestias. Pero si queremos seguir siendo huma­ nos, entonces sólo habrá un camino, el de la sociedad abierta. Debemos proseguir hacia lo desconocido, lo incierto y lo inestable sirviéndonos de la razón de que podamos disponer, para procurarnos la seguridad y libertad a que aspiramos. 216 !'"ji '11 I Segunda parte ':¡ 1, ::J :;'1 LA PLEAMAR DE LA PROFECÍA i I~¡ cisma Illoral dcl mundo moderno, que tan trági­ CImente divide a Jos iluminados puede atribuirse a la cat;btrol'" ele Ll ciencia liberal. WI\LTI'.H !.II'I'MI\NN EL SURGIMIENTO DE LA FILOSOFÍA ORACULAR Capítulo 11 LAS RAÍCES ARISTOTÉLICAS DEL HEGELIANISMO No nos proponemos aquí escribir una historia de las ideas que más de ccr­ ( a nos atañen, esto es, el historicisrno y su relación con el totalitarismo, sino 1,111 sólo, como espCl-anms que recuerde el lector, unas cuantas observaciones 'lile quizá arrojen alguna luz sobre el marco histórico de la versión moderna de estas ideas. La historia de su desarrollo, en panicular durante el pcríocio 'lIle va desde Platón hasta Hegel y Marx, no cabe, ciertamente, dentro de los límites razonables de una obra como la presente_ No intentaremos realizar, 1" Ir consiguiente, un tratamiento exhaustivo de Aristóteles, s,rlvo en la mcdi­ .1,1 en que su versión dd esencialismo platónico influyó sobre el liistoricismo de Ilegel y, de este modo, sobre el de Marx. La li miiación a aquellas ideas de f\ risióreles con las que ya nos hemos familiari;r.ado a través de nuestra crítica de Platón, el gran maestro del Estagirita, no nos crea, sin cmliargo, ningún in­ , »uvcniente serio, como podría temerse a primera vista. En efecto, Arixtótc­ l."" pese a su estupenda erudición y asombroso alcance, no fue un hombre de 11,1,\11 originalidad. Lo que le agregó al conjunto de las doctrinas platónicas lul', ['n esencia, sistematización y un ardiente interés por los problemas cmpí­ f 1,'( 15, especialmente los biológicos. A no dudarlo, Aristóteles es el inventor d, la lógica, y por ésta, como por otras conquistas, merece, ampliamente, lo '1'11' recaba de nosotros (al final de sus Reiutacioncs sojlslicas), a saber, 1111eS­ 11,\ (.durosa gratitud y nuestro perdlín por sus deficiencias. Sin embargo, para 1"" l.xrores y admiradores de Platón esas deficicncias son formidables. 1,'" algunos de los últimos escritos de Platón podemos hallar CiCI1:0 eco evoluciones políticas contemporáneas de Atenas, vale decir, de la "IiI'."li[Lrción de la democracia. Parece ser que hasta el propio Platón co­ 111'1111' ,1 dudar si no se habría estabilizado alguna forma de la democracia. / l' 1\ 11~;(úteles encontramos indicios de que ya no dudaba. Pese a no ser 'Ii"i¡'," ,le la democracia, la acepta como inevitable y se halla dispuesto a 1, "1'1',11 1'011 el enemigo. Ih 1.1'; 219 'II'I! ~, 1:'1 'II( l'Ili II ¡ Esta inclinación a las transacciones, extrañamente mezclada con la ten­ dencia a encontrar defectos en sus predecesores y contemporáneos (parti­ cularmente en Platón) constituye una de las características sobresalientes de los escritos enciclopédicos de Aristóteles. No se ve en ellos ninguna huella del conflicto trágico y desgarrador que rezuma la obra platónica. En lugar de los perspicaces y penetrantes relámpagos platónicos y del atrevimiento de sus ideas, hallamos aquí la seca sistematización y el afán, compartido por tantos escritores mediocres de épocas posteriores, de resolver los asuntos de toda índole, mediante la emisión de un «juicio sano y equilibrado» que a todos haga justicia, lo cual significa, a veces, pasar por alto refinada y so­ lemnemente el punto esencial. Esta exasperante tendencia sistematizada por Aristóteles en su famosa «doctrina del justo medio» es una de las fuentes de su crítica, tantas veces forzada y hasta fatua, de Platón.' Un ejemplo de la falta de sagacidad de Aristóteles -·en este caso de sagacidad histórica (entre otras muchas cosas, también era historiador)-- lo constituye el hecho de que admitió la aparente consolidación democrática precisamente cuando acababa de ser superada por la monarquía imperial de Macedonia, SlJCeSO histórico éste que precisamente le pasó inadvertido. Aristóteles que era, como lo había sido su padre, miembro de la corte de Macedonia, elegido por Fili­ po como preceptor de Alejandro el Grande, parece hacer subestimado a es­ tos hombres y S11S proyectos; quizá creyó que los conocía demasiado bien. «Aristóteles se sentaba a comer con la monarquía sin darse cuenta de ello», comentaba Gompcrz acertadamente." El pensamiento aristótclico se halla completamente dominado por el de Platón. Un poco a regañadientes, siguió a su gran maestro tan de cerca como se lo permitió su temperamento desprovisto de todo sentido artísti­ co, no sólo en sus perfiles políticos generales sino prácticamente en todos sus puntos. De este modo, apoyó y sistematizó la teoría platónica natura­ lista de la esclavitud;' «Algunos hombres son libres por naturaleza y otros esclavos, y para estos últimos la esclavitud es tan oportuna como justa... Un hombre que por naturaleza no se pertenece a sí mismo, sino a otro, es, por naturaleza, esclavo ... A los helenos no les a¡!;rada llamarse esclavos sino que restringen el empleo de este término a los bárbaros ... El esclavo se halla en­ teramente desprovisto de toda facultad de raciocinio, en tanto que las mu­ jeres libres la tienen apenas en muy escaso grado». (Es a las críticas y denuncias de Aristóteles a lo que debemos la mayor parte de nuestro conocimiento del movimiento ateniense contra la esclavitud. Al argüir contra los defensores de la libertad, Aristóteles conservó muchos de sus pensamientos.) En algu­ nos puntos secundarios, Aristóteles mitiga ligeramente la teoría platónica de la esclavitud, censurando debidamente a su maestro por su excesiva du­ reza. Tampoco pudo resistirse a la tentación de criticar a Platón ni a la de transigir, aun tratándose de una transacción con las tendencias liberales de su tiempo. Pero la teoría de la esclavitud es tan sólo una de las muchas ideas políti­ cas de Platón adoptadas por Aristóteles. Especialmente su teoría del Estado ideal, hasta donde la conocemos, se halla modelada sobre la base de las teo­ rías sustentadas en La República y Las Leyes, y su versión, cabe destacarlo, arroja considerable luz sobre la concepción platónica. El Estado ideal aris­ totélioo constituye un término medio entre tres cosas, a saber, una aristo­ cracia platónica romántica, un feudalismo «sano y equilibrado» y alguuas ideas democráticas; pero es el feudalismo el que se lleva la mejor parte. Con los demócratas, Aristóteles sostiene quc todos Jos ciudadanos deben tener derecho a participar en el gobierno. Pero claro está que esto no tiene la sig­ nificación radical que podría creerse a primera vista, pues Aristóteles se apresura a explicar que no sólo los esclavos sino también todos los micm­ hros de las clases productivas sc hallan excluidos de la ciudadanía. De este modo, enseña ······con Platón··- que los artesanos no deben gobernar y que las clases gobernantes no deben trabajar ni gallar dinero. (Aunque se des­ cuenta que lo poseen en cantidad.) Poseen la tierra, pero no h trabajan con sus manos. Sólo la caza, la guerra y otros entretenimientos semejantes son reputados dignos de los gobernantes feudales. 1·:1 miedo aristotélico a cual­ quier forma de adquirir dinero, por ejemplo, todas las actividades prole­ sionalcs, va aCJIl más lejos, quizá, que el de Platón. ¡::ste había utilizado el término «hauáusico-" para describir la condición de plebeyo, abyecto o de­ pravado. Aristóteles extiende el uso despectivo de este termino hasta abar.. cal' todos los intereses que no son simplesy puros entretenimientos. En rea­ lidad, tal como lo usa, el término se halla muy cerca ele lo que nosotros entendemos por «profesional», especialmente en el sentido en que lo desea­ lifica en una competencia de aficionados, pero también en aquel en quc se aplica a cualquier experto especializado como, por ejemplo, un médico. Para' Aristóteles, toda forma de profesionalismo representa una pérdida de casta, UlI caballero [cudal insiste-....:· jamás dche tomarse demasiado interés por «ninguna ocupación, arte o ciencia... También algunas artes liberales, es de­ cir, artes que puede adquirir un caballero, pero siempre sólo hasta cierto punto. En efecto, si se toma demasiado interés por ellas sobrevendrán «cier tos efectos perjudiciales», es decir, que el sujeto se capacitará como prole.. sional y perderá casta. l'le aquí, pues, la idea aristotélica de la educación ti· beral, idea -todavía con cierta vigencia desgraciadamente.......!> de lo que ha de ser la educación de un caballero, a diferencia de la educación del esclavo, el siervo, el sirviente o el profesional. Y dentro de la misma tónica, Aristó­ teles insiste repetidamente en que «el principio primero de toda acción es el ocio».' La admiración y deferencia de Aristóteles hacia las clases ociosas pa­ 220 221 > -. . Cabe esperar de esta filosofía cortesana una prédica optimista, pues de otro modo no se concibe cómo podría resultar un pasatiempo agradable. Y, en verdad, es en su optimismo donde reside uno de los aj LIstes más impor­ 10 tantes introducidos por Aristóteles en su sistematización del platonismo. El sentimiento platónico de deriva había hallado expresión en la teoría de que todo cambio, por lo menos durante ciertos períodos cósmicos, debe ser perjudicial: transformación y degeneración son sinónimos. La teoría aristo­ télica admite la existencia de cambios favorables; de este modo, la transfor­ mación también puede ser progreso. Platón había enseñado que todo desa­ rrollo tiene su punto de partida en un original, la Forma o Idea perfecta, de tal modo que el objeto en desarrollo debe perder su perfección en la medi­ da en que cambia y en que decrece su similitud con el original. Esta teoría fue abandonada por su sobrino y sucesor, Espeucipo, así como también por Aristóteles. Pero Aristóteles acusó a los argumentos de Espeucipo de ir de­ masiado lejos, dado que éstos suponían una evolución biológica general ha­ cia formas superiores. Al parecer, Aristóteles se oponía a las tan discutidas teorías biológicas evolucionistas de su tiempo.ll Pero el peculiar giro opti­ mista que le imprimió al platonismo fue resultado, también, de la especula­ ción biológica y se basó en la idea de la causafinal. Según Aristóteles, una de las cuatro causas de cualquier fenómeno u ob­ jeto -y también de todo movimiento o cambio-- es la causa final o fin ha­ cia el que se dirige el fenómeno. En la medida en que constituye un objeti­ vo ó fin deseado, la causa final también es buena. Se desprende de aquí que puede haber algún bien, no sólo en el punto de partida de un proceso (como había pensado Platón y Aristóteles lo admitía)," sino también en su punto final. Y todo esto es de particular importancia para cualquier cosa que ten­ ga un comienzo en el tiempo o, como dice Aristóteles, para todo aquello que venga a la existencia. La Forma o esencia de toda COSi' en desarrollo es idéntica al propósito, fin o estado definitioo hacia el cual se desarrolla. De este modo arribamos, pese a la refutación aristotélica, a algo sumamente pa­ recido a la reforma del platonismo introducida POI" Espcucipo, La Forma o Iclca que, al igual que en el sistema platónico, todavía se considera buena, se halla aquí al final en lugar del principio. Es ésta la fórmula exacta del reem­ plazo aristotélico del pesimismo por el optimismo. La teleología de Aristóteles, es ciecir, su insistencia en el fin LI objetivo del cambio COlTlO causa final, constituye una expresión de sus intereses pre­ ferentemente biológicos. Se advierte aquí la influencia de las teorías bioló­ gicas de Platón 1) y también de 1J proyección platónica de su teoría de la jus­ ticia al universo. En efecto, Platón no se limitó a enseñar que cada una de las diferentes clases de ciudadanos ocupaba su lugar natural en la sociedad, lu­ gar al cual pertenecía y para el que se hallaba naturalmente dotado, sino que también trató de interpretar el universo de los objetos físicos y sus diferen­ tes clases o categorías, basándose en pri ncipios similares. Así, trató de ex­ plicar el peso de los cuerpos pesados como las piedras o la tierra y su ten­ dencia a caer, así como también la tendencia ,1 elevarse del aire y del fuego, mediante la hipótesis de que éstos se esfuerzan por conservar o recobrar el lugar correspondiente a su categoría. Las piedras y la tierra caen debido a que se esfuerzan por ubicarse allí donde se encuentra la mayor parte de las piedras y de la tierra y donde tienen su lugar adecuado en el justo ordena­ miento de la naturaleza. El aire y el fuego se elevan porque se esfuerzan por llegar hacia donde se encuentran las grandes masas de aire y de fuego (los cuerpos celestes) y donde deben estar, de acuerdo con el justo ordenamien­ to de la naturaleza. ¡.¡ Esta teoría del movimiento atrajo al Aristóteles zoólo­ gO,.pues se combina fácilmente con la teoría de las causas finales y permite dar una explicación de todo el movimiento, comparándolo con el galope de 222 223 rece ser la expresión de una curiosa sensación de inquietud. Parece ser, en efecto, que el hijo del médico de la corte macedonia se hallaba preocupado por el problema de su propia posición social y, especialmente, por la posi­ bilidad de perder casta debido a sus estudios que fácilmente podían ser con­ siderados profesionales. «No se puede evitar la tentación de creer -decla­ ra Comperz-r-" que temía escuchar denuncias de este tipo por parte de sus amigos aristocráticos ... Es realmente extraño que uno de los más grandes estudiosos de todos los tiempos, si no el más grande, se resista a ser un es­ tudioso profesional. Parecería que prefiriese, más bien, ser un dilettante o un hombre de mundo.» Los sentimientos aristotélicos de inferioridad se apoyan, quizá, en otra base todavía, aparte de su deseo de demostrar su in­ dependencia de Platón, aparte de su propio origen «profesionah>, y aparte del hecho de que era, sin duda, un «sofista» profesional (enseñaba, incluso, retórica), pues en Aristóteles, la filosofía platónica abandona sus grandes aspiraciones, sus reclamaciones de poder. A partir de este momento, sólo podía proseguir como disciplina de estudio. Y puesto que sólo un caballero feudal poseía el dinero y el tiempo necesarios para estudiar filosofía, todo lo más a que podía aspirar la filosofía, entonces, era a convertirse en un elemen­ to adicional de b educación tradicional de todo caballero. Con esta aspira­ ción mucho más modesta '1 la vista, Aristóteles juzga necesario persuadir al caballero feudal de que la especulación y contemplación filosóficas pueden convertirse en una parte de suma importancia de su «buena vida»; en efec­ to, ella constituye el método más agraciado, más noble y más refinado para matar el tiempo, si LUlO no se halla ocupado con intrigas políticas o asuntos de guerra. Es ésta la mejor manera de distraer el ocio, pues, como lo dice el propio Aristóteles, «a nadie se le ocurriría... declarar una guerra con ese fin»." los caballos ansiosos por regresar a sus establos. Aristóteles desarrolló estas ideas bajo la forma de su famosa teoría de los lugares naturales. Todo aque­ llo que sea apartado de su propio lugar natural experimentará una tenden­ cia natural a regresar a él. Pese a algunas modificaciones, la versión aristo­ télica del esencialismo platónico sólo presenta diferencias carentes de importancia. Claro está que Aristóteles insiste en que, a diferencia de Pla­ tón, para él las Formas o Ideas no existen con independencia de los objetos sensibles. Pero en la medida en que esta diferencia encierra importancia, se halla íntimamente relacionada con los ajustes introducidos en la teoría del cambio. En efecto, uno de los puntos principales de la teoría platónica es el de que debe considerarse que las Formas, Esencias u Originales (o Padres) existen con anterioridad a los objetos sensibles y con independencia de los mismos, puesto que éstos cada vez se alejan más de aquéllos. Aristóteles, por el contrario, hace que los objetos sensibles avancen hacia 5lIS causas fi­ nales o metas, las cuales son identificadas" con sus Formas o esencias. Y como biólogo, supone que los objetos sensibles llevan en sí, potencialmen­ te, el germen, por así decirlo, de sus estados finales o esencias. Esta es una de las razones por las que podemos decir que la Forma o esencia está en el objeto y no, como quería Platón, que es anterior o exterior a él. Para Aris­ tóteles, todo movimiento o cambio significa la materialización (o «actuali­ zación») de algunas de las cualidades latentes inherentes a la esencia de la cosa." Es, por ejemplo, una cualidad latente esencial de todo pedazo de madera, el que flote en el agua o el que sea capaz de arder, y estas cualida­ des latentes siguen siendo inherentes a su esencia aun cuando nunca se ac­ tualicen. Pero si tal ocurre, si la madera flota o arde, entonces lo potencial se materializa y de este modo se mueve o se transforma. Por consiguiente, la esencia, que abarca todas las cualidades potenciales de una cosa, es algo así como su fuente interna de cambio o movimiento. Esta esencia o Forma aris­ totélica, esta causa «formal» o «final» es, por 10 tanto, prácticamente idénti­ ca a la «naturaleza» o «alma» de Platón, identidad que el propio Aristóteles se encarga de corroborar. «La naturaleza -escribe l ? en su Melajlsica- per­ tenece a una misma categoría que lo potencial, pues constituye un principio de movimiento inherente a la cosa misrna.» Por otro lado, define al «alma» como la «primera entelequia del cuerpo viviente» y puesto que la «entele­ quia» es explicada, a su vez, como la Forma, o causa formal tenida por fuer­ za impulsora," retornamos finalmente, mediante la ayuda de este aparato terminológico bastante complicado, al punto de vista platónico original, esto es, que el alma o naturaleza es algo muy próximo a la Forma o Idea pero inherente a la cosa, y su principio de movimiento. (Cuando Zeller elo­ gió a Aristóteles por su «uso definido y amplio desarrollo de una termino­ logía científica» 19 se me ocurre que debe haberse sentido algo incómodo al escribir la palabra «definido»; sin embargo, cabe reconocer su amplitud, así como también el hecho deplorable de que Aristóteles, al usar esta jerigonza complicada y pretenciosa, logró fascinar a una cantidad de filósofos, de tal modo que, para decirlo con las palabras de Zeller, durante miles de años le indicó el camino a la filosofía.) Aristóteles, que fue un historiador del tipo más enciclopédico imagina­ ble, no realizó ninguna contribución directa al historicismo. Aparte de su adhesión a una versión más restringida de la teoría platónica de las inunda­ ciones y otras catástrofes periódicas que destruyen la raza humana de tiempo en tiempo, dejando sólo algunos sobrcvivicutcs," no parece haberse intcrc­ sadocn el problema de las tendencias históricas. Pese a ello, puede demos­ trarse aquí Cómo su teoría del cambio se presta de suyo a las interpretaciones historicistas y cómo contiene todos los elementos necesarios para elaborar una grandiosa filosofía historicista. (Esta oportunidad no fue plenamente explotada antes de Hegel.) Cabe distinguir tres doctrinas historicistas que derivan directamente del esencialismo aristotélico: 1) Sólo en el caso de que una persona o Estado se desarrolle, y sólo por medio de su historia, po­ demos llegar a conocer algo de su «esencia oculta y sin desarrollar» (para utilizar una frase de Hegel)." Esta doctrina conduce lUl'go, ante todo, a la adopción de un método historicista, es decir, al principio de que podemos obtener cualquier conocimiento de las entidades o esencias sociales con sólo aplicar el método histórico, a saber, con el solo estudio de los cambios sociales. Pero la doctrina lleva aún más lejos (especialmente cuando se halla relacionada con el positivismo moral de llegel, qtle identifica lo conocido, así como también lo real, con lo bueno), hacia la adoración de la llistoria y su cxalración como el Gran Teatro de la Realidad, y también el Tribunal de Justicia del Universo. 2) El camhio, al revelar lo que se oculta en la esencia latente, sólo puede tornar manifiesta esta esencia, lo potencial, la semilla que, desde el principio, ha pertenecido intrínsecamente al objeto cambian­ te. Esta doctrina conduce a la idea historicista de un destino histórico o de un hado esencial ineludible, pues, como Ilegell! lo demostró más tarde, «lo que denominamos principio, objetivo o destino», no es sino la «esencia oculta sin desarrollar». Esto significa que todo lo que le ocurra a un hOI11­ bre, una nación o un Estado, debe considerarse proveniente de la esencia, de la cosa real, de la «personalidad» real que se pone de manifiesto en este hombre, nación o Estado, 10 cual lo explica por sí mismo. «El destino de un hombre se halla inmediatamente relacionado con su propio ser, es algo, en verdad, contra lo cual puede luchar pero que forma parte, de hecho, de su propia vida.. Esta formulación (debida a Caird)'1 de la teoría hegeliana del destino viene a ser, indudablemente, la contraparte histórica y romántica de la teoría aristotélica de que todos los cuerpos buscan sus propios «lugares 224 225 naturales». Claro está que sólo se trata de una expresión retumbante de la perogrullada de que lo que le ocurre a un hombre no sólo depende de las circunstancias externas, sino también de él mismo, esto es, de la forma en que reacciona ante ellas. Pero al lector ingenuo le complace en extremo su capacidad para comprender y para sentir la verdad de estas profundidades de la sabiduría que exigen para su formulación la ayuda de palabras tan emocionantes como el «destino» y, especialmente, «su propio sen>. 3) A fin de tornarse real o material, la esencia debe desenvolverse a través del cam­ bio. Más tarde, con Hegel, esta doctrina adopta la siguiente [orrnar'" «Aque­ llo que existe sólo por sí mismo es ... una mera potencialidad: no ha emergi­ do todavía a la Existencia... Sólo mediante la actividad se actualiza la Idea». De este modo, si deseo «emerger a la Existencia» (deseo bien modesto por cierto), entonces debo «afirmar mi personalidad». Esta teoría -bastante popular aún-e- conduce, como Hegel lo advierte claramente, a una nueva justificación de la teoría de la esclavitud. Pues la afirmación del propio ser significa,15 en lo que a las relaciones con los demás se refiere, la tentativa de dominarlos. En realidad, Hegel señala que todas las relaciones personales pueden reducirse, de este modo, a la relación fundamental de amo y esclavo, de dominación y sometimiento. Cada uno debe esforzarse para afirmar y poner a prueba su propia personalidad y aquel que carezca de la naturaleza, la valentía o la capacidad general necesarias para conservar su i ndcpcndcncia, deberá ser reducido a la servidumbre. Esta encantadora teoría de las rclacio­ nes personales tiene su contraparte, por supuesto, en la teoría hegclian,l de las relaciones internacionales. Las naciones deben afirmar sus derechos so­ bre la Escena de la Historia y es su deber intentar la dominación dc/mundo. Todas estas consecuencias historicistas de tan vasto alcance, q uc en el próximo capítulo examinaremos desde un nuevo ángulo, durmieron duran­ te más de veinte siglos «ocu 1tas y latentes» en el esencialismo ele Aristóte­ les. El aristotelismo resultó, así, más fecundo de lo que supuso la mayoría de sus muchos admiradores. n El principal peligro para nuestra filosolú, aparte de la pereza y la nebulosidad, es el escolasticismo... quc trata lo vago como si fuera preciso ... F. P. RAMSJl.Y Hemos alcanzado ya un punto en que podríamos pasar a analizar, sin más dilaciones, la filosofía historicista de Hegel, o, en todo caso, comentar 226 brevemente las evoluciones del sistema operadas entre Aristóteles y Hegel, y el advenimiento del cristianismo, lo cual se ha dejado, sin embargo, para la sección tercera con que concluye este capítulo. Ahora, a manera de di­ gresión, pasaremos a examinar un problema más técnico, el método esencia­ lista de las definiciones, de Aristóteles. El problema de las definiciones y del «significado de los términos» no guarda una relación directa con el historicisrno. Pero ha sido una fuente ina­ gotablc de confusiones y, particularmente, ele ese tipo de verborragia que cuando se combina con el historicismo a la manera hegeliana, engendra esa ponzoñosa enfermedad intelectual de nuestro tiempo que hemos denomi­ nado filosojla oracular. y es también la fuente principal de la influencia in­ telectual -t.odavía predominante, desgracialbmente- de Aristóteles; de todo ese escolasticismo verboso y vacío que rezuma no sólo la Edad Media, sino también nuestra propia filosofía contemporánea, pues hasta filósofos tan recientes como 1,. Wittgenstein;'" padecen, como veremos más adelan­ te, esta influencia. 1':1 desarrollo del pensamiento a partir de Aristóteles po­ dría resumirse, a mi juicio, diciendo que todas las disciplinas permanecieron detenidas, mientras utilizaron el método aristotélico de la definición, en un estado de un hueco palahrcrfo y escolasticismo csróril, y qne la medida en que las diversas ciencias lograron efectuar algún progreso dependió del gra­ do en que consiguieron librarse de este método cscncialista. (Y ésta es la ra­ zón por la cu.il una parte tan grande de nuestra «ciencia social» permanece todavía en la Edad Media.) li,1 ex.unen de este método dcbcr.i ser algo abs­ tracto, debido al hecho dc que el prohlcm.i lu sido complct.arncntc oscu­ recido por Platón y i\ ristoiclcs, cu ya in [lucncia ha ol'igi nado prcj uicios profundamente arraig,ldos nada Llciles de extirpar. Pese a todo, quiz;Í no carezca de interés el análisis de la fuente de 1.,111[;\ confusión y verbosidad. Aristóteles sigui(');l Platón al distinguir entre conocimicnt o y opinum," El conocimiento o la ciencia puede ser, segllll Aristóteles, de dos clases di­ [crcm.cs: demostrativo o intuitivo. 1':1 conocimiento dcmostratiuo es también el conocimiento de las «causas". ( :onsistc en enunciarlos que pueden ele­ mostTarsc ·····Ias conclusiones junto con sus demostraciones silogísticas (que presentan l.is «CHlS;lS» en sus «termine», mcdios»), 1':1 conocimiento in­ tuitiuo consiste en la capt.icióu ele la "forma indivisible», esencia o natura­ leza de una cosa (si es «inmediata", es decir, si su «causa" es idéntica a su na­ turaleza esencial); l:1 es la fuente primera de toda ciencia, puesto que capta las premisas básicas originales de todas las dcmost.racioncs. Indudablemente, Aristóteles tenía razón cuando insistía en que no de­ hemos intentar probar o demostrar todo nuestro conocimiento. Toda prue­ ba debe derivar de ciertas premisas; la prueba como tal, es decir, la deriva­ ción de las premisas no puede, por lo tanto, establecer definitivamente la 227 verdad de ninguna conclusión, sino tan sólo demostrar que la conclusión debe ser cierta, siempre que las premisas sean ciertas. Si exigiésemos que las premisas, a su vez, fuesen probadas, la cuestión de la verdad sólo se trasla­ daría un paso más hacia un nuevo conjunto de premisas y así, sucesiva­ mente, hasta el infinito. Para evitar esta regresión infinita (como dicen los lógicos), Aristóteles enseñó que debíamos suponer la existencia de ciertas premisas indudablemente ciertas y que no necesitan ninguna prueba; fueron éstas las llamadas «premisas básicas». Si admitimos la validez de los méto­ dos mediante los cuales se extraen las conclusiones de estas premisas bási­ cas, entonces podríamos decir que, de acuerdo con Aristóteles, la totalidad del conocimiento científico se cifra en dichas premisas básicas y estaría a nuestro alcance si pudiéramos, tan sólo, obtener una lista enciclopédica de las mismas. Pero ¿cómo lograrlo? Al igual que Platón, Aristóteles creía que todo conocimiento se obtiene, en última instancia, por medio eleuna captación intuitiva de la esencia de las cosas. "Sólo podemos conocer una cosa cono­ ciendo su esencia», escribe Aristóteles," y también: «Conocer una cosa es conocer su esencia». Una «premisa básica» no es, según él, sino un enuncia­ do que describe la esencia de una cosa. Pero es precisamente este enunciado lo que él denornina'" definición. De este modo, todas «laspremisas básicas enseñaba" que podemos captar las Ideas mediante la ayuda de cierto tipo de intuición intelectual infalible, es decir, que podemos visualizarlas con los ¿Cómo son las definiciones? He aquí un ejemplo de definición: « Un ca­ chorro es un perro joven». El sujeto de este juicio-definición, el término "cachorro», recibe el nombre de término a definir (o término dcfinido); las palabras «perro joven», el de fórmula dcfinitoria. Por regla general, la fór­ mula definitoria es más larga y más complicada que el término definido, a veces en grado sumo. Aristóteles considera" el término a definir como un nombre de la esencia del objeto y la fórmula definitoria como la descripción de esa esencia. E insiste en que la fórmula definitoria debe suministrar una descripción exhaustiva de la esencia o de las propiedades esenciales del ob­ jeto en cuestión; de este modo, un enunciado del tipo «un cachorro tiene cuatro patas», si bien es verdadero, no constituye una definición satisfacto­ ria, puesto que no agota lo que podría llamarse la esencia del ser cachorro, sino que también vale para un perro o un caballo viejo, y del mismo modo, el enunciado «un cachorro es negro», si bien puede valer para algunos ca­ chorros no vale para todos y no describe, por lo tanto, propiedades esen­ ciales sino tan sólo accidentales del término definido. Pero el problema más difícil es el de cómo podemos proveernos de de­ finiciones o premisas básicas y asegurarnos de que sean correctas, es decir, de que no hayamos errado, captando lo que no es esencial. Aunque Aristó­ teles no se muestra muy claro en este punto," no puede dudarse seriamen­ te de que, en lo fundamental, también aquí sigue los pasos de Platón. Platón «ojos de la mente», proceso éste que Platón consideraba análogo al de la vi­ sión, pero en exclusiva dependencia del intelecto y con exclusión de todo elemento que guardase alguna dependencia de los sentidos. La concepción aristotélica, aunque menos radical e inspirada que la de Platón, en definiti­ va viene a ser lo mismo.J' En efecto, si bien enseña que llegamos a la defini­ ción sólo después de haber hecho muchas observaciones, admite que la ex­ periencia sensorial no basta, por sí misma, para captar la esencia universal y que no puede, por consiguiente, dar plenamente origen a una definición. En definitiva, se limita a postular, simplemente, que estarnos dotados de una intuición intelectual, una facultad mental o intelectual que nos permite cap­ tar infaliblemente la esencia de las cosas y conocerlas. Y supone, además, que si conocemos una esencia intuitivamente deberemos ser capaces de des­ cribirla y también, en consecuencia, de definirla. (Los argumentos conteni­ dos en los Segundos Analiticos en favor de esta teoría son sorprendente­ mente débiles. Consisten, tan sólo, en scúalar que nuestro conocimiento de las premisas básicas no puede ser demostrativo puesto que esto conduciría a una regresión infinita, y que las premisas básicas deben ser tan ciertas, por lo menos, como las conclusiones que en ellas se basan. "Se sigue de esto -escribe- que no puede haber conocimiento demostrativo de las premi­ sas primeras, y puesto que nada fuera de la intuición intelectual puede ser más cierto que el conoci miento demostrativo, se sigue que debe ser la intui­ ción intelectual la que capte las premisas h.isicas.. En su De Anima, así como también en la parte teológica de la M ctalisica, encontramos algo más que un argumento; en efecto, se trata aquí de una verdadera teoría de la in­ tuición intelectual, donde se afirma que ésta se pone en contacto con su ob­ jeto, la esencia, y llega a convertirse, incluso, en una misma cosa que su ob­ jeto. «El conocimiento concreto es idéntico a su objcto.») Resumiendo este breve análisis, creo que se puede dar una descripción bastante exacta del ideal aristotélico del conocimiento perfecto y completo diciendo que éste vio el objetivo final de toJa indagación en la compilación de una enciclopedia con las definiciones intuitivas de todas las esencias, es decir, con sus nombres y sus correspondientes fórmulas definitorias, y que consideró que el progreso del conocimiento consistía en la acumulación gradual de estos datos enciclopédicos, en expandirlos yen llenar los vacíos de su contenido y, por supuesto, en su derivación silogística de «la masa to­ tal de los hechos», que constituye el conocimiento demostrativo. Pues bien, no es posible dudar que todas estas concepciones esencialis­ tas se hayan en franca oposición con los métodos de la ciencia moderna. (Al decir esto pensamos sobre todo en las ciencias empíricas, pues tal vez sea 228 229 de las pruebas» son def¡"rúciones. otro el caso de la matcmática.) En primer término, aunque hacemos todo lo posible por hallar la verdad, en la ciencia somos conscientes del hecho de que nunca podemos estar seguros de haberla alcanzado. Hemos aprendido desde antiguo, a través de mú [tiples desengaños, que nunca debemos espe­ rar resultados definitivos. Y también hemos aprendido a no desanimarnos cuando nuestras teorías científicas se vienen a tierra por la comprobación de nuevos hechos. En efecto, en la mayoría de los casos podemos determinar con gran seguridad cuál de cutre dos teorías es la mejor. Podemos saber, de este modo, si realizamos algún progreso y es este conocimiento el que com­ pensa, a la mayoría de los investigadores, por la p0rdida de la esperanza de alcanzar la certeza definitiva, En otras palabras, sabernos que nuestras teo­ rías científicas deberán conservar siempre su carácter de hipótesis pero que, en muchos casos importantes, podremos establecer si una nueva hipótesis es o no superior a la antigua. Fn efecto, si son diferentes hahrán de condu­ cir a predicciones distintas, predicciones que, frecuentemente, son susccpti­ blcs de ser probadas cxperimentalmente; y sobre la hase de un cxpcrimcnro crítico de esta naturaleza, se puede CnCOJ1tLu', a veces, que la nueva teoría conduce a resultados satisfactorios allí donde se atasca la anterior. De este modo, podemos decir que en nuestra búsqueda de la verdad hemos reem­ plazado la certeza científica con el progreso científico y esta concepción del método científico se ve corroborada por la evolución de la ciencia, pues ésta no se desarrolla por medio de una acumulación enciclopédica gradual de datos esenciales, como pensaba Aristóteles, sino de un modo mucho m.is revolucionario, La ciencia progresa mediante ideas audaces, mediante la ex­ posición de nuevas e insólitas teorías (COIllO la de que la Tierra no es plana o de que «el espacio métrico" no es plano) y el abandono de las viejas. Pero esta concepción del método científico significa" que en la ciencia no hay «conocimiento», en el sentido en qLle Platón y Arisrótclcs usaron la palabra, vale decir, en el sentido que le atribuye un alcance definitivo; en la ciencia jamás existen raz.oncs suficientes para creer que se ha alcanzado la verdad de una vez por todas. Lo que ILlbitualmente denominamos «conoci­ miento científico» no es, por regla ¡;enel"al, conocimiento en este sentido, sino más bien la información concerniente a diversas hipótesis coruraclic­ torias ya la forma en que éstas se comportan frente a diversas pruebas; es, para empicar las palabras de Platón y Aristóteles, la información relativa a la última y mejor probada «optnum» científica. Esta conccpcióu significa, además, que en la ciencia se carece de pruebas (exceptuando, por supuesto, la matemática pura y la lógica). En las ciencias empíricas --que son las únicas capaces de suministrarnos información acerca del mundo en que vivimos­ no hay pruebas, si por «prueba» entendemos un razonamiento que esta­ blezca de una vez para siempre la verdad de determinada teoría. (Lo que sí hay, sin embargo, son refutaciones de las teorías cientiiicas.) Por otro lado, la matemática pura y la lógica, que admiten la posibilidad de la prueba, no nos suministran datos acerca del mundo sino que elaboran tan sólo los me­ dios para describirlo. De este modo, podría decirse (como ya hemos indica­ do en otra parte)" que «en la medida en que los enunciados científicos se re­ fieren al mundo de la experiencia, deben ser refutables; y, en la medida en que sean irrefutables, no se referirán al mundo de la experiencia». Pero si bien la prueba no desempeña papel alguno en las ciencias empíricas, sí lo desempeña el rnzonarnicnto'" y su papel es, por lo menos, tan importante como el que cumplen la observación y la experimentación. El papel de las definiciones, especialmente en la ciencia, difiere también profundamente del que les asigluha Aristóteles. 1:~ste pensaba que lo prime­ ro que se indica con una definición es la esencia de la cosa ---quizá ,ll nom­ brarla para luego describirla mediante la ayuda de la f,'irrllula definitoria, exactamente del mismo modo en que en una oración corricutc, por ejem­ plo, «este potro es negro», señalamos primero cierta cosa, «este potro", para luego describirlo, calificándole de «negro». Y enseñaba, asimismo, que al describir de este modo la esencia hacia la cual apunta el término .i definir, no hacemos silHl determinar o explicar el siWII/¡'c{/llo'/ del término. En conse­ cuencia, la definición puede contestar a la vez dos prc¡~untas íntimamente relacionadas. Una de ellas es: «¿(,)u(; es cst o?»; por ejemplo, «¿qué es un pot ro?»; se prcgunLI aquí cuál es Lt esencia denotada fl11r el termino dctini­ clo, y la otra: «¿qué significa esto?", por ejemplo, "¿IJw:, significa "po­ uo">». F,n este caso se pregunL.l por el significado del tcruuno (esto es, del térmill11 que denota la esencia). r~n el contexto actual, 110 es necesario dis­ tinguir entre estas dos pregulltas; lo más importante es ver lo que tienen en común. quisiera llamar la atención especialmente sobre el hecho de que nrnbns pre,~lOltl<S son planteadas pur el termino (¡lIe aIH/,]"ecc, en la dcjinicion, ti /tI ir quicrda, )' contcst adas por ¿.l [ormu!« dC/lrliIor/d que .ipnrccc .t Id de­ rcclia. Este hecho caraCllTi/.a h cOIlcepci,'))) esenci'llisl:l, de la cual el méto­ do científico de la ddiniciún difiere r.rdicalmcur«, Cabe afirmar que, en tanto de acuerdo COII Ll intcrprct.ición cscncialisr.i hay que leer las definiciones de forma «normal», v.ile decir, de i:üjlficrda ti dcrccb«, las deflniclones, tnl como las 11.1(/ normnlrnentc l,t ciencia moderna deben leerse de atras hacia .ulclanu: o de derecha d iZ(jlfiad'l, pues cornicn­ za n con la lórmula definitoria y exhiben luego un breve rotulo para la mis­ m.i. De este modo, desde el Sngulo científico, la definición «un potro es un caballo joven» vendría a ser la respuesta a la pregunta «¿ Qué nombre se le da a un caballo joven", y no a aquella otra: ,,¿ Qué es un potro ?'" (LJ.s pre­ guntas como éstas: «¿ Q"Jé es la vida?», o «¿ Qué es la gravedad?" no descm­ pcñan papel alguno en la cicncia.) El uso científico de las definiciones, ca­ 230 231 racterizado por la lectura «de derecha a izquierda», podría denominarse in­ 3s terpretación nominalista, en oposición a la aristotélica o eseneialista. En la ciencia moderna sólo" existen definiciones nominalistas, es decir, símbolos o rótulos sucintos utilizados en bien de la brevedad expositiva. Con lo cual puede verse, de inmediato, que las definiciones no desempeñan ningún pa­ pel importante en la ciencia. En efecto, los símbolos sintéticos siempre pue­ den ser reemplazados, por supuesto, con expresiones más largas, vale decir, por sus fórmulas definitorias correspondientes. Claro está que en algunos casos esto podría tornar nuestro lenguaje científico sumamente embarazoso con la consiguiente pérdida de tiempo y papel. Pero no por ello habríamos de perder la menor pizca de información fáctica. Nuestro «conocimiento científico», en el sentido en que cabe usar este ténnino con propiedad, no se altera en 10 más mínimo aunque eliminemos todas las definiciones; el único efecto incide sobre nuestro lenguaje, que no perdería en precisión," pero sí en brevedad. (No ha de entenderse por esto que no exista en la ciencia u nu necesidad práctica urgente de introducir toda clase de definiciones en bien de la brevedad.) Difícilmente puclicr.i pensarse en un contraste mayor que el que presenta esta concepción de las definiciones con la de Aristóteles. En efecto, las definiciones esencialistas de este último constituyen los princi­ pios de que deriva todo nuestro conocimiento. Contienen, de este modo, todo nuestro conocimiento y sirven para sustituir una flírmula larga por otra breve. A diferencia de esto, las definiciones científicas o nominalistas no contienen conocimiento alguno, ni siquiera «opinión», ni hacen ot r.t cosa fuera de introducir nuevos rótulos breves y arbitrarios; su ri'lalidad es sin­ tetizar la exposición de los hechos. En la práctica estos rótulos son de la mayor utilidad. P~lLl comprender­ lo, basta considerar las extremas dificultades que se le plantearían a un bac­ teriólogo si cada vez que hablase de cierta bacteria tuviera que repetir toda su descripción (incluidos los métodos de coloración, ctc., mcdiantc los cua­ les es posible distinguirla de una cantidad de especies scmcj.uu cs). y podre­ mos comprender también, mediante una consideración similar, por que ha sido olvidado con tanta frecuencia, aun por los hombres de ciencia, el hecho de que las definiciones científicas deben ser leídas «de derecha a izq uierda», según se ha explicado más arriba. En efecto, la mayoría de la gente, alestu­ diar una ciencia -digamos por ejemplo la bacteriología--- por primera vez, debe tratar de encontrar los significados de todos estos nuevos términos técnicos que le salen al paso. De esta manera, lo que hacen realmente es aprender la definición de «izquierda a derecha», sustitu yendo, como si se tratase de una definición esencialista, una descripción muy larga por otra sumamente breve. Pero esto no es más que un accidente psicológico, y bien puede suceder que el maestro o autor de un libro de texto proceda de un 232 modo totalmente distinto, introduciendo el término técnico sólo después de haber surgido la necesidad del mismo." Hasta aquí hemos tratado de demostrar que el uso científico o nomina­ lista de las definiciones es totalmente distinto del método esencialista de Aristóteles. Pero puede mostrarse, asimismo, que la concepción escncialis­ ta es, de suyo, simplemente insostenible. A fin de no prolongar indebida­ mente esta digresión,42 sólo criticaremos aquí dos doctrinas csencialistas que tienen todavía cierta significación por servi r de base a ciertas escuelas mode~nas de considerable influencia. Una es la teoría esotérica de la intui­ ción intelectual y la otra, la difundida teoría de que «debemos definir nues­ tros términos» si deseamos ser precisos. Aristóteles sostenía, junto con Platón, que poseemos una facultad, la de la intuición intelectual, por medio de la cual podemos visualizar las esencias y descubrir cuáles definiciones son las correctas; punto dc vista éste com­ partido y repetido por muchos cscncialistas modernos. Otros filósofos, si­ guiendo los pasos de Kant, sostienen que no poseemos nada de eso. En mi opinión, es posible admitir que poseemos cierta facultad que podría deno­ minarse «intuición intelectual», o, mejor dicho, que cabría describir de este modo algunas de nuestras experiencias intelectuales. Por ejemplo, de todo aquel que «comprende» una idea, un pumo de vista, o un método aritméti­ co --v. gr., la multiplicación-e- en el sentido de que lo «capta», podría de­ cirse que lo comprende intuitivamente, y son incontables las experiencias intelectuales de esa suerte. Pero quisiera insistir, por OtTO lado, en que estas experiencias, por importantes que sean para nuestros csfuer/-Os cientíFicos, no pueden servir jamás para establecer L1 verdad de una idea o teoría, por muy vehemente que sea el sentimiento intuitivo de que debe ser cierta o de que es «evidente por sí misma».':' 1':stas intuiciones no pueden servir siquie-­ ra como aq_"umento, si bien pueden impulsarnos a buscar dichos argumen­ tos, pues bien puede suceder que alguna otra persona experimente una in­ tuición igualmente fuerte pero contraria, es decir, la de que la teoría es falsa. El camino de la ciencia cst.i empedrado ele teorías descartadas, tenidas algu na vez por evidentes. I'rancis Bacon, por ejemplo, se burlaba de aquellos que negaban la verdad evidente de que el Sol y las estrellas rotaban en tor­ no a la Tierra, la cual, cvidcnrcmcntc, sc hallaba en reposo. 1.a intuición des­ empeña, sin duda, un importante papel en la vida del hombre de ciencia, del mismo modo que en la vida del poeta. Es ella quizá quien lo guía hacia sus descubrimientos, pero también puede conducirlo al fracaso. En todo caso, no trasciende nunca de la esfera de sus asuntos privados, si se me permite la expresión. La ciencia no le pregunta cómo se le han ocurrido sus ideas, sino que lo único que le importa son aquellos razonamientos que puedan ser puestos a prueba por todo el mundo. El gran matemático Gauss describió 233 "1 claramente esta situación al exclamar en cierta ocasión: «Ya conseguí el re­ sultado que buscaba, pero todavía no sé cómo se llega a él». Todo esto se aplica, por supuesto, a la doctrina aristotélica de la intuición intelectual de las llamadas esencias," que fue difundida por Hegel y, en nuestros propios tiempos, por E. Husserl, y sus numerosos discípulos, e indica que la «intui­ ción intelectual de las esencias» o la «fenomenología pura», como la llama este último, no es un método ni científico ni filosófico. (Fácilmente puede decidirse la tan debatida cuestión de si es o no una nueva invención, como piensan los fenomenólogos puros, o si es, tal vez, una versión del cartesia­ nismo, o hegelianismo: es, simplemente, una versión más del aristotclismo.) La segunda doctrina a considerar guarda relaciones aún más importan­ tes con las concepciones modernas y se halla vinculada especialmente con el problema de! verbalismo. A partir de Aristóteles, se hizo ampliamente co­ nocido e! hecho de que no se pueden probar todos los enunciados y de que cualquier tentativa de ese tipo tendría que claudicar tarde o temprano, pues de otro modo, sólo conduciría a una infinita regresión de las pruebas. Pero ni él," ni tampoco, al parecer, gran número de autores modernos parecen darse cuenta de que la tentativa análoga de definir el significado de todos nuestros términos debe conducir, del mismo modo, a una regresión infinita de las definiciones. El siguiente pasaje extraído de Plato To Day, de Cross­ man, es característico de un pLl!1to de vista sostenido indirectamente por muchos filósofos contemporáneos de nota, por ejemplo, Wittgenstein: 46 « ... si no conocemos con precisión los significados de las palabras que em­ pleamos, no podremos analizar cosa alguna con provecho. La mayor parte de los fútiles razonamientos en que gastamos nuestro tiempo obedecen, en gran medida, al hecho de que todos nosotros poseemos nuestros propios significados vagos para las palabras que utilizamos y suponemos que nues­ tros interlocutores las utilizan con el mismo sentido. Si empezásemos por definir nuestros términos, nuestras discusiones podrían ser mucho más pro-­ vechosas. De igual modo, no tenemos más que leer el diario para observar que el éxito de la propaganda (la moderna contraparte de la retórica), de­ pende considerablemente de la confusión del significado de los términos. Si se obligara por ley a los políticos a definir con precisión todos los términos que usan perderían la mayor parte de su influjo popular; sus discursos se harían mis breves y muchos de sus desacuerdos resultarían puramente ver­ bales.» Este pasaje resulta altamente característico de uno de los prejuicios que debemos a Aristóteles, a saber, el prejuicio de que cllenguaje puede tornarse más preciso mediante el uso de definiciones. Veamos si esto es realmente posible. En primer lugar, puede verse e1aramente que si los «políticos» (u otros cualesquiera) «fueran obligados por ley a definir con precisión todos los 234 términos que usan», sus discursos no serían más cortos sino infinitamente más largos. En efecto, una definición no puede establecer el significado de un término, así cama una prueba o deducción 47 no puede establecer la ver­ dad de un enunciado; lo único que pueden hacer ambas es desplazar el pro­ blema un paso más atrás. En tanto que la deducción traslada e! problema de la verdad hacia las premisas, la definición lo desplaza hacia los términos de­ finitorios (esto es, los términos que integran la fórmula definitoria). Pero éstos, por muchas razones,4S suelen ser tan vagos y confusos como los tér­ minos que habían servido de punto de partida; en todo caso, no sería aquí menos fOf2:oso que antes su rigurosa definición, lo cual nos llevaría a nue­ vos rénninos, que tamhién tendrían que ser definidos. y así hasta el infinito. Vemos, pues, que la exigencia de que se definan todos nuestros términos es tan insostenible COIllO la de que todas nuesU-as afirmaciones sean probadas. A 'primera vista, esta crítica puede no parecer justa. Podría decirse, así, que lo que se proJlonela geme, al pedir definiciones, es la eliminación de las ambigüedades que tan a menudo van aparejadas con palabras tales corno" «democracia", «lihertad>" «dehe!"'>, «re!iv;il)Il>', crc.; que es pr;íeticalllente imposible definir todos nucstro-, términos pero no al¡,;ullosde los m:í.~ peli . grosos, por lo menos el! uu primer grado, es decir, forzando la aceptación de los términos definitorios o, dicho de otro modo, deteniéndose después de uno o dos pasos en la definicilín, a Fin de evitar una regresión infinita. Esta defensa, no obstante, es insostenible. Admitimos que los términos iJlencio­ nados son objeto de múltiples confusiones, pero negamos que la tentativa de definidos ¡Hieda proporcionar la menor vcnt.ij.i Lejos de ello, slÍl puede o agravar el problema. (¿ue Inediallle la «definicilÍn de sux términos", aun dc un solo paso, es decir, dejando sin definir los términos definitorios, los políti­ cos no podrían ahreviar SlIS discursos, ex perfectamente evidente; en efecto, cualquier definición esencialista, vale decir, aquellas que «definen nuestros términos" (a diferencia de las nominalistas que introducen nuevos táminos técnicos) significa la sustitución de una exposicilÍn breve por otra larga, como ya vimos más arr·iha. Adelll;is., la tentativa de definir los términos slÍ!o habría de aUll1ent:lr la vaguedad y las confusiones ya existentes, dado que no es posihle exigir que todos los ti~nnjnos definitorios sean definidos a su vez; y, de este modo, un político háhil o un fillÍsofo podrían satisfacer fácil­ mente esta exigencia; si se les prcgunras«, por cjciuplo, qué ~ILliercn decir con «democracia», podrían responder "el gobierno de la voluntad general» o «el gobierno del cspíriru de! puchlo», con lo cual, hahiendo propon:ion.l­ do la definición exigida y satisfecho las normas superiores de la precisión, nadie se atrevería ya a criticarlos. ¿ y cómo podría hacerse, en verdad, si la exigencia de definir, a su vez, los términos «gobierno", «pueblo", «volun­ tad» o «espíritu» nos pondría en camino de una infinita regresión? Pocos se 235 atreverían a hacerlo y, aun así, no por' ello sería menos fácil satisfacer la nue­ va exigencia. Por otro lado, toda discusión acerca de si la definición es o no correcta, sólo puede llevar a una vacía controversia verbal. De esta manera, la concepción esencialista de la definición se viene a tie­ rra, aun cuando no intente, con Aristóteles, establecer los «principios» de nuestro conocimiento, sino tan sólo, más modestamente, «definir el signifi­ cado de nuestros términos». Sin embargo, es indudable que la exigencia de que hablemos claramente y sin ambigüedad es de suma importancia y debe ser satisfecha. ¿Puede lo­ grarlo la concepción nominalista? ¿Y puede el nominalismo eludir la rcgre­ sión infinita? Así es en efecto. Para la concepción nominalista no existe ninguna difi­ cultad equivalente a la de la regresión infinita. Como ya vimos, la ciencia no emplea definiciones a fin de determinar el significado de sus términos, sino tan sólo para introducir rótulos útiles y breves. Y tampoco depende de [as definiciones, al punto que todas ellas podrían omitirse sin que se perdiera dato alguno. Se sigue de aquí que en la ciencia todos los términos realmente necesarios deben ser términos indefinidos. ¿Cómo se aseguran las ciencias, entonces, del significado de los términos que emplean? Se han sugerido va­ rias respuestas para esta pregullta,\O pero no creo que ninguna de ellas sea satisfactoria. La situación parece ser la siguiente: el aristotelismo y los siste­ mas filosóficos con él relacionados nos enseñaron durante largo tiempo cuán importante es poseer un conocimiento preciso del significado de nues­ tros términos y todos nos sentimos inclinados a creer en ello. Seguimos afe­ rrándonos, así, a ese credo, pese al hecho incuestionable de que la filosofía, que durante veinte siglos viene preocupándose por el significado de sus tér­ minos, se halla repleta de verborragia deplorablemente vaga y ambigua, en tanto que Ulla ciencia como la física, que no se preocupa prácticamente en ab­ soluto de los términos y su significado y sí en cambio de los hechos, ha al­ canzado una notable precisión. Esto, por cierto, ha de tomarse como índice de que bajo la influencia aristotélica se exageró desmesuradamente la im­ portancia del significado de los conceptos. Pero a mi juicio indica algo más. En efecto, esta concentración en el problema del significado no sólo no logra alcanzar precisión sino que es, en sí misma, la principal fuente de vaguedad, ambigüedad y confusión. En la ciencia debemos procurar que las afirma­ ciones que formulamos nunca dependan del significado de nuestros térmi­ nos. Aun allí donde se definen los términos, no se trata por ello de deducir dato alguno de la definición o de basar argumento alguno sobre ella. He ahí, pues, la razón por la que los términos nos crean tan pocas dificultades. La norma debe ser no sobrecargarse con ellos y tratar de darles el menor peso posible. No debe tomarse su «significado» con demasiada seriedad; siempre 236 hemos de tener conciencia de que nuestros términos son algo vagos (pues­ to que hemos aprendido a usarlos sólo en aplicaciones prácticas) y si llega­ mos a la precisión, no es reduciendo su vaguedad a exactitud, sino más bien conservándola dentro de sus límites, redactando cuidadosamente nuestras frases de tal forma que no interfieran con los posibles matices de significa­ do de nuestros términos. Ésta es la única manera, a mi juicio, de sortear las dificultades que nos plantean las palabras. .La idea de que la precisión de la ciencia y del1enguaje científico depende de la precisión de sus términos es, por cierto, muy plausible, pero no por eso deja de ser, en mi opinión, un mero prejuicio. La precisión de un len­ guaje depende, nl<lS bien, precisamente del hecho de que no recargue sus términos con la tarea dc ser precisos. Términos como «duna» ° «viento» son, ciertamente, muy vagos. (¿ Cuántos centímetros de alrura debe tener una "masa de arena para merecer el nombre de «duna»? ¿A qué velocidad debe moverse el aire para que se pueda llamar «vicnto e P) No obstante, para los fines geológicos, estos términos son suficientemente precisos; cuando se quiere ser mis exacto no hay ningún inconveniente en agregar: «dunas de 1 a 10 metros de alto» o «viento de una vcIocidad de 40 a 60 km por hora». Con las dcrn.is ciencias exactas sucede lo mismo. En las mediciones físicas, por ejcmplo, siempre se tiene en cuenta el margen dentro del cual puede ha­ ber error en el cálculo, y la precisión no consiste en tratar de reducir este margen a cero, en pretender que no existe, sino más bien en su reconoci­ miento explícito. Aun en los casos en que un término ha acarreado dificultades como, por ejemplo, el término «simuh:aneidad» en la física, ello no se debió a que su significado fuera impreciso o ambiguo, sino a cierto prejuicio intuitivo que nos inducía a cargar el término con demasiada significación o con un senti­ do demasiado «preciso». Lo que Einstein hallo en su crítica de la simulta­ neidad fUe que cuando se hablaba de hechos Silllllll;lneos, los físicos formu­ laban un supuesto tácito (la señal de una velocidad infinita) que resultó ser ficticio ..J<:l fallo no estaba cu que el término 110 tuviera significado o que éste fUera ambi¡.;uo o no lo bastante preciso; lo que Einstein descubrió fue, más bien, que la eliminación del supuesto teórico, inadvertido hasta entonces por su evidencia intuitiva, podía obviar una dificultad que se había plantea­ do en la ciencia. Por consiguiente, lo que realmente le interesaba no era una cuestión de significado del término, sino, en cambio, la verdad de una teo­ ría. Es sumamente improbable que se hubiera llegado al mismo resultado si se hubiese partido, aparte de todo problema físico definido, del propósito de perfeccionar el concepto de simultaneidad mediante el análisis de su «significado esencial» o, incluso, de lo que los físicos «quieren decir real­ mente» cuando hablan de simultaneidad. 237 Creo que este ejemplo puede servir para enseñarnos que no debemos apresurarnos a resolver los problemas antes de que se hayan planteado. Y pienso también que la preocupación por cuestiones tales como el significa­ do de los términos, su vaguedad, ambigüedad, etc., no puede justificarse en modo alguno apelando al ejemplo de Einstein. Esta preocupación descansa, más bien, en el supuesto de que es mucho lo que depende del significado de nuestros términos y de que, en realidad, operamos con ese significado, lo cual debe conducir a la verbosidad y al escolasticismo. Desde este punto de vista, cabe criticar la doctrina de \'V'ittgenstein,C,1 quien sostiene que mien­ tras la ciencia investiga cuestiones de hecho, la misión de la filosofía es es­ clarecer el significado de los términos, depuLll1llo así nuestro lenguaje y eliminando las dificultades idiomáticas. Es rasgo típico de las opiniones de esta escuela el no conducir a cadena alguna de razonamientos susceptibles de ser criticados racionalmente; la escuela dirige sus sutiles an'11isis,':' por 10 tanto, exclusivamente al pequc!lo círculo esotérico de los iniciados. Esto parece sugerir que cualquier preocupación por el signi ficado de las palabras tiende a conducir a ese resultado tan típico de la filosofía aristotélica: el es­ desengaño con respecto a la argumentación, esto es, a la razón. El escolasti­ cismo, el misticismo y la falta de fe en la razón son los resultados inevitables del esencialismo de Platón y Aristóteles, y la abierta rebelión de Platón con­ tra la libertad se conviene, con Aristóteles, en una secreta rebelión contra la razón. Como sabemos por el propio Aristóteles, cuando expuso por primera v~z el esencialismo y la teoría de la definición, éstas encontraron una fuerte resistencia, especialmente por parte del viejo camarada de Sócrates, Antfste­ nes, cuya crítica parece haber sido en extremo sensata." Pero, desgraciada­ mente, esta resistencia fue acallada. Difícilmente podrían subestimarse las consecuencias de esta derrota para el desarrollo intelectual de la humani­ dad. En el próximo capítulo veremos algunas de ellas. y damos fin con esto a nuestra digresión a modo de crítica de la teoría platónico-nristotélic.i de la definición. tU colasticismo y el misticismo. Consideremos brevemente có mo su rgen cst os dos resultados típicos del aristotelismo. Aristóteles insistió en que la delllostración o prueba y la de­ finición eran los dos métodos [undarucutalcs para obrcncr conocimiento. En lo que a la doctrina de la prueba se refiere, no puede negarse que ha lle­ vado a incontables tentativas de probar m.is de lo que puede probarse; la fi­ losofía medieval se halla repleta de este escolasticismo y la misma tendencia puede observarse, en Europa, hasta la época de Kant. luc la crítica de Kant de todas las tentativas de probar la existencia de Dios lo que condujo a la reacción romántica de Fichtc, Schelling y Ilq.;e1. 1.a nueva tendencia prefie­ re desechar las pruebas y, con ellas, cualquier tipo de argumento racional. Con los románticos se pone de moda una nueva clase de dogmatismo ----,lsí en la filosofía como en las ciencias sociales-· ..que nos enfrenta con UII fallo; nosotros podemos tornarlo () dcjttr!o. IIe aquí cúnlO describe Schopenhauer este período romántico de la filosofía oracular. que ¿;Illam<'l «edad de la des­ honestidad»;" «El sentido de la honestidad, ese sentido de empreS'l y de in­ dagación que impregna las obras de todos los filósofos anteriores, falta aquí por completo. Cada página es testimonio de que estos pretendidos filósofos no se proponen enseñar sino hcchizar al lector». Un resultado semejante fue el que produjo la doctrina aristotélica de la definición. En un principio condujo a una cantidad de sutiles disquisicio­ nes, pero más tarde los filósofos comenzaron a darse cuenta de que no era posible razonar acerca de las definiciones. De esta manera, el esencialismo no sólo estimuló el verbalismo sino que condujo, también, a una especie de No creo que sea necesario insistir nuevamente en el hecho de que nucs­ tro tratamiento de Aristóteles es sumamente csqucmatico, mucho más que el de Platón. El fin primordial de cuanto se ha dicho acerca de ambos es po­ ner de manifiesto el papel que han desempeñado en el surgimiento del his­ toricismo .Y en la Ineha contra Ll sociedad ahicrt.i, así como también, de­ mostrar suinlluencia sobre ciertos problemas de nuestros propios tiempos, por ejemplo, el snrgi rn icnto de la f losofía oracu lar de 1Icl~el, el padre del his­ toricismo y del totalitarismo modernos. Las fases intermedias entre Arisró­ tclcs y I legc1llO pueden ser consideradas en esta obra. Para hacerles justicia debidamente, por lo menos haría falta otro tomo. En las pocas p;lginas que restan de esté capítulo intentan: indicar, no obstante, cómo podría interpre­ tarse este período en función del conflicto entre la sociedad abierta y 1;1 ce­ rrada. A todo a lo largo de la historia pueden advertirse las huellas del conflic­ to entre la especulación platónico-aristotólico y el espíritu de la Gran Ge­ neración, de Pcriclcs, de Sócrates y de 1)cmóerito. Este espíritu se conser­ vó, con mayor o menor pureza, en el movimiento de Jos cínicos, quienes al igual que los primeros cristianos predicaron la hermandad del hombre, que relacionaban al mismo tiempo con la creencia monoteísta en la paternidad de Dios. El imperio de Alejandro, así como también el de Augusto sufrie­ ron el influjo de estas ideas moldeadas por primera vez en la Atenas impe­ rialista de Pcriclcs y que siempre habían recibido el estímulo del contacto entre Occidente y Oriente. Es sumamente probable que estas ideas, y tal 238 239 vez el propio movimiento cínico, hayan influido también en el advenimien­ to del cristianismo. En sus comienzos, el cristianismo, al igual qne el movimiento cínico, se opuso al petulante idealismo e intelectualismo platonizantc de los «escri­ bas», los eruditos «<tú has ocultado estas cosas de los sabios y prudentes y se las has revelado a los uiños»). No me cabe ninguna dnda de que fue, en parte, una protesta contra lo que podría describirse como platonismo he­ braico en el sentido más lato," la abstracta adoración de Dios y Su Verbo. y fue también, ciertamente, una protesta contra el tribalismo judío, contra sus rígidos y vacíos tabú es tribales y contra su exclusivismo tribal, que se pone de manifiesto de por sí, por ejemplo, en la doctrina del pueblo elegi­ do, esto es, en la interpretación de la deidad como dios tribal. ].stc éntasis sobre las leyes y la unidad tribales parece ser característico, no tanto de la sociedad tribal primitiva, como de la desesperada tendencia a restaurar y perpetuar las antiguas formas de la vida tribal; en el caso del judaísmo, pa­ rece haberse originado a manera de reacción ante el impacto de la conquista babilónica sobre la vida tribal judía. Pero al lado de este movimiento hacia una mayor rigidez, encontramos otro, .iparcntcmcnt c originado al mismo tiempo, que produjo ideas humanistas muy semejantes a las de la (;ran Gc­ neración en respuesta a la disolución del uihalismo gricgo. Este proceso se repitió, al parecer, cuando la independencia judía fne finalmente destruida por Roma. Se I1q.',ó así a un cisma nuevo y más profundo entre estas dos so­ luciones posibles, el retorno 'l la tribu sustentado por el judaíslllo ortodoxo y el humanismo de la nueva secta de los crist i.uio» que abarca a los bárbaros (o gentiles) y también a los esclavos. En los 1lccbos" puede verse cu.in ur­ gentes eran estos problemas, esto es, el problema social y el nacional. Tam­ bién puede también verse en el desarrollo del judaíslllo; en efecto, su parte conservadora reaccionó al mismo desafío con otro movimiento l];lcia la perpetuación y petrificación de su forma de vida tribal, mediante el apego a sus leyes con una tenacidad que hubiera merecido la aprobación del propio Platón. Casi no es posible dudar quc esta evolución fue inspirada, ;ll igual que las ideas platónicas, por el fuerte .uiragonismo contra el nuevo credo de la sociedad abierta, en este caso, el cristianismo, Pero el paralelismo entre el credo de la Gran Generación, especialmen­ te de Sócrates, y el cristianismo primitivo, aún va más lejos. Es evidente que la fuerza de los primeros cristianos residía en su valentía moral, en la valen­ tía de rchusarse a aceptar la pretensión de Roma «de que ésta sc hallaba fa­ cultada para forzar a sus súbditos a actuar contra su conciencia»." Los már­ tires cristianos que rechazaron las pretensiones de la fuerza p,¡ra sentar las normas del derecho padecieron por la misma causa por la que Sócrates ha­ bía dado su vida. Claro está que todo esto cambió considerablemente cuando la fe cristia­ na se hizo poderosa en el Imperio Romano. Se plantea así la cuestión de si este reconocimiento oficial de la Iglesia cristiana (y su organización poste­ rior sobre el modelo de la antiiglesia neoplatónica de Juliano el Apóstata)" no habrá sido una ingeniosa maniobra política por parte de las fuerzas go­ bernantes, destinada a echar por tierra la tremenda influencia moral de esta religiém igualitarista, religión que vanamente habíase intentado combatir por la fuerza o mediante las acusaciones de ateísmo o impiedad. En otras palabras, se plantea la cuestión de si (especialmente después de Juliano) Roma no habrá juzgado necesario poner en práctica el consejo de Parcto: «Sacad provecho de los sentimientos, procurando no malgastar las propias energías en vanos esfuerzos para destruirlos». No es fácil resolver este inte­ rrogante; en todo caso, no se puede desechar recurriendo (como Toyn­ beef' a nuestro «sentido histórico» que nos previene contra la atribución... --al período de Constantino y sus sucesores- de motivos anacrónica­ mente cínicos», es dcci r, motivos más acordes con nuestra propia «moder­ na actitud occidental hacia la vida». En efecto, ya hemos visto cómo estos motivos fueron franca y «cinica rucntc» o, mejor dicho, desvergonzadamen­ te expresados ya en el siglo v a.C¿ por Critias, el jefe de los Treinta; aparte de las muchas afirmaciones semejantes que aparecen frecuentemente a tra­ vés de toda la historia de la filosofía griega.'>o Sea ello como fuerc, lo cierto es que con la persecución por parte de justiniano, de los no cristianos, he­ rejes y filósofos (en el año ')2') d.C.) comienza el oscurantismo. La Iglesia siguió, así, la estela dcl totalirarism» pl.uónico-arisrotélico, culminando este proceso con la Inquisición. Puede decirse de la teoría de la Inquisición, es­ pcci.ilmcntc, que es platónica ciento por ciento. En efecto, ya se halla esbo­ zada en los tres últimos libros de Las Leyes donde Platón sostiene que es deber de los conductores del rebaño proteger a sus ovejas a toda costa, pre-­ servando la rigidez ele las leyes y, especialmente, de la práctica y la teoría re­ ligiosas, aun cuando se vean forzados a matar al lobo, que puede ser rcco­ nocidamcnrc un hombre honesto y respetable, pero cuya conciencia enferma puede n o permitirle, dcsgraciadamente, inclinarse ante las amena­ zas de los poderosos. Fs un síntoma altamente caract.cristico de las reacciones experimentadas b'ljo la tensión de la vida civilizada de nuestros tiempos, el que el autorita­ rismo presuntamente «cristiano» de la Edad Media se haya convertido, en ciertos círculos intclecrualistas, en una de las últimas modas del día. ld Esto obedece, sin duda, no sólo a la idealización de un pasado en verdad más «orgánico" e «integrado», sino también a la comprensible reacción contra el moderno agnosticismo que ha llevado esta tensión más allá de los límites to­ lerables. Los hombres creían que Dios gobernaba el mundo y esta creencia 240 241 1lI11»t.',N'1H1I/p llIII1llIIIIIIlllllllllllllmml¡rftlllITnmmmmI1TP¡¡".erCi":· -'·,rrF"O-1ll !ll!!fIlj1 !,1 ,IW;" I,1 ',,1,'·, "1 m", f, -'r'!' limitaba su responsabilidad. La nueva convicción de que eran ellos quienes tenían que gobernarlo por sí mismos creó para muchos una carga de res­ ponsabilidad casi intolerable. Todo esto es muy admisible, pero no cabe duda de que la Edad Media no estuvo mejor gobernada, aun desde el punto de vista del cristianismo, que nuestras democracias occidentales. Se lee en los Evangelios que el padre del cristianismo fue interrogado cierta vez por un «doctor de la ley» acerca de un criterio mediante el cual pudiese distinguir entre una interpretación verdadera y otra falsa de Sus pa­ labras. A lo cual Él replicó narrando la parábola del sacerdote y el levita quienes, al ver un hombre herido y desamparado, "pasaron de largo», en tanto que el samaritano le vendó las heridas y procuró satisfacerle las nece­ sidades materiales. En mi opinión, esta parábola debiera ser recordada por aquellos «cristianos» que añoran los tiempos en que la Iglesia no sólo había suprimido la libertad y la conciencia, sino que bajo el peso de su mirada vi·· gilante y su autoridad indiscutida sumía a los pueblos en la mayor opre­ sión. Puede citarse aquí, a manera de conmovedor comentario del sufri­ miento de la gente de aquellos días y, al mismo tiempo, de la «cristiandad» actual con su medievalisrno tan a la moda que ansía retroceder en el tiempo, un pasaje extraído del libro de H. Zinsscr, Rats, Licc, arul I l istory." en don­ de habla acerca de una epidemia de manía danzante ocurrida en la Edad Media y conocida con el nombre de «danza de San Ju a11», mal de San Vito, etcétera, (no es mi propósito invocar a Zinsser corno autoridad imliscutible en la Edad Media, puesto que eso no es necesario, dado el carácter poco problemático de los hechos en cuestión. Su comentario tiene, en cambio, la rara y peculiar virtud del samaritano práctico, dclmédico grande y huma­ no). «Estos extraños raptos, aunque no eran desconocidos en tiempos ante­ riores, se tornaron sumamente comunes durante e inmediatamente después de las espantosas miserias provocadas por la peste negra. En su mayoría, es­ tas manías danzantes no presentan ninguna de las características que suelen ir asociadas a las enfermedades infcctocontagiosas del sistema nervioso. Pa­ recen obedecer, más bien> a histerias en masa, acarreadas por el tenor y la desesperación, en los pueblos oprimidos, hambrientos JI reducidos el extremos de miseria casi inconcebibles en la actualidad. A las miserias de una ¡.;uerra constante, de la desintegración política y social, se agre¡.;ó el terrible rna] de una enfermedad ineludible, misteriosa y fatal. La humanidad se hallaba in­ erme, atrapada en un mundo de terror y peligros contra los cuales no había defensa. Dios y el demonio eran concepciones vivas para los hombres de aquellos tiempos, que se inclinaban reverentes ante los males que suponían les eran impuestos por fuerzas sobrenaturales. Para aquellos que cedían bajo la tensión no había ninguna escapatoria salvo el refugio interior de un desorden mental que, bajo las circunstancias de la época, tomó la dirección 242 del fanatismo religioso.» Zinsser pasa luego a trazar algunos paralelos entre estos hechos y ciertas acciones de nuestra época en las cuales expresa «las histerias económicas y políticas vienen a reemplazar a las religiosas de épo­ cas anteriores», y tras esto, resume su caracterización de la gente que vivía en aquellos siglos de autoritarismo con los siguientes términos: «Una po­ blación miserable presa del terror> deshecha bajo el peso de fatigas y peli­ gros increíbles». ¿Es necesario todavía preguntar qué actitud es más cristia­ na, si la cle añorar el retorno a la «armonía y unidad ininterrumpidas» de la Edad Media, o la que nos exige utilizar la razón a fin de librar a la humani­ dad de sus males físicos y espirituales? Sin embargo, cierta parte por lo menos de la Iglesia autoritarista de la Edad Media logró marcar este humanismo pr.ictico con el sello de lo «mun­ dano», de lo peculiar del «cpicurcfsrno» y de aquellos hombres que sólo de­ sean «llenarse el vientre C01l10 las bestias». Los términos «epicureísmo», «materialismo», «empirismo», es decir, las expresiones de la filosofía de Dcrnócrito, UllO de los más grandes de la Gran Generación, se convirtieron, así, en sinónimos de corrupción y maldad, y el idealismo tribal de Platón y Aristóteles hle exaltado como una especie de cristianismo antes de Cristo. En realidad, es ésta la fuente de la inmensa autoridad de que gozan Platón y Aristóteles, aun en nuestros días> es decir, el que su filosofía haya sido adoptada por el autoritarismo medieval. Pero no debe 01 viciarse que, fuera del campo totalitario, su fama ha sobrevivido a su influencia práctica sobre nuestras vidas. Y si bien cl uornluc de Dcrnócriio no es recordado frecuen­ temente, tanto su ciencia C0l110 su mora] todavía perduran en nosotros. 243 . ",c.cccc'm~r""'mmmm"m"""""''''''lllílllllfil::imn¡¡i!fHHiífil/filllíHllfffl!!ll!lllNlffll Capítulo 12 HEGEL Y EL NUEVO TRIBALISMO La filosofía de Hegel fue, entonces... un escrutinio tan profundo del pensamiento que, en su mayor parte, resultó ininteligible... J. H. STIRLlNG Hegel, la fuente de todo el historicisrno contemporáneo, fue el sucesor directo de Heráclito, Platón y Aristóteles. Hegel logró hacer los milagros más fabulosos. Maestro de la lógica, para él era un juego de niños extraer mediante sus poderosos métodos dialécticos, palpables conejitos físicos de sus galeras puramente metafísicas. De este modo, partiendo del Timeo de Platón y su misticismo del número, Hegel logró «probar» mediante méto­ dos puramente filosóficos (ciento catorce años después de los Principia de Newton) que los planetas se movían de acuerdo con las leyes de Kep1er. Llegó a elaborar, incluso, 1 la deducción de la posición real de los planetas, demostrando de este modo que no podía haber ningún planeta entre Marte y Júpiter (desgraciadamente, no se enteró a tiempo de que dicho planeta ha­ bía sido descubierto unos pocos meses antes). De forma similar, demostró que la imantación del hierro supone un aumento de peso, que las teorías newtonianas de la inercia y la gravedad se contradicen mutuamente (no pudo prever, por supuesto, que Einstein demostraría la identidad de la masa iner­ te y la gravitatoria) y otra cantidad de cosas por el estilo. Que este método filosófico asombrosamente poderoso haya sido tomado en serio, sólo pue­ de explicarse parcialmente por el atraso de las ciencias naturales alemanas en aquella época. Porque, la verdad sea dicha, en un principio no fue toma­ do realmente en serio por los investigadores serios (por ejemplo, Schopen­ hauer o J. F. Fries) y mucho menos por aquellos hombres de ciencia que, al igual que Demócrito,' «hubieran preferido hallar una sola ley causal a ser reyes de Persia». La obra de Hegel halló eco entre aquellos que prefieren la rápida iniciación en los profundos secretos de este universo a los tecnicis­ mos laboriosos de una ciencia que, después de todo, puede terminar por desilusionarlos por su falta de poder para revelar todos los misterios. En efecto, no tardaron en descubrir que nada podía aplicarse con tanta facili­ dad a cualquier problema de cualquier naturaleza y, al mismo tiempo, con 244 tan impresionante aunque sólo aparente dificultad y con tal rapidez, segu­ ridad y éxito, o con mayor baratura y menor trabajo y adiestramiento cien­ tíficos y, a la vez, con un aire docto más espectacular, que la dialéctica de Hegel, el misterioso método que reemplazó a la «estéril lógica formal». El éxito de Hegel marcó el comienzo de la «edad de la deshonestidad" (como llamó Schopenhauer' al período del idealismo alemán) y de la «edad de la irresponsabilidad» (como caracteriza K. Heiden la edad del moderno tota­ litarismo), primero de irresponsabilidad intelectual y más tarde como conse­ cuencia de irresponsabilidad moral: el comienzo de una nueva edad con­ trolada por la magia de las palabras altisonantes y el irresistible poder de la Jengonza. Para prevenir al lector, a fin de que no torne con demasiada seriedad el palabrería altisonante y mistificador de IJegel, citaré aquí algunos de los asombrosos detalles que descubrió este filósofo con respecto al sonido y, especialmente, con respecto a las relaciones entre el sonido y el calor. He procurado cuidadosamente traducir esta oscura charlatanería dc la Filosofía de la Naturaleza' de Hegel con la mayor fidelidad posible. llc aquí lo que dice: ,,§ 302. El sonido es el cambio en la condición especifica de segrega­ ción de las partes materiales y en la negación de esta cond ición: (a11 sólo una idealidad abstracta o ideal, por así decirlo, de esa especificación. Pero este cambio, en consecuencia, es inmediatamente, en sí mismo, la l1l'gaci()\) de la subsistencia específica material, que es, por lo tanto, la idealidad real de la gravedad y cohesión especificas. es decir, el calor. 'El aumento de calor de los cuerpos en resonancia, semejante al que experimentan los cuerpos por el rozamiento, señala la aparición del calor que se origina, conceptual­ mente, junto con el sonido». Hay todavía quienes creen en la sinceridad de Hegel o quienes dudan si su secreta fuerza no residirá en la profundidad, en la plenitud del pensamiento, más que en su ausencia total. Pues bien, yo les aconsejaría a esas personas que leyesen cuidadosamente la última oración --la única inteligible------ de esa cita, pues en ella Ile g el se ponc al descubier­ to. En efecto, no puede significar, evidentemente, sino lo siguiente: "El au-­ mento de calor de los cuerpos en resonancia..., es calor junto con sonido». Puede plantearse la duda de si Hegel se engail() a sí mismo, hipnotizado por su propia inspiración verborrágica o si se propuso audazmente engañar y fascinar a los demás. Personalmente, me inclino por la segunda alternativa, especialmente teniendo en cuenta lo que l[egel escribió en una ele sus car­ tas." En ésta, fechada dos arios antes de la publicación de la Filosofía de la Naturaleza,Hegel se refería a otra Filosojia de la Naturalera, escrita por su gran amigo Schelling: <d-le estado demasiado ocupado... con la matemáti­ ca... el cálculo diferencial, la química --se jacta Hegel en esta carta (pero es un mero alarde)- para embarcarme en la lectura de esa patraña de la Filo­ 245 sofía de la Naturaleza, de ese filosofar sin conocimiento de los hechos... de ese tratar las puras fantasías -estúpidas, incluso- como si fuesen ideas». Es ésta una excelente caracterización del método de Schelling, es decir, de su forma audaz de mistificar que luego copió el propio Hegel o, mejor dicho, agravó, hasta extremos inconcebibles, cuando comprendió que dirigida a un auditorio adecuado representaría el éxito seguro. A pesar de todo esto, parece improbable que Hegel hubiera podido con­ vertirse en la figura de mayor influencia de la filosofía alemana sin el res­ paldo de la autoridad del Estado prusiano. En efecto, Hegel fue designado primer filósofo oficial de Prusia en el período de la «restauración» feudal que siguió a las guerras napoleónicas. Más tarde, el Estado apoyó también a sus discípulos (entonces, como ahora, Alemania sólo tenía universidades controladas por el Estado) y éstos, a su vez, se apoyaron entre sí. Y aunque la mayoría de ellos renunció oficialmente al hegelianismo, los filósofos he­ gelianos continuaron dominando la enseñanza de la filosofía y, de este modo, indirectamente, incluso las escuelas secundarias de Alemania. (De las universidades de habla alemana, las de la Austria católica permanecieron ajenas a este movimiento, como islas en una inundación.) Habiéndose con­ vertido, pues, en un tremendo éxito en el continente, el hegelianismo no podía dejar de encontrar algún apoyo en Gran Bretaña por parte de aquellos que, convencidos de que movimiento tan poderoso tenía que tener después de todo, algo que decir, comenzaron a buscar lo que Stirling había llamado «El secreto de Hegel». Se sentían atraídos, por supuesto, por el «idealismo superior» de Hegel y por sus pretensiones a una moralidad «superior», al tiempo que sentían ciertos temores de ser tachados de inmorales por el coro de sus discípulos; en efecto, incluso los hegelianos más modestos sostenían" que sus doctrinas eran «adquisiciones que debían ser rescatadas para siem­ pre del asalto de las fuerzas eternamente hostiles a los valores espirituales y morales». Algunos hombres realmente brillantes (pienso especialmente en McTaggart) hicieron grandes esfuerzos dentro del pensamiento idealista constructivo, muy por encima del nivel de 1Iegel, pero no lograron mucho más, fuera de constituir otros tantos blancos para críticas igualmente bri­ llantes. Puede afirmarse, finalmente, que fuera del continente europeo, es­ pecialmente en los últimos veinte años, el interés de los filósofos por Hegel ha ido disminuyendo gradualmente. Pero siendo así, ¿para qué seguir preocupándonos por Hegel? La res­ puesta es que la influencia de Hegel sigue siendo todavía poderosa, pese al hecho de que los hombres de ciencia nunca lo tomaron en serio y a que (apar­ te de los «evolucionistas>'? muchos filósofos ya han perdido todo interés por él. La influencia de Hegel, y especialmente la de su jerigonza, es aún muy considerable sobre la moral y la filosofía social, así como también sobre las ciencias sociales y políticas (con la sola excepción de la economía). En par­ ticular los filósofos de la historia, de la política y de la educación se hallan todavía, en gran medida, bajo su influjo. Es en la política donde mejor se ad­ vierte este fenómeno, pues tanto el ala marxista de extrema izquierda como el centro conservador y la extrema derecha fascista basan sus filosofías po­ líticas en el sistema de Hegel; el ala izquierda reemplaza a la guerra de las naciones, incluida en el esquema historicista de Hegel, por la guerra de cla­ ses, y la extrema derecha la reemplaza por la guerra de razas, pero ambas lo siguen más o menos conscientemente. (El centro conservador es, por regla general, menos consciente de su deuda para con Hegel.) ¿Cómo puede explicarse esta inmensa influencia? El fin que nos mueve no es tanto explicar este fenómeno como combatirlo. N o obstante, tratare­ mos de adelantar algunas posibles explicaciones. Por una u otra razón, los filósofos han logrado retener para sí, aun en nuestros días, algo de la atmós­ fera que rodea a los magos. La filosofía se considera algo extraño y abstru-­ so que se ocupa de los mismos misterios que la religión, pero no de tal modo que pueda ser «revelada ¡[ los niños» o al vulgo; la filosofía es reputada demasiado profunda para eso, siendo de este modo una suerte de religión y teología para los intelectuales, los eruditos y los sabios. El hegelianismo se acomoda admirablemente bien a estos puntos de vista; es, exactamente, lo que esta especie de superstición popular supone que sea la filosofía. El he­ gelianismo lo sabe todo acerca de todo. No hay en él pregunta que no ten­ ga pronta respuesta. Y, en realidad, ¿quién pod ría estar seguro de que la res­ puesta no es cierta? Pero no es ésta la principal razón de] éxito de Hegel. Quizá se corn­ prenda mejor su influencia y la necesidad de combatirla si se considera rá­ pidamente la situación histórica general. El autoritarismo medieval comenzó a desmoronarse con el Rcnacimicn­ too Pero en los países europeos continentales su contraparte política, el feu­ dalismo medieval, no se vio seriamente amenazado antes de la Revolución Francesa. (La Reforma no hahia hecho más qne Iortaleccrlo.) La lucha por la sociedad abierta sólo se reanudó con las ideas de 1789, y las tuouarquias feudales no tardaron en experimentar la gravedad de este nuevo peligro. Cuando en 1815 el partido reaccionario comenzó a reasumir su poderío en Prusia, se encontró lamentablemente apremiado por la necesidad de una ideología. Hegel fue el escogido para satisfacer esta exigencia y lo hizo re­ sucitando las ideas de los primeros grandes enemigos de la sociedad abierta, a saber: Heráclito, Platón y Aristóteles. ExactaJ11~nte del mismo modo en que la Revolución Francesa redescubrió las ideas eternas de la Gran Gene­ ración y del cristianismo, vale decir, la libertad, la igualdad y la hermandad de tocios los hombres, así Hegel redescubrió las ideas platónicas que yacen 246 247 detrás de la eterna rebelión contra la libertad y la razón. El hegelianismo constituye el renacimiento del tribalismo. Puede apreciarse la significación histórica de Hegel en el hecho de que éste representa el «eslabón perdido», por así decirlo, entre Platón y la forma moderna del totalitarismo. La ma­ yoría de los totalitarios modernos no tienen la menor conciencia de qué ideas se remontan hasta Platón. En su mayor parte, conocen su deuda con Hegel y todos ellos han sido educados en la densa atmósfera hegeliana. Así, se les ha enseñado a adorar al Estado, la historia y la nación. (Esta concepción de Hegel presupone, por supuesto, el hecho de que interpretó las enseñanzas de Platón de la misma manera que nosotros, es decir, como una expresión totalitaria -para utilizar este rótulo moderno- y, de verdad, esto puede demostrarse fácilmente con la crítica que hace de Platón en la Filosofía del Derecho.) Con el fin de proporcionar al lector una visión inmediata de la platoni­ zante adoración hegeliana de! Estado, citaremos algunos pasajes antes de iniciar e! análisis de su filosofía historicista. Estos pasajes demuestran que el colectivismo radical de Hegel depende tanto de Platón como de Federico Guillermo IlI, rey de Prusia durante el período crítico que comprendió y sucedió a la Revolución Francesa. La teoría en ellos sustentada es la de que el Estado es todo y e! individuo nada, ya que todo se lo dcbe al Estado: su existencia física y su existencia espiritual. Tal, pues, el mensaje de Platón, del prusianismo dc Federico Guillermo y de HegeL «Lo Universal ha de hallarse en el Estado», manifiesta Hegel. R «El Estado es la Divina Idea tal como existe sobre la Tierra... Por consiguiente, debernos adorar al Estado en su carácter de manifcstación de la Divinidad sobre la Tierra y considerar que, si es difícil comprender la naturaleza, es infinitamente más arduo cap­ tar la Esencia del Estado ... El Estado cs la marcha de Dios a través dcl mun­ do ... El Estado dcbc ser comprendido como un organismo ... La conciencia y e! pensamiento son atributos esenciales del Estado completo. El Estado sabe lo que quiere... El Estado es real, y la verdadera realidad es necesaria. Lo que es real es eternamente necesario El Estado ... existe por y para sí mismo... El Estado es lo quc existe realmente, es la vida moral materializa­ da ...9 Esta selección de pensamientos bastará para mostrar el platonismo de Hegel y su insistencia en la autoridad moral absoluta del Estado, que ril',e toda moralidad personal y toda conciencia. Se trata, por supuesto, de un platonismo altisonante e histérico, pero esto sólo hace más obvio la vincu­ lación de! platonismo con el totalitarismo moderno.. Cabría preguntarse si, dada esta inmensa influencia ejercida sobre la his­ toria, Hegel no habrá sido un verdadero genio. No creemos que esta cues­ tión sea de real importancia, puesto que sólo obedece a nuestros prejuicios románticos el que pensemos siempre en función de lo «gcnia!»; y fuera de esto, no creemos que el éxito demuestre cosa alguna o que la historia sea nuestro juez; estos dogmas forman parte, más bien, del hegelianismo. Pero en cuanto a Hegel se refiere, no creemos siquiera que tuviera talento. En efecto, Hegel es un autor indigerible, tanto, que aun sus más ardientes apo­ logistas deben admitir'? que su estilo es «incuestionablemente escandalo­ so». y en cuanto al contenido de su obra, por Jo único que se destaca es por su sobresaliente falta de originalidad. No hay nada en la obra de Hege! que no haya sido dicho antes y mejor. Nada bay en su método apologético que no Iiaya sido tomado de sus antecesores.' I La tarea ele Hegel consistió en dedi­ car estos pensamientos y métodos prestados, con un criterio unitario si bien carente del menor brillo, a un solo objetivo: luchar contra la sociedad abier­ ta y servir, de este modo, a su superior Federico Guillermo dc Prusia. Lo confuso de Hegel y su desapego a la razón son, en parte, necesarios para al­ canzar este fin y, en parte, manifestaciones accidentales, aunque bien natu­ rales, de su estado de espíritu. Y la verdad es que no valdría la pena relatar la historia del caso Hegel si no fuera por sus siniestras consecuencias, 10 cual demuestra con cuánta facilidad puede convertirse un payaso en «realizador de la historia». I,a tragicoll1ed ia del surgimiento del "idealismo alemán», pese a los horrendos crímenes a que condujo, se parece ID<lS que nada a una ópera cómica, y estos comienzos pueden contribuir a explicar por qué al­ gunas veces es tan difícil decidir si sus héroe» posteriores se han escapado de al~una escena de las grandiusas óperas tcutóuicas de Wagncr o de una farsa de Olfcnhach. Nuestra .ifirrn.icióu de que la filosufía de Hegel [uc inspirada por moti­ vos ajenos a la inquietud filosóFica propiamente dicha, es decir, por su inte­ rés en la restauración del gobierno prusiano de Federico Guillermo 111 y de que, por lo tanto, no puede ser considerada seriamente, no es nueva, Esta historia la conocen muy bien tudos aquellos que se hallaban al tamo de la situación política y ha sido relatada con todas sus letras por los pocos quc se sentían entonces lo bastante indcpcndicnn-c para hacerlo. El mejor tes­ tigo fuc Schopenb,llIer, idealista platónico él mismo y conservador, si no rcaccionnrio,':' pero hombre de suprema integridad al que le preocupaba la verdad ante todo. Su competencia como juez en asuntos filosóficos no pue­ de ponerse en tela de juicio. Por lo menos, hubiera sido difícil encontrar en su tiempo quien lo superase. Scliopcnhaucr, que tuvo el placer de conocer a Hegel personalmente y que sugiriól\ el uso de las palabras de Shakcspcarc -«esa charla de locos que sólo viene de la lengua y no del cerebro»- para definir la filosofía de Hegel, trazó el siguiente cuadro, excelente en verdad, del maestro: «Hegel, impuesto desde arriba por el poder circunstancial con carácter de Gran Filósofo oficial, era un charlatán de estrechas miras, insí­ pido, nauseabundo e ignorante, que alcanzó el pináculo de la audacia gara­ 248 249 bateando e inventando las mistificaciones más absurdas. Toda esta tontería ha sido calificada ruidosamente de sabiduría inmortal por los secuaces mer­ cenarios, y gustosamente aceptada como tal por todos los necios, que unie­ ron así sus voces en un perfecto coro laudatorio como nunca antes se había escuchado. El extenso campo de influencia espiritual con que Hegel fue do­ tado por aquellos que se hallaban en el poder, le permitió llevar a cabo la co­ rrupción intelectual de toda una generación». Y en otro lugar, Schopen­ hauer describe el juego político del hegelianismo del modo siguiente: «La filosofía, jerarquizada nuevamente por Kant... no tardó en convertirse en una herramienta al servicio de toda clase de intereses: por arriba, los intere­ ses estatales, y por debajo, los intereses personales... Las fuerzas impulsoras de este movimiento no son, en oposición a todos estos aires y afirmaciones solemnes, ideales, sino que vienen a llenar fines perfectamente concretos, esto es, personales, oficiales, clericales, políticos, ctc.; en suma: toda suerte de intereses materiales ... Los intereses partidarios agitan,' vehementemente las plumas de innumerables amantes puros de la sahiduria... Por cierto que es la verdad lo que menos les preocupa... La filosofía es desvirtuada por par­ te del Estado, porque se la utiliza como herramienta, y por la otra, porque se la emplea para obtener provecho... ¿Quién puede creer realmente que de este modo salga alguna vez a la luz la verdad, aunque no sea m.is que COlDO sub­ producto? ... Los gobiernos convierten la ¡l/oso/la en un medio r-r« seruir los intereses estatales y las penonas hacen de ella una mercancía ...», La opinión de Schopenhauer de que la condición de Hegel no era otra que la de agente al servicio del gobierno prusiano, se halla corroborada por Schwcglcr, discí­ pulo y admirador de Hegel." He aquí lo que de éste dice Schwegler: «La ple­ nitud de su fama y actividad sólo data, sin cmbargo, de su visita a Berlín en 1818. Allí se desarrolló, en torno a él, una escuela nutrida, amplia yen ex­ tremo activa; fue allí, también, donde adquirió, a raíz de sus vinculaciones con la burocracia prusiana, cierta influencia política para sí y para el reco­ nocimiento de su sistema como filosofía oficial del país, aunque no siempre para beneficio de la libertad interior de su sistema o de su valor mora". El editor de Schwegler, lB. Stirling," el primer apóstol británico del hegelia­ nismo, defiende a Hegel, por supuesto, del ataque de Scbwcglcr, advinien­ do a sus lectores que no deben tomar demasiado al pie de la letra «la ligera insinuación de Schwcgler, contra... la filosofía de Hegel como filosofía es­ tatal». Pero algunas páginas después, Stirling confirma, sin proponérselo, la interpretación de Schwegler de los hechos, así como también la opinión de que el propio Hegel era consciente de la función política partidista y apologética de su filosofía. (La prueba suministrada" por Stirling demues­ tra que Hegel se refirió de forma más bien cínica a esta función de su filo­ sofía.) Y un poco más tarde, Stirling descubre sin advertirlo, el «secreto de Hegel» cuando pasa a tratar las siguientes revelaciones, poéticas y proféti­ cas a la vez, 17 con referencia al ataque relámpago de Prusia contra Austria en 1866, un año antes de que escribiese: «¿No es a Hegel, acaso, y especial­ mente a su filosofía de la ética y la política, a quien Prusia debe esa podero­ sa vitalidad y organización que se halla actualmente en rápida vía de desa­ rrollo? ¿No es el formidable Hegel, en verdad, el centro de esa organización que, tras secreta maduración en un cerebro invisible golpea como el rayo, como la mano armada con el mazo? Pero en cuanto al valor de esta organi­ zación, se hará más palpable si decimos que, en tanto que en la Inglaterra constitucional los tenedores de acciones privilegiadas y obligaciones se arruinan por la prevaleciente inmoralidad comercial, los accionistas corrien­ tes de los ferrocarriles prusianos gozan de un porcentaje seguro delS,33 'X,. Por cierto que esto es testimonio sumamente elocuente ele la influencia de Hegel». «Los rasgos fundamentales de I lcgcl deben ser evidentes ahora, creo yo, para todos los lectores. Es mucho lo que ha ganado con Hczcl.¿», continúa diciendo Stirling en su panegírico. Nosotros r.unhién esperarnos que los rasgos ele Hegel sean ahora evidentes y confiamos en que lo que Stirling ha­ bía ganado no haya sufrido demasiado por la amenaza de la inmoralidad comercial prevaleciente en la Inglaterra constitucional y no hegeliana. (¿()uién podría resistirse, a estas alturas, a mencionar el hecho de que los filósofos marxistas, siempre listos a acusar a las teorías del adversario de hallarse afectadas por los intereses de clase de sus autores, omiten habitual­ mente aplicar este método a Hegel? En lugar ele denunciarlo como apolo­ gista del absolutismo prusiano, se lamentan" de que las obras del creador de la dialéctica y, en particular, sus obras acerca de la lógica, no sean más leídas en Inglaterra, a diferencia de Rusia donde los méritos dc la filosoFía hege­ liana en general y los dc su lógica en particular, han sido reconocidos ofi­ cial mcntc.) Volviendo al problema de los motivos políticos de Hegcl, diremos que existen razones m.is qne suficientes, al parecer, para sospechar que su filoso­ fía sufrió la influencia de los intereses del gobierno prusiano a cuyo servicio se encontraba. Pero bajo el absolutismo de lcdcrico Guillermo U 1, esta in­ fluencia suponía mucho más de lo que Schopcnhauer o Schwcgler podían adivinar, pues sólo en las últimas décadas fueron dados a luz los documen­ tos que prueban la deliberación y consecuencia con que este rey insistió en la más completa subordinación de todo conocimiento a los intereses del Es­ tado. «Las ciencias abstractas --se lee en su programa cducacional-i-" que sólo tocan el mundo académico y sirven nada más que para iluminar a este grupo, carecen de valor, por supuesto, para el bienestar del Estado, y así, si bien sería necio restringirlas por completo, es altamente saludable mante­ 250 251 Comenzaremos el análisis de la filosofía de Hegel con una comparación general entre el historicismo de Hegel y el de Platón. Platón creía que las Ideas o esencias existen con anterioridad a los ob­ jetos sujetos al flujo, y que la tendencia de toda evolución constituye un alejamiento de la perfección de las Ideas y, por lo tanto, un descenso, un mo­ vimiento hacia la decadencia. En la historia de los Estados, especialmente, no es sino el relato de la degeneración, degeneración que obedece, en última instancia, a la degeneración racial de la clase gobernante. (Debemos recordar aquí la estrecha relación entre los conceptos platónicos de «raza», «alma», «naturaleza» y «esenciav.r" Hegel cree, con Aristóteles, que las Ideas o esencias se encuentran en los objetos sujetos al flujo o, dicho con mayor precisión (si es que se puede tratar a Hegel con precisión), Hegel enseña que son idénticas a los objetos sujetos al flujo: «Todo objeto real es una Idea», nos declara. u Pero esto no significa que se cierre el abismo abierto por Pla-­ tón entre la esencia de un objeto y su apariencia sensible; en efecto, Hegel expresa que: «Cualquier mención de la Esencia indica, de suyo, que la dis­ tinguimos del ser (del objeto) ...; considerarnos a este último, en compara-­ ción con la Esencia, algo así como una mera apariencia o semejanza... He­ mos dicho que toda cosa tiene una esencia, vale decir que las cosas no son lo que parecen ser inmediatamente». También, al igual que Platón y Aristóte­ les, Hegel concibe las esencias, por lo menos las de los organismos (y por consiguiente, también las de los Estados), COIlJO almas o «Espíritus». Pero para Hegel, a diferencia de Platón, la tendencia de la evolución del mundo sujeto a flujo no es descendiente, no se aleja de la Idea, en continua decadencia, se dirige, más bien, tal como lo enseñaran Espeucipo y Aristó­ teles, hacia la Idea, hacia el progreso. Si bien declara,2J con Platón, que «1.1 cosa perecedera tiene su base en la Esencia, y se origina en cll:;» l-Jcp;el in­ siste, esta vez en oposición a Platón, en que incluso las esencias evolucio­ nan. En el universo dcH egel, C0l110 en el de 1Icráclito, lodo se halla sujeto al flujo, y las esencias, introducidas en un principio por Platón a fin de con­ tar con algo estable, no se hallan libres de éste. Pero ---téngase bien prcscn­ tc->- este flujo no es decadencia: el historicismo de 1:Iegel es optimista. Sus esencias y Espíritus son capaces, al igual que las almas de Platón, de mover­ se, desarrollarse y crearse por sí solas. Y se autopropulsan en la dirección de la «causa final» aristotélica o, como dice Hegel," hacia la «automatcrialixan­ t.e causa final, automarcrializada en sí misma». Esta causa final u objetivo de la evolución de las esencias es lo que Hegel denomina «Idea absoluta» o, simplemente, «la Idea». (ESLl Idea es, según nos dice Hegel, bastante corn­ p1cja; en efecto, es, por sí sola, lo Hermoso, el Conocimiento y la Actividad Práctica, la Comprensión, el Bien Superior y el Universo Científicamente Contemplado. Pero en realidad, no tenemos por qué preocuparnos por di­ ficultades secundarias como éstas.) Podría decidirse que el mundo hegelia­ no del flujo se halla en un estado de «evolución creadora» o «emergente»;" 252 253 nerlas dentro de los límites adecuados> La visita de Hegel a Berlín, en 1818, tuvo lugar durante la pleamar de la reacción, durante el período iniciado con la purga que efectuó el rey, en su gobierno, de los reformadores y libe­ rales nacionales que tanto habían contribuido a su éxito en «[a guerra de li­ beración». En vista de este hecho, cabe preguntarse si la designación de He­ gel no habrá sido una maniobra para «mantener a la filosofía dentro de los límites adecuados», de tal modo que se conservase sana y pudiese servir «al bienestar del Estado», es decir, el de Federico Guillermo y su gobierno ab­ soluto. Se impone la misma pregunta cuando leemos lo que expresa de He­ gel un gran admirador suYO:20 «y siguió siendo en Berlín, hasta su muerte acaecida en 1831, el dictador reconocido de una de las escuelas filosóficas más poderosas que haya visto la historia del pensamiento universal». (A mi juicio, convendría reemplazar la palabra «pensamiento», por la expresión «falta de pensamiento», pues no se nos ocurre qué es lo que pueda tener que ver un dictador con la historia del pensamiento, aun cuando sea un dictador de la filosofía. Pero por lo demás, este revelador pasaje sólo es demasiado cierto. Por ejemplo, los esfuerzos armoniosamente concertados de esta in­ fluyente escuela lograron, mediante la conspiración del silencio, mantener oculto al mundo durante cuarenta años el hecho mismo de la existencia de Schopenhauer.) Vemos, pues, que Hegel debe haber tenido realmente la fa­ cultad de «mantener a la filosofía dentro de sus límites adecuados», de modo que nuestra pregunta parece justificarse plenamente. En lo que sigue trataremos de demostrar que toda la filosofía de Hegel puede ser interpretada como una respuesta enfática a ese interrogante; res­ puesta, claro está, afirmativa. Y trataremos también de mostrar cuán claro se torna el hegelianismo si se lo interpreta de este modo, vale decir, como apología del prusianisrno. Nuestro análisis se dividirá en tres partes, que se tratarán en las secciones IJ, Ill y IV de este capítulo. La sección JI está de­ dicada al historicisrno y al positivismo moral de Hegel, como así también al fondo teórico más bien abstruso de estas doctrinas, a su método dialéctico ya su llamada filosofía de la identidad. La sección l II habla del surgimien­ to del nacionalismo. En la sección IV diremos algunas palabras con respecto a la relación de Hegel con Burke. Y en la sección V nos ocuparemos, final­ mente, del grado de dependencia que guarda el totalitarismo moderno con las teorías de Hegel. 11 "·"':¡lrlili!llmlTIl!!ffi!flffmmmmllll""I! cada una de esas etapas contiene a las anteriores, en las cuales se origina, y cada nueva etapa sobrepasa todas las precedentes, acercándose cada vez más a la perfección. De este modo, la ley general de la evolución es una ley de progreso, pero, como veremos más adelante, no de un progreso simple y directo, sino «dialéctico». Como ya hemos demostrado con diversas citas, el Hegel colectivista -al igual que Platón- concibe el Estado como un organismo y, siguiendo los pasos de Rousseau, que lo había dotado de una «voluntad general» co­ lectiva, Hegellc suministra una esencia consciente y pensante, su «razón» o «Espíritu». Este Espíritu cuya «esencia misma es la actividad» (lo que mues­ tra su dependencia de Rousseau), es, al propio tiempo, el colectivo Espíritu de la Nación, que constituye el Estado. Para un esencialista, el conocimiento o comprensión del Estado debe significar, evidentemente, conocimiento de su esencia (l espíritu. Y, como vimos'" en el capítulo anterior, podemos conocer la esencia y sus «faculta­ des latentes» sólo a través de su historia «concreta». Llegamos así a la posi­ ción fundamental del método historicista, a saber, la de que el método para adquirir el conocimiento de instituciones sociales tales como el Estado, debe consistir en el estudio de su historia (l la historia de su «Espíritu». Y tam­ bién se siguen de aquí las otras dos consecuencias historicistas consideradas en el capítulo anterior. El Espíritu de la nación determina su oculto destino histórico, y toda nación que desee «emerger a la existencia» debe afirmar su individualidad o alma saliendo a la «Escena de la historia», es decir, luchan­ do con las demás naciones; y el objeto de esta lucha es la dominación del mundo. Se desprende de esto que Hegel, al igual que Heráclito, cree que la guerra esla madre y reina de todas las cosas. y, también al igual que Herá­ clito, considera que la guerra es justa: «La Historia del Mundo es el tribunal de justicia del Mundo", nos manifiesta Hegel. Y nuevamente como Hcrá­ clito, generaliza esta teoría, extendiéndola al mundo de la naturaleza, inter­ pretando los contrastes y diferencias de los objetos, la polaridad de los opuestos, como una especie de guerra, como una suerte de [ucrza propul­ sora de la evolución natural. Y también al igual que Heráclito, Hegel cree en la unidad e identidad de los opuestos; en realidad, la unidad de los opuestos desempeña un papel tan importante en la evolución, en el progreso «dialéc­ tico», que podemos considerar a estas dos ideas heraclitcanas, la guerra de los opuestos y su unidad o identidad, como las ideas primordiales de la dia­ léctica de Hegel. Hasta aquí, esta filosofía se nos presenta como un historicisrno bastante decente y honesto, si bien carente, quizá, de originalidad;" y no parece ha­ ber ninguna razón para calificarla, con Schopenhauer, de charlatanería. Pero esta apariencia eomienza a transformarse si volvemos la vista hacia el análisis de la dialéctica de Hegel. En efecto, éste defiende su método po­ niéndose en guardia contra Kant, quien, en su ataque a la metafísica (de cuya violencia da muestra la frase que sirve de epígrafe a nuestra «Intro­ ducción), había tratado de demostrar que todas las especulaciones de este tipo eran insostenibles. Hegel nunca intentó refutar a Kant; en lugar de eso, prefirió inclinarse y tratar de convertir la concepción de Kant en su opues­ to. Tal fue la forma, pues, en que «la dialéctica» de Kant, el ataque a la me­ tafisica, se convirtió en la «dialéctica» de Hegel, la principal herramienta de la metafísica. Kant, en su Crítica de la razón pura afirmó, bajo la influencia de Hume, que la especulación o la razón pura, siempre que se aventura dentro de una esfera en que IlO puede ser verificada por la experiencia, suele caer en con­ tradicciones o «antinomias», produciendo aquello que calificó, de forma nada ambigua, de «meras fantasías», «sinscntidos», «ilusiones», «dogrnatis­ mos estériles» y «pretensiones superficiales de conocerlo todO».2H Así trató de demostrar que a toda aseveración o tesis metafísica concerniente, por ejemplo, al comienzo del universo en el tiempo o a la existencia de Dios, puede contraponerse una afinnación contraria o antitcsis, pudiendo ambos proceder de los mismos supuestos y ser probados con igual grado de «evi­ dencia». En otras palabras, cuando abandona el campo de la experiencia, nuestra especulación no puede aspirar al nivel científico, puesto que para todo argumento debe haber un conrraaraumcnto igualmente válido. El pro­ pósito de Kant era el de detener de una vez para siempre la «malhadada fe-­ cundidad" de los dilctantt¡ de la metafísica, Pero dcsur.iciadamcntc el clcc­ d to fue bien distinto, Lo que Kant logró detener Iuc, tan sólo, la intención de estos dilciaru ti de usar argu montos racionales; lo ún ico que abandonaron fue el propósito de enseñar, pero no el de subyugar al público (como dice Scliopcuhaucr)." Kant mismo tiene, sin duda, buena parle de culpa por este desenlace, pues el oscuro estilo de su obra (que escribió con extrema pre­ mura, aunque sólo después de haberla Inedil.ado largos arios) contribuyó considerablemente a rebajar aún m.is el ya bajo nivc] de cl.uid.«] de los es­ critos teóricos alemanes. 10 Ninguno de los scuclomctafísicos que sucedieron a Kant hizo tentativa alguna de refutarlo, 11 y I-.legel, en particular, llegó a tener la audacia incluso de ensalzar a Kant por «haber revivido el nombre de la dialéctica, a la que deooloio su puesto de honor». Hegel enseñó que Kant tenía plena razón al señalar las antinomias, pero que erraba al preocuparse por ellas. Según He­ gel, es atributo natural de la razón el que se contradiga a sí misma, y no es por debilidad de nuestras facultades humanas sino por la esencia misma de toda racionalidad que debe operar con contradicciones y antinomias; en efecto, es ésta, precisamente, la forma en que se desarrolla la razón. Hegel 254 255 afirmó que Kant había analizado la razón como si se tratase de algo estáti­ co, olvidando que la humanidad se desarrolla y, con ella, nuestro patrimo­ nio social. Pero aquello que nos complace llamar nuestra propia razón no es sino el producto de este patrimonio social, del desarrollo histórico del gru­ po social en que vivimos, esto es, la nación. Ese desarrollo tiene lugar dia­ lécticamente, vale decir, con un ritmo de tres tiempos. En primer lugar, se sustenta una tesis; ésta producirá una crítica, y sus adversarios, al afirmar su opuesto, darán forma a la antítesis; por fin, del conflicto de estas dos con­ cepciones surge la síntesis, es decir, una especie de unidad de los opuestos, una especie de avenencia o conciliación alcanzada sobre un plano más ele­ vado. La síntesis absorbe, por así decirlo, las dos posiciones opuestas origi­ nales, superándolas; las reduce a la categoría de componentes de una terce­ ra entidad, negándolas, así, al tiempo que las eleva y preserva. Y una vez lograda la síntesis, puede repetirse todo el proceso nuevamente, en un pla­ no superior al alcanzado primero. He ahí pues, sucintamente, el ritmo de tres tiempos del progreso que Hegel llamó la «tríada» dialéctica. Estamos perfectamente dispuestos a admitir que no es ésta una mala descripción de la forma en que suele desarrollarse a veces el examen crítico y, por consiguiente, también el pensamiento científico. En efecto, toda crí­ tica consiste en señalar algunas contradicciones o discrepancias, y el pro­ greso científico, en gran medida, en la eliminación de las contradicciones allí donde las encuentra. Esto significa, sin embargo, que la ciencia opera sobre la base del supuesto de que las contradicciones no son permisibles ni inevitables, de tal modo que el descubrimiento de una contradicción obliga al hombre de ciencia a realizar todos los esfuerzos posibles para eliminarla y, en realidad, toda vez que se admite la presencia de una contradicción, se derrumba el rigor cicntifico." Pero Hegel extrae una lección muy distinta de su tríada dialéctica. Puesto que las contradicciones son el medio a través del cual avanza la ciencia, concluye éste que las contradicciones no sólo son permisibles e inevitables, sino también altamente deseables. Sin embargo, esta doctrina hegeliana debe destruir todo raciocinio y todo progreso, pues si las contradicciones son inevitables y deseables, no habrá ni ngllna necesi­ dad de eliminarlas, de modo que todo progreso habrá llegado a su fin. Pero esta teoría es precisamente uno de los dogmas capitales del hege­ lianismo. La intención de Hegel es operar libremente con todas las contra­ dicciones. «Todas las cosas son contradictorias en sí mismas», insiste," para defender una posición que significa el fin, no ya de toda ciencia, sino inclu­ so de todo argumento racional. Y la razón por la que tanto desea dejar lu­ gar a las contradicciones es su intención de detener la argumentación racio­ nal y, con ella, el progreso científico e intelectual. Al tornar imposible el raciocinio y la crítica, Hegel procura poner a su propia filosofía a salvo de 256 toda objeción, de tal que pueda ser impuesta como un dogmatismo invul­ nerable, a resguardo de todo ataque y a manera de cúspide insuperable de todo desarrollo filosófico. (Encontramos aquí el primer ejemplo de un típi­ co viraje dialéctico; en efecto, la idea del progreso, altamente popularizada en un período que va a desembocar en Darwin, pero poco adecuada a los in­ tereses conservadores, es virada a su opuesto, esto es, la del desarrollo que ha alcanzado ya su meta: la evolución dctenida.) y basta por ahora de la tríada dialéctica de Hegel, uno de los dos pilares sobre -los que se asienta su filosofía. La significación de la doctrina podrá apreciarse mejor cuando pasemos a considerar su aplicación. El otro de los dos pilares fundamentales del hegelismo es la llamadajz-­ losojia de la identidad, que es, a su vez, una aplicación de la dialéctica. No es mi intención hacerle perder tiempo al lector tratando de encontrarle sentido, especialmente cuando ya he tratado de hacerlo en otro sitio;" en su contenido esencial, la filosofía de la identidad no es sino un desvergon­ zado equívoco y, para usar las propias palabras de Ilegel, s610 consiste en «fantasías, incluso estúpidas». Es una especie de laberi nto donde han sido atrapadas las sombras yecos de filosofías prctórit as. I lcr.iclito, Platón y Aristóteles, así como también Rousseau y Kant y donde celebran ahora una especie de aquelarre de brujas, procurando dcsut.ulamcntc confundir y engañar al espectador ingenuo. La idea rectora y, al mismo tiempo, el es­ labón entre la dialéctica de I-legel y su filosofía de la identidad es la doctri­ na de Heráclito de la unidad d e los opuestos. «La senda que lIcva hacia arriba y la que lleva hacia abajo son iclcnucus», había dicho 1 lcr.iclito, y Hegel no hace sino repetir esto cuando declara: «El camino del oeste y el del este es el mismo». Esta teoría hcraclitcana de la identidad de los opues­ tos es aplicada a una serie de reminiscencias de los viejos sistemas Iilosó­ ficos que quedan, de este modo, «reducidos a componentes» del propio sistema de 1legel. Esencia e Idea, singularidad y pluralidad, sustancia y ac­ cidente, forma y contenido, sujeto y objeto, ser y devenir, todo y nad.i, cambio y reposo, actualidad y potencia, apariencia y realidad, m.ucri.. y espíritu, y, en fin, todos aquellos fantasmas del pasado parecen merodear el cerebro del Gran Dictador, mientras éste ejecuta la danza con su globo, con sus problemas inflados y ficticios referentes a Dios y al universo. Sin embargo, su locura no carece de método, incluso de método prusiano. En efecto, detrás de la aparente confusión asoman los intereses de la monar­ quía absoluta de Federico Guillermo. La filosofía de la identidad cumple la función de justificar el orden existente. Su resultado principal es un po­ sitivismo ético y jurídico, la doctrina de que lo que es, es bueno, puesto que no puede haber normas sino normas existentes; es la teoría de que la fuer­ za es derecho. 257 ¿Cómo se llega a tal doctrina? Simplemente, a través de una serie de equívocos. Platón, cuyas Formas o Ideas, según hemos visto, son completa­ mente diferentes de las «ideas de nuestra mente», había dicho que sólo las Ideas eran reales y que las cosas perecederas eran irreales. Hegel extrae de esa doctrina la ecuación I dcal = Real. Kant hablaba, en su dialéctica, de las «Ideas de la Razón pura», utilizando el término «Ideas» con el sentido de «ideas de nuestra mente». Y de aquí, Hegel extrae la doctrina de que las Ideas son algo mental o espiritual o racional susceptible de ser expresado median­ te la ecuación Idca = Razón. Combinando estas dos ecuaciones o, mejor di­ cho, equivocaciones, se obtiene Real = Razón, lo cual le permite a Hegel sostener que todo lo razonable debe ser real y que todo lo real debe ser ra­ zonable y que la evolución de la realidad es la misma que la de la razón. Y puesto que no puede haber patrón más elevado en la existencia que el desa­ rrollo último de la Razón y de la Idea, todo aquello que es real o concreto en la actualidad existe por necesidad, y elebe ser, a la vez, ruzonablc y bue­ no. 35 y como veremos en se¡;uida, el Estado prusiano de existencia concre­ ta es particularmente bueno. He aquí, pues, la filosofía de' la identidad. Aparre del positivismo ético, también sale a luz una teoría de la verdad a manera de subproducto (para emplear las palabras de Schopenhauer), que es, por 10 demás, sumamente conveniente. Según acabamos de ver, todo lo razonable es real. Esto sip;ni­ fica, por supuesto, que todo lo razonable debe conformarse a la realidad y ser, por consiguiente, cierto. La verdad se desarrolla del mismo modo q ue la razón y todo aquello que atrae a la razón en su último grado de desarro­ llo, también debe ser verdadero para ese grado. En otras palabras, todo aque­ llo que parece cierto a aquellos cuya razón se halla plenamente desarrollada, debe ser verdad. La sola evidencia es lo mismo que la verdad. Con tal de que uno esté bien desarrollado, todo lo que necesita es creer en una doctrina; esto solo basta, por definición, para hacerla cierta. De este modo, la oposi­ ción entre lo que Hegel denomina do Subjetivo», es decir, la creencia, y «lo Objetivo» esto es la verdad, se convierte en una identidad, y esta unidad de los opuestos explica, asimismo, el conocimiento científico. «La Idea es la unión de lo Subjetivo y Objetivo... La ciencia presupone que la separación entre ella y la Verdad ya ha sido salvacla.»" Pero dejemos por ahora la filosofía de la identidad de Hegel, el segundo pilar de la sabiduría donde se asienta su historicismo. Con su examen, fina­ liza la tarea algo causadora de analizar las teorías más alisrractas de Hegel. En lo que resta del capítulo nos circunscribiremos a las aplicaciones políti­ cas prácticas realizadas por Hegel sobre la base de estas teorías abstractas. Y estas aplicaciones prácticas terminarán de mostrarnos, con toda claridad, la finalidad apologética de toda su obra. I .a dialéctica de Hegel, afirmamos, obedece en gran medida a la inten­ ción de pervertir las ideas de 1789. Hegel tenía plena conciencia del hecho de que el método dialéctico podía ser utilizado para transformar a una idea en su opuesto. «La Dialéctica -declara-37 no es ninguna novedad en la fi­ losofía. Sócrates... solía fingir el deseo de alcanzar un conocimiento más preciso acerca del tema discutido y, después de formular toda clase de pre­ guntas con esa finalidad, llevaba a aquellos con quienes conversaba exac­ tamente a la conclusión opuesta de la que les había parecido correcta a primera vista.» Como descripción de las intenciones de Sócrates, esta afir­ mación de Hegel no es quizá del todo justa (si se tiene en cuenta que el prin­ cipal objetivo de Sócrates era alcanzar una seguridad absoluta más que con­ vertir a la ¡.;entc a la creencia opuesta de lo que pensaban en un primer momento); pero como declaración de las propias intenciones de Hegel es excelente, aun cuando en la pr.ictica el método de l Icgcl resulte más emba­ razoso de 10 quc podda suponerse por su programa. Como primer ejemplo de este uso de la dialéctica, escogeremos el pro­ blema de la libertad tL« pcns.tmicnto, de la independencia de la ciencia y de las normas de la verdad objctiv.i, tal corno lo trata 11cp;c! en su Filoso/la del Derecho (§270). Ilegel comienza su tr"lujo con lo que sólo podría ser inter­ pretado como tina exigencia de la libertad dc pens;m,iento y de su corres­ pondicm c protección por parte del Estado: «El EstadD -expresa- tiene... al pensamiento por principio esencial, De este modo, la liberL,d de pensa­ miento y la ciencia solo pueden originarse en el Estado; fue la Ip;iesia quien quemó a Giordano I$runo y obligó a GalileD a rctract.usc La ciencia, por 10 tanto, debe buscar la protección del Fstado, puesto que la finalidad de la ciencia es el conocimiento de la verdad objetiva». Tras este promisorio comicnv.o que debe tomarse como una expresión dc In que a «primera vista» parece cierto a sus adversarios, I lcgel procede a llcv.ulos «a la conclusión opuesta de la que les bahía pan'cido correcta a primera vista", cubriendo este carnhio de frente mediante otro simul.icro de ataque ;1 l.i Iglesia: "}'ero claro cstá que este couocimicnto no siempre se conforma a los patrones de la ciencia, pudiendo degenerar en mera opinión ...; y para estas opiniones... ella (1.1 ciencia) puede llegar a reclamar los mismos pretenciosos derechDs que la Iglesia, a saber, el de la libertad en sus afirmaciones y convicciones». De este modo, se califica de «pretenciosos>' 1.1 exigencia de libertad de pen samicnto y el derecho de la ciencia de jU/.¡.;ar por sí misma; pero ¿:ste es tan sólo el primer paso en el viraje de Hegel. Se nos dice en seguida que frente a las opiniones subversivas, "el Estado debe proteger la verdad objetiva"; lo cual plantea la cuestión fundamental: ¿Quién ha de juzgar qué no es la ver­ dad objetiva? He aquí la respuesta de Hegel: «El Estado debe decidir. .. por regla general, cuál ha de ser considerada la verdad objetiva», Ante semejan­ 258 259 'i¡illllllllW\i'lIíllí!llfillilllt!ltilllillHlIl""1t1 sus opuestos. Veamos primero el viraje de la igualdad a la lksigualdad: « La afirmación de que los ciudadanos son iguales ante la ley -admite Hegel_Y! contiene una gran verdad. Pero expresada de esta manera, sólo es una tautología, pues no hace sino afirmar, en general, la existencia de una situación legal, del imperio de las leyes. Pero si hemos de ser más concretos, los ciudada­ nos ... son iguales ante la ley sólo en los puntos en que también son iguales [uera de la ley. Sólo la igualdad que poseen en bienes, edad... etc., puede me­ recer igual tratamiento ante la ley... Las propias leyes ... presuponen condi­ ciones desiguales ... Debe reconocerse que es precisamente el gran desarro­ llo y madurez de la forma en los Estados modernos lo que produce la suprema desigualdad concreta de los individuos en la actualidad». En esta reseña del viraje que da Hegel a la «gran verdad» del igualitaris­ mo, convirtiéndola en su opuesto, hemos abreviado fundamentalmente su razonamiento y debemos advertir al lector que nos veremos obligados a se­ guir haciendo lo mismo en todo el capítulo, pues sólo de este modo es po­ sible exponer de forma legible su verborragia y la maraña de sus pensa­ mientos (que, a no dudarlo, es patológica)." Pasemos a considerar ahora la libertad. «En lo que se refiere a la libertad -declara Hegel-- en épocas anteriores se denominaban "libertades" los derechos legalmente definidos como, por ejemplo, el derecho privado o pú­ bLico de una ciudad, etc. En realidad, toda ley auténtica constituye una li­ bertad, pues contiene un principio razonable...; lo cual significa, en otras palabras, q ue entraña una libertad... » Pues bien, este argumento que trata de demostrar que <da libertad» es lo mismo que «una libertad» y, por consi­ guiente, lo mismo que "la ley», de donde se deduce que cuantas más leyes haya, mayor será la libertad, no es, evidentemente, sino una engorrosa afir­ mación (engorrosa porque descama en una especie de juego de palabras) de la paradoja de la libertad descubierta por primera vez por Platón y ya exa­ minada brevemente más arriba;" paradoja que podría expresarse diciendo que la libertad ilimitada conduce a su opuesto, dado que sin su protección y restricción por parte ele las leyes, la libertad debe conducir a una tiranía de los fuertes sobre los débiles. 1':s1:a paradoja, enunciada nuevamente, si bien con cierta vaguedad, pur Rousscau, fue res uc]t.a por Kant, quien exigió que la libertad de cada hombre se restringiese lo suficiente como para salva­ guardar un grado igual de libertad en los demás. Claro está que Hegel co­ noce la solución kan! iana pero no le gusta, y entonces la presenta desfigu­ rada, sin mencionar a su autor, del siguiente modo: «Hoy día, nada más familiar lJue la idea de que cada uno debe restringir su libertad en relación con la libertad de los demás, que el Estado es condición necesaria para estas restricciones recíprocas y que son las leyes quienes representan estas res-o triccioncs. Pero ·---prosigue la crítica de la tcorfa k.mtiana-c- esto expresa la clase de concepción que ve en la libertad un placer gratuito y la autonomía de la voluntad». Con esta enigmática observación, Hegel descarta la teoría igu;l1itaria de Lt justicia, de Kant. Pero el propio r ¡egel siente que la pequeña pirueta que le ha permitido identificar la libertad con la ley no es del todo suficiente para sus fines y, no sin cierra vacilación, rq"rcsa a su problema original, a saber, el de la consti­ tución. «La expresión libertad política ..·_..-nos d ice-'12 se lisa a menudo para designar una participación [orrna] en los negocios públicos del Estado por parte de ... aquellos q uc, de otro modo, desempeñan su principal [unción en los fines y asuntos paniculares de la sociedad civil (en otras palabras, de los ciudadanos ordinarios).'!' se ha hecho ... costumbre asign<lrle el título de "constitución" sólo a aquella parte del Estado que sanciona dicha participa­ ción... y considerar todo Estado en que eso no se ejecuta formalmente, un Estado sin constitución.» Por cierto, la costumbre existe realmente. Pero, ¿cómo escabullirnos de ella? Muy simple, mediante una trampa verbal, una 260 261 te conclusión, la libertad de pensamiento y los derechos de la ciencia a esta­ blecer sus propios patrones se convierten, finalmente, en sus opuestos. Como segundo ejemplo de este empleo de la dialéctica, escogeremos el tratamiento que hace Hegel de la exigencia de una Constitución política, que combina con su tratamiento de la igualdad y la libertad. Para apreciar el problema de la constitución, debemos recordar que el absolutismo pru­ siano no reconocLlley constitucional alguna (aparte de principios tales como la plena soberanía del rey) y que el lema de la campaña en pro de una re­ forma democrática en los diversos principados alemanes era que el prínci­ pe otorgase "al país una constitución». Pero Federico Guillermo estaba de acuerdo con su consejero Ancillon en que jamás debería ceder a los pedi­ dos de dos exaltados, ese grupito ruidoso y activo que desde hace algunos años viene arrogándose la representación de la nación y exigiendo una constituciól1'>.3H y si bien, bajo la gran presión ejercida, el rey prometió una constitución, jamás cumplió su palabra. (Corría entonces el cuento de que un inocente comentario acerca de la «constitución» del rey le valió el despido al médico de la cortc.) Pues bien, ¿cómo trata Hegel este delicado problema? "Como espíritu vivicutc --expresa-- el Estado es un todo or­ ganizado, articulado en diversos agentes ... La constitución es esta articula­ ción u organización del poder estatal... La constitución es la justicia exis­ tente... La libertad y la igualdad son ... los objetivos y resultados últimos de la constitución.» Pero claro está que esto sólo es la introducción. Sin em­ bargo, antes de asistir a la transformación dialéctica de la exigencia de una constitución en la de una monarquía absoluta, debemos ver primero cómo transforma Hegel los dos «objetivos y resultados», libertad e igualdad, en definición: "En cuanto al uso del término, lo único que cabe decir es que por constitución debemos entender la determinación de las leyes en gene­ ral, es decir, de las libertades». Pero nuevamente experimenta Hegel la pa­ vorosa pobreza de su razonamiento y, en la mayor desesperación, se zam­ bulle en un misticismo colectivista (a la hechura de Rousseau) acompañado de una buena dosis de historicismo: 4J «La pregunta u¿A quién... corresponde la facultad de hacer una constitución?" es la misma que" ¿Quién tiene que hacer el Espíritu de una Nación?" Distíngase entre la idea de constitución -exclama I-Icgel- y la del Espíritu colectivo como si éste existiese o hu­ biese existido sin una constitución y se verá de inmediato que esto sólo pue­ de hacerse cuando se ha captado muy superficialmente el nexo que los une [es decir, el Espíritu y la constitución] ... Es el Espíritu ingénito y la historia de la Nación-que no es más que la historia del Espíritu--Ios que han he­ cho y hacen las constituciones». Pero este misticismo es todavía demasiado vago para justificar el punto de vista absoll11isl<l. Hay que ser rn.is específi­ co y por eso Hegel se apresura a aclarar: «I.a totalidad realmente viviente, la que preserva y produce continuamente el Estado y su constitución, es el Gobierno ... En el gobierno, considerado corno totalidad orgánica, el Poder Soberano o Principado es ... la Voluntad del Estado que todo lo sustenta y todo lo decreta; es la más alta Cumbre y la Unidad que todo lo penetra. I':s la forma perfecta del Estado, donde todos y cada uno de los elementos ... ha alcanzado UI1<1 existencia libre, esta voluntad es la de un l ndtuiduo real que legisla (no ya de una mayoría donde la unidad de la voluntad Iq.;islativa 110 tiene existencia rCttl): es la rnonarquia. La constitución mo n.irquic.¡ es, por lo tanto, la constitución de la razón evolucionada; y todas las denüs consti­ tuciones corresponden a grados inferiores de evolución y de la .iut.muntc­ rialización de la razón». Y para ser más explícito todavía, I Icgel explica en un pasaje paralelo de su hlosojií:r del Derecho (todas hs citas anteriores han sido tomadas de su FnciclojJcdia) que «la decisión última... la autonomía ab­ soluta constituye el poder del príncipe como tal», y que «el elemento .ihso­ Íutarncrm- decisivo en el todo... es un solo individuo: el monarca». y ahora llegamos adonde queda llevarnos Hegel. ¿Cl)mO puede haber alguien tan estúpido que pida una "constitución» para un país que tiene so­ bre sí la bendición de una monarquía absoluta, el grado m.is elevado posi­ ble de todas las constituciones? Aquellos que formulan semejantes exigen­ cias ignoran, cvidentcmcnn-, lo que hacen y lo que piden, clcl mismo modo que aquellos que reclaman libertad son lo bastante ciegos P;lr:l no ver que en la monarquía absoluta prusiana, «todos y cada uno de los elementos han al .. canzado una existencia libre». En otras palabras, tenemos aquí la prueba dialéctica absoluta de Hegel de que Prusia constituye la «más elevada cum­ bre» y la fortaleza misma de la libertad; que su constitución absolutista es la 262 meta (goal) (y no, como algunos podrían pensar, la prisión [gaol])" hacia la cual avanza la humanidad, y que este gobierno preserva y vigila, por así de­ cirlo, el más puro espíritu de la libertad... concentrada. La filosofía platónica, que en un tiempo reclamó para sí' su señorío en el Estado, se transforma, con Hegel, en su más servil lacayo. Estos despreciables servicios," cabe señalar, fueron prestados volunta­ riamente. En aquellos felices días de la monarquía absoluta no había ningu­ na intimidación totalitaria, ni tampoco era extremada la censura, como la demuestran las incontables publicaciones liberales. Cuando Hegel publicó su Enciclopedia era profesor en Heidelberg. E inmediatamente después de la publicación fue llamado a Berlín para convertirse, como dicen sus admi­ radores, en el «dictador reconocido» de la filosofía. Pero todo esto -po­ drían argüir algullos-- aun siendo cierto, no demuestra nada en detrimento de la excelencia de la filosofía dialéctica de I--Iegcl, o de su I~¡'ancleza como fi·· lósoío. Ya hemos mcnciound» la respuesta de Schopenhauer a esa preten­ sión: «La filosofía es desvirtuada, por parte del Estado, porque la utiliza COIJlO herramienta, y por la otra, porque se la emplea para obtener prove­ cho personal. ¿ Q¡úén puede creer realmente quc de este modo salga alguna. vez 11 /.1 IH2 /IZ ucrdn d, dtlnquc no sea más que como subproductoi ». Estos pasajes nos suministran una visión de la forma en que se aplica en la práctica el método dialéctico de Hegel. Pasaremos ahora a examinar la aplicación combinada de la dialéctica y la filosofía de la identidad. Ilcgel sostiene, según hClJloS visto, que todo se halla sujeto al flujo, in­ cluso las esencias. Esencias, Ideas y Espíritus evolucionan todos por igual y su desarrollo es, por supuesto, autopropulsado y dialéctico." y el grado fi­ nal de todo desarrollo debe ser razonable y, por lo tanto, bueno y verdade­ ro, pues constituye la cúspide de todos los desarrollos anteriores, a los cua­ les supera. (De este modo, los objetos sólo pueden cambiar para rncjor.) Todo desarrollo real, puesto que es real, dclic ser, de acuerdo con la filoso­ ría de la identidad, un proceso racional y razonable, y es evidente que esto debe valer también para la historia. Heráclito hahía sostenido que existía una razón oculta en la historia. Para Hegel la historia se transforma en un libro abierto. Y el libro es una apolo­ gética pura. Apelando a l.i sabiduría de la providencia, ofrece una apología de la excelencia de la monarquía prusiana, y apelando a la excelencia de la rno­ n.irquía prusiana, ofrece una apología de la sabiduría de la providencia. La historia es el desarrollo de algo real. De acuerdo con la filosofía de la identidad debe ser, por lo tanto, algo racional. La evolución del mundo real, "~o Hay aquí un juego de palabras intraducible, basado en la similitud entre los meta, y gao! oc, prisión. (N. del t.) términos íngleses goal 0= 263 de la cual es la historia la parte más importante, es considerada por Hegel «idéntica» a una especie de operación lógica o proceso de razonamiento. La historia, tal como él la ve, es el proceso del pensamiento del «Espíritu abso­ luto» o «Espíritu universal». Es la manifestación de este Espíritu; es una especie de enorme silogismo dialéctico," razonado, por así decirlo, por la Providencia. El silogismo es el plan por el cual se guía la Providencia, y la conclusión lógica a la que se arriba al final y que persigue la Providencia es la perfección del universo. «El único pensamiento -declara Hegel en su Filosofía de /'1 Historia-r- con que la Filosofía enfoca a la Historia, es la sim­ ple concepción de la Razón, es la doctrina de que 1<1 Razón es la Soberana del Mundo, y que la Historia del Mundo nos enfrenta, por 10 tanto, con un proceso racional. Esta convicción e intuición no es... ninguna hipótesis en el dominio de la Filosofía. Está probado allí... que la Razón... es Sustancia, así como también Poder Infinito ..., MateriLl l nlinit« ..., Forma infinita ..., Encr­ gía Infinita ..., que esta "Idea" o " Rai'.(ín" es la Esencia Verdadem, Etcrn.: y absolutamente Poderosa; que se rcvcl.t a sí misma en el universo y que nin­ guna otra cosa se revela en ese universo sino c'sta y su honor y su gloria, es la tesis que, como hemos dicho, ha sido prohada en 1<1 filoso ría y considera­ mos aquí como ya demostrada.» Este torrente vcrborrágico no nos lleva muy lejos. En efecto, si volve­ mos la vista al pasaje de la «Filosofía» (esto es, su Enciclopedia) al cual se refiere Hegel, entonces veremos con más claridad su propósito apologéti-­ ca. He aquí el texto: «Que 1<1 Historia y, sobre todo, la Historia U ru vcrx.i], se basa en un objetivo esencial y concreto, que es/á y cst,¡riÍ concrct amen­ te matcrialir.ado en ella, a saber, el Plan de la Providencia; que hay, en suma, Razón en la Historia, debe ser admitido sobre una base estricta­ mente filosófica, de donde se desprende su car.ictcr esencial y necesario». y bien, puesto que el objetivo de la Providencia «esLl coucrctamcntc ma­ terializado» en los resultados de la historia, cabría sospeclur que esta materialización ha tenido lugar en la Prusia concreta. Y así cs en efecto; se nos llega a demostrar, incluso, la [orma en que ha sido .ilcanz.ul o este ob­ jetivo, a través de tres pasos dialécticos del desarrollo histórico de la razón o, como dice Hegel, del «Espíritu», cuya vida «es un ciclo de encarnacio­ nes progresivas»:17 El primero de estos pasos es el despotismo oriental; el segundo corresponde a las democracias y aristocracias griegas y romanas y, el tercero y más alto, a la Monarquía Cermánica que es, por supuesto, una monarquía absoluta. y Hegel deja bien .iclarado que no se refiere a una monarquía utópica del futuro: «El Espíritu ... no tiene ni pasado ni fu­ turo --expresa-, sino que es esencialmente presente; esto indica necesa­ riamente que la forma actual del Espíritu contiene y supera todas las eta­ pas anteriores». 264 Pero Hegel puede llegar, incluso, a ser más franco todavía. Así, subdivi-­ de el tercer período de la historia, el de la monarquía germana o «Mundo Germano», en tres épocas, de las cuales expresa." «En primer término, de­ bemos considerar la Reforma en sí misma, el Sol -que todo lo ilumina­ que siguió a los albores que coincidieron con la terminación del período medieval, luego, el desenvolvimiento de ese estado de cosas que sucedió a la Reforma y, por último, los Tiempos Modernos, que se remontan a los fines del siglo anterior», esto es, el período comprendido entre llWO y 1830 (el úl­ timo año en que fueron pronunciadas estas conferencias). Y Hegel demues­ tra nuevamente que la Prusia de su tiempo es el pináculo, el bastión y la meta de la libertad, con las siguientes palabras: «Sobre la Escena de la His­ toria universal, donde se lo puede observar y captar, el Espíritu se desplie­ ga en su realidad más concreta». Y la esencia del Espíritu, sostiene l Icgcl, es la libertad. «La libertad es la única verdad del Espíritu.» En consecuencia, el desarrollo del Espíritu debe ser el desarrollo de la libertad y el grado más elevado de libertad se debe haber alcanzado en esos treinta arios de la mo­ narquía germana, que representan la última subdivisión del desarrollo his­ tórico. Y, en verdad, se nos dice." «El Espíritu Germano es el Espíritu del nuevo Mundo. Su objetivo es la materialización de la Verdad absoluta como una forma de la autonomía ilimitada de la Liucrtad». Y tras realizar la ala­ banza de Prusia, cuyo gobierno, nos asegura Hegel, «descansa en el mundo oficial, cuya cúspide es la decisión personal del monarca, pues como se de­ mostró más arriba, es absolutamente necesaria la existencia de una decisión última», Hegel alcanza la coronación de su trabajo con la siguientc conclu­ sión: «Tal es el punto alcanzado por la conciencia, y éstas son las fases prin­ cipales de esa forma en que la Libertad se ha realizado a sí misma; en efec­ to, la Historia del Mundo no es sino el desarrollo de la Idea de la libertad ... La verdadera Teodicea, la justificación de Dios en la l Iistoria es esa mate­ rialización del Espíritu que representa la J Iistoria del Mundo... Lo que ha sucedido y sigue sucediendo... es, en esencia, Su Obra... ». Cabe preguntarse si no tendríamos razón cuando dijimos que I !cge1llos ponía frente a una apología de Dios y de Prusia al mismo tiempo y si no es­ tará perfectamente claro que el Estado que 1Iegelnos manda que adoremos como la Idea Divina sobre la Tierra es, simplemente, la Prusia de Federico Guillermo que va de 1800 a 1830. Y cabe preguntarse si es posible superar en modo alguno esta despreciable perversión de toda decencia; perversión no sólo de la razón, la libertad, la igualdad y demás ideas de la sociedad abierta, sino también de la fe sincera en Dios y, aun, del patriotismo auténtico. Hemos descrito, pues, la forma en que partiendo de un punto aparente­ mente progresista y hasta revolucionario y procediendo luego en confor­ 265 midad con el método dialéctico general de trastrocar las cosas -y que ya debe ser perfectamente familiar allector-, Hegel alcanza finalmente resul­ tados sorprendentemente conservadores. Al mismo tiempo, relaciona su filosofía de la historia con su positivismo ético y jurídico, dándole a este úl­ timo una especie de justificación historicista. La historia es nuestro juez. Puesto que la Historia y la Providencia le han dado vigencia a los poderes existentes, su fuerza debe ser justa, incluso, divinamente justa. Pero este positivismo moral no satisface plenamente a Hegel, sino que quiere aún más. Así como se opone a la libertad y a la igualdad, exactamen­ te del mismo modo se opone a la hermandad de los hombres, al humanita­ rismo o, como dice él, a la «filantropía». La conciencia debe ser sustituida por la obediencia ciega y por una ética hcracliteana romántica de la fama y del destino, y la hermandad de los hombres por un nacionalismo totalitario. En la sección III y, especialmente.s? en la sección IV de este mismo capítu­ lo veremos cómo se llega a eso. III Ahora pasaremos a realizar una breve reseña o, mejor dicho, una extraña relación de la forma en que surgio el nacionalismo germano. Indudable­ mente, las tendencias denotadas por esta expresión encierran una fuerte afi­ nidad con la rebelión contra la razón y la sociedad abierta. El nacionalismo halaga nuestros instintos tribales, nuestras pasiones y prejuicios, y nuestro nostálgico deseo de vernos liberados de la tensión de la responsabilidad in­ dividual que procura reemplazar por la responsabilidad colectiva o de gru-­ po. No es por casualidad que en los tratados más antiguos de teoría políti­ ca, incluso en e! de! Viejo Oligarca, pero más ostensiblemente en los de Platón y Aristóteles, encontramos opiniones francamente nacionalistas, pues dichas obras fueron escritas con e! propósito de combatir a la sociedad abierta con sus nuevas ideas de imperialismo, cosmopolitismo e igualitaris­ mo." Pero este temprano desarrollo de la teoría política nacionalista se de­ tiene bruscamente con Aristóteles. Con e! imperio de Alejandro el auténti­ co nacionalismo tribal desaparece para siempre de la práctica política y, durante largo tiempo, de la teoría política. De Alejandro en adelante, todos los Estados civilizados de Europa y Asia constituyeron imperios que com­ prendieron poblaciones de un origen infinitamente entremezclado. La ci­ vilización europea y todas las unidades políticas en ella incluidas se han conservado, desde entonces, internacionales, o, mejor dicho, intertribales. (Parece ser que tanto tiempo antes de Alejandro como dista ahora entre Alejandro y nosotros, el imperio de la antigua Sumeria había creado la pri­ 266 mera civilización internacional.) y lo que resulta eficaz en la práctica polí­ tica es adoptado por la teoría política, de modo que, hasta hace unos cien años, e! nacionalismo platónico-aristotélico había desaparecido práctica­ mente para la teoría política. (Si bien, por supuesto, los sentimientos triba­ les y localistas siempre fueron sumamente fuertes.) Cuando resucitó e! na­ cionalismo, unos cien años atrás, el fenómeno se produjo en una de las regiones más heterogéneas de todas las mezcladas regiones de Europa, esto es, en Alemania, y, especialmente, en Prusia, con su considerable población eslava. (Pocos saben que no hace más de un siglo, Prusia, con su población predominantemente eslava entonces, no era considerada en absoluto un Es­ tado alemán; si bien sus soberanos, quienes, como los príncipes de Bran­ den burgo eran «electores» del Imperio germánico, eran consider'1dos prín­ cipes germanos. En el congreso de Viena; Prusia fue registrada C0l110 «reino eslavo», y en uno, Hegel todavía decía, incluso de Brandenburgo y Mee­ klenburgo, que se hallaban pobladas por «eslavos genuanizados».)'2 De este modo, hace muy poco tiempo que el principio del Estado na­ cional volvió a ser introducido en la teoría política. Pese a ello, se halla tan ampliamente difundido en nuestros días, que habituahnente se da por sen-­ tado y con SUma frecuencia sin tener conciencia de ello. Actualmente cons­ tituye un supuesto tácito, por así decirlo, del pensamiell\o político popular. Muchos lo consideran, incluso, el postulado b'1sico de la ética política, es­ pecialmente a partir del bien intencionado pero no tan bien meditado prin­ cipio de la autonomía nacional de Wilson. Resulta difícil comprender cómo alguien que haya tenido el menor conocimiento de la historia europea, del desplazamiento y mczcl., de todas clases de tribus, de las innu mcrablcs olea­ das de pueblos procedentes de su medio asi.ítico original que se habían des­ perdigado y cruzado al IIq~ar a ese laberinto de penínsulas que es el conti­ nente europeo; cómo alguien, conociendo todo esto, pudo haber propuesto principio tan inaplicable. La explicación es que Wilso n, que era un dcmó­ crata sincero (y también Musaryk, uno de los n1<1S grandes luchadores por la sociedad ahiertaY'-\ cayó víctima de un movimiento sUl-gido de la filosofía política más reaccionaria y servil que se huhiera impuesto nunca a la dócil y sufrida humanidad. Cayó víctima de su educaci6n regida por las teorías po­ líticas metafísicas de Platón y I Iegcl, Y delmovimiellto nacion.ilisr.¡ que en ellas se hasahn. El principio dell:stctdo nacional, vale decir, la exigencia política de que el territorio de cada Estado coincida con el territorio habitado por una na­ ción no es, de ningún modo, tan evidente como parece resultar/e a mucha gente en la actualidad. Aun en caso de que todos supieran lo que quieren decir cuando hablan de nacionalidad, no sería nada claro por qué habría de aceptarse la nacionalidad como una categoría política fundamental, más im­ 267 portante, por ejemplo, que la religión, el nacimiento dentro de cierta región geográfica, la lealtad a una dinastía, o un credo político como la democra­ cia (que constituye, podría decirse, el factor unificador de la políglota Sui­ za). Pero en tanto que la religión, el territorio o el credo político pueden de­ terminarse con bastante claridad, nadie ha logrado explicar nunca lo que entiende por nación de tal modo que este concepto pueda constituir una base para la política práctica. (Claro está que si decimos que una nación es el número de personas que viven o que han nacido dentro de cierto Estado, entonces no hay ninguna dificultad; pero esto equivaldría al abandono del principio del Estado nacional, que exige que el Estado sea determinado por la nación y no a la invcrsa.) Ninguna de las teorías q uc sostienen que una nación se halla unida por un origen común o un idioma común o una histo­ ria común, es aceptable o aplicable en la práctica. El principio del Estado nacional no sólo es inaplicable, sino que nunca ha sido concebido con clari­ dad. Es un mito, un sueño irracional, romántico y utópico, un sueño de na­ turalismo y colectivismo tribal. Pese a sus intrínsecas tendencias reaccionarias e irracionales, el naciona­ lismo moderno ---por extraño que parezca-- [uc, durante su corta existen­ cia antes de Hegel, un credo revolucionario y liberal. Por una suerte de ac­ cidente histórico _··la invasión del territorio alemán por parte del primer ejército nacional de Francia bajo el mando de Napoleón y la reacción pro·· vacada por este suceso- se había abierto camino hacia el campo de la li­ bertad. No estará de más reseñar la historia de este desarrollo, así como la forma en que Hegel hizo regresar el nacionalismo al campo totalitario que le había correspondido desde la época en que Platón sostuvo por primera vez que los griegos se hallaban con respecto a los bárbaros en la .misrna re­ lación que los amos respecto de los esclavos. Como se recordará," Platón fue poco feliz al formular su problema po­ lítico fundamental mediante el interrogante: ¿Quién debe gobernar? ¿La voluntad de quién debe ser ley? Antes de Rousseau, la respuesta habitual a esta pregunta era: el Soberano. Pero Rousseau le dio una nueva respuesta revolucionaria. No es el monarca quien debe gobernar _·-sostuvo-- sino el pueblo; no la voluntad de un solo hombre sino la de todos. De esta manera, se vi.o inducido a inventar la voluntad del pueblo, la voluntad colectiva o la «voluntad general» como la denominó; y el pueblo, una vez dotado de una voluntad, debió ser exaltado a la categoría de superpersonalidad; «en rela­ ción con lo que le es externo [es decir, en relación con otros pueblos] -de­ elara Rousseau- se convierte en un ser único, en un individuo». En esta invención había buena parte de colectivismo romántico pero ninguna ten­ dencia hacia el nacionalismo. Sin embargo, las teorías de Rousseau conte­ nían, evidentemente, el germen del nacionalismo, cuya doctrina más carac­ 268 terística es la de que las diversas naciones deben ser consideradas como dis­ tintas personalidades. Y cuando la Revolución Francesa inauguró el primer ejército popular basado en una conscripción nacional, se dio el primer paso práctico hacia el nacionalismo. Otro autor que contribuyó a la teoría del nacionalismo fue]. G. Herder, ex discípulo y, en cierta época, amigo personal de Kant. Herder sostuvo que un buen Estado debe poseer límites naturales, es decir, fronteras que coin­ cidan con. los lugares habitados por su «nación»; esta teoría fue expuesta por primera vez en su obra Algunas ideas para una filosofía de la historia de la humanidad (1785). <<1<:1 Estado más natural v-ccxprcsó-c" es aquel com­ puesto por un solo pueblo con un solo carácter nacional... Un pueblo es UD producto natural del crecimiento, como una familia, sólo que se halla más ampliamente difundido... Corno en todas las comunidades humanas ..., en el caso del Estado, el orden natural es el mejor, es decir, el orden en el que cada uno cumple la función para la cual lo creó la naturalcza.. Esta teoría, que trata de dar una respuesta al problema de los límites «naturales» del Esta­ do só --respuesta que sólo plantea el nuevo problema de los límites «natura­ les» de la nación-, no tuvo, al principio, mucha influencia. Es interesante observar que Kant comprendió de inmediato el peligroso romanticismo irracional contenido en esa obra de Herder, de quien se convirtió en enemi­ go acérrimo por su franca crítica. Citaremos aquí un pasaje de dicha crítica porque resume magníficamente, de una vez por todas, no sólo la de Herder, sino también toda la filosofía oracular posterior, como la de Fichtc, Sche­ lling, Hegel y todos sus sucesores modernos: «Una sagacidad ágil para el descubrimiento de analogias --escribió Kant-- y una imaginación audaz puesta a su servicio se combinan con cierta capacidad para reclutar ernocio­ nes y pasiones ;l fin de obtener el interés del público para su objeto, siempre velado por el misterio. Estas emociones son fácilmente confundidas con su­ puestos esfuerzos poderosos y profundos pensamientos o, por lo menos, con alusiones hondamente significativas, y despiertan, de este modo, gran­ des expectativas que un juicio frío y reposado no encontraría justificadas... Los sinónimos son tornados como explicaciones y las alegorías ofrecidas como verdades». Fue Ficlite quien suministró al nacionalismo germano su primera base teórica. Los límites de una nación ·-·-·sostuvo él-- se hallan determinados por el idioma. (Esto en nada mejora las cosas. ¿En qué punto fronterizo las diferencias dialectales se convierten en diferencias idiomáticas? ¿Cuántos idiomas diferentes hablan los eslavos o los teutones, o son sus diferencias tan sólo dialectales?) Las opiniones de Fichte sufrieron una evolución sumamente curiosa, es­ pecialmente si se tiene en cuenta que fue uno de los fundadores del nacio­ 269 ... ~" nalismo germano. En 1793, defendió a Rousseau y a la Revolución France­ sa y en 1799 todavía declarabar" «Es evidente que de ahora en adelante sólo la República Francesa podrá ser la patria de los hombres rectos, a la que de­ dicarán todos sus esfuerzos, puesto que no sólo las más caras esperanzas de la humanidad sino también su existencia misma se hallan indisolublemente vinculadas con la victoria de Francia... Por mi parte, dedico todo mi ser y todas mis facultades a la República». Cabe advertir que cuando Fichte efectuó estas declaraciones se hallaba tramitando un puesto universitario en Mainz, ciudad que se hallaba entonces bajo el dominio francés. «En 1804 -expresa E. N. Andcrson en su interesante estudio acerca del nacionalis­ mo- Fichtc... ansiaba abandonar los servicios que prestaba a Prusia y acep­ tar una invitación de Rusia. El gobierno prusiano no lo había apreciado en la medida financiera deseada y tenía esperanzas de que en Rusia se le rin­ diese un reconocimiento mayor; de este modo, al dirigirse al encargado ruso de su gestión, le declaró que si el gobierno 10 hacía miembro de la Aca­ demia de Ciencias de San Pctcrsburgo y le pagaba un sueldo no menor de 400 rublos, "se haría de ellos hasta la muerte" ... Dos aiios m.is tarde ---con­ tinúa diciendo Anderson-- finalizaba completalllente la transFormación del Fichte cosmopolita en cl lichtc nacionalista." Cuando Berlín fue ocupada por las tropas francesas, 1'icluc, de puro p:1­ triota, tuvo un gesto que, como dice Anderson «no permitió ... que p;lsara inadvertido al rey y al gobierno prusianos». Cuando A. Mucllcr y W. von Humboldt fueran recibidos por Napoleón, lichtc indignado le escribió la carta siguiente a su mujer: «No envidio a Mucllcr y llumboldt y mucho es lo que me alegra no habcr obtenido este vergonzoso houor.; Es mejor P;lI';1 la propia conciencia y también, indudablemente, pirra el éxito futuro ... ha­ ber demostrado abiertamente fidelidad a la buena causa». I.o que Anderson comenta así: «En realidad, tuvo razón; no cabe ninguna duda de que su in­ greso a la universidad de Berlín resultó consecuencia directa de este episo­ dio. Esto no le quita patriotismo a su acción, pero la coloca, simplemente, en su sitio justo». A todo 10 cual cabe añadir que la carrera de i"ichte como filósofo se basó, desde el principio mismo, en el fraude. Su primer libro vio la luz anónimamente, cuando todo el mundo esperaba la publicación de la filosofía de la religión, de Kant, con el título Critica de toda reoelacion. Trá­ tase de una obra en extremo aburrida, lo cual no le impcclía ser una copia fic! del estilo de Kant, y se tomaron todas las providencias necesarias, ru­ mores inclusive, para hacerle creer a la gente que el autor del libro era Kant. El asunto se ve con toda claridad cuando se tiene en cuenta que Fichte sólo consiguió editar merced a la bondad de Kant (que nunca pudo [ccr más que las primeras páginas del libro). Cuando la prensa le atribuyó el libro a Kant, éste se vio obligado a hacer una declaración pública de que el autor era Fich­ , I:¡ ¡Iili ,!Ii, íli 'ii: '.,:1; ;¡II'1' l.!.!¡1 .1 ¡ i 11'· " i ,[1 i I I Ii ! 1\ i! : I1 ji: ' 1 :,i III! :111' 'ill! I :1' 'i 1, ' I!: '11 1,:, " ji 11', :;: i. :[I! "1 i 270 J,)ensan,1Íen,t~):'. II.¡ '1 te y no él, y Fichte, sobre el que había descendido la fama repentinamente, fue nombrado profesor en Jena. Pero más tarde Kant se vio forzado a efec­ tuar una nueva declaración, a fin de desligar su nombre del de aquél; en ella aparecen las siguientes palabras." «Quiera Dios protegernos de nuestros amigos, De nuestros enemigos nos podemos proteger solos». He ahí, pues, algunos episodios que jalonan la carrera del hombre cuya «retórica» dio origen al moderno nacionalismo, así como también a la mo­ derna filosofía Idealista, edificada sobre la perversión de las doctrinas kan­ tianas. (He optado por seguir los pasos de Schopcuhauer al distinguir entre la «retórica» de Fichtc y la «charlatanería» de Hegel, si bien admito que in­ sistir en esta diferencia puede ser, quizá, algo pcclanrc.) Toda esta cuestión adquiere sumo interés por la luz que arroja sobre la «historia de la filosofía» 1 'No so'1o me re f rcro a 11 lec 1, " mas '1rurnorrs' Y la « hirstoria- en genera., 10" qurz.a tico que escandaloso, dc que estos payasos sean tomados en serio y de que se los convierta en objetos de reverencia y de solemnes -'-,aunque frccucn­ (cm ente aburridos-- estudios; no sólo me refiero al hecho fabuloso de que el retórico Ficlrtc Ji el charla.t;ín l. Icgcl se,al1 colocac~o~ en un misl.no plano que hombres como Dcmócrito, Pascal, Descartes, Spinoz.i, Locke, Hume, I(an~,.J. S. Mili Ji Bcrrraud Russcll, y de que sus enseñanzas morales sean consideradas scnamcnt c y, tal vez, reputadas supenores a las de estos otros maestros, sino también ;d hecho de que muchos de estos lisonjeros historia­ dores de b filosofía, iucapaces de discriminar entre el pensamiento y la [an­ tnsía --por no decir luda del bien y el mal-- se atreven a declarar que su historia es nuestro juez, () que su historia de la filosofía constituye una cr E.n es evitica implícita de I,os diferentes'«:,sist:ll,las del dente, creo yo, que su adulación solo puede ser una crrtica implicita de sus hi~torias de la filosofía y de esa vana pompa y ruido con que se trata de ~~lorificar a la filosofía. Parece ser ley de lo que a esta gemc le gusta denominar «naturaleza humana», que la fatuidad se desarrolle en razón directamente proporcional con la deficiencia del pensamiento e inversamente proporcio­ nal con el ~alor de los ser~icios prcstado,;.,~1 bienesta~- hUlll;lno.. , l:or la epoca ~n que hchte~: COIlV~rtI0 ~'I.l el apost~)I_del naC1on,a]¡sn~o, surgla en Alemania, COIllO rcaccion a la mvaston napoleónica, un uacionalis .. mo instintivo y revolucionario, (Era una de esas reacciones tribales típicas contra la expansión de un imperio supcruacional.) E':! pueblo exigía reformas democráticas en el mismo .sentido en qlle las habían concebido Rousscau y la Revolución Francesa, pero sin la participación de los conquistadores franceses. Como consecuencia, se volvieron a un tiempo contra sus propios soberanos y contra el emperador. Este nacionalismornicial se desarrolló con la fuerza de una religión nueva, como una especie de fruto nacido del deseo humanitario de libertad e igualdad. «El nacionalismo ---declara An­ , í­ _ l !II', JI eF~c~o, 271 ¡'.,.:Ii i ":1 " I 'i '11_ • na.;;;:: """"Ti4 ¡; JiA' ¡¡"¡;;¡:UO¡liMhHNWMfh¡;¡¡¡;¡;¡¡;e:;;ihfhiN''''Mf4,m¡fifHH",,",",,,,"MTf'' derson-e-" se desarrolló a medida que declinaba el cristianismo ortodoxo, reemplazándolo con la creencia en una mística experiencia propia.» Es la mística experiencia de la comunidad con los demás miembros de la tribu oprimida; experiencia que reemplazó, no sólo al cristianismo, sino, en par­ ticular, el sentimiento de fe y lealtad para con el rey, cuyos abusos absolu­ tistas habían terminado por destruirlo. Es evidente que esta nueva religión democrática e indómita tenía que estar destinada a constituir una fuente de profunda irritación y aun de peligro, para la clase gobernante y, en particu­ lar, para e! soberano de Prusia. ¿ Cómo podía subsanarse este peligro? Tras las guerras de liberación, Federico Guillermo trató de contrarrestarlo, en primer lugar, destituyendo a sus consejeros nacionalistas y nombrando, en su lugar, a Hegel. En efecto, la Revolución Francesa babía demostrado prácticamente la influencia de la filosofía, punto éste debidamente destaca­ do por Hegel (puesto que era la base de sus propios servicios): «Lo Espiri­ tual-e-declara-e-" constituye actualmente la base esencial de la estructura la­ tente y, de este modo, la Filosofía ha adquirido gran preponderancia. Se ha dicho que la Revolución Francesa fue fruto de la l'ilosofía y no sin razón se la ha calificado de Sabiduría Universal; la hlosofía no s610 es Verdad en y por sí misma... sino también Verdad tal como la requieren Jos asuntos mun­ danos; por tanto, jamás deberemos contradecir el aserto de que la revolución recibió su primer impulso de la Filosofía.» Esto es un claro indicio de que Hegel conocía la tarea inmediata que tenía entre manos, a saber, imprimirle un impulso contrario, con lo cual·-y no por primera vezo-la filosofía ven­ dría a estimular las fuer/as de la reacción. La perversión de las ideas de li­ bertad, igualdad, ctc., formó parte de esta tarea; pero quizá aún más urgen­ te era la de domeñar la religión nacionalista revolucionaria. llcgel llevó a cabo esta tarea teniendo presente en el espíritu el consejo de Parct.o: «Sacar provecho de los sentimientos, sin desperdiciar las propias energías en vanos esfuerzos para destruirlos». Hegel domó .il nncioualisrno, no mediante una franca oposición, sino transform.indo]o en un autoritarismo prusiano bien disciplinado. y ocurrió que dcvol v ió al campo dc la sociedad cerrada un arma poderosa quc siempre le había pertenecido. Todo esto fue llevado a cabo de forma bastante poco h,ibil. Ilegcl, en su afán de complacer al gobierno llegó, a veces, a atacar a los nacionalistas dema­ siado abiertamente. «Algunas personas --expresól ' ¡ en la Filosofía del Dere­ cho- han comenzado a hablar recientemente de la "soberanía del pueblo" en oposición a la de! monarca. Pero cuando se la contrasta con la soberanía del rey, entonces la expresión "soberanía del pueblo" no resulta sino una de las tantas nociones erróneas nacidas de una idea equivocada de lo que es el "pueblo". Sin su monarca... el pueblo es una mera multitud nrnorfa.. Con anterioridad, en la Enciclopedia> había escrito: «Frecuentemente se llama nación a la suma de personas particulares. Pero una suma tal es un popula­ cho, no un pueblo, y en ese sentido, uno de los objetivos del Estado es que la nación no adquiera, en su poder y en su acción, e! carácter de un conglo­ merado de este tipo. En una nación así imperan la ilegalidad, la inmoralidad y la ignorancia. La nación sólo podría ser, entonces, una fuerza ciega, salva­ je y amorfa, semejante a la tempestad de los mares, con la diferencia de que ésta no se autodcstruyc y la nación, por su elemento espiritual, sí». Sin em­ bargo, frecuentemente se alude a este estado de cosas dándole el nombre de «libertad pura». Se trata aquí, evidentemente, de una inequívoca referencia a los nacionalistas liberales, a quienes el rey odiaba como a la peste. Y esto se torna aún m.is claro cuando se observa la alusión de Hegel a los primiti­ vos sueños de los nacionalistas, de reconstruir el Imperio germánico: «La ficción dc un impcriov-xlcclarn en su panegírico de los últimos progresos realizados por Prusia--- se ha desvanecido por completo, dando lug;lr a va­ rios Estados Soberanos». Sus tendencias antiiibcralcs lo indujeron a consi­ derar a 1nglaterra el ejemplo más acabado de nación en el mal sentido. «Tó­ mese el caso de Inglaterra -manifiesta- que, debido a quc las personas particulares tienen una participación predominante cn los negocios públi­ cos ha sido considerada la nación dotada de la constitución más libre. La ex­ pericucia demuestra que ese país, si se lo compara con los demás Estados ci­ vilizados de Europa, es el más atrasado en su legislación civil y penal, en el derecho y libertad de la propiedad y en las disposiciones para las artes y ciencias, y que la libertad objetiva o derecho racional es sacrificado al dere­ cho [orm.rl'" ya los intereses privados particulares, y esto sucede aun en las instituciones y bienes dedicados a la rcligión.» Asombrosa declaración, por cierto, especialmente porqUe se han incluido en ella las «artes y ciencias» y ningún país podría haber estado más atrasado quc Prusia, donde la univer­ sidad de Berlín había sido fundada sólo bajo la influencia de las guerras na­ poleónicas, y con la idea, como dijo el rcy,?' de quc «el Estado reemplazase con conquistas intelectuales lo que había perdido en fuerza física». (Unas páginas m.is adelante, l Icgcl se olvida de lo que hahía dicho acerca de las ar­ tes y ciencias en Inglaterra, pues habla allí de «Í nglaterra, donde el arte de los trabajos históricos ha sufrido un proceso de purificación que le ha otor­ gado un carácter m.is firme y más maduro».) Comprobamos, así, que Hegel sabía que su tarea consistía en combatir las inclinaciones liberales e incluso imperialistas delnacionaJismo. y la llevó a cabo tratando de persuadir a los nacionalistas de que sus exigencias colec­ tivistas se satisfacían automáticamente en un Estado todopoderoso y que lo único que debían hacer era ayudar a aumentar e! poder de! Estado. «La Na­ ción Estado es Espíritu en su racionalidad sustantiva yen su realidad inmc­ diata -expresa-/A es, por consiguiente, el poder absoluto sobre la Tierra... 272 273 ·1!1"''''m!!!lll''f~'' El Estado es el Espíritu del propio Pueblo. El Estado concreto se halla ani­ mado de este espíritu en todos sus negocios particulares, en sus Guerras y sus Instituciones ... La autoconciencia de una nación particular es el vehícu­ lo para el... desarrollo del espíritu colectivo...; a ella, el Espíritu del Tiem­ po le confiere su Voluntad. Contra esta Voluntad, los demás espíritus na­ cionales no tienen ningún derecho: esa Nación debe dominar al mundo> De este modo, es la nación, su espíritu y su voluntad las que actúan sobre la escena de la historia. La historia es la lucha de los diversos espíritus nacio­ nales por la dominación del mundo. Se desprende de aquí que las reformas propiciadas por los nacionalistas liberales son innecesarias, dado que la na­ ción y su espíritu son, de todas maneras, los principales actores: además, «toda nación... tiene la constitución que le pertenece y le es más apropiada». (Positivismo jurídico). Vemos, pues, que Hegel reemplaza los elementos li­ berales del nacionalismo, no sólo con una adoración platónico-prusiana del Estado, sino también con la adoración de la historia, del éxito histórico. (Federico Guillermo había tenido algunos éxitos frente a Napolcón.) De este modo, Hegel no sólo inició un nuevo capítulo en la historia dcl nacio­ nalismo, sino que le suministró UIJa nueva teoría. Como ya vimos, Ficbte había elaborado la teoría de que se hallaba basado en el idioma. FI egel ideó la teoría histórica de la nación. Según él, la nación se halla unida por un es­ píritu que actúa en la historia. Se halla unida por el enemigo común y por la camaradería originada en las guerras libradas. (Se ha dicho que una raza es un conjunto de hombres unidos, no por su origen, sino por un error común con respecto a su origen. De manera semejante, podríamos decir que una nación, en el sentido de Hegel, es el número de hombres unidos por un error común con respecto a su historia.) La vinculación de esta teoría con el esencialismo historicista de Hegel resulta manifiesta: la historia de una na­ ción es la historia de su esencia o «Espíritu» que reafirma su existencia so­ cionalismo sucedió algo parecido. Hegel, que lo había domado, trató de reemplazar el nacionalismo germano por el prusiano. Pero al así «reducir el nacionalismo a un componente» de su prusianismo (para usar su propia je­ rigonza), Hegel lo «preservó» y Prusia se vio forzada a seguir tratando de sacar partido de los sentimientos del nacionalismo germano. Cuando com­ batió con Austria en 1866, debió hacerlo en nombre del nacionalismo ale­ mán y bajo el pretexto de garantizar la hegemonía de «Alemania». Y debió anunciar Ll dilatada Prusia de 1871 como el nuevo «Imperio Alemán», la nueva «Nación Alemana» (soldada por la guerra en una sola unidad, de acuerdo con la teoría histórica de Hegel de la nación). En nuestros propios tiempos, el histérico historicismo de Hegel si~ue siendo, todavía, el fertilizador al que el totalitarismo moderno le debe su rá­ pido crecimiento. Su utilización ha preparado el terreno y ha educado a los círculos cultos en la deshonestidad intelectual, como se demostrará en la sección V de este capítulo. Todavía debemos aprender la lección de que la honestidad intelectual es fundamental para todo aquello que nos importa. IV bre la «Escena de la historia». Como conclusión de esta reseña del surgimiento del naeionalisl1Jo, no estará fuera de lugar una observación acorde con los hechos que acaccieron hasta la fundación del Imperio germánico de Bismarck. La política de lIc­ gel había consistido en sacar provecho de los sentimientos nacionalistas, en lugar de desperdiciar las energías en inútiles esfuerzos para destruirlos. Sin embargo, este famoso método parece tener, a veces, consecuen.cias bastante extrañas. La conversión medieval del cristianismo en un credo nuroritarista no pudo suprimir por completo sus tendencias humanitarias; una y otra vez el cristianismo brota debajo de la capa autoritaria (y es perseguido como he­ rejía). De esta manera, si bien el consejo de Pareto sirve para neutralizar las tendencias que ponen en peligro a la clase gobernante, también puede con­ tribuir, involuntariamente, a preservar esas mismas tendencias. Con el na­ Pero ¿es esto todo? ¿Es esto justo? ¿No hahd alguna ra:/.(ín en la afir­ mación de que la grandeza de I Icgcl reside en el hecho de haber creado una nueva Forma de pensar histórico, un nuevo sentido histórico? Muchos amigos me han criticado por mi actitud hacia Ilq;c1 y por mi miopía para apreciar su grandeza. Por supuesto que tenían toda la razón del mundo, puesto que, efectivamente, fui incapaz de verla (y sigo sin verla to­ davía). A fin de subsanar esta deficiencia, he llevado a cabo una illlbgación lo más sistcm.itica posible de la cuestión de dónde rcsiclia la grande/ea de Hegel. Pero el resultado fue decepcionante, Sin duda que todo lo escrito por 11egel acerca de lo vasto y gralldioso del drama histórico creaba una atrnós­ lera de interés en torno a la historia; sin duda que sus amplias generali/ea­ cienes históricas, sus discriminaciones pcrioclicas y sus interpretaciones fascinaron a algunos historiadores, induciéndolos a producir valiosos y de­ tallados estudios históricos (que demostraron, casi invariablemente, la po­ breza de los descubrimientos de Hegel y de sus métodos), Pero, ¿se debió este influjo estimulante a la autoridad de un historiador o de un filósofo? ¿No habrá obedecido, más bien, a la actividad de un propagandista? He comprobado, en general, que los historiadores tienden a valorar a Hegel (cuando esto sucede) como filósofo y los filósofos creen que sus contribu­ ciones de importancia (si las hubo) tuvieron lugar en el campo de la histo­ 274 275 ria, Pero el historicisrno no es historia y creer en él revela no poseer ni com­ prensión ni sentido históricos. Y si queremos justipreciar la grandeza de Hegel, corno historiador o como filósofo, no debemos preguntarnos si al­ guien halló o no inspiración en su visión de la historia, sino si había o no verdad en esta visión. Por mi parte, sólo he podido encontrar una idea de importancia y que podría juzgarse implícita en la filosofía de Hegel. Es la que lo impulsa a ata­ car el racionalismo e intelectualismo abstractos que no aprecian la deuda de gratitud que tiene contraída la razón con la tradición. Trátase aquí de la cIa­ ra comprensión del hecho (que Hegel olvida, no obstante, en su Lógica) de que los hombres no pueden partir del vacío, creando un mundo de pensa­ mientos de la nada, y de qLle, lejos de ello, sus pensamientos son en gran medida producto de un patrimonio intelectual. Estoy perfectamente dispuesto a admitir que es éste un punto impor­ tante y que, si se lo busca especialmente, es posible encontrarlo en HegeL Pero niego que haya sido una contribución propia de HegeL Por el contra­ rio, es más bien propiedad común de los románticos. Que todas las entida­ des sociales son productos de la historia, que no son invenciones planeadas por la razón sino formaciones provenientes de los caprichos de los sucesos históricos, de la interacción de ideas e intereses, de los sufrimientos y de las pasiones, es cosa sabida desde mucho antes de HegeL En efecto, ello se re­ monta a Edmund Burkc, cuya apreciación del significado de la tradición para el funcionamiento de todas las instituciones sociales hahía tenido una inmensa influencia sobre el pensamiento político del movimiento románti­ co alemán. En Hegel puede hallarse la huella de su influencia, pero sólo bajo la forma insostenible y exagerada de un relativismo histórico y evolucionis­ ta, bajo la forma de la peligrosa teoría de que lo que se cree hoyes verdad, de hecho, para hoy, yen su corolario igualmente peligroso de que Jo que era verdad ayer (verdad y no meramente «creíclo») puede ser falso mañana; doc­ trina ésta que, a no dudarlo, no es la más apropiada para alentar una apre­ ciación del significado de la tradición. v Pasarnos ahora a la última parte de nuestra crítica del hegelianismo, esto es, al análisis del grado de dependencia entre el tribalismo o totalitarismo moderno y las teorías de Hegel. Si fuera mi intención escribir una historia del advenimiento del totalita­ rismo, tendría que empezar por tratar el marxismo, pues el fascismo se de­ sarrolló, en parte, a raíz del derrumbe espiritual y político del marxismo. 276 (Y, como veremos más adelante, el mismo juicio podría formularse con res­ pecto a la relación que media entre el leninismo y el marxismo.) Pero pues­ to que lo que más interesa es el historicismo, parece más acertado dejar el marxismo para después, por ser ésta la forma de historicismo más pura que se haya dado nunca, dedicándonos ahora a encarar el fascismo. El totalitarismo moderno es sólo un episodio dentro de la eterna rebe­ lión contra la libertad y la razón. Se distingue de los episodios más antiguos, no tanto por su ideología como por el hecho de que sus jefes lograron rea­ lizar une; de los sueños más osados de sus predecesores, a saber, convertir la rebelión contra la verdad en un movimiento popular. (Por supuesto que no debemos sobreestimar su popularidad; la intelligcntsia también constituye una parte del pueblo.) El factor que lo hizo posible en los países involucra­ dos fue el desmoronarniento de otro movimiento popular: la Democracia Social o la versión democrática del marxismo que, a los ojos de la clase tra­ bajadora simbolizaba las ideas de libertad e igualdad, CU;1I1do se hizo eviden­ te que no fue por casualidad que este movimiento no logró, en 1914, detener el estallido de la guerra; cuando se puso de manifiesto que se halhba inerme para hacer frente a los prohleJJl<ls de la paz y, sohre lodo, al de la desocupa.. ción y la depresión económica, y cuando, por fin, este movimiento se de­ fendió tibiamente de la agresión fa~;cista, entonces la fe en el valor de la li­ bertad yen la posihilidad de la iguaklad se vio seriamente amenazada, y la perpetua rebelión contra la libertad pudo, a tuertas o a derechas, adquirir un respaldo más o menos popular. El hecho de que el fascismo haya tenido quc asimilar parle del patrimo­ nio marxista explica el rasgo «original» de la ide(llogía fascista, en el único punto en que se desvía de la configuraciúll tradicional de la rebelión contra la libertad. Ellópico a que me refiero es que el fascismo no tiene granl1ece­ sidad ele apelar abicrtamoun, a lo sobrenatural. Esto no quiere decir que haya de ser, necesariamente, ateo o que carezca totalmente de elementos místicos o religiosos. Pero la difusión del agnosticismo a través delmarxis­ rno condujo a una situación tal que ningún credo político que aspirase a la popularidad entre la clase trabajadora podía atarse a ningun;l de las formas rc1igiosas tradicionales. l:,st<l es la razón por la cual el fascislllo aíladió a su ideología oficial, por lo menos en sus primeras etapas, cierta dosis del mate­ rialismo evolucionista del siglo XIX. De este modo, la fórmula del «preparado» fascista es la misma en todos los países: Hegel + UIJa pizca de materialismo tipo siglo XIX (especialmente el darwinisrno, en la forma algo burda que le dio Haeckel)." El elemento «científico» del racismo puede remontarse a HaeckcI, quien fue responsa­ ble, en 1900, de la organización de UD concurso que tenía por tema lo si­ guiente: «¿Qué conclusiones pueden extraerse de los principios del darwi­ 277 -----..,.. '."""~~:.,~.",-- 11: 1 1 ,I I nismo con respecto al desarrollo interno y político de! Estado?». El primer premio fue adjudicado a un voluminoso trabajo racista de W. Schallmeyer, que se convirtió, así, en el abuelo de la biología racial. Es interesante desta­ car lo mucho que se parece este racismo materialista, pese a su origen tan diverso, al naturalismo de Platón. En ambos casos, la idea básica es que la degeneración, en particular la de las clases superiores, se halla en la raíz de la decadencia política (léase: de! avance de la sociedad abierta). Además, e! moderno mito de la Sangre y el Suelo tiene su contraparte exacta en e! mito platónico de los Terrígenos. Sin embargo, la fórmula del racismo moderno no es «Hegel + Platón», sino «:Hcgel + Hacckel». Como veremos más ade­ lante, Marx reemplazó el «Espíritu» de Hegel por la materia y los intereses económicos. Del mismo modo, el racismo sustituye el «Espíritu» de Hegel por algo material, el concepto casi biológico de la sangre o raza. Ya no es e! «Espíritu» sino la Sangre la esencia autopropulsada; ya no es el «Espíritu», sino la sangre, el Soberano del mundo y Señor de la Escena de la historia, y ya no es e! «Espíritu» de una nación, finalmente, el que determina su desti­ no esencial, sino su Sangre. La transformación del hegelianismo en racismo, o del Espíritu en san­ gre, no modifica en mayor medida la principal tendencia de esta escuela. Sólo le confiere un matiz de biología y de evolucionismo moderno. El pro­ ducto es una religión materialista y mística al mismo tiempo, muy parecida a la religión de la evolución creadora (cuyo profeta fue el hegeliano'? Bcrg­ son); una religión que G. B. Shaw, más profética quc profundamente, ca­ racterizó en cierta ocasión como «una fe que contemporizaba con la prime­ ra condición de todas las religiones que alguna vez han dominado a la humanidad: a saber, que debe ser... una merabiologfa». Y por cierto, esta nueva religión racista muestra claramente un componente-meta y un com­ ponente-biología, por así decirlo, o una mezcla de la mística metafísica de Hege! y la biología materialista de Hacckel. En cuanto a la diferencia entre el totalitarismo moderno y el hegelianis­ mo, si bien significativa desde el punto de vista de la popularidad, carece de importancia en lo que se refiere a sus principales tendencias políticas. Pero si enfocamos ahora las similitudes, el cuadro cambia por completo. Casi to­ das las ideas más importantes del totalitarismo moderno están heredadas di­ rectamente de Hegel, quien coleccionó y conservó lo que A. Zimmer Ila­ ma'" el «arsenal de armas para los movimientos autoritarios". Aunque la mayoría de esas armas no fueran forjadas por el propio Hegel, sino tan sólo descubiertas en los diversos botines de guerra antiguos que guardan memo­ ria de la eterna rebelión contra la libertad, fue sin duda su esfuerzo el que hizo redescubrirlas y colocarlas en manos de los totalitarios modernos. He aquí una breve lista de algunas de las más preciadas de esas ideas. (Omitire­ 278 mas, sin embargo, el totalitarismo y tribalismo platónicos, pues ya han sido tratados extensamente, así como también la teoría del amo y el esclavo.) a) El nacionalismo, bajo la forma de la idea historicista de que el Estado es la encarnación del Espíritu (o, según la versión actual, de la sangre) de la nación (o raza) creadora de! Estado; una nación elegida (actualmente, la raza elegida) está destinada a la dominación del mundo. b) El Estado, como enemigo natural de todos los demás Estados debe afirmar su existencia en la guerra. c) El Estado se halla exento de toda clase de obligación moral. La historia, esto es, el éxito histórico, es el único juez; la utilidad colectiva es el único principio de la conducta personal; la mentira y la deformación de la verdad con fines propagandísticos son permisibles. d) Se impone la idea «ética» de la guerra (toral y colectivista), en particular de las naciones jóvenes contra las antiguas; la guerra, el destino y la fama son los bienes más desea­ bles. e) El papel creador del Gran Hombre, la personalidad histórico-uni­ versal, el hombre de conocimientos profundos y grandes pasiones (actual­ mente, el principio del conductor). 1) El ideal de la vida heroica «<vivir peligrosamente») y del héroe, en oposición al despreciable burgués y su vida de chata mediocridad. Esta lista de tesoros espirituales IlO es ni sistemática ni completa. Todos ellos proceden directamente del viejo patrimonio y fueron almacenados y preparados para el uso, no sólo por las obras de Hegel y sus discípulos, sino también por el espíritu de una clase culta nutrida exclusivamente, durante tres largas generaciones, con ese corrompido alimento espiritual que Scho­ pcnhaucr no tardó en calificar(,H de «seudofilosofía destructora de la inteli­ gencia,> y «cmpleo maligno y criminal del lenguaje», Pasemos ahora a eEec-­ tuar un examen más detallado de los diversos puntos de la lista. tl) De acuerdo con las doctrinas totalitarias modernas, el Estado Como tal no constituye la meta más elevada. Es ésta, más bien, la Sangre, el Pueblo, la Raza. Las razas superiores poseen la facultad de crear Estados. El objetivo más elevado de una raza o nación es el de formar un Estado poderoso que pueda servir a manera de potente insrru rncrnr, para su autoconservación. Estas ideas (si se exceptúa lu sustitnciór, del Espíritu por la Sangre) se deben al Icgcl, quien escribió." «En Ía existencia ele una Nación, el objetivo sus­ tancial es llegar a ser UlJ Estado y preservarse como tal. Una Nación que no se haya consolidado bajo la forma de un Estado-,-una simple nación-ca­ rece, en rigor, de historia, al igual que las naciones ... que se desarrollaron en la barbarie. Lo que le ocurre a una Nación... tiene su significación esencial en relación con el Estado». El Estado así constituido debe ser totalitario, es decir, que su poderío debe impregnar y controlar la vida entera del pueblo y todas sus funciones: «El Estado es, por lo tanto, la base y centro de todos los elementos concretos de la vida de un pueblo: el Arte, el Derecho, la Mo­ 279 $­ ral, la Re!igión y la Ciencia... La sustancia que... existe en esa realidad con­ creta que es e! Estado, es el Espíritu del Pueblo mismo. El Estado concreto se halla animado por este Espíritu en todos sus asuntos particulares, en sus guerras, instituciones, etc.». Puesto que el Estado ha de ser poderoso, debe rivalizar en fuerza con los demás estados. Debe afirmar su existencia sobre la «escena de la historia», debe aprobar su esencia o Espíritu peculiar y su carácter nacional «estrictamente definido», mediante hazañas históricas y debe aspirar, en última instancia, a la dominación de! mundo. He aquí un resumen de este esencialismo historicista en las palabras de Hegel: «La esencia misma del Espíritu es la actividad; ella actualiza lo potencial y hace de sí misma su propia labor, su propia obra... Del mismo modo sucede con el Espíritu de una Nación; es un Espíritu dotado de características estricta­ mente definidas que existen y perduran ... en los sucesos y transiciones que configuran su historia. {~sa es su obra, eso es lo que es esta Nación particu­ lar. Las naciones son lo que son sus actos ... Una Nación será moral, virtuo­ sa y fuerte mientras se OCLIpe en la realización de sus grandes objetivos... Las constituciones dentro de cuyo marco los pueblos histórico-universales han alcanzado su culminación les son peculiares ... En consecuencia, de.,. las ins­ titucioncs políticas de los antiguos Pueblos histórico-universales, tuda pue­ de aprenderse... Cada Genio nacional particular debe ser tratado corno sólo Un Individuo en el proceso de la historia». El Espíritu o Genio nacional debe ponerse a prueba a sí mismo, finalmente, en la dominación del mundo: «La autoconciencia de una Nación particular. .. es la n.:ali<bd objetiva a la cual el Espíritu del Tiempo le confiere su Voluntad. Contra esta Voluntad absoluta los otros espíritus nacionales particulares no tienen ningún dere­ cho; esa Nación domina al Mundo... ». Pero Hegel no sólo elaboró la teoría histórica y totalitaria del naciona.. lismo, sino que previó también claramente sus posihilidades psicológicas. Así, comprendió que el nacionalismo satisface una necesidad, el deseo de los hombres de descubrir y conocer su lugar definido dentro del universo, y de pertenecer a un cuerpo colectivo poderoso. Al mismo tiempo, exhibe esa notable característica del nacionalismo germano, a saber, su intenso complejo de inferioridad (para utilizar la terminología más reciente), espe­ cialmente con respecto a los ingleses. YeI alemán recurre conscientemente, con su nacionalismo o rribalismo, a aquellos sentimientos que hemos des­ crito (en el capítulo 10) como la tensión de la civilización: «Todo inglés -expresa Hegel 70 - os dirá: nosotros somos los que navegamos el océano y dominamos el comercio de! mundo, y es a nosotros a quienes pertenecen las Indias Orientales y sus riquezas... La relación del hombre individual con ese espíritu... consiste... en que... le permite tener un lugar definido en el mundo, ser algo. En efecto, encuentra... en el pueblo al que pertenece, un 280 ',' mundo firme, ya establecido ... al cual debe incorporarse. En ésta su obra, y por lo tanto su mundo, e! Espíritu de! Pueblo goza de su existencia y en­ cuentra su satisfacción». b) U na teoría común a Hegel y a todos sus secuaces racistas es la de que el Estado, por su esencia misma, sólo puede existir mediante la contraposi­ ción con otros Estados individuales. I-J. Frcver, uno de los primeros soció­ logos de Alemania en la actualidad, manifiesta:" «Un ser que se desarrolla en torno a su propio núcleo crea, incluso involuntariamente, la línea limí­ uofc. y la frontera, aun cuando sea involuntariamente, crea al enemigo». Y Ilegel, de forma similar: «Así como el individuo no es una persona real a menos que se halle relacionado con otras personas, del mismo modo el Es­ tado no scrti una individualidad real a mcnos que se halle relacionado con otros Estados ... La relación de un Estado particular con otro presenta... el más mudable juego de ... pasiones, intereses, objetivos, talentos, virtudes, fa­ cult.rdcs, inju~tici,]~, vicios y meros azares externos. Es un juego en donde hasta el Todo 1~~1 ico ·_-Ia Independencia del Fstado- se halla expuesto a las contingencias». ¿ No dchcrí.uuos intentar, por lo tanto, regular este infortu­ nado cxr.u]o de cosas mccliant.c la adopción de los planes kantianos para el cstahlccimicuto de la pa/, cierna por medio de una unión federal? POI' cicr­ lo que no ······contesta Hegel··..· comentando el proyecto de Kant para la paz: «Kant propuso una alian/.;] dc soberanos», declara 1 Icgel de forma bastante inexacta (pues Kant proponía una federación de lo que llamamos ahora ['~s­ tados dcmocr.iricox), "que resolviesen las controversias de los I'~stados, y la Santa Alianza probablemente aspiró a ser una institución de este tipo. El "~stado, sin emhargo, es un individuo y la individualidad contiene, esencial­ mente, la negación. Cierto número de Estados puede erigirse en una lami­ liu, pero esta confederación, como individualidad, dcbcr.i crear 0l)()sici<~)n Y engendrar un elH:mig<H. Esra couclusión se debe a que en la dialéctica de Ill'gel h negación es igual a la limitación y, por cOllsiguil:nte, no s(',lo signi­ fíe;t Iíllea Ii m itro!c o fronteriza, si no t.un bién la creación de un .ul vcrxnrio: «l .os .uicrrox y aelos dc los l~stados en su relación recíproca revelan la dia­ lccric.i de la u.uurnlcz.i finita de estos Espíritus». Estas citas han sido toma... das de la Filoso/l,t del Derecho, si bien en su Enciclopedia, anterior a aqué­ lla, la teoría de I Iegel anuncia las teorías modernas, por ejemplo la de '''reyer: «El aspecto final dcl Estado es aparecer en la realidad inmediata como una sola nación ... como individuo único es excluyente de otros indivi­ duos semejantes. En sus relaciones mutuas, también e! azar y la discordia tie­ nen su lugar. .. Esta independencia .., reduce las disputas entre ellos a térmi­ nos de violencia mutua, a un estado de guerra... Es esta situación de guerra en la que se manifiesta la omnipotencia del Estado ... », De este modo, e! his­ toriador prusiano Treitschkc sólo demuestra cuán bien comprende e! esen­ 281 cialismo dialéctico de Hegel cuando repite: «La guerra no es sólo una necesi­ dad práctica, sino también una necesidad teórica; una exigencia de la lógica. El concepto del Estado implica el concepto de guerra, pues la esencia del Es­ tado es el Poder. El Estado es el Pueblo organizado como Poder soberano". e) El Estado es la Ley, tanto moral como jurídica. De este modo, no puede hallarse sujeto a ninguna norma, ni en particular al patrón de la mo­ ralidad civil. Sus responsabilidades históricas son más profundas y su único juez es la Historia del mundo. El único patrón posible para el juz¡;allliento del Estado es el éxito histórico universal de sus actos. Y este éxito, el poder y la expansión del Estado, debe privar frente a toda otra consideración de la vida particular de los ciudadanos; la justicia es lo que si rvc al poder del Es­ tado. Es ésta, a la vez, la teoría de Platón, la teoría del totalitarismo moclcr­ no y la teoría de Hegel: es la moral platónico·-prusiana. "El Estado -··dedil-· ra Hegcl-- 72 es la concreción de la Idea (~licil. Es el Espíritu ético revelado como la Voluntad sustancial .Y consciente de sí." En consccucuci.i, uo pue­ de babel' ninguna idea ética por encima del Estado. "Cuando las Voluntades particulares de los Estados no pueden I\c¡;ar a un acuerdo, Sil controversia sólo puede resolverse por la ¡;ucrra. Cu.ilcs ofensas liabr.in de ser conside,· radas como transgresiones de un tratado o violaciones de! respeto y el ho nor, no es cosa que pueda precisarse exactamente... FI Estado puede idcnti ficar su infinitud y honor con cada uno de sus aspectos. "En electo ..., la relación entre los Estados fluctúa y no existe nin¡';{lIljucz capaz de dirimir sus diferencias.» En otras palabras: «Frcruc al Estado no existe Il1ngún po·· del' capaz de decidir qué es... justo... Los ESLldos ... pueden celebrar acucr­ dos mutuos pero son, al mismo tiempo, superiores a esos acuerdos ¡vale de cir que no están obligados a cumplirlos l.·. l.os tr.uados celebrados entre Estados... dependen, en última instancia, ele hs voluntades de los soberanos particulares y, por esta razón, no deben merecer una confian/.a ahsolut.a». De este modo, el único tipo de «juicio» posible pucde recaer sol.irc !()S actos y sucesos histórico-universales: su resultado, su éxiu.. licgel puede identificar, por consiguiente,71 "el destino esencial·"·· -cl o/Jjeti'uo absolut.o"·· con el resultado verdadero de la ll istoria universal>. Tener l~Xjt(), est.o es, surgir como el más [ucrtc de la lucha dialC:etica librada entre los distintos Espíritus Nacionales por el poder, por la dOlJlinaci6n del mundo, es, pues, el fin único y último, así como la sola base de juicio o, C01\\O dice Hegel más poéticamente: "De esta dialéctica surge el Espíritu Universal, e! ilimitado Espíritu del Mundo, pronunciando su scntoncia-e-y este fallo no tiene ape­ lación- sobre las Naciones finitas de la Historia Universal, pues la historia del Mundo es el Tribunal de Justicia del Mundo». Freyer tiene ideas muy similares pero las expresa más [rancamcnte:"' «Es el tono viril y osado el que prevalece en la historia. El botín será del fuerte. 282 Quien da un paso en falso se encuentra perdido ... El que quiere dar en el blanco tiene que saber cómo se tira». Pero todas estas ideas son, en última instancia, sólo repeticiones de Heráclito: «La guerra... demuestra que unos son dioses y otros sólo hombres, al convertir a estos últimos en esclavos y a aquéllos en amos ... La guerra es justa». Según esas teorías, no puede haber ninguna diferencia moral entre la guerra en que somos atacados y aquella en que atacamos a nuestros vecinos; la única diferencia posible es la victoria. El señor F. Haiscr, autor del libro Slauery: lts Biological Foun.dation and Mo­ ra(!listij"icati(m (1923) (!.a esclavitud: su fundamento biológico y su justifi­ cación moral), profeta de una raza y d<.: una moralidad señoriales, arguye: «Si debemos dercndcrnos, entonces debe cxisti r algú II a¡.;resor. .. Y si es así, ¿por qué no hemos de ser nosotros los agresores?". Pero incluso esta doc­ trina (su nntcccsora es la famosa teoría ele Cl.iuscwitz, quien sostenía que un ataque era siempre la mejor defensa) es hegeliana, pues llegel, al referirse a las ofensas que llevan a la ¡;uerra, no srilo demuestra la necesidad de que toda "¡;uerra de defensa» se convierta en "¡;UeITa de conquista», sino que nos informa de que algunos I!.stados poseedores de una fuerte individuali­ dad, «se halL1ll naturalmente más inclinados a la irritahilidacl», a [in de jus­ tifical'lo que dcnominn. eufemísticamente, b «activid.u] intensa». Con el cstahlccimicuto del éxito liisrórico como único juez en los .isun­ I.os concernientes a los Esudos o naciones, y con la tcnt.u iva de desechar las distinciones morales, tales C0l110 las existentes cut re la agresiún y la defell­ sa, se vuelve necesario razonar contra la Illoralidad de la coucicucia. (Iegel lo lleva a cabo mcdi.uu« e! estahlecil11ietl{o dc lo que llama «vcrdacicru ruo­ ralidad», o, rn.is bien. virtud s<>cial, a diferencia dc b -Iuls.t mornliclarl-. Casi no hace falta decir que cst.i -vcrcl.ulcrn l1loralidad" es h moralidad totalita­ ria platónica, COIl una buena dosis de historicixmo, en tanto que la "falsa moralidad" ··":1 la que también dcscr il»: como «rectitud ximplcmcutc for"" nul»- es b de la conciencia personal. «Se puede p<.:rfecl.alllente· -ru.uu­ fiesta l Icgcl- i:> csi.ihlcccr los verdaderos principios de la llIoralidad, o mc­ jor dicllll, de la virtud social, en ()I)osiei/I/) ;1 la fal.~a 1l1Or:didad, pues la I listoria del Mundo ocupa un siti<> superior al de la nwr:llidad, que es de ca"· r.ictcr personal, a saber: la conciencia de los inclivicluox, su voluntad y modo de conducta particulares, ct.c, 1.0 que exige y si¡;nifica el [in al.soluto del Es·· píritu, lo que hace la Providencia, trasciende ... la imputación de móviles buenos o malos ... l'~n consecuencia, so]o es la rectitud formal, abandonada del Espíritu viviente y de Dios, lo que alienta a aquellos que se aferran obs­ tinadamcntc al derecho y al orden amiguos.» (Es decir, los moralistas que se refieren, por ejemplo, al NUeVL) 'I'cstamcnto.) «Las hazañas de Jos Grandes Hombres, de las Personalidades históricas universales... no deben chocar con razones morales que nada hacen ,11 caso. No debe levantarse contra ellas 283 la letanía de las virtudes privadas, de la modestia, de la humildad, de la filan­ tropía y de la indulgencia. La historia del mundo puede, en principio, ignorar por completo el círculo dentro del cual reside la moralidad.» Encontramos aquí, por fin, la perversión de la tercera de las ideas de 1789, la de la frater­ nidad o, como dice Hegel, de la filantropía, junto con la ética de la concien­ cia. Esta teoría historicista, platónico-hegeliana, ha sido repetida luego una y otra vez. El célebre historiador E. Meyer, por ejemplo, habla de la «chata estimación moralizante que juzga las grandes empresas políticas con la vara de la moralidad civil, pasando por alto los factores más profundos y más verdaderamente morales del Estado y de las responsabilidades históricas». Cuando se sostiene semejantes opiniones, debe desaparecer, forzosa­ mente, toda vacilación con respecto a las mentiras propagandistas y las de-o formaciones de la verdad, especialmente si con esto se logra acrecentar el poderío del Estado. El enfoque que hace Hegel de este problema es, sin em­ bargo, bastante sutil: «Una gran mentalidad ha planteado públicamente la cuestión --cleclara-76 de si es permisible o no engañar al Pueblo, La res­ puesta es quc el pueblo jamás permitirá que se lo engañe con respecto a su base sustancial». (F Haiscr, el moralista por excelencia, manifiesta: "No es posible ningún error allí donde dicta el alma racial»), «sino que se engúud él mismo -sigue diciendo tlegel-- acerca de la forma en que la conoce... La opinión pública merece, pues, ser t.an estimada como despreciada... De este modo, la primera condición para llegar a lograr algo grande es apartarse ele la opinión pública... y las graneles conquistas están destinadas, por cierto, a ser reconocidas y aceptadas por la opinión pública... », En suma: lo que cucn­ t.a siempre es el éxito. Si Ía mentira tuvo éxito, entonces no era una mentira, puesto que el Pueblo no fue engañado con respecto a su base sustancial, d) Hemos visto que el Estado, especialmente en su relación con los de­ más Estados, se halla más allá del bien y del mal: es amoral. Cabe esperar, por consiguiente, que se nos diga que la guerra no es un mal moral, sino moralmente neutral. Sin embargo, la rcoría de Hegel sobrepasa esta expec· tativa, pues se desprende de ella, en realidad, que la guerra es buena en sí misma. Así, nos declara que «existe un elemento ético en la guerra>'!! y que «es necesario reconocer que lo Finito, como la propiedad y la vida, es acci­ dental. Esta necesidad se nos presenta bajo la forma de una fuerza de la na­ turaleza, pues todas las cosas finitas son morales y transitorias. Sin embar­ go, en el orden ético, en el Estado..., esta necesidad es exaltada a un plano de libertad, a una ley ética... La guerra... se convierte ahora en un elemento ... de ... la justicia... La guerra tiene la profunda significación de que gracias a ella se preserva la salud ética de una nación y afloran a tierra sus objetivos finitos ... La guerra preserva a la gente de la corrupción que terminaría por acarrearle una paz permanente. La historia nos muestra una cantidad de ejemplos de cómo las guerras victoriosas han puesto término a la inquietud interna... Estas Naciones, destrozadas por la lucha intestina, logran la paz en su seno mediante la guerra en el exterior». Este pasaje, extraído de la Fi­ losofía del Derecho, revela la influencia de las enseñanzas platónicas y aris­ totélicas con respecto a los «peligros de la prosperidad»; al mismo tiempo, es un buen ejemplo de identificación de lo moral con lo saludable, de la éti­ ca con la higiene política, () del derecho con el poder; todo esto conduce directamente, como se verá por el siguiente pasaje de la Filosofk1 de la His­ toria'de Hegel, a la identificación de la virtud con el vigor. (Se encuentra in­ mediatamente después del pasaje ya mencionado, referente al nacionalismo como medio de superar los propios sentimientos de inferioridad, y sugiere que hasta la guerra puede rcsuhnr un rucdio apropiado para alcanzar tan no­ ble fin.) Al mismo t icmpo, se da por sent.ada claramente la teoría moderna de la virtuosa agresividad de los países jóvenes que nada tienen, contra los viejos y ruines que todo lo posecn. «Una Nación -·····manifieslallegel-·-- es moral, virtuosa y vigorosa micntr.is se halla cntrq.;ad'l ,1 la realizaci<ín de grandes objetivos ... Pero una vcz que l:StoS han sido aIC:J11',,1lIos, la actividad despleg;ub por el lspíritu de! Puehlo ... deja de ser necesaria... Es mucho to­ davía lo quc la Nación puede llevar a cabo en la gue[l'a y la paz". 1'<:1"0 puc·· de decirse que ha cesado, pr.icucamcntc, la actividad del alma misma, vi.. viento y sustancial. .. Ll Nación vive [a misma clase de vida quc el individuo cuando pasa, de b m.ulurcv a la vejez ... Esu-vit1a uni/i¡rme (como el reloj de cuerda que man:h;l por sí solo) es la quc lleva a la muerte n.uural. .. Y así como perecen los individuos, t amhicn perecen los puchlos.; Un pueblo sólo puede sucumbir por muerte violenta cuando ya se lr.illn n.n urulnu-nrc muerto pOI" dentro." (Las ulrimas observaciones encuadran denl ro de la ITa.. dicióu de la declinación v c.ud.i.) Las ide;ls de [ lcgcl con respecto a la guerra son sorprendentemente mo­ dcru.is, tauro que Ilq.',a a vixlumhr.u-, incluso, las consecuencias morales de la Illccanización o, mejor dicho, ve en la guclTa mee.in ica las consecuencias dd Espíriw ético dclloulitaris1lJO o colectivismo;" ., Existen distintas c!a-· ses de valentía. El coraje del animal o del ladrón, la bravura originad.l en el sentido del honor, la valentía caballeresca no son, sin ernbargo,'lorJn;\s au­ ténticas de valentía. I':n las naciones civilizadas la verdadera valcm ía consis te en la diligencia para consagrarse por entero al servicio del l'~stado, de modo que el individuo sólo cucntc como uno entre muchos» (alusión a la conscripción universal). «Ningún valor personal es significativo; lo impor­ tante reside en la autosubordinacion a lo uniuersal. Esta forma superior hace que... la valentía parezca más mecánica... La hostilidad no va dirigida contra individuos aislados, sino contra un todo hostil» (se observa aquí un antici­ po del principio de la guerra totaly;«... el valor personal se torna impersonal. 284 285 No debe creerse que la invención del cañón es casual; por el contrario, obe­ dece a este principio...». Dentro de una tónica semejante, Hegel dice de la invención de la pólvora que: «La humanidad la necesitaba y entonces hizo su aparición». (¡Cuánta bondad por parte de la Providencia!) Los fundamentos del filósofo E. Kaufmann son, pues, del más puro he­ gelianismo, cuando razona, en 1911, contra el ideal kantiano de la comuni­ dad de hombres libres: «No la comunidad de hombres de libre voluntad, sino una guerra victoriosa: he ahí el ideal social... pues es en la guerra donde el Estado despliega su verdadera naturaleza»;" otro tanto puede decirse de E. Banse, el famoso «militarista científico», cuando expresa en 1933: "La guerra signifiC<l la mayor intcnsificación ... de todas las energías espirituales de una época... Ella representa el esfuerzo extremo del poder Espiritual del pueblo... en ella se unen el Espíritu y la Acción. En realidad, la guerra su­ ministra la base sobre la cual el alma humana puede manifestarse en toda su plenitud .... De ninguna otra manera puede la Voluntad ... de la Raza... alcan­ zar la existencia de forma tan integral como mediante la guerra». Y el gene­ ral Ludcndorff prosigue diciendo en 1935: «Durante los años de la llamada paz, la política... sólo tiene sentido en tanto que prCf)ara la guerra total». 1)C este modo, no hace sino formular con más precisión una idea sustentada por el famoso filósofo esellcialista Max Scheler en 1915: «La guerra signifi.. ca el Estado en su crecimiento y desarrollo rnás actualizados; significa polí­ tica». La misma doctrina hegeliana vuelve a ser expresada por Freyer en 1935: «El 1',sLldo, desde su primer momento de existencia, se instala en la esFera de la guerra... La guerra no es s(,lo la forma más perfecta de actividad del Estado, sino que constituye el elemento mismo en que se aloja el I':sta·· do; claro esta que dentro del término debe incluirse la guerra pospuesta, la guerra solapada, la guerra prcvcnidu o rehusada, ctc.». Pero quien extrae la conc!usiónm;Ís atrevida es ". l.cnz, quien, en su libro La raz" como prin.. cipio del ualor, plantea cautelosamente la siguiente cuestión: «Pero si b hu" manidad Fuera la meta de la moral, entonces ¿ no habríamos tornado noso­ iros, después de todo, la senda equivocada?», para desechar de imncdiato esta alternativa con la .siguientc respuesta: «Lejos de nosotros la idea de que la humanidad pueda condenar a la guerra; al contrario, es la guerra la que con­ dena a la humanidacl». Esta concepción se halla vinculada con el historicis·· mo de E. Jung, quien observa: «El humanitarismo, o la idea de la humani­ dad... no es el regulador de la historia». Pero es el precursor de Hegel, Ficlite -que mereció de Schopenhauer el calificativo de «rctóricov-i-, a quien debe atribuirse el argulllento antihumanitarista original. Refiriéndo­ se a la palabra «humanidad», Fichte escribió lo siguiente: «Si se le hubiera presentado a un alemán, en lugar de la palabra de origen latino "humani­ dad", su adecuada traducción sajona ("manhood", "Menschheit natura­ leza humana), entonces... habría dicho: "[Después de todo no es tanta la di­ ferencia entre ser hombre o una bestia salvaje!" He aquí lo que hubiera di­ cho un alemán, cosa que para un romano habría sido imposible. En efecto, en la lengua germana, el término (manhood, Menschheit) sólo ha conserva­ do una denotación meramente fenoménica, sin trascender una idea superior como entre los latinos. Quienquiera que intente introducir astutamente de contrabando este símbolo latino extraño a nosotros [es decir, el término "humanismo"] en la lengua germana, adulteraría abiertamente, de este ruedo, nuestros patrones éticos ... », Spengler repite la teoría de Fichte, al de­ cir: «Nuestro término sajón (manhood == Menschheit) es una expresión zoo.. lógica o una palabra vacía»; y lo mismo Rosenbcrg, quien declara: «La vida interior del hombre se vio adulterada cuando ... se le imprimió en el espíritu un concepto extraño: salvación, humanitarismo y cultura humanista»'. Kolnai, a cuya obra debo la consulta de un sinnúmero de datos que, de otro modo, no me hubiera sido posible conocer, dice Ho de forma terminan­ te: ,/fodos los que estamos por... los métodos de gobierno racionales y ci­ v.ilizados y la organización social, coincidimos en que la guerra es, en sí mis­ ma, un mal, ...» , y tras de añadir que, en la opinión de la mayorta (salvo Jos pacifistas), puede convenirse, en ciertas circunstancias, en un mal necesario, continúa diciendo: «La actividad nacionalista es diferente, si bien no supo.. ne necesariamente el deseo de un guerrear perpetuo o Frecuente. No ve un mal en la guerra sino, al contrario, un bien, aUII cuando sea un bien peligro­ so, como un vino fuerte que conviene reservar para las ocasiones excepcio­ nales». La guerra 110 es un mal común y frecuente, sino un bien precioso y raro: t.al sería la síntesis de las ideas de IIegel y sus sucesores. U no de los aciertos de 1 Iegel fue la resurrección de la idea licraclitcana del destino; éste insistió" en que la gloriosa idea griega dcl destino expresa­ ba la esencia de una persona o de una nación, en oposición a la idea hebrea nominalista de las leyes universales, ya fueran de la naturaleza o de la mo­ ral. La doctrina esencialista del destino puede deducirse (corno se demostró en el capítulo anterior) de la opinión de que la esencia de una nación sólo puede revelarse en su historia. No es «{atalisra» en el semi do de que esti­ mule la inactividad; no ha de confundirse, pues, el «destino» con la «pre­ destinación». Todo lo contrario; uno mismo, la esencia real de 11110, el alma más íntima, la sustancia de que está hecho (voluntad y pasión más que ra.. zón) son de importancia decisiva en la configuración del propio destino. A partir de la ampliación que hizo Ilegel de esta teoría, la idea del destino se ha convertido en una obsesión favorita, por así decido, de la rebelión con­ tra la libertad. Kolnai acierta al destacar la relación entre el racismo (es el destino el que lo hace a uno pertenecer a determi nada raza) y la hostilidad a la libertad: «Con el principio de la Raza ---declara Kolnai-s-" se quiere en­ 0= 286 287 gloria». e) Sin embargo, no todos pueden alcanzar la gloria; el culto de la gloria supone el antiigualitarismo, supone el culto de los «Grandes Hombres». El racismo moderno, en consecuencia, «no reconoce igualdad entre las almas oi igualdad entre los hombres>" (Rosenberg). De este modo, no hay nin­ gún obstáculo que nos impida adoptar del arsenal de las armas contra la li­ bertad, el Principio del Conductor o, como lo llama :Hegel, la idea de la Per­ sonalidad Histórica Universal. Es éste uno de los conceptos favoritos de Hegel. Al examinar la abominable «cuestión de si es o no permisible enga­ ñar a un pueblo» (ver más arriba) expresa: «En la opinión pública todo es cierto y falso a la vez, pero corresponde al Gran Hombre descubrir la ver­ dad. El Gran Hombre de su tiempo es aquel que expresa la voluntad de su tiempo: aquél que dice a su época lo que quiere y lo lleva a cabo. El Gran Hombre actúa de acuerdo con el Espíritu y Esencia interiores de su época, materializándolos. Y aquel que no sepa cómo despreciar la opinión pública, según se deja oír aquí y allá, jamás llegará a ser nada grande", Esta excelen­ te descripción del Conductor como publicista se halla combinada con un refinado mito de la Grandeza del Gran l Iomhrc, que consiste en su C1Líc-­ ter de instrumento sobresaliente para realizar el Espíl"itu en la liistorin. En su examen de los «Hombres Históricos Universales», dice Ilcgel: -Lr.m hombres prácticos, políticos. Pero al mismo tiempo, eran pensadores que conocían las exigencias de la época y lo que estaba maduro para des.uro­ llarsc... Los Hornhrcs Ilistóricos Universales ----los l lérocs de cad;ll'poca--··' deben ser rccouociclos como tales, por lo tanto, pOI" su visiún de Lu~;o al.. can ce; sus acciones, sus palabras, son las mejores de su tiempo ... I'ueron ellos quienes mejor comprendieron los problemas de I':stado, y de quienes aprendieron los demás, aprobando, o, por lo menos, aceptando su política. En efecto, el Espíritn que ha dado este nuevo paso en la I Iistor ia es cl alma más íntima de todos los individuos, pero en la condición inconsciente que despierta a los grandes hombres... Sns compatriotas deben seguir, por lo tanto, a esos Conductores Espi rituales, pues ex pcri mcnt an el irresisti hlc poder de su propio Espíritu interior así encarnado». Pero el (;ran l lomhre no es súlo el hombre de mayur entendimiento y sabiduría sino también el Hombre de las Grandes Pasiones, prcfcrcnrcrncnrco-claro cst.i->- de las pa­ siones y ambiciones políticas. I':s capa/" pur lo tanto, de despertar pasiones en los demás. «l.os Grandes llornhrcs obedecen al propósito de satisfacer­ se a sí mismos y no a los dcm.is Son Grande» precisamente pUl"q uc han querido y alcanzado algo grande Nada Grande se ha llevado a cabo en el universo sin pusion... Podriamos llamar a esto la astucia de Ía rll.",óll, t¡ saber, la de hacer quc las pasiones obren pard ella... I,a pasión, cierto es, no cons-­ tituye la palabra más adecuada para lo que deseo expresar. No quiero signi-­ ficar aquí nadu más que la actividad humana resultante de los intereses pri­ uados --designios particulares o, si se quiere, egoístas- con el requisito de que toda la energía de la voluntad y del carácter se halla dirigida a su conse­ cución... Las pasiones, los objetivos privados y la satisfacción de deseos egoístas son ... los resortes más efectivos de la acción. Su fuerza reside en el hecho de que no respetan ninguna de las limitaciones que la justicia y la mo­ ral pudieran imponerles, y en que estos impulsos naturales tienen una in­ fluencia más directa sobre sus compatriotas que la disciplina artificial y te­ 288 289 carnar y expresar la más completa negación de la libertad humana, la nega­ ción de los derechos iguales, verdadero desafío éste al género humano». Y también insiste con razón en que el racismo tiende a «combatir la Libertad con el Destino, la conciencia individual con el apremiante llamado de la Sangre, más allá de todo control y razón». Hasta esta última tendencia ha­ lla expresión en Hegel, si bien, como de costumbre, de manera bastante os­ cura: «Lo que denominamos principio, objetivo, destino o la naturaleza o idea del Espíritu -expresa Hegel- es una esencia oculta, sin desarrollar, que, como tal-por auténtica que sea en sí misma- no es todavía comple­ tamente real... La fuerza propulsora que ... les da ... existencia es la necesidad, el instinto, la inclinación y la pasión de los hombres». El filósofo moderno de la educación total, E. Krieck, se orienta hacia la línea fatalista: «Toda vo­ luntad y actividad racionales del individuo se circunscriben a su vida coti­ diana; más allá de esta esfera sólo puede alcanzar a cumplir un destino su­ perior en la medida en que esté sujeto a los poderes supcriores del destino». Parecería que hablase por su experiencia personal cuando dice, a continua­ ción: «El individuo no puede llegar a convertirse cn un ser creador y signi­ ficativo mediante planes racionales, sino tan sólo a través de las fuer/,as que obran por encima y debajo de él, y que no se originan en su propio ser sino que rondan y se abren camino a través del mismo... », (Pero lo que es ya una generalización gratuita de las experiencias personales más íntimas dcl filú­ sofo es su afirmación de que no sólo «la época de la ciencia" objel iva no" 1i­ hrc" ha concluido» sino también la dc la «r;¡:;,()11 purav.) Junto con la idea del destino, Hegel resucita su colltrapartc, a saber, la idea de la fama: «Los individuos ... son instrumentos... Lo que gan,ul perso­ nalmente... , mediante la participación individual en el negocio sustancial (preparado y designado con independencia de los mismos) es... la Fama, que no es sino su recompensa»." y Stapcl, difusor del nuevo cristianismo paganizado, se apresura a repetir: «Todas las grandes hazañas fueron hechas por la fama o la gloria». Pero este moralista «cristiano» se muestra todavía más radical que Hegel: «La gloria metafísica es la única moralidad verdade­ ra» y el «Imperativo Categórico» de esta única moralidad verdadera se muestra acorde con dicho precepto: «Haz aquellas acciones que llamen a la diosa tendente al orden y a la moderación, a la ley y a la moralidad> De Rousseau en adelante, la escuela romántica de la filosofía comprendió que el hombre no es exclusivamente o siquiera fundamentalmente racional. Pero, en tanto que los humanistas se aferran a la racionalidad como meta deseable, la rebelión contra la razón explota este conocimiento psicológico de la irracionalidad del hombre para sus fines políticos. El llamado fascista a la «naturaleza humana» está dirigido, en realidad, a nuestras pasiones, a nuestras necesidades colectivistas místicas, al «hombre anónimo». Utilizan­ do las palabras de Hegel que acabamos de citar, podríamos denominar a este llamado la astucia de la rebelión contra la razón. Pero esta astucia llega a su culminación con uno de los virajes dialécticos más atrevidos de Hegel. Después de rendir su palabrero homenaje al racionalismo, después de de­ fender a voz en cuello la «razón», con mayor vigor que hombre alguno an­ tes () después de él, concluye finalmente en el irracionalislllo, en una apoteo-· sis, \10 sólo de la pasión, sino de la fuerza bruta: «Es interés absoluto de la Razón -expresa l--[cgc!- que este Todo Moral les decir, ell':stado I exista, y aquí reside la justificación y el mérito de los héroes, los rumiadores de los Estados, por crueles que hayan podido ser. .. A estos hombres les está per·­ mitido tratar otros grandes, incluso sagrados, intereses, sin la menor cOl1Si­ deración... Pero una forma tan poderosa deberá pisotear, por fuerza, rn.is de una flor inocente; más de un objeto se hará pedazos a su paS l ) " . La concepci{)ll que nos pinta al hombre más como un animal heroico que racional no fue inventada por la rebelión contra la razón, sino que cs una idea típicamente t.ribalísta. Debemus distinguír, pues, entre este idcal del Héroe y la consideración más razonable del heroísmo, Úste cs y será siempre admirable; pero nuestra admiración debe depender, en gran llled i·· da - a nuestro juicío-, de nuestra estimación de la causa a la quc el héroe ha dedicado sus esfuerzos. No creemos que la heroicidad entre pistoleros merezca gran respeto. Pero debemos admirar al capitán Scou y su expedi­ ción y aún más, si cabe, a los héroes de la investigación de los rayos X y de la fiebre amarilla, y también, por cierto, a aquellos que defienden la libertad. La idea tribal del Héroe, especialmente bajo la forma fascista, se basa cn diferentes concepciones. Por \0 pronto, constituye un ataque directo contra aquellas cosas que para la mayoría de nosotros hacen del heroísmo algo ad­ mirable, aquellas que favorecen el curso de la civilización. Ln efecto, conS­ tituye un ataq uc contra la idea. de la propia vida civilizada, a la q uc se acusa de superficial y materialista, en razón de la idea de seguridad que con ella va aparejada. ¡Vivir peligrosamente! es su imperativo; la causa por la cual se si­ S5 gue este imperativo es de importancia secundaria o, como dice W. Best: «Una buena lucha como tal, no una "buena causa" ... es lo que importa... Lo que interesa es cómo se pelea, y no por qué». Una vez más comprobamos .1) 290 !I r]. ,Ii ¡,'ji 1 'i' ¡I'Ii ;¡!' i¡i '1 '1 I1 1II 1'11"1 :11: 111' ':! ':: !! 1 que este razonamiento es el resultado de las ideas hegelianas: «En tiempos de paz -expresa Hegel-la vida civil alcanza una mayor amplitud, cada es­ fera se diferencia nítidamente de las demás dentro de su cerco... y por fin, todos los hombres se estancan ... Desde los púlpitos mucho es lo que se pre­ dica acerca de la inseguridad, vanidad e inestabilidad de las cosas tempora­ les pero, eso no obstante, todos ... creen que ellos, por lo menos, se las arre­ glarán para conservar la propiedad de sus bienes ... Es necesario admitir que... la propiedad y la vida son accidentales ... iHagamos que la inseguridad "\legue Finalmente bajo la forma de húsares armados de sables resplande­ cientes y nos muestre su grave activiclad!». En otro lugar, Hegel traza un cuadro sombrío de lo que se denomina «mera vida rutinaria»; con esta ex­ presión parece querer design;lr cieno tipo de vida civil: «La rutina es una ac­ tividad sin oposición ... donde la plenitud y el celo no tienen la menor parti­ cipacióu: tr.itasc simplemente de una mera existencia externa y sensual [es clccir, lo que algunos contemporáneos nuestros llam.u-ian "materialista"] que ba dejado de proyeel:lrse cutusiastamcntc sobre su objeto..., existencia desprovista de intelecto o vitalidad". Ilegel, siempre fiel a su liisroricismo, fundamenta esta actitud anticivil y l:Ullbién .mtiut ilitnria (a dilcrcucia de los comentarios utilitarios de J\rist(")teles acerca de los «peligros de la prospcri­ d.ul») en su intcrprctuciún de la historia: «1 .a Ilistoria del mundo no es nin­ ¡'>;Útl teatro de felicidad. Los períodos :lforlLlll;ldos son, en él, páginas en blanco, pues constituycu períodos de armouia». I k este modo, elliberalis­ mo, la lil1L'rtad y la r.izóu SOIl, como de costumhrc, objeto de los ataques de Ilcgel.l .os gritos histéricos: ¡(,)uerenlos nuestra historia! ¡()uerelllos nucs .. tro destino! ¡()ueremos nuestra lucha! ¡(;)ucrelllos nuestras cadenas], re­ suenan en todo el ;lnil)il'o dl'l cdificio del hcgelianismo, esa fortaleza de la sociedad CCIT;Hla y de b rebelión cOIIlr;1 b libertad. l'cse al optimismo oficial -por así dccirlo...... de 1 kgd, basado en su teoría de que lo quc es raciona] es real, se .uivicru.u ciertos rasgos que po.. <irían atribuirse a ese pesimismo t.nt característico de los m;ís illtl'ligentcs de los moderno» filúsofos racistas; no unto q uiz.i en el caso de los primeros (COI1l0 Lagank, 'J'rcitschke, o Moelkr van d<'ll Bruck), sino m.is bien de aquellos que sucedieron ;l Spcngler, el LlIllOSU historicista. Ni cl liolismo biológico de este último, ni SIL comprcusión intuitiva, ni su I':spíriw colec­ tivo o su Espíritu de la época, ni siquiera su romanticismo, Jo salvan de UJJ;l concepción del mundo sumamente pesimista. En el «austero» activismo que les concede a aquellos dotados de la facultad de adivinar cl lut.uro y que se sienten, por lo tanto, instru III en tos para su materialización, se advierte cierto ¡.>;rado inconfundible de vacía desesperanza. Cabe observar que esta sombría visillll de las cosas es igualmcnte compartida por las dos alas de los racistas, a saber, el ala «atea" y el ala «cristiana". 291 Stapel. que pertenece a esa última (pero también hay otros autores, 86 como por ejemplo, Gogarten) expresa: "El hombre se halla bajo el peso del pecado original, en su totalidad... Los cristianos sabemos que le es abso­ lutame-nte imposible vivir fuera del pecado... Lleva su nave, por consiguien­ te, lejos de la mezquindad de la gazmoflería moral... Un cristianismo teñido de ética ya no es cristianismo... Dios ha hecbo perecedero a este mundo y lo ha condenado a la destrucción. ¡Vaya pues a los perros, conforme a su des­ tino! Aquellos hombres que se imaginan capaces de hacerlo mejor, que quieren crear una moralidad "más elevada", no hacen sino iniciar una ínfi­ ma y ridícula rebelión contra Dios..- La esperanza del cielo no significa la expectativa de una felicidad paTa los bienaventurados; sólo significa obe­ diencia y Camaradería Guerrera» (el retorno a la tribu). "Si Dios le orde­ na a Su hombre que vaya al infierno, entonces su fiel juramentado... irá con­ secuentemente al infierno... Si Í;,l le tiene destin<ldo un infortunio eterno, también tendrá que ser soportado... La fe no es sino una palabra más para la victoria. Es la victoria lo que exige el Señor...» Un espíritu muy similar alienta en la obra de dos filósofos rectores de la er Alemania contemporánea, los «existencialistas» Fl.cidegg y Jaspers, am­ bos discípulos, originalmente, de los filósofos esencialistas llusscrl YSebe­ ller. Heidegger adquirió vasto renombre al revivir la filosofía hegeliana de S7 lanada; Hegel había "establecido" la teoría de que el "Ser Puro» y la "Nada pura» son idénticos. Para llegar a esta conclusión había razoIJ;ldD que si se trata de pensar un ser puro, debe hacerse abstracción de todas las "determi­ naciones particulares del objeto», tras 10 cual, por consiguiente --como \ dice Hegc\-, "no queth nada». (Este método heracliteano bien podría ser­ vir para probar tuda suerte de bonitas identidades, tales como las de la ri­ queza pura y la pobreza pura, el señorío puro Y la servitlumhre pura, la ca­ lidad de ario puro Yla de judío puro, ctc.) Heidegger aplica ingeniosamente la teoría hegeliana de la Nada a una PilosoJía práctica de la Vida, o de la «Exis­ tencia». Sólo puede comprenderse la Vida, la Existencia, si se comprende la er Nada. En su obra ¿Qt-té es la metafísica?, dice fleiL1egg : "La indagaciól\ debe orientarse hacia lo Existente, 0, si no, h;lcia la nada ...; sólo hacia lo existe, y más allá de estos límites, a la Nada»: Se hace posible la indagacióL1 de la nada (<<¿Dónde hemos de buscar la Nada? ¿Dónde podemos encontrar la Nada?») por el hecho de que «nosotros conocemos la Nada» y la conos cemo a través de la angustia; «la angustia nOS revela la Naja'>. Els miedo, la angustia de la nada, la angustia de la muerte: he ahí las catct4] gorías básicas de la Filosofía de la Existencia de Heidegger; de la filosofía HH la vida cuyo verdadero significado reside en "haber sido lanzada a la eXI tencia, en dirección hacia la muerte'>. La existencia humana debe ser inte pretada como una «Tormenta de Acero»; la «existencia determinada» de ! qU~ Ll~! hombre consiste en «ser un yo apasionadamente libre para morir. .. en ple­ na angustia y conciencia de sí mismo». Pero estas sombrías confesiones no carecen por completo de un aspecto reconfortante. El lector no tiene por qué sentirse abrumado ante la pasión de Heidegger por la muerte. En efec­ to, la voluntad de poder y la voluntad de vivir no aparecen en él menos de­ sarrolladas que en su maestro, Hegel. «La Voluntad de Esencia de la Uni­ versidad alemana -escribe Heidegger en 1933- es una Voluntad de Ciencia; es una Voluntad de misión histórico-espiritual de la Nación Ale­ mana, como Nación que se experimenta a sí misma en su Estado. La Cien­ cia y el Destino Germano deben alcanzar el Poder, especialmente en la Vo­ luntad esencial." Este pasaje, si bien 110 es un monumento de originalidad o claridad, 10 es por cierto de lealtad a sus amos; y aquellos admiradores de Heidegger que, a pesar de todo, siguen creyendo en la profundidad de su «Filosofía de la Existencia», deben recordar las palabras de Scliopenhaucr: ,,¿Quién puede creer, realmente, que también la verdad salga a la luz algu­ na vez, a manera de suhproducto?»; y en vista de la últ.irna cita de Heideg­ ger dchcr ían preguntarsc también si el consejo de Scliopcnhaucr al precep­ tor deshonesto no habr;Í. sit1u administrado con el mayor éxito pOl" muchos educaciouisrns a una prornisoria juventud, dentro y fuera de Alemania. Me refiero a este pasaje: "Si alguna vez os proponéis abotagar el ingenio de un joven y anular su cerebro para cualquier tipo de pensamiento, entonces no podríais hacer n.ida mejor que darle a leer a lJegel.En efecto, estos mons­ truosos cúmulos de palahras que se anulan y contradicen entre sí hacen atorrncruarsc a la mente, que procura vanamente encontrarles algún senti­ do, hasta que fill:lllllcllIe se rinde de puro exhausta. De este modo, queda tan acabadamcntc destruida toda facultad de pensar que el joven termina por tomar por verdad profunda una verbosidad vacía y huera. El tutor que tema que su pupilo se torne demasiado inteligente para sus proyectos, po­ dría, pues, evitar esta desgracia, sugiriéndole inocentemente la lectura de Hegel». Jaspers dcclnr.i" sus tendencias uilul isra» con mayor franqueza todavía -si cabe""- que Heidegger. Sólo cuando estéis frente .t 1;1 Nada, a la aniqui­ lación ----procLllna Jaspers"----- podréis experimentar y apreciar la Existencia. A fin de vivir en el sentido esencial, es necesario vivir en crisis. A fin de gus­ tar la vida, no sólo hay que arriesgar, sino que también ¡hay que perder! Como se ve, Jaspers lleva incansablemente la idea historicista del cambio y del destino a su extremo nús siniestro. Todo debe perecer; todo termina en el fracaso. 1-1e ahí la forma en que la ley historicista del desarrollo se pre­ senta a un intelecto decepcionado. Pero, ¡enfrentad la destrucción y encon­ traréis la emoción de la vida! Sólo en las «situaciones marginales», sobre el filo que separa la existencia de b nada, podemos vivir realmente. La bendi­ 293 292 !! ción de la vida coincide siempre con el fin de su inteligibilidad, especial­ mente con las situaciones extremas y, sobre todo, con el peligro físico. No se puede saborear la vida sin saborear el fracaso. ¡Regocijaos pereciendo! Ésta no es otra filosofía que la del jugador, la del gángster. De más está decir que esta demoníaca «religión del Impulso y el Miedo, de la Bestia Vic­ toriosa o Acosada» (Kolnai)," este absoluto nihilismo en el sentido más completo de la palahra, no es un credo popular. Es más bien una confesión característica de un grupo esotérico de intelectuales que han rendido su ra­ zón y, con ella, su humanidad. Existe tamhién otra Alemania, la del pueblo ordinario cuya mente no ha sido envenenada con el devastador xistcm.i de la educación superior. Pero esta «otra» Alemania no es cienament.c la de sus pensadores. Verdad es que Alemania tuvo también algunos «otros- pensadores (entre ellos, principal­ mente, Kant); sin cmbarzo, la reseña que acahamos de reali:l.ar no es alcnta­ dora, y comparto plenamente la observación de !\oln;lÍ:"1 "quizá no sea... una paradoja mitigar nuestra decepción frente a la cultura .ilcrnnna, con la consideración de que, después de todo, existe otra A\eIll;lIli;l de Cenerales prusianos además de la A1cIll;lIli'l de los Pcnsadores p rusuuros». VI Hemos tratado ya de d<:ll1ostrar la identi(lad (kl historicislllo hegeliano con la [ilosofía del totalitarismo nH)(krno. 1(;11';1 vez se c(lInprem!e con toda claridad esta identidad. El historicixmo hq!,eliano se ha convcrt ido en el idioma de vastos círculos de intelectuales, incluso de ingcnuos .<antiLlscistas» e «izquierdistas». 1 lasta tal punto forma parte de su atl1lÚSfCLl im clcctual que, para muchos, ya resulta LUl poco pcrc<:ptihlc, y su l1l;lnifiesta dcsho­ nestiJad tan po<:o ovidcntc, con ro el .urc qU(' se respir;l. Sin cl1lhargo, algunos fililsofos racistas tienen plelLl conciencia dc la dcuda dc gratillld contraída con Hegel. Ejemplo d<: ello es 11. O. Zie t\lcr, quicu Cl\ su estudio sobre La Nación moderna, d<:serihe correct.arnente')! la introducción por part<: de Hegel (y de A. Mueller) de la idea de dos Espírit.us colcctivos concebidos como Personalid;](\cs», como la "revolución coperllic;uu de la h\osolú de la Nación». Puede hallarse otro ejemplo de esta conciencia de la si¡'>;llifica­ ción del hegelianismo --que podría ser de particular iutcrcs para los lccto­ res ingleses- en los juicios contenidos en una reciente historia alemana de la filosofía británica (por R. Metz, 1935). Se critica allí a un hombre de la ex­ celencia de T. H. Green, no, claro está, por la influencia recihida de llegel, sino por haber «caído en el típico individualismo inglés... Creen eludió las consecuencias radicales a que había llegado IIege],>. A IIobhouse, que lu­ 294 chó valientemente contra el hegelianismo, se le describe desdeñosamente como el representante de "una forma típica de liberalismo burgués, que se defiende de la omnipotencia del Estado,porque siente amenazada su liber­ tad por éste»; sentimiento que a mucha gente podría parecerle bien funda­ do. Y claro está que se alaba a Bosanquct por su auténtico hegelianismo. Pero el hecho significativo es que todo esto sea tomado con perfecta serie­ dad por la mayoría de los comentaristas británicos. He mencionado este hecho principalmente porque deseo demostrar lo difícil, y al mismo tiempo lo urgente, que es proseguir la lucha iniciada por Schopenhaucr contra esta superficial charlatanería (q uc el propio Hegel sondeó exactamente cuando dijo de su propia filosofía que era de «la más elevada profundidncl»). De este modo contribuiremos, por lo menos, a que la nueva generación se libere de este fraude intelectual, cl mavor quizá, en la historia de nuestra civilización y sus qUcrC.,[L1S con sus cncmiuos. ()uiz;Í ellos justifiquen, por fin, las expectativas de Sch0l'enhaucr, quien, en I X40 profetizó" que -vst.i colosal mistificación'> luhrfa de proporcionar «a Ll posteridad una fuente iU;lgolahlc dc sarc.ismo». (1 )oude se ve que el grau pesimista l uc capa:!. de un insólito opt.imisuu: eOJl respecto ,1 b poslcrid;l(l.) La farsa hegdi;llla Y'l ha hecho demasi,ldo daiio y ha Ileg:H1u cl mome-nto de detenerla. Dehemos hablar, aun al precio de mnncharno» .il tOC;lr esta es­ candalosa abominación que tan cl.tr.uncru« fue puesta al l\cseuhiert(1 ···in·· lortunadnmcnn- sin éxito-·· hace )';1 un siglo. [)cmasiados fil{'sofos han pa­ sado 1)01' alto las advort.cncins inccs.uucmcnrc repetidas por SciJop('llhauer; pero las olvidurou, no tanto en dctrimcn¡« propio (no les fue tan mal) COUIO en perjuicio de aquellos a quienes ensenah;lll )' de la tod" luuu.inid.ul. Paróccme, pnes, que Ll mejor forma de concluir d capitulo scr.i dejar la palabra a Se!Jopenhaller, el autinacioualist;[ que esnil,ió de flege! hace ya cien años: «Ejercil\ no sólo sobre la filosofía sino sobre todas las lornms de la Íitcraturn ~ennana, una influencia devastadora o, ll;lhbndo con m.is rif~or, alet.ar¡.>;ante y ---hasta casi podría decirse·····pcst ilcra, I':s deher de lodo aquel quc se sicut.a capa!, dc juZ!!"lI' con independencia, combatir esta infi.Ul'IKi,l te­ nazmente y en toda ocasión. Porqu«, si nosotros callamos, ¿ql1ihl f¡,¡hl.·frái'" 295 EL MÉTODO DE MARX Capítulo 13 EL DETERMINISMO SOCIOLÓGICO DE MARX Los colccrivisrn»... sienten el afán del progreso, la simpatía hacia los pobres; sc consumen en UIl ardiente sentido dc lo quc l:st;ímal y en el impulso hacia las gmn­ des acciones: cualidades todas 'lIle han faltado al libera­ lismo de las últimas é'1'0C<1S. Pl'rO su e¡ellei;1 se basa en un profundo m.ilcmcndido... y sus aecioncs son, por Jo tant.o, prolurtd.uncntc .,,"strue! iv;\s y rean:io llari;1s. Así, des! roZ;lIl los cora/'Olll's de los homhres, divitlt.'11 sus mentes y les pr'CSI'IlLlll .iltcru.uivu» in\posihks. WAL:nR I,II'I'MANN Siempre ha formado parte de la estrategi'l de la rebelión contra b liber­ tad «sacar partido de los sentimientos sin desperdiciar L1S propias cner~ías en vanos esfuerzos para destruirlos».' LIS ideas m.is c.uus a los hum.uuta­ ristas frecuentcmcnte han sido proclamadas a voz en cuello por sus morta­ les enemigos, quienes. de cste modo, entraron disfr;I/,'ldos de :ulligos al campo humanitarisra, provocando la desnni('>ll y confusión m.i» completas. La estratagema ha tenido, gcneralmentc, un gLlIl éxito, corno lo muestra el hecho de quc muchos luuuanit.uistns auténticos rcvcrcuci.in la idea platóni­ ca de Lt «justicia», la iclc.i medieval del ;lLItorit'lrisJ1lo "cristiano", b ¡dea de Rousscau de la «volulll:ad gClll'l"ai» o las idc'1s de ¡,'iclltc y Ilel~c1 de la di­ bcrrad uacional»." No ohsurnt«, este mciodo dc aS'lltar, dividir y confundir el campo hum.initarista, estructurando un.i quiniu columna intclcct u'JI, en ~ran parte inconsciente y, por lo t auto, doblemcnte chelz, a1c:lIl/'/) su ma­ yor éxito sólo después de quc cl hq,;c!iani.slllo se hubo cst:lbkcido como base de un movimiento verdaderamente hum.mit.uist a, a saber, cl marxis­ 1110, la forma más pura, m,ís dcsanollada y mis peli~rosa del historicismo, de todas las quc hemos examinado justa ahora. Resulta tentador explayarse sobre hs grandes similitudes que existen entre el marxismo, el ,üa hegeliana izquierda y su contraparte hscista, Sin embargo, seria pro!und.uncn te i nj listo pasar POl- alto la di [crcncia que las separa. Pese a que su origen intelectuales casi idéntico, no puede dudarse 296 del impulso humanitario que mueve al marxismo. Además, en franco con­ traste con los hegelianos del ala derecha, Marx realizó una honesta tentativa de aplicar los métodos racionales a los problemas más urgentes de la vida so­ cial. El valor de esa tentativa no es menoscabado por el hecho de que en gran medida no haya tenido éxito, según trataremos de demostrar. La ciencia pro­ gresa mediante el método de la prueba y el error. Marx probó, y si bien erro en sus principales conceptos, no probó en vano. Su labor sirvió para abrir los ojos y aguzar la vista de muchas maneras. Ya resulta inconcebible, por cjcm­ plo, un regreso a la ciencia social anterior a Marx, y es mucho lo que todos los autores ll1odernos le deben a éste, aun cuando no lo sepan. J':.sto vale es­ pecialmente para aquellos que no están de acuerdo con sus teoría.s, como en mi caso, no obstante lo cual admito 'lbienal1len\e que mi tr'lt'lIniento de Pla­ tón 1 y Ilegel, por ejemplo, lleva el sel\u inconfundible de su iniluencia. Nu se puede hacer justicia a Marx sin reconocer su sinceridad. Su am­ plitud de criterio, su sentido de los hcchos, su desconfianza de las meras pa­ labras y, en particular, de la verbosidad moralizante, le convirtieron en uno de los luchadores univCl"sales de 1I1'lyor influcnci,¡ contra la hipocresía y el fariseíslllo. Marx se sint ió movido pur el ardiente deseo de ayudar a los oprimidos y tuvo plcu.i conciencia de la necesidad de ponerse a prueba no sólo en las palabras sino también cu los hechos. 1)olado principalmcnte de talento tl'(írico, dcdicó ingentes esfuerzo,s a Iorj.u lo que él suponí;l las aro. mas científicas con que podría lucharse par'llllejorar hsuer(e de la gLlII m.i yorÍ:l de Jos hombres. A mi juicio, la sinceridad en la bLJsqncda de la verdad y su honestidad intelectual lo dislinguel1netalllenle de Illtlchos ele sus discí-­ pulos (si bien no escapó porcolllpicto, desgral'iadanlenle, a la infllll'llci'l co­ rmptora de uu.i educaci(~)n impregnada por la a(1ll<Íslcra de la dial(-nicl he gdiana, «destructora de toda illl"eligc ncia» I segLíLI Sdlolwnhauer), 1,:1 illll'!"(-s de Ma rx por la cicncia y la filosofía SOci'lics era, hrndalllelllahlH:IJle, de ca r<Ícler pract ico. S()lo vio en ell"<lltocimiclllo un luedio apropi'l<io p,¡ra pr(l­ mover el progreso del honJ!lre,'i ¿Por qué, entonces, atacar a Marx? I'ese a (-odo,s sus Ill(-ritos, Marx fue, a mi cnl:l'ndcr, LUI falso pro/-eu. Profeliz(-j soln'e el curso de h historia y SIlS profecías no resultaron cÍertas. Sin embargo, no es (-sta nli principal '1CUS;)-­ cron. Mucho m.is illlportallle es que haya cOIHlucido por la senda equivoca­ da a docenas dc poderosas mentalidades, convenciéndolas de que la [)rofe-­ cía histórica era el mél'odo científieo indicad(l para la resolnci<Ín de los problemas sociales. Marx es responsable de la dcv'lst,ldo influencia del ra método de pensamiento historicista en las filas de '1 uicncs desean defender la causa de la sociedad abierta. Pero, ¿es cieno que el marxismo sea una expresión pura del historicis­ mo? ¿No hay cierto grado de tecnología social en el marXlsmo? El hecho de 297 que Rusia haya realizado audaces y a veces exitosos experimentos en el cam­ po de la ingeniería social ha llevado a muchos a la conclusión de que el mar­ xismo, como ciencia o credo que sirve de base a la experiencia rusa, debe ser una especie de tecnología social 0, por lo menos, favorable a su práctica. Sin embargo, nadie que conozca un poco acerca de la historia del marxismo puede cometer este error. El marxismo es una teoría puramente histórica, una teoría que aspira a predecir el curso futuro de las evoluciLlnt~s económicas y, en especial, de las revoluciones. Como tal, no proporcionó ciertamente la base de la política del partido comunista ruso después de su advenimiento al poder político. Puesto que Marx había prohibido, prácticamente, toda tecnología social -a la que acusaba de utópica-" sus discípulos rusos se encontraron, en un principio, totalmente desprevenidn5 Y taltns de prepa·· ración para acometer las gr<1l1des empresas necesarias en el campo de la in­ geniería social. Como no tardó en comprender Lenin, de poco o nada ser­ vía la ayuda que podía prestar el marxismo en los problemas de la economía prácticl. «No cono7.CO a ningún socialista que se haya ocupado de estos problemas», expresó Lcuiu,' después de su advenimiento al poder; «nada de esto se halbb,\ escrito en los textos bolcheviques, o en 105 de los l1lenchevi­ ques». Tras un período de infructuosa experimentación, el llamado "período de la batalla cOIl1l1nista», Lonin decidió adoptar ciertas medidas que signifi­ caban, cn realidad, una rcgresi6n limitada y pasajera a la empresa priv:lc\a. La llamada N.E.P. (Nueva política Económica) y los experllllentos p\lste­ rjo rcs .-.pbnes quinquenales, etc.·-- no tienen ahsolutamentc nncla que ver con las teorías dd socialislno científico sllswntad:ls en otro tiempo por Marx y l.ngcls. No es posible apreciar cabalmcnte ni la situación 11eculiar cn que se cncolltn) Lenin antes de introducir el N.P.F.., ni sus cOllquisl<l.~, sin la debida consideración de este punto. Las vastas invest¡¡o;aciorll~s eCOnl1ll1i­ cas de Marx no roz.aron siquicra los problelIws de una política econ(")mica cOl1structiva, por ejemplo, la planific:\ción econ(lInica. COIl\O 'l<lmite Lcrun, di(icibt/cn/c húyülf.11l1 f1é/ldlna sobre I¡J. ¡,cllrw¡nfd de! soci¡;¡limw en la obra de M{lrX, apartc dl' esos iuútiles" lemas como el de dar «c,\da uno según su ca­ pacidad y a cad,l uno de acuerdo con su necesiebd". La ra'Ú')J) estriba en que la investigación eCOIH)lnica de Marx se 11;\1\::1 C(1111plctamente supulit;llb a su prof<:ti:t.:,r histórico. Pero cahc decir más 'lún.Marx destacó vehementc­ mente la oposición ex:istente entre el m("lOdo puramente historicista Y roda tentativa de rca1i:t,ar un :m:ilisis económico en función de una planificación racional. Marx acusó a 105 intentos de este tipo dc utópicos e ilícitos. En consccuencia, los marxistas ni siquiera estudiaron lo quc los llamados «eco­ nomistas burgueses» habían logrado cn este campo. Por su educación, se hallaban todavía menos preparados para la obra constructiva que los pro­ Marx creyó ver su misión específica en la liberación del socialismo de su trasfondo sentimental, moralista y visionario. El socialismo debía pasar de la etapa utópica a la científica;') debía basarse en el método cicntífico de la causa y el efecto y cn la predicción científica. Y puesto que suponía que la predicción cn el campo de la sociedad debía ser la misma que la profecía histórica, el socialismo científico habría de basarse cn el estudio de las cau­ sas y efectos históricos y, finalmente, en la profecía de su propio aclveni­ miento. Los marxistas, cuando cncucutran que sus teorías son blanco dc ata­ ques, se retiran a menudo a la posición de que el marxismo no es, primor­ dialmente, tanto una doctrina COIllO un método. Afirman, así, que aun en el caso de que alguna parte panicular de bs doctrinas de M:lrx o de algunos de sus discípulos fuera superada, su ruéroclo seguiría siendo incxpugnable. A mi entender, es pcrfcct.unentc correcto insistir en quc cl marxixmo consti­ tuye, Iund.uncrualmcurc. un m':todo. Pero ya no es tan correcto creer quc, C01ll0 método, haya de estar a salvo dc todo at:HjUe. 1,,/ hecho es, simple­ mente, quc todo aquel que quiera ju,gar almarxisnH) dcbcr.i ronsicicrarlo y critiearlocolllo método, es decir, quc tcndr:í qllc medirlo COII sus patrones metodológicos. Así, dcbcr.i preguntarse si es UII método fructífero o estéril, es decir, si es o no cap,l/, de estimular la labor de la cicnci.i. lk este modo, 105 patrones mediante los cuales debemos juzgar elll1t-lodo nurxisla son d(~ nat uralcv.a práctica. Al descrihi r al m.ux ismo como la forma más Jlura del historicisuu. creo lulwl" c!cj:,do hielJ sentado quc, .l mi juicio, el mérodo marxista es, en verdad, surnn mcntc pobre. ro Marx rnism» hubiera estado de acuerdo COII este cnloqu« practico de la crítica de su método, pues fue 01 In 10 de los primeros filósofos en desarro­ llar las concepciones denominadas, más tarde, <'praglll:ít iras». Marx se vio conducido a esa posición, creo )'ll, por su convencimiento de quc el polft.i­ co practico, con lo cual dehc cnt cndcrxc, por supnesto, el político socialis­ u, llccesitaha urgcrucmcntc un fundamento cicnt ílico. l,a ciencia, pensaba Marx, debe producir resultados pr<íeticos. i Miremos siempre los frutos, las consecuencias fll":ícticas de una tcorín! 1':Jlos IIOS hablan, incluso, de su cs­ tructur.i científica. Una teoría o una ciencia que no produce resultados pnicticos se limita a interpretar, tan sólo, el mundo en quc vivimos; sin cm­ haq"o, puede y debe hacer más, debe trausforrnar al mundo. «Los filósofos ·-escribió Marx en los albores de su carrera-JI sólo han interpretado al mundo de diversas maneras; lo importante, sin embargo, es cambiarlo.» Fue quizá esta actitud pr:lgm,úiea la que le hizo anticipar la importante teoría metodológica de los pragmatistas posteriores, de quc la tarea más caracte­ ristica de la ciencia no está en adquirir conocimientos sobre hechos pretéri­ tos, sino en predecir el futuro. pios «cconomistas burgueses». 298 299 Esta insistencia en la predicción científica -descubrimiento metodoló­ gico de gran importancia y significación para el progreso- no llevó a Marx, desgraciadamente, por el buen camino. En efecto, el argumento plausible de que la ciencia puede predecir el futuro sólo si el futuro se halla predetermi­ nado --si el futuro, por así decirlo, se halla presente en el pasado, incrustado en éste-·-lo condujo a sustentar la falsa creencia de que un método riguro­ samente científico debe basarse en un determinismo rígido. Las «inexorables leyes» de la naturaleza y del desarrollo histórico, de Marx, revelan nítida­ mente la influencia de la atmósfera laplaciana y de los materialistas france­ ses. Pero actualmente podemos decir que la creencia de que los términos «científico» y «determinista» son, si no sinónimos, al menos miembros de una pareja inseparable, es una de las tantas supersticiones de otros tiempos que todavía no han caducado cornpleramcntc." Puesto que nuestro interés se centra principalmente en las cuestiones de método, debernos felicitarnos de que al examinar el aspecto metodológico sea totalmente innecesario em­ barcarse en una polémica con respecto al problema metafísico del dctcrmi­ nisrno. En efecto, cualquiera que fuere el rcsu lt.ado de esas controversias metafísicas -como, por ejemplo, la relación entre la teoría de los quanta y el «libre albedrfov-s- hay, sin embargo, algo seguro. No existe ningún tipo de determinismo, ya sea que se lo exprese como el principio de la uniformi­ dad de la naturaleza o como Ía ley de la causacióu universal, que pueda se­ guir siendo considerado un supuesto necesario del método cicnr.iiico; en efecto, la física, la más adelantada de todas las ciencias, nos ha demostrado, no sólo que puede arreglarse sin semejantes supuestos sino también que, hasta cierto punto, hay hechos que los contradicen. No puede decirse, por consiguiente, que el método científico lavorczca la adopción del deiermi­ nismo estricto. La ciencia puede ser rigurosamente científica sin necesidad de este supuesto. Claro que no cabe culpar a Marx. de haber sostenido lo contrario, cuando los mejores hombres de ciencia de su época adoptaron idéntica actitud. Cabe advertir que no fue tanto la doctrina abstracta, teórica, dd deter­ minismo lo que desvió a Marx del buen camino, sino más bien la influencia práctica de esta doctrina sobre su visión del método científico, sobre su vi­ sión de los objetivos y posibilidades de una ciencia social. La idea abstracta de las «causas'> que «determinan» las evoluciones sociales es, como tal, per­ fectamente inofensiva mientras no conduzca al historicisrno. Y, en verdad, , no hay ninguna razón para que esta idea haya de inducirnos a adoptar una actitud historicista hacia las instituciones sociales, en extraño contraste con . la actitud evidentemente tccnologica asumida por todo el mundo y, en par­ ticular, por los deterministas, hacia el maquinismo mecánico o eléctrico. No hay ninguna razón para que creamos que, entre todas las ciencias, ha de ser 300 la ciencia social la única capaz de realizar el viejo sueño de poder revelar 10 que el futuro nos reserva. Esta creencia en la adivinación científica no se basa solamente en el determinismo; su otro fundamento reside en la confu­ sión entre el concepto ele Ja predicción científica, tal como la conocemos en el campo de la fí.~jca o de la astronomía, y las profecías históricas a gran es­ cala, qllC nos anticipan en grandes líneas las tendencias principales del futu­ ro desarrollo de [a sociedad. Estos dos tipos de predicción son sumamente diferentes (como he tratado de demostrar en otra parte)," y e] carácter cien­ tífico del primero no constituye argumento alguno en favor del carácter científico del segundo. La concepción historicista de Marx de los objetivos de la ciencia social trastornó profundameIlte el pragmatismo que originalmente lo había indu­ cido a insistir sobre la función predictiva de la ciencia. Ella lo obligó a mo­ dificar su idea original dc quc la ciencia podía y debía lransformar al mun­ do. En efecto, si había de existir una ciencia social y, en consecuencia, el profetizar Ínstórico, el curso principal de la historia debÍ:! hallarse predeter­ minado y ni la buen'l voluntad ni la raz,)n tendrían facuit'ldes suficientes para alterarlo. Todo lo que nos lJuedaba por hacer, dentro del radio de una interferencia razolJablc, era asegurarnos, mediante la profecía histórica, cu.il sería el curso de este desarrollo. «Cuando UI];] socied;Jd ha descul1ie!"lo"....ex.. presa Marx ('U su obra El CtlJnúl...._I .1 1:1 ley n.u ura l que clctcrmina su propio movirniellto ... aun entonces no puede ui superponer las fases naturales de su evolución, nj desecharlas de un pIumazo. Pero si puede hacer esto: abreviar y disminuir ¡os dolores del nacinricnro.» IIe ;thí, pues, las idcas que llevaron a Marx a arusnr de '<utopistas" ;1 todos aquellos que mi,.;tscll las institucio.­ nes sociales con los ojos del ingeuiero social, consi<ier;índlllas sujetas a la ra.. zón y voluntad humanas, y como parte de un.i esfera susceptihle de ser pb .. nificadn racionalmcllte. Para Murx, estos «utopistas» internaban vanamente guiar con sus fdgilcs manos humanas la colosal nave de la sociedad contra las corricuros y tormentas natura les de la historia. Todo lo que un hOlllbre de ciencia podía hacer en csrc caso, pCllsaba Marx, era pronosticar las tem­ pestades y remolinos por arnicipado. Sus servicios pr;lcticos se reducirían, por cousiguiciu«, a cru rt.ir una advertcllcia (';lda vez (¡ue un a roriucnr.i ame­ nazase desviar la llave dd rumbo correcto (¡claro qlle el rumbo correcto era el de la izquierda!), o a aconsejar a los pasajeros colocarse de ta] o cual lado de la nave. Marx pensó que la verdadera tarea del soci;:dis11l0 científico era la anunciación de la nueva era socialista. Sólo mediante esta anunciación -sostenía- puede contribuir la enseñanza socialista científica a configurar un mundo socialista, cuyo advenimiento es posible facilitar, haciendo cons­ cientes a los hombres del cambio inminente, así como también de los pape­ les que cada uno csui destinado a cumplir en el drama de la historia. De este 301 modo, el socialismo científico no es una tecnología social, pues no nos en­ seña los medios y formas de crear instituciones socialistas. Las ideas de M arx acerca de la relación que media entre la teoría socialista y la práctica nos revelan el grado de pureza de su concepción historicista. El pensamiento de Marx fue, por muchos conceptos, un producto de su tiempo, tiempo en que todavía estaba fresco el recuerdo de aquel gran te­ rremoto histórico que fue la Revolución Francesa. (Revivido por la revolu­ ción de 1848.) Marx sentía que una revnlución semejante no podía ser orga­ nizada y llevada a cabo por la r;lZón humana. Sin embargo, bien hubiera podido ser prevista por una ciencia social historicista; el conocimiento sufi­ ciente de la situación social habría revelado, a no dudarlo, sus causas. Que esta actitud historicista era bastante típica de la época se desprende de la es­ trecba similitud entre el historicismo de Marx y el dc ], S. Mil!. (Análoga, por otra parte, a la sen1l'jan/.a entre las filosofías historicistas de sus prede­ cesores Hegel y COl\lte.) Marx no tenía una opinión muy e1cv;uh de los «economistas burguescs COIl\O ... J. S. Mill»," a quien considerah,\ un típico representante de "un sincretismo insípido y sin cerebro». Si hien es cierto que en algunas ocasiones Marx revela cierto respeto por las "tendencias mo­ dernas» del "economista [il.mrrópico- Mili, me p;\rcce qne existen amplias pruebas circnnstanciales de que no es posihle suponer que Marx haya reci­ bido una influencia directa de las opiniones de aqu{~l (o Comt c) sobre los métodos de la ciencia social. la coincidencia entre las ideas de Marx y las de Mili es, por lo tanto, unto m.is I\utahlc. Así, cu.mclo Marx declara en el pre­ facio de Fl elpilal que: ,,1".1 uhjct.o fUl\ll.lIJlel\L\l de esta ohra ('S exponer la... ley dell\lovimiento de la socicd;ld 1l\()(icl"lla.>,I<'\¡iell podría haber manifes­ tado que estaba llevando a la pr.iciica el progl'aIlla de MilI: d':l \)roh1cma fundamental de la ciencia s,)cial cOl\sistl' en enCOIIIr.ir la ley de acuerdo con la cual un ¡':stado dado ele L\ sociedad produce el Fs1;Hlo si¡.',uientc que p;\sa, así, a reemplazarlo». Mili percihiú con toda lucidez h posihilidad de lo que denumin(¡ <dos dos tipos de inda¡.',aci(in sociológicJ», de los cuales, cl pri .. mero corrcspollde cstrcdlanlcnte a lo que nosotros hemos dellol\linado n-e­ nolo¡.',ía social y, el sC¡.',lIl1do, a L\ profecía historicisL\; pues hicu, Mili se in­ clinó por esta última, a la que definió COIllO "ciencia f;eneral de b sociedad mediante la cual dehcn restringirse y COllt I"lllarse las construcciones ele la una rama más específica de la investi¡.',ación». 1,'.stacicncia general de la so·· eiedad se basa en c11)rincipio de causalidad, dc acuerdo con b concepción que tiene Mili del método científico; y él llama a este análisis causal de la so­ ciedad con el nombre de "Método Histórico)" Los «estados de la socic­ dad»17 de Mili con "propiedadcs... mudahles... de una edad a otra» equiva­ len exactamente a los «períudos históricos" de Marx, y también su creencia optimista en el progreso se asemeja a la de Marx, si bien cOl11l1ucha más in­ 302 genuidad que su gemelo dialéctico. (Mill pensaba que el tipo de movimien­ to «al cual deben ajustarse los negocios humanos ... debe ser. .. uno u otro', de los dos movimientos astronómicos posibles, a saber, una «órbita» o una «trayectoria». La dialéctica marxista no está tan segura de la simplicidad de las leyes del desarrollo histórico y adopta una combinación, por así decirlo, de los dos movimientos de Mili, algo así corno un movimiento ondulatorio o en tirabuzón.) Existen todavía ¡m1S similitudes entre Marx y Mill; los dos, por ejemplo, se declaraban insatisfechos con el liberalismo dellaisscz··j;úrc y ambos tra­ taron de suministrar mejores fundamentos para llevar a la practica la idea esencial de la libertad, Pero existe una importante diferencia en sus respec­ tivas concepciones del método ele la sociología. MilI creía que el estudio de la sociedad podía reducirse, en última instancia, a la psicología, y que las le­ yes del desarrollo histórico podían explicarse en función de la naucralcza humana, de las «leyes de la mcm c» y, en particular, de su car.ictcr progrc­ sista. «El carácter progresista del géllero humano -v-cxprcsa Mill····_· es el fundamento sobre el C11;1I se ha lcv.uuudo ... l.IU mélOelo de... la ciencia social, muy superior a... los procedimientos ... anteriormente ... prcvaiccicrucs ... "i< La teoría de qUL' la sociologÍ;\ debe poder reducirse, en principio, a la pxico­ logia social> por d¡Fí'cil que resulte esta reducción debido a las complic.icio­ ncs derivadas de la irucr.icción de innumerables individuos, bo\ alcalizado gran au¡.',e entre muchos pensadores y es, en realidad, U 11;\ de las teorías quc con frccuenci,\ S(' dan si mplcmcru.c por sentadas. Aqui lLuuarcmos psico­ !ogislrlo 1'¡ (metodológico) a este enfoque de la s()(:iolo¡.',ia. Mil1-,\hora po demos dccirlo->- creía en el psicologismo, pero no, en cambio, Marx. «Las relaciones jurídicas ······aseveró i;ste·-···'~o y las diversas estructuras políticas no pucdcn.,; explicarse por medio de ... lo que se ha IL\Iludo el "car.utcr Pl'O­ gresisu" gel\er;)l de la mente human.i.» ()ui¡:á el mayor mérito de Marx corno sociólogo sea el de haher puesto en tela de juicio el psicologismo. Fn efecto, con esto se ahri,', el c.uuino hacia 1.1 na concepci(')!\ mis penetrante de un reino específico de leyes sociológicas y de una sociologí;¡ por lo menos parci.ilmcnrc .un.ótu una, I.'~n los capítulos siguientes cxplicarcl\\os algulIos puntos del método de Marx, tratando siempre de insistir cspcrialrucntc en aquellas ide;\s que crea­ mos de mayor mérito. Por esta razón, pasaremos a tratar cn seguida el uta­ que de Marx contra el psicologismo, es decir, sus argumentos en favor de una ciencia social autónoma, irreductible a la psicología. Sólo después de su examen, trataremos de demostrar la debilidad fatal y las perniciosas conse­ cuencias de su historicisrno. 303 Capítulo 14 LA AUTONOMÍA DE LA SOCIOLOGÍA Puede hallarse una concisa formulación de la oposición de Marx al psi­ cologismo,' es decir, a la plausible teoría de que todas las leyes de la vida so­ cial deben ser reductibles, en última instancia, a las leyes psicológicas de la «naturaleza humana», en su famosa sentencia: «No es la conciencia del hombre la que determina su vida, sino m.is bien la vida social la que deter­ mina su conciencia»." La función del presente capítulo, así como también la de los dos siguientes, consistirá, ante todo, en dilucidar este aforismo. y me apresuro a declarar que al pasar a examinar lo que a mi juicio constituye el antipsicologislllo de Marx, estaré tratando u na concep•.:il'JIl que comparto. Como ejemplo elemental y también corno primer paso en nuestro exa­ men, podemos referirnos al problema de las llamadas rq~las de la exogamia, esto es, el problema de la explicacillll de la vasta distribucil)n entre las más diversas culturas humanas, de leyes matrimoniales ideadas ap;trentemente para impedir las uniones dentro de las mismas Familias. Mili y sn escuela psicologista de la sociología (a la cual sc plegaron luego muchos psicoana­ listas) quería explicar esas reglas acudiendo a la «naturaleza hum.ura», por ejemplo, a una especie ele adversión instintiva al incesto (desarroILllLl, tal vez, a través de la selección natural, o bien, a través de la ',represilíll»), y la explicación ingenua o popnlar no parecería diferir gran cosa de esta posi­ ción. Adoptando el punto de vista expresado en la frase de M;lrx, cahría preguntarse, sin embargo, si no scr.i al revés, es decir, si el .iparcruc instinto no será más bien producto de la educación y efecto m.is que causa de las reglas y tradiciones sociales que exigen la exog,lmia y prohíben el incesto.] Está bien claro que estos dlls enfoqnes corresponden exactamente al .uui­ guo problema de si las leyes sociales son «naturales'> o «convencionales» (tratado exhaustivamente en el capítulo 5). En una cu<:stión corno la esco­ gida aquí a modo de ejemplo, resultaría difícil determinar cuál de las dos teorías es la correcta, esto es, si la explicación por e] instinto de las reglas so­ ciales tradicionales, o la de ese aparente instinto por las reglas sociales tra­ dicionales. En un caso semejante se demostró, sin embargo, la posibilidad de decidir estoS problemas por medio de la cxpcrirncntacióu; nos referimos al de la aversión aparentemente instintiva que todos experimentamos hacia li I 304 las serpientes. Esta aversión encierra consigo una fuerte presunción en fa­ vor de su carácter instintivo o «natural», en razón de que no sólo la presen­ tan los hombres, sino también todos los grandes simios antropoideos y la mayoría de los monos. Y sin embargo, los experimentos parecen indicar que este miedo es convencional. Parece, ser, en efecto, un producto de la educación, y no sólo en el género humano, sino también, incluso, en la de los chim­ pancés, puesto que" tanto los niños pequeños como los chimpancés jóvenes a quienes no se les ha enseñado a temer a las serpientes no revelan la pre­ sencia de ¡'nstinto alguno. Este ejemplo debe servirnos de advertencia. En efecto, nos encontramos aquí frente a una aversión aparentemente univer­ sal, aun m;ís allá de los límites del género humano, y si bien del hecho dc la no universalidad dc U11 h.ibito podríamos concluir que IlO se halla fundado en un instinto (pero hasta este argumento es peligroso, PUl:S existen costum­ bres sociales que ohligan a la supresión de los instintos), no puede afirmar­ se, ciertamente, la recíproca. La universalidad de cierto rasgo de conducta no conxutu yc un ;\rgumento decisivo en favor de su car.ictcr instintivo o de su arraigo en LI «n.uuralcza humana». Esperamos lJue esas consideraciones sirvan para clcmoxt.rur 10 ingenuo que es suponer que lodas LIs leyes sociales deben poder derivarse, en prin­ cipio, de la psicología de la «naturaleza humana»; pl:ro este an;ílisis es toda­ vía, con todo, Instante burdo. A fin de avanzar otro paso, podemos tratar de analizar de Forma más directa la tesis principal del psicologisJllo, vale de­ cir, la teoría de que siendo la sociedad el producto de las mentes iutcruc­ ruantes, las kyes sociales dehen ser reductibles, en última instancia, a IeYl:S psicoi<"ígicas, puesto que los sucesos de la vida social, incluidas sus convcn­ CiOIICS, dehcll ser el producto de causas provcuicru.cs de las mentes de los hombres individu.ilc«, 1"rente a la tcoría del psicologismo, los defensores de la autonomía de la sociología pueden oponer ideas instuucionalistas,' Pueden señalar, unte todo, que ninf;un;l ncción pocir.i explicarse jamás teniendo cr: cuenta tan Slílo las motivaciones 11lI1l1;1IJaS; si ('stas (o cualquier otro concepto psicológico o conrluct ista) han lit: ;\p;\recer en la explicación, entonces deber.in ser com­ p\emenLllhs por medio de una referencia a la situación geneLll y, especial­ mente, al medio circundante. Ln el caso de las acciones humanas, este medio es, en considerable medida, de naturaleza social, de tal modo que nuestras acciones no pueden xcr explicadas sin una expresa referencia al medio social en que vivimos, a las instituciones sociales y a su modo particular de fun­ cionar. I':s imposible, por consiguiente -podrían argüir los institucionalis­ tas-··- reducir la sociología a un análisis psicológico o conductista de nues­ tras acciones; cualquier análisis de este tipo, por el contrario, presupone a la sociología, la cual no puede depender enteramente, por consiguiente, del 305 análisis psicológico. La sociología, o en todo caso una parte importante de ella, debe ser autónoma. Contra esta opinión, los adeptos al psicologismo pueden replicar que están perfectamente dispuestos a admitir la gran importancia de los factores ambientales, ya sean naturales o sociales, pero que la estructura (puede ser que prefieran la palabra de moda, «patrón» o «pauta» [patternJ) del medio social, a diferencia del medio natural, es obra del hombre y debe ser expli­ cable, en consecuencia, en función de la naturaleza humana, de acuerdo con 10 sostenido por la teoría psicologista. Por ejemplo, la institución típica que los economistas denominan «mercado» y cuyo funcionamiento constituye el objeto primordial de sus estudios, puede derivarse, en última instancia, de la psicología del «hombre económico» o, para utilizar la terminología de Mill, de los «fenómenos psicológicos... de la persecución de la riqueza»." Ade­ más, los partidarios del psicologismo insisten en que se debe a la estructura psicológica peculiar de la naturaleza humana el que las instituciones desem­ peñen un papel tan importante en nuestra sociedad y el que, una vez esta­ blecidas, demuestren cierta tendencia a convertirse en una p'lrte tradicional y relativamente fija de nuestro medio circundante. Finalmente -y éste es el punto decisivo-e- el origen como así también el desarrollo de las tradiciones debe ser explicable en [unción de la naturaleza humana. Cuando rastreemos el origen de las tradiciones e instituciones, encontraremos que su introduc­ ción puede explicarse en términos psicológicos, puesto que, con uno u otro fin, han sido ideadas por el hombre, y bajo la influencia de ciert,ls motiva­ ciones. Aun cuando éstas se hayan olvidado con el transcurso del tiempo, este mismo olvido, así como también nuestra prontitud para aceptar insti­ tuciones cuya finalidad nos resulta oscura, se basa, a su vez, en la naturaleza humana. De este modo, «todos los fenómenos ele la sociedad son fenóme­ nos de la naturaleza humana»,' como dijo Mili, y «las leyes de los fenóme­ nos de la sociedad no son ni pueden ser más que las leyes de las acciones de los seres humanos», vale decir, «las leyes de la naturaleza humana indivi­ dual». Los hombres no se transforman "por el solo hccho ele educarse jun­ tos, en otra especie distinta...».H Esta última observación de Mili pone de manifiesto uno de los aspectos más encomiables del psicologislllo, '1 saber, su sana oposición al colectivis­ mo y al holisrno, y su rechazo del romanticismo de Rousscau o He¡.;el con su voluntad general o su espíritu nacional y, quizá, su mentalidad de grupo. El psicologismo tiene razón, a mi juicio, sólo en la medida en que insiste so­ bre lo que podría llamarse «individualismo metodológico», en oposición al «colectivismo metodológico»; así, insiste acertadamente en que la «conduc­ ta» y las «acciones» de los colectivos, tales como los Estados o grupos so­ ciales, deben reducirse a las conductas y a las acciones de los individuos hu­ 306 manos, pero la creencia de que la elección de este método individualista su­ pone la elección de un método psicológico es errónea (como veremos más abajo en este mismo capítulo), aun cuando a primera vista pudiera parecer muy convincente. Y que el psicologismo, aparte de su recomendable méto­ do individualista, se mueve sobre un terreno bastante peligroso, se despren­ de de los siguientes pasajes del argumento de MilI. En efecto, se comprueba en ellos que el psicologismo se ve obligado a adoptar métodos historicistas. La tentativa de reducir los hechos de nuestro meclio social a hechos psico­ lógicos nos obliga a lanzarnos a la especulación sobre orígenes y cvolucio­ nes, Al analizar la sociolo¡.;ía de Platón, tuvimos oportunidad de justipreciar los dudosos méritos de un enfoque semejante de la ciencia social (véase el capítulo 5). Ahora, al hacer la crítica de Mili, trataremos de darle el golpe de gracia. Es, sin duda, el psicologismo lo que fuerza a Mili a adoptar el método historicista, tanto que tiene, incluso, una vaga conciencia de la esterilidad o pobreza del lustoricismo, como se deduce de sus tentativas de explicar esta esterilidad s6ülando las dificultades provenientes de b tremenda compleji­ dad de la interacción de tantas mentes individuales. «Si bien es... impe­ rioso -.-declara....·.. no introducir nunca una generalización... en las ciencias sociales hasta no haber encontrado un apoyo suficiente en la naturaleza humana, no creo que nadie se atreva a afirmar que hubiera sido posible, par­ tiendo del principio de la naturaleza hum.ura y de las circunstancias genera­ les de la posición de nuestra especie, determinar tI priori el orden en que ha­ bría de tener lugar el desarrollo humano y predecir, en consecuencia, los hechos geneL\les de la historia hasta L\ epoca actual.>" I.a razón que nos da es la de que «después de los pm:os términos iniciales de la serie, la influen­ cia ejercida sobre cada nueva gel1eLlción por las generaciones precedentes se torna... cada vel'. m.is prcporulcr.inrc con respecto a todas las dermis in­ fluencias. (En OtL1S palabras, el medio social adquiere un influjo dominan­ tc.) Serie tan larga de acciones y reacciones... no podría ser abarcada por las facultades humanas ... », Este argumento y, en especial, la observación de Mili acerca de ,dos po­ cos términos iniciales de la serie», constituye una sorprendente revelación de la debilidad de la versión psicologista del liistoricismo. Si todas las uni­ formidades de la vida social. las leyes de nuestro medio social, de nuestras instituciones, ctc., han ele ser explicadas, en última instancia, por las «accio­ nes y pasiones de los seres humanos», y reducidas a éstas, entonces un en­ foque semejante nos llevará, no sólo a la idea del desarrollo histórico causal, sino también a la idea de los pasos iniciales de dicho desarrollo. En efecto, la insistencia en el origen psicológico de las reglas o instituciones sociales sólo puede significar quc su existencia puede remontarse a un estado en que su 307 introducción dependía únicamente de factores psicológicos o, dicho con más precisión, en que no dependía de ninguna institución social establecida. Así, el psicologismo se ve forzado, le guste o no, a operar con la idea del co­ mienzo de la sociedad y con la idea de una naturaleza y una psicología hu­ manas tales como existieron con anterioridad a la sociedad. En otras pala­ bras, la observación de Mill relativa a «los pocos términos iniciales de la serie» del desarrollo social no es un desliz accidental, como quizá pudiera suponerse, sino la expresión exacta de la desesperada posición a que se vio abocado. Y decimos que es desesperada porque esta teoría de una naturale­ za humana presocial para explicar los fundamentos de la sociedad -versión psicologista del «contrato social»- no sólo es un mito histórico, sino tam­ bién -valga la expresión-un mito metodológico. No creemos que a nadie se le ocurra sostenerlo seriamente, pues existen todas las razones para creer que los hombres, o mejor dicho, sus antepasados, fueron sociales antes de ser humanos (teniendo en cuenta, por ejemplo, que el idioma presupone una sociedad). Pero esto significa que las instituciones sociales y, con ellas, las uniformidades sociales típicas o leyes sociológicas'? deben haber existi­ do con anterioridad a lo que alguna gente parece complacerse en llamar «naturaleza humana» ya la psicología humana. Si hemos de intentar reduc­ ción alguna, será más conveniente, por lo tanto, tratar de efectuar la reduc­ ción o interpretación de la psicología en función de la sociología, quc a la inversa. Esto nos conduce de regreso al aforismo de Marx transcrito al comen­ zar este capítulo. Los hombres -a saber, las mentes humanas, las necesida­ des, las esperanzas, los temores y expectativas, los móviles y aspiraciones de los seres humanos-- son, a lo sumo, el producto de la vida en sociedad y no sus creadores. Debemos admitir, sí, que la estructura de nuestro medio so­ cial es obra del hombre en cierto sentido, que sus tradiciones e instituciones no son ni la obra de Dios ni la de la naturaleza, sino el resultado de las ac­ ciones y decisiones humanas, pudiendo ser modificadas, asimismo, por és­ tas; pero insistimos en que esto no significa que hayan sido diseñadas cons­ cientemente y que sean explicables en función de necesidades, esperanzas o móviles. Muy por el contrario, incluso aquellas que surgen como resultado de acciones humanas conscientes e intencionales son, por regla general, los subproductos indirectos, involuntarios y, frecuentemente no deseados, de di­ chas acciones. «Sólo un reducido número de instituciones sociales son dise­ ñadas deliberadamente, en tanto que la gran mayoría "crecen" simplemen­ te, como resultado involuntario de las acciones humanas», según dijimos antes.'! Y ahora podríamos agregar que incluso la mayoría de las pocas ins­ tituciones que fueron introducidas conscientemente y con éxito (por ejem­ plo, una universidad recién fundada o un sindicato), no evolucionan de acuerdo con nuestros proyectos, debido, como siempre, a las repercusiones sociales involuntarias resultantes de su creación deliberada. En efecto, ésa no sólo incide sobre otras muchas instituciones sociales, sino también sobre la «naturaleza humana», es decir, sobre las esperanzas, temores y ambicio­ nes, primero, de aquellos involucrados más de cerca y, luego, frecuente­ mente, de todos los miembros de la sociedad. Una de las consecuencias de ello es que los valores morales de una sociedad -las exigencias y propues­ tas reconocidas por la totalidad o la casi totalidad de sus miembros-e- se ha­ llan íntimamente ligados con sus instituciones y tradiciones, y que no pue­ den sobrevivir a la destrucción de las instituciones y tradiciones de una sociedad (como se ind icó en el capítulo 9 cuando se cxami nó la decisión de los revolucionarios radicales de «limpiar los licnzos»). Todo eso vale con mayor razón para los períodos más antiguos del de­ sarrollo social, esto es, para la sociedad cerrada, donde la creación delibera­ da de una institución constituye un suceso en extremo excepcional, si no absolutamente imposible. En la actualidad, las cosas pueden empezar a ser de otro modo, dehido al avance, si bien lento, de nuestro conocimiento de la sociedad, esto es, debido al estudio dc las repercusiones involuntarias de nuestros planes y acciones; y día llegará en que los hombres sean, inclu­ so, los creadores conscientes de una sociedad abierta y, de este modo, de buena parte de su propio destino. (Como veremos en el próximo capítulo, Marx alentaba esa misma csperanza.) Pero todo esto es, cu parte, una cues­ tión d.e grado, y si bien podemos aprender a prever muchas de las consc­ cucncias involuntarias de nuestras acciones (el objc:to principal de toda tcc­ nología social), siempre qucclar.i un amplio margen para las que no seremos capaces de prever; El hecho de que el psicologislllo se vea obligado a operar COll la idea de un origen psicológico de la sociedad constituye, :1 mi juicio, el argumento decisivo en su coutr.i. Pero cst o no quiere decir que sea el único. (¿ui:r.á la crítica de más peso que pueda liacérsclc al psicologismo sea la de que no ha logrado comprender la principal tarea de las ciencias sociales explicativas. No consiste esta, como creen los historicistas, en profetizar el curso fu­ turo de la historia, sino más bien en descubrir y explicar las relaciones de dependencia menos evidentes que actúan dentro de la esfera social, en po-­ ner de manifiesto las dificultades que obstruyen la acción social, en estudiar --por así decirlo-e- la densidad, la fragilidad o la elasticidad de la materia social y su resistencia a nuestras tentativas de modelarla a nuestro antojo. A fin de aclarar este punto, pasaremos a describir brevemente una teoría ampliamente difundida pero que presupone lo que es, a nuestro juicio, el opuesto mismo del verdadero objetivo de las ciencias sociales: nos referi­ mos a lo que hemos dado en llamar «teoría conspirativa de la sociedad». 308 309 Sostiene ésta que los fenómenos sociales se explican cuando se descubre a los hombres o entidades colectivas que se hallan interesados en el acaecimiento de dichos fenómenos (a veces se trata de un interés oculto que primero debe ser revelado), y que han trabajado y conspirado para producirlos. Esta concepción de los objetivos de las ciencias sociales proviene, por supuesto, de la teoría equivocada de que todo lo que ocurre en la sociedad -especialmente los sucesos que, como la guerra, la desocupación, la po­ breza, la escasez. etc., por regla general no le gustan a la gente- es resulta­ do directo del designio de algunos individuos y grupos poderosos. Esta teo­ ría se halla ampliamente difundida y es más vieja aún que el historicismo (que, como lo demuestra su forma teísta primitiva, es un producto derivado de la teoría conspirativa). En sus formas modernas es, al igual que el mo­ derno historicismo y cierta actitud contemporánea hacia «las leyes natura­ les», un resultado típico de la secularización de una superstición religiosa. Ya ha desaparecido la creencia en los dioses homéricos cuyas conspiracio­ nes explicaban la historia de la guerra de Troya. Así, los dioses han sido abandonados, pero su lugar pasó a ser ocupado por hombres o grupos po­ derosos -siniestros grupos opresores cuya perversidad es responsable de todos los males que sufrimos- tales como los Sabios Ancianos de Sion, los monopolistas, los capitalistas o los imperialistas. Lejos de mí la intención de afirmar que jamás haya habido conspiración alguna. Muy por el contrario, sé perfectamente que éstas constituyen fenó­ menos sociales típicos y adquieren importancia, por ejemplo, siempre que llegan al poder personas que creen sinceramente en la teoría de la conspira­ ción. Y la gente que cree sinceramente que se halla dotada de la facultad de hacer un paraíso en la Tierra, suele inclinarse por la teoría conspirativa complicándose a veces en contraconspiraciones dirigidas hacia conspirado­ res inexistentes. En efecto, la única explicación que se les ocurre para su im­ posibilidad de crear dicho paraíso son las malignas intenciones del Diablo que se halla especialmente interesado en conservar el infierno. Que existen conspiraciones no puede dudarsc. Pero el hecho sorpren­ dente que, pese a su realidad, quita fuerza a la teoría conspirativa, es que son muy pocas las que se ven finalmente coronadas por el éxito. ros conspira­ dores raramente llegan a consumar su conspiración. ¿Por qué? ¿Por qué los hechos reales difieren tanto de las aspiraciones? Simplemente, porque esto es lo normal en las cuestiones sociales, haya o no conspiración. La vida social no es sólo una prueba de resistencia entre gru­ pos opuestos, sino también acción dentro de un marco más o menos flexi­ ble o frágil de instituciones y tradiciones y determina -aparte de toda ac­ ción opuesta consciente- una cantidad de reacciones imprevistas dentro de este marco, algunas de las cuales son, incluso, imprevisibles. 310 Tratar de analizar estas reacciones y de preverlas en la medida de lo po­ sible es, a mi juicio, la principal tarea de las ciencias sociales. Su labor debe consistir en analizar las repercusiones sociales involuntarias de las acciones humanas deliberadas, esas repercusiones cuyo significado, como ya diji­ mos, ni la teoría conspirativa ni el psicologismo pueden ayudarnos a ver. Una acción que se desarrolle exactamente de acuerdo con su intención no crea problema alguno a la ciencia social (salvo la posible necesidad de expli­ car por qué, en ese caso particular, no se produce ninguna repercusión in­ -voluntaria). Podemos utilizar a manera de ejemplo para aclarar la idea de acción involuntaria una de las acciones económicas más primitivas. Si un individuo quiere comprar urgentemente una casa, podemos suponer con certeza que no tendrá el menor deseo de elevar el precio de venta de las ca­ sas en el mercado. Pero el solo hecho de que aparezca en el mercado como comprador tenderá a subir los precios. Y las mismas observaciones caben para el caso del vendedor. También podemos tomar otro ejemplo de un cam­ po completamente distinto; supongamos que un hombre decide hacerse un seguro de vida; lo más probable es que no tenga la menor intención, al ha­ cerlo, de estimular a la gente para que invierta su dinero en acciones de la compañía de seguros; sin embargo, éste será uno de los resultados de su de­ cisión. Se desprende claramente de aquí que no todas las consecuencias de nuestras acciones son voluntarias o queridas y, en consecuencia, que la teo­ ría conspirativa de la sociedad no puede ser cierta, pues equivale a sostener que todos los resultados, incluso aquellos que a primera vista no parecen obedecer a la intención de nadie, son el resultado voluntario de los actos de gente interesada en producirlos. Estos ejemplos no refutan al psicologismo con la misma facilidad con que echan por tierra la teoría conspirativa, pues bien podría argüirse que es el conocimiento, por parte de los vendedorcs, de la presencia del comprador en el mercado y su esperanza de obtener un precio mayor -en otras pala­ bras, factores psicológicos-- los que explican las rcpercusiones descritas. Claro está quc esto es perfectamente cierto; pero no debemos olvidar que este conocimiento y esta esperanza no son los datos (j ltimos de la naturale­ za humana y que pueden explicarse, a su vez, en función de la situación so­ cial, en este caso, la situación del mercado. Difícilmente sea reductible esa situación social a las motivaciones y le­ yes generales de la «naturaleza humana». En realidad, la interferencia de ciertos «rasgos de la naturaleza humana», como, por ejemplo, nuestra sen­ sibilidad a la propaganda, puede determinar a veces algunas desviaciones de la conducta económica recién mencionada. Además, si la situación social di­ fiere de la considerada, entonces es posible que el consumidor contribuya indirectamente, al comprar, a abaratar el artículo; por ejemplo, en caso de 311 que e! monto de la demanda hiciera más ventajosa la producción en masa. Y si bien este efecto cae dentro de la esfera de sus intereses como consumidor, su causa puede haber sido determinada tan involuntariamente como podría haberlo sido la de! efecto opuesto y en condiciones psicológicas exactamen­ te iguales. Parece claro, pues, que las situaciones sociales conducentes a re­ percusiones involuntarias tan diversas, deben ser estudiadas por una ciencia social que no esté atada al prejuicio de que «es imperioso no introducir ja­ más ninguna generalización en las ciencias sociales hasta no haber hallado razones suficientes en la naturaleza humana», como decía Mill. 12 Lejos de ellos, deben ser estudiadas por una ciencia social autónoma. Prosiguiendo nuestro argumento contra e! psicologismo, podemos de­ cir que nuestras acciones son explicables, en considerable medida, en fun­ ción de la situación en que se producen. Claro está que nunca pueden ex­ plicarse totalmente en función exclusiva de la situación; la explicación, por ejemplo, de la forma en que un hombre esquiva, al cruzar la calle, los coches que pasan por su lado, puede trasponer los límites de la situación remitién­ dose a sus motivos, al «instinto» de conservación o al deseo de evitar un do­ lor, etc. Pero esta parte «psicológica» de la explicación suele ser trivial si se la compara con la detallada determinación de su acción por parte de lo que podría llamarse la lógica de la situación; además, es imposible incluir todos los factores psicológicos en la descripción de la situación. El análisis de las situaciones, la lógica de la situación, desempeñan un importante papel en la vida social, así como también en las ciencias sociales. Es, de hecho, el méto­ do del análisis económico. Para tomar un ejemplo fuera de la economía, mencionaremos la «lógica del poder», LJ que puede ser utilizada a fin de ex­ plicar las evoluciones de una política de fuerza, así como también el funcio­ namiento de ciertas instituciones políticas. El método de aplicar una lógica de la situación a las ciencias sociales no se basa en ningún supucsto psicoló­ gico relativo a la racionalidad (o al revés) de la «naturaleza humana». Muy por el contrario, cuando hablamos de «conducta racional» o de «conducta irracional», queremos significar un comportamiento que está o no de acuer­ do con la lógica de la situación. En realidad, el análisis psicológico de una acción en función de sus motivos (racionales o irracionales) presupone -como lo señaló Max Weber-I'I que previamente hemos adoptado un pa­ trón con respecto a lo que ha de considerarse racional en la situación tratada. Mis argumentos contra el psicologismo no deben ser interpretados de manera errónea. [5 No es mi intención, por supuesto> demostrar que los es­ tudios o descubrimientos psicológicos revisten muy poca importancia para la ciencia social, sino por el contrario, que la psicología -la psicología del individuo- es una de las ciencias sociales, aun cuando no sea la base de toda la ciencia social. A nadie se le ocurriría negar la importancia en la cien­ cia política de los hechos psicológicos, como, por ejemplo, e! deseo de po­ der y los diversos fenómenos neuropáticos relacionados con el mismo. Pero el «deseo depoder» es, indudablemente, un concepto social a la vez que psi­ cológico: no debemos olvidar que si estudiamos por ejemplo la primera aparición deeste deseo en la infancia, lo haremos dentro del marco de cier­ ta institución social, v. gr., nuestra familia moderna. (La familia esquimal puede dar lugar a fenómenos bastante distintos.) Otro hecho psicológico significativo para la sociología y que plantea graves problemas políticos e institucionales es el de que vivir al abrigo de una tribu, o de una «comuni­ dad» próxima a la tribu, constituye para muchos hombres una necesidad emocional (especialmente para los jóvenes, quienes, quizá de acuerdo con cierto paralelismo entre el desarrollo ontogenético y filo genético, parecen verse obligados a pasar a través de una etapa tribal o «indigenoamericana»). Que nuestro ataq uc contra el psicologismo no va dirigido hacia todo tipo de consideraciones psicológicas, se desprende del uso que hemos hecho (en el capítulo la) del concepto de la «tensión de la civilización» que es, en par­ te, resultado de esta necesidad emocional insastisfccha, Este concepto se re­ fiere a ciertos sentimientos de inquietud y es, por consiguiente, un concep­ to psicoló~ico. Pero, al mismo tiempo, también lo es sociológico, pues no sólo caracteriza a estos sentimientos como desagradables y perturbadores, sino que también los relaciona con cierta situación social y con el contraste entre la sociedad abierta y la cerrada. (Muchos otros conceptos psicológi­ cos, tales C0ll10 el de la ambición o el amor ocupan una posición análoga.) Tampoco debernos pasar por alto los grandes méritos que corresponden al psicolouism« por haber propugnado un individualismo metodológico, opo­ niéndose al colectivislllollletodoJógico; en efecto, le presta apoyo, así, a la importante tcor ia de que todos los fenómenos sociales y, especialmente, el funcionamiento dc todas las instituciones sociales, deben ser siempre consi­ deLldos resultado de las decisiones, acciones, actitudes, ctc., de los indivi­ duos humanos, y de que nunca debemos conformarnos con las explicacio­ nes elaboradas en función de los llamados «colectivos» (Estados, naciones, ra/,as, ctr.j.I.n hlb del psicologismo reside en su prejuicio de que el indivi­ dualismo metodológico cn el campo de la ciencia social supone el programa de red ucir todos los fenómenos sociales y todas las uniformidades sociales a fenómenos y leyes psicológicos. El peligro de este prejuicio estriba, según ya liemos visto, en su inclinación al historicismo. Por otra partc, su caren­ cia de solide/. nos la demuestra la necesidad de una teoría de las repercusio­ nes sociales involuntarias de nuestros actos y la necesidad dc lo que hemos denominado la lógica de las situaciones sociales. Al defender y desarrollar la idea de Marx de que los problemas de la so­ ciedad son irreductibles a los de la «naturaleza humana», me he permitido 312 313 iIiit1Hillli ir un poco más allá de los argumentos realmente sostenidos por Marx. Marx nunca habló de psicologismo ni lo criticó sistemáticamente; tampoco se re­ fería a Mill cuando escribió la máxima citada al principio de este capítulo; toda la fuerza de esta frase se halla dirigida, más bien, contra el «idealismo» en su forma hegeliana. No obstante, en la medida en que se halla involucra­ do el problema de la naturaleza psicológica de la sociedad, puede decirse que el psicologismo de Mill coincide con la teoría idealista combatida por Marx." En realidad, sin embargo, fue precisamente la influencia de otro ele­ mento del hegelianismo, esto es, el colectivismo platonizante de Hegel, su teoría de que el Estado y la nación son más «reales» que el individuo -quien todo se lo debe a ellos- lo que llevó a Marx a la concepción expuesta en este capítulo. (Lo que ejemplifica el hecho de que a veces pueden extraerse valiosas sugerencias aun de las teorías filosóficas más absurdas.) De este modo, en el plano histórico, Marx desarrolló algunas de las ideas de Hegel con respecto a la superioridad de la sociedad sobre el individuo y se sirvió de ellas para combatir otras ideas de Hegel. Pero puesto que considero a Mill un adversario mucho más digno que Hegel, he preferido apartarme del origen histórico de las ideas de Marx para darles la forma de un argumento contra MilI. 314 Capítulo 15 EL HI5TORICI5MO ECONÓMICO Ver a Marx desde ese ángulo, es decir, como adversario de toda teoría psicológica de la sociedad, quizá sorprenda a algunos marxistas, y también a muchos antimarxistas. En efecto, parece haber bastante gente que encara las cosas de manera muy distinta. Marx -sostienen-- insistió en la influen­ cia universal de los móviles económicos en la vida de los hombres; logró ex­ plicar su fuerza irresistible, demostrando que «la necesidad más imperiosa del hombre es la de procurarse un medio de subxistcncia»;' demostró, así, la importancia fundamental de categorías tales como el móvil del beneficio o el móvil de los intereses de clase para los actos, no ya de los individuos, sino también de los grupos sociales, y mostró, Finalmente, cómo utilizar estas ca­ tegorías para explicar el curso de la historia. En realidad, estas personas piensan que la esencia misma del marxismo es 1.1 doctrina de que los móvi­ les económicos y, especialmente, los intereses de clase, constituyen las fuer­ /.as propulsoras de la historia, y que es precisamente esta teoría a la que se alude con la expresión «mtcrprctacion. materialista de 111 historia>, o, «mate­ rialismo histórico», con la que Marx y Engels trataron de caracterizar la esencia de sus enseñanzas. Con suma frecuencia nos cncomr.uuos ante estas ari rmacioncs; sin em­ bargo, no me cabe ninguna duda de que con ellas se interpreta erróneamen­ te a Marx. Podría llamarse marxistas vulgares a aquellos que lo admiran por atribuirle dichas ideas (aludiendo a la denominación de «economista vul­ gap> que le dio Marx a uno de sus adversarios):' E! marxista vulgar medio cree q uc el marxismo pone al descubierto los siniestros secretos de la vida social al revelar los móviles ocultos de la codicia de bienes materiales que obran sobre las fuerzas que rigen la escena de la historia, fucrz~ls que, astu­ ta y conscientemente, crean la guerra, la depresión, la desocupación, el ham­ bre en medio de la abundancia, y todas las demás formas de miseria social, a fin de satisfacer sus viles deseos de provecho. (Y el marxista vulgar se ve a veces seriamente preocupado por el problema de reconciliar las afirmacio­ nes de Marx con las de Freud y Adler, y si no se decide por ninguna de ellas, es posible que concluya por afirmar que el hambre, el amor y el afán de po­ der} son los Tres Grandes Móviles Ocultos de la Naturaleza Humana pues­ 315 tos al descubierto por Marx, Freud y Adler, los Tres Grandes Forjadores de la filosofía de! hombre moderno...) Ya sean o no atrayentes y plausibles, esas ideas tienen muy poco que ver, por cierto, con la teoría a la que Marx dio e! nombre de «materialismo histórico». Debemos admitir que habla, a veces, de fenómenos psicológicos tales como la codicia y e! móvil de! beneficio, etc., pero nunca con el fin de explicar la historia. Marx los interpretaba, más bien, como síntomas de la corruptora influencia del sistema social, esto es, de un sistema de institucio­ nes desarrolladas durante e! curso de la historia, como efectos más que como causas de corrupción, como repercusiones más que como fuerzas propulso­ ras de la historia. Con razón o sin ella, vio en fenómenos tales como la guerra, la depresión, la desocupación y el hambre en medio de la abundancia, no el resultado de una astuta conspiración por parte de los «grandes [inancistas» o «traficantes imperialistas de la guerra», sino las consecuencias sociales in­ voluntarias de acciones dirigidas hacia resultados distintos y procedentes de sujetos apresados en la red del sistema social. Marx veía a los actores huma­ nos del escenario de la historia, incluyendo también a los «grandes», como simples marionetas movidas por la fuerza irresistible de los hilos económi­ cos, de las fuerzas históricas sobre las cuales carecen absolutamente de con­ trol. La escena de la historia -pensaba Marx- se levanta dentro de un sis­ tema social que nos ata a todos igualmente; se levanta en el «reino de la necesidad». (Pero día llegará en que las marionetas destruyan ese sistema para alcanzar el «reino de la libertadv.) Esta ingeniosa y original teoría de Marx ha sido abandonada por la ma­ yoría de sus discípulos -quizá por razones de propaganda, quizá porque no lo comprendían-e-, pasando a sustituirla una Teoría Conspirativa del marxismo vulgar. Es éste, por cierto, un triste descenso intelectual, caída medida por la diferencia de nivel entre El Capital y El mito del siglo xx. y sin embargo, ésa y no otra era la verdadera filosofía de la historia de Marx, denominada generalmente «materialismo histórico»; el contenido de estos capítulos estará consagrado enteramente a su estudio. En el pre­ sente capítulo explicaremos en grandes trazos su insistencia «materialista» o económica, después de lo cual pasaremos a examinar más detalladamente el papel de las guerras de clase y los intereses de clase y la concepción mar­ xista del «sistema social». Conviene vincular la exposición del historicisrno" económico de Marx con la comparación que hicimos antes entre Marx y MilI. Marx coincide con éste en la creencia de que los fenómenos sociales deben ser explicados históricamente y de que debemos tratar de comprender cualquier perío­ do histórico como el producto histórico de evoluciones previas. El punto en que se aparta de Mili es, según ya vimos, el de su psicologismo (que co­ rresponde al idealismo de Hegel). En las enseñanzas de Marx, éste es reem­ plazado por lo que él llama materialismo. Son muchas las afirmaciones insostenibles que se han formulado con respecto al materialismo de Marx. El aserto frecuentemente repetido de que Marx no 'reconoce cosa alguna más allá de los aspectos «inferiores» o «ma­ teriales» de la vida humana constituye una desfiguración particularmente ridícula de la verdad. (Es una nueva versión del más antiguo de todos los li­ belos reaccionarios contra los defensores de la libertad, a saber, el viejo lema de Heráclito de que sólo «se llenan los vientres como las bcstias-.)" Pero en este sentido no podríamos llamar materialista a Marx en absoluto, aun cuan-­ do hubiera sufrido una fuerte influencia por parte de los materialistas fran­ ceses del siglo XVIlJ, y aun cuando se hubiera denominado a sí mismo mate .. rialista, designación bastante acorde con gran número de sus teorías. En efecto, existen algunos importantes pasajes que difícilmente podrían ser cla­ sificados como marcri.ilisras. La verdad es, creo yo, que no le preocupaban demasiado los problemas puramente lilosóficos "'-meno~ que a Engcls o a Lenin, por ejcmplo-s-, sino que su interés primordial se centraba sobre el lado sociológico y metodológico del problema. Hay un célebre pasaje en 1:'1 Capital r, dondc Marx declara que «en la obra de Hegel, la dialéctica csui cabeza abajo; es necesario ponerla llueva .. mente al derecho ... ». Su tendencia es manifiesta. Marx deseaba demostrar quc la «cabeza», es decir, el pensamiento hUJlI<1nO, no es en ~í misma la base de la vida humana sino, más bien, una especie de superestructura asentada sobre una base tísica. Se encuentra la expresión ele una tendencia semejante en el siguieDte pasaje: «Lo ideal no es sino lo material una ver. trasvasado al interior de la mente humana». Pero quizá no se haya reconocido en grado suficiente que estos pasajes no revelan una forma radical de materialismo, sino que indican, m;ís bien, cierta inclinación hacia un dualismo de cuerpo y espíritu. Es, por así decirlo, un dualismo práctico. Si bien teóricamente la mente sólo era para Marx, aparentemente, otra [orma (u otro aspecto, o tal vez, un cpiícnómcno) de la materia, en la práctica djfiere de ésta, puesto que es otra forma de ella. Los pasajes citados indican que, aunque debamos mantener los pies, por así decirlo, firmemente asentados sobre el sólido te­ rreno del mundo material, nuestras cabezas ---y Marx no desdeñaba por cierto el pensamiento humano- se elevan libremente al mundo de los pen­ samientos o de las ideas. En mi opinión, no puede apreciarse el marxismo y su influencia a menos que se reconozca este dualismo. 316 317 Marx amaba la libertad, la libertad real (pero no, ciertamente, la «liber­ tad real» de Hegel). Y hasta donde a mí se me alcanza, siguió los pasos de Hegel en su equiparación de la libertad con el espíritu, en la medida en que creyó que sólo podíamos ser libres en nuestra calidad de seres espirituales. Al mismo tiempo, reconoció en la práctica (como dualista práctico) que so­ mos espíritu y carne y, con bastante realismo, que la carne es, de los dos, el elemento fundamental. He ahí, pues, por qué se volvió contra Hegel y por qué sostuvo que Hegel había planteado las cosas al revés. Pero aunque reco­ nociendo que el mundo material y sus necesidades constituían el lado fun­ damental, no experimentó amor alguno por el «reino de la necesidad», como él mismo denominó a las sociedades esclavizadas por sus necesidades materiales. Marx estimaba tanto el mundo espiritual, el «reino de la liber­ tad» y el lado espiritual de la «naturaleza humana» como cualquier dualista cristiano, y en sus escritos se encuentran a veces, incluso, rastros de odio y desdén por lo material. Quizá lo que sigue sirva para demostrar que esta in­ terpretación de las ideas marxistas se halla fundada en su propio texto. En un pasaje del tercer tomo de El Capital,? Marx describe adecuada­ mente diado material de la vida social y, especialmente, su aspecto econó­ mico, el de la producción y el consumo, considerándolo una extensión del metabolismo humano, es decir, del intercambio humano de la materia con la naturaleza. Señala allí claramente que nuestra libertad debe hallarse siem­ pre limitada por las necesidades de este metabolismo. Todo cuanto puede alcanzarse en el camino hacia una mayor libertad --nos diee- es la «con­ ducción racional de este metabolismo..., con un gasto mínimo de energía y en las condiciones más adecuadas y dignas para la naturaleza humana. No obstante lo cual, seguirá siendo todavía el reino de la necesidad. Sólo fuera de éste, más allá de sus límites, puede comenzar ese desarrollo de las facul­ tades humanas que constituye un fin en sí mismo: el verdadero reino de la libertad. Pero éste sólo puede prosperar en el terreno ocupado por el reino de la necesidad, que sigue siendo su base ... », Inmediatamente antes de esto, Marx escribió: «El reino de la libertad sólo empieza efectivamente donde terminan las penurias del trabajo impuesto por los agentes y necesidades externos; se encuentra, pues, naturalmente, más allá de la esfera de la pro­ ducción material propiamente dicha». El pasaje entero finaliza con una con­ clusión práctica que muestra bien a las claras que su único propósito era el de abrir el camino hacia el reino inmaterial de la libertad para tocios los hombres por igual: «La reducción de la jornada de trabajo es el requisito previo fundamental». A mi juicio, ese pasaje no deja ninguna duda acerca cle lo que hemos lla­ mado el dualismo de la concepción práctica de la vida, de Marx. Como He­ gel, piensa que la libertad es el fin del desarrollo histórico. Como Hegel, 318 identifica el reino de la libertad con el de la vida espiritual del hombre. Pero reconoce que no somos seres puramente espirituales, que no somos plena­ mente libres ni capaces de alcanzar alguna vez la libertad completa, imposi­ bilitados como estamos --y lo estaremos siempre- de emanciparnos por completo de las necesidades de nuestro metabolismo y, de este modo, de la obligación de trabajar para producir. Todo lo más que podemos lograr es mejorar las condiciones de trabajo agobiantes e indignas, ponerlas más acordes con los ideales del hombre y reducir la labor a una medida tal que todos nosotros seamos libres durante cierta parte de nuestras vidas. Es ésta, a mi juicio, la idea central de la «concepción de la vida» de Marx; central, asi­ mismo, en la medida en que parece ser la que más influencia ha tenido de to­ das sus teorías. Debemos combinar ahora con esta concepción el determinismo meto­ dológico que examináramos más arriba (en el capítulo 13). Según esta teo­ ria, el tratamiento científico de la sociedad y la predicción histórica científi­ ca sólo son posibles en la medida en que la sociedad se halla determinada por su pasado. Pero esto significa CJue la ciencia sólo puede ocuparse del rei­ no de la necesidad. Si les fuera posible a los hombres tornarse perfectamen­ te libres, entonces la profecía histórica, y con ella la ciencia social, habrían llegado a su fin. La «libre» actividad espiritual como tal, en caso de existir, se encontraría más allá de los alcances de la ciencia, que siempre debe inte­ rrogarse acerca de las causas, de los factores determinantes. Sólo podrá ocu­ parse, por consiguiente, de nuestra vida mental en la medida en que nues­ tros pensamientos e ideas sean causados, determinados o necesitados por el «reino de la necesidad», por lo material, y, especialmente, por las condicio­ nes económicas de nuestra vida, por nuestro metabolismo. Sólo pueden tra­ tarse científicamente los pensamientos e ideas si se consideran, por un lado, las condiciones materiales en que se originaron, esto es, las condiciones eco­ nómicas de la vida de los hombres que les dieron origen y, por el otro, las condiciones materiales en que fueron asimilados, vale decir, las condiciones económicas de los hombres que los adoptaron. Se desprende de aquí que, desde el punto de vista científico y causal, los pensamientos e ideas deben ser tratados como «superestructuras ideológicas sobre la base de las condi­ ciones económicas». Marx, en oposición a Hegel, sostuvo que la clave de la historia, aun de la historia de las ideas, debe buscarse en el desarrollo de las relaciones entre el hombre y el medio natural que lo circunda, el mundo material, es decir, en su vida económica y no en su vida espiritual. He ahí, pues, la razón por la que podemos calificar de economismo el sello histori­ cista de Marx, a diferencia del idealismo de Hegel o el psicologismo de MilI. Pero sería caer en una interpretación completamente errónea identificar el economismo de Marx con ese tipo de materialismo que supone una actitud 319 ":T'f1'1!' despectiva hacia la vida mental del hombre. La visión marxista del «reino de la libertad», esto es, de una liberación parcial pero equitativa de los hombres de la esclavitud a que los tiene sometidos su naturaleza material, podría ser calificada, más bien, de idealista. Vista desde este ángulo, la concepción marxista de la vida parece bas­ tante consecuente y se disipan, a mi juicio, las aparentes contradicciones y dificultades observadas en su concepción parcialmente determinista y par­ cialmente libertaria de las actividades humanas. 11 Es evidente la influencia de lo que hemos llamado el dualismo de Marx y su determinismo científico sobre su concepción de la historia. La historia científica, que es para Marx idéntica a la ciencia social tomada como un todo, debe explorar las leyes de acuerdo con las cuales se produce el inter­ cambio humano de materia con la naturaleza, debiendo ser su tarea central la explicación del desarrollo de las condiciones de producción. Las relacio­ nes sociales sólo tienen significación histórica y científica en proporción con el grado en que se hallan vinculadas con el proceso productivo, ya sea que lo influyan o reciban su influencia. «Así como el salvaje debe luchar con la naturaleza a fin de satisfacer sus necesidades, para conservar la vida y re­ producirse, del mismo modo ha de hacerlo el hombre civilizado, bajo cual­ quier forma de sociedad y en todas las condiciones posibles de producción. Este reino de la necesidad se expande con su desarrollo y otro tanto sucede con la esfera de las necesidades humanas. Se observa al mismo tiempo, no obstante, una expansión análoga de las fuerzas productivas, que viene a sa­ tisfacer las nuevas neccsidades.>" He aquí, pues, sucintamente, la concep­ ción marxista de la historia del hombre. Las ideas expresadas por Engels son similares. La expansión de los mo­ dernos medios de producción ha creado, según Engels, «por primera vez ... la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad... una exis­ tencia no sólo ... suficiente desde un punto de vista material, sino también... capaz de garantizarle el... desarrollo y ejercicio de sus facultades físicas y mentales»." Con esto, se hace posible la libertad, es decir, la emancipación de la carne. «A esta altura... el hombre se desprende definitivamente del mundo animal> dejando ... la existencia animal a sus espaldas para penetrar en un universo realmente hurnano.» Sin embargo, el hombre todavía se ha­ lla encadenado, exactamente en la medida en que lo domina la economía; cuando «desaparece la dominación del producto sobre los productores..., el hombre... se convierte por primera vez en el amo consciente y real de la na­ 320 turaleza, al tornarse dueño de su propio medio socia!... Sólo en ese momen­ to y no antes podrá el hombre realizar, con plena conciencia, su propia his­ toria... Es el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad hacia el de la libertad». Si comparamos ahora nuevamente la versión marxista del historicismo con la de Mili, encontraremos que el economismo de Marx puede resolver fácilmente la dificultad que, según habíamos demostrado, era fatal para el psicologismo de MilI. Nos referimos a la teoría -casi diríamos monstruo­ sa--'--- de un comienzo de la sociedad explicable en términos psicológicos, teoría que hemos calificado de versión psicologista del contrato social. Esta idea no encuentra equivalente en la teoría dc Marx. Sustituir la prioridad de la psicología por la de la economía no crea ninguna dificultad análoga, dado que la «economía» abarca el metabolismo del hombre, el intercambio de materia entre el hombre y la naturaleza. Ya sea que ese metabolismo haya o no estado siempre socialmente organizado, aun en épocas prehumanas, ya sea que haya o no dependido exclusivamente alguna vez de un solo indivi­ duo, no es ésta una cuestión que deba ser dilucidada para la aceptación de la teoría. Tampoco se supone que la ciencia de la sociedad coincida con la his­ toria del desarrollo de las condiciones económicas de la sociedad, denomi­ nadas por Marx, comúnmente, «condiciones de la producción». Cabe advertir, de paso, que el término marxista «producción» tenía por finalidad original abarcar un amplio contenido, cubriendo todo el proceso económico, incluidos la disuibución y el consumo. Estos ú ltirnos aspectos nunca merecieron ma yor atención por parte de Marx y de sus discípulos, y así, su interés se inclinó preferentemente por la producción en el sentido más limitado de la palabra. Tenernos aq uí otro ejemplo de la ingenua acti­ tud histórico-genética de la creencia de que la ciencia sólo debe interrogar­ se acerca de las causas, de modo que, aun en la esfera de las cosas hechas por el hombre, deba preguntarse: «¿Quién hizo csto?» y ,,¿De qué esta he­ cho?», en lugar de «¿Quién lo utilizará?» y «¿Para qué fue hccho?». L1l Al pasar a criticar -con todo lo que de malo y bueno tiene-- el «mate­ rialismo histórico» de Marx o, por lo menos, lo que hasta aquí hemos visto del mismo, deberemos distinguir dos aspectos diferentes. El primero es el historicismo, la afirmación de que la esfera de las ciencias sociales coincide con la del método histórico o evolucionista y, especialmente, con la profe­ cía histórica. A mi juicio, esta pretensión debe ser descartada sin tardanza. El segundo es el economismo (o «rnatcrialismo»), es decir, la afirmación de 321 que la organización económica de la sociedad, la organización del inter­ cambio de materia con la naturaleza es fundamental para todas las institu­ ciones sociales y, en especial, para su desarrollo histórico. Este aserto es, a nuestro entender, perfectamente razonable siempre que tomemos el térmi­ no «fundamental» con su vago sentido ordinario, sin insistir demasiado en su contenido. En otras palabras, no cabe ninguna duda de que prácticamen­ te todos los estudios sociales, ya sean institucionales o históricos, pueden beneficiarse si son llevados a cabo con la vista puesta en las «condiciones económicas» de la sociedad. Incluso la historia de una ciencia abstracta como la matemática no constituye excepción a la regla. 10 En este sentido, puedc decirse que el economismo de Marx representa un adelanto en extre­ mo valioso, en el aspecto metodológico de la ciencia social. Pero, como acabamos de decir, no debemos tomar el término «funda­ mental» demasiado al pie de la letra, que fue lo que le pasó, sin duda, a Marx. Debido a su formación hegeliana, sufrió la influencia de la antigua distinción entre «realidad" y «apariencia" y de la distinción correspondien­ te entre lo «esencial" y lo «accidental». Dando un paso más que IJegel (y Kant), se inclinó a identificar la «realidad» con el mundo material" (inclu­ yendo el metabolismo del hombre) y la «apariencia" con el de los pensa­ mientos o ideas. De este modo, todos los pensamientos e ideas tendrían que ser explicados mediante su reducción a la realidad esencial subyacente, es decir, a las condiciones económicas. Este punto de vista filosófico no es, por cierto, mucho mejor" que cualquier otra forma de esencialismo. Y sus re­ percusiones en el campo del método deben arrojar por resultado un énfasis excesivo sobre el econornismo. En efecto, a.unque difícilmente pueda ser so­ breestimada la importancia general del economisrno de Marx, es sumamente fácil sobreestimar la importancia de las condiciones económicas en un deter­ minado caso particular. Cierto conocimiento de las condiciones económicas puede contribuir considerablemente, por ejemplo, a la historia de los pro­ blemas de la matemática; pero el conocimiento de los problemas mismos de la matemática es mucho más importante para ese fin, y hasta es posible es­ cribir una excelente historia de los problemas matemáticos sin referirse para nada a su «marco económico». (En mi opinión, las "condiciones cconómi­ cas» o las "relaciones sociales» de la ciencia son tópicos en que fácilmente puede exagerarse hasta caer en la perogrullada.) Éste sólo es, sin embargo, un ejemplo secundario del peligro que entraña la insistencia excesiva en el econornismo. Con frecuencia se interpreta, lisa y llanamente, como la teoría de que todo desarrollo social depende de las condiciones económicas y, en particular, del desarrollo de los medios físicos de producción. No obstante, semejante doctrina es ostensiblemente falsa. Lo que existe entre las condiciones económicas y las ideas es una interacción y no, tan sólo, una dependencia unilateral de estas últimas con respecto a las primeras. Lo que sí cabría afirmar, en todo caso, es que ciertas "ideas», las que configuran nuestro conocimiento, son más fundamentales que los medios materiales de producción más complejos, según se verá tras la siguiente con­ sideración. Imaginemos que nuestro sistema económico, incluyendo toda la maquinaria y todas las organizaciones sociales fuera un día totalmente des­ truido, pero que el conocimiento técnico y científico se conservase intacto. En este caso no cuesta concebir la posibilidad de una rápida reconstrucción a breve plazo (en una escala más pequeña y no sin grandes hambres). Pero ima­ ginemos ahora que desapareciese lodo conocimiento de estas cuestiones, con­ servándose, en cambio, las cosas materiales. El caso sería semejante al de tina tribu salvaje que ocupara de pronto un país altamente industrializado, aban­ donado por sus habitantes. N o cuesta comprender que esto llevaría a la desa­ parición completa de todas las reliquias materiales de la civilización. Es una aguda ironía que la propia historia del marxismo suministre un ejemplo claramente elocuente del peligro de exagerar la importancia del eco­ nornismo. La idea de Marx encerrada en el lema: ,,¡Trabajadores del mun­ do, uníos!'> luc de enorme significación hasta las vísperas de la revolución rusa, ejerciendo una considerable influencia sobre las condiciones econó­ micas. Pero con la revolución, la situación se tornó sumamente difícil, sim­ plcmcntc porque, como el propio lcniu dehió admitirlo, no había ya ideas constructivas (ver el capítulo 13). Entonces l.cnin LULf.Ó algunas ideas nue­ vas que podrían sintctizarsc hrcvcmcntc con esta frase: «El socialismo es la dictadura del proletariado, m.is l.i mayor introducción de la más moderna maquinaria eléctrica». luc esta nueva idea la que vino a constituir la base de una tranxtormación que modificó todo el marco económico y material de la sexta parte del mundo. En una lucha contra tremendos inconvenientes, se vencieron incontables dificultades materiales, y se realizaron incontables sacrificios a fin de variar o, mejor dicho, crear ele la nada las condiciones de producción. y la fuerza propulsora de este desarrollo luc el entusiasmo crea­ do por una idea. Este ejemplo nos muestra que cu ciertas circunstancias las ideas pueden revolucionar las condiciones cconómic.ts de un país, en lugar de hallarse moldeadas por dichas condiciones. Para usar l.i tcrrninologfa de Marx, podríamos decir que subestimó h fuerza del reino de la libertad y sus posibilidades de conquistar el reino dt" la necesidad. Donde mejor puede apreciarse el agudo contraste entre el desarrollo de la revolución rusa y la teoría metafísica marxista de una realidad económica y su apariencia ideológica es en los sig;uientes pasajes: «Al considerar estas revoluciones -expresa Marx- siempre es necesario distinguir entre la re­ volución material en las condiciones económicas de producción, que caen dentro del radio de la determinación científica exacta, y la jurídica, política, 322 323 f44;;;;;;.:;;"'''';#;;;;M'''4$mm'''~QtM¡'''mii4i¡''''";¡¡'''h¡!f''''''Mffl""fflfi''''',""i'''''''f'''K'ff "' Tt tfltlffl rt","' , ' , Il 'illi"n·"~Tf"T.-r..,....nTT'"""",",,""7·F'''·· . " " ..",;ndilillillilllj' ,,', ' " " religiosa, estética o filosófica, es decir, en una palabra, las formas ideológi­ cas de la apariencia...».13 En opinión de Marx, es vana la esperanza de lograr algún cambio importante mediante el solo uso de recursos jurídicos o polí­ ticos; una revolución política sólo puede desembocar en la transmisión del mando de un grupo de gobernantes a otro, vale decir, en un mero cambio de las personas que se desempeñan como gobernantes. Sólo la evolución de la esencia subyacente, la realidad económica, puede producir transformacio­ nes esenciales o reales, esto es, una revolución social. Y sólo cuando esta revolución social se haya hecho una realidad, sólo entonces, podrán las re­ voluciones políticas tener alguna significación. Pero incluso en este caso, la revolución política sólo constituye la expresión de la transformación esencial o real ocurrida previamente. Según esta teoría, Marx afirma que toda revolución social se desarrolla del siguiente modo: las condiciones ma­ teriales de la producción crecen y maduran hasta que comienzan a entrar en conflicto con las relaciones sociales y jurídicas, rebasando sus límites y con­ cluyendo, finalmente, por estallar. «Se abre entonces una época de revolu­ ción social», nos dice Marx. «Con el cambio de los cimientos económicos, toda la vasta superestructura se transforma con mayor o menor rapidez... Jamás se originan relaciones nuevas y de mayor capacidad productiva den­ tro de la superestructura antes de que las condiciones materiales requeridas para su existencia hayan alcanzado la madurez dentro del vientre mismo de la vieja sociedad.» En razón de este aserto es imposible, a mi juicio, identi­ ficar la revolución rusa con la revolución social profetizada por Marx y, en realidad, no posee con ella la menor similitud." Cabe observar, en este sentido, que el amigo de Marx, el poeta Heine, pensaba de manera muy diferente. «Fijaos en esto, vosotros, orgullosos hombres de acción --expresa- nada sois sino inconscientes instrumentos de los hombres de pensamiento que, a menudo desde el retiro más humilde, os han indicado vuestra tarea. Maximiliano Robespierre no fue más que la mano de Juan jacobo Rousseau ..."ls (Algo semejante quizá pudiera decirse de la relación entre Lenin y Marx.) Se ve pues que Heine era -según la ter­ minología de Marx- un idealista y que aplicaba, así, su interpretación idea­ lista de la historia a la Revolución Francesa, que era uno de los ejemplos más importantes utilizados por Marx en favor de su econornismo y que, en realidad, no parecía acomodarse tan mal a su teoría, especialmente si la com­ paramos con la revolución rusa. Sin embargo, a pesar de esta herejía, Heine siguió siendo amigo de Marx," pues en aquellos días felices, la excomunión por herejía era rara todavía entre aquellos que luchaban por la sociedad abierta, y se toleraba aún la tolerancia. No debe interpretarse por cierto que mi crítica del «materialismo histó­ rico» de Marx entraña la menor preferencia por el «idealismo» de Hegel en 324 detrimento del «materialismo» de Marx; creo haber dejado suficientemente claro que en este conflicto entre idealismo y materialismo mis simpatías es­ tán del lado de Marx. Lo que deseo dejar bien sentado es que «la interpre­ tación materialista de la historia» de Marx, por muy valiosa que sea, no debe ser tomada demasiado al pie de la letra; debemos considerarla tan sólo una sugerencia sumamente valiosa para no pasar por alto la relación de las cosas con su marco económico. 325 Capítulo 16 LAS CLASES 1 En lugar preeminente entre los diversos postulados del «materialismo histórico» de Marx, se encuentra su enunciado (y de Engels) de que «la his­ toria de todas las sociedades que han existido hasta el presente es la historia de la lucha de clases».' La tendencia de esta afirmación resulta bien clara; significa, en efecto, que la historia es propulsada, y el destino del hombre determinado, por la guerra de clases y no por la guerra de las naciones (a di­ ferencia de lo sostenido por Hegel y la mayoría de los historiadores). En la explicación causal de las evoluciones históricas, incluyendo las guerras nacio­ nales, el interés de clases debe pasar a ocupar el lugar del interés pretendi­ damente nacional y que, en realidad, sólo es el interés de la clase gobernan­ te de la nación. Pero, por encima de esto, la lucha y los intereses de clases pueden explicar fenómenos que la historia tradicional, en general, no podría tratar de explicar siquiera. Un ejemplo de dicho fenómeno, que reviste una gran significación para la teoría marxista, es la tendencia histórica hacia el aumento de la productividad. Si bien la historia tradicional quizá pueda re­ gistrar esta tendencia, dada su categoría fundamental del poder militar, es completamente incapaz de explicarla. Los intereses y las guerras de clase sí pueden, en cambio, explicarla acabadamente, según Marx. 1':n realidad, una parte considerable de El Capital ha sido dedicada al análisis del mecanismo mediante el cual, dentro del período del «capitalismo», como lo llama Marx, se obtiene un aumento de la productividad por medio de estas fuerzas. ¿En qué forma se relaciona esa teoría de la guerra de clases con la doc­ trina institucionalista de la autonomía de la sociología, que discutimos más arriba P' A primera vista, podría parecer que ambas se encuentran en franco conflicto, pues en la primera de ellas el interés de clase desempeña un papel fundamental, con lo cual viene a ser, de este modo, una especie de móvil. No creo, sin embargo, que haya una contradicción seria en esta parte de la teoría de Marx. Diría, incluso, que no ha comprendido a Marx y, en parti­ cular, su mérito mayor, esto es, su antipsicologismo, quien no vea cómo se le puede reconciliar con la teoría de la lucha de clases. No hay por qué su­ 326 poner, corno quieren los marxistas vulgares, que el interés de clase debe ser interpretado psicológicamente. Puede, sí, haber algunos pasajes en la obra de Marx que encierren un ligero sabor de este marxismo vulgar, pero don­ dequiera que considere seriamente el interés de clase, siempre se referirá a un objeto dentro del reino de la sociología autónoma y no a una categoría psicológica. Marx se refiere a una cosa, a una situación, y no a un estado mental, a un pensamiento o a una sensación de hallarse interesado en una cosa. Es simplemente esa cosa o esa institución o situación social lo que re­ sulta ventajoso para una determinada clase. El interés de una clase es lisa y llanamente todo aquello que contribuye a su poder y a su prosperidad. Según Marx, el interés de clase en este sentido institucional o, si se nos permite, «objetivo», ejerce una influencia decisiva sobre las mentes huma­ nas; para utilizar la jerigonza hegeliana, podríamos decir que el interés ob-­ jetivo de una clase se torna consciente en las mentes subjetivas de sus micm­ bros, haciéndoles adquirir un interés y 111l<l conciencia de clase y actuar en consecuencia. En el aforismo de Marx ya citado (al comienzo del capítulo 14) se nos describe el interés de clase corno una situación socia] objetiva o institucional, así COIllO también la influencia que ejerce sobre las mentes hu­ manas: «No es la conciencia del hombre la que determina stl vida, sino, más bien, su vida social la que determina su conciencia». Sólo c.ihc agrq>;ar a este aforismo que es más específicamente e¡lugar en que se cncucru ra un horu­ brc en la sociedad, su situación de clase, la q uc determina, de acuerdo con el . .. marxismo, S1l coucicncra. Marx da algunas indicaciones acerca de tI [orm.t en que opera cst.c pro· ceso dc dctcrrninación. Según lo quc aprendimos de sus cuscnanzas en el ca.-' pítulo autcrior, sólo podernos ser lihres C11 la medida e11 que nos e11I'I11cipa­ mos del proceso productivo. Ahora aprenderemos que 11l.111C1 fuimos libres todavía, considerando todas las sociedades existentes, ni siquiera en esa me­ dida. l~:n efecto, ¿cómo hubiérarnos pod ido ~-se prcguntn-> cmanciparuos del proceso productivo? ¡Jnicamclltc haciendo 'lne otros rc.ilizarau el sucio trabajo por nosotros. Nus vemos forzados, así, .1 utiliz.nlo« comu Illedios para nuestros fines: debemos dq;radarlo!,. S(llo POdClll\'S C(lrnpr;¡r un m.i­ yor grado de libertad al coste de la esclavitud de otroshombres, de la di­ visión de la humanidad en clases; la clase gohcmante adqnicrc libertad al precio de la clase gobernada, los esclavos. Pero este hecho trae como conse.. cuencia el que los miembros de la clase goberllJllte dch,\\l pagar por su li­ bertad con un nuevo tipo de esclavitud. En efecto, están ob{igtzdos a oprimir y combatir a la masa gobernada, si quieren conservar su propia libertad y si­ tuación social; se ven forzados a ello, puesto que el que no lo hace deja de pertenecer a la clase gobernante. De este modo, los gobernantes se hallan determinados por su situación de clase; no pueden escapar de su relación 327 social con los súbditos y están atados a ellos, puesto que se hallan indisolu­ blemente ligados con el metabolismo social. De este modo, todo el mundo, gobernantes y súbditos por igual, son apresados por la red y obligados a lu­ char entre sí. Según Marx, es este vínculo, esta determinación, lo que pone su lucha dentro del alcance del método científico y de la profecía histórica científica, lo que hace posible tratar científicamente la historia de la socie­ dad como si fuese la historia de las luchas de clase. Esta red social que apre­ sa a las clases y las obliga a luchar entre sí, es lo que el marxismo denomina estructura económica de la sociedad o sistema social. Según esta teoría, los sistemas sociales o sistemas de clase cnmhi.m con las condiciones de la producción, puesto que de estas condiciones depende la forma en que los gobernantes pueden explotar y combatir a los goherna­ dos. A cada período particular de desarrollo económico corresponde un sistema social particular y lo que mejor caracteriza un período histórico es su sistema social de clases; he ahí por qué hablamos de «feudalismo», «capI­ ralisrno», etc. «El molino de aspas -expresa Marx---\ nos da una sociedad con el señor feudal; el molino de vap()f nos da una sociedad con el capita­ lista industrial.» Las relaciones de clase que caracterizan el sistema soci:1l son independientes de la voluntad del individuo. El sistema social se asemeja, así, a un enorme engranaje donde los individuos se ven cogidos y aplasta­ I dos. «En la producción social de sus medios de existencia ---declara M'lrx----: los hombres se someten a relaciones definidas e ineviubks que no clcpcu­ den de su voluntad. Estas relaciones productivas corresponden a la ct.apn particular por que pasa el desarrollo de sus fuerzas productivas nun cri.rlcs. El sistema de todas estas relaciones productivas constituye la estructura económica de la sociedad», esto es, el sistema social. Pese a seguir cierta lógica que le es propia, este sistema soci'll opera a ciegas, irrazonadarneutc. Aquellos que quedan apresados en su engranaje también se vuelven, generahllente, ciegos o casi ciegos. Tanto, que :;(1I] in-­ capaces de prever, incluso, algunas de las m;1S importantes rcpcrcusroncs de sus actos. Un determinado individuo puede impedir a gran número de per­ sonas la adquisición de un artículo del que existen t;LlIH1cs cnnt idndcs dis­ ponibles; así, puede comprar una pcquci'iísima cantid'ld e impedir, de e,ste modo, una ligera disminución del precio en un momento critico. Otro, si guiendo los dictados dc su bondad, puede distribuir sus riquezas y contri­ buir así al debilitamiento de las luchas de clases, lo que puede motivar UI1;1 dilación en la liberación de los oprimidos. Puesto que es completamente imposible prever las repercusiones sociales más remotas de nuestros actos, puesto que todos nos hallamos igualmente presos dentro de la red, no po­ demos realizar ninguna tentativa seria de combatirla. Evidentemente, no nos es posible actuar sobre ella desde el exterior y, ciegos como estamos, no podemos siquiera hacer plan alguno para mejorar desde dentro nuestra situación. La ingeniería social es imposible y la tecnología social, por lo tanto, inútil. No podemos imponerle nuestros intereses al sistema social; en su lugar, es el sistema quien nos impone lo que creemos ser nuestro in­ terés, forzándonos a actuar en conformidad con nuestros intereses de cla­ se. Es inútil hacer cargar al individuo, aun al «capitalista» o «burgués» in­ dividual, con la culpa por la injusticia y la inmoralidad de las condiciones sociales, puesto que es este mismo sistema de condiciones el que obliga al capitalista a actuar como lo hace. Y es inútil, también, esperar que se mejo­ ren las circunstancias mejorando a los hombres; en lugar de eso, es más probable que mejoren los hombres si el sistema en que vivimos es perfec­ cionado. «Sólo en la medida --expresa Marx en El Cllpital--" en que el ca­ pitalista es capital personificado desempeña un papel histórico .., Pero exac­ tamente en esa misma medida, su ruóvil no es el de obtener y disfrutar bienes útiles, sino el de aumentar la producción de bienes para el trucquc.» (Que es su verdadera tarea histórica.) «Aferrado lcrvorosamcntc a la ex­ pansión del valor, impulsa inexorablemente a los seres humanos a produ­ cir nada m'1S que por la producción misma ... Junto con el miserable, com­ parte la pasión por la riqueza. Pero lo que en el miserable es un.i especie de manía, en el capitalista es el efecto del engranaje social del que s(')lo consti­ tuye una pequeña pieza... El capitalismo somete a todo capitalista indivi­ dual a las leyes inmanentes de la producción capitalista, leyes de c.ir.ictcr externo y coercitivo. Sin darle tregua, la competencia 10 obliga a extender su capital para poder couscrv.nlo.» Tal la [orma en que, según Marx, el sistema social determina los actos del individuo, ya sea gobernante o súbdito, capitalista o burgués o proleta­ rio. Como vemos, constituye un ejemplo de lo que llamamos rn.is arriha la «lúgica de la situación social». En grado considerable, todos los actos de 1In capitalista son «una mera función del capital que, a través de la mediación de aquél en calidad de instrumento, se ve dotado de voluntad y conciencia, como dice Marx" en su estilo hegeliano. Pero esto significa que el sistema social determina también sus pensamientos, pues los pensamientos o ideas son, en parte, instrumentos de los actos y, e11 parte -----vale decir, si son pú­ blicamente expresados- un importante tipo de acción social; en efecto, en este caso, su objetivo inmediato es el de influir sobre los actos de los demás miembros de la sociedad. Al determinar de este modo los pensamientos hu­ manos, el sistema social y especialmente el «interés objetivo» de una clase se torna consciente en las mentes subjetivas de sus miembros (como dijimos antes en la jerigonza hegeliana)." La lucha dc clases, así como también la competencia entre los miembros de la misma clase, son los medios a través de los cuales se llega a esto. 328 329 1;IItI:li4UM;U,iMJJU,",;;r;;;:lhmn"¡;;¡¡mm"fR'''""",,''''''''''';::¡:'''''''''"",,,",,"'''''' ~1 '.n'm"" " "' TTTH'~ 'T " " TH ' rr---- ­ Ya hemos visto por qué, según Marx, la ingeniería social y, en conse­ cuencia, la tecnología social, son imposibles; ello se debe a la cadena causal de dependencia que nos liga con el sistema social y no a la inversa. Pero si bien no podemos modificar a voluntad el sistema social,' tanto los capitalis­ tas como los trabajadores están obligados a contribuir a su transformación ya nuestra liberación definitiva de sus redes. Al impulsar a «los seres hu­ manos a producir nada más que por la producción misma»," el capitalista los compele a «desarrollar las fuerzas de la productividad social y a crear aquellas condiciones materiales de la producción que son las únicas capaces de formar la base material de un tipo superior de sociedad cuyo principio fundamental sea el desarrollo pleno y libre de todos los individuos huma­ nos». De esta manera, incluso los miembros de la clase capitalista deben desempeñar su papel sobre la escena de la historia y favorecer el adveni­ miento final del socialismo. En razón de los argumentos subsiguientes, es pertinente agregar una observación de carácter lingüístico con referencia a los términos marxistas traducidos habitualmente con las expresiones «consciente de su clase» y «conciencia de clase». Estos términos ind ican, ante todo, el resultado del proceso analizado más arriba, a través del cual la situación de clase objeri­ va (tanto el interés como la lucha de clases) y adquiere conciencia en las mentes de sus miembros o, para expresar el mismo pensamiento con pala­ bras menos emparentadas con Hegel, a través del cual los miembros de una clase se tornan conscientes de su situación de clase. Al tener conciencia de clase, no sólo conocen su lugar, sino también sus verdaderos intereses de clase. Pero por encima de esto, la palabra alemana origin;:¡1 empleada por Marx sugiere algo más que habitualmente se pierde en la traducción. El tér­ mino deriva de una palabra alemana corriente, a la cual alude, que formó parte de la jerigonza de Hegel. Aunque su traducción literal sería «cons­ cientc de sí mismo» (autoconsciente), esta palabra tiene más bien, incluso en el uso vulgar, el significado de ser consciente del propio mérito y capaci­ dad, vale decir, de estar orgulloso y perfectamente seguro de lino mismo e incluso satisfecho consigo mismo. En consecuencia, el término alemán que traducimos por «consciente de su clase» no significa esto simplemente, sino también la «seguridad u orgullo de la clase» y el vínculo que con ella une por la conciencia de la necesidad de solidaridad. Ahí es donde reside la razón por la que Marx y sus discípulos aplican la palabra casi exclusiva­ mente a los trabajadores y casi nunca a la «burguesía». El proletario con conciencia de clase es el obrero que no sólo conoce su situación de clase, sino que también está orgulloso de ella, plenamente seguro de la misión histórica de su clase y convencido de que su lucha sin cuartel habrá de pro­ curarnos un mundo mejor. ¿Cómo sabe que eso habrá de suceder? Porque teniendo conciencia de clase debe ser marxista. La teoría marxista y su profecía científica del adve­ nimiento del socialismo forman una misma entidad con el proceso históri­ co mediante el cual la situación de clase «emerge a la conciencia», asentán­ dose en las mentes de los obreros. II Nuestra crítica de la teoría marxista de las clases, en la medida en que atañe a su insistencia historicista, sigue las mismas líneas adoptadas en el ca­ pítulo anterior. La fúrmula «toda historia es una historia de las luchas de clase» es sumamente valiosa CO!\lO sugerencia de que debemos buscar el irn­ portante papel desempeñado por la lucha de clases en la política, así como también en otras actividades; sugerencia tanto más valiosa cuanto que el brillante análisis platónico del papel desempeñado por las luchas de clases en la historia de las ciud.ulcs-cstado griegas h:lbía caído casi en el olvido en las últimas épocas. Pero tampoco aquí debemos, por supuesto, tomar las palabras de Marx demasiado al pie de la letra. Ni siquiera la historia de los problemas de clase es siempre una historia de 1:1 lucha de clases en el senti-­ do marxista, si se tiene en cuenta el importante papel desempeñado por la discordia en el seno de las propias clases. [':11 realidad, la divergcncia de in­ tereses dentro de una misma clase -----ya sea la gobernante o la gobernada­ alcanza tal magnitud que l.i teoría marxista de las clases debe ser considera­ da una peligrosa simplificaciún de los hechos, aun cuando admitamos que el abismo que separa a ricos y pobres entraña siempre una importancin funda-­ mental. Uno de los grandes túpicos de la historia mcd icval, l.i lucha entre papas y emperadores, puede servir de ejemplo de estas discordias de que ha-­ blamos dentro de una misma clase. Evidentementc no es posible afinnar que esta querella haya tenido lug;u cut re explotadores y explotados. (Claro está que podría ampliarse el concepto marxista de «clase» de tal modo que abarcase éste y otros casos similares, y restringirse el concepto de «historia» hasta que la teoría de Marx resultase, por Fin, trivialmente cierta; y decimos «trivialmente» porque ya no sería sino una mera t:lUtología, lo cual le qui­ taría todo significado.) Uno de los peligros de la fórmula de Marx es el de que si se la toma de­ masiado al pie de la letra induce erróneamente a interpretar todos los con­ flictos políticos como si fuesen luchas entre explotadores y explotados (o bien como tentativas de salvar el «abismo real», el confl icto de clase subya­ cente). El resultado práctico de esto fue que hnbo marxistas, especialmente en Alemania, que interpretaron que algunas guerras, COIllO la primera mun­ 330 331 I""""""'ff"",,,n'ffim,,m''''''''''"''''''l'''mmnmt,,,i'ih',,, ., dial, se libraban entre revolucionarios u opositores a los poderes centrales y una alianza de países conservadores partidarios de dichos poderes; inter­ pretación que podría esgrimirse para disculpar cualquier agresión. Es éste sólo uno de tantos ejemplos del peligro inherente a la vasta generalización historicista de Marx. En cambio, su tentativa de utilizar lo que podía llamarse «lógica de la si­ tuación de clase» para explicar el funcionamiento de las instituciones de! sistema industrial, me parece admirable, pese a algunas exageraciones y al olvido de algunos importantes aspectos de la situación; admirable, en todo caso, como análisis sociológico de esa etapa del sistema industrial que Marx tenía principalmente en e! pensamiento al escribir su obra: el sistema del «capitalismo sin trabas» (como lo llamaremos de aquí en adelante}" de cien años atrás. Capítulo 17 EL SISTEMA JURÍDICO y SOCIAL Estamos preparados ya para encarar e! punto probablemente culminan­ te de nuestro análisis, así como también de nuestra crítica del marxismo; nos referimos a la teoría marxista del Estado y -por paradójico que pueda pa­ recer a algunos-- de la impotencia de toda política. Puede expom:rse la teoría de Marx combinando los resultados alcanza­ dos en los capítulos anteriores. El sistema legal o jurídico-político -el sis­ tema de las instituciones legales impuestas por el Estado- debe ser enten­ dido, según Marx, como una de las superestructuras levantadas sobre las fuerzas productivas concretas del sistema económico, de las cuales son, al mismo tiempo, expresión; Marx habla' en este sentido, de «superestructu­ ras jurídicas y políticas». No es ésta, por supuesto, la única forma en que hacen su aparición la realidad económica o material y las relaciones entre las clases que le corresponden, en el mundo de las ideologías e ideas. Otro ejemplo de estas superestructuras sería, según la concepción de Marx, el sis­ tema moral prevaleciente. Éste, en oposición al sistema jurídico, no se halla impuesto por el poder del Estado, sino sancionado por una ideología crea­ da y controlada por la clase gobernante. La diferencia es, a grandes rasgos, la misma que media entre la persuasión y la fuerza (como hubiera dicho Platón)." El Estado, o, m.ís especialmente, el sistema jurídico o político, emplea la fuerza. Ella consiste, como dice Engels/ «en una fuerza represiva especial» para la coerción de los gobernados por los gobernantes. «El poder político, así llamado con propiedad -declara el Man.ifiesto-4 es simple­ mente el poder organizado de una clase para oprimir a la otra.» En Lenin se encuentra una descripción semejante:" «Según Marx, el Estado es un órga­ no para la dorninacum de clase, un órgano para la represión de una clase por parte de otra; su objetivo es la creación de un "ordenamiento" que legalice y perpetúe la opresión... », El Estado no es, en suma, nada más que una par­ te del engranaje mediante el cual la clase gobernante lleva a cabo su lucha. 332 333 I [¡' I l.! ".IIII!frllllllmlllllllmm!iIiJI!'ifIlll!'fl!II!líllllll!If!!!llIH!rrmm¡rmm~~mrm¡m¡l!flmrH!!i!l'n\lr\lIII!IIr:rli)!!iim!!rnW¡¡i'l'l'f)!!'i";""'""111"'1'······· Antes de pasar a desarrollar las consecuencias de esta concepción del Es­ tado, cabe señalar que se trata de una teoría en parte institucional y, en par­ te, esencialista. Lo primero, en la medida en que Marx trata de establecer las funciones prácticas que tienen las instituciones legales en la vida social. Y lo segundo, en la medida en que Marx no investiga la diversidad de fines a cuyo servicio pueden hallarse estas instituciones (o ser puestas deliberada­ mente), ni sugiere las reformas institucionales necesarias para que el Estado sirva aquellos fines que él podría suponer deseables. En lugar de formular las exigencias o propuestas convenientes con respecto a las funciones que él desea para el Estado, las instituciones legales (l el gobierno, Marx se pre­ gunta: «¿Qué es el Estado P», es decir, (lue trata de descubrir la función esencial de las instituciones legales. Ya demostramos antes" que no puede responderse de manera satisfactoria a estas preguntas típicamente esencia­ listas y, sin embargo, dicho interrogante está acorde, indudablemente, con el enfoque esencia lista y metafísico de Marx, según el cual el campo de las ideas y las normas es sólo la apariencia de una realidad económica. ¿Qué consecuencias se desprenden de esta teoría del Estado? La más importante es que toda la política, todas las instituciones leg'lleS y políticas, así como también todas las luchas políticas, nunca pueden ser de importan­ cia primordial. La política es impotente. En efecto, ella sol.i no puede alterar de forma decisiva la realidad económica; la principal, si no la única tarea de toda actividad política bien inspirada, es la de vigilar que las mod ificacioucs del revestimiento jurídico político se mantengan acordes con los cambios operados en la realidad social, es decir, con los medios de producción y con las relaciones entre las clases; de este modo pueden cludirsc las dificultades que surgirían inevitablemente si la política se quedase a la /',a¡.o;a de estas evo­ luciones. En otras palabras, los desarrollos políticos, o bien son superficia­ les, no condicionados por la realidad más profunda del sistema social, en cuyo caso están condenados a pasar sin dejen- huella alguna y sin poder as­ pirar a contribuir realmente en favor de los oprimidos y explotados, o bien constituyen la expresión de un cambio en el fondo económico y en la situa­ ción de clase, en cuyo caso adquieren el car.ictcr de las erupciones volc.ini­ cas, de las revoluciones totales susceptibles de ser previstas, puesto que surgen del sistema social, y cuya violencia puede moderarse abriendo las puertas a las fuerzas eruptivas, cuyo avance jamás podrían detener las trabas ideadas por la acción política. Esas consecuencias nos muestran nuevamente la u nidad del sistema his­ toricista del pensamiento de Marx. No obstante, si se considera que poquí­ simos movimientos han hecho tanto como el marxismo para cstimu lar el in­ terés en la acción política, se comprenderá que la teoría de la impotencia fundamental de la política parezca algo paradójica. (Claro está que los mar­ xistas podrían salir al encuentro de esta observación con cualquiera de estos dos argumentos: el primero es el de que en la teoría expuesta, la acción po­ lítica posee su función, pues aun cuando el partido de los trabajadores no pueda mejorar con sus actos la suerte de las masas explotadas, su lucha des­ pierta la conciencia de clase y prepara el ambiente, de este modo, para la re.. volución. Tal sería el argumento del ala radical; el otro argumento, preferi­ do por el ala moderada, afirma que pueden existir períodos históricos en los cuales la acción política resulte directamente beneficiosa, esos períodos en que las fuerzas de las dos clases opuestas se hallan, nproxirnadarncnte, en equilibrio. En dichas épocas, los esfuerzos y las energías políticas pueden resultar decisivas para alcanzar significativas conquistas para los trabajado­ res. Es evidente que este Sq';lllHJO argumcnto sacrifica pelnc de las posicio­ nes fundamentales de la teoría, pero sin comprenderlo y" en consecuencia, sin ir a la raíz de las cosas.) Cabe destacar que, según la teoría marxista, el partido de los trabajado­ res casi no puede incurrir en errores políticos de importancia mientras se limite a desempeñar Sil papel asignado y a refirmar enérgicalllerne las aspi­ raciones de su clase. En dCCLO, los errores políticos 1]0 pueden alectar ma tcrialrncntc la xituacion de clase real)' menos aún la n~e·dideJ.(1 económica de la cual depende todo, en última inst.uu.ia. Otra cousccucncia importante de la teoría es que, en principio, todo gobierno ----auI"I los democráticos--· .. es una dict.ulurn de la clase gobernan­ te: sobre la ~obernada. ,<1;.1 poder ejecutivo de UII Fstado moderno ..-clccl.i­ ra el MMÚflCSLo-..- J no es sino UI] cOll)ité para maucj.u los asuntos cconó­ micos de toda la burguesía... » Lo quc nosotros ll.unamos dC!lIocr<lcia no es, según esta teoría, sino ese tipo dc clictaclur.i de CLlSC que resulta rn.is con­ veniente en cierta situación histórica. (Lsta doctrina no concuerda IllUY bien, por cierto, con la teoría del cquiiibrio de clase sustentada por el ala moderada y que n](~lIcionamos más arriba.) Y así COIllO el l':stado es, bajo el capitalismo, una dictadura de la burgucsÍa, después de !el revolución social será, al principio, una dictadura del proletariado. Pero este Estado prolct.a­ rio deberá perder su [unción t,111 pronto como se derrumbe la rcsistcuci.i de la vieja burguesía. I;,n efecto, la revolución proletaria conduce a una socic­ dad integrada pUl' una clase única y, por consiguiente,;1 la sociedad sin cl.r­ ses donde ya no son posibles las dictaduras de clase. De este modo el Esta-­ do, privado de toda [uucion, debe desaparecer. Debe «marchitarse» como dijo Engcls." 334 335 Lejos de mí la intención de defender la teoría marxista del Estado. Su teo­ ría de la impotencia de toda política y, particularmente, su concepción dc la democracia, no sólo me parecen erróneas, sino fatalmente erróneas. Sin em­ bargo, debe admitirse que detrás de estas teorías tan inflexibles como ingc­ niosas, había una experiencia también inflexible y deprimente. y si bien Marx no logró, a mi entender, comprender el futuro que tan ansiosamente deseaba prever, me parece que aun sus teorías equivocadas dan prueba de su agudo conocimiento sociológico de las condiciones imperantes en su tiempo, así como también de su irreductible humanitarismo y sentido de la justicia. La teoría marxista del Estado, pese a su c.ir.ict cr abstracto y filosófico, nos suministra indudablemente una lúcida interpretación de su propio pe­ ríodo histórico. Es plausible sostener, por lo menos, que la llamada «Kcvo­ lución Industrial» se desarrolló principalmente, en un comicnv.o, como una revolución de los «medios materiales de la producción», es decir, de las m.i­ quinas; que esto condujo luego a la t.r.mslormación de la estructura de clu­ ses de la sociedad y, de este modo, a un nuevo xistcma social, y que lus rl'­ voluciones políticas y otras transformaciones del sistema jurídico lIegal'On más tarde sólo como un tercer paso del mismo pl'Oceso. !\un cuando esta interpretación del «surgimiento del capitalismo» haya sido cuestionada por algunos historiadores que lograron poner al descubierto algunos de sus ci­ mientos ideológicos profundamente arraigados (que quizá 110 lucrou del todo pasados por alto por Marx,') si bien echan por tierra su teoría), 110 pUl" den caber grandes dudas acerca del valor de la interpretación marxist.r COIllO enfoque inicial, y del servicio prestado a sus sucesores en este tcrrcuo. Y si bien algunos de los desarrollos estudiados por Marx fueron fomentados de liberadamente por medio de disposiciones legislativ;ls, y sólo gracias a ellas resultaron factibles (como admite el propio Marx}," fue d quien primero destacó la influencia de los desarrollos e intereses cconomicos sobre la le.. gislación y la función de las medidas legisbtivas COIllO armas en las lllch;>s de clases y, especialmente, corno medios para la creación de un "excellen-­ te de población» y, con él, del proletariado industrial. Se desprende claramente de muchos pasajes de Marx que estas observa.. cienes sirvieron para confirmar su creencia de qne el sistema juriclico-polí tico era una mera «superestructura»ll levantada sobre el sistema social, es decir, económico; teoría que, si bien la experiencia subsiguiente no tardó en refutar," no sólo conserva un gran interés sino que también, me atrevo a su­ gerir, contiene una buena parte de verdad. Pero no fueron solamente las ideas generales de Marx acerca de las rela­ ciones entre el sistema económico y el político las que sufrieron, de este modo, la influencia de su experiencia histórica; en efecto, también sus ideas concernientes al liberalismo y, en particular, a la democracia, a las que juz­ gaba meros velos destinados a encubrir la dictadura de la burguesía, sumi­ nistraron una interpretación perfectamente adecuada de la situación social de su tiempo; tanto que, desgraciadamente, la triste experiencia no tardó en corroborarla. Y no podía ser de otro modo; Marx vivió, especialmente du­ rante su juventud, un período de la más desvergonzada y cruel explotación, que, no obstante, encontraba cínicas defensas por parte de apologistas hipó­ critas que recurrían al principio de la libertad humana, al derecho del hom­ bre de determinar su propio destino ya participar libremente de los contra­ tos que consideraba lavorablcs a sus intereses. Poniendo en práctica el lema «competencia igual y libre para todos» de este período, se resistió con éxito la introducción de una legislación obrera hasta el .uio Il03, y su ejecución pr.ictica todavía durante algunos ;tilos m.is.':' La consecuencia fue una vida dc desolación y miseria que difícilmente pu·· diera inlaginarse en nuestros días. I'.n particular, la explotación de mujeres y ni ilos cond ujo a padecim ien tos increíbl es. 1 le aq uí dos ejemplos tomados de 1:'1 Cllpilld, de Marx: "William WOOlI, de ') aííos, tenía 7 'lílos y die:r. me­ ses cuando conH:n:r.<'l a trabajar... Lnu aba al trabajo todos los días de la se­ mana a bs seis de la n t.ui.u ra y se iba;1 las nueve de la noche... ¡quince horas de trahajo para un uiño de 7 ;lIIOS!», exclama un informcoficial'" presenta-­ do por la Comisión Reguladora del Trabajo de Niños de 1X(,3. !\ otros ni.. líos se les obligaha a comenzar la jornada de tmb;ljo a las cuatro de la ma­ n.ma, o a rr.iliaj.u durante toda la noche hasta las seis de la mariana y no era raro el caso de niilos de (, ailos sometidos a una joru.ula di;lria de quince ho-­ ras. « M ary Wal kley ha bía trahajado sin descanso vei utiscis horas y mcd in, junto COII otras sesenta nirius, t1'l'int;l de ellas en la misma pieza... Un mcdi­ co, el señor Keys, Ilcgú delnasiado tarde y declaní ante el tribunal que "Mary Aune Walkley li.rlua mucrto por exceso de i.r.ibajo en una sala ates­ tada de gente... ", Descoso de darle a este caballero una lecci(~ln de huenos modales, el prcsidcut« del tribunal sentenció que "la víctima hahiu muerto de apoplejía, si bien existen razolles para suponer que su muerte haya sido acelerada por el exceso de trabajo en una habitación atestada de gellte".»I'; Tales eran, pues, las coudicioncs de la clase trabajadora en 1X(,3, cuando Marx escribía /~I Capital; su ardiente protesta contra estos abusos, que no sólo eran tolerados entonces sino hasta defendidos muchas veces, no ya por economistas profesionales, sino incluso por los propios clérigos, le asegura-­ rá para siempre un lugar entre los liberadores de la humanidad. En vista de esas experiencias, 110 debe asombrarnos que Marx no tuvie­ ra una gran opinión dcl liberalisn¡o y que no viera en la democracia parla­ mentaria sino una forma velada de dictadura de la burguesía. Y nada más fá­ 336 337 11 ¡'11 cil para él, ento nces, qu e int erp retar estos hechos como fund ament o de su análisis de la relació n ent re el sistema jurídico y el social. Según el sistema legal, la igualdad y la libertad se hallaban perfectamente estab lecidas, por lo menos ap rox imada mente, pero ¡qué lejos de esto estaba la realidad! No de­ bem os culpa r a Marx, en verdad, por haber insistid o en qu e los hechos eco­ nó micos so n los únicos «reales>' y en que el sistema jur ídico es sólo un a superestruc tu ra, un revestimient o de esta realid ad, a la vez qu e un instru­ mento de la do minació n de clases. Es en El Cap ital donde se ha desar roll ado con mayor claridad esta opo ­ sició n ent re el siste ma ju rídico y el soc ial. En un a de sus partes teó ricas (que será o bjeto de un exame n más co mp leto en el capítulo 20), Marx enca ra el análisis del sistema econó mico capitalista medi ante la hipót esis simplifica­ dora e idealizant e de qu e el sistema juríd ico es perfecto en todos sus aspec­ tos . Se supone, así, que la libert ad, la igualdad ante la ley y la justicia so n ga­ rantizadas a tod os por igual. Ante la ley no existen clases pri vilegiadas. Y por encima de esto, Marx supo ne que ni siquiera en el rein o de la economía se produce ninguna infr acción o delito; supo ne qu e po r todos los bienes se paga un «precio justo », inclu yend o la capacidad de tr abajo qu e el obrero vend e al cap italista en el mercado labor al. El precio de todos estos bienes es «justo » en el sen tido de qu e tod os ellos se co mpran y venden en prop or ción al monto medio de tr abajo requ erid o para su reproducción (o, p ara utili zar la termi nología de Marx, de acuerdo co n su verdadero «valo r»).'" C laro está qu e Marx sabe perfectame nte qu e todo esto es una simple csq ue mat izac i ón, pues en su o pinió n los obreros casi nunca recibe n este trato o, dicho con o tras pa lab ras, habitu almente so n estafados. Pero part iendo de la base de esas p remisas ideales, Marx procu ra demo strar qu e aun bajo ese excelente sistema jurídico, el sistema eco nó mico habría de funcionar de t ~l l mod o que los tr abajadores no se verían en co nd icio nes de gozar de su libert ad . Pese a to da esta «ju sticia>', no se enco ntra rían mu cho mejo r qu e los esclavos ." En efecto , si so n pob res, lo úni co qu e pueden hacer es venderse ellos y a sus mu jeres e hijos en el mercado del trabajo por el precio neces ario para la re­ produ cción de su capacidad de tr abajo. Es decir, qu e por el total de su capa­ cidad de tr abajo no habrán de rec ibir más que lo mínim o indi spen sable para su existencia. Esto nos mu est ra qu e la explotac ión no co nsiste tan sólo en la defraud ación o el ro bo y q ue no puede elim inarse po r medio de meras d is­ posicion es legales (y la crítica de Proudho n de que «la propiedad es un rob o» es demasiado supe rficial)." Como consec uencia de to do ello, Marx se vio impulsado a sos te ner qu e los trab ajador es no pu eden esperar gran cosa de las mejoras logradas me­ diante el sistema jurídico, qu e, co mo todo el mundo sabe, garantiza a ricos y pobres por igual la libert ad de dormir en los bancos de las plazas y qu e 338 1\ 1 1 ~' ¡: I M amenaza po r igual con el con siguiente castigo si inte nta n vivir «sin recu rsos visibles». D e esta manera, Marx llegó a lo qu e po d ría denominarse (en la jerga hegeliana) la distinci ón entre la libert ad formal JI ma terial. La libert ad Iorrnal'" o legal, si bien Mar x no la subestima, resulta ser to talmente insufi ­ ciente pa ra asegura rnos aquell a libert ad qu e representa, según él, la meta del desarroll o hist ór ico de la hu manidad . Lo qu e imp orta es la lib ert ad real, es decir, la libert ad eco nó mica o mat erial. Y ésta só lo puede ser alcanza da mediant e una emancipac ión equita tiva del trab ajo y, a su vez, esta emanci­ p ació n exige «la redu cción de la jornada de tra bajo co mo requi sito pr evio fun da mental». I I~ ! , :~j l 1, ,!1,: " I \,,: l;:¡ 111 1', r) j '1, I .~ :, " ,l . ~I ~. ji ;.¡I 1 '1 ¿Qu é direm os del análisis de Marx? ¿He mos de creer qu e la po lítica, o el marco de las institu cione s legales, es intrínsecam ent e impote nte para re­ mediar semejante situac ión y qu e s ólo una co mpleta revo lució n soc ial, un camb io radical del «siste ma socia],' pueda rep resentar una so luc ión? ¿O he­ mos de creer a los defen sore s de un sistema capitalista sin tr abas qu e insis­ ten (co n raz ón a mi ent ender) en el tr emendo ben eficio qu e representa el sistem a de los mercad os libres y qu e co ncluye n, de esta premisa, qu e lo más conve niente para patronos y o breros es un mercado de trabajo co mp leta­ mente libre? Co nsidero que no pued e pon erse en tela de juicio la injusticia e inhu­ manid ad del «sistema capitalista» sin trabas qu e nos describe Marx; pero ello pu ede int erpretarse en fu nción de lo qu e llamamos, en un capítu lo an­ terior / Ola «paradoja de la libert ad». Como vimos ento nces, la libertad, si es ilimitada, se anula a sí mism a. La libertad ilimitada significa q ue Ull ind ivi­ du o vigoroso es libre d e asaltar a o tro déb il y de privarlo de su libert ad . Es precisamente por esta razó n qu e exigimos qu e el Estad o limite la libertad hasta cierto punto, de modo qu e la libert ad de todos esté protegida por la ley. N adie qu edar á, así, a merce d de otros, sino qu e to dos tendrán derecho a ser protegidos por el Estado. A mi juicio, estas co nsiderac iones, dest inadas origiualmcntc a ap licarse a la esfera de la fuerza br ut a o de la intimidación física, deben aplicarse ta m­ bién a la econó mica. Aun cua ndo el Estado pro teja a sus ciudada nos de ser atropellados p or la violencia física (co mo ocu rre, en principio, bajo el sis­ tema d el capitalismo sin trabas), puede burlar nuestro s fines al no lograr prot egerlos del em pleo inju sto del pod erío eco nó mico. En un Estado tal, los ciudadanos econ ómicamente fue rtes to davía so n libres de at ropellar a los eco nó micamente débiles y de rob arles su libert ad. En estas circ unstancias, 339 i!',, 1,'¡' r ~' t ~"~¡,~i ~ ¡ " L ¡ji } ~I I ':t, ' 1 1 ~" I. 'i,l : l~ ' I: .1. Iu 111 1 li~':'1 IT '.! , " la libertad económica ilim it ada pu ede resul tar tan injusta como la lib ert ad física ilimi tad a, pudiendo llegar a ser el poderío econ ómico casi tan peligro­ so co mo la violencia física, pu es aque llos qu e pose en un excedente de ali­ memos pu ed en o bliga r a aque llos que se mu eren de hambre a acep tar «li­ b rem ente» la servidu m br e, sin necesid ad de usar la violencia. Y su po niendo que el Estad o limite sus actividades a la su p resión de la violencia (y a la pro ­ tección de la propiedad ) seguirá siendo po sibl e que una min or ía eco nó mi­ came nt e fuert e explote a la mayoría de los económicame nt e débil es. Si este aná lisis es acept ado, " entonces la natu raleza del remedio salta a la vista . D eb er á ser u n remed io político, semeja nte al qu e usam os contra la vio­ lencia física. y co nsistirá en crea r ins tituc iones so ciales, impues tas por el poder del Estado, para p ro tege r a los eco nó micamente débil es de lo s eco­ nó micame nt e fuertes . El Esta do d eberá vigilar, pues, qu e nad ie se vea for­ zad o a celebra r un cont rato d esfavorabl e por miedo al hambre o a la ruina eco nó mica. C laro está que eso significa que el principio d e la no intervención , del siste ma econ ómic o sin tra bas, deb e ser aban do nado; si queremos la libertad de ser salvaguardados, ento nces d eberemos exigir qu e la política de la liber­ tad eco nó mica ilimi tada sea susti tuida por la int er vención económi ca r egu­ lad ora d el Estado . Deberemos exigir qu e el capitalismo sin trabas d é lug ar al intervencionismo econ ámico." Y esto es pr ecisam ente lo que ha ocurr ido en la realidad. El sistema económico d escrito y criticad o por Marx ha dej ado d e existir prácticament e en tod o el mu nd o para ser reemplazado, no por un sistema en el cual el Estad o com ienza a perd er sus fu nc iones mostrando, en consecuencia, signos d e «march itamiento », sino po r diversos siste mas in­ terven cion istas, donde las fun ciones del Estado en la esfera econó mica se extien d en mucho más allá de la protecció n de la propie dad y los «cont rato s lib res». (Esta evo lución será examinad a en los capítu los siguientes.) IV Cabe señalar que el pun to aq uí alcanza do cons tituye el tópico centra l dC' nu estro an álisis. Sólo aquí podemos comenza r a co mprender la sign ifica, ción d el choq ue entre el hist ori cismo y la ingeniería soc ial y su efecto so bre la po lítica de los amigos de la soc iedad abie rta . El marxismo sostiene que es más que u na cienc ia y que su tarea con sis te en algo más qu e en for mular una profecía histórica. El ma rxismo sostic ne que de be ser la base de la acció n política. C ritica la soci edad existente y afirma qu e él puede con ducirnos a un mundo mejor. Pero segú n la p ropiJ teoría de Marx, no po de mos modificar la realid ad eco nó mica a voluur .ul, 340 i lj , por ejemplo, med iant e reformas legales. Lo más que p ue de ha cer la política es «acort ar y dism inuir lo s d olores del nacimi enro »." Es éste, a mi juicio, un p ro grama po lítico extr emadament e pob re, y su pobr eza es cons ecuencia del lu gar com pletamente secun dar io q ue se le asigna al pod er político en el or­ den jerárquico de los poderes. E n efecto, segú n Ma rx, el verdadero pod er reside en la evo luc ión de las m áquinas; lu ego , siguiéndole en importanc ia, en el sistema de las relaciones econó micas d e clase y, fina lmente, y só lo en tercer término, en la po lítica. La posición alcanzada en nu estro an álisis supo ne un p u nt o d e vista to ­ talmente op uesto . Segú n ella, el pod er político es fun da mental y pu ed e co n­ tro lar al poder económico. Esto representa un a inmensa ampliac ió n del cam­ po d e las act ividades políticas. Podemos pr egu ntarnos qué deseamos lograr y có mo lograrlo: p od emos, po r ejemplo, des arro llar un p ro grama polít ico racional pa ra la p rotecció n de lo s económi came n te d ébiles: podemos san­ cio nar leyes para restr ingir la explo tación; podemos limi tar la jo rnada de tr abajo; y si bien tod o esto no es desp rec iable, to davía pod em os hacer mu­ cho más. Mediante las leyes, pode mos asegurar a lo s tr abajado res (o mejor aú n, a to dos los ciud adan os) contra la incap acid ad , 1:1 desocupaci ón y la ve­ jez. D e esta manera, barem os imposi bles aqu ellas tormas d e exploraci ón ba­ sadas en la des valida po sició n econ óm ica de UIl trab ajador que dehe aceptar cua lquier co sa para no mo rirse de ham b re. Y cuando po damo s garanti zar por ley un niv el de vida dig no a tod o s aqu ellos que estén disp uesto s a tr a­ bajar - y no hay ningun a raz ón para que esto no se logre- entonces la pro­ tección d e la libert ad del ciuda da no co nt ra el temor v la intimidaci ón eco ­ nóm icos será casi perfecta. Desde este punto de vi"sta, el poder pol ít ico co nstituy ela llave d e la protecci ón eco nó mica. El po der p olí tico y su co n­ trollo es todo. No debemos permitir q ue el pod er económ ico do m ine al po lítico; y si es necesario, deberá co m batírselo hast a po ne rlo bajo el co ntro l d el pode r po lít ico. D esde la posición a que he mos arribado, pod emos de cir q ue la desp ee­ I iva actitu d de Marx hacia el pode r político significa haber o m itido 11 0 só lo el desarrollo de una teor ía de la más impo rtant e [u cruc potencial de mejora­ mient o para los cconó mica mcn re d ébiles, sino también la con side raci ón dd mayo r peligro poten cial para la libert ad hu man a. Su ingenua p resu nción de qu e en un a sociedad sin clases el poder de l Estado hab ría de pe rde r su [u n­ .ió n, «marchitándo se», mu est ra bien a las claras que Marx nu nca captó la parado ja d e la libert ad y que tampoco co mprend ió la funció n que el poder rxtata] pod ía y debía cum plir, al servicio de la libertad y la hum anid ad. (Lo <lIal prueba además qu e M arx era. en últ ima instancia, ind ividualista, pese a :.lISvibrantes llamados colecti vistas a la conciencia de clase.) D e este modo , 1.1concepció n marxist a es análoga a la creencia liber al d e qu e todo lo que se 341 _ .__ . _.~ 1.. :i¡,¡lti ¡':!idi ¡,.L necesita es «igualdad de opo rtunidades». P or cierto qu e la necesitamos, pero eso so lo no basta. En efecto, ella no impide qu e los meno s dotado s, o menos inflexibles, o men os afortunados se conviertan en objeto de explota­ ción por part e de aquell os más dot ados o inflexibles o afortunados. Además, desde e! puma de vista a que hem os llegado, lo qu e los marxis­ tas llaman desde ñosamerue «mera libert ad fo rmal" se convierte en la base de todo lo demás. Esta «mera libert ad formal», es decir, la democracia, el de­ recho de! pueblo de juzgar y expulsar del pod er a sus gobernantes, es e! ún ico medio conocido para trata r de prot egern os de! empleo incorrecto de! pod er pol ítico;" su esencia co nsiste en el contro l de los goberna nt es p or part e de los gobern ados . Y pu esto que el pod er políti co pu ede co nt rolar al econó ­ mico, la dem ocracia política será tambi én el único medio posibl e para poner el cont rol del poderío económico en manos de los gobernados. Sin un co n­ tro l democ rático, no pu ede haber razón alguna para qu e un gobierno no utilice su pod er político y económ ico co n fin es bien difer entes de la pr ot ec­ . ción de la libert ad de sus ciudadanos. , ~; : v Es el papel fund ament al de la «libertad fo rmal» lo qu e pasan por alto los marxistas qu e creen qu e la dem ocracia form al no es suficiente y la qui eren co mplementar co n lo q ue deno minan, generalmente, «democracia econó­ mica», expresió n vaga y en extrem o superficial que oscurece el hecho de qu e la «mera libert ad for mal» es la (mica ¡.;arantía de una política econó mica democrát ica. Marx descubrió la significaci ón del p od er econ óm ico y es co mprensible qu e haya exagerado su magnitud. Así, él y sus discípul os ven el pod er eco­ nómi co por to das part es, y el pilar de todas sus argumentacio nes es éste: d qu e tiene dinero tiene poder po rq ue, si así lo qui ere, puede comprar las pis tolas y los pistol ero s. Pero en realid ad se trata de un argumento indirecto, pues se apo ya en la ad misión implícita de qu e tiene el poder aque l que po­ see armas. Y si el qu e est á arm ado se percata de esto, ent onces no tardar á mucho en poseer, a la vez, arm as y dinero. Sin embargo, en un capitalismo sin trabas, cabe el argu mento de Marx hasta cierto pu nto , pu es u n régimen dedicado a crear insti tu cio nes para el control de las ar mas y de los pistolc ros pe ro no del poder qu e da el dine ro, tenderá a caer bajo su influencia. Así, es bien posible que en un Estado semejante reine el «gangsterismo» in co ntrolado de la riqueza. Pero el propi o M arx hubiera sido el primero, cree. yo, en admitir q ue esto no vale para to dos los Estado s y que ha habid o m.i, de una ocasión en la historia en que, por ejemplo, toda explo tación se redil 342 '1·, 1 ¡~' ,...•o::;. j , jf , 1 cía al pillaje basado directament e en el pod er conferido por la lanza y un a sólida armad ura. y ho y día no creo qu e haya mu chos qu e sos tengan la in­ genua tesis de q ue el «pro greso de la histo ria» ha pu esto fin, de una vez po r tod as, a esto s métodos de explot ación más directo s y qu e, un a vez alcanz a­ da la libert ad for mal, nos será im posible caer nue vamente en la arbitrarie­ dad de formas tan pr imit ivas de explotació n. Es tas consider acio nes pod rían bastar para refutar la teor ía dogmática de que el pod er eco nó mico es más fundame ntal qu e el físieo o el del Estad o. Hay, sin embargo, otras consideraciones todavía. Co mo lo han destacado acer­ tadamente diversos aut or es (entre ellos Bcrtrand Ru sscll y Wa lter Lip p ­ mann)," só lo la activa int er vención del Estad o - la pr ot ección de la prop ie­ dad mediante leyes respaldadas por sancio nes físicas- es la qu e hace de la riqu eza un a fuente potencial de pod er, pu es sin esta pr ot ecci ón los hom bres no tardarían en verse despojado s de su riqueza. El pod er econó mico depen­ de totalment e, por lo tanto , del poder po lít ico y físico . Russcll nos recuerda varios ejemp los histór icos de esta dependencia y a veces, incluso, desa mp a­ ro, de la riq ueza: «El pod er eco nó mico dentro del Estado - -expresa- ,2" si bien der iva, en últi ma instan cia, de la ley y de la opin ión púb lica, fácilmen ­ te adquiere cierta ind epend encia. Así, p uede influ ir so bre la ley por la co­ rrupción y sob re la opi nió n públi ca po r la propaganda; puede so meter a los políticos a obligacio nes que interfieran co n su libertad y pu ede amenazar co n el desencadenam ient o de una crisis financiera. Pero la esfera de lo qu e pue de logra r tiene lím ites perfecta m ente definidos. A Cés ar lo llevaro n al pod er sus acreedo res, qu ienes no veían o tro mod o de llegar a recup erar sus pr ésta mos; pero lo qu e éstos no pr eviero n fue qu e cuando aquél llegara .d poder ser ía lo suficientemente pode roso co mo para no pagarles. C arlos V recabó de los Fugger el d inero necesario pam adq uirir su posición de emp e­ rador, per o una vez coronado se burló en sus barbas y tuviero n qu e resig­ narse a perder lo qu e le habían prestad». D ebe desecharse el dogm a de qu e el pod er eco nó mico se halla en la raíz de to do mal, sust ituyéndo lo por la concepc ió n de qu e han de tenerse en cuenta to dos los peligro s derivados de cunlqnier forma de pod er inconrro­ l.ulo, El dinero co mo tal no es particularm ente peligroso, salvo en el caso de <fue pueda servir para adqu irir pod er, ya sea dircctamcnrc o esclaviza ndo a los seres econ ó micamente débiles q ue deben venderse para pod er vivir. D ebem os considerar estos pro blemas en térm inos aún más mat crialis­ I.I s, si cabe, q ue Jos empl eados po r Marx. D ebemo s co mprende r que el co n­ I ml del pod er físico y de la exp lotació n física sigue co nstit uyendo e! pro ­ "lema pol ítico cent ral. A fin de establecer este con tro l, debemos asegurar la -Iibertad meramente fo rma l», U na vez. que la hayamos alcanzado y que ha­ r .U110S aprendido a utilizarla para contro lar el p od er pol ítico, todo lo demás '11. 343 <, dependerá de nosotros. Y no podremos culpar a nadie más ni vociferar con­ tra los siniestros demonios económicos que se mueven arteramente entre bambalinas. En efecto, somos nosotros, en la democracia, quienes tenemos la llave para mantener a buen recaudo a estos demonios. Los debemos do­ mar y debemos comprender que somos capaces de ello; debemos utilizar la llave; debemos construir instituciones para el control democrático del po­ der económico y para nuestra protección contra la explotación económica. Mucho es lo que han insistido los marxistas en la posibilidad de comprar los votos, ya sea directamente o mediante una profusa propaganda. Sin em­ bargo, una consideración más estrecha nos demuestra que se trata aquí de un excelente ejemplo de la situación del poder político analizada más arri­ ba. Una vez alcanzada la libertad formal, se puede controlar cualquier for­ ma de influencia sobre los votos. Por un lado, existen leyes para limitar los gastos electorales y, por otro, nos concierne exclusivamente a nosotros cui­ dar de que se sancionen leyes de este tipo todavía más severas." Así, puede hacerse de! sistema jurídico un poderoso instrumento para su propia pro­ tección. Además, se puede influir sobre la opinión pública e insistir en la adopción de un código moral mucho más rígido en las cuestiones políticas. Todo eso está a nuestro alcance; pero primero debemos comprender que nuestra tarea debe ser la ingeniería social de este tipo y que no debemos esperar en vano que algún terremoto económico produzca milagrosamen­ te para nuestro bien un nuevo mundo económico, creyendo que bastará con que descorramos e! velo para arrojar la vieja vestidura política. VI Claro está que en la práctica los marxistas nunca confiaron plenamente en la teoría de la impotencia del poder político. Siempre que tuvieron opor­ tunidad de actuar o de planear alguna acción práctica dieron por sentado, como todo e! mundo, que el poder político podía ser utilizado para contro­ lar el poder económico. Pero sus planes y actos nunca se basaron en una re­ futación precisa de su teoría original, ni tampoco en ninguna idea definida con respecto al problema más fundamental de toda la política, a saber, el control del controlador, de la peligrosa acumulación de poder que repre­ senta el Estado. En efecto, los marxistas nunca comprendieron todo el sig­ nificado de la democracia como único medio conocido para alcanzar este control. Como consecuencia, tampoco comprendieron nunca el peligro inheren­ te a una política tendente a acrecentar el poderío del Estado. Si bien aban­ donaron, más o menos inconscientemente, la doctrina de la impotencia de 344 la política, conservaron la idea de que el poder del Estado no representa un problema de importancia y de que es malo sólo si se halla en manos de la burguesía. No comprendieron pues que todo poder, y el poder político -si no en mayor, por lo menos en igual medida que e! económico-- es pe­ ligroso. De este modo, retuvieron su fórmula de la dictadura del proletaria­ do sin comprender el principio (véase en el capítulo 8) de que toda políti­ ca a L\rgo plazo debe ser institucional, no personal. Y sin considerar jamás, a) reclamar la extensión de las facultades del Estado (en contraste con la idea que del Estado tenía Marx) que bien podría suceder un día que estas facul­ tades cayesen en malas manos. Esto explica, en parte, por qué, en la medida en que rrat.iron la intervención del Estado, proyectaron conferirle a éste fa­ cultades pr.icticamcntc ilimitadas en la esfera económica. Retuvieron, como se ve, la creencia llOlisla y utlípiea de Marx de que sólo un flamante «siste­ ma social" podía mejorar las cosas. Ya criticamos ese enfoque utópico y romántico de la ingeniería social en el capítulo '). <)uisiera añadir ahora que la intervención económica, aun me­ diante los métodos graduales aquí defendidos, tiende a acrecentar el poder del Estado. Se desprende, pues, que el intervencionismo es en extremo peli­ groso. Esto IJO constituye, sin embargo, un argumento decisivo en su con­ tra, pues el poder del Estado, pese a su peligrosidad, sigue siendo un mal ne­ cesario. Pero debe servir como advertencia de que si descuidamos por un momento nuestra vigilancia y 110 fortalecemos nuestras instituciones demo­ cráticas, d.indol«, en c.unhio, cada vez más poder al Estado mediante la -planificación- intervencionista, podrá sucedemos que perdamos nuestra libertad. Y si se pierde la libertad, se pierde todo, incluida la «planificación». En efecto, ¿por qué habrán de llevarse a cabo los planes para el bienestar de! pueblo si cl pueblo carece de facultades para hacerlos cumplir? La seguri­ dad sólo puede estar segura lujo el imperio de la libertad. Se observa, así, que no sólo existe una paradoja de la libertad, sino tam­ bién una paradoja dc' la planificación estatal. Si planificamos demasiado, si le damos demasiado poder al Estado, entonces perderemos la libertad y ése será el fin de nuestra planificación. Estas consideraciones nos conducen de regreso a nuestra defensa de los métodos gradlules de la ingeniería social, a diferencia de los utópicos u ho­ listas. Y nos conduce nuevamente, también, a nuestra exigencia de que las medidas adoptadas tiendan a combatir males concretos más que a establecer algún bien ideal. La intervención del Estado debe limitarse a lo que es real­ mente necesario para la protección de la libertad. Pero no basta decir que nuestra solución debe ser una solución mínima, que debernos mostrarnos vigilantes, y que no debemos darle al Estado más poder del necesario para la protección de la libertad. Estas observa­ 345 ciones pueden plantear problema pero no nos muestran e! camino hacia solución alguna. Parece concebible, incluso, que no haya ninguna solu­ ción, y que la adquisición de nuevos poderes económicos por parte de un Estado -poderes que, comparados con los de los ciudadanos, son siem­ pre peligrosamente grandes- lo tornen irresistible. Efectivamente, hasta ahora ni hemos demostrado que la libertad pueda preservarse ni cómo pue­ de preservarse. En esas circunstancias, convendrá recordar las consideraciones expues­ tas en e! capítulo 7, con respecto a la cuestión del control del poder políti­ co, y la paradoja de la libertad. VII El importante distingo que hicimos en esa oportunidad fue e! referente a personas e instituciones. Señalamos allí que, en tanto que e! problema po­ lítico de! día puede exigir una solución personal, toda política a largo plazo --especialmente, toda política democrática a largo plazo-s- debe ser conce­ bida en función de instituciones impersonales. Y dijimos también, en parti­ cular, que el problema del control de los gobernantes y de la regulación de sus facultades era, en esencia, un problema institucional, e! problema, en pocas palabras, de idear instituciones capaces de impedir que los malos go­ bernantes hagan demasiado daño. Análogas consideraciones se aplican al problema del control de! poder económico de! Estado. El peligro del que debernos cuidarnos es e! aumen­ to de! poder de los gobernantes; debemos guardarnos de las personas y de la arbitrariedad. Ciertos tipos de instituciones pueden conferir facultades arbitrarias a una persona, pero no todas necesariamente. Si examinamos nuestra legislación laboral desde este punto de vista, en contraremos ambos tipos de instituciones. Gran parte de estas leyes agrc­ gan muy poco poder a los órganos ejecutivos del Estado. Es concebible por cierto, que las leyes contra el trabajo de los niños, por ejemplo, sean aproo vechadas inescrupulosamcnte por un funcionario civil para intimidar y do minar a un ciudadano inocente. Pero los peligros de este tipo carecen casi dI' gravedad si se los compara con los inherentes a una legislación que confiera a los gobernantes poderes discrecionales como, por ejemplo, la facultad dI' dirigir el trabajo." De forma semejante, una ley que establezca que el mal uso de un bien por parte de su propietario será castigado con su pérdida 11" gal, sería incomparablemente menos peligrosa que otra que concediese a le 1,' gobernantes o a los servidores del Estado poderes discrecionales pal'a ill cautarse de los bienes de los ciudadanos. 346 Llegamos, así, a la distinción entre dos métodos enteramente distintos." según los cuales puede proceder la intervención económica del Estado. El primero consiste en idear un "marco legal" de instituciones protectoras (ejem­ plo de ello serían las leyes que restringen las facultades de un terrateniente o del propietario de un animal). El segundo, en facultar a determinados ór­ ganos del Estado para actuar -dentro de ciertos límites- de la forma que consideren necesaria para alcanzar los fines propuestos por los gobernantes que acierten a detentar el poder. Podría calificarse e! primer procedimiento de intervención «institucional" o «indirecta" y el segundo de intervención «personal» o «directa". (Claro está que existen casos intermedios.) No puede haber ninguna duda, desde el punto de vista del control de­ mocrático, acerca de cuál de estos métodos es el preferible. La política ob­ via de toda intervención democrática es el empleo del primer método, siem­ pre que esto sea posible y la restricción del segundo sólo a aquellos casos en que el primero resulte inadecuado. (Y estos casos existen. El ejemplo clási­ co es e! del presupuesto, que es expresión de lo que el magistrado conside­ ra equitativo y justo. Y es concebible, aunque altamente indeseable, que las medidas anticíclicas tuvieran que tener un carácter similar.) Desde el punto de vista de la ingeniería social gradual, la diferencia en­ tre ambos métodos es de suma importancia. Sólo el primero, el método ins­ titucional, hace posible la realización de ajustes a la luz de la discusión y la experiencia. Sólo él permite la aplicación delmérodo del ensayo y del error ;\ nuestras acciones políticas. Es a largo plazo, pero el marco legal perma­ nente puede ir modificándose lentamente, a fin de dejar cierto margen para las consecuencias imprevistas e indeseables, para cambios en otros puntos de dicho marco, etc. Sólo él nos permite descubrir, por medio de la expe­ riencia y el análisis, lo que en realidad nos proponíamos cuando intervenía­ mos con cierto objetivo en el pensamiento. Las decisiones discrecionales de los gobernantes o funcionarios civiles caen fuera de los límites de estos mé­ lodos racionales. Son disposiciones a corto plazo, transitorias, mudables de un día a otro o, en el mejor de los casos, de uno a otro año. Por regla gene­ ral (el presupuesto es la gran excepción) no pueden siquiera ser discutidos públicamente, por un lado porque faltan los datos necesarios y, por otro, porque se desconocen los principios sobre cuya base se adopta la decisión. Yen caso de que existan, lo cual no siempre ocurre, habitualmente no se ha­ llan institucionalizados, sino que forman parte de una tradición departa­ mental interna. Pero no es solamente por esta razón que podemos calificar el primer método de racional y el segundo de irracional. Hay además arra razón com­ pletamente distinta y de enorme importancia. El marco legal puede ser co­ nocido y comprendido por el ciudadano individual, y debe ser ideado de tal 347 modo que resulte comprensible. Su funcionamiento debe ser previsible, in­ troduciendo un factor de certeza y seguridad en la vida social. Cuando se lo modifica, debe dejarse cierto margen, durante un período transitorio, para aquellos individuos que hayan realizado sus planes basándose en la presun­ ción de su constancia. En oposición a eso, el método de la intervención personal se ve forzado a introducir en la vida social un grado de imprevisibilidad cada vez mayor y, con ella, un sentimiento cada vez más fuerte de que la vida social es irra­ cional e insegura. Es probable que e! uso de los poderes discrecionales au­ mente rápidamente, una vez que e! método haya sido aceptado, puesto que siempre será necesario realizar ajustes, y los ajustes a las decisiones discre­ cionales a corto plazo no pueden llevarse a cabo fácilmente por medios institucionales. Esa tendencia debe acrecentar considerablemente la irra­ cionalidad de! sistema, creando en mucha gente la impresión de que existen fuerzas ocultas entre bambalinas e inclinándolos hacia la teoría conspira­ cionista de la sociedad con todas sus consecuencias: cacerías de herejes y hostilidades nacionales, sociales y de clase. A pesar de todo eso, la política obvia de preferir, siempre que eso sea posible, el método institucional, está lejos de gozar de aceptación general. La resistencia a su adopción se debe, a mi entender, a diferentes razones. Una de ellas es que se necesita cierto desprendimiento para embarcarse en una tarea a largo plazo de reestructuración del "marco legal». Pero los gobier­ nos viven de manos a boca y las facultades discrecionales son inherentes a este modo de vida, aparte del hecho ostensible dc que los gobernantes desean casi siempre esas facultades para sí mismos. Pero la razón más importante es, sin duda, que no se comprende, generalmente, el significado de la distin­ ción entre ambos métodos. En efecto, el camino para su comprensión se ha­ lla bloqueado por los discípulos de Platón, Hegel y Marx. Y ellos nunca ad­ vertirán que la vieja cuestión de "¿ Quiénes deben gobernar?» debe ser reemplazada por la otra, mucho más realista, de "¿ Cómo podemos sujetar a quienes gobiernan?». su época, su in