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Segunda parte
LA PLEAMAR DE LA PROFEcíA
PREFACIO
EL SURGIMIENTO DE LA FILOSOFÍA ORACULAR
Capítulo 11. Las raíces aristotélicas del hegelianismo
Capítulo 12. Hegel y el nuevo tribalismo. . . ..
219
244
EL MÉTODO DE MARX
Capítulo
Capítulo
Capítulo
Capítulo
Capítulo
13. El determinismo sociológico de Marx
14. La autonomía dc la sociología.
15. El historicismo económico
16. Las clases
.
17. El sistema jurídico y social
.'. 296
304
315
326
333
LA PROFEGÍA DE MARX
Capítulo 18.
Capítulo 19.
Capítulo 20.
Capítulo 21.
El advenimiento del socialismo.
La revolución social
.
El capitalismo y su destino . . .
Valoración de la profecía de Marx
350
361
380
406
LA ÉTICA DE MARX
Capítulo 22. La teoría moral del historicismo
. . . . . . . . . . . . 412
LA COSECHA
Capítulo 23. La sociología del conocimiento. . . . . . . . . . .
Capítulo 24. La filosofía oracular y la rebelión contra la razón.
425
437
CONCLUSIÓN
Capítulo 25. ¿Tiene la historia algún significado?
471
Notas ..
Adenda.
493
799
Si en este libro se habla con cierta dureza de algunos de los más grandes
rectores intelectuales de la humanidad, el motivo que nos ha movido a ha
cerlo no es, ciertamente, el deseo de rebajar sus méritos. Tal actitud surge,
más bien, de la convicción de que si nuestra civilización ha de subsistir, de
bemos romper con la deferencia hacia los grandes hombres creada por el
hábito. Los grandes hombres pueden cometer grandes errores y, tal como
esta obra trata de demostrarlo, algunas de las celebridades más ilustres del
pasado llevaron un permanente ataque contra la libertad y la razón. Su in
fluencia, rara vez contrarrestada, continúa impulsando por una senda equi
vocada a aquellos de quienes depende la defensa de la civilización, suscitan
do divisiones en su seno. La responsabilidad por esta división trágica, y
posiblemente fatal, recaerá sobre nosotros, si nos mostramos blandos en la
crítica de lo que reconocidamente forma parte de nuestro patrimonio inte
lectual. Pero nuestra renuencia a censurar una parte del mismo puede de
terminar su destrucción total.
Este libro constituye una introducción crítica a la filosofía de la política
y de la historia, como así también un examen de algunos de los principios
de la reconstrucción social. En la Introducción se indican su objetivo y el
método de estudio empleado. Aun cuando a veces nos referimos al pasado,
los problemas tratados son los problemas de nuestra propia época; por ello
he procurado con todas mis fuerzas plantearlos con la mayor sencillez po
sible, a fin de aclarar los males que a todos nos aquejan por igual. Si bien
este libro nada presupone sino amplitud de criterios por parte del lector, su
objeto no es tanto el de difundir el conocimiento de las cuestiones tratadas
como la resolución de las mismas. No obstante, en una tentativa de servir a
ambos fines, he reunido todos los temas que encierran un interés más espe
cializado, en las Notas, que el lector encontrará al final del libro.
8
9
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PREFACIO A LA EDICIÓN REVISADA
Si bien gran parte del contenido de este libro había adquirido forma en
una fecha anterior, tomé la decisión final de escribirlo en marzo de 1938, el
día en que me llegaron las noticias de la invasión de Austria. La tarea de re
dactarlo se extendió hasta 1943, de modo q~le el hecho de que la mayor par
te de la obra fuera escrita durante los graves años en que todavía era incier
to el resultado final de la guerra, puede explicar que algunas de las críticas
aquí expresadas resulten de un tono más apasionado y acerbo de lo que se
ría de desear. Pero no estaban los tiempos entonces como para medir las pa- .
labras, o por lo menos esto era lo que yo entendía. En el libro no se hacía
mención explícita ni de la guerra ni de ningún otro suceso contemporáneo,
pero se procuraba comprender dichos hechos y el marco que les servía de
fondo, como así también algunas de las consecuencias que habrían de sur
gir, probablemente, después de terminada la guerra. La posibilidad de que
el marxismo se convirtiese en un problema fundamental nos llevó a tratarlo
con cierta extensión. En medio de la oscuridad que ensombrece la situación
mundial en 1950, es probable que la crítica del marxismo que aquí se inten
ta realizar se destaque sobre el resto, como punto capital de la obra. Una vi
sión tal de la misma, quizá inevitable, no estaría del todo errada, si bien los
objetivos del libro son de un alcance mucho mayor. El marxismo solamen
te constituye un episodio, uno de los tantos errores cometidos por la hu
manidad en su permanente y peligrosa lucha para construir un mundo me
jor y más libre.
Tal como lo había previsto, algunos críticos me han acusado de mos
trarme demasiado severo con Marx, en tanto que otros contrastaron lo que
consideraron mi benevolencia hacia Marx con la violencia de mi ataque a
Platón. Sin embargo, sigo creyendo necesario juzgar a Platón Con un espí
ritu altamente crítico, precisamente porque la veneración general profesada
al «Divino Filósofo» encuentra un fundamento real en su abrumadora obra
intelectual. A Marx, por el contrario, se le ha atacado con demasiada fre
cuencia sobre un terreno personal y moral, de modo que lo que aquí hace
falta es, más bien, una severa crítica racional de sus teorías combinada con
la comprensión afectiva de su sorprendente atracción moral e intelectual.
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Con ra/,lÍn o sin clla, consideré quc mi crítica era asaz devastadora y que
podía permitirme, por lo tanto, buscar las contribuciones reales de Marx,
otorgándole a los motivos que sobre él obraron el beneficio de la duda. En
todo caso, es evidente que debemos tratar de estimar la fuerza de un adver
sario si deseamos enfrentarlo con éxito.
Ningún libro puede alcanzar nunca una forma definitiva. Cuando cree
mos haberlo concluido, adquirimos nuevos conocimientos que nos lo ha
cen aparecer inmaturo. En el caso de mi crítica de Platón y Marx, esa inevi
table experiencia no fue más perturbadora que de costumbre. Sin embargo,
a medida que los años fueron pasando, después de finalizada la guerra, la
mayor parte de mis sugerencias positivas y, sobre todo, e! fuerte sentimien
to de optimismo que impregna toda la obra, me parecieron cada vez más in
genuos. Mi propia voz comenzó a sonar en mis oídos como si procediese de
un pasado remoto, exactamente como la voz de alguno de esos ilusos refor
madores socialistas del siglo xvm e, incluso, del siglo XVIT.
Actualmente, he superado esa depresión sombría, en gran parte gracias
a una visita efectuada a Estados Unidos, por lo cual me felicito ahora, al re
visar e! libro, de haberme circunscrito a la adición de nuevos datos y a la
corrección de errores de concepto y de estilo, y de haberme resistido a la ten
tación de suavizar el tono de la crítica. En efecto, pese a la actual situación
de! mundo me siento tan esperanzado como siempre. Advierto ahora con
mayor claridad que nunca, que aun los conflictos más graves provienen de
algo no menos admirable y firme que peligroso, a saber, nuestra impacien
cia por mejorar la suerte de nuestro prójimo. Efectivamente, esos conflictos
no son sino los residuos de la que constituye, quizá, la más grande de todas
las revoluciones morales y espirituales de la historia: de un movimiento ini
ciado tres siglos atrás, que responde al anhelo de incontables hombres des
conocidos, de liberar sus propios seres y pensamientos de la tutela de la au
toridad y e! prejuicio: la empresa de construir una sociedad abierta que
rechace la autoridad absoluta de lo establecido por la mera fuerza del hábi
to y de la tradición, tratando, por el contrario, de preservar, desarrollar y
establecer aquellas tradiciones, viejas o nuevas, que sean compatibles con
las normas de la libertad, de! sentimiento de humanidad y de la crítica ra
cional. La voluntad de estos seres no es quedarse cruzados de brazos, de
jando que toda la responsabilidad del gobierno de! mundo caiga sobre la
autoridad humana o sobrehumana, sino compartir la carga de la responsa
bilidad o los sufrimientos evitables y luchar para eliminarlos. Esta revolu
ción ha creado temibles fuerzas de destrucción, pero esto no impide que e!
hombre llegue a conquistarlas para el bien, en un futuro no lejano.
RECONOCIMIENTOS
Deseo testimoniar mi gratitud a todos aquellos amigos que hicieron po
sible la confección de este libro. Al profesor C. G. F. Simkin, que no sólo
me ayudó en la elaboración de una versión especial de la obra, sino que
también me brindó la oportunidad de aclarar múltiples problemas, a través
de detalladas discusiones que abarcaron un período de casi cuatro años. A
la señorita Margaret Dalziel, cuya constante ayuda me resultó de un valor
inestimable en la preparación de diversos esbozos, como así también del
manuscrito definitivo. Al doctor H. Larsen, cuya dedicación al problema
del historicismo representó un gran aliento para mí. Al profesor T. K. Ewer,
quien leyó todos los originales, efectuando numerosas sugerencias para me
jorarlo.
He contraído una profunda deuda de gratitud con e! profesor F. A. van
Hayek, sin cuyo interés y afán e! libro no habría llegado a publicarse. El
profesor E. H. Gombrich se ocupó de hacer imprimir el libro, tarea a la cual
se agregó la de mantener una permanente y cuidadosa correspondencia en
tre Inglaterra y Nueva Zelandia. Tan útil ha sido su labor, que difícilmente
podría encontrar las palabras adecuadas para expresar lo mucho que le
dcbo.
Para la revisión de la segunda edición tuve un valioso auxiliar en las de
talladas anotaciones críticas a la primera edición, facilitadas gentilmente por
el profesor Jacob Viner y e! señor J. D. Mabbott.
K. R. P.
Hacemos presente nuestro reconocimiento a los siguientes editores por
el permiso otorgado para efectuar reproducciones parciales de sus obras:
George Allen y Unwin, Ltd., por pasajes de Plato To Day, 193Z (Nueva
York, Oxford University Press) de R. H. S. Crossman, y de A Study of the
Principles ofPolitics, 1920, de G. E. G. Catlin; The Clarendon Press, por pa
sajes de The Political Philosophies of Plato and Hegel, 1935, de M. B. Fos
ter; Harcourt, Brace and Company, por pasajes de The Mind and Society,
1935, de V. Pareto, y de Traetatus Logico-Philosophicus, 1921-1922, de L.
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13
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,'liilil,¡.IIIIIIIiII.""""'.i¡;¡;;¡;¡¡¡¡¡;itIlll1l.I••'"#1i1i##MU"""IIM!.,lIfmllrmrrrrm:" ,
Wittgenstein; Hodder and Stoughton Ltd., por pasajes de Credo, 1936, de
K. Barth; Houghton Mifflin Company, por pasajes de History 01 Europe,
1935, de H. A. L. Fisher, y de Marxism: A Post Mortem, 1940, de H. B. Par
kes; profesor A. Kolnai y sus editores (Londres, Víctor Gollancz, Ltd.;
Nueva York, Viking Press, 1938), por pasajes de Tbe War Against the West;
Little, Brown and Company, por pasajes de The Good Society (Atlantic
Monthly Press) de Walter Lippmann, y de Rats, Lice and History, 1935, de
H. Zinsser; The Macmillan Company, por pasajes de A. N. Whitehead,
Process and Reality, pu blicado en 1929; Oxford University Press por pasa
jes de A Study olHistory (publicado con el auspicio del Royal Instituto of
lnternational Affairs) de Arnold J. Toynbee; Rinchart and Company, lnc.,
por pasajes de Nationalism and the Cultural Crisis in Prussia /806-1815,
1939, de A. N. Anderson; Charles Scribner's Sons, por pasajes de Selections
[rom Hegel, 1929, reunidos por J. Loewenberg.
INTRODUCCIÓN
No deseo ocultar el hecho de que sólo puedo ver
con repugnancia... la inflada fatuidad de todos estos vo
lúmenes llenos de sabiduría que se estilan en la actuali
dad. En efecto, estoy plenamente convencido de que ...
los métodos aceptados deben aumentar incesantemente
estas locuras y torpezas y de que aun la completa ani
quilación de todas estas caprichosas conquistas no po
dría ser, en modo alguno, tan perjudicial como esta fic
ticia ciencia con su malhadada fecundidad.
KANT
Este libro plantea problemas que pueden no surgir con toda evidencia
de la mera lectura del índice.
En él se esbozan algunas de las dificultades enfrentadas por nuestra civi
lización, de la cual podría decirse, para caracterizarla, que apunta hacia el
sentimiento de humanidad y razonabilidad, hacia la igualdad y la libertad;
civilización que se encuentra todavía en su infancia, por así decirlo, y que
continúa creciendo a pesar de haber sido traicionada tantas veces por tantos
rectores intelectuales de la humanidad. Se ha tratado de demostrar que esta
civilización no se ha recobrado todavía completamente de la conmoción de
su nacimiento, de la transición de la sociedad tribal o «cerrada», con su so
metimiento a las fuerzas mágicas, a la «sociedad abierta», que pone en li
bertad las facultades críticas del hombre. Se intenta demostrar, asimismo,
que la conmoción producida por esta transición constituye uno de los fac
tores que hicieron posible el surgimiento de aquellos movimientos reaccio
narios que trataron, y tratan todavía, de echar por tierra la civilización para
retornar a la organización tribal. En él se sugiere, además, que lo que hoy
llamamos totalitarismo pertenece a una tradición que no es ni más vieja ni
más joven que nuestra civilización misma.
De este modo, se procura contribuir a la compresión general del totali
tarismo y de la significación que entraña la perpetua lucha contra el mismo.
Por lo demás, también se procura examinar la aplicación de los métodos
críticos y racionales de la ciencia a los problemas de la sociedad abierta. Así,
se analizan los principios de la reconstrucción social democrática, princi
pios éstos que podríamos denominar de la «ingeniería social gradual>,
, en
14
15
oposición a la «ingeniería social utópica» (tal como se la explica en el capítu
lo IX). Se ha tratado también de librar de obstáculos e! camino conducente
al conocimiento de los problemas de la reconstrucción social, mediante la
crítica de aquellos sistemas filosóficos sociales que son responsables de! di
fundido prejuicio contra las posibilidades de una reforma democrática. El
más poderoso de estos sistemas es, a mi juicio, e! denominado con el nom
bre de historicismo. La descripción de! surgimiento e influencia de algunas
formas importantes de! historicismo constituye uno de los principales tópi
cos del libro, que quizá podría definirse como un conjunto de notas margi
nales acerca de! desarrollo de ciertas filosofías historicistas. Bastarán algu
nas observaciones sobre e! origen de! libro para indicar lo que entendemos
por historicismo y la forma en que se relaciona con los demás temas tratados.
Pese a que mi principal interés se encamina hacia los métodos de la física
(y, en consecuencia, hacia ciertos problemas técnicos que en nada se pare
cen a los tratados en este libro), también me ha interesado durante muchos
a110S el problema de! estado algo insatisfactorio de algunas de las ciencias
sociales y, en particular, el de la filosofía social. Claro está que eso plantea
e! problema de sus métodos respectivos. Mi interés en este prohlema se vio
considerablemente estimulado por el surgimiento del totalitarismo, como
así también por la esterilidad de los esfuerzos efectuados por diversas cien
cias y filosofías sociales para darle algún sentido.
En este orden de Cosas hay un punto cuyo esclarecimiento es, en mi opi
nión, particularmente urgente.
Con demasiada frecuencia se escucha la afirmación de que esta o aquc
lla forma de totalitarismo es inevitable, Infinidad de personas que a juzgar
por su inte!igencia y preparación debemos considerar responsables de lo
que dicen, declaran que, en este sentido, no hay ninguna escapatoria. Así,
nos preguntan si somos realmente tan ingenuos como para creer que la de
mocracia puede ser permanente, o para no ver que sólo es una de las tantas
formas de gobierno que llegan y se van en el transcurso de la historia. Se ar
guye, además, que la democracia, a fin de combatir el totalitarismo, se ve
forzada a copiar sus métodos, tornándose ella misma totalitaria. O bien se
afirma que nuestro sistema industrial no puede continuar funcionando sin
adoptar los métodos de la planificación colectivista y entonces, de la inevi
tabilidad de un sistema económico colectivista se deduce la inevitabilidad
de la adopción de formas totalitarias de vida social.
Esos argumentos pueden parecer suficientemente plausibles; pero la
plausibilidad no constituye una guía segura en estas cuestiones. De hecho,
no debe emprenderse el examen de estos argumentos aparentemente razo
nables sin haber considerado antes la siguiente cuestión de método: ¿está
dentro de las posibilidades de alguna ciencia social la formulación de prole
16
cías históricas de tan vasto alcance? ¿Cabe esperar algo más que la irres
ponsable respuesta de un adivino cuando nos dirigimos a un hombre para
interrogarlo acerca de lo que e! futuro depara a la humanidad?
Se trata aquí de la cuestión del método de las ciencias sociales. Eviden
temente, es más fundamental que cualquier debate relativo a cualquier ar
gumento particular en defensa de cualquier profecía histórica.
El cuidadoso examen de esa cuestión me ha conducido al convencimien
to de que estas profecías históricas de largo alcance se hallan completamen
te fuera del radio de! método científico. El futuro depende de nosotros mis
mos y nosotros no dependemos de ninguna necesidad histórica. Existen, sin
embargo, filosofías sociales de gran influencia que sostienen la opinión exac
tamente contraria. Afirman estos sistemas que todo el mundo procuJ&a uti
lizar su razón para predecir los hechos futuros; que para un estratega no es
ilícito, ciertamente, tratar de prever el resultado de una batalla, y que las
fronteras que separan las predicciones de este tipo de las profecías históri
cas de mayor alcance son sumamente elásticas. A su juicio, la tarea general
de la ciencia consiste en formular predicciones o, más bien, en mejorar
nuestras predicciones cotidianas, colocándolas sobre una base más segura; y
la de las ciencias sociales, en particular, en suministrarnos profecías históri
cas a largo plazo. También creen haber descubierto ciertas leyes de la histo
ria que les permiten profetizar e! curso de Jos sucesos históricos. Bajo el
nombre de historicismo, be agrupado las diversas teorías sociales que sus
tentan afirmaciones de este tipo. En otra parte, en The Poverty o] Histori
cism 11,a pobreza del historicismoi (Económica, 1944-1945), he tratado de
rebatir esas pretensiones y de demostrar que, pese a su plausibilidad, se ba
san en una idea errónea del método de la ciencia, y especialmente, en el ol
vido de la distinción que debe realizarse entre una predicción científica y
una profecía histórica.
Mientras me hallaba abocado a la crítica y análisis sistemáticos de las
pretensiones del liistoricismo, traté de reunir algunos datos que ilustrasen
su desarrollo. Las notas seleccionadas con ese fin se convirtieron luego en la
base dc este libro.
1,:1 all~lIisis sistemático del historicisrno procura alcanzar cierto rigor
científico. No es éste, sin embargo, el propósito de nuestra obra. En efecto,
muchas de las opiniones que en ella se expresan son personales. Lo que sí
debemos al método científico es la conciencia de nuestras limitaciones: no
ofrecemos pruebas allí donde nada puede ser probado, ni pretendemos ser
científicos donde todo lo que puede darse es, a lo sumo, un punto de vista
personal. No tratamos tampoco de reemplazar los viejos sistemas filosófi
cos por otro nuevo, ni de agregar absolutamente nada a todos esos volúme
nes llenos de sabiduría, a esa metafísica de la historia y del destino, que se
17
,.,
estila en la actualidad. Procuramos, más bien, demostrar que esa sabiduría
profética resulta perjudicial y que la metafísica de la historia obstaculiza la
aplicación de los métodos rigurosos, aunque lentos, de la ciencia a los pro
blemas de la reforma social. Por último, procuramos demostrar que pode
mos convertirnos en artífices de nuestro propio destino si nos abstenemos
de pretender pasar por profetas.
Al investigar el desarrollo de! historicisrno hallé que el peligroso hábito
del profetizar histórico, tan difundido entre nuestros rectores intelectuales,
llena diversas funciones. Siempre resulta lisonjero pertenecer al círculo ín
timo de los iniciados y poseer la insólita facultad de predecir e! curso de la
historia. Además, existe la tradición de que los guías intelectuales se hallan
dotados de dichas facultades, y e! no poseerlas puede conducir a la pérdida
del rango. Por otro lado, e! peligro de ser desenmascarados como charlata
nes es muy reducido, puesto que siempre estarán en condiciones de argüir
que es posible efectuar predicciones de menor alcance; y los límites entre
éstas y los oráculos no son rígidos.
Haya veces, sin embargo, otros motivos quizá más profundos para sos
tener ese punto de vista hi-storicista. Los profetas que anuncian el adveni
miento de una época de dicha y prospcridad pueden dar expresión con ello
a un sentimiento personal de insatisfacción profundamente arraigado, y
también puede suceder que sus sueños den esperanzas y aliento a aquellos
que difícilmente podrían subsistir de otro modo. Pero no debemos pasar
por alto el hecho de que es probable que su influencia nos impida encarar
las tareas cotidianas de la vida social. Yesos profetas menores que anuncian
el probable acaecimiento de ciertos hechos como, por ejemplo, la caída fi
nal en el totalitarismo (o quizá en el «cmprcsarismo»), pueden estar coope
rando, sin saberlo, y ya sea que les guste o no, para que dichos hechos ten
gan efectivamente lugar. Su dictamen ele que la democracia no ha de durar
eternamente es tan cierto o tan poco significativo -según el caso- como la
afirmación de que la razón humana no ha de durar eternamente, dado que
sólo la democracia proporciona un marco institucional capaz de permitir
las reformas sin violencia y, por consiguiente, el uso de la razón en los asun
tos políticos. Pero, naturalmente, su pesimismo tiende a desalentar a aque
llos que luchan contra el totalitarismo, favoreciendo, en cambio, la rebelión
contra la vida civilizada. Puede hallarse otro motivo ulterior para esta posi
ción destructiva en el hecho de que la metafísica historicista permite alige
rar a los hombres del peso de sus responsabilidades. Si se sabe de antemano
que las cosas habrán de pasar indefectiblemente, haga uno lo que haga, ¿de
qué vale luchar contra ellas? Y así, es muy posible que se abandone, en par
ticular, toda tentativa de controlar aquellas cosas que la mayoría de la gen
te está de acuerdo en considerar males sociales, tales como la guerra o, para
mencionar otro hecho más pequeño aunque no menos importante, la tira
nía de un caudillo despótico.
No pretendo sugerir que el historicisrno tenga siempre semejantes efec
tos. Hay historicistas -especialmente entre los marxistas- que no tienen
el menor propósito de liberar a los hombres del peso de sus responsabilida
des. Por otro lado, hay algunas filosofías sociales que pueden o no ser con
sideradas historicistas, pero que predican la impotencia de la razón en la
vida social y que, por su antirracionalisrno, propugnan la siguiente actitud:
«hay que seguir al Líder Supremo, al Gran Hombre de Estado, o bien, hay
que convertirse en Líder»; actitud ésta que significa, para la mayoría de la
gente, el sometimiento pasivo a las fuerzas personales o anónimas que go
biernan la sociedad.
•
Es interesante observar, con todo, que algunos de aquellos que denun
cian la razón y llegan a culparla, incluso, de los males sociales de nuestro
tiempo, lo hacen, por un lado, porque se dan cuenta de que el hecho de la
profecía histórica sobrepasa el poder de la razón y, por el otro, porque no
pueden concebir que la ciencia social, o la razón en la sociedad, tengan otra
función que la del profetizar histórico. En otras palabras: no son sino his
toricistas desilusionados, es decir, hombres que a pesar de comprender la
pobreza del historicismo, no advierten que retienen consigo el prejuicio his
toricista fundamental, a saber, la doctrina de que las ciencias sociales, para
tener algún valor, han de ser proféticas. Claro está que esta actitud debe
conducir a un rechazo de la aplicabilidad de la ciencia y de la razón a los
problemas de la vida social y, en última instancia, a la doctrina del poder, de
la dominación y del sometimiento.
¿Por qué todas estas filosofías sociales se vuelven contra la ci vilización?
¿Y cuál es el secreto de su popularidad? ¿Por qué atraen y seducen a tantos
intelectuales? Personalmente me inclino a creer que la razón reside en su
deseo de dar expansión a una insatisfacción profundamente arraigada, fren
te a un mundo que no se acerca, ni siquiera lejanamente, a nuestros ideales
morales ni a nuestros sueños de perfección. La tendencia del historicismo (y
de las posiciones afines) a defender la rebelión contra la civilización puede
obedecer al hecho de que el historicismo es en sí mismo, con mucho, u na
reacción contra el peso de nuestra civilización y su exigencia de responsabi
lidad personal.
Si bien estas últimas alusiones resultan un tanto vagas, deberán bastar
para una introducción. Más adelante serán abonadas con datos históricos,
especialmente en el capítulo «La Sociedad abierta y sus enemigos». En cier
to momento tuve la tentación de colocar ese capítulo al principio del libro,
pues por el interés del tópico tratado habría resultado, ciertamente, una in
troducción más atrayente para el lector. Pero finalmente llegué a la conclu
18
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1 i ' fi !i : 1 i i "
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sión de que no era posible experimentar todo el peso de tal interpretación
histórica si no iba precedida por el análisis de los temas tratados en los ca
pítulos anteriores del libro. Al parecer, es necesario experimentar primero
la conmoción de comprobar la identidad entre la teoría platónica de la jus
ticia y la teoría y práctica del totalitarismo moderno para poder compren
der lo urgente que se torna la interpretación de esos problemas.
Primera parte
EL INFLUJO DE PLATÓN
I1
i.
,[1
¡
En favor de la sociedad abierta (alrededor del año
430 a. C.)
Si bien sólo unos pocos son capaces de dar origen a
una política, todos nosotros somos capaces de juzgarla.
PERICLES DE ATENAS
Contra la sociedad abierta (unos 80 años después)
:11
11
!I\1
De todos los principios, el más importante es que
nadie, ya sea hombre o mujer, debe carecer de un jefe.
Tampoco ha de acostumbrarse el espíritu de nadie a
permitirse obrar siguiendo su propia iniciativa, ya sea
en el trabajo o en el placer. Lejos de ello, así en la guerra
como en la paz, todo ciudadano habrá de fijar la vista en
su jefe, siguiéndolo fielmente, y aun en los asuntos más
triviales deberá mantenerse bajo su mando. Así, por
ejemplo, deberá levantarse, moverse, lavarse, o comer...
sólo si se le ha ordenado hacerlo. En una palabra: debe
rá enseñarle a su alma, por medio del hábito largamente
practicado, a no soñar nunca actuar con independencia,
ya tornarse totalmente incapaz de ello.
PLATÓN DE ATENAS
20
• [i:.II.;II,.I[[I;¡If¡fHIIIIIllQÍIII.IIIlI
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EL MITO DEL ORIGEN Y DEL DESTINO
Capítulo 1
EL HISTORICISMO y EL MITO DEL DESTINO
Se halla ampliamente difundida la creencia de que toda actitud verdade
ramente científica o filosófica, como así también toda comprensión más
profunda de la vida social en general, debe basarse en la contemplación e in
terpretación de la historia humana. En tanto que el hombre corriente acep
ta sin consideraciones ulteriores su modo de vida y la importancia de sus
experiencias personales y pequeñas luchas cotidianas, se suele decir que el
investigador o filósofo social debe examinar las cosas desde un plano más
elevado. Así, desde su ángulo, ve a] individuo como un peón, como un ins
trumento casi insignificante dentro del tablero general del desarrollo huma
no. y descubre entonces que los actores realmente importantes en el Esce
nario de la Historia son, o bien las G randes Naciones y su Grandes Líderes,
o bien, quizá, las Grandes Clases, o las Grandes Ideas. Sea ello como fuere,
nuestro investigador tratará de comprender el significado de la comedia re
presentada en el Escenario Histórico y las leyes que rigen el desarrollo his
tórico. Claro está que si logra hacerlo será capaz de predecir las evoluciones
futuras de la humanidad. Podrá, asimismo, dar una base sólida a la política
y suministrarnos consejos prácticos acerca de las decisiones políticas que
pueden tener éxito o que están destinadas al fracaso.
Talla descripción sumamente sintética dc la actitud que denominare
mos historicisrno. Se trata de 11l1a antigua idea o, más bien, de un conjunto
de ideas más o menos vinculadas entre sí que han terminado por convertir
se, desgraciadamente, en parte tan grande de nuestra atmósfera espiritual,
que por lo común las damos por sentadas sin ponerlas en tela de juicio.
En otra parte he tratado de demostrar que el enfoque historicista de las
ciencias sociales ofrece resultados verdaderamente pobres. H e tratado tam
bién de perfilar un método que, a mi juicio, podría producir mejores frutos.
Pero aun cuando el historicisrno sea un método defectuoso, incapaz de
producir resultados ele valor, puede resultar útil el estudio de la forma en
que se originó y que llegó a difundirse con tanto éxito. Una indagación his
tórica emprendida con este propósito puede servir, al mismo tiempo, para
analizar la variedad de ideas que se ha ido acumulando alrededor de la doc
trina historicista central, la cual afirma que la historia está regida por leyes
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interpretados, por lo tanto, como un ataque a la religión. En este capítulo,
1.1 doctrina del pueblo elegido nos ha servido sólo como ejemplo. Su valor
como tal puede apreciarse fácilmente en el hecho de que sus principales ca
racterísticas) son compartidas por las dos versiones modernas más impor
tantes del historicismo, cuyo análisis comprenderá el cuerpo principal de
esta obra; nos referimos a la filosofía histórica del racismo o fascismo, por
una parte (la derecha), y la filosofía histórica marxista por la otra (la iz
quierda). En lugar del pueblo elegido, el racismo nos habla de raza elegida
(por Gobincau), seleccionada como instrumento del destino y escogida
como heredera final de la tierra. La filosofía histórica de Marx, a su vez, no
habla ya de pueblo elegido ni de raza elegida, sino de la clase elegida, el ins
trumento sobre el cual recae la tarea de crear la sociedad sin clases, y la cla
se destinada a heredar la tierra. Ambas teorías basan su pronóstico históri
co en una interpretación de la historia conducente al descubrimiento de
cierta ley que rige su desarrollo. En el caso del racismo, se la considera una
especie de ley natural; la superioridad biológica de la sangre de la raza ele
gida explica el curso de la historia, pretérito, prcsente y futuro; no se trata
aquí sino de la lucha de las razas por el predominio. En el caso de la filoso
fía marxista de la historia, la leyes de carácter económico; toda la historia
debe ser interpretada como una lucha de clases por la supremacía económica.
La índole historicista de estos dos movimientos confiere a nuestra in
vestigación 11n carácter limitado. ' Más adelante, a 10 largo dcllibro, vol ve
remos sobre ellos y tendremos ocasión de remontar su origen a la fuente co
mún de la filosofía de Hegel, por 10 cual habremos de ocuparnos, también,
del examen de dicho sistema. Y puesto que Hegel 5 sigue los pasos, en varios
puntos fundamentales, de ciertos filósofos antiguos, será necesario exami
nar también las teorías de Heráclito, Platón y Aristóteles antes de retornar
a las formas más modernas del historicismo.
históricas o evolutivas específicas cuyo descubrimiento podría permitirnos
profetizar el destino del hombre.
Puede hallarse un buen ejemplo de historicismo, al que hasta ahora sólo
hemos caracterizado en forma más bien abstracta, en una de sus formas más
simples y antiguas, a saber, la doctrina del pueblo elegido. Se intenta con
ella tornar comprensible la historia mediante una interpretación teísta, es
decir, mediante el reconocimiento de Dios como autor de la comedia repre
sentada sobre el Escenario Histórico. La teoría del pueblo elegido supone,
en particular, que Dios ha escogido a un pueblo para que se desempeñe
como instrumento dilecto de Su voluntad, y también que este pueblo habrá
de heredar la tierra.
En esta teoría, la ley del desarrollo histórico responde a la Voluntad de
Dios. He aquí, pues, la diferencia específica que distingue la forma teísta de
las demás formas de historicismo, El historicismo naturalista, por ejemplo,
podría tratar la ley evolutiva como una ley de la naturaleza; un historicismo
espiritualista, como la ley del desarrollo espiritual; un historicisrno econó
mico, por fin, como una ley del desarrollo económico, El historicisrno tefs
ta comparte con estas otras formas la doctrina de que existen leyes históri
cas específicas, susceptibles de ser descubiertas y sobre las cuales pueden
basarse las predicciones relacionadas con el futuro de la humanidad.
No cabe ninguna duda de que la teoría del pueblo elegido surgió de la
forma tribal de vida social. El tribalismo -la asignación de una importan
cia suprema a la tribu, sin la cual el individuo no significa nada en absolu
to- es un elemento que habremos de encontrar en muchas de las formas de
la teoría historicista. Otras formas que han superado ya la etapa tribalista
pueden retener todavía cierto grado de colectiuismo; así, puede suceder que
realcen la significación de cierto grupo colectivo -por ejemplo, una clase
sin la cual el individuo no representa nada en absoluto. Otro aspecto de la
teoría del pueblo elegido es el carácter remoto de aquello que se 110S pre
senta como fin de la historia. En efecto, si bien se puede llegar a describir ese
fin con cierto grado de precisión, debemos recorrer un largo camino antes
de alcanzarlo. Pero el camino no sólo es largo sino también tortuoso, con
vueltas hacia derecha e izquierda, adelante y atrás, En consecuencia, resulta
posible acomodar convenientemente todo hecho histórico concebible den
tro del esquema de la interpretación. De tal modo, ninguna experiencia
concebible puede refutarlo." Pero a quienes creen en él, les suministra certe
za en cuanto se refiere al resultado final de la historia humana.
En el último capítulo del libro trataremos de efectuar una crítica de la
interpretación teísta de la historia, como de demostrar también que algunos
de los pensadores cristianos más grandes repudiaron esta teoría por consi
derarla idólatra. Los ataques contra esta forma de historicisrno no deben ser
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Capítulo 2
Sólo con Heráclito encontramos en Grecia teorías comparables, por su
carácter historicista, con la doctrina del pueblo elegido. En la interpretación
teísta, o más bien politeísta, de Homero, la historia se presenta como el pro
ducto de la voluntad divina. Pero los dioses homéricos no han establecido
las leyes generales de su desarrollo. Lo que Homero trata de destacar y ex
plicar no es la unidad de la historia sino, más bien, su falta de unidad. El au
tor de la comedia representada en el Escenario de la Historia no es un solo
Dios; toda una variedad de dioses participan en ella. Lo que la interpreta
ción homérica comparte con la judía es cierto vago sentimiento del destino
y la idea de fuerzas ocultas entre bambalinas. Pero según Homero, el desti
no final se mantiene secreto, conservando, a diferencia de su contraparte ju
día, su misterio.
El primer griego que introdujo una teoría historicista más definida fue
Hesíodo, probablemente bajo la influencia de las fuentes orientales. Hesío
do difundió la idea de un impulso o tendencia general, en determinado sen
tido, del desarrollo histórico. Su interpretación de la historia es pesimista:
según él, la humanidad, alcanzada la edad de oro, está luego destinada a de
generar, tanto física como moralmente. La culminación de las diversas
ideas historicistas profesadas por los primeros filósofos griegos llega con
Platón, quien, en una tentativa de interpretar la historia y la vida social de
las tribus griegas y, en particular, de los atenienses, trazó una grandiosa pin
tura filosófica del mundo. En su historicismo, sufrió una fuerte influencia
de sus diversos predecesores, especialmente de Hesíodo; sin embargo, la in
fluencia de mayor peso deriva directamente de Heráclito.
Heráclito fue el filósofo que descubrió la idea de cambio. Hasta esta
época, los filósofos griegos, bajo la influencia de las ideas orientales, habían
visto el mundo como un enorme edificio, en el cual los objetos materiales
constituían la sustancia de que estaba hecha la construcción.' Comprendía
ésta la totalidad de las cosas, el cosmos (que originalmente parece haber sido
una tienda o palio oriental). Los interrogantes que se planteaban los filóso
fos eran del tipo siguiente: «¿de qué está hecho el mundo?», o bien: «¿cómo
está construido, cuál es su verdadero plan básico ?» Consideraban la filoso
fía o la física (ambas permanecieron indiferenciadas durante largo tiempo)
como la investigación de la «naturaleza», es decir, del material original con
que este edificio, el mundo, había sido construido. En cuanto a los procesos
dinámicos, se los consideraba, o bien como parte constitutiva del edificio, o
bien como elementos reguladores de su conservación, modificando y res
taurando la estabilidad o el equilibrio de una estructura que se consideraba
fundamentalmente estática. Se trataba de procesos cíclicos (aparte de los
procesos relacionados con el origen del edificio; los orientales, Hesíodo y
otros filósofos se planteaban el interrogante de «¿quién lo habrá hecho?»).
Este enfoque tan natural aun para muchos de nosotros todavía, fue dejado
de lado por la genial concepción de Heráclito. Según ésta, no existía edificio
alguno ni estructura estable ni cosmos. «El cosmos es, en el mejor de los ca
sos, una pila de basuras amontonadas al azar», nos declara Heráclito.' Para
él, el mundo no era un edificio, sino, más bien, un solo proceso colosal; no
la suma de todas las cosas, sino la totalidad de todos los sucesos o cambios
o hechos. «Todo fluye y nada está en reposo»; he ahí el lema de su filosofía.
Durante largo tiempo se dejó sentir la influencia del descubrimiento de
Heráclito sobre el desarrollo de la filosofía griega. Los sistemas filosóficos
de Parménides, Demócrito, Platón y Aristóteles pueden describirse todos
adecuadamente como otras tantas tentativas de resolver los problemas plan
teados por este universo en perpetua transformación, descubierto por He
ráclito. Difícilmente puede sohrccstimarse la grandeza de este descubri
miento, que ha sido calificado de aterrador y cuyo electo se ha comparado
con el de un «terremoto en el cual... todo parece oscilar».' Por mi parte, no
me cabe ninguna duda de que Heráclito llegó a este descubrimiento debido
a terribles experiencias personales, padecidas como resultado de los trastor
nos sociales y políticos de la época que le tocó vivir. Heráclito, el primer fi
lósofo que se ocupó, no ya «de la naturaleza», sino incluso de problemas
ético-políticos, vivió en un momento histórico de revolución social. Era la
época en que las aristocracias tribales griegas comenzaban a ceder ante el
nuevo empuje de la democracia.
Si queremos comprender el efecto de esta revolución deberemos recor
dar la estabilidad y rigidez de la vida social en una aristocracia tribal. La
vida social se halla determinada por tabúes sociales y religiosos; todos los
individuos tienen su lugar asignado dentro del conjunto de la estructura so
cial; todos sienten que su lugar es el apropiado, el «natural», puesto que les
ha sido adjudicado por las fuerzas que gobiernan el universo; todos «cono
cen su lugar».
De acuerdo con la tradición, la condición de Heráclito era la de herede
ro de la familia real de reyes sacerdotes de Éfeso, pero renunció a sus dere
chos en favor de su hermano. Pese a su orgullosa negativa a tomar parte en
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HERÁCLITO
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la vida política de su ciudad, defendió la causa de los aristócratas, quienes
trataban en vano de contener la impetuosa marea de las nuevas fuerzas re
volucionarias. Estas experiencias en e! campo social o político se reflejan
claramente en los fragmentos que se conservan de su obra.' «Los ciudada
nos adultos de Éfeso tendrían que ahorcarse todos, uno por uno, y dejar e!
gobierno de la ciudad en manos de los niños ... », dice Heráclito en uno de
sus exabruptos provocados por la decisión de! pueblo de expatriar a Her
miodoro, un aristócrata amigo suyo. Su interpretación de los motivos de!
pueblo reviste e! mayor interés, pues demuestra que el caballito de batalla
de las argumentaciones antidemocráticas no ha cambiado mucho desde los
primeros días de la democracia. «Dicen ellos: no debe haber mejores entre
nosotros, y si alguno se destaca, entonces que se vaya a otra parte, con otra
gente.» Esta hostilidad hacia la democracia irrumpe a través de todos sus
fragmentos: «...el populacho se llena e! vientre como las bestias... Escogen
por guías a los vates y las creencias populares, sin advertir que los malos
constituyen mayoría y sólo la minoría es buena... En Priena habitaba Bias,
hijo de Teutabes, cuya palabra pesa más que la de otros hombres. (Y éste
decía: "la mayoría de los hombres son malvados" ... El populacho por nada
se preocupa, ni aun por las cosas con que se da de narices, ni tampoco pue
de aprender lección alguna, aunque esté convencido de que sí puede». Den
tro de este mismo tenor afirma: «La ley puede exigir, también, que sea obe
decida la voluntad de Un Hombre». Otra expresión del punto de vista
conservador y antidemocrático de Heráclito resulta, por una casualidad,
perfectamente aceptable para los demócratas en su significado aparente,
aunque no en su intención: «Un pueblo debe luchar por las leyes de su ciu
dad como si fueran sus muros».
Pero la lucha de Heráclito en defensa de las antiguas leyes de su ciudad
resultó vana; y lo efímero de todas las cosas dejó una impresión imborrable
en su espíritu. Con su teoría del cambio no hace sino dar expresión a este
sentimiento:" «Todo Huye», declara, y también, «no es posible bañarse dos
veces en el mismo río». Desilusionado, argumentó contra la creencia de que
el orden social existente habría de durar eternamente: «No debemos con
ducirnos como niños alimentados con la estrecha mira que se expresa en la
frase "así nos llegó a nosotros"». Esta insistencia en el cambio y, especial
mente, en la transformación de la vida social, constituye una importante ca
racterística, no sólo de la filosofía de Heráclito, sino también del historicis
mo en general. Que las cosas y hasta los reyes cambian es una verdad
indiscutible que debe grabarse perfectamente, especialmente en aquellos
que aceptan sin actitud crítica su medio social. Sin embargo, si bien hemos
de admitir esta parte de su doctrina, el todo padece una de las características
más perniciosas del historicisrno, a saber, la atribución de una importancia
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excesiva al cambio, junto con la creencia complementaria en una ley del des
tino inexorable e inmutable.
En esta creencia nos vemos enfrentados con una actitud que, si bien pa
rece contradecir, a primera vista, la insistencia de los historicistas en e! cam
bio, es característica de la mayoría, si no de todos ellos. Quizá podamos
explicar esta actitud si interpretamos la insistencia del historicista en lo
mudable como síntoma de un esfuerzo necesario para vencer una resisten
cia inconsciente a la idea de cambio. Esto explicaría, también, la tensión
emocional que conduce a tantos historicistas (aun en nuestros días) a hacer
hincapié en la novedad de la revelación nunca oída que deben formular a la
humanidad. Estas consideraciones sugieren la posibilidad de que los histo
ricistas teman las transformaciones y que no sean capaces de aceptar la idea
de cambio sin una seria lucha interior. A menudo, parece como si tratasen de
consolarse por la pérdida de un mundo estable, aferrándose a la concepción
de que todo cambio se halla gobernado por una ley inmutable. (En Parmé
nides y en Platón llegaremos a encontrar, incluso, la teoría de que el cam
biante mundo en que vivimos es sólo una ilusión y de que existe otro mun
do más real que se mantiene eternamente inalterable.)
En el caso de Heráclito, la importancia atribuida al cambio lo conduce a
la teoría de que todos los objetos materiales, ya sean sólidos, líquidos o ga
seosos, son semejantes a llamas, es decir, que más que objetos son procesos
y equivalen todos ellos a otras tantas transformaciones del fuego. La tierra
(compuesta de cenizas), aparentemente tan sólida, no es sino fuego en un
estado de transformación, y hasta los líquidos (y pueden convertirse en
combustible, quizá bajo la forma de petróleo). «La primera transformación
del fuego es el mar; pero del mar, la mitad es tierra y la otra mitad, aire ca
liente.»" De este modo, todos los demás «elementos» -la tierra, el agua y el
aire- son producto de la transformación del fuego: «Todas las cosas pue
den transformarse en fuego y, a la inversa, del mismo modo que el oro pue
de convertirse en mercaderías y las mercaderías en oro».
Pero habiendo reducido todas las cosas a llamas, a procesos semejantes
al de la combustión, Heráclito cree ver en esos procesos una ley, una medi
da, una razón, una sabiduría; y habiendo destruido el cosmos como edificio
y declarado que sólo era un montón de basuras, lo rescata para introducir
lo nuevamente bajo la forma del orden predestinado de los sucesos en el
proceso universal.
Todo proceso deluni verso y, en particular, el propio fuego, se desarro
lla de acuerdo con una ley definida que es su «medida»;" es ésta una ley ine
xorable e irresistible y, en esto, la idea de Heráclito se asemeja a nuestra
moderna concepción de la ley natural, como así también a la concepción de
las leyes históricas o evolutivas de los historiadores modernos. Pero discre-
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pa de estas concepciones en la medida en que considera a la ley un decreto
de la razón, cuyo cumplimiento se halla compelido por el castigo, exacta
mente de la misma manera que la ley impuesta por el Estado. Esa falta de di
ferenciación entre las leyes o normas legales por un lado y por el otro, las le
yes o uniformidades de la naturaleza, constituye un rasgo característico del
tabuismo tribal. En efecto, ambos tipos de leyes son considerados igual
mente mágicos, de modo que resulta inconcebible toda crítica racional de
los tabúes creados por el hombre, así como resulta inconcebible toda tenta
tiva de perfeccionar la razón y sabiduría última de las leyes del mundo na
tural: «Todos los hechos acaecen con la necesidad del destino... el sol no se
desviará un solo paso de su trayectoria, so pena de que las diosas del Destino, las emisarias de la Justicia, lo encuentren y lo vuelvan de inmediato a su
curso». Pero el sol no sólo obedece a la ley; el Fuego, bajo la forma del sol
y (como veremos) del rayo de Zeus, vigila el cumplimiento de la ley y se
pronuncia en su conformidad. «El sol es el celoso custodio de los períodos,
limitando, juzgando, anunciando y manifestando los cambios y estaciones
que son la fuente de todas las cosas... Este orden cósmico, que es el mismo
para todas las cosas, no ha sido creado ni por dioses ni por hombres; siem
pre fue, es y será UI1 Fuego eternamente encendido que se aviva conforme a
la medida y decrece también de acuerdo con ella ... En su obra el Fuego lo
juzga, lo toma y lo condena todo.»
Frecuentemente se encuentra cierto elemento místico combinado con la
idea historicista de un destino implacable. En el capítulo 24 ellcctor hallará
un análisis crítico del misticismo; aquí sólo nos limitaremos a mostrar el
papel desempeñado por el antirracionalismo y el misticismo en la filosofía
de Heráclito:" «A la naturaleza le gusta ocultar -declara- y el Señor cuyo
oráculo se encuentra en Delfos ni revela ni esconde, sino que expresa su sig
nificado por medio de sugerencias». El desprecio de Heráclito hacia los in
vestigadores de mentalidad más empírica es típico de aquellos que adoptan
esta actitud: «Aquel que conoce muchas cosas no necesita tener muchos
cerebros pues, de otro modo, Hesíodo y Pitágoras los hubieran tenido en
mayor número y lo mismo J cnófanes... Pitágoras es el abuelo de todos
los impostores». Del brazo de este desdén hacia los hombres de espíritu
científico, marcha la teoría mística de la comprensión intuitiva. La teoría
heraclítea de la razón tomó corno punto de partida el conocimiento de que
si estamos despiertos, vivimos en un mundo común. Podemos comunicar
nos y controlar y verificar nuestras existencias, unos con otros; y aquí resi
de nuestra seguridad de que no somos víctimas de una ilusión. Pero a esta
teoría también se le atribuye un segundo significado de carácter simbólico
o místico. Se trata de la teoría de la intuición mística conferida a los elegi
dos, a aquellos que se hallan despiertos, que tienen la facultad de ver, oír y
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l..tI.lar: «No debemos comportarnos y hablar como si estuviéramos dormi
,I"s ... quienes se hallan despiertos poseen un mundo común; aquellos que
.lucrmen se encierran en sus mundos privados... Ellos son incapaces tanto
,1,· escuchar como de hablar. .. Aun cuando oigan, es como si fueran sordos,
v puede decirse de ellos aquello de que "están presentes y sin embargo no
1" están" ... Una sola cosa es la sabiduría: comprender el pensamiento que
V,nía a todas las cosas a través de todas las cosas». El mundo cuya experien
,·ia resulta común a aquellos que se hallan despiertos es la unidad mística, lo
.,j ngular entre todas las cosas, que sólo puede ser aprehendido por la razón:
"Debemos seguir aquello que es común a todos ... La razón es común a to
dos ... Todo se convierte en Uno y Uno se convierte en Todo... El Uno que
representa exclusivamente la sahiduría quiere y no quiere ser llamado por el
nombre de Zeus ... Es el rayo que guía todas las cosas».
y baste por ahora en cuanto a los rasgos generales de la filosofía de He
ráclito sobre el cambio universal y el destino oculto. De esta filosofía se des
prende la teoría de la fuerza impulsora que yace detrás de todo cambio, teo
ría que manifiesta su índole historicista en su insistencia sobre la importancia
de la «dinámica social», en oposición a la «estática social». La dinámica hera
clítea de la naturaleza, en general, y de la vida social, en particular, confirma
la opinión de que su filosofía le fue inspirada por los trastornos sociales y po
líticos que le tocó experimentar. En efecto, Heráclito declara que la lucha o
la guerra constituye el principio dinámico y a la vez creador de todo cambio
y, especialmente, de todas las diferencias que existen entre los hombres. Y
como buen historicista típico ve en el juicio de la historia un juicio de carác
ter moral," pues sostiene que el resultado de la guerra es siempre justo:" «La
guerra es la madre y reina de todas las cosas. Ella demuestra quiénes son dio
ses y quiénes meros hombres, convirtiendo a éstos en esclavos y a aquéllos en
amos... Ha de saberse que la guerra es universal y que la justicia es pugna, y
que todas las cosas se desarrollan a través de la lucha y por necesidad».
Pero si la justicia es lucha o guerra; si «las diosas del Destino» son, al
mismo tiempo, "las emisarias de la Justicia»; si la historia, o, mejor dicho, si
el éxito --es decir, el éxito en la guerra- constituye el criterio para medir el
mérito, entonces el patrón mismo del mérito debe hallarse también «en
continuo fluir». Heráclito resuelve este problema por medio de su relativis
mo y de su doctrina de la identidad de los opuestos. Tal se desprende de su
teoría del cambio (que sigue siendo la base de la teoría de Platón y aún más
todavía de la de Aristóteles). Un objeto que cambia debe perder cierta pro
piedad para adquirir la propiedad opuesta. Más que de un objeto, se trata
ría, entonces, de un proceso de transición de un estado a otro opuesto, o sea,
una unificación de los estados opuestos:!! «Los objetos fríos se calientan y
los calientes se enfrían; lo que está húmedo se seca y lo que está seco se hu
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medece... La enfermedad nos permite apreciar la salud... La vida y la muer
te; la vigilia y el sueño; la juventud y la vejez, todo esto es idéntico, pues lo
primero se convierte en lo segundo y esto vuelve a ser lo primero... lo di
vergente concuerda consigo mismo: es una armonía resultante de tensiones
opuestas, como en el arco o en la lira ... Los opuestos se pertenecen mutua
mente; la mejor armonía resulta de la disonancia y todo se desarrolla a tra
vés de la lucha... La senda que conduce hacia arriba y la que conduce hacia
abajo es la misma... La línea recta y la tortuosa son una sola e idéntica línea... I
Para los dioses, todas las cosas son hermosas, buenas y justas; los hombres,
sin embargo, a algunas las consideran justas y a otras, injustas...•El bien y el
I
mal son idénticos».
Pero el relativismo de los valores (podría describírselo, incluso, como un 1'1
relativismo ético) expresado en el último fragmento no le impide a Heráclito .•!
desarrollar sobre el marco de su teoría de la justicia, de la guerra y del verc- I
dicto de la historia, una ética tribalista y romántica de la Fama, del Destino y :/
de la superioridad del Gran Hombre, todo lo cual se asemeja extrañamente a I
algunas ideas sumamente modernas:" «Aquel que caiga luchando será glori
ficado por los Dioses y por los hombres... Cuanto más grande la caída, más
glorioso el destino... Los mejores buscan una sola cosa por encima de todo: la
fama eterna... un solo hombre vale más que diez mil, si es Grande».
Sorprende hallar en esos antiguos fragmentos, cuya fecha se remonta al l
año 500 a. C., tantas ideas características del moderno historicismo y de las
recientes tendencias antidemocráticas. Pero aparte del hecho de que Herá
clito fue un pensador de fuerza y originalidad no superadas y que, en con
secuencia, muchas de sus ideas se han convertido (a través de Platón) en
parte constitutiva del cuerpo principal de la tradición filosófica, la similitud
filosófica quizá pueda explicarse, hasta cierto punto, por la similitud de las
condiciones sociales de los períodos pertinentes. Es como si las ideas histo
ricistas adquirieran relieve espontáneamente en las épocas de grandes trans
formaciones sociales. Así, hicieron su aparición cuando se derrumbó la vida
tribal griega, y también cuando la de los hebreos cayó bajo el impacto de la
conquista babilónica." No pueden caber grandes dudas, a mi juicio, de que
la filosofía de Heráclito constituye la expresión de un sentimiento de andar
a la deriva; sentimiento que parece constituir una típica reacción ante la di
solución de las antiguas formas tribales de vida social. En la Europa de los
tiempos modernos las ideas historicistas fueron resucitadas durante la revo
lución inelustrial, especialmente a raíz del impacto de las revoluciones polí
ticas en América y Francia." Parece ser algo más que una mera coincidencia
el que Hegel, que tanto tomó del pensamiento de Heráclito transmitiéndo
lo a todos los movimientos historicistas modernos, fuera el intérprete de la
reacción contra la Revolución Francesa.
Capítulo 3
LA TEORÍA PLATÓNICA
DE LAS FORMAS O IDEAS
La vida de Platón transcurrió en un período de guerras y luchas políti
cas que, a juzgar por lo que sabemos, fue aún más inestable que aquel en que
había vivido Heráclito. Antes de Platón, cl derrumbe de la vida tribal de los
griegos había provocado en Atenas, su ciudad natal, un período de tiranía,
al cual había sucedido el establecimiento de una democracia que trató celo
samente de protegerse contra cualquier tentativa de introducir nuevamente
la tiranía o la oligarquía, esto es, el gobierno de las principales familias aris
tocráticas.' Durante la juventud de Platón, el gobierno democrático de Ate
nas se vio envuelto en una guerra mortal con Esparta, la ciudad cabecera del
Peloponeso, que había conservado muchas de las leyes y costumbres de la
antigua aristocracia tribal. La guerra del Peloponeso duró, incluida una in
terrupción, veintiocho años. (En el capítulo 10, donde se examina más deta
lladamente el marco histórico, habrá oportunidad de advertir que la guerra
no finalizó con la caída de Atenas en el año 404 a. c., como suele afirmar
se.)' Platón nació durante la guerra y tenía veinticuatro años cuando ésta
terminó. Los resultados de la contienda fueron terribles epidemias. Ham
bre en su último año, la caída de la ciudad ele Atenas, guerra civil y un go
bierno de terror denominado corrientemente el gobierno de los Treinta
Tiranos; éstos obedecían las directivas de dos tíos de Platón, quienes per
dieron la vida en su infructuosa tentativa de imponer el régimen despótico
a los demócratas. El restablecimiento de la democracia y de la paz no sig
nificó tregua alguna, ciertamente, para Platón. Su amado maestro, Sócra
tes, a quien había de convertir más tarde en el personaje central de la ma
yoría de sus diálogos, fue juzgado y ejecutado. El propio Platón parece
haber corrido peligro similar, y junto con otros compañeros de Sócrates,
abandonó Atenas.
Más tarde, con ocasión de su primera visita a Sicilia, Platón se enredó en
las intrigas políticas tejidas en la corte de Dionisio el Viejo, tirano de Sira
cusa, y aun después de su regreso a Atenas y de la fundación de la Acade
mia, continuó desempeñando, junto con alguno de sus discípulos, un papel
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¡·IItIIIIIIIIIlIllIlIIlIl!!IlIIIUII!IlIIlIlIIlllllIIllIlIlIlIlIIl.¡¡¡;¡"""MiIM¡¡¡¡
activo y finalmente funesto en las conspiraciones y revoluciones] que con- ,
figuraban la política siracusana.
de los diálogos de Platón (El Político), nuestra edad ha sucedido a otra de
oro, la edad de Cronos, en la cual el propio Cronos gobernaba al mundo y
Esta breve reseña de los acontecimientos políticos que rodearon la vida
los hombres nacían de la tierra; en la nuestra, la edad de Zeus, e! mundo ha
de Platón puede ayudar a explicarnos por qué encontramos en su obra, al
sido abandonado de la mano de los dioses y librado a sus propios recursos,
igual que en la de Heráclito, múltiples indicios de haber sufrido intensa
por lo cual la corrupción es cada vez mayor en su seno. Y también según el
mente la inestabilidad e inseguridad políticas de su tiempo. Al igual que
mismo diálogo, una vez alcanzado el punto más alto de corrupción, el dios
Heráclito, Platón era de sangre real; por lo menos la tradición sostiene que el
volverá a retomar el timón de la nave cósmica y las cosas comenzarán a me
origen de la familia de su padre se remontaba a Codrus, el último de los re
jorar nuevamente.
4
yes tribales de Ática. Platón se muestra sumamente orgulloso de la familia
No se sabe a ciencia cierta hasta qué punto creía Platón en esta historia
de su madre, la cual, según explica en sus diálogos (en el Cármides y el Ti
de El Político. Por un lado, hay indicios indudables de que no creía que
meo), se hallaba estrechamente vinculada con la de Salón, el legislador de "
todo ello fuera literalmente cierto, pero por el otro, tampoco puede haber
Atenas. También sus tíos, Critias y Carmides, los jefes de los Treinta Tira-I
grandes dudas de que concebía la historia humana dentro de un marco cós
nos, pertenecían a la familia de su madre. Con esta tradición en la familia, lo .11.
mico y de que consideraba a su propia época una de las de mayor deprava
natural era esperar que Platón se interesase profundamente por los asuntos
ción-posiblemente la más profunda que era dable alcanzar- y que todo e!
públicos, y la verdad es que la mayoría de sus obras confirma esta expecta
período histórico precedente se hallaba determinado por una tendencia in
tiva. Platón mismo relata (si la Séptima Carta es auténtica) que se mostró,"
trínseca hacia la decadencia; tendencia ésta compartida tanto por e! desarro
«desde el comienzo mismo, sumamente ansioso por la actividad política»,
llo histórico como por el cósmico." Lo que ya no es tan claro, a mi parecer,
pero que lo acobardaron las violentas experiencias de su juventud. «Viendo
es que también creyese que esta tendencia debía llegar necesariamente a su
cómo todo oscilaba y se desplazaba a la deriva, sentí vértigo y desespera
fin, una vez alcanzado e! grado extremo de depravación. Lo que sí creía,
ción.» Al igual que la filosofía de Heráclito, el germen fundamental del sis
ciertamente, es que mediante el esfuerzo humano, o quizá más bien, sobre
tema platónico se originó, a mi parecer, en esa sensación de que la sociedad
humano, era posible contener el fatal impulso histórico y poner fin a este
y, en realidad, «todas las cosas» se hallan en incesante transformación; en
proceso de decadencia.
efecto, nuestro filósofo resume su experiencia social exactamente del mis
mo modo en que lo había hecho su antecesor historicista, es decir, acudiendo
a una ley de! desarrollo histórico. De acuerdo con esta ley, que analizare
II
mos más detenidamente en e! próximo capítulo, todo cambio social signifi
ca cOn"upción, decadencia o degeneración.
Pese a los múltiples puntos de contacto que se observan entre Platón y
Esta ley histórica fundamental forma parte, en la concepción de Platón,
Heráclito, advertimos aquí una importante diferencia. Platón creía que la
de una ley cósmica que vale para todos los objetos de la creación en general.
·'I i
¡i
ley del destino histórico, la ley de la decadencia, podía ser superada por
Todas las cosas que se hallan en perpetua transformación, todos los objetos
la voluntad moral del hombre, apoyada por las facultades de su razón.
creados, están destinados a corromperse. Al igual que Heráclito, Platón
Lo que no resulta claro es la forma en que Platón conciliaba esta opinión
creía que las fuerzas que operan en la historia eran de carácter cósmico.
con su creencia en una ley del destino. Sin embargo, hay algunos puntos
Hay casi la certeza, sin embargo, de que Platón no creía que todo se ex
que pueden explicar esta aparente discrepancia.
plicase mediante esta ley de la degeneración. Ya hallamos en Heráclito la
Platón creía que la ley de la degeneración suponía degeneración moral.
tendencia a considerar las leyes evolutivas como si fueran de naturaleza cí
La degeneración política depende fundamentalmente, por lo menos a su
I,
clica; el modelo era, en aquel caso, la ley que determina la sucesión cíclica de
juicio, de la degeneración moral (y falta de conocimientos); y la degenera
las estaciones. De manera similar, podemos encontrar en algunas obras
ción moral se origina, a su vez, en la degeneración racial. He aquí la forma
de Platón la idea de un Gran Año (su duración sería, al parecer, equivalente
I1.1
en que la ley cósmica general de la decadencia se manifiesta dentro del cam
h
a la de 36.000 años corrientes), con su período de progreso o generación, co
po
de los asuntos humanos.
I!
rrespondiente, presumiblemente, a la primavera y al verano, y otro de de
Resulta comprensible, así, que e! gran punto cósmico decisivo coincida
generación y decadencia correspondiente al otoño y al invierno. Según uno
con otro punto decisivo en el campo de los asuntos humanos -el campo
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34
i,
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35
moral e intelectual- y que aparezcan a nuestros ojos, por lo tanto, como
resultado de un esfuerzo humano moral e intelectual. Platón puede
creído perfectamente que así como la ley general de la decadencia se mani
festaba en la decadencia moral conducente a la corrupción política, así tam
bién el advenimiento del punto decisivo cósmico decisivo se manifestaría en
la llegada de un gran legislador cuyas facultades de raciocinio y cuya volun
tad moral fueran capaces de poner fin a este período de decadencia política.
Parece probable que la profecía formulada en El Político, del retorno a una
edad de oro, constituya la expresión de tal creencia bajo la forma de un
mito. Sea ello como fuere, lo cierto es que Platón creía en ambas cosas, es
decir, en una tendencia histórica general hacia la corrupción y en la posibi
lidad de contener dicha corrupción, en el campo político, por medio de la
supresión de todo cambio político. Es éste, en consecuencia, el objetivo por
el que aboga en sus obras'! Así, Platón trata de alcanzarlo mediante el esta
blecimiento de un estado libre de los males que aquejan a todos los demás
estados, pues toda transformación se halla paralizada en él, y, por lo tanto,
no degenera. El mejor estado, el estado perfecto, es aquel que se halla libre
del mal del cambio y la corrupción. Es el estado de la edad de oro que nun
ca cambia, es el estado detenido.
I«r rcsponde un objeto perfecto que no se altera. Esta creencia en objetos
1"IIe'ctos e inalterables, denominada comúnmente Teoría de las Formas o
/'/"dS,8 se convirtió en la doctrina central de su sistema filosófico.
La creencia de Platón de que es posible para el hombre infringir la férrea
In' del destino y evitar la decadencia, deteniendo todo cambio, demuestra
IIlle sus tendencias historicistas tenían limitaciones bien definidas. Un siste
1\1.\ historicista riguroso y plenamente desarrollado dudaría mucho antes de
"t1lllitir que el hombre, mediante su sólo esfuerzo, es capaz de alterar las le
VI'S del destino histórico, aun después de haberlas descubierto. Más bien
'.( istendrfa que no se puede luchar contra ellas, puesto que todos los planes
v acciones del hombre son las vías por las cuales se cumple el destino histó
rico de las leyes inexorables de la evolución, exactamente del mismo modo
('11 que Edipo encontró su sino debido a la profecía y a las medidas adopta
d,¡s por su padre para eludirla, y no a pesar de ellas. A fin de alcanzar una
comprensión más clara de esta terminante actitud historicista y de analizar
la tendencia opuesta involucrada en la creencia platónica de que es posible
influir sobre el destino, haremos un contraste entre el historicismo, tal
como se lo encuentra en Platón, y el punto de vista diametralmente opues
10 -que también se encuentra en Platón- que podríamos designar con la
expresión ingeniería social.')
TU
Con la creencia en dicho estado ideal, libre de toda transformación, Pla
tón se aparta radicalmente de los dogmas del historicismo que encontramos
en Heráclito. Pero pese a toda la importancia de esta diferencia, ella da lu
gar, no obstante, a nuevos puntos de contacto entre ambos filósofos.
Heráclito, 110 obstante las radicales conclusiones a que arribó, parece
haberse sentido sobrecogido ante la idea de sustituir al cosmos por el caos.
Parece haberse consolado, entonces -según dijimos- de la pérdida del
universo estable, aferrándose a la idea de que el perpetuo cambiar se halla
gobernado por una ley que no cambia. Esta tendencia a escapar de las con
secuencias últimas del historicismo constituye un rasgo característico de
muchos de sus defensores.
En Platón, tal tendencia adquiere relieves notables. (Indudablemente, se
hallaba aquí bajo la influencia de la filosofía de Parménides, el gran crítico
de Heráclito.) Heráclito había generalizado su experiencia del flujo social,
extendiéndolo al mundo de todos los objetos, y Platón, tal como ya lo he
mos señalado, hizo otro tanto. Pero este último filósofo también proyectó
su idea del estado perfecto que no cambia al reino de todos los objetos, sos
teniendo que a toda categoría de objetos ordinarios sujetos a la corrupción,
36
IV
El ingeniero social no se plantea ningún interrogante acerca de la ten
dencia histórica del hombre o de su destino, sino que lo considera dueño del
mismo, es decir, capaz de influir o modificar la historia exactamente de la
misma manera en que es capaz de modificar la faz de la tierra. El ingeniero
social no cree que estos objetivos nos sean impuestos por nuestro marco
histórico o por las tendencias de la historia, sino por el contrario, que pro
vienen de nuestra propia elección, o creación incluso, de la misma manera
en que creamos nuevos pensamientos, nuevas obras de arte, nuevas casas o
nuevas máquinas. A diferencia del historicista, quien cree que sólo es posi
ble una acción política inteligente una vez determinado el curso futuro de la
historia, el ingeniero social cree que la base científica de la política es algo
completamente diferente; en su opinión, ésta debe consistir en la informa
ción fáctica necesaria para la construcción o alteración de las instituciones
sociales, de acuerdo con nuestros deseos y propósitos. Una ciencia seme
jante tendría que indicarnos los pasos que seguir si deseáramos, por ejem
plo, eliminar las depresiones, o bien, producirlas; o si deseáramos efectuar
una distribución de la riqueza más pareja, o bien, menos pareja. En otras pa
37
labras: el ingenierosocial toma como base científica de la política una espe-j
cie de tecnología social (como veremos más adelante, Platón la compara con
el fundamento científico de la medicina), a diferencia del historicista, que la i
considera una ciencia de las tendencias históricas inmutables.
De cuanto se lleva dicho sobre la actitud del ingeniero social no debe in
ferirse que no haya importantes diferencias dentro del campo de la ingeniería
social. Muy por el contrario, la diferencia entre lo que hemos denominado
<Ingenierfa Social Gradual>, y la «Ingeniería Social Utópica» constituye
uno de los temas deestudio principales de este libro. (Véase especialrnenre
el capítulo 9, dondeexponemos nuestras razones para defender la primera'
y rechazar la segunda.) Pero por el momento nos circunscribiremos a la
oposición que media entre el historicismo y la ingeniería social. Quizá pue
da tornarse aún más clara esta oposición si se consideran las actitudes asu
midas por el historicista y el ingeniero social hacia las instituciones sociales,
es decir, aquellos objetos de! tipo de una compañía de seguros, una fuerza
policial, un gobierno o quizá, también, un almacén.
El historicista se inclina preferentemente a contemplar las instituciones
sociales desde el puntode vista de su historia, esto es, de su origen, su desa
rrollo y su significación presente y futura. Puede suceder, tal vez, que insis
ta en que su origen sedebe a un plan o designio definido y a la persecución
de objetivos definidos, ya sean éstos humanos o divinos; o bien puede afir
mar que no se hallan planeadas para servir ningún objetivo claramente con
cebido, sino que son, más bien, la expresión inmediata de ciertos instintos y
pasiones; o bien puede suceder que en otra época hayan servido como me
dios para conseguir fines definidos, pero que en la actualidad hayan perdi
do este carácter. El ingeniero social y e! tecnólogo, por e! contrario, no
demuestran mayor interéspor el origen de las instituciones o por las inten
ciones primitivas de sus fundadores (si bien no existe ninguna razón para
que no reconozcan el hecho de que «sólo una parte mínima de las institu
ciones sociales han sido conscientemente planeadas, en tanto que la gran
mayoría se ha limitadoa "crecer" como resultado involuntario de las accio
nes humanas» ).10 Lejos de ello, lo más probable es que enuncie el problema
de la siguiente manera: si nuestros objetivos son tales y tales, ¿se halla esta
institución bien concebida y organizada para alcanzarlos? Consideremos
por ejemplo la institución del seguro. Al ingeniero o tecnólogo social no le
interesa mayormente lacuestión de si el seguro se originó como un negocio
lucrativo o, por el contrario, con el fin de servir a la comunidad. En lugar de
ello, se limitará a efectuar la crítica de ciertas instituciones de seguro, indi
i
cando tal vez la formadeacrecentar el margen de ganancias o, lo que es muy
j!
diferente, la forma de aumentar el beneficio que prestan al público, y, en
ambos casos extremos, habrá de sugerir los métodos más eficaces para al
11
11
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38
-'--'-'--__--lu ...ji._ulillllLl~iltlilJ.i.¡ililli
I
,11¡lar esos fines. Consideremos aún otro ejemplo de institución social, a
'1"1,, '1': la fuerza policial. Algunos historicistas la describirán como instru
para protección de la libertad y seguridad de los individuos, en tan
otros verán en ella un instrumento de opresión y de gobierno de cla
1,,', El ingeniero o tecnólogo social, sin embargo, se limitaría a sugerir las
IllI'didas indicadas para convertir la fuerza policial en un adecuado instru
uunto para la protección de la libertad y seguridad de los ciudadanos, pero
I lel mismo modo, podría también idear una medida para convertirla en una
poderosa arma para el gobierno de una clase determinada. (En su carácter
tI(, ciudadano que persigue ciertos fines en los cuales cree, puede exigir la
,,,Iopción de estos fines y de las medidas conducentes a los mismos. Pero
I omo tecnólogo, deberá distinguir cuidadosamente entre la cuestión de los
Iiucs y su elección y la cuestión relativa a los hechos, es decir, los efectos so
I iales acarreados por una determinada medida.)!'
En términos más generales, podemos decir que el ingeniero encara ra
rionalrnente el estudio de las instituciones como medios al servicio de de
u-rminados fines y que, en su carácter de tecnólogo, las juzga enteramente
de acuerdo con su propiedad, su eficacia, su simplicidad, etc. El historicista,
por el contrario, trataría más bien de descubrir e! origen y destino de estas
instituciones para establecer el «verdadero papel» desempeñado por ellas en
l·1 desarrollo de la historia, estimándolas, por ejemplo, en función «de la vo
luntad de Dios», de la «voluntad del destino» o de «las importantes tenden
cias históricas que sirven», etc. Todo esto no significa que el ingeniero so
cial o tecnólogo haya de verse forzado a afirmar que las instituciones son
medios o instrumentos para procurar ciertos fines; lejos de ello, puede ser
perfectamente consciente del hecho de que ellas difieren en muchos aspec
tos importantes de las máquinas o meros instrumentos mecánicos. El tec
nólogo no olvida, por ejemplo, que las instituciones «crecen» de forma si
milar (aunque de ningún modo idéntica) a aquella en que se desarrollan los
organismos, hecho éste de fundamental importancia para la ingeniería so
cial. Vemos, pues, que el tecnólogo no tiene por qué caer forzosamente en
una filosofía «instrumentalista» de las instituciones sociales. (A nadie se le
ocurriría decir que una naranja es un instrumento o un medio para alcanzar
un fin; pero frecuentemente la consideramos un medio para lograr ciertos
fines, por ejemplo, para aplacar el hambre o la sed cuando experimentamos
deseo de comerla o, mejor aún, cuando nos proponemos ganarnos la vida
con su venta.
Las dos actitudes antagónicas, la del historicismo y la de la ingeniería
social, se dan juntas, a veces, en ciertas combinaciones típicas. El ejemplo
más antiguo y probablemente el de mayor influencia, lo constituye la filo
sofía social y política de Platón. Para usar un símil tomado de la pintura, di
111I'1110
111 que
39
remos que en ella se combinan un primer plano de elementos tecnológicos
perfectamente evidentes y un segundo plano o fondo dominado por un mi
nucioso despliegue de rasgos típicamente historicistas. Esta combinación es
característica de un gran número de filósofos sociales y políticos que idea
ron lo que más tarde se llamó sistemas utópicos. Todos estos sistemas pa
trocinan cierto tipo de ingeniería social, puesto que exigen la adopción de
ciertos medios institucionales -aunque no siempre muy realistas- para la
consecución de sus fines. Pero cuando pasamos a considerar estos fines, en
tonces encontramos frecuentemente que se hallan determinados Ror una
concepción historicista. Los objetivos políticos de Platón, en particular, de
penden en grado considerable de sus teorías historicistas. En primer térmi
no, hallamos su propósito de escapar al incesante flujo de Heráclito, cuyas
manifestaciones son la revolución social y la decadencia histórica. En segun
do término, Platón cree que esto puede alcanzarse mediante el estableci
miento de un estado tan perfecto que se mantenga al margen del impulso
general de la evolución histórica. En tercer término, cree que puede hallar
se el modelo u original de su estado perfecto en el pasado remoto, en una
edad de oro que se remonta a los albores de la historia; en efecto, si es cier
to que el mundo se corrompe con el tiempo, entonces deberemos encontrar
una perfección cada vez mayor a medida que retrocedamos en e! pasado. El
Estado perfecto sería algo así como el primer antecesor, e! padre original de
todos los Estados posteriores, los cuales vendrían a ser la descendencia de
generada, por así decirlo, de este Estado mejor, perfecto o «ideal»; 12 Esta
do ideal que no es un mero fantasma, ni un sueño, ni una «idea en nuestro
pensamiento", sino que, en razón de su estabilidad, es mucho más real que
todas aquellas sociedades decadentes sumergidas en cI flujo de todas las co
sas y condenadas a extinguirse en cualquier momento.
De este modo, aun el fin político de Platón -e! mejor Estado- depen
de considerablemente de su concepción historicista; y, como ya dijimos an
tes, lo que vale para su filosofía de! Estado puede hacerse valer para su filo
sofía general de «todas las cosas», esto es, su Teoría de las Formas o Jdeas.
Las cosas sujetas a transformación, los objetos degenerados y decaden
tes, constituyen (al igual que el Estado) la descendencia, la progenie, por así
decirlo, de los objetos perfectos. Y al igual que en el caso de los hijos, son
verdaderas copias de sus progenitores originales. El padre o raíz, original de
un objeto cambiante es lo que Platón denomina su «Forma», «Patrón» o
«Idea». Como antes, debemos insistir en que la Forma o Idea, pese a este úl
limo nombre, no constituye una «idea en nuestro pensamiento», ni un fan
tasrna, ni un sueño, sino un objeto real. Es, de hecho, más real que todas las
cosas u objetos ordinarios sujetos a cambios, que pese a su aparente solidez,
están condenados a perecer, pues la Forma o Idea es un objeto perfecto y,
por lo tanto, imperecedero.
No debe creerse que las Formas o Ideas se encuentren situadas, al igual
que los objetos perecederos, en el espacio y el tiempo; por el contrario, se
hallan fuera del espacio y también del tiempo (porque son eternas). No obs
tante, guardan contacto con el espacio y el tiempo, pues dado que son los
progenitores o modelos de los objetos corrientes que se desarrollan y decli
nan en el espacio y e! tiempo, tienen que haber mantenido algún contacto
con el espacio en el principio de los tiempos. Puesto que no se las encuen
tra en nuestro espacio y nuestro tiempo, no pueden ser percibidas por nues
tros sentidos, a diferencia de los objetos ordinarios y mudables que actúan
sobre nuestros sentidos y son denominados, por lo tanto, objetos sensibles.
Esos objetos sensibles, que son copias o vástagos de un mismo modelo u
original, no sólo se parecen al patrón común, es decir, la Forma o Idea, sino
que también se asemejan entre sí, al igual que los hijos de una misma fami
lia; y así como los niños toman el nombre de su padre, también los objetos
sensibles toman el de las Formas o Ideas que les dieron origen; para decirlo
con las palabras de Aristóteles: «Reciben su nombre»."
Del mismo modo en que un niño puede mirar al padre, viendo en él un
ideal; un modelo único; una personificación divinizada de sus propias aspi
raciones; una materialización de la perfección, la sabiduría, la estabilidad, la
gloria y la virtud; viendo en él la potencia que lo creó antes de que su mun
do comenzara y que ahora lo preserva y sostiene y en «virtud» del cual exis
te, así Platón considera las Formas o Ideas. La idea platónica es el original y
el origen del objeto; es su fundamento, la razón de su existencia, el princi
pio estable y sustentador en «virtud» del cual existe. Es la virtud de la cosa,
su ideal, su perfección.
Platón traza esta comparación entre la Forma o Idea de una clase de ob
jetos sensibles y el padre de una familia numerosa, en el Timeo, uno de sus
últimos diálogos. Éste se halla en estrecho acuerdo" con gran parte de
sus escritos anteriores, sobre los cuales arroja considerable luz. Pero en el
Timeo llega algo más lejos de lo recorrido en sus primeras enseñanzas,
cuando representa el contacto de la Forma o Idea con el mundo del espacio
y del tiempo mediante una extensión de su símil. Así, describe el «espacio»
abstracto en que se mueven los objetos sensibles (originalmente el espacio o
vacío situado entre e! ciclo y la tierra) como un receptáculo, al que compa
ra con la madre de todas las cosas, pues en él, en el comienzo de los tiempos,
las Formas crean a los objetos sensibles estampándolos o imprimiéndolos
40
41
v
en el espacio puro, y confiriendo su forma a sus descendientes. «Debemos
concebir -escribe Platón- "tres clases de objetos": en primer término,
aquellos que son creados; en segundo término, aquel en que tiene lugar la
creación y, en último término, el modelo a cuya hechura y semejanza nacen
los objetos creados. De este modo, podemos comparar al principio receptor
con la madre; al modelo, con el padre y al producto de ambos con los hi
jos.» Platón continúa luego describiendo más detalladamente los modelos,
es decir, los padres, las Formas o Ideas inalterables: «Tenemos, primero, la
Forma inalterable que no ha sido creada y es indestructible... invisible e im
perceptible para los sentidos y que sólo puede ser contemplada mediante el
pensamiento puro». A cada una de estas Formas o Ideas individuales co
rresponde toda una descendencia o raza de objetos sensibles, «otra clase de
objetos que llevan el nombre de su Forma y se le asemejan, pero que son
perceptibles para los sentidos, creados, sujetos al flujo y que se generan en
un lugar y se disipan luego del mismo lugar, siendo aprehendidos por la
opinión basada en la percepción». En cuanto al espacio abstracto, equipara
do a la madre, es descrito de la siguiente forma: «Existe una tercera clase, el
espacio, que es eterno e indestructible y que aloja a todos los objetos crea
La comparación de la teoría platónica de las Formas o Ideas con ciertas
creencias religiosas griegas nos ayudará a comprenderla. Al igual que en
muchas religiones primitivas, algunos de los dioses griegos no son sino pro
genitores y héroes tribales idealizados, es decir, personificaciones de la «vir
tud» o «perfección» de la tribu. En consecuencia, ciertas tribus y familias
remontaban su ascendencia a uno u otro de los dioses. (Según se afirma, el
origen de la propia familia de Platón parecía remontarse al dios Poseidón.}"
Basta considerar que estos dioses son inmortales o eternos y perfectos -o
casi perfectos- en tanto que los hombres corrientes se hallan sujetos al flu
jo de todas las cosas y también, por consiguiente, a la decadencia (que es, en
verdad, el destino final de todo individuo humano), para comprender que
estos dioses son, con respecto a los hombres corrientes, lo mismo que las
Formas o Ideas de Platón con relación a los objetos sensibles" (o también
lo que su estado perfecto con respecto a los diversos estados existentes en la
actualidad). Se observa, sin embargo, una importante diferencia entre la mi
tología griega y la teoría platónica de las Formas o Ideas. En tanto que los
griegos veneraban a muchos dioses como ascendientes de las diversas tribus
o familias, la teoría de las Ideas exige que sólo exista una Forma o Idea del
hombre;" en efecto, no debemos olvidar que una de las doctrinas centrales
de la teoría de las Ideas es que sólo hay una forma para cada «raza» o «cla
se» de objetos. La singularidad de la Forma que corresponde a la singulari
dad del progenitor resulta un elemento necesario de la teoría, si ésta ha de
desempeñar una de sus funciones más importantes, a saber, la de explicar la
similitud entre los objetos sensibles, cosa que surge naturalmente de la tesis
de que estos últimos son copias o impresiones de una sola Forma. De este
modo, si hubiera dos Formas iguales o semejantes, su similitud nos obliga
ría a suponer que ambas son copias de un tercer objeto original, el cual ven
dría a ser, finalmente, la única y verdadera Forma. 0, para expresarlo con
las palabras de Platón en el Timeo: «El parecido surgiría así, con mayor pre
cisión, no de la comparación entre dos objetos, sino de la referencia de ambos
.1 un tercer objeto superior que es su prototipo». 19 En La República, ante
rior al Timeo, Platón ya había explicado su tesis con gran claridad, valién
dose del ejemplo de la cama esencial, es decir, la Forma o Idea de una cama:
,<Dios ... ha creado una cama esencial y solamente una; nunca creó ni creará,
en cambio, dos o más camas ... En efecto..., aun cuando Dios creara nada
más que dos camas, saldría una tercera a la luz, a saber, la Forma exhibida
por aquello que las dos camas creadas tuviesen en común; aquélla, y no es
tas últimas, sería entonces la cama esencial».20
Este razonamiento demuestra que las Formas o Ideas proveen a Platón
sólo de un origen o punto de partida para todos los procesos que tienen lu
gar en el espacio y el tiempo (especialmente para la historia humana), sino
también de una explicación de las semejanzas observadas entre los objetos
sensibles de una misma clase. Si los objetos son semejantes debido a alguna
virtud o propiedad por ellos compartida, por ejemplo, la blancura, la dure
za o la bondad, entonces esta virtud o propiedad debe ser única y la misma
en todos ellos; en caso contrario no podría tornarlos semejantes. De acuer
do con Platón, todos ellos participan, si son blancos, de la Forma o Idea
única de blancura, y de la dureza, si son duros. Al decir "participan», en
tendemos esta palabra en el mismo sentido en que los hijos participan de las
[acultades y dotes de sus padres, o también, del mismo modo en que las
múltiples reproducciones particulares de un grabado, que no son sino otras
tantas impresiones de una misma plancha y, por consiguiente, se parecen
entre sí, pueden participar de la belleza del original.
El hecho de que esta teoría haya sido concebida para explicar la simili
tud de los objetos sensibles no parece guardar, a primera vista, ninguna re
lación con el historicismo. y sin embargo, así es, y como nos dice el propio
Aristóteles, fue precisamente esa relación la que indujo a Platón a elaborar
esta teoría de las Ideas. Ahora trataremos de brindar una reseña de esta con
cepción, valiéndonos del comentario de Aristóteles, además de algunas in
dicaciones de las propias obras de Platón.
Si todas las cosas se hallan sujetas a un flujo incesante, entonces no será
posible decir nada definido acerca de ellas. Jamás tendremos un conoci
miento real de las mismas, sino, en el mejor de los casos, unas cuantas «opi
42
43
dOS ... ».15
niones- vagas y engañosas. Este aspecto de! problema, según sabemos por
Platón y Aristóteles," preocupó a muchos discípulos de Heráclito. Parmé
nides, uno de los precursores de Platón que mayor influencia tuvo sobre él,
había enseñado que el conocimiento puro de la razón, a diferencia de la en
gañosa opinión basada en la experiencia, sólo podía tener por objeto un
mundo libre de todo cambio, y que e! conocimiento puro de la razón reve
laba, de hecho, dicho mundo. Pero la realidad inmutable e indivisa que Par
ménides creía haber descubierto detrás de! mundo de los objetos perecede
22
ros carecía de toda relación con este mundo en que transcurre nuestra
vida. No era capaz, por consiguiente, de explicarlo.
•
Claro está que Platón no podía declararse satisfecho con eso. Pese al dis
gusto y e! desprecio que le inspiraba el mundo empírico sujeto al cambio,
guardaba en e! fondo un profundo interés por el mismo, y así, anhelaba co
rrer el velo que ocultaba el secreto de su decadencia, de sus cambios violen
tos y de sus infortunios. Platón tenía esperanzas de descubrir los medios
para su salvación, y si bien le había impresionado la doctrina de Parménides
de la existencia de un mundo inalterable, real, sólido y perfecto detrás de
este mundo espectral en el que padece la raza humana, esta concepción no
resolvía los problemas planteados, puesto que no postulaba ninguna relación
entre ambos mundos. Lo que Platón buscaba era conocimiento, no opi
nión; el conocimiento racional puro de un mundo libre de cambios; pero, al
mismo tiempo, un conocimiento que pudiera ser utilizado para investigar
este mudable mundo en que vivimos y, especialmente, nuestra cambiante
sociedad y las transformaciones políticas con sus extrañas leyes históricas.
Platón aspiraba a descubrir el secreto de la ciencia regia de la política, del
arte de gobernar a los hombres.
Pero cualquier ciencia exacta de la política parecía ser tan imposible
como todo conocimiento exacto de un mundo en perpetua transformación;
era pues, el político, un terreno donde no había ningún objeto fijo o estable.
¿Cómo podría discutirse cuestión política alguna, siendo que el significado
de palabras tales como «gobierno», «Estado» o «ciudad» cambiaba con cada
nueva fase del desarrollo histórico? La teoría política debe haberle parecido
a Platón, en su período heraclíteo, tan engañosa, fluctuante e insondable
como la práctica política.
En esta situación, Platón recibió de Sócrates, tal como lo indica Aristó
teles, una orientación de suma importancia. A Sócrates le interesaban los
asuntos de la ética y era, ante todo, un reformador ético, un moralista que
acosaba a toda clase de gentes obligándolas a pensar, a justificarse y a expli
carse y a explicar los principios de sus actos. Era su costumbre interrogar
los y parlo general no se declaraba satisfecho fácilmente con las respuestas.
La respuesta típica que solía obtener, a saber, que actuamos de cierta mane
44
1.1 porque es «prudente» hacerlo (o quizá, «conveniente», «justo» o «piado
""", etc.), sólo lo incitaba a proseguir su interrogatorio, preguntando qué
,'1'11 la prudencia, la conveniencia, la justicia o la piedad, según el caso. Así,
S,'¡crates analizaba, por ejemplo, la prudencia o sabiduría desplegada en di
versas profesiones u oficios, a fin de descubrir lo que todos estos «pruden
I es» tipos de conducta pudiesen tener en común y establecer, en conse
cuencia, lo que es o significa realmente la sabiduría o (para decirlo con las
palabras de Aristóteles) lo que es su verdadera esencia. Era «natural -ex
presa Aristóteles-e- que Sócrates buscase la esencia de las cosas»," esto es, la
virtud o fundamento de una cosa y la significación real, inalterable o esen
cial de los términos. «En este sentido, fue Sócrates el primero en plantear el
problema de las definiciones universales..
Estos intentos de Sócrates de analizar términos éticos como la «justi
cia», la «modestia» o la «piedad» han sido comparados, justamente, con los
modernos análisis del concepto de Libertad (de Mi1F4 por ejemplo), del de
Autoridad o del de Individuo y Sociedad (de Catlin). No hay por qué su
poner que Sócrates, en su búsqueda de significaciones inmutables o esen
ciales para dichos términos, los haya personificado o tratado como objeto.
El comentario de Aristóteles sugiere, por lo menos, lo contrario, añadiendo
que fue Platón quien desarrolló el método socrático de buscar los significa
Jos o esencias, transformándolo en un método para determinar la naturale
za real, la Forma o Idea de un determinado objeto. Platón conservó «las
doctrinas heraclíteas de que todos los objetos sensibles se hallan permanen
temente en estado de flujo, y de que no existe ningún conocimiento cierto
de los mismos», pero halló precisamente en el método de Sócrates una es
capatoria de esas dificultades. Si bien «no podía haber definición alguna de
los objetos sensibles puesto que éstos sufren continuas transformaciones»,
era posible formular definiciones y alcanzar un conocimiento verdadero de
otros objetos de distinta categoría, a saber, las virtudes de los objetos sensi
bles. «Si el conocimiento o el pensamiento han de tener algún objeto, éste
tendrá que ser cierta entidad, inalterable, diferente de los objetos sensibles»,
expresa Aristóteles," y añade, comentando a Platón, que éste «llamaba For
mas o Ideas a los objetos de este tipo, en tanto que los objetos sensibles, de
distinta naturaleza según él, se limitaban a recibir su nombre. Y los múlti
ples objetos que tienen el mismo nombre que cierta Forma o Idea existen
por su participación de la misma».
Esta síntesis de Aristóteles coincide estrechamente con los propios ra
zonamientos de Platón expresados en el Timeo." y nos demuestra que el
problema fundamental de Platón consistía en encontrar un método científi
co adecuado para el estudio de los objetos sensibles. Platón quería obtener
un conocimiento racional puro y no tan sólo de opinión; y puesto que no
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era posible adquirir un conocimiento puro de los objetos sensibles, insistía
-tal como dijimos antes- en obtener por lo menos aquel conocimiento
puro que se hallaba relacionado en cierta manera con los objetos sensibles,
pudiendo ser aplicado a los mismos. El conocimiento de las Formas e Ideas
satisfacía esta exigencia, puesto que la Forma se hallaba relacionada con sus
objetos sensibles del mismo modo que un padre lo está con sus hijos meno
res de edad. La Forma era el representante responsable de los objetos sensi
bles y podía ser consultada, por lo tanto, en las cuestiones de importancia
concernientes al mundo del flujo.
De acuerdo con nuestro análisis, la teoría de las Formas o Ide~s cumple,
por lo menos, tres funciones diferentes en la filosofía platónica. (1) Consti
tuye un instrumento metódico de la mayor importancia, pues torna posible
el conocimiento científico puro, e incluso, un conocimiento susceptible de
ser aplicado al mundo de los objetos cambiantes, de los cuales no puede ad
quirirse de forma inmediata conocimiento alguno, sino tan sólo opinión.
De este modo, se hace posible indagar los problemas de una sociedad en
transformación y elaborar una ciencia política. (2) Provee la tan ansiada cla
ve para la teoría del cambio y de la decadencia, para la teoría dela degene
ración y la generación y, especialmente, para la historia. (3) Abre un cami
no en el reino social hacia cierto tipo de ingeniería social, y hace posible la
confección de instrumentos para detener las transformaciones sociales,
puesto que sugiere la planificación de un «Estado mejor» que se parezca
tanto a la Forma o Idea de un Estado que se halle libre de la decadencia.
El problema (2), la teoría del cambio y de la historia, será tratado en los
próximos capítulos 4 y 5, donde se considerará la sociología descriptiva de
Platón, es decir, su descripción y explicación del cambiante mundo social
en que le tocó vivir. El problema (3), la detención de la transformación so
cial, será tratado en los capítulos que van del 6 al 9, donde se examinará el
programa político dc Platón. El problema (1), vale decir, el de la metodolo
gía de Platón, ya ha sido brevemente reseñado en este capítulo con la ayuda
del comentario de Aristóteles acerca de la historia de la teoría de Platón.
Pero antes de concluir quisiera agregar, todavía, algunas observaciones más.
Utilizamos aquí la expresión esencialismo metodológico para caracteri
zar la opinión sustentada por Platón y muchos de sus discípulos, de que co
rresponde al conocimiento o «ciencia», el descubrimiento o la descripción
de la verdadera naturaleza de los objetos, esto es, de su realidad oculta o
esencia. Era creencia peculiar de Platón que la esencia de los objetos sensi
hles podía hallarse en otros objetos más reales, vale decir, en sus progenito
res o Formas. Muchos de los esencialistas metodológicos posteriores, Aris
tóteles por ejemplo, no lo siguieron en absoluto en esta concepción, pero
todos ellos coincidieron con él en que la tarea del conocimiento puro con
sistía en el descubrimiento de la naturaleza oculta, la Forma o esencia de las
cosas. Todos estos esencialistas metodológicos coincidían con Platón, asi
mismo, en afirmar que dichas esencias podían ser descubiertas y discrimi
nadas con la ayuda de la intuición intelectual; en que toda esencia poseía un
nombre que le era propio y del cual derivaba el de la clase de objetos sensi
bles correspondientes, y en que podía describírsela con palabras. y todos
ellos concordaban en llamar «definición» a la descripción de la esencia de
un objeto. De acuerdo con el esencialismo metodológico, puede haber tres
formas de conocer una cosa: «Lo que quiero decir es que podemos conocer
su realidad inalterable o esencia, que podemos conocer la definición de la
esencia y que podemos conocer su nombre. Por consiguiente, pueden for
mularse dos cuestiones acerca de cualquier objeto real...: se puede dar el
nombre y preguntar la definición, o bien se puede dar la definición y pre
guntar el nornbre.» Como ejemplo de este método, Platón utiliza la esencia
del concepto «par» (en oposición a «impar»): «el número... puede ser un
objeto susceptible de ser dividido en partes iguales. En caso de ser así, el
número se llamará «par», y la definición del nombre «par» será «un núme
ro divisible en partes iguales» ... y cuando se nos proporciona el nombre y se
nos pregunta la definición, o cuando se nos da la definición y se nos pre
gunta el nombre, hablamos, en ambos casos, de una misma esencia ya sea
que lo llamemos «par» o «número divisible en partes iguales». Tras dar este
ejemplo, Platón pasa a aplicar este método a una «prueba» relativa a la na
turaleza real del alma, acerca de la cual hablaremos más adelante."
Para comprender mejor el esencialismo metodológico, es decir, la teoría
de que el objetivo de la ciencia consiste en revelar las esencias y describirlas
por medio de definiciones, conviene contraponerlo a su opuesto, el nomi
nalismo metodológico. En lugar de aspirar al descubrimiento de lo que es
realmente una cosa y de definir su verdadera naturaleza, el nominalismo
metodológico procura describir cómo se comporta un objeto en diversas
circunstancias y, especialmente, si se observan ciertas irregularidades en su
conducta. En otras palabras, el nominalismo metodológico cree ver el obje
tivo de la ciencia en la descripción de los objetos y sucesos de nuestra expe
riencia y en la «explicación» de estos hechos, esto es) su descripción con
ayuda de leyes universales." Y ve en nuestro lenguaje, especialmente en
aquellas de sus reglas que diferencian las oraciones adecuadamente cons
truidas y las inferencias de un simple cúmulo de palabras, el gran instru
mento de la descripción científica;" no considera pues, a las palabras, nom
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VI
1
bres de las esencias, sino más bien herramientas subsidiarias para su tarea.
El nominalista metodológico jamás considerará que una pregunta tal como
«¿qué es la energía?», «¿qué es el movimiento?» o «¿qué es un átomo?»
constituye una cuestión importante para la física; le atribuirá suma impor
tancia, en cambio, a las preguntas de este tipo: «¿cómo puede aprovecharse
la energía solar?», «¿cómo se mueve un planeta?», «¿en qué condiciones
irradia luz un átorno?», etc. Y a aquellos filósofos que sostienen que antes
de haber contestado el «qué es» no puede pretenderse responder a los
«cómo», les responderá simplemente que prefiere el modesto grado de
exactitud que le proporcionan sus métodos a la pretenciosa confusión en
que ellos han incurrido con los suyos.
Los argumentos esgrimidos comúnmente en defensa de esa opiniórr'?
insisten en la importancia del cambio en la sociedad y exhiben, asimismo,
otras tesis del historicismo. El físico, para mencionar un argumento típico,
se ocupa de objetos como la energía o los átomos, que, pese a cambiar, re
tienen cierto grado de constancia. Así, puede describir los cambios sufridos
por estas entidades relativamente inalterables y no tiene necesidad de ela
borar o sondear esencias, Formas o entidades igualmente invariables, a fin
de obtener algo permanente sobre cuya base sea posible efectuar pronun
ciamientos definidos. El investigador social, sin embargo, se halla en posi
ción muy diferente. Todo su campo de interés se halla en continuo cambio
y, lejos de existir en él entidades permanentes, todo oscila bajo el impulso
del flujo histórico. ¿Cómo podemos estudiar, por ejemplo, el gobierno?
¿Cómo podríamos identificarlo dentro de la diversidad de instituciones gu
bernamentales aparecidas en los diferentes Estados y en los distintos perío
dos históricos, sin presuponer que poseen algo esencial en común? Decimos
que una institución es un gobierno si creemos que configura esencialmente
un gobierno, vale decir, si concuerda con nuestra intuición de lo que es un
gobierno; intuición ésta que podemos formular en una definición. Lo mis
mo valdría para otras entidades sociológicas tales como la «civilización».
Debemos captar su esencia -así concluye el razonamiento historicista- y
materializarla bajo la forma de una definición.
Estos modernos argumentos son muy semejantes, en mi opinión, a aque
llos mencionados más arriba que, según Aristóteles, hicieron desembocar
a Platón en su teoría de las Formas o Ideas. La única diferencia reside en que
Platón (que rechazaba la teoría atómica y nada sabía de la energía) también
aplicaba su doctrina al reino de la física y, de este modo, a todo el mundo en
su conjunto. Se advierte aquí que el análisis de los métodos de Platón en el
campo de las ciencias sociales puede revestir interés aún en la actualidad.
Antes de pasar a considerar la sociología de Platón y la forma en que
éste utilizó el esencialismo metodológico en ese campo, quisiera dejar bien
aclarado que he circunscripto mi tratamiento de Platón a su historicismo y
a su concepción del «Estado mejor». Quede advertido el lector, pues, de
que no ha de esperar una cabal exposición de toda la filosofía platónica, es
decir, lo que podría denominarse un justo y completo tratamiento del pla
tonismo. Mi actitud hacia el historicismo es de franca hostilidad, pues se
basa en la convicción de que dicha doctrina es superflua o quizá peor. Es
por ello que mi examen de los rasgos historicistas del platonismo es suma
mente severo. Si bien es mucho lo que admiro de Platón, especialmente
todo aquello que aparentemente proviene de Sócrates, no creo que consista
mi obligación en agregarle más lauros a los incontables tributos rendidos a
su genio. Me siento inclinado, más bien, a destruir todo aquello que, a mi
juicio, tiene de perjudicial esta filosofía. Es la tendencia totalitaria de la filo
sofía política de Platón lo que trataré de analizar y criticar."
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Ya hemos esbozado el marco especulativo y metafísico de la teoría pla
tónica del cambio social. Nuestro mundo de objetos mudables en el espacio
y el tiempo es el fruto de aquel otro mundo de Formas e Ideas inmutables.
Y no sólo son inmutables, indestructibles e incorruptibles estas Formas o
Ideas, sino que también son perfectas, verdaderas, reales y buenas; de he
cho, en La República.' el «bien» es definido en cierta ocasión como «todo
aquello que preserva» y el «mal» como «todo aquello que destruye o co
rrompe». Las perfectas y buenas Formas o Ideas son anteriores a las copias
-los objetos sensibles- y constituyen algo así como los progenitores o
puntos de partida' de todos los cambios que tienen lugar en el mundo del
flujo. Esta concepción sirve para valorar la tendencia general y la dirección
principal de todos los cambios que se producen en el mundo de los objetos
sensibles, pues si el punto de partida de todo cambio es perfecto y bueno,
entonces el cambio sólo puede constituir un movimiento de alejamiento de
lo perfecto y lo bueno y de acercamiento hacia lo imperfecto y lo malo, ha
cia la corrupción.
Esta teoría podría ser desarrollada detalladamente; así, cuanto más se
asemeja un objeto sensible a su Forma o Idea, tanto menos corrupto será,
puesto que las Formas son en sí mismas incorruptibles.
Pero los objetos sensibles o generados no son copias perfectas; en reali
dad, ninguna copia puede ser perfecta, puesto que sólo es una imitación de
la verdadera realidad, una apariencia, una ilusión, pero no la verdad. En
consecuencia, ningún objeto sensible (con excepción, tal vez, de los más ex
celentes) se parece lo bastante a su Forma original para ser inalterable. «La
inmutabilidad absoluta y eterna sólo es asignada a lo más divino de todas las
cosas y los cuerpos no pertenecen a este orden»," expresa Platón. Un obje
to sensible o generado -tal como un cuerpo físico o un alma humana- si
es una buena copia, puede cambiar escasamente al principio; y el cambio o
movimiento más antiguo -el movimiento del alma- es «divino» todavía
(a diferencia de los cambios secundario y terciario). Pero todo cambio, por
pequeño que sea, lo hará diferente, y de este modo, menos perfecto al redu
cir la semejanza con su Forma. De esta manera, el objeto se torna más alte
rable, con cada cambio y también más corruptible, puesto que se va alejan
do más y más de su Forma, que es la «causa de su inmovilidad y estado de
reposo», como dice Aristóteles, parafraseando la doctrina de Platón de la si
guiente manera: «Los objetos se generan pOi" su participación en la Forma y
se corrompen por la pérdida de esta Forrna.» Este proceso de degeneración,
lento al principio y luego más rápido -esta ley de la decadencia y caída
es descrito dramáticamente por Platón en Las Leyes, el último de sus gran
des diálogos. El pasaje se refiere primordialmente al destino del alma hu
mana, pero Platón deja bien claro que vale para todas las cosas que «com
parten el alma», con lo cual involucra a todos los seres vivos. «Todas las
cosas que comparten el alma cambian -escribe- ... y mientras cambian
son arrastradas por el orden y la ley del destino. Cuanto más pequeño es el
cambio de su carácter, tanto menos significativa es la declinación incipiente
en su nivel de grado. Pero cuando los cambios aumentan y con ellos la ini
quidad, entonces se precipitan hacia el abismo que conocemos con el nom-
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LA SOCIOLOGÍA DESCRIPTIVA DE PLATÓN
Capítulo 4
CAMBIO Y REPOSO
Platón fue uno de los primeros teóricos sociales y, sin duda, el que más
influencia tuvo. Si hemos de entender la palabra «sociología» en el sentido
que la usaron Comte, Mill y Spencer, Platón fue un sociólogo; esto signifi
ca que aplicó con éxito su método idealista al análisis de la vida social del
hombre y de las leyes de su desarrollo, como así también de las normas y
condiciones de su estabilidad. Pese a la gran influencia de Platón, este as
pecto de su enseñanza ha pasado casi inadvertido. Ello parece obedecer a
dos factores: en primer lugar, Platón presenta gran parte de su sociología en
tan estrecha relación con sus exigencias éticas y políticas, que los elementos
descriptivos pueden ser pasados por alto fácilmente. En segundo lugar, mu
chos de sus pensamientos fueron aceptados tan abiertamente, que la gente
se limitó a asimilarlos inconscientemente y, por lo tanto, sin la debida acti
tud crítica. Fue de esta manera, en esencia, como adquirieron tanta influen
cia sus teorías sociológicas.
La sociología de Platón es una ingeniosa mezcla de especulación y de
una aguda observación de los hechos. La base especulativa es, por supues
to, la teoría de las Formas y del flujo y la decadencia universales, de la ge
neración y la degeneración. Pero sobre este cimiento idealista, Platón edi
fica una teoría de la sociedad sorprendentemente realista, capaz de explicar
las principales tendencias del desarrollo histórico de las ciudades griegas,
así como también las fuerzas sociales y políticas que obraron en su propio
tiempo.
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bre de regiones infernales.« (En la continuación del pasaje Platón menciona
la posibilidad de que «un alma dotada de un grado excepcionalmente eleva
do de virtud se torne, por la fuerza de su propia voluntad...> si se halla en co
munión con la divina virtud, en extremo virtuosa y se traslade a una región
superior». El problema del alma excepcional que logra salvarse a sí misma
-y quizá, incluso, a otras almas- de la ley general del destino, será consi
derado en el capítulo 8.) Un poco antes, en Las Leyes, Platón resume su
doctrina del cambio: «Todo cambio, de cualquier índole que sea, salvo la
transformación de una cosa vil, es el más grave de los traicioneros peligros
que amenazan a un ser, ya sea un cambio de estación, del viento, del régi
men del cuerpo o del carácter del alma»; y agrega, a fin de darle más vigor,
«esta afirmación se aplica a todas las cosas, con la sola excepción, como aca
bo de decir, de los objetos viles». En conclusión, Platón enseña que el cam
bio es el mal y que el reposo es divino.
Vemos ahora que la teoría platónica de las Formas o Ideas supone cierta
tendencia en el desarrollo del mundo sujeto a transformación, y que con
duce a la ley de que en ese mundo debe aumentar continuamente la corrup
tibilidad de todas las cosas. No se trata tanto de una rígida ley de corrupción
universal creciente, sino más bien de una ley de corruptibilidad creciente, es
decir, que aumenta el peligro o la probabilidad de corrupción, pero sin ex
cluir la posibilidad de progresos excepcionales en el sentido opuesto. De ese
modo, resulta factible, tal como lo indican las últimas citas, que un alma
muy virtuosa desafíe la transformación y la decadencia, y que un objeto vil,
por ejemplo una ciudad envilecida, mejore con los cambios (a fin de que
este progreso tuviera algún valor sería necesario tornarlo permanente o es
tacionario, es decir, detener todo cambio ulterior).
La narración del origen de las especies, incluida en el Timeo, se halla en
completo acuerdo con esta teoría general de Platón. Según dicha historia, el
hombre, situado a la cabeza de la escala zoológica, es engendrado por los
dioses; las demás especies tienen su origen en él y se desarrollan por un pro
ceso de corrupción y degeneración. En primer lugar, algunos hombres -los
cobardes y los villanos degeneran en mujeres, y aquellos que carecen de in
teligencia degeneran paulatinamente en animales inferiores. Los pájaros -sos
tiene Platón- provienen de la transformación de individuos inofensivos
pero demasiado calmos, que confían excesivamente en sus sentidos, «los
animales terrestres proceden de hombres ajenos a la filosofía» y los peces,
incluidos los moluscos, «son el producto degenerado de los más tontos, es
túpidos e indignos de los hombres».'
Claro está que tal teoría puede aplicarse a la sociedad humana y también
a su historia, explicando así la pesimista ley evolutiva de Hesíodo," esto es,
la ley de la decadencia histórica. Si hemos de creer el comentario de Aristó
teles resumido en el último capítulo, admitiremos que la teoría de las For
mas o Ideas fue introducida originalmente para satisfacer una exigencia me
todológica, a saber, la de un conocimiento puro o racional, que resulta
imposible en el caso de los objetos sensibles sujetos a transformación. Po
demos advertir ahora que la teoría no se limita a eso. Además de satisfacer
estas exigencias metodológicas suministra una teoría del cambio, explican
do la dirección general del flujo de todos los objetos sensibles y, de este
modo, la tendencia histórica a degenerar evidenciada por el hombre y la so
ciedad humana. (Y aún llega más lejos; en efecto, como veremos en el capí
tulo 6, la teoría de las Formas determina también la tendencia de las exigen
cias políticas de Platón e incluso los medios para su cumplimiento.) Si el
sistema filosófico de Platón, al igual que el de Heráclito, surgió -como
creo- de su experiencia social, en particular de su experiencia de las gue
rras de clase y del sentimiento desesperante de que el mundo social en que
vivía se hallaba en pleno proceso de descomposición, se hace comprensible
que la teoría de las Formas viniera a desempeñar un papel tan importante en
la filosofía de Platón, cuando éste descubrió que podía explicar con ella la
tendencia hacia la degeneración. Es de suponer que la debe haber abrazado
como una solución casi milagrosa para el desconcertante enigma. En tanto
que Heráclito no había logrado formular una condenación ética directa de
la tendencia de la evolución política, Platón halló en su doctrina de las For
mas la base teórica para un juicio pesimista a la manera de Hesíodo.
Sin embargo, la grandeza de Platón como sociólogo no reside en sus es
peculaciones generales y abstractas acerca de la ley de la decadencia social,
sino más bien en la riqueza y detalle de sus observaciones y en la asombro
sa agudeza de su intuición sociológica. Platón vio cosas que nadie había ad
vertido con anterioridad y que sólo en nuestra época fueron redescubiertas.
Puede mencionarse como ejemplo su teoría de los comienzos primitivos de
la sociedad, del patriarcado tribal y, en general, su tentativa de discriminar
los períodos típicos en e! desarrollo de la vida social. Otro ejemplo lo cons-.
tituye el historicismo sociológico y económico de Platón, es decir, su insis
tencia en el marco económico de la vida política y de! desarrollo histórico,
teoría ésta resucitada por Marx con el nombre de «materialismo histórico».
Un tercer ejemplo se encuentra en la ley platónica de las revoluciones polí
ticas, según la cual todas las revoluciones suponen la existencia de una clase
gobernante (o «élite») desunida. Esta ley, que constituye la base de su aná
lisis de los medios para detener la transformación política y crear un equili
brio social, ha sido redescubierta en época relativamente reciente por los teo
ricistas del totalitarismo, especialmente Pareto.
Pasaremos ahora a considerar más detalladamente estos puntos, en par
ticular e! tercero, es decir, la teoría, de la revolución y el equilibrio.
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I
Los diálogos en que Platón trata estas cuestiones son, por orden crono
lógico, La República, un diálogo de fecha muy posterior titulado El Políti
co o El Hombre de Estado, y Las Leyes, la última y más extensa de sus obras.
No obstante ciertas diferencias secundarias, se observa una considerable
concordancia entre estos diálogos, que en algunos sentidos son paralelos y
en otros complementarios. El de Las Leyes.' por ejemplo, presenta e! cua
dro de la declinación y caída de la sociedad humana a través del-relato de!
pasaje gradual de la prehistoria griega a la historia; en tanto que los frag
mentos paralelos de La República proporcionan de manera más abstracta
un perfil sistemático de la evolución de! gobierno, y El Político, por su par
te, todavía más abstracto, suministra una clasificación lógica de los tipos de
gobierno con sólo unas pocas alusiones aisladas a los hechos históricos. De
forma similar, e! de Las Leyes plantea con toda claridad e! aspecto histori
cista de la investigación. «¿Cuál es e! arquetipo u origen de un Estado?», se
pregunta Platón en dicho diálogo, vinculando este interrogante con aquel
otro: «¿no es el mejor método para encontrar respuesta a esta pregunta... El
contemplar e! crecimiento de los estados a medida que cambian, ya sea ha
cia e! bien o hacia e! mal?», Pero en las doctrinas sociológicas, la única dife
rencia fundamental parece obedecer a una dificultad puramente especulati
va que, según todo, hace presumir preocupó a Platón considerablemente.
Adoptando como punto de partida de! desarrollo un Estado perfecto y, por
lo tanto, incorruptible, le resultó difícil explicar e! primer cambio -la caí
da del hombre o pecado original, por así decir- que puso en marcha todo
e! engranaje.' En e! próximo capítulo examinaremos la tentativa de Platón
de resolver este problema, pero antes realizaremos una consideración gene
ral de su teoría de! desarrollo social.
Según La República la forma de sociedad original o primitiva y al mis
mo tiempo la única que se asemeja a la Forma o Idea de! Estado, esto es, «e!
Estado perfecto», es un reinado de los hombres más sabios y más parecidos
a los dioses. Esta ciudad-estado ideal se halla tan próxima a la perfección
que se hace difícil concebir que pueda cambiar alguna vez. Y sin embargo,
ha debido tener lugar cierto cambio, y con él, la iniciación de la lucha de
Heráclito, que constituye la fuerza impulsora de todo movimiento. Según
Platón, las luchas intestinas, las guerras de clase fomentadas por intereses
egoístas, particularmente de orden material o económico, constituyen la
fuerza principal de la «dinámica social». La fórmula marxista: «La historia
de todas las sociedades que hasta ahora han existido es la historia de una lu
cha de clases»," calza casi tan bien en e! historicismo de Platón como en e!
de Marx. Los cuatro períodos más notables, que marcan otros tantos «hitos
"lila historia de la degeneración política» y, al mismo tiempo, «las más im
portantes... variedades de los Estados existentes»," son descritos por Platón
'"11 el orden siguiente: en primer lugar, después de! Estado perfecto viene la
"t imarquía» o «timocracia», que es e! gobierno de los nobles que aspiran al
honor y la fama; en segundo lugar, la oligarquía, que es e! gobierno de las
l.unilias ricas; «a continuación, la democracia», que es e! gobierno de la Íi
herrad y que equivale a la ausencia de leyes y, finalmente, la «tiranía..., la
enarta y última enfermedad de la ciudad».'?
Como se desprende de esa última observación, Platón considera la his
I oria -que es para él la historia de la decadencia social- como si se tratase
de la historia de una enfermedad, siendo la sociedad e! paciente y e! políti
ro -como veremos más adelante-, su médico, su salvador. Así como la
descripción del curso típico de una enfermedad no siempre puede aplicarse
a todos los pacientes, tampoco la teoría histórica de Platón de la decadencia
social pretende validez para el desarrollo de todas las ciudades individuales.
Su intención se reduce a describir tanto e! curso original de la evolución por
la cual se generaron inicialmente las formas principales de decadencia cons
titucional, como e! curso típico de la transformación social." Se advierte,
así, que Platón se propuso delinear un sistema de períodos históricos go
bernados por una ley evolutiva; en otras palabras, se propuso la elaboración
de una teoría historicista de la sociedad. Esta tentativa, resucitada por
Rousseau, fue puesta de moda por Comte, Mili, Hege! y Marx; pero si se
considera la evidencia histórica disponible en la época de Platón, se verá que
su sistema de los períodos históricos era tan bueno como e! de cualquiera de
estos historicistas modernos. (La principal diferencia estriba en la valora
ción de! curso adoptado por la historia. En tanto que e! aristócrata Platón
condenaba e! desarrollo operado, estos autores modernos lo aplauden, por
creer en la existencia de una ley de! progreso histórico.)
Antes de examinar detalladamente e! Estado perfecto de Platón, hare
mos una breve reseña de su análisis de! papel desempeñado por las fuerzas
económicas y las luchas de clase en e! proceso de transición entre las cuatro
formas decadentes de! Estado. La primera forma degenerativa de! Estado
perfecto, es decir, la timocracia o gobierno de los nobles ambiciosos, es si
milar, en casi todos los aspectos, al propio Estado perfecto. Es importante
advertir que Platón identifica explícitamente esta forma estatal, la mejor y
más antigua, con la constitución dórica de Esparta y Creta, y que estas dos
aristocracias tribales representaban, efectivamente, la forma de vida política
más antigua de Grecia. La mayor parte de la excelente descripción que hace
Platón de sus instituciones se encuentra en ciertas partes de su descripción
de! Estado perfecto al cual se parece la timocracia. (Merced a esta doctrina
de la similitud entre Esparta y e! Estado perfecto, Platón se convirtió en uno
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de los más grandes propagandistas de lo que cabría denominar «e! Gran
mito de Esparta», esto es, e! duradero e influyente mito de la supremacía de
la constitución espartana y de su régimen de vida.)
La diferencia principal entre e! Estado perfecto o ideal y la timocracia
reside en que esta última contiene cierto grado de inestabilidad; la clase go
bernante patriarcal, otrora unida, se presenta ahora desunida, y es precisa
mente esta falta de unión lo que la lleva a la etapa siguiente, vale decir, a su
degeneración en la oligarquía. La desunión surge como resultado de la am
bición. «En primer lugar -dice Platón, hablando de! joven timócrata- oye
quejarse a la madre de que su esposo no sea uno de los gobernantes» ...12 En
tonces se torna ambicioso y ansía distinguirse. Pero e! factor decisivo en la
transformación siguiente lo constituyen las tendencias sociales adquisitivas
y rivalizantes. «Henos en la tarea de describir -expresa Platón-la forma
en que la timocracia se transforma en oligarquía... Hasta un ciego podría
verlo... Es e! tesoro lo que arruina esta constitución. Los timócratas co
mienzan por crearse oportunidades para hacer alarde y derroche de su di
nero y con esta finalidad deforman las leyes y comienzan a desobedecerlas,
ellos y sus mujeres...; y por si esto fuera poco, procuran superarse unos a :
otros en sus desenírenos.» He aquí, pues, cómo surge e! primer conflicto de
clase entre la virtud y e! dinero o entre e! viejo régimen de la simplicidad
feudal y e! nuevo de la riqueza. Se completa la transición hecha hacia la oli
garquía cuando los ricos establecen una ley que «impide desempeñar cargos
públicos a todos aquellos cuyos medios no alcanzan la suma estipulada.
Este cambio es impuesto por la fuerza de las armas, en e! caso de que fraca
sen las amenazas y la extorsión... »;
Con e! establecimiento de la oligarquía, se llega a un estado de guerra ci
vil latente entre la oligarquía y las clases más pobres: «Exactamente de! mis
mo modo en que un organismo enfermo... se halla a veces en lucha consigo
mismo..., así se encuentra esta ciudad enferma. Atacada de tan grave dolen
cia, se hace la guerra ella misma con e! menor pretexto, toda vez que cual
quiera de los partidos se las arregle para obtener ayuda de afuera, e! uno de
una ciudad oligárquica y e! otro de una democracia. ¿Y acaso no estalla, a
veces, este estado enfermo en guerras civiles, aun sin ninguna influencia de!
exterior?»." Es esta guerra civil la que engendra la democracia: «La demo
cracia nace ... cuando triunfan los pobres, asesinando a unos..., desterrando
a otros y compartiendo con e! resto los derechos de la ciudadanía y de las
funciones públicas, sobre un pie de igualdad».
La descripción que nos da Platón de la democracia es una parodia vívi
da pero fuertemente hostil e injusta de la vida política de Atenas y de! cre
do democrático enunciado por Pericles en forma no superada aún, unos tres
años antes de! nacimiento de Platón. (En la última parte de! capítulo 10, se
.uializa e! programa de Pericles.)" La descripción de Platón constituye una
hrillantc pieza de propaganda política, y podremos apreciar todo e! daño
que ha hecho si consideramos que un hombre como Adam, excelente estu
dioso y editor de La República, no logra resistirse a la retórica con que Pla
ión denuncia a su ciudad natal. Así, escribe Adarri" que «la descripción que
l'latón hace de la génesis de! hombre democrático es una de las piezas más
sublimes y convincentes de la literatura de todo género, antigua o moder
na». y cuando e! mismo autor prosigue diciendo que «la definición de! de
mócrata, como e! camaleón de la sociedad humana lo pinta de una vez por
todas», se advierte que Platón logró volver al menos, a este pensador, contra
la democracia, por lo cual cabe preguntarse cuánto daño no habrá causado
su ponzoñosa retórica en mentes desprevenidas o menos poderosas...
Frecuentemente, cuando e! estilo de Platón se convierte -para usar una
frase de Adam-c-" en una «marea plena de elevados pensamientos e imáge
nes y palabras», ello se debe, según parece, a la urgente necesidad de disi
mular con un fastuoso manto los harapos y debilidades de su razonamiento,
() incluso, como en e! caso que nos ocupa, a la falta completa de argumentos
racionales. En su lugar se sirve de la invectiva, identificando la libertad con
la ilegalidad, la libre iniciativa con la licencia y la igualdad ante la ley con e!
desorden. Los demócratas son calificados de libertinos y mezquinos, de in
solentes, irrespetuosos de la ley y desvergonzados, de feroces y terribles
bestias de presa, de caprichosos y de cultores únicamente de! placer y de los
deseos superfluos y sucios. (<<Se llenan el vientre como las bestias», según la
expresión de Heráclito.) El demócrata es acusado de llamar «reverencia a
la locura...; cobardía a la temperancia...; mezquindad y grosería a la mode
ración y e! orden en los gastos," etc.» Y hay más todavía: dice Platón, cuan
do e! torrente de su retórica injuriosa comienza a decrecer, que «e! maestro
teme y lisonjea a sus alumnos..., y los viejos condescienden a los caprichos
de los jóvenes... a fin de evitar que puedan parecer agrios o despóticos». (¡Y
es Platón, e! Maestro de la Academia, quien pone esto en boca de Sócrates,
olvidando que éste jamás había sido maestro y que aún de viejo, nunca ha
bía parecido agrio o despótico! A Sócrates le había gustado, no «condes
cender» a los jóvenes, sino tratarlos -como en e! caso de! joven Platón
como a sus compañeros o amigos. Existen buenas razones para creer que
Platón, en cambio, no se hallaba tan dispuesto a «condescender» y a discutir
los distintos problemas con sus alumnos.) «Pero se alcanza... la culminación
de todo este exceso de libertad -continúa Platón- cuando los esclavos,
hombres o mujeres, que han sido adquiridos en e! mercado se vuelven, en
todo punto, tan libres como aquellos de quienes son propiedad... ¿y cuál es
el efecto acumulativo de todo esto? Que el corazón de los ciudadanos se
torna tan tierno que e! mero espectáculo de la esclavitud los irrita y no ad-
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miten que nadie se someta a ella, ni siquiera en sus formas más moderadas.»
Aquí, después de todo, Platón rinde homenaje a su ciudad natal, si bien in
voluntariamente. Siempre será uno de los mayores triunfos de la democra
cia ateniense, haber tratado humanamente a los esclavos y haber llegado
casi, pese a la inhumana propaganda de filósofos como Platón y Aristóteles,
a abolir la esclavitud."
De mucho mayor mérito, aunque también inspirada por el odio, es la
descripción que hace Platón de la tiranía y, especialmente, de la transición a
la misma. Platón insiste en que lo que describe son todas cosas .que él mis
mo ha visto.!" y sin duda alude a sus experiencias en la corte de Dionisia el
Viejo, tirano de Siracusa. El paso de la democracia a la tiranía se produce fá
cilmente -declara Platón- cuando surge un jefe popular que sabe cómo
explotar el antagonismo de clase entre ricos y pobres dentro del Estado de
mocrático, y que consigue formar una guardia de corps o un ejército priva
do para su propia defensa. Los mismos que en un principio lo saludan como
al campeón de la libertad, no tardan en ser esclavizados y, en una etapa ul
terior, deben luchar por él, en «una guerra tras otra que e! tirano habrá de
provocar... porque debe hacer sentir a su gente la necesidad de un gene
ra1»,20 Con la tiranía se alcanza la forma estatal más abyecta.
En El Político, donde Platón examina «el origen de los tiranos y los reyes,
de las oligarquías y las aristocracias y de las democracias»," puede hallarse
un análisis muy semejante de las diversas formas de gobierno. Nuevamente
encontramos aquí la explicación de que las diversas formas de gobierno
existentes no son sino copias imperfectas de! verdadero modelo o Forma
del Estado, es decir, el Estado perfecto y patrón de todas las imitaciones,
que se decía había existido en los antiguos tiempos de Cronos, padre de
Zeus. La diferencia reside en que Platón distingue aquí seis tipos de Estados
degenerados; pero esta diferencia carece de importancia, especialmente si se
considera que Platón declara, en La República,22 que los cuatro tipos allí
analizados no son exhaustivos y que existen algunas etapas intermedias. En
El Político se llega a los seis tipos de gobierno, distinguiendo, primero, en
tre tres formas distintas, a saber, el gobierno de un solo hombre, e! de un
grupo reducido de hombres y el de muchas personas. Cada uno de éstos se
subdivide, a su vez, en dos tipos, de los cuales uno es comparativamente
bueno y e! otro malo, según que imiten o no al «único original verdadero»,
mediante la copia y preservación de sus antiguas leyes." Se distinguen, así,
tres formas conservadoras o legítimas y tres absolutamente depravadas o
ilegítimas: la monarquía, la aristocracia y la forma conservadora de demo
cracia, en orden de méritos, constituyen las imitaciones legítimas. Pero la
democracia se transforma en su forma ilegítima y luego, a través de la oli
garquía -el gobierno ilegal de unos pocos- en el gobierno ilegal de una
58
I
'.'lla persona, esto es, la tiranía, que como dice Platón en La República, es e!
peor de todos.
Que la tiranía, e! más vil de los Estados, no tiene por qué ser, necesaria
urente, la etapa final de! desarrollo, ha sido expresamente indicado por Pla
ron en un pasaje de Las Leyes, que en parte repite e! cuadro trazado en El
t'olitico, y en parte se relaciona con éF4 «Dadme un Estado gobernado por
un tirano joven -exclama Platón- ... que tenga la fortuna de ser contem
poráneo de un gran legislador y de vincularse con él por algún accidente ca
vual, ¿qué más podría hacer un dios por una ciudad a la que quisiera hacer
Icliz?» De esta manera, la tiranía, el más ruin de los Estados, puede llegar a
reformarse. (Esto concuerda con la observación de Las Leyes citada más
arriba, de que todo cambio es vil, «excepto e! cambio de un objeto vil». No
existen mayores dudas de que Platón, cuando habla de un gran legislador y
de un tirano joven, debe estar pensando en sí mismo y en sus diversos ex
perimentos con jóvenes tiranos, especialmente, en sus tentativas de retor
mar la tiranía de Dionisia e! Joven sobre Siracusa. Más adelante examinare
1l10S estos infortunados experimentos.)
Uno de los principales objetos de! análisis platónico del desarrollo polí
I ico es la verificación de la fuerza propulsora de todo cambio histórico. En
l.as Leyes, e! enfoque histórico ha sido explícitamente adoptado con este
objetivo en vista: «¿No han nacido hasta ahora miles y miles de ciudades...
pasando cada una por toda clase de gobiernos? .. Tratemos de aprehender,
si es posible, la causa de tanta transformación. Mi esperanza es que al ha
cerlo se nos revele e! secreto tanto del nacimiento de esas estructuras como
de sus sucesivas transformacionesv." Como resultado dc estas investigacio
nes descubre la ley sociológica de que la desunión interna, las guerras de
clase fomentadas por el antagonismo de los intereses económicos de clase,
es la fuerza propulsora de todas las revoluciones políticas. Pero la formula
ción platónica de esa ley fundamental va aún más lejos. En efecto, insiste en
que sólo la sedición interna dentro de la propia clase gobernante puede de
bilitarla lo suficiente para que pierda su poder. «Los cambios de toda cons
titución se originan, sin excepciones, en el propio seno de la clase gober
nante y sólo cuando esta clase se torna desunida»;" talla fórmula contenida
en La República; y en Las Leyes expresa (refiriéndose, posiblemente, a ese
pasaje de La República): «¿Cómo puede un reino o cualquier otra forma de
gobierno ser destruidopor fuerza alguna que no provenga de los propios
gobernantes? ¿Hemos olvidado, acaso, lo que decíamos hace poco cuando
tratábamos este mismo tema, unos días atrás?». Esta ley sociológica, junto
con la observación de que los intereses económicos constituyen las causas
más probables de desunión, es la clave platónica de la historia; pero hay más
aún, también es la clave de su análisis de las condiciones necesarias para e!
59
establecimiento del equilibrio político, esto es, la detención de la transfor-,
mación política. Platón supone que estas condiciones se cumplían en la ciu- ;
;'
dad-estado ideal o perfecta de la antigüedad.
i
III
La descripción platónica del Estado perfecto ha sido interpretada habi
tualmente como el programa utópico de un progresista. Pese a sus insisten
tes aseveraciones -en La República, Timeo y Critias- de que 'sólo descri
be el pasado remoto, y pese a todos los pasajes paralelos de Las Leyes, cuya
intención es manifiesta, se supone frecuentemente que su propósito fue
proporcionar una velada descripción del futuro. Sin embargo, es mi opinión
que Platón escribía sobre una base más sólida y que muchas características
de su Estado perfecto, tal como se lo describe en los libros 11 y IV de La Re
pública, pretenden ser (al igual que sus reseñas de la sociedad primitiva en
El Político yen Las Leyes) históricas," o quizá, prehistóricas. Eso puede no
aplicarse a todas las características del Estado perfecto; así, por ejemplo, en
lo concerniente al reino de los filósofos (descrito en los libros V a VII de La
República), el propio Platón indica que aquél sólo puede darse en el mundo
sin tiempo de las Formas o Ideas, de la «Ciudad del cielo». Más adelante
examinaremos estos elementos de su descripción, deliberadamente ajenos a
la historia, junto con las exigencias ético-políticas de Platón. Debe admitir
se, por supuesto, que en la descripción de las constituciones primitivas o an
tiguas, su propósito no fue suministrar una reseña histórica exacta, pues sa
bía perfectamente que le faltaban los datos necesarios para realizar una .
empresa de ese tipo. A mi parecer, sin embargo, Platón realizó una seria
tentativa de reconstruir las antiguas formas tribales de vida social de la me
jor manera posible. No hay ninguna razón para poner eso en duda, espe
cialmente si se tiene en cuenta que la tentativa tuvo un gran éxito en multi
tud de aspectos. Difícilmente hubiera podido ser de otro modo, puesto que
Platón llegó a este cuadro a través de una descripción idealizada de las anti
guas aristocracias tribales de Creta y Esparta. Con su aguda intuición so
ciológica, había visto que estas Formas no sólo eran viejas sino que también
se hallaban petrificadas, detenidas; vio lo que eran: reliquias de una forma
todavía más antigua. Y así, llegó a la conclusión de que esa forma más anti
gua había sido más estable aún y más petrificada en su desarrollo. Platón
trató de reconstruir ese Estado tan antiguo y consecuentemente tan bueno
y estable, de manera tal que resultase clara la forma en que se había mante
nido libre de toda desunión, cómo habían sido eliminadas las guerras de cla
se y cómo se había reducido la influencia de los intereses económicos al mí
60
manteniéndolos bajo control. Ésos son, pues, los principales proble
.lc la reconstrucción platónica del Estado perfecto.
,,( .ómo resuelve Platón el problema de la eliminación de las guerras de
, l., '.('\? Si hubiera sido un progresista, se le hubiera ocurrido la idea de una
'", I('dad igualitaria, desprovista de clases; en efecto -como puede verse,
1'"1 ('jemplo, en su propia parodia de la democracia ateniense- existían ya
1111'1 1('s tendencias igualitaristas en Atenas. Pero su tarea no consistía en
11 )n~;1 mil' un Estado para el futuro, sino en reconstruir un Estado pretérito,
I1 ~,Iher, el padre del Estado espartano, que no fue por cierto una sociedad
~III clases. Muy por el contrario, existía en este Estado el régimen de la es
r Íuvitud y, en consecuencia, el Estado platónico perfecto se basa en la dis
11111 ión de clases más rígida. El Estado perfecto es un Estado de castas. El
111 ohlcma de la eliminación de las guerras de clases se resuelve, no median
tr 1,1 abolición de las clases, sino mediante el otorgamiento a la clase gober
II~III(' de una superioridad tal que no pueda ser enfrentada. Al igual que en
hp,lrta, sólo a la clase gobernante se le permite portar armas, sólo ella tie
ll<' derechos políticos o de otra naturaleza y sólo ella recibe educación, esto
I'~. una enseñanza especializada en el arte de vigilar el rebaño o ganado hu
11I,11111. (En realidad, esa abrumadora superioridad confunde ligeramente a
1'1,11 "'11, pues teme que sus miembros «aflijan a las ovejas», en lugar de limi
líllS(' a aprovechar «su lana», y que «se comporten más como lobos que
1111110 perros»." Más adelante, en el transcurso de este mismo capítulo, con
~Illcraremos nuevamente este problema). Mientras la clase gobernante se
11 111 1ltenga unida no puede haber ningún desafío a su autoridad y, por con
"p,uiente, ninguna guerra de clase.
1':11 su Estado perfecto, Platón distingue tres clases: los guardianes (ma
ll'd radas), sus auxiliares armados o guerreros y los artesanos. Pero en rea
1.1,1.1 sólo hay dos castas: la militar, compuesta por los magistrados arma
.lll~; y educados, y la de los súbditos, desarmados y sin educación, vale decir,
..1 I cbaño humano; en efecto, los guardianes no constituyen una casta sepa
1 '1,1.1 sino que son, tan sólo, los guerreros más viejos y sabios provenientes
.1" 1.1S filas de los auxiliares. El hecho de que Platón divida la casta gober
u.mt c en dos clases, la de los guardianes y la de los auxiliares, sin trazar otras
~ul,divisiones semejantes dentro de la clase trabajadora, se debe principal
111I'llle a que su interés se concentra exclusivamente en los gobernantes. Los
11 "hajadores, comerciantes, etc., no le interesan en absoluto; sólo son el ga
11,1.10 humano cuya única función consiste en proveer las necesidades ma
11'1 i.iles de la clase gobernante. Platón llega a prohibir incluso, que sus go
1" I nantes legislen para la gente de esta clase y sus ordinarias querellas
l'I"lIudas.29 Ésa es la razón por la que nuestras informaciones acerca de las
, I.,\('S bajas son tan pobres. Pero el mutismo de Platón no se mantiene to
IHlll",
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talmente ininterrumpido. «¿No hay infinidad de ganapanes -se pregunta
en cierta ocasión- que no poseen una sola chispa de inteligencia y son in
dignos de ser alojados en el seno de la sociedad, pero cuyos vigorosos cuer
pos son aptos para el trabajo rudo?» Dado que esta repudiable observación
ha dado lugar al comentario conciliador de que Platón no admite esclavos
en su ciudad ideal, señalaré aquí que esta opinión es errónea. Cierto es que
Platón no analiza explícitamente, en parte alguna, el régimen de la esclavi- '(¡m!l!
tud, al describir el Estado perfecto, y es cierto, incluso, que llega a sostener¡
que la palabra «esclavo» debería ser suprimida y que deberíamos llamar a¡
los artesanos, «empleados» o «sustentadores». Pero todo esto obedece tan I
sólo a razones de propaganda. En ninguna parte se observa el menor indi- ;1
cio de que se haya abolido o mitigado la institución de la esclavitud. Muy]
por el contrario, Platón sólo siente desprecio hacia aquellos «sentimenta-']
les» demócratas atenienses que defendían el movimiento abolicionista. Su!
punto de vista se torna perfectamente claro, por ejemplo, en su descripción ,1
de la timocracia, segundo Estado en grado de perfección. He aquí lo que
dice Platón del ciudadano timócrata: «Su inclinación natural será la de tra-I
tar cruelmente a los esclavos, pues carece de la educación necesaria para!
despreciarlos convenientemente». Pero como sólo en la ciudad perfectaj
puede hallarse una educación superior a la proporcionada por la timocracia, ':
debemos concluir, forzosamente, que en la ciudad platónica perfecta existen.'
esclavos y que no son tratados con crueldad, pero sí convenientemente des-j
preciados. En su consecuente desdén por los mismos, Platón omite la consi-:'
deración detallada del tópico. Esa conclusión se halla plenamente corrobo
rada por el hecho de que un pasaje de La República, que censura la práctica
corriente entre los griegos de esclavizar a los propios griegos, finaliza con la
defensa explícita de la esclavitud de los bárbaros e incluso con una recomen
dación a «nuestros ciudadanos» -es decir, los de la ciudad perfecta- de
«proceder con los bárbaros como los griegos proceden ahora con los grie
gos». Tal punto de vista se halla confirmado, además, por el texto de Las Le
yes, donde se adopta la actitud más inhumana hacia los esclavos.
Puesto que sólo la clase gobernante detenta el poder político, incluida la
facultad de mantener al ganado humano dentro de tales límites que le impi
dan tornarse peligroso, todo el problema de preservar el Estado se reduce a
conservar la unidad interna de la clase gobernante. ¿Cómo se mantiene esa
unidad? Mediante un adiestramiento especial y otras influencias psicológi
cas, pero, principalmente, mediante la eliminación de los intereses econó
micos capaces de conducir a la desunión. Esta abstinencia económica se al
canza y regula mediante la introducción del comunismo, vale decir, la
abolición de la propiedad privada, especialmente con respecto a los metales
preciosos. «En Esparta estaba prohibida la posesión de metales preciosos»;
1I
I
1
62
,'.)te régimen comunista se circunscribe a la clase gobernante, que es la úni
que debe mantenerse a salvo de la desunión; las querellas entre los súbdi
los no son dignas de la menor consideración. Puesto que toda propiedad es
propiedad común, también deberá haber una posesión común de las muje
res y niños. Ningún miembro de la clase gobernante deberá poder identifi
car a sus hijos o padres: la familia debe ser destruida, o más bien, extendida
hasta abarcar toda la clase guerrera. De otra manera, la rivalidad entre las fa
'lI1ilias podría convertirse en una fuente posible de desunión; en consecuen
cia, «todo ciudadano deberá mirar a los demás como si pertenecieran a una
misma familia»." (Esa idea no era ni tan nueva ni tan revolucionaria como
parece; debemos recordar las restricciones impuestas por Esparta a la índo
le privada de la vida familiar, tales como el edicto de las comidas privadas,
.11 cual Platón hace constante referencia con la designación de institución de
las «comidas cornunesv.) Pero ni siquiera la propiedad en común de las mu
jeres e hijos basta para salvaguardar a la clase gobernante de todos los peli
gros económicos. Así, es de suma importancia eliminar la prosperidad al
mismo tiempo que la pobreza. Ambas representan una amenaza para la
unión: la pobreza, porque impulsa a la gente a adoptar medios desesperados
para satisfacer sus necesidades; la prosperidad, porque la mayor parte de los
cambios surgen de la abundancia, de la acumulación de la riqueza que hace
posible la realización de peligrosos experimentos. Sólo un sistema comu
nista que no deje lugar ni para grandes necesidades ni para excesivas rique
zas puede reducir los intereses económicos al mínimo y garantizar, así, la
unión de la clase gobernante.
El comunismo de la casta gobernante de la ciudad perfecta puede dedu
cirse, de este modo, de la ley sociológica fundamental del cambio expuesta
por Platón; dicho régimen es la condición necesaria, aunque no suficiente,
para la estabilidad política, que debe ser su característica fundamental. A fin
de que la clase gobernante se sienta realmente unida, como una sola tribu o
como una gran familia, es tan necesaria cierta presión exterior como los
propios vínculos entre los miembros de la clase. Esa presión puede asegu
rarse mediante la profundización y ensanchamiento del abismo que separa
.i gobernantes y gobernados. Cuanto más fuerte sea el sentimiento de que
los súbditos constituyen una raza diferente y completamente inferior, tan
ro más fuerte será el sentido de unión entre los gobernantes. Llegamos de
esta manera al principio fundamental, enunciado sólo después de algunas
vacilaciones, de que no debe haber la menor mezcla entre ambas clasesr"
"Cualquier contacto o intercambio de una clase a otra -expresa Platón
constituye una grave transgresión contra la ciudad y puede ser justamente
condenada como el más bajo de los crímenes». Pero claro está que una divi
sión de clases tan rígida debe ser justificada de algún modo y una tentativa
'11
63
<"!'l'irr¡p!1[!)1{:íll¡rll::l;,
!
semejante sólo puede basarse en la tesis de que los goobernaOites son supe
1"""" Eso no es tan sólo un simple símil del buen pastor; si se tiene en
riores a los súbditos. En consecuencia, Platón trata de j~stifi,(ar su división
• 111 lila lo que declara Platón en Las Leyes, debe ser interpretado de forma
de clases mediante la triple pretensión de que los gobeenante son muy su
111,\', literal. En efecto, se nos dice allí que esta sociedad primitiva, anterior
periores en tres aspectos, a saber: raza, educación y resella á valores.
,11111 ,\ la ciudad primera y perfecta, se halla constituida por nómadas pastores
valoraciones morales de Platón -que son, por supueestc, idéiticas a las de
1111 uuañeses, y gobernada por un patriarca: «El gobierno se originó -dice
los gobernantes de su Estado perfecto-, serán estudiiadas ocortunamente
l'l.u on, refiriéndose al período anterior a la primera ciudad- ...como el
en los capítulos 6, 7 Y 8; por lo tanto, aquí nos circunsccrilirenos a describir]
1II,IIIdato del descendiente mayor, quien heredaba la autoridad de su padre
sólo algunas de las ideas de Platón con respecto al oriigea, cranza y adies
" madre, y entonces todos los demás lo seguían como una bandada de paja
tramiento de su clase gobernante. (Antes de pasar a eefetuaresta descrip
" ix, formando, de ese modo, una sola horda regida por aquella autoridad y
ción, desearía expresar mi convencimiento de que la sruperioadad personal
'1'¡lIado patriarcal, que de todos los reinados es el más justo». Esas tribus
-ya sea racial, intelectual, moral o educacional- neo puedebastar nunca
uomadas se establecieron -según se afirma- en las ciudades del Pclopo
para justificar prerrogativas políticas, aun cuando prudera stableccrse a
II('SO, especialmente en Esparta, donde eran conocidos con el nombre de
ciencia cierta dicha superioridad. Actualmente, la rnayoorh de la gente de los
dorios. Cómo sucedió esto es cosa que no ha sido claramente explicada,
países civilizados admite que la superioridad racial ees un nito; pero aun
1'('1'0 se comprende la renuencia de Platón a hacerlo, cuando se descubre por
cuando fuese un hecho comprobado, no debería creaar [eredios políticos
vehementes indicios que dicho «establecimiento» fue, en realidad, una vio
especiales, si bien podría engendrar responsabilidades nordes especiales
lenta invasión. Ésa y no otra, según todo lo hace presumir, es la verdadera
para los individuos superiores. Análogas exigencias hsabrán ce tenerse con
historia del establecimiento dórico e11 el Pcloponcso. Tenemos, pues, las
aquellos que sean intelectual, moral y educacionalmeenu sujeriores; y no
mejores razones para creer que Platón se propuso, con su historia, trazar
puedo dejar de pensar que los argumentos en contrarriode certos intelec
una descripción seria de los hechos prehistóricos; descripción IlO sólo del
tualistas y moralistas sólo logran demostrar el poco éxiitoque en ellos ha te
origen de la raza dominadora de los dorios, sino también del origen de su
nido la educación, pues no alcanzó siquiera a darles conciencia de sus pro
rebaño humano, es decir, de los habitantes originarios. En un pasaje parale
pias limitaciones y de su fariseísmo.)
lo de La República, Platón nos proporciona una descripción mitológica,
,¡unque mu y ajustada, de la conquista misma, cuando se refiere al origen de
los «terrígenos», la clase gobernante de la ciudad perfecta. (En el capítulo S
IV
I\OS ocuparemos del mito de los terrígenos desde un punto de vista difcrcn
tc.) He aquí la descripción de su marcha triunfal sobre la ciudad, fundada
Si queremos comprender las ideas de Platón acerca del orijen, crianza y
con anterioridad por los mercaderes y artesanos: «Una vez armados y
adiestramiento de su clase gobernante, no deberemos peerder d.:vista los dos
adiestrados, los terrígenos se abren paso hasta llegar a la ciudad bajo el l11;1n
puntos principales de nuestro análisis. Deberemos tenenr preserte,ante todo,
do de los guardias. y luego que exploran el lugar, se instalan en el mejor si
que la tarea de Platón consiste en reconstruir una ciudaad del psado, si bien
tio para acampar, sitio que será, a la vez, el más adecuado para dominar a los
vinculada con el presente, de tal forma que algunos de ssus ras~os se conser
habitantes en caso de que alguno se resista a obedecer la ley, y para defen
vaban todavía claramente discernibles en los Estados eexstenes, por ejem
derse de los enemigos exteriores que podrían caer como lobos sobre la ma ..
plo, Esparta; y, en segundo lugar, que Platón reconstruuyc su :iudad con la
jada», Siempre debe tenerse presente este cuento breve y triunfal que narra
vista puesta en las condiciones necesarias para lograr $U estalilidad, y que
el sometimiento de un pueblo sedentario a una horda guerrera y conquista
busca las garantías de esta estabilidad únicamente dent.rode lipropia clase
dora (identificada, en l:'l Político, con el grupo de pastores nómadas monta
gobernante y, más especialmente, en su unión y en su fuerza. Puede men
ñeses del período anterior al establecimiento) cuando se interpreta la reite
cionarse, con respecto al origen de la clase gobernante, 'q~e Pl.tón habla en
rada insistencia de Platón en la afirmación de que los buenos gobernantl:s,
El Político de un tiempo todavía anterior al de su Estaado perecto, en que
ya sean dioses, semidioses o guárdianes, son los pastores patriarcales de los
«el propio Dios era el pastor de los hombres, conduciééndolosy gobernán
hombres, y de que el verdadero arte político, el arte de gobernar, es una
dolos exactamente del mismo modo en que el hombre., .. rondice todavía a
suerte de facultad pastoril, eso es, el arte de manejar y dominar el rebaño
las bestias. Entonces, no existía la... propiedad de las nrnuerery de los hi
humano. Es teniendo en cuenta tales consideraciones como debemos cxa
64
65
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¡Ii l
!
minar su descripción de la crianza y adiestramiento de «los auxiliares obe
dientes a los gobernantes como los perros ovejeros lo son a los pastores».
La crianza y educación de los auxiliares y, de este modo, de la clase go
bernante del Estado platónico es, al igual que su facultad de portar armas,
un símbolo de clase y, por lo tanto, una prerrogativa de clase." Además, la
crianza y la educación no son meros símbolos vacíos sino instrumentos
para el gobierno de clase, necesarios para asegurar la estabilidad de este go
bierno. Platón los trata exclusivamente desde este punto de vista, es decir,
como poderosas armas políticas o medios útiles para arrear la majada hu
mana y para unificar a la clase gobernante.
Con ese objeto, es de suma importancia que la clase dominante se sien
ta superior a la dominada. «La raza de los guardianes debe mantenerse
pura»;" dice Platón (en defensa del infanticidio) cuando esgrime el argu
mento racial, usado y repetido desde entonces, de que la cría de los anima
les se lleva a cabo con mayor cuidado que la de los propios hombres. (El in
fanticidio no era una institución ateniense, pero Platón, en vista de que lo
practicaban en Esparta por razones de eugenesia, llegó a la conclusión de
que debía ser una costumbre antigua y, por lo tanto, buena). Platón exige que
se apliquen a la crianza de la raza dominante los mismos principios que un
criador experimentado aplica a la de perros, caballos o pájaros. «Si no se los
criase de esta manera, ¿no es obvio que la raza de nuestros pájaros o perros
no tardaría en degenerar?», reza el argumento de Platón, cuya conclusión
es que «los mismos principios se aplican a la raza de los hombres». Las
cualidades raciales que deben exigirse de un guardián o un auxiliar son, es
pecíficamente, las correspondientes a un perro ovejero. «Nuestros guerre
ros-atletas ... deben mostrarse vigilantes como los perros guardianes», sos
tiene Platón, argumentando: «Por cierto que no existe ninguna diferencia,
en 10 que a su aptitud natural para mantenerse vigilantes se refiere, entre un
agraciado joven y un perro de raza». En su entusiasta admiración por los
perros, Platón llega a atribuirles, incluso, «una auténtica naturaleza filosó
fica», pues, «¿no es el amor al saber idéntico a la actitud filosófica>».
La principal dificultad con que tropieza Platón es la de que los guardia
nes y auxiliares deben estar dotados de un carácter fiero y bondadoso a un
tiempo. Es evidente que deben ser educados en la fiereza, puesto que deben
hallarse preparados para «enfrentar cualquier peligro con espíritu valiente e
inquebrantable».
No obstante, «si su naturaleza ha de ser tal, ¿qué hacer para evitar que
practiquen la violencia entre sí o contra el resto de los ciudadanos?»." En
verdad, sería «simplemente monstruoso que los pastores se sirvieran de pe
rros... capaces de atacar a las ovejas, comportándose más como lobos que
como perros». El problema entraña gran importancia desde el punto de vis
66
del equilibrio político o, mejor dicho, de la estabilidad del Estado, pues
Platón no confía en un equilibrio de las fuerzas de las diversas clases, dado
que ello sería inestable. Claro está que tampoco es posible controlar a la cla
se gobernante con sus poderes arbitrarios y su bravura, mediante la fuerza
contraria de los súbditos, pues la superioridad de la clase gobernante debe
mantenerse intacta. La única forma de control posible para la clase gober
nante es, por lo tanto, el autocontrol. Así como debe ejercitar la abstinencia
económica, es decir, la moderación en la explotación económica de los súb
ditos, del mismo modo debe moderar su carácter fiero en sus relaciones con
la clase gobernada. Pero esto sólo puede lograrse si la fiereza de su carácter
se halla contrarrestada por su mansedumbre. Para Platón resulta ése un pro
blema de la mayor seriedad, puesto que la fiereza es el antónimo exacto de
la mansedumbre. El intérprete del pensamiento de Platón -Sócrates en
esta ocasión- declara hallarse perplejo, hasta que por fin recuerda al perro
nuevamente: «Los perros de raza no pueden ser más mansos con sus amigos
y con las persouas conocidas, pese a que con los extraños dan muestras de
la mayor bravura». Se pretende demostrar con esto «que el carácter que se
procura imponer a nuestros guardianes no es necesario a la naturaleza».
Queda así establecido el objetivo de criar una 1"<17a para el mando, demos
trándose que dicho objetivo se halla dentro de los alcances humanos. Debe
mos recordar que ese problema deriva del análisis de las condiciones nece
sarias para mantener la estabilidad del Estado.
El objetivo educacional de Platón es exactamente el mismo. Consiste en
el propósito puramente político de estabilizar el Estado mediante la combi
nación de los elementos de bravura y mansedumbre en el carácter de los go
, bernantcs. Platón correlaciona las dos disciplinas en que eran educados los
niños de la clase alta griega, es decir, la ginmasia y la música (esta última to
mada en el sentido más lato de la palabra, incluidos todos los estudios lite
rarios), con los dos elementos del carácter, a saber, la fiereza y la manse
dumbre. «¿ No habéis observado --pregunta Platón-Y' cómo reacciona el
carácter cuando se lo somete a un adiestramiento exclusivamente gimnástico,
sin participación de la música, o a la inversa? ... Una educación exclusivamcn..
te física da por resultado individuos más fieros de lo deseable, en tanto que
un exceso análogo de música los hace demasiado blandos... Por nuestra par
te, sostenemos que nuestros guardi,ules deben reunir ambas modalidades ...
Por eso creo que algún dios debe haberle dado al hombre estas dos artes: la
música y la gimnasia, con el propósito, no tanto de servir al alma y al cuerpo
respectivamente, sino más bien, de armonizar adecuadamente las dos cuerdas
principales», vale decir, los dos elementos del alma, la mansedumbre y la fie
reza. «Ésos son, pues, los bosquejos de nuestro sistema de educación y adies
tramiento», expresa Platón como conclusión de su análisis.
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Pese al hecho de que Platón identifica el elemento bondadoso del alma
con la disposición filosófica de ésta, y pese al hecho de que la filosofía se ha
lla destinada a desempeñar papel tan preponderante en las últimas partes de
La República, no se siente predispuesto, en modo alguno, en favor del ele
mento bondadoso del alma, es decir, de la educación musical o literaria. Esa
imparcialidad en la consideración de los dos elementos opuestos es tanto
más notable, por cuanto le lleva a imponer las más severas restricciones a la
educación literaria, en comparación con la atención que se acostumbraba a
dispensarle en Atenas. Claro está que esto sólo forma parte de su tendencia
general a preferir las costumbres espartanas a los atenienses. (Creta, su otro
modelo, era todavía más melófoba que Esparta.)" Los principios políticos
de educación literaria de Platón se basan en una comparación muy simple.
A su parecer, Esparta trataba al rebaño humano con un tanto de rudeza, lo
cual constituye un síntoma, o incluso la aceptación implícita, de ciertos sen
timientos de debilidad" y, por consiguiente, un indicio elocuente de la de
generación incipiente de la clase gobernante. Atenas, por el contrario, era
demasiado liberal y blanda en su forma de tratar a los esclavos. Platón con
virtió estos hechos en otras tantas pruebas de que Esparta le asignaba de
masiada importancia a la gimnasia, y Atenas -claro está- a la música. Esta
simple estimación le permitió fácilmente reconstruir lo que, en su opinión,
debería haber sido la verdadera medida o combinación de los dos elemen
tos educativos en el Estado perfecto, sentando así los principios de su polí
tica educacional. Juzgado desde el punto de vista ateniense, no entraña nada
menos que la exigencia de estr,lllgular)~ toda la educación litel'aria mediante
una estrecha adhesión al ejemplo de Esparta con su estricto control estatal
de todas las cuestiones literarias. No sólo la poesía, sino también la música,
en el sentido ordinario del término, debía ser controlada por una rígida cen
sura, y ambas debían hallarse dedicadas por entero a fortalecer la estabilidad
del Estado, haciendo que los jóvenes se sintiesen más conscientes de la dis
ciplina de clase" y, de este modo, más dispuestos a servir los intereses de
clase. Platón llega, incluso, a olvidar que es función privativa de la música
tornar a los jóvenes más dóciles, pues exige, contradictoriamente, aquellas
formas de música que estimulen sus sentimientos de bravura. (Si se consi
dera que Platón era ateniense, sus argumentos relativos a la música propia
mente dicha resultan casi inconcebibles por su supersticiosa intolerancia,
especialmente si se la compara con el criterio mucho más amplio que preva
lece en una iluminada crítica contemporánea." Pero aun en la actualidad
hay muchos músicos de su parte, posiblemente porque se sienten halagados
por su alta opinión de la importancia de la música, no ya como medio artís
tico, sino como instrumento de poder político. Otro tanto puede decirse de
los educadores y aún más de los filósofos, puesto que Platón reclama el
68
gobierno para ésos; en el capítulo 8 analizaremos la pretensión de su pro
grama.)
El mismo principio' político que lleva a la educación del espíritu como
medio para la preservación de la estabilidad del Estado, conduce también al
adiestramiento del cuerpo. Este objetivo no es otro que el perseguido por
Esparta. Pese a que el ciudadano ateniense era acostumbrado por su educa
ción a una versatilidad general, Platón pretende que la clase gobernante sea
adiestrada como clase específica de guerreros profesionales, prontos a lu
char contra los enemigos del exterior o surgidos del propio seno del Esta
do. En dos ocasiones nos dice Platón que los niños de ambos sexos «deben
ser llevados a caballo hasta el terreno mismo de las contiendas y, siempre
que ello pueda hacerse sin peligro, debc adcntrársclos en el corazón mismo
de la batalla y hacerles probar sangre, exactamente del mismo modo en que
se procede con los sabuesos jóvenes. Por cierto, que la descripción de un es
critor moderno, que define la educación totalitaria contemporánea como
«una forma intensificada y continua de movilización»," encaja perfecta
mente bien dentro del sistema platónico de educación,
Tal, pues, la reseña de la teoría platóuica del Estado mejor o más anti
guo, de la ciudad que trata a su población humana exactamente como un
pastor sabio, pero severo, trata a su majada; no con demasiada crueldad,
pero sí con el desdén conveniente.
Como an.ilisis ele las instituciones sociales espartanas, y a la vez de las
condiciones que determinan su estabilidad o inestabilidad, y como tentati
va de reconstruir las [orrnas m.is rígidas y primitivas de la vida tribal, esta
descripción es, en verdad, excelente, (En este capítulo sólo hemos consi
derado el aspecto descriptivo; los aspectos éticos serán examinados más
adelante.) Es mi parecer que gran partc de la obra de Platón, considerada
habitualmente una mera especulación mitológica o utópica, puede ser inter
pretada, de esta forma, COIll() una verdadera descripción y análisis socioló
gico. Si dirigimos la atención, por ejemplo, a su mito de las triunfantes hor
das guerreras que avasallan una pobbción cstahlccida, deberemos admitir
que desde el punto de vista ele la sociología descriptiva, es sumamente efi
caz. En realidad, podría recabar para sí el derecho de ser considerado como
una anticipación de la interesante (aunque tal vez demasiado vasta) teoría
moderna del origen del Estado, según la cual el poder político organizado y
centralizado se origina generalmente en una conquista de ese tipo.':' Es
II1UY posible que en la obra de Platón existan muchas más descripciones con
-ste carácter sociológico, de las que se han descubierto hasta el presente.
69
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Resumiendo, diremos que en una tentativa de comprender e interpretar
el cambiante mundo social en que le tocó vivir, Platón se vio inducido a desa
rrollar una sociología historicista distemática, sumamente minuciosa. Así
concibió la idea de que los Estados existentes no fueran sino la réplica deca
dente de una Forma o Idea inmutable. Platón trató entonces de reconstruir
esta Forma o Idea del Estado o, por lo menos, de describir alguna sociedad
que se le pareciese al máximo posible. Junto con las antiguas tradiciones,
empleó como material para su reconstrucción los resultados de su análisis
de las instituciones sociales de Esparta y Creta -las formas más antiguas de
vida social que le fue dado encontrar en Grecia- en las cuales pudo reco- ,
nocer la presencia de formas detenidas dc otras sociedades tribales aún más
antiguas. Pero a fin de realizar un uso adecuado de este material, se vio en la
necesidad dc adoptar un principio discriminatorio para distinguir entre los
rasgos buenos, originarios o antiguos de las instituciones existentes y sus
síntomas de decadencia. Ese principio le fuc suministrado por la ley de las
revoluciones políticas, según la cual, la desunión de la clase gobernante,
junto con una excesiva preocupación por las cuestiones económicas, cons
tituye el origen de todo cambio social. El Estado perfecto debía ser recons
truido de tal forma, por consiguiente, que quedasen eliminados tan absolu
ta y radicalmente como fuese posible, todos los gérmenes y elementos de
desunión y decadencia; es decir, quc debía ser construido sobre el modelo
del Estado espartano, prestando especial atención a las condiciones necesa
rias para mantener una unión inquebrantable en la clase gobernante, unión
que estaría asegurada por su austeridad económica, su crianza y su adiestra
miento.
Al interpretar las sociedades existentes como copias decadentes de un
Estado ideal, Platón dotó de inmediato, a las opiniones algo burdas de He
síodo sobre la historia humana, de un marco teórico y de ricas posibilidades
de aplicación práctica. Desarrolló, asimismo, una teoría historicista de un
notable realismo, que descubrió la causa de la transformación social en la
desunión de Heráclito y en las luchas de clase, en las que reconoció las fuer
zas dinámicas y al mismo tiempo corruptoras de la historia. Platón aplicó
estos principios historicistas a la descripción de la declinación y caída de las
ciudades griegas y, en particular, a una crítica de la democracia que calificó
de afeminada y corrompida. Cabe agregar, asimismo, que más tarde, en Las
Leyes,44 también los aplicó a un relato de la declinación y caída del Imperio
Persa, iniciando así una larga serie de «declinaciones y caídas" dramatizadas
de los imperios y civilizaciones más importantes. (La conocida Decadencia
de Occidente de o. Spengler es quizá la peor de esas dramatizaciones, pero
70
no la última.)" Todo esto puede interpretarse, a mi entender, como una im
presionante tentativa de explicar y racionalizar la experiencia del derrumbe
.lc la sociedad tribal; experiencia análoga, por lo demás, a la que había lleva
do a Heráclito a desarrollar la primera filosofía del cambio.
Pero nuestro análisis de la sociología descriptiva de Platón se halla in
.ornpleto todavía. Sus cuadros de declinación y caída, y, junto con ellos,
"'lsi todos sus cuadros posteriores, presentan por lo menos dos característi
cas que no hemos considerado hasta ahora. En primer lugar, Platón conce
hía esas sociedades decadentes como una especie de organismo, y la deca
dencia como un proceso semejante al de la vejez. Y en segundo lugar, creía
que la declinación era merecida, en el sentido de que la decadencia moral, es
decir, la declinación y caída del espíritu, va de la mano con la del cuerpo so
cial. Todo ello desempeña un importante papel en la teoría platónica del
primer cambio, a saber, en la Historia del Número y de la Caída del Hom
hre. Esa teoría, así como también su relación con la de las Formas o Ideas,
serán tratadas en el próximo capítulo.
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Capítulo 5
NATURALEZA Y CONVENCIÓN
No corresponde a Platón el mérito de haber sido el primero en encarar:
los fenómenos sociales con el espíritu de la investigación científica. La ini-í
ciación de la ciencia social se remonta, por lo menos, a la generación de Pro-]
tágoras, el primero de los grandes pensadores que se denominaron a sí mismos
«sofistas». Está señalada por la comprensión de la necesidad de distinguid
dos elementos distintos en el medio ambiente del hombre, a saber, su medio]
natural y su medio social. Es ésta una distinción difícil de trazar y de apre-!
hender, como puede deducirse del hecho de que aún hoy no se halla clara-j]
mente establecida en nuestro pensamiento. Además, ha sido puesta en tela li
de juicio continuamente desde la época de Protágoras, y la mayoría de no-'f¡
sotros tenemos una fuerte inclinación, al parecer, a aceptar las peculiarida-II
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des de nuestro medio social como si fueran «naturales».
Una de las características que definen la actitud mágica de una sociedad I
«cerrada», primitiva o tribal, es la de que su vida transcurre dentro de un 1,
círculo encantado! de tabúes inmutables, de normas y costumbres que se ]
reputan tan inevitables como la salida del sol, el ciclo de las estaciones u'
otras evidentes uniformidades semejantes dc la naturaleza. La comprensión
teórica de la diferencia que media entre la «naturaleza» y la «sociedad» sólo
puede desarrollarse una vez que esa «sociedad cerrada» mágica ha dejado de
tener vigencia.
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El análisis de esa evolución presupone, a mi juicio, la clara captación de
una importante diferencia. Nos referimos a la que media entre (a) las leyes
naturales o dc la naturaleza, tales como las que rigen los movimientos del
sol, de la luna y de los planetas, la sucesión de las estaciones, etc. La ley de
la gravedad, las leyes de la termodinámica, etc., y (b) las leyes normativas o
normas que no son sino prohibiciones y mandatos, es decir, reglas que pro
híben o exigen ciertas formas de conducta como, por ejemplo, los diez man
damientos o las disposiciones legales que regulan el procedimiento que se-
1',\Iir para elegir a los miembros del parlamento o las leyes que componen la
, onsritución ateniense.
Dado que el análisis de esos asuntos se halla frecuentemente viciado por
\.1 tendencia a borrar tal distinción, no estará de más agregar algunas pala
liras sobre la misma. Una ley en el sentido definido en (a) -una ley natuI ,tl- describe una uniformidad estricta e invariable que puede cumplirse en
\.1 naturaleza, en cuyo caso la leyes válida, o puede no cumplirse, en cuyo
,;1S0 es falsa. Cuando ignoramos si una ley de la naturaleza es verdadera o
lalsa y deseamos llamar la atención sobre nuestra incertidumbre, frecuente
merite la denominamos con el nombre de «hipótesis». Las leyes de la natu
raleza son inalterables y no admiten excepciones. En efecto, si observamos
,,1 acaecimiento de un hecho que contradice una ley dada, entonces no deci
mos que se trata de una excepción, sino más bien que nuestra hipótesis ha
sido refutada, puesto que ha quedado comprobado que la supuesta unifor
midad no era tal, o en otras palabras, que la supuesta ley dc la naturaleza no
era una verdadera ley sino un falso enunciado. Dado que las leyes de la na
ruraleza son invariables, su cumplimiento no puede ser infringido ni forza
'\0. Así pues, aunque podamos utilizarlas con propósitos técnicos y poda
mos ponernos en dificultades por no conocerlas acabadamcnte, las leyes
naturales se hallan más allá del control humano. Claro está que todo eso
cambia por completo si nos volvemos hacia las leyes del tipo (b), es decir,
las leyes normativas. El cumplimiento de una lcy normativa, ya se trate de
una disposición legalmente sancionada o de un mandamiento moral, pue
de ser forzado por los hombres. Además, es variable, y quizá sc pueda de
cir de ella que es buena o mala, justa o injusta, aceptable o inaceptable; pero
sólo en sentido metafórico podría decirse que es «verdadera» o «falsa»,
puesto que no describe un hecho sino que expresa directivas para nuestra
conducta. Bastará que tenga cierto meollo o significación para que pueda
ser violada; en caso contrario, será superflua y carecerá de sentido. «No gas
tes más dinero del que posees» es una ley normativa significativa, pudiendo
serlo moral o legalmente, y resulta tanto más necesaria cuanto más frecuen
temente se la viola. Podría decirse también del siguiente enunciado: «No sa
ques más dinero de tu cartera del que allí llevas» que es, por su forma, una
ley normativa; pero a nadie se le ocurriría pensar seriamente que fuese ésta
una parte significativa de nuestro sistema moral o legal, puesto que no pue
de ser violada. Si una ley normativa significativa es observada, ello se debe
rá siempre al control humano, vale decir, a las acciones y decisiones huma
nas y responderá habitualmente a la decisión de introducir sanciones, esto
es, de castigar o refrenar a quienes infringen la ley.
En mi opinión, compartida por gran número de pensadores y, especial
mente, de investigadores sociales, la distinción entre las leyes del tipo (a), es
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decir, las proposiciones que describen uniformidades de la naturaleza y las
leyes de! tipo (b), o sea, las normas tales como las prohibiciones o manda
mientos, es tan fundamental que difícilmente tengan estos dos tipos de le
yes algo más en común que su nombre. Sin embargo, esa opinión no goza,
en modo alguno, de general aceptación; muy por e! contrario, muchos pen
sadores creen en la existencia de normas -prohibiciones o mandamien
tos- de carácter «natura]", en e! sentido de que han sido establecidas de
conformidad con las leyes naturales del tipo (a). Se arguye, por ejemplo,
que ciertas normas jurídicas concuerdan con la naturaleza humana y, por
consiguiente, con las leyes psicológicas naturales, en e! sentido (a), en tanto
que otras normas jurídicas pueden ser contrarias a la naturaleza humana; y
se agrega que aquellas normas cuya vigencia puede demostrarse que se ha
lla de acuerdo con la naturaleza humana no difieren gran cosa, en realidad,
de las leyes naturales del tipo (a). Otros razonan que esas leyes naturales
son muy semejantes, en verdad, a las leyes normativas, puesto que son esta
blecidas por la voluntad o decisión de! Creador del Universo, pero esta opi
nión se funda, sin duda, en el doble uso de la palabra <<ley» -originalmen
te normativa- para las leyes del tipo (a). Vale la pena considerar todos esos
puntos de vista, pero para hacerlo es necesario distinguir, primero, entre las
leyes de! tipo (a) y las del tipo (b) y no confundir el planteamiento del pro
blema con una terminología inadecuada. De ese modo, reservaremos la ex
presión «leyes naturales» exclusivamente para las leyes del tipo (a), recha
zando su aplicación a toda norma que, por una u otra razón, pretenda ser
«natural». La confusión es perfectamente gratuita, dado que nada cuesta ha
blar de «derechos y obligaciones naturales» o de «normas naturales», si de
seamos hacer hincapié en e! carácter «natural» de las leyes de! tipo (b).
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Me parece necesario considerar, para la comprensión de la sociología
platónica, la forma en que puede haberse desarrollado la distinción entre
leyes naturales y normativas. Examinaremos, primero, lo que parece haber
constituido e! punto de partida y su último grado de desarrollo y, poste
riormente, lo que parece haber equivalido a los pasos intermedios, que
desempeñan todos un importante papel en la teoría de Platón. Podría defi
nirse el punto de partida como un monismo ingenuo, característico de la
«sociedad cerrada». El último paso, que denominaremos dualismo crítico
o (convencionalismo crítico), es característico de la «sociedad abierta». El
hecho de que todavía haya mucha gente que trata de evitar ese último paso
es Índice elocuente de que nos hallamos todavía en plena transición de
74
la sociedad cerrada a la abierta. (En relación con todo esto, véase el capí
tulo 10.)
El punto de partida, que hemos denominado «monismo ingenuo», co
rresponde a la etapa en que no existe todavía distinción alguna entre leyes
naturales y normativas. Las experiencias desagradables son los maestros
que enseñan al hombre a adaptarse al medio que lo circunda. Pues bien, en
esta etapa e! individuo no distingue entre las sanciones impuestas por los
demás hombres cuando se viola un tabú normativo y las experiencias desa
gradables sufridas por el desconocimiento del medio natural. Pueden dis
tinguirse, además, otras dos posibilidades, una de las cuales podría definir
se con la expresión naturalismo ingenuo. A esa altura, los hombres sienten
que las reglas uniformes -ya sean naturales o convencionalcs- se hallan
más allá de la posibilidad de toda alteración. A mi juicio, sin embargo, ese
estado debe configurar, tan sólo, una posibilidad abstracta, nunca alcanza
da, probablemente, en la realidad. De mayor importancia es la etapa que
podríamos definir como la del convencionalismo ingenuo, en la cual tanto
las uniformidades naturales como las normativas son consideradas expre
sión de las decisiones de dioses o delllonios semejantes a hombres, de las
cuales dependen. De este modo, puede interpretarse que el ciclo de las esta
ciones o las peculiaridades delmovill1ienlO de los astros obedecen a las «le
yes», «decretos» o «decisiones» que «gobiernan el ciclo y la tierra» y que fue
ron «sancionados por el creador en un pr incip io»." Se comprende que
quienes piensan de este modo puedan creer que hasta las leyes naturales son
pasibles de modificaciones en ciertas circunstancias excepcionales; que con
la ayuda de prácticas mág,icas pueda a veces influirse sobre ellas, y que las
uniformidades de la naturaleza se hallen respaldadas con sanciones, corno si
fueran normativas. Este punto se ad vierte claramente en la frase de Herácli
to ya citada: «El sol no se desviará un solo paso de su trayectoria, so pena de
que las Diosas del Destino, las emisarias de la Justicia, lo encuentren y lo
vuelvan de inmediato a su curso".
El derrumbe del tribalismo mágico se halla íntimamente relacionado
con el descubrimiento de que los tabúcs no son los mismos en las diversas
tribus, que su cumplimiento es impuesto y forzado por el hombre, y que
pueden ser violados sin ninguna consecuencia desagradable, siempre que se
logre eludir las sanciones impuestas por los congéneres. Dicho descubri
miento se ve acelerado por la observación de que las leyes pueden ser he
chas o alteradas por legisladores humanos. No sólo pienso en las leyes de
SoIón, sino también en las leyes sancionadas y observadas por la población
corriente de las ciudades democráticas. Esas experiencias pueden conducir
a una diferenciación consciente entre las leyes normativas de observancia
impuesta por los hombres, que se basan en decisiones o convenciones, y las
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reglas naturales uniformes que se hallan más allá de los límites anteriores.
Una vez claramente comprendida esta distinción, se alcanza la etapa que he
mos denominado dualismo crítico o convencionalismo crítico. En la evolu
ción de la filosofía griega ese dualismo de hechos y normas se manifiesta
por sí mismo bajo la forma de la oposición existente entre la naturaleza y la
convención.'
Pese al hecho de que esa posición ya había sido alcanzada largo tiempo
atrás por el sofista Protágoras, contemporáneo de Sócrates y mayor que
éste, es todavía tan poco comprendida, que se hace necesario explicarla con
cierto detalle. Ante todo, no debemos pensar que el dualismo crítico supo
ne una teoría del origen histórico de las normas. En efecto, nada tiene que
ver con la afirmación histórica, evidentemente insostenible, de que las nor
mas fueron hechas o introducidas por el hombre conscientemente, como
Una determinación de su voluntad y no como un simple hallazgo casual
(cuando fue capaz de hallar las cosas de este tipo). Ninguna relación guar
da, entonces, con la aserción de que las normas se originan con el hombre y
no con Dios, ni tampoco subestima la importancia de las leyes normativas.
Tampoco tiene nada que ver con la afirmación de que las normas, puesto
que son convencionales -es decir, hechas por el hombre-- deben ser, por
lo tanto, «arbitrarias». El dualismo crítico se limita a afirmar que las normas
y leyes normativas pueden ser hechas y alteradas por el hombre, o más es
pecíficamente, por una decisión o convención de observarlas o modificar
las, y que es el hombre, por lo tanto, el responsable moral de las mismas; no
quizá de las normas cuya vigencia en la sociedad descubre cuando comien
za a reflexionar por primera vez sobre las mismas, sino de las normas que se
siente dispuesto a tolerar después de haber descubierto que se halla en con
diciones de hacer algo para modificarlas. Decimos que las normas son he
chas por el hombre, en el sentido de que no debemos culpar por ellas a nadie,
ni a la naturaleza ni a Dios, sino a nosotros mismos. Nuestra tarea consiste
en mejorarlas al máximo posible, si descubrimos que son defectuosas. Esta
última observación no significa que al definir las normas como convencio
nales queramos expresar que son arbitrarias o que un sistema de leyes nor
mativas puede reemplazar a cualquier otro con iguales resultados, sino, más
bien, que es posible comparar las leyes normativas existentes o (institucio
nes sociales) con algunas normas modelos que, según hemos decidido, son
dignas de llevarse a la práctica. Pero aun estos modelos nos pertenecen, en
el sentido de que nuestra decisión en su favor no es de nadie sino nuestra y
de que somos nosotros los únicos sobre quienes debe pesar la responsabili
dad por su adopción. La naturaleza no nos suministra ningún modelo, sino
que se compone de una suma de hechos y uniformidades carentes de cuali
dades morales o inmorales. Somos nosotros quienes imponemos nuestros
patrones a la naturaleza y quienes introducimos, de este modo, la moral en
el mundo natural," no obstante el hecho de que formamos parte del mundo.
Si bien somos producto de la naturaleza, junto con la vida la naturaleza nos
ha dado la facultad de alterar el mundo, de prever y planear el futuro y de
tomar decisiones de largo alcance, de las cuales somos moralmente respon
sables. Sin embargo, la responsabilidad, las decisiones, son cosas que entran
en el mundo de la naturaleza sólo con el advenimiento del hombre.
III
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Es sumamente importante para la comprensión de esa actitud darse
cuenta de que tales decisiones nunca pueden derivar de los hechos (o de su
enunciación), si bien incumben a los mismos. La decisión de luchar contra
la esclavitud, por ejemplo, no depende del hecho de que todos los hombres
nazcan libres e iguales y de que nadie nazca encadenado. En efecto, aun
cuando todos naciesen libres podría suceder que algunos hombres intenta
sen encadenar a otros o que llegasen a creer, incluso, que es su obligación
ponerles cadenas; o inversamente, aun cuando los hombres nacieran con ca
denas, podría suceder que muchos de nosotros exigiésemos la supresión de
tales cadenas. Dicho de forma más precisa, si consideramos que un hecho es
modificable -como, por ejemplo, el de que mucha gente padece enferme
dades- siempre podremos adoptar entonces cierto número de actitudes di
ferentes hacia el mismo; más específicamente, podremos decidir efectuar la
tentativa de modificarlo, o bien podremos decidir resistirnos a todo inten
to de esa clase o, por último, podremos decidir abstenernos de toda inter
vención.
De este modo, todas las decisiones morales incumben a algún hecho, es
pecialmente a hechos de la vida social, y todos los hechos (modificables) de
la vida social pueden dar lugar a muchas decisiones diferentes. De donde se
desprende que las decisiones nunca pueden derivarse de los hechos o de su
descripción.
Pero tampoco pueden dcducirse de otra clase de hechos; me refiero a
esas uniformidades naturales que describimos con la ayuda de las leyes na
turales. Es perfectamente cierto que nuestras decisiones deben ser compati
bles con las leyes naturales (incluidas las de la psicología y fisiología huma
nas), si han de llegar a ser puestas en práctica; en efecto, si se oponen a esas
leyes no es posible, simplemente, cumplirlas. La decisión de que todo el
mundo trabaje más y coma menos, por ejemplo, no puede ser llevada a cabo
más allá de cierto punto, por razones fisiológicas; es decir, porque más allá
de cierto límite la disposición sería incompatible con ciertas leyes naturales
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de la fisiología. De forma semejante, tampoco la decisión de que todo el
mundo trabaje menos y coma más puede ser llevada a cabo más allá de cier
to punto, por diversas razones, incluidas las leyes naturales de la economía.
(Como veremos más abajo, en la sección IV de este capítulo, también en las
ciencias sociales existen leyes naturales, que denominaremos «leyes socio
lógicas».)
ro lado, del acto de proponer o sugerir algo que también podría designar
con la palabra «propuesta» o «sugerencia». En el campo de los enuncia
dos descriptivos se observa una ambigüedad análoga muy conocida. Consi
deremos, por ejemplo, la siguiente proposición: «Napoleón murió en Santa
1':lena». Convendrá distinguir esa proposición del acto por ella descrito y
que podríamos denominar hecho primario, es decir, el hecho de que Napo
león murió en Santa Elena. Supongamos ahora que un historiador A, al es
«ribir la biografía de Napoleón, formule la proposición mencionada. Al
hacerlo describirá lo que hemos denominado hecho primario. Pero existe
t.imbién un hecho secundario completamente diferente del primario, a sa
hcr, el hecho de que formuló dicho enunciado; y otro historiador E, al es
cribir la biografía ele A, puede describir este segundo hecho, diciendo: «A
.ifirrnó que Napoleón había muerto en Santa Elena». El hecho secundario
descrito de ese modo es, en sí mismo, una descripción. Pero en un sentido
de la palabra que debe diferenciarse del aludido cuando dijimos que el
enunciado: «Napoleón murió en Santa Elena» era una descripción. La rea
lización de una descripción o de un enunciado constituye un hecho socio
lógico o psicológico. Pero la descripción realizada debe distinguirse del he
cho de haber sido realizada. y no puede siquiera deducirse de este hecho,
pues equivaldría a conferirle validez a la inferencia «Napoleón murió en
Santa Elena, porquc A dijo quc Napoleón murió en Santa Elena», lo cual,
evidentemente, no es posible.
En el terreno de las decisiones, la situación es análoga. La formulación
de una decisión, la adopción de una norma o de un modelo, es un hecho.
Pero la norma o el modelo adoptado no es un hecho. Que la mayoría de la
gente ajusta su conducta a la norma «No robarás» es un hecho sociológico,
pero la norma «No robarás» no es un hecho y jamás podría infcrirsc de las
proposiciones que tienen a hechos por objeto de su descripción. Esto se
tornará más claro si recordamos que siempre es posible adoptar decisiones
diversas y aun contrarias con respecto a un hecho determinado. Por ejem
plo, aun ante el hecho sociológico de que la mayoría de la gente sigue la
norma «No robarás», es posible todavía cscogcr entre adoptarla u oponer
se a su adopción, y es posible alentar a quienes la han adoptado, o desalen
tarlos, induciéndolos ~1 adoptar otra norma. En resumen, cs imposible dedu
cir una oración que exprese una norma o una dccision 0, por ejemplo, una
propuesta para determinada política" de una oración que exprese un hecho
dado, lo cual no es sino una manera complicada de decir que es imposible
derivar normas, decisiones, o propuestas de los hechos."
Con frecuencia se ha interpretado erróneamente la afirmación de q ue las
normas son hechas por el hombre (no en el sentido de que hayan sido cons
cientemente elaboradas, sino en el de que los hombres pueden juzgarlas y
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De esa manera, pueden eliminarse ciertas decisiones por ser imposibles
de ejecutar, dado que contradicen ciertas «leyes de la naturaleza (o hechos
invariablos)». Pero eso no significa, por supuesto, que de estos «hechos in
variables» pueda deduei rse lógicamente decisión alguna, Por el contrario, la
situación es m.ís bien la siguiente: ante un hecho cualquiera, ya sea modifi
cable o invariable, podemos adoptar diversas decisiones, como, por ejem
plo, alterarlo, protegerlo de quienes quieren modificarlo, abstenernos de in
tervenir, etc. Pero si el hecho en cuestión es invariable ---ya sea porq uc es
imposible toda alteración en razón de las leyes de la naturaleza, o en razón
de resultar demasiado difícil para quienes la intcntan-s-, entonces toda deci
sión de modificarlo será sencillamente impracticable; en realidad, cualquier
decisión con respecto a un hecho tal carecerá de significado alguno.
El dualismo crítico insiste, de ese modo, en la imposibilidad de reducir
las decisiones o normas a hechos; por lo tanto, puede describírselo como un
dualismo de hechos y decisiones.
Pero tal dualismo parece estar expuesto a .u.iq ucs, En efecto, no es ilíci-
to considerar, como veremos en seguida, que las decisiones son hechos y
esto complica, evidentemente, la concepción dualista. Si decidimos adoptar
cierta norma, 1<1 formulación de esta decisión es, en sí misma, un hecho psi
cológico y sociológico, y sería absu rdo pretender que estos hechos no tie
nen nada en común con los dcrn.is hechos. Puesto que no puede dudarsc
que nuestras decisiones relativas a la adopción de determinadas normas de
penden cvrdcntcmcutc de ciertos hechos psicológicos --tales como la in
fluencia de nuestra educación, por cjemplo- parece ahsurdo postular un
dualismo de hechos y decisiones, o alirrrm r que las decisionl's no pueden ser
deducidas de los hechos. Sin embargo, podría refularse esa objeción seria
lando que es posible hablar de «decisión en dos selllidos diícrcnrcs». Así,
podemos decir de una decisión, que ha sido adoptada, tomada, alcanzada o
resuella, o bien, podemos indicar con este término el acto de decidir; pues
bien, sólo en este último sentido, podríamos considerar ,1 la decisión como
un hecho. Esa misma situación se reproduce con una cantidad de cxprcsio
nes diversas. EII un sentido, podemos hablar de una resolución adoptada
por un consejo dado, y en el otro sentido, puede designarse con ese térmi
no el acto del consejo de tomar dicha resolución. De forma similar, pode
mos hablar de una propuesta o sugerencia que nos ha sido formulada y, por
mil!
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modificarlas, es decir, en el sentido de que la responsabilidad por su vigen
cia recae enteramente sobre él). Casi todos los malos entendidos pueden re
ducirse a un error fundamental de captación, a saber, la creencia de qUYi
«convención» significa «arbitrariedad»; o sea, que si somos libres de esco-i
ger el sistema de normas que nos plazca, será indiferente que adopternosi
uno u otro. Debe admitirse, por supuesto, que la opinión de que las normas
son convencionales o artificiales, supone, de suyo, la participación de cier
to grado de arbitrariedad; es decir, que puede haber diferentes sistemas de
normas entre los cuales no hay mucho que elegir (hecho éste debidamente
señalado ya por Protágoras). Pero la artificialidad no supone, en modo al-,
guno, una arbitrariedad completa. Los cálculos matemáticos, por ejemplo,
o las sinfonías, las obras de teatro, ctc., son altamente artificiales y, sin em
bargo, no se sigue de allí que todos los cálculos o sinfonías o clr.uuas sean in-:
diferentes unos de otros. El hombre ha creado nuevos universos: e1lengua-,
je, la música, la poesía, la ciencia y, el de mayor importancia todavía, la ética,
con su exigencia 1110ral de igualdad, libertad y ayuda a los ncccsitadus." Al:
comparar el campo de la ética con el de la música o la matemática, no deseo!
significar que esas semejanzas tengan un gran alcance. Existe, específiea-:
mente, una gran diferencia entre las decisiones éticas y las decisiones en el,
campo del arte. Muchas decisiones morales involucran la vida o la muerte,
de otros hombres, en tanto que diticilmcntc podrían encontrarse, en el C;1111
po del arte, decisiones de tan vital importancia. Resulta en extremo equívo
co, por lo tanto, decir que un hombre se decide a favor o en contra de la
esclavitud, del mismo modo que podría decidirse a Favor o en contra de
ciertas obras musicales o literarias, o hien, que las decisiones morales son!
una simple cuestión de gusto. Tampoco son, tan sólo, meras clccisioucs
acerca de cómo tornar más hermoso el mundo u otros refinamientos por
el estilo; lejos de ello, su gravitaciún es, las m.is de las veces, decisiva. (I'ara el
mismo tema, ver también el capítulo 9.) El único propósito de nuestra COI11
paración es demostrar que la teoría de que las decisiones morales nos perte
necen no significa que éstas sean cntcr.uncun- arbitr.uias.
Por extraño que parezca, la tesis de que las normas son hechas por el
hombre es combatida por quicnc... creen ver cn esa actitud un ataque a la re ..
ligión. Debe admitirse, por supuesto, que ella coustit uyc un ataque a ciertas
formas de religión, a saber, la religión de la autoridad ciegll o de la magia y i
el tabuisrno. Pero no creo que se oponga de forma alguna a aquellas religio
nes edificadas sobre la idea de la responsabilidad personal y la lihertad de
conciencia. Claro está que al decir esto me refiero al cristianismo, por lo
menos como suele interpretárselo en los países democráticos; ese cristianis
mo que, en oposición a todo tabuismo, predica: «Habéis oído lo que ellos
han venido diciendo desde antiguo... Pero yo os digo... »; contraponiendo
permanentemente la voz de la conciencia a la mera obediencia formal y a la
«bscrvancia de la ley.
No es posible admitir que la concepción de que las leyes éticas son he
"has por el hombre sea incompatible, en ese sentido, con la teoría religiosa
.Ie que proceden directamente de Dios. Históricamente, es indudable que
toda ética comienza con la religión; pero no se trata ahora de cuestiones his
ióricas, En efecto, no nos preguntamos quién fue el primer legislador ético,
sino que nos limitamos a sostener que somos nosotros, y nada más que no
sotros, los responsables de la adopción o rechazo de determinadas leyes
morales; somos nosotros quienes debemos distinguir entre los verdaderos
profetas y los falsos. "Coda clase de normas han reclamado un origen divino.
Si se acepta la ética «cristiana» de la igualdad, la tolerancia y la libertad de
conciencia sólo por su pretensión de estar respaldada en la autoridad divi
na, entonces se construirá sobre una base débil; en efecto, con demasiada
frecuencia se ha pretendido que la desigualdad es deseada por Dios y que no
debemos ser tolerantes con quienes no creen. Sin embargo, si se acepta la
ética cristiana -no porque lo obliguen a uno a hacerlo, sino por la propia
convicción de que constituye el camino justo a seguir- es uno, entonces, el
que decide. Nuestra insistencia en que somos nosotros quienes tomamos
las decisiones y soportamos todo el peso de la responsabilidad no debe in
terprct.usc C0ll10 una afirmación de que no podamos o no debamos recibir
ayuda alguna de la fe o inspiración de la tradición o de los grandes ejemplos
de la historia. Tampoco significa que la creación de decisiones morales sea
tan sólo Ull proceso «natural», es decir, del orden de los procesos [isicoqui
micos. Lu realidad, Protágoras, el primer dualista crítico, enseñó que la na
turaleza no conoce normas y que su introducción se debe exclusivamente al
hombre, lo cual representa la conquista humana más importante. Sostenía,
de ese modo, que «fueron las instituciones y convenciones hs que elevaron
al hombre sobre el nivel de las bestias», tal como lo expresa Burnct.: Pero
pese 11 su insistencia en que el hombre crea las normas y en que es ella me
dida de todas las cosas, Prot<lgoras creía que el hombre sólo podía alcanzar
la creación de lns normas con ayuda de lo sobrenatural. I.as normas, de acuer
do con sus cnscúanzas, eran impuestas al estado original o nat ural de las co··
sas por el hombre, pero con la ayuda dl' Zeus. L,s por mandato de Zeus que
Hcrmcs les concede 11 los hombres el sentido de la justicia y el honor, dis
tribuyendo el don entre todos los hombres por partes iguales. La forma en
que la primera declaración definida del dualismo crítico deja lugar auna in
tcrprctación religiosa de nuestro sentido de la responsabilidad, demuestra
hasta qué punto no se opone el dualismo crítico a b actitud religiosa. Pue
de advertirse un enfoque similar, a mi parecer, en el Sócrates histórico (ver
capítulo 10), que se sintió impulsado, tanto por su conciencia como por sus
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creencias religiosas, a poner en tela de juicio toda autoridad, y que buscgl
permanentemente aquellas normas en cuya justicia podía confiar. La doc-¡
trina de la autonomía de la ética es independiente del problema de la reli-¡
gión, pero compatible con cualquier religión que respete la conciencia indi
vidual, e incluso, quizá, necesaria.
IV
No diremos más, por ahora, del dualismo de hechos y decisiones o de la:
doctrina de la autonomía de la ética, propiciada, por primera vez, por Pro.'1
tágoras y Sócrates." A mi juicio, ella es imprescindible para una compren-.
sión razonable de nuestro medio social. Pero esto no significa, por supuesto..
que todas las «leyes sociales», es decir, todas las uniformidades de nuestra:
vida social, sean normativas e impuestas por el hombre. Muy por el contra
rio, también existen importantes leyes naturales de la vida social; para éstas,
parece ser apropiada la designación de leyes sociológicas. Es precisamente el
hecho de que en la vida social nos encontramos con ambas clases de leyes,
naturales y normativas, lo que le confiere tanta importancia a su clara y pre
cisa diferenciación.
Al hablar de leyes sociológicas o naturales de la vida social, no nos refe
rimos en particular a las leyes de la evolución, por las cuales los historicis
tas como Platón demuestran tanto interés; pese a que, de existir uniformi
dades de cualquier Índole en la evolución histórica, su formulación tendría
que caer, ciertamente, dentro de la categoría de leyes sociológicas. 'Taurpo
ca nos referimos especialmente a las leyes de la «naturaleza humana», es de
cir, a las uniformidades psicológicas y sociopsicológicas de la conducta hu
mana. Nos referimos, más bien, a leyes tales como las enunciadas por las
modernas teorías económicas, por ejemplo, la teoría del comercio interna
cional o la teoría de ciclo económico. Estas y otras importantes leyes socio- :.1
lógicas se relacionan con el funcionamiento de las instituciones sociales. ,111,11
(Véase los capítulos 3 y 9.) Esas leyes desempeñan en nuestra vicia social un
papel equivalente al desempeño en la ingeniería mecánica por -.digall1os
el principio de la palanca. En efecto, necesitamos de las instituciones, al igual
que de las palancas, para alcanzar todo aquello cuya obtención exige una
fuerza superior a la de nuestros músculos. Como las máquinas, las institu
ciones multiplican nuestro poder para el bien y para el mal. Como las má
quinas, necesitan de 1<1 vigilancia inteligente de alguien que comprenda su
modo de funcionar y, sobre todo, los diversos fines para los cuales pueden
ser utilizadas, puesto que no podemos construirlas de modo que funcionen
de forma totalmente automática. Además, su diseño exige cierto conoci
.uicnto de las uniformidades sociales que limitan los a!cances de las finali
.l.ides a que están destinadas las instituciones." (Estas limitaciones son aná
IlIgas, en cierto modo, a la ley, por ejemplo, de la conservación de la ener
1',1~1, que nos enseña que es imposible construir una máquina basada en el
.uovimiento continuo.) Pero en esencia, las instituciones nacen siempre por
,·1 establecimiento de la observancia de ciertas normas, ideadas con un obje
tivo determinado. Eso se cumple, especialmente, en el caso de las institu
1 iones que han sido creadas conscientemente; pero aun aquellas -la gran
.uayoría-> que surgen como resultado casual de las acciones humanas (ver
lapítulo (4), son el fruto indirecto de actos deliberados de una u otra Índo
le; y su funcionamiento depende, en gran medida, de la observancia de las
normas. (1-lasta los motores se construyen de algo más que hierro, es decir
-si se nos permite la expresión-, de la combinación de hierro y normas,
pues la transformación de la materia física de que están compuestos se lleva
.\ cabo atendiendo ciertas reglas normativas, a saber, su plan o discño.) En
las instituciones, las leyes normativas y sociológicas, esto es, naturales, se
hallan Íntimamente entretejidas y resulta imposible, por lo tanto, compren
der el funcionamiento de las instituciones si no se alcanza a distinguir entre
ambas. El propósito de estas observaciones es, más que el de suministrar so
luciones, el de indicar la existencia de determinados problemas. Más especí
ficamente, diremos que no debe atribuirse la analogía antes mencionada en
tre las instituciones y las máquinas a la intención de defender la tesis, en
cierto sentido cscncialista, de que las instituciones son máquinas. Por su
puesto que no son máquinas; y si bien hemos sugerido, aquí, la opinión de
que podemos obtener útiles e interesantes resultados preguntándonos si
una institución sirve a algún propósito dado o no, y a qué propósitos res
ponde, no hemos afirmado que toda institución cumpla alguna finalidad
definida, o, si se quiere, su finalidad esencial.
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Tal COIllO indicamos más arriba, existen muchas etapas iutcrrncdias en el
pasaje dd monismo ingenuo o mágico al dualismo crítico capa/. de corn ..
prender claramente la diferencia que media entre las normas y las leyes na
turales. La mayoría de esas posiciones intermedias proceden de la falsa idea
de que si una norma es convencional o artificial, deberá ser totalmente ar
bitraria. Para comprender la posición de Platón, que reúne elementos de
todas ellas, será necesario realizar un examen de las tres más importantes:
(1) el naturalismo biológico, (2) el positivismo ético o jurídico y (3) el natu
ralismo psicológico o espiritual. Es sumamente interesante el hecho de que
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todas esas posiciones hayan sido utilizadas para defender opiniones éticas
radicalmente opuestas entre sí, y especialmente, para amparar, por un lado, '1 111
el culto del poder y, por otro, los derechos de los d é b i l e s . ,
(1) El naturalismo biológico o, con mayor precisión, la forma biológica'!
del naturalismo ético, es la teoría de que, pese al hecho de que las leyes rno :1'
rales y las Jeyes estatales son arbitrarias, existen algunas leyes eternas e in- "
mutables de la naturaleza, de las cuales pueden derivar dichas normas. El' 1
naturalista biológico puede argüir, así, que los hábitos alimentarios -el nÚ-:.I! i ,
mero de comidas, la clase de alimentos preferidos, etc.-' constituyen un :
ejemplo de la arbitrariedad de las convenciones; pero no puede dudarse, sin .• 1 1 1
embargo, que existen ciertas leyes naturales en ese terreno. Por ejemplo, es •
ley que un hombre habrá de morir si ingiere una cantidad de alimentos in- '1
suficiente o excesiva. De ese modo, parece ser que, así como hay realidades I
detrás de las apariencias, también detrás de nuestras convenciones arbitra- .1
rias hay algunas leyes naturales invariables y, en especial, las leyes de la bio ,1
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El naturalismo biológico no ha sido utilizado solamente para defender el '
igualitarismo, sino también la doctrina antiigualitaria de la regla del más
fuerte. Uno de los primeros en expresar este naturalismo fue el poeta Pínda- ,1
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ro, quien lo utilizó r.ara defender la teoría de qu~ s.on I.os más fuertes quienes '1111111
deben gobernar. ASI, sostuvo 10 que es una ley válida para toda la naturaleza I ,
que el más fuerte puede hacer con el más débil lo que se le antoje. De tal maI
riera, las leyes que protegen a Jos débiles no son solamente arbitrarias, sino
que entrañan una deformación artificial de la verdadera ley natural, que pro
clama que los fuertes han de ser libres y los débiles, esclavos. Esa tesis es de
tenidamente examinada por Platón; la ataca en el Gorgias, diálogo éste que
denota todavía una gran influencia de Sócrates; en Le República la pone en
boca de Trasímaco, identificándola con el individualismo ético (ver el próxi- "
mo capítulo); en Las Leyes, se muestra menos enemigo de la posición de Pín
daro, pero la sigue contraponiendo todavía a la regla del más sabio, que, a su
parecer, es en principio mejor e igualmente conforme a la naturaleza (ver
también la cita transcripta más abajo, en este mismo capitulo).
El primero que expuso una versión humanitaria o igualitaria del natura
lismo biológico fue el sofista Antifonte. A él se debe, también, la identifica
ción de la naturaleza con la verdad y de la convención con la opinión (u
«opinión engañosa»).! [ Antifonte es un naturalista radical y cree que la ma
yoría de las normas, no sólo son arbitrarias, sino que son directamente con
trarias a la naturaleza. Las normas -expresa- nos son impuestas desde
afuera, en tanto que las reglas de la naturaleza son inevitables. Es perjudicial
y hasta peligroso transgredir las normas impuestas por el hombre, si la
transgresión la practican aquellos que las imponen; pero estas normas no
I
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llevan en sí una exigencia necesaria que fuerce su cumplimiento, y nadie tie
ne por qué avergonzarse de transgredidas; la vergüenza y e! castigo son me
ras sanciones impuestas arbitrariamente desde el exterior. Antifonte basa en
esta crítica de la moral convencional su ética utilitaria. «De las acciones aquí
mencionadas, podría hallarse que muchas son contrarias a la naturaleza. En
efecto, ellas entrañan mayor sufrimiento allí donde debiera haber menos,
escaso placer, donde podría haber más, y perjuicio, donde éste es innccesa
rio.»12 Al mismo tiempo, predicó la necesidad de! autocontrol. He aquí
cómo expresa su igualitarismo: «Reverenciamos y adoramos a los de noble
cuna, pero no a los mal nacidos. Y éstos son hábitos bárbaros, pues en 10 re
ferente a las dotes naturales, todos nos hallamos en un pie de igualdad, en
todo sentido, aunque seamos griegos o bárbaros... Todos inspiramos e! aire
de la misma forma: por la nariz y la boca»,
Un igualitarismo semejante fue expuesto por el sofista Hipias, a quien
Platón le hace decir, dirigiéndose al pueblo: «Señores, yo creo que todos so
mos miembros de una misma familia, amigos y compañeros; si no por una
ley convencional, por lo menos por la naturaleza. En efecto, ante la natu
raleza, la semejanza es una manifestación del parentesco, pero la ley con
vencional, ese tirano de la humanidad, nos fuerza a proceder contra la na
turaleza»,':' Esa forma de pcnsar se hallaba vinculada con el movimiento
ateniense en contra de la esclavitud (mencionado en el capítulo 4), al que
Eurípides le dio la siguiente expresión: «El solo nombre de tal le acarrea
vergüenza al esclavo, quien, por lo demás, puede ser excelente en todo sen
tido y verdaderamente igual a los hombres que han nacido libres». También
dice en otra parte: «La ley natural del hombre es la igualdad». Y Alcidamas,
discípulo de Gorgias y coetáneo de Platón, escribe, por su parte: «Dios ha
hecho libres a todos los hombres; ante la naturaleza ningún hombre es es
clavo». Un punto de vista semejante es el expresado por Licoírón, otro
miembro de la escuela de Gorgias: «El esplendor que otorga Ull nacimiento
noble es imaginario y sus prerrogativas se basan en una simple palabra».
En franca reacción contra ese gran movimiento humanitario ---el movi
miento de la «Gran Generación», como lo llamaremos más adelante (capí
tulo 10)-, Platón y su discípulo Aristóteles expusieron la teoría de la de
sigualdad biológica y moral del hombre. Los griegos y los bárbaros son
desiguales por naturaleza; la oposición que entre ellos existe corresponde
exactamente a la que media entre los amos y los esclavos naturales. La de
sigualdad natural de los hombres es una de las razones que hacen que vivan
juntos, pues sus dones naturales resultan, así, complementarios. La vida so
cial se inicia con la desigualdad natural y debe continuar sobre esa base. Más
adelante examinaremos detenidamente estas doctrinas; por ahora nos servi
rán para mostrar cómo puede ser utilizado el naturalismo biológico para
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sostener las doctrinas éticas más opuestas. Este resultado no parecerá sor
prendente si se tiene en cuenta nuestro análisis previo de la imposibilidad de .
basar las normas en los hechos.
Sin embargo, esas consideraciones quizá no basten para rebatir una teo
ría tan difundida como la del naturalismo biológico; propondremos, por lo
tanto, dos formas de crítica más directa. En primer término, debe admitirse
que ciertas formas de conducta pueden ser tenidas por más naturales que
otras; por ejemplo, andar desnudo o comer solamente alimentos crudos; y
sobre esta base, creen algunos que queda justificada, de hecho, la elección
de estas formas. Pero en este sentido no es natural, por cierto, interesarse en
e! arte o en las ciencias o aun en los argumentos en favor de! naturalismo. La
erección de todo aquello conforme a la «naturaleza", en patrón supremo,
nos conduce, en última instancia, a consecuencias que muy pocos se halla
rían preparados para afrontar; lejos de conducir a una forma de civilización
más natural, nos llevarían el cmbrutcciruicnto.!" La segunda crítica es aún más
importante. El naturalista biológico supone que puede extraer sus normas
de las leyes naturales que determinan las cond icioues de salud, bienestar,
etcétera (si es que no cree ingenuamente que no necesitamos adoptar norma
alguna, sino que debernos, tan sólo, vivir simplemente de acuerdo con las .:
«leyes de la naturaleza»), pasando por alto, así, el hecho de que está llevan
do a cabo una elección, una decisión; el hecho de que es posible que otras
personas aprecien ciertas cosas más que su propia salud (por ejemplo, todos
aquellos que han arriesgado conscientemente su vida en bien de la investi
gación médica). Y se equivoca, por lo tanto, si cree quc no ha tomado nin
guna decisión o que se ha limitado, simplemente, a extraer sus normas de las
leyes biológicas.
(2) El positivismo ético comparte con la forma biológica dcl naturalis
1110 ético la creencia de que debemos tratar de reducir las normas a hechos.
Pero esta vez se trata de hechos sociológicos, vale decir, de las normas exis
tentes concretas. El positivismo sostiene que no hay norma alguna fuera de
las leyes que han sido efectivamente sancionadas (o aceptadas) y que tienen,
por consiguiente, una existencia positiva. Todo otro parrón es considerado
una simple ficción ilusoria. Las leyes existentes son los únicos patrones po
sibles de lo bueno: lo que es, es bueno (la fuerza es derecho). De acuerdo
con algunas formas de esta teoría, constituye un grueso error creer que el
individuo se halla en condiciones de juzgar las normas de la sociedad; por
e! contrario, es la sociedad, más bien, la que suministra el código por el cual
ha de ser juzgado el individuo.
Desde el punto de vista de los hechos históricos, el positivismo ético (o
moral o jurídico) ha sido casi siempre conservador e incluso autoritarista,
invocando frecuentemente la autoridad de Dios. A mi juicio, sus argumen
86
dependen de la postulación de! carácter arbitrario de las normas. Debe
creer en las normas existentes -sostiene el positivismo- porque no
podemos encontrar por nosotros mismos normas mejores. Podría respon
derse a este argumento con la siguiente pregunta: ¿Y qué clase de norma es
ésta: «Debemos creer, etc.»? Si sólo se trata aquí de una norma existente,
entonces no puede pesar como argumento en favor de estas normas; pero si
es un llamado a nuestro buen sentido, entonces habrá que admitir, después
de todo, que podemos encontrar normas nosotros mismos. Y si se arguye
que hay que aceptar las normas en razón de su autoridad, puesto que somos
incapaces de juzgarlas, entonces tampoco podremos juzgar si sus pretensio
nes de autoridad son o no justificadas o si no estaremos siguiendo a un fal
so profeta. Y si se sostiene que no existen los falsos profetas -dado que las
leyes son, de todos modos, arbitrarias, de manera que lo único que importa
es poseer algunas leyes- cabría preguntarse por qué es de tanta importan
cia, en definitiva, tener esas leyes; en efecto, si no existe patrón alguno de
referencia, ¿por qué no habremos de elegir la prescindencia de toda ley?
(Quizá esas observaciones basten para poner de manifiesto las razones que
justifican mi creencia personal en que los principios conservadores o auto
ritaristas constituyen habitualmente una expresión de nihilismo ético, es
decir, de LIl1 extremo escepticismo moral, de falta de fe en el hombre y sus
posibilidades.)
En tanto que la teoría de los derechos naturales ha sido esgrimida írc
cueutcmcntc en el curso de la historia, eu favor de las ideas igualitarias y hu
manitarias, la escuela positivista se ha mantenido casi siempre en el campo
contrario. Pero eso apenas es poco más que un accidente. Como vimos an
tes, el naturalismo ético puede ser utilizado con intenciones muy diversas.
(Recientemente se lo ha usado para trastornar toda la cuestión, enunciando
ciertos pretendidos derechos y obligaciones «naturales» como «leyes natu
rales».) Inversamente t.unbicn existen positivistas progresistas y humanita
rios. En efecto, si todas las normas son arbitrarias, ¿por qué no ser toleran
tes? Esa posición constituye una tentativa upica para justificar una actitud
humanitaria sin apartarse del rumbo positivista.
(3) El naturalismo psicológico o espiritual es, en cierto modo, una com
binación de las dos posiciones anteriores y la mejor forma de explicarlo
consiste en recurrir a un argumento contra la unilateralidad de dichos pun
tos de vista. El positivista ético tiene razón -se argu ye- si insiste en que
todas las normas son convencionales, es decir, un producto del hombre y de
la sociedad humana; pero pasa por alto e! hecho de que constituyen, por
consiguiente, una expresión de la naturaleza psicológica o espiritual del
hombre y de la naturaleza de la sociedad humana. El naturalista biológico
tiene razón cuando supone que existen ciertos objetivos o finalidades natu
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rales, a partir de los cuales podemos deducir las normas naturales; pero pasa
por alto el hecho de que nuestros objetivos naturales no son necesariamen
te objetivos tales como la salud, el placer, la alimentación, el abrigo o la pro
creación. La naturaleza humana es tal, que el hombre, o por lo menos algu
nos hombres, no se conforman con tener únicamente pan para vivir, sino
que se mueven en busca de objetivos superiores, de metas espirituales. Así,
podemos deducir los verdaderos objetivos naturales del hombre a partir de
su propia y auténtica naturaleza, que es espiritual y social. Y podemos, ade
más, deducir las normas de vida naturales, de sus finalidades naturales.
Ese plausible punto de vista fue expresado por primera vez, según creo,
por Platón, quien se hallaba en esto bajo la influencia de la doctrina socrá
tica del alma, esto es, la enseñanza socrática de que el espíritu importa más
que la carne." Para nuestros sentimientos, su atracción es indudablemente
mucho más fuerte que la de las otras dos posiciones. Sin embargo, como
ellas, puede darse en combinación con decisiones éticas de cualquier índo- 'i
le, vale decir, tanto con una actitud humanitaria como con el culto del po-'¡
der. En efecto, podemos decidir, por ejemplo, tratar a todos los hombres
como si participasen por igual de esta naturaleza humana espiritual; pero
también podemos insistir, con Heráclito, en que la mayoría «se llena el
vientre como bestias" y es, por consiguiente, de naturaleza inferior y sólo
unos pocos elegidos merecen la comunidad espiritual de los hombres. En
consecuencia, el naturalismo espiritual ha sido utilizado largamente, en par
ticular por Platón, para justificar las prerrogativas naturales del «noble",
«elegido», «sabio" o «jefe natural". (La posición de Platón será examinada
en los próximos capítulos.) En el campo opuesto, ha sido utilizado por la
ética cristiana y otras" formas éticas humanitarias, por ejemplo, por Paine llll!
y Kant, para exigir el reconocimiento de los «derechos naturales" de todo
individuo humano. Claro está que el naturalismo espiritual puede ser utili
zado para defender cualquier norma "positiva", esto es, existente. En efecto,
siempre podrá argüirse que estas normas carecerían de fuerza si 110 expresa
sen algunos rasgos de la naturaleza humana. De esa manera, el naturalismo
espiritual puede confundirse, en el terreno práctico, con el positivismo,
pese a su oposición tradicional. En realidad, esa forma de naturalismo es tan i.
amplia y tan vaga que puede ser empleada para defender cualquier cosa. No ,
hay nada que alguna vez le haya ocurrido al hombre que no pueda ser con- :1
sidcrado «natural», porque, de no estar en su naturaleza, ¿cómo podría ha- [
berle ocurrido?
i
Volviendo la vista hacia esta breve reseña, quizá podamos discernir dos
tendencias principales que obstruyen la senda hacia la adopción del dualis
mo crítico. La primera es la del monismo;" es decir, la de la reducción de las '11·
normas a hechos. La segunda corre en un nivel más profundo y forma, po- :1
88
xiblemente, el marco de la primera. Su origen está en nuestro temor de acep
lar que caiga exclusivamente sobre nosotros toda la responsabilidad de
nuestras decisiones éticas, sin ninguna posibilidad de transferencias a Dios,
.\ la naturaleza, a la sociedad o a la historia. Todas esas teorías éticas tratan
desesperadamente de encontrar a alguien, o quizá algún argumento, que
nos libre de esa carga." Pero no podemos eludir tal responsabilidad; cual
quiera sea la autoridad que aceptemos, seremos nosotros quienes acepta
mas; si nos negamos a comprender esa verdad tan simple, sólo estaremos
tratando de engañarnos a nosotros mismos.
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VI
Pasaremos ahora a un examen más detallado del naturalismo de Platón
y de su relación con el historicismo de este filósofo. Claro está, no siempre
utiliza Platón el término «naturaleza» con el mismo sentido. El significado
más importante que le asigna es, a mi parecer, prácticamente idéntico al que
le adjudica al término «esencia». Ese uso del término «naturaleza» persiste
todavía entre algunos cscncialistas, aun en nuestros días; así, hablan todavía
de la naturaleza de la matemática, de la naturaleza de la inferencia inducti
va, o de la «naturaleza de la felicidad y la miseria»." Cuando Platón la uti
liza de ese modo, la palabra «naturaleza» si~nifica casi lo mismo que «For
ma" o «Iclca», pues la Forma o Idea de un objeto, como explicamos más
arriba, es también su esencia. Veamos ahora en qué reside la principal dife
rencia entre la naturaleza y la Forma o Idea de un objeto. La Forma o Idea
de un objeto sensible no se halla -como hemos visto- en el objeto, sino
fuera y separada del mismo: es su padre, su progenitor. Pero esa Forma o
padre le transmite a los objetos sensibles algo que constituye su descenden
cia o rav.a, a saber, su n.uuralcza. La «naturaleza» viene a ser, así, la cualidad
innata u original de un ubjeto y, en consecuencia, su esencia intrínseca; es,
pues, el poder o disposición original de un objeto y es ella quien determina
aquellas propiedades que configuran la hase de su semejanza a la Forma o
Idea original, o su purt.icipación de la misma.
[,a «narural» es, por lo tanto, lo innato, original o divino de un objeto,
en tanto lo «artificial» es aquello que ha sido después modificado, agregado
o impuesto por el hombre, mediante la compulsión externa. Platón insiste
en que todos los productos del «arte" humano sólo son, en el mejor de los
casos, copias de los objetos sensibles «naturales». Pero puesto quc ésos, a su
vez, sólo son copias de las divinas Formas o Ideas, se deduce que los pro
ductos del arte sólo serán copias de copias, dos veces apartadas de la reali
dad y, por consiguiente, todavía menos buenas, reales y auténticas'? que los
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objetos (naturales) sujetos al flujo universal. Se desprende de aquí que Pla-I,'¡'
tón coincide con Antifonrs-" por lo menos en un punto, a saber, en la supo-.
sición de que la oposición que media entre la naturaleza y la convención 01
e! arte corresponde a la que separa la verdad de la falsedad, la realidad de la!!
apariencia, los objetos primarios u originales de los secundarios o hechos]
por el hombre, y los objetos de! conocimiento racional de aquellos de la!1
opinión engañosa. Dicha oposición corresponde también, según Platón, ai¡
la existencia entre «la descendencia de divina hechura» o <dos productos del]
arte divino» y «lo que el hombre hace de ellos, esto es, los productos de! arte:¡
humano»." Platón insiste en e! carácter natural (a diferencia de lo artificial) ,1
de todos aquellos objetos cuyo valor intrínseco desea hacer resaltar, Así in-'i
siste, en Las Leyes, en que el alma debe ser considerada con prioridad a tO-,1
dos los objetos materiales y que debe decirse, por lo tanto, que existe por ,1
naturaleza: «Casi todos ... ignoran los poderes del alma, especialmente su :1
origen. Casi nadie sabe que ésta se cuenta entre las primeras de las cosas y
es anterior a todos los cuerpos... Al utilizar el término "naturaleza' se pro
cura describir las Cosas que fueron creadas en UIl principio, pero si el alma
es anterior a todas las demás cosas (y no, por ejemplo, el fuego o el aire), en
tonces cabrá decir del alma, con más razón que de cualquier otra, que exis
te por naturaleza, en el sentido más genuino de la palabra»." (Platón reafir
ma aquí su vieja teoría de que el alma se halla más ínti mantente emparentada
con las Formas o Ideas que el cuerpo, teoría ésta que constituye, asimismo,
la base de su doctrina de la inmortalidad.)
Pero Platón no se limita a enseñar que el aire es anterior a las demás co
sas y que existe, por lo tanto, «por naturaleza», sino que frecuentemente
también utiliza e! término «naturaleza», aplicándolo al hombre, como sinó
nimo de poderes, dones o talentos espirituales, de modo que podría decirse
que la «naturaleza» ele un hombre es casi lo mismo que su «alma»: es el di
vino principio por el cual e! hombre participa de la Forma o Idea original,
progenitora divina de la raza. Y el término «raza», a su vez, es utilizado, a
menudo, con un sentido semejante. Puesto que una "raza » presenta la unidad
y cohesión que proporciona al ser la descendencia de UJl mismo progenitor,
deberá estar unida, también, por una naturaleza común. De este modo, Pla
tón utiliza con frecuencia los términos «naturaleza» V «raza» como sinóni
mos; por ejemplo, cuando habla de la «raza de los fiÍósofos» y de aquellos
que poseen «naturaleza filosófica»; de manera pues que ambos términos pre
sentan un estrecho parentesco cou los conceptos de «esencia» y «espíritu».
La teoría platónica de la «naturaleza» abre un nuevo rumbo en su mero
dología historicista. Así como la tarea de la ciencia en general parece con
sistir en e! examen de la verdadera naturaleza de los objetos, la de la ciencia
social o política consistirá en el estudio de la naturaleza de la sociedad hu
90
mana o de! Estado. Pero la naturaleza de una cosa, según Platón, es su ori
I',en, o se halla determinada, al menos, por su origen. De este modo, el rné
.odo de toda ciencia consistirá en la investigación del origen de las cosas (o
.lc su «causa»), Este principio, aplicado a la ciencia de la sociedad y de la po
lítica, subraya la necesidad de examinar el origen de la sociedad y de! Esta
.lo, La historia no es estudiada por sí misma, en consecuencia, sino que sirve
romo (el) método de las ciencias sociales. Ésta es la metodología historicista.
¿Cuál es la naturaleza de la sociedad humana, del Estado? Según los mé
lodos historicistas, este interrogante fundamental de la sociología debe
replantearse de la siguiente manera: ¿cuál es el origen de la sociedad y del
Estado? La respuesta suministrada por Platón en La República, como así
también en Las Leyes,2'1 concuerda con el punto de vista descrito más arriba
bajo d rubro de naturalismo espiritual. El origen de la sociedad es una con
vención, un contrato social. Pero no es eso solamente, sino, más bien, una
convención natural, vale decir, una convención basada en la naturaleza hu
mana o, más específicamente, en la naturaleza social del hombre.
y esa naturaleza social del hombre tiene su origen en la imper!c!cción de!
individuo humano, A diferencia de Sócrates," Platón enseña que el indivi
duo humano no puede bastarse a sí mismo debido a las limitaciones intrín
secas de la naturaleza humana. Pese a que Platón insiste en que hay múltiples
grados de perfección humana, resulta, en definitiva, que hasta el cortÍsimo
número de hombres relativamente perfectos depende, todavía, de los demás
(que son menos perfectos), si no por otra cosa, por lo menos por recibir el
sucio trabajo --la labor manual-- por ellos rcal iz.ido." De este modo, aun
las «raras naturalezas fuera de lo corriente», próximas a la perfección, de
penden dela sociedad, del Estado. Así, estos individuos s610 pueden alcan
zar la perfección a través dd Estado y en el Estado; el Estado perfecto les
debe brindar el «habita! social» adecuado, sin el cual habrán de COITom
perse y degenerar irremisiblemente. El Estado debe ser colocado, por
consiguiente, por encima del individuo, puesto que sólo el Estado puede
bastarse a sí mismo (<<autarquía») y ser perfecto y capaz de mejorar la im
perfección del individuo.
Sociedad e individuo son, así, intcrdcpcndicntcs. En efecto, el uno le
debe la existencia al otro: la sociedad, a la naturaleza humana, especialmen
te a su falta de autosuficiencia; y el individuo a la sociedad, puesto que no es
capaz de bastarse a sí mismo. Pero dentro de esta relación de interdepen
dencia, la superioridad del Estado sobre el individuo se manifiesta de múl
tiples maneras; por ejemplo, en el hecho de que los gérmenes de la deca
dencia y la desunión de un Estado perfecto no se generan en el propio
Estado, sino más bien en sus individuos; el mal va arraigado en la imperfec
ción del alma humana, de la naturaleza humana o, dicho con más precisión,
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en el hecho de que el género humano tiende a degenerar. Muy pronto vol
veremos a este punto, vale decir, el origen de la decadencia política y su de
pendencia de la degeneración de la naturaleza humana; pero antes prefiero
hacer un breve comentario sobre algunas de las características de la sociolo
gía platónica, especialmente su versión de la teoría del contrato social, así
como también de su concepción del Estado a manera de superindividuo, o
sea, su versión de la teoría biológica u orgánica del Estado.
Si fue Protágoras o Licofrón (cuya teoría será examinada en el próximo
capítulo) el primero que ideó la teoría de que las leyes tienen su origen en
un contrato social, es cosa no averiguada todavía. En todo caso, la idea se
halla íntimamente relacionada con el convencionalismo de Protágoras. El
hecho de que Platón haya combinado conscientemente algunas ideas con
vencionalistas e incluso una versión de la teoría contractual con su natura
lismo, constituye, por sí mismo, un índice claro de que el convencionalismo
no sostenía, en su forma original, que las leyes fueran totalmente arbitrarias,
y las observaciones de Platón relativas a Protágoras así lo confirman." En
cierto pasaje de Las Leyes puede apreciarse hasta qué punto fue consciente
Platón de la presencia de un elemento convencionalista en su versión del na
turalismo. Platón proporciona allí Llna lista de los diversos principios en los
que puede reposar la autoridad política, y hace mención del naturalismo
biológico de Píndaro (ver más arriba), vale decir, del «principio de que go
bernarán los fuertes y los más débiles serán gobernados», que Platón consi
dera «conforme a la naturaleza, tal como lo expresó una vez el poeta tebano
Píndaro». Platón contrapone ese principio a otro que merece su recomen
dación, por combinar a un tiempo convencionalismo y naturalismo: «Pero
existe también una... concepción que entraña el principio más grande de to
dos, a saber, el de que los sabios guían y gobiernan, mientras los ignorantes
se limitan a seguirlos; y esto, ¡oh Píndaro!, poeta entre los poetas, no es cier
tamente contrario a la naturaleza, sino conforme a la misma, pues lo que
exige no es una compulsión externa, sino la soberanía auténticamente natu
ral de una ley basada en el consentimiento mutuo»."
En La República también hallamos ciertos elementos de la teoría con
vcncionalista del contrato combinados de manera semejante con otros ele
mentos del naturalismo (y el utilitarismo). «La ciudad se origina -se nos
dice allí- porque no nos bastamos a nosotros mismos ... ¿O existe algún
otro origen que explique la fundación de las ciudades? .,. Los hombres reú
nen dentro de un establecimiento muchos ... auxiliares, puesto que necesitan
muchas cosas ... Y cuando comparten los bienes adquiridos entre sí, dando
los unos, los otros recibiendo, ¿no esperan todos beneficiar, de este modo,
sus propios intereses ?,,2'! Así, los habitantes de una comunidad se reúnen a
fin de beneficiar cada uno su propio interés; insistimos en esto porque cons
92
lit uye un importante elemento de la teoría contractual. Pero detrás de ese
hecho se halla el de que los hombres no pueden bastarse a sí mismos, que no
sino un hecho de la naturaleza humana, yeso ya pertenece al naturalis
1110. Este elemento naturalista recibe todavía un desarrollo ulterior: «No
¡..IY dos hombres que sean, por naturaleza, exactamente iguales. Cada uno
I icne su naturaleza peculiar y así, algunos son aptos para cierta clase de tra
1',ljOS y otros para otras... ¿Qué es preferible, que un hombre trabaje en mu
I has artes diferentes o solamente en una? ... Por cierto que se producirá más
v mejor y con mayor facilidad, si cada hombre se dedica a una sola tarea
.ulccuada a sus aptitudes naturales».
He aquí, pues, cómo hace su aparición por primera vez el principio eco
uórnico de la división del trabajo (recordándonos la afinidad existente entre
,,1 historicismo de Platón y la interpretación materialista de la historia). Pero
I'seprincipio se basa aquí en un elemento tomado del naturalismo biológico,
,¡ saber, la desigualdad natural de los hombres. Al principio, esa idea es in
I roducida inad vcrtidamcntc o, por así decirlo, inocentemente. Pero pronto
veremos, en el próximo capítulo, que sus consecuencias son dc largo alean
I,C y que, en realidad, la única división verdaderamente importante resulta
\,'1' la existente entre gobernantes y gobernados, basada, según se pretende,
('11 la desigualdad natural de amos y esclavos, de sabios e ignorantes.
Acabamos de ver que en la concepción de Platón existe un grado consi
.Icrable de convencionalismo, como así taiubión de naturalismo biológico,
11' cual no debe sorprendemos si tenemos en cuenta que dicha concepción
I «sponde, en su totalidad, a la clcl naturalismo espiritual que, en virtud de su
I',q"uedad, permite fácilmente toda suerte de comhinaciones. Quiz;i sea en
I..lS Leyes donde se halla mejor expresada esta versión espiritual del natura
1..;1110. «Los hombres dicen -expresa Pla¡<'in-- que las cosas más grandes y
ln-rrnosas son naturales ... y las menores artificialcs.» Hasta aUí está de acucr
.1,,; pero inmediatamente ataca a los materialistas que sostienen «que el fue
"," y el agua, la tierra y el aire existen todos por naturaleza... y que todas las
Il'\'es normativas son completamente antinaturales y artificiales, y se basan
"11 falsas supersticiones». Contra esa opinión, Platón demuestra, en primer
«-rmino, que no son los cuerpos ni los elementos, silla tan sólo el alma la
'lile «existe genuinamente por naturaleza»;e (el pasaje ya ha sido citado más
,11 riba); y concluye, de aquí, que el orden y la ley también deben existir por
n.uuraleza, puesto que provienen del alma: "Si el alma es anterior al cuerpo,
III(OnCeS las cosas que dependen del alma (es decir, los asuntos espirituales)
r.unbién serán anteriores a las que dependen del cuerpo ... Yel alma ordena
r dirige todas las cosas», Esto suministra la base teórica para la doctrina de
'lile «las leyes e instituciones con una finalidad deliberada existen por natu
I .ilcz.a y no por otra cosa alguna, puesto que nacen de la razón y del pensa
1";
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miento verdadero». Tenemos aquí un claro enunciado del naturalismo esp i4
ritual, combinado, al mismo tiempo, con creencias positivistas de tipo con~:1
servador: «Una legislación prudente y reflexiva tendrá de su parte una pot!ll¡:
derosa ayuda en el hecho de que las leyes, una vez escritas, durarán mucho;I,'
tiempo sin ser m o d i f i c a d a s » . : ; ¡ ,
De todo eso se desprende que los argumentos derivados del naturalismQ:1
espiritual de Platón resultan completamente ineficaces para responder cual]
quier interrogante referente al carácter «justo» o «natural» de una ley parti~i
cular dada. El naturalismo espiritual es demasiado vago para que sea posi-jl
ble aplicarlo a cualquier problema práctico. Así, no es gran cosa la ayudal
que puede prestar, fuera de proveer algunos argumentos generales en favor]
del conservadurismo. En la práctica, todo queda librado a la prudencia de]
un gran legislador (un filósofo casi divino cuya descripción, especialmente
en Las Leyes, constituye sin l~uda un autorr~trato; vé~~e también e~ capít~11
lo 8). No obstante, a dIferenCIa de su nuturalisrno espiritual, la tcorra plató-]
nica de la interdependencia entre sociedad e individuo suministra resulta~¡1
dos más concretos y otro tanto puede decirse de su naturalismo biológico]1
antiigual i t a r i o " : 1
Dijimos más arriba que en virtud de su autosuficiencia el Estado ideal!
es, para Platón, el individuo perfecto, en tanto que el ciudadano individual es,
consecuentemente, una copia imperfecta del Estado. Esa concepción
convierte al Estado en una especie de supcrorganisrno o Leviatán, introdu
ce por primera vez en Occidente la llamada teoría orgánica o biológica
Estado. Más adelante haremos la crítica del principio que da base a esta
ría." Por ahora, concentraremos la atención en el hecho de que Platón
defiende dicha teoría y de que, prácticamente, no llega a efectuar una
mulación explícita de la misma. Sin embargo, no cuesta trabajo deducirla y,
en realidad, la analogía fundamental entre el Estado y el individuo humano
constituye uno de los tópicos corrientes de La República. No estará de más
decir, en este sentido, que la analogía sirve más para analizar al individuo
que al Estado. Quizá pudiera defenderse la opinión de que Platón (tal vez
bajo la influencia de Alcmeón) más que una teoría biológica del Estado, ha
ideado una teoría política del individuo humano.V A mi juicio, esta concep
ción se halla perfectamente de acuerdo con su doctrina de que el individuo
es inferior al Estado y constituye una especie de copia imperfecta del mis
mo. Allí donde Platón introduce su analogía fundamental es con el objeto
de utilizarla de esta manera, es decir, como método para explicar al indivi
.luo. La ciudad ~nos dice Platón-e- es más grande que el individuo y, por
ronsiguiente, más fácil de examinar; su finalidad es, en esta ocasión, justificar
su afirmación de que «debemos comenzar nuestra indagación (de la natura
leza de la justicia) en la ciudad y continuarla luego en el individuo, buscan
do siempre los puntos de semejanza... ¿No cabe esperar, en esa forma, un
.liscernimicnto más fácil de aquello que perseguimos?»,
Por su manera de introducirla, fácilmente se observa que Platón da por
, sentada la existencia de su analogía fundamental. Este hecho es, a mi pare
cer, expresión de su anhelo de un Estado unificado y armonioso, de un Es
tado «orgánico», semejante a las sociedades de tipo más primitivo. (Ver el
capítulo 10.) La ciudad-Estado debe permanecer pequeña, afirma, crecien
do lentamente y sólo mientras su desarrollo no ponga en peligro su unidad.
La ciudad entera debe ser, por su naturaleza, una sola y no muchas." Vemos
pues, cómo insiste Platón en la «unidad» o individualidad de la ciudad.
Pero, al mismo tiempo, hace resaltar la «pluralidad» del individuo humano.
En su examen del alma ind ividual y de su división en tres partes, a saber, la
razón, la energía y los instintos ani males, todas las cuales corresponden a las
tres clases de su Estado --·Ia de los magistrados o guardias, la de los guerre
ros y la de los artesanos (que todavía siguen «llenándose el vientre como
bestias», según Heráclito )~, Platón llega a oponer estas partes entre sí,
como si se tratase de «personas distintas y antagónicas»." «Se nos dice, así
-expresa Grotc-s-, que aunque el hombre parezca ser Uno, es, en reali
dad, Muchos ... y si bien la perfecta Nación parece ser Muchos es, en rea
lidad, Una sola.. Está bien claro que eso corresponde perfectamente al ca
rácter ideal del Estado, del cual el individuo es sólo una especie de copia
imperfecta. Esta insistencia en la unidad y la totalidad ---en particular del
Estado, pero quizá, también, de todo el universo-e- podría considerarse una
expresión de «holismo». A mi juicio, el holisrno platónico se halla íntima
mente relacionado con el colectivismo tribal de que hablamos en capítulos
anteriores. No debemos olvidar que Platón añoraba permanentemente la
perdida unidad de la vida tribal. Una vida en perpetua transformación, en
medio de una revolución social, le parecía carecer de realidad. Sólo un todo
estable ~la colectividad que pcrmanece-- posee realidad, y no los indivi
duos caducos. Así, es «natural» que el individuo se someta al todo, que no
es tan sólo la suma de muchos individuos, sino una unidad «natural» de or
den superior.
Platón proporciona muchas excelentes descripciones sociológicas de
este modo de vida social «natural», es decir, tribal y colectivista: «La ley
-expresa en La República~ es concebida con el fin de proveer al bienestar
del Estado en su totalidad, reuniendo a los ciudadanos en una sola unidad,
por medio, a la vez, de la persuasión y la fuerza. Gracias a ella, todos con
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tribuyen -cada uno en la medida de su capacidad- al bien de la comuni
dad. Yes la ley, en realidad, la que crea para el Estado a los hombres de men
talidad apropiada, no con el fin de dejarlos en libertad de acción, de modo
que cada uno siga su propio camino, sino con el de utilizarlos para obtener
la unidad final de la ciudad»." En ese holismo existe, indudablemente, cier
to grado de esteticismo emocional, cierto anhelo de belleza, según se des
_prende de una observación de Las Leyes: «Todo artista... ejecuta la parte en
función del todo y no el todo en función de la parte.» En el mismo lugar,
encontramos también una formulación verdaderamente clásica del holismo
moral: «Cada hombre es creado en función del todo y no el todo en función
de cada uno». Dentro de este todo, los diferentes individuos y grupos de in
dividuos, con sus desigualdades naturales, deben prestar servicios específi
cos y diversificados.
Todo eso parece estar indicando que la teoría platónica es, en realidad,
una forma de la teoría organicista del Estado, aun cuando 110 siempre haya
comparado al Estado con Un organismo. Pero puesto que lo hizo alguna
vez, no puede caber ninguna eluda de que ha de considerarse a Platón un ex
ponente o, mejor dicho, llllO de los iniciadores de esta teoría. Su versión de
la misma podría caracterizarse como de tipo personalista o psicológico, ya
que describe al Estado, no de un modo general, comparándolo a uno u otro
organismo, sino trazando u na analogía específica con el individuo humano
y, en particular, con el espíritu humano. La enfermedad del Estado ----la di
solución de su unidad-- corresponde, por ejemplo, a la enfermedad del es
píritu humano, de la naturaleza humana, En realidad, la enfermedad del
Estado no sólo se halla correlacionada con la corrupción de la naturaleza
humana sino que procede directamente de ella y, en particular, de la clase
gobernante. Cada una de las etapas típicas de la degeneración del Estado
tiene su origen en una etapa correspondiente de la degeneración del alma
humana, de la naturaleza humana, de la raza. Y puesto que se considera que
la degeneración moral depende de la degeneración racial, podría afirmarse
que el elemento biológico del naturalismo platónico resulta tener, a fin de
cuentas, el papel más importante en la fundación de su historicismo. En
efecto, la historia del derrumbe del Estado perfecto u original no es sino la
historia de la degeneración biológica de la raza humana.
Dijimos en el capítulo anterior que el problema del origen de los proce
sos de transformación y decadencia era una de las dificultades fundamenta
les con que tropezaba la teoría historicista de la sociedad ideada por Platón.
No es posible suponer que la ciudad-estado primera, natural y perfecta lle
ve en su seno el germen de la descomposición, «pues una ciudad que lleva
en su seno el germen de la descomposición es, por esa misma razón, impcr
lccta»." Platón trata de superar la dificultad, echándole la culpa a su ley
evolutiva de la degeneración, de carácter universalmente válido, histórica,
biológica, y aun quizá cosmológicamente, más que a la constitución parti
cular de la ciudad primera o perfecta." "Todo aquello que haya sido gene
rado deberá declinar». Pero esa teoría g;eneral no proporciona una solución
plenamente satisfactoria, pues no explica por qué ni siquiera un Estado su
ficientemente perfecto logra escapar a la ley de la decadencia. Y, en realidad,
Platón llega a sugerir que la decadencia histórica podria haberse evitado:" si
los gobernantes del Estado primero o natural hubieran sido filósofos ave
zados. Pero no lo fueron ni se hallaban preparados, tampoco (como lo exi
ge Platón a los magistrados de su ciudad ideal), en matemática y dialéctica;
y a fin de evitar la deg;eneración, hubieran tenido que hallarse iniciados en
los misterios superiores de la eugenesia, esto es, de la ciencia de «mantener
pura a la raza de los g;uardias» y de evitar la mezcla de los nobles metales de
sus venas con la vil sustancia de los artesanos. Pero estos misterios supcrio
res no son fáciles de descubrir. Platón distingue netamente, en los campos
de la matemática, la acústica y la astrouomía, entre la pura opinión (enga
ñosa), que se halla teñida por la experiencia y que no puede alcanzar una
exactitud completa --por lo cual se encuentra en un nivel inferior-- y el co
nocimicnto racional puro, que es exacto, pues se halla libre de la experien
cia sensible. Platón hace extensiva esta distinción al campo de la eugenesia.
El arte puramente empírico de la selección racial no puede ser preciso; es
decir, no puede mantener a la raza en estado de perfecta pureza. Y esto ex
plica el derrumbe de la ciudad original, dotada de tantas virtudes y tan se
mejante a su Forma o Idea, que «hall.indosc así constituida difícilmente
puede ser conmovida por los cambios». «Pero tal ~--continúa diciendo Pla-
tón---- es la fonn;l en que se descompone» y concluye dando la rcsciia de su
teoría de la selección racial, dc1 Número y de la Caída del hombre.
Todas las plantas y animales, dice Platón, deben ser criados de acuerdo
con períodos de tiempo definidos si se quiere evitar la esterilidad de los in
dividuos y la degeneración de la raza, El conocimiento de estos períodos,
que se hallan relacionados con la duración de la vida de la raza, es indispen
sable para los gobernantes dc1 Estado perfecto, quienes deben aplicarlo a la
selección de la raza dominante, No se trata, sin embargo, de conocimiento
racional, sino empírico; de un «cálculo ayudado por (o basado en) la pcrcep
cion» (confróntese la cita siguiente). Pero como acabamos de ver, la percep
ción y la experiencia nunca podrán ser completamente exactas y dignas de
confianza, puesto que sus objetos no son las Formas o Ideas puras, sino las
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del mundo sujeto a transformaciones; y puesto que lo, guardias ooI
tienen a su disposición otro conocimiento mejor, la selección no puede]
mantenerse pura y, tarde o temprano, debe infiltrarse la degeneración racial.I
He aquí cómo explica Platón la dificultad: «En lo que se refiere a la propia I
raza (es decir, la raza de los hombres, en oposición a la de los animales), los
gobernantes de la ciudad, quienes han sido especialmente adiestrados, de
berán poseer la sabiduría suficiente; pero puesto que se sirven del cálculo
ayudado por la percepción, alguna vez no acertarán, accidentalmente, a ob
tener una buena descendencia». Carentes de un método puramente racio
nal," «habrán de equivocarse y algún día habrán de engendrar hijos en for-,
ma inadecuada». En los párrafos siguientes, Platón sugiere, de forma algo
misteriosa, que existe una forma de evitarlo, merced al descubrimiento de
una ciencia puramente racional y matemática que encierra, en el «Número
platónico» (un número que determina el Verdadero Período de la raza hu
mana), la clave de la ley fundamental de la eugenesia superior. Ahora bien,
dado que los guardias de épocas pasadas ignoraban el misticismo numérico
de Pitágoras y, con él, la clave del conocimiento superior de la selección ra
cial, el Estado natural-perfecto por lo demás- no pudo escapar a la deca
dencia. Después de revelar' parcialmente el secreto de su misterioso Núme
ro, Platón continúa diciéndonos: «Este... Número rige el carácter bueno o
malo de los nacimientos, y toda vez que los guardianes ignorantes (como se
recordará) de estos problemas, unen a una pareja de forma inadecuada,·ro los
hijos de esa unión carecerán de una buena naturaleza y también de suerte.
Aun los mejores de ellos ... resultarán indignos de suceder a sus padres en el
poder, y no bien se desempeñen como guardias dejarán de escuchar nues
tros consejos», esto es, en las cuestiones de educación musical y gimnástica
y, como Platón lo hace resaltar especialmente, en la supervisión de la selec
ción racial. «En consecuencia, serán elegidos gobernantes aquellos total
mente ineptos para su tarea de vigías, es decir, de inspección y custodia de
los metales de las razas (que así son ele Hesíodo como nuestras), oro y pla
ta, bronce y hierro. De este modo, el hierro habrá de mezclarse con la plata
y el bronce con el oro y ele esta aleación surgirá la Variación y la absurda
Irregularidad; y toda vez que surjan éstas a la luz, habrán de engendrar la
Lucha y la Hostilidad. He aquí, pues, cómo debe describirse la ascendencia
y nacimiento de la Desunión, allí donde se observa su prcscncia.»
Tal la historia platónica del Número y de la Caída del hombre. Ella
constituye la base de su sociología historicista y, en particular, de su ley
fundamental de las revoluciones sociales, examinada en el capítulo ante
rior." En efecto, la degeneración racial explica el origen de la desunión en la
clase gobernante, y con ella, el origen de todo el desarrollo histórico. La dis
cordia interna elela naturaleza humana, el cisma del alma, conduce a la esci
sión de la clase gobernante. Y al igual que para Heráclito, la guerra de cla
ses constituye la fuente de toda transformación y, en consecuencia, de la
historia del hombre, que no es sino la historia del derrumbe de la sociedad.
Se advierte, así, que el historicismo idealista de Platón reposa, en última ins
rancia, no sobre una base espiritual, sino biológica; descansa, en efecto, en
una especie de metabiología" de la raza humana. Platón no sólo fue un na
ruralista que propició una teoría biológica del Estado, sino que también fue
el primero en sostener una teoría biológica y racial de la dinámica social, de
la historia política. «El Número platónico -expresa Adam-i-" constituye,
de este modo, el marco en que se encuadra la "filosofía de la historia" de
Platón.»
Quiz.á sea conveniente concluir este esquema de la sociología descripti
va de Platón con un resumen estimativo de la misma.
Platón logró suministrarnos una reconstrucción sorprendentemente au
téntica -si bien, naturalmente, algo idealizada- de una primitiva sociedad
griega, tribal y colectivista, semejante a la de Esparta. El análisis de las fuer
zas, especialmente económicas, que amenazan la estabilidad de ese tipo de
sociedad, le permite describir la política general, así como también las insti
tuciones sociales necesarias para conservarla. Y proporciona, además, una
reconstrucción racional del desarrollo económico e histórico de las ciuda
des-estado griegas.
Esas aportaciones positivas se ven afectadas por su odio a la sociedad en
que vivía y por el amor romántico a la vieja forma tribal de vida social. Es
esta actitud la que lo induce a formular una ley insostenible de la evolución
histórica, a saber, la ley de la degeneración o decadencia universal. Y es la
misma actitud la responsable de los elementos irracionales, fantásticos y ro
mánticos de su an.ilisi«, pur lo demás excelente. Por otra parte, fue precisa
mente su interés personal y su parcialidad la que aguzó su facultad escruta
dora, permitiéndole hacer aportaciones positivas. Platón dedujo su teoría
historicista de la fanLÍstica doctrina filosófica de que el cambiante mundo
visible constituye tan sólo una copia corrompida de un inmutable mun
do invisible. Sin cmbarj;o esta ingeniosa tentativa de combinar un pesimis
mo historicista con un optimismo ontulógico lo conduce, en sus etapas más
avanzadas, a graves dificultades. Esos obstáculos lo obligaron a adoptar un
naturalismo biológico conducente (junto con el «psicologismo»," es decir,
la teoría de que la sociedad depende de la «naturaleza humana» de sus
miembros) al misticismo y la superstición que culminó en una teoría mate
mática scudorracional de la selección racial. Dichas dificultades llegaron a
pOller en peligro, incluso, la impresionante unidad de su edificio teórico.
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ii
EL PROGRAMA POLÍTICO DE PLATÓN
IX
Volviendo la vista hacia ese edificio, podemos examinar sucintamente su
plano fundamenta1. 45 Este plano, concebido por la mente de un gran arqui
tecto, evidencia un dualismo metafísico esencial en el pensamiento platóni
co. En el campo de la lógica, ese dualismo se presenta bajo la forma de la
oposición entre lo universal y 10 particular. En el campo de la especulación
matemática, como la oposición entre la Unidad y la Pluralidad. En el cam
po de la cpistcmología, como la oposición entre el conocimiento racional
basado en el pensamiento puro Y la opinión basada en las experiencias par
ticulares. En el campo de la ontología, como la oposición entre la realidad
única, original, invariable y verdadera, y la apariencia múltiple, variable e ilu
soria; como la oposición entre el ser puro y el devenir o, con mayor preci
sión, el continuo cambiar. En el campo de la cosmología, corno la oposición
entre lo que genera y lo generado, sujeto a decadencia. En la ética, como la
oposición entre el bien, es decir, lo que preserva, y el mal, esto es, [o que co
rrompe. En política como la oposición entre un ente colectivo, Estado, ca
paz de alcanzar la perfección y la autarquía, y la gran masa del pueblo, vale
decir, los múltiples individuos, los hombres particulares que están comle
nadas a permanecer imperfectos Y subordinados Y cuyo particularismo
debe ser suprimido en bien de la unidad del Estado (ver el próximo capítu
lo). Y toda esta filosofía dualista se originó, a mi juicio, en el deseo apre
miante de explicar el contraste entre la visión de una sociedad ideal y el
odioso espectáculo del campo social real que le tocaba prcscnciar; contra
posición aguda, en verdad, de una sociedad estable frente a una sociedad en
proceso de revolución.
100
Capítulo 6
LA]USTICIA TOTALITARIA
El análisis de la sociología platónica torna fácil la exposición de su pro
grama político. Sus exigencias fundamentales pueden expreSJ.I"se con cual
quiera dc estas dos tórmulas: en primer término, la correspondiente a su
teoría idealista del cambio y cl reposo, y en segundo término, la de su natu
ralismovlIc aquí la fórmula idealista: ¡Detened todo cambio político! El
cambio es vil, el reposo divino. ' Todo cambio puede ser detenido si el Esta
do constituye una copia exacta de su original, es decir, la Forma o Idea de la
ciudad. Si se nos pregunta cómo puede ser esto factible, responderemos con
la fórmula naturalista: [l )« nuevo a la naturaleza! De nuevo al Estado ori
ginal de nuestros antecesores, el ¡':stado primitivo fundado de acuerdo
con la naturaleza humana y, por consiguiente, de carácter estable. De nue
vo ;1 la patrinrquia tribal de la época anterior a la Caída, al gobierno de cla
se natu ral, a cargo de unos pocos sabios, sobre la masa ignorante.
En mi opinión, pr.icticanrcntc todos los elementos del programa políti
co de Platón pueden desprenderse de estas exigencias básicas. Aquéllos se
fundan, a su VeI., en su historicisrno y deben comliinarsc con sus doctrinas
sociológicas relativas :1 las condiciones necesarias para la estabilidad de la
clase gobernante. Los princip.ilcs elementos qlle debemos tener presentes
son:
(A) La división estricta de clases; la clase gobernante, compuesta de pas
tores y perros avizores, debe hallarse cstrictarncnrc separada del rebaño hu
mano.
(13) La idcnuficació» del destino del Estado con el dc la clase gobernan
te; el interés exclusivo en tal clase y cn su unidad, y subordinadas a esa uni
dad, las rígidas reglas para la selección y educación de esa clase, y la estricta
supervisión y colectivización de los intereses de sus miembros.
De estos elementos principales pueden derivarse muchos otros, por
ejemplo, los siguientes:
(C) La clase gobernante tiene el monopolio de una serie de cosas como,
por ejemplo, las virtudes y el adiestramiento militares, y el derecho de portar
armas y de recibir educación de toda índole; pero se halla excluida de partici
par en las actividades económicas, en particular, en toda actividad lucrativa.
101
(D) Debe existir una severa censura de todas las actividades intelectua
les de la clase gobernante y una continua propaganda tendente a modelar y
unificar sus mentes. Toda innovación en materia de educación, legislación
y religión debe ser impedida o reprimida.
(E) El Estado debe bastarse a sí mismo. Debe apuntar hacia la autarquía
económica, pues de otro modo, los magistrados, o bien pasarían a depender
de los comerciantes, o bien terminarían convirtiéndose en comerciantes
ellos mismos. La primera de las alternativas habría de minar su poder, la se
gunda su unidad y la estabilidad del Estado.
Creo que no sería incorrecto calificar este programa de totalitario. Y se
halla fundado, ciertamente, en una sociología historicista.
Pero ¿es eso todo? ¿No hay ningún otro rasgo en el programa de Platón
que no sea ni totalitario ni se fundamente en el historieismo? ¿Dónde está el
ardiente deseo de Platón de elevarse hacia el Bien y la Belleza, o su amor a
la Sabiduría y la Verdad? ¿ Dónde su exigencia de que sean los sabios, los fi
lósofos, los que gobiernen? ¿Dónde sus esperauzas de convenir a los ciu- I'¡
dadanos de su Estado en virtuosos y felices individuos? ¿Y dónde, final-Ii
mente, su exigencia de que el Estado se funde en la justicia? Aun los autores]
que censuran a Platón creen que su doctrina política, pese <1 ciertas similiruucs, li
se distingue netamente del totalitarismo moderno por estos objetivos de fe- :'1
licidad para los ciudadanos y de imperio de la justicia. Crossman, por cjcm- i
plo, cuya actitud crítica puede estimarse con sólo considerar su observación "
de que «la filosofía platónica constituye el ataque mis salvaje y profundo¡
que haya visto la historia contra las ideas liberales»;' parece creer, todavía, que'!
el plan de Platón consiste en «la construcción de un Estado perfecto don- i:
de todos los ciudadanos sean realmente Felices». Puede encontrarse otro'
ejemplo en Joad, quien analiza con cierto detenimiento las semejanzas entre .
el programa de Platón y el del Iascismo, pero afirmando que existen dife
rencias fundamentales, puesto que en el Estado perfecto de Platón «el hom
bre ordinario ... alcanza la felicidad quc corresponde a su natu raleza», y,
puesto que este Estado se halla construido sobre L1S ideas de «un bien abso
luto y una justicia absoluta»,
A pesar de esos argumentos considero que el programa político de Pla
tón, lejos de ser moralmente superior al del totalitarismo, es fundamental
mente idéntico al mismo. A mi juicio, las objeciones contra esta opinión se
basan en un prejuicio demasiado antiguo y profundamente arraigado en fa
vor de un Platón idealizado. Mucho es lo que Crossman ha hecho para se
ñalar y destruir esta tendencia, según puede apreciarse en el siguiente párrafo:
«Antes de la guerra mundial. .. Platón ... rara vez era condenado abiertamente
como reaccionario y opositor resuelto a todos los principios del pensa
miento liberal. Muy por el contrario, se lo solía elevar a grandes alturas... le
jos de la vida práctica, en medio del sueño de la Ciudad trascendente de
Dios»;' Sin embargo, el propio Crossman no se halla enteramente libre de esa
tendencia que denuncia con tanta lucidez. Es interesante que esta tendencia
haya persistido tanto tiempo, pese al hecho de que Grote y Gomperz ha
bían señalado ya el carácter reaccionario de algunas doctrinas contenidas en
La República y Las Leyes. Pero ni siquiera ellos alcanzaron a ver todas las
consecuencias de tales doctrinas; jamás pusieron en duda que Platón fuera,
~n esencia, un espíritu humanitario. Además, su crítica adversa fue pasada
por alto o achacada a incapacidad para comprender y apreciar a Platón,
considerado por los cristianos como el «primer cristiano antes de Cristo»,
y revolucionario, por los revolucionarios. No cabe ninguna duda de que to
davía prevalece por completo esta fe ciega en Platón, y así, Field, por ejem
plo, cree necesario advertir a sus lectores que «se yerra por completo en la
comprensión de Platón si se lo considera un pensador revolucionario». Cla
ro está que esto es lllUY cieno; y además es evidente que no tendría ningún
sentido si la tendencia a hacer de Platón un pensador revolucionario, o por
lo menos, progresista, no se hallase ampliamente difundida. Pero el propio
Field incurre en la misma
hacia Platón, cuando continúa diciendo que
Platón se hallaba «en fuerte oposición con las nuevas tendencias subvcrsi
vas» de su tiempo, aceptando sin más el testimonio platónico del carácter
subversivo de estas nuevas tendencias. Los enemigos de la libertad han acu
sado siempre a sus defensores de propósitos subversivos. y casi siempre
han logrado pcrsuadi r a los cándidos y bien intencionados.
La idealización del gran idealisLl impregna no sólo todas las interpreta
cienes de los escritos de Platón, sino tamhién sus traducciones. J'recuente
mente, las observaciones drásticas de Platón que no se avienen con las opi
niones del traductor acerca de lo que ha de decir un {ilósolo humanitario,
son atenuadas o interpretadas crróuc.nncnte. Esta tendencia se inicia con la
traducción del propio título de la llamada Ll República. Lo primero que se
nos ocurre cuando leemos este rítulo es que el autor debe ser liberal, si no
revolucionario. Pero el título «La República>' es, lisa y llanamente, la Forma
castellana de la traducción latina de una palabra i~l'ieg,l que no cncicrr.i la
menor asociación de este tipo y cuya traducción precisa sería «I .a coust.itu
ción» o «La ciudad-estado» () «El Estado». La traducción uadicion.il de
«República» debe haber contribuido, indudablemente, a h convicción ge
neral de que Platón no podía ser reaccionario.
En vista de todo lo que ex.presa Platón acerca del Bien y la Justicia y las
demás Ideas mencionadas, nuestra tesis de que su programa político es pu
ramente totalitario y antihumanitario debe ser probada. Con este propósi
to, en los próximos cuatro capítulos dejaremos de lado el análisis del liisto
ricismo para concentrarnos en el examen crítico de las Ideas éticas antes
re
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y del papel por ellas desempeñado en el programa político
En este capítulo examinaremos la Idea de la Justicia; en los tres si
guientes, la doctrina de que deben gobernar los mejores y más sabios, y
también las Ideas de la Verdad, la Sabiduría, el Bien y la Belleza.
1III '111 ,,>1 I;IlL1S
1'1.11<'>11.
¿Qué queremos decir, en realidad, cuando hablamos de «justicia»? No
creo que las cuestiones verbales de esta naturaleza sean de particular impor
tancia, o que sea posible responder Cll forma definida, dado que dichos tér
minos siempre son utilizados con diversos sentidos. Sin embargo, creo no I
errar al sostener que la mayoría de nosotros, especialmente aquellos que te- '¡
l1e1110S una formación general humanitaria, entiende por «justicia» ;llgo se- !\
mcjantc a esto: (a) una distribución equitativa de la C;lq>;a de la ciu(bdanía,! I
es decir, de aquellas limitaciones de la libertad necesarias para tl vida SOci;lV.i\r.,1
(b) tratamiento igualitario de los ciudadanos ante la ley, siempre (]ue, por,'i,i
supuesto, (e) las leyes mismas no favorezcan ni perjudiquen a detcnninados ¡\i
ciudad.ano.s individuales o gt·.upos ~),cL~ses; (ti) imparcial.idad de los, tribuna- 'w
les de jusncia, y (e) una partlcq);1CIOn Igual en las ventajas (y no solo en las ,11
cargas) que puede representar l);1rael ciudadano su carácter dc 111 iembro del 11':
Estado. Si Platón hubiera entendido por «justicia» algu semejante a todo :!¡'
esto, entonces nuestra acusnción de qlle Sll programa es ;lbsolutanH'llle to- :\1
talitario estaría francamente equivocada y tendrían ra:r.ón todos aquellos ','¡
que creen que la política de Platón se asienta sobrc una aceptable h,lse hu- '1
manitaria. Pero el hecho cierto es que Platón cntcnd ía por «justicia- algo
completamente distinto.
¿Qué entendía Platón por «justicia»? Nosotros sostenemos que en La
República utiliza el término «justo» COlllO sinónimo de «lo que interesa al
Estado perfecto». ¿Y qué es lo que interesa al Estado perfecto? Detener
todo cambio mediante el mantenimiento de una rígilh división de clases y
un gohicrno de clase. De estar en lo cierto, rcnclrcmos que admitir que la
exigencia platónica de justicia coloca su programa político en pie de igll;¡J
dad con el totalitarismo; y habremos de concluir que debernos prevenirnos
contra el peligro de la falsa impresión producida por las meras palabras.
La justicia constituye el tópico central de l.a RepúblúiJ. l-n re;didad, su
subtítulo tradicional es «I >c la justicia». En su indagación de la naturaleza
de la justicia Platón utiliza el método mencionado' en el capítu lo anterior;
en efecto, trata primero de buscar esta Idea en el Estado y sólo después in
tenta aplicar e! resultado al individuo. No podemos decir que el interrogan
te platónico: «¿Qué es la justicia?» encuentre pronta respuesta, pues ésta
1
sólo se alcanza en el Libro Cuarto. Las consideraciones que lo llevan a ella
serán analizadas más detenidamente en la parte final de este capítulo. Sinté
ticamente, son las siguientes:
La ciudad se funda en la naturaleza humana, sus necesidades y sus limi
raciones." «Ya hemos dicho -como se recordará-, y repetido una y otra
vez, que cada hombre debe hacer en nuestra ciudad un solo trabajo. Es de
cir, aquel trabajo para e! cual su naturaleza se halla normalmente mejor do
tada.» De aquí, Platón concluye que cada uno debe ocuparse de sus propios
asuntos; que el carpintero debe circunscribirse a la carpintería, el zapatero a
la confección de zapatos, cte. No es grande el daño, sin embargo, si dos ar
tesanos cambian sus lugares respectivos. «Pero si alguien que fuese artesano
por naturaleza (o un miembro de la clase dedicada a actividades lucrati
vas)... se las arreglase para introducirse en la clase guerrera; o si el guerrero
se introdujera en la clase de los magistrados, sin méritos para ello... enton
ces, este tipo de conspiraciones y cambios clandestinos significarían el de
rrumbe de la ciudad.» De este argumento, íntimamente relacionado con el
principio de que la portación de arruas debe ser una prerrogativa de clase,
Platón extrae la conclusión final de que todo cambio o interferencia entre
las tres clases debe ser injusto, y de que lo contrario debe ser, por lo tanto,
justo: «Cuando cada clase de una ciudad se ocupa de sus propios asuntos
-tanto la clase económicamente productiva como la de los auxiliares y
guardias- entonces habrá justicia». r':st~l conclusión es rcfor:rada y rcsumi
da poco después: «La ciudad es justa... si cada una de las tres clases atiende
a su normal labor». Pero esta afirmación significa que Pl.uónidcnufica la
justicia con el principio del gobierno de clase y de IDs privilegios de clase.
En efectu, el principio de que cada clase debe atender a sus propios asuntos
significa, lisa y llanamente, que el Estado es justo si gohierna el gobernante,
el trabajador trabaja l el esclavo obedece.
Como se verá, el concepto platónico de justicia es tundarncntalmcnte
distinto del nuestro, en el sentido que analizamos más arriba. Platón consi
dera «justo» el privilegio de clases, en tanto que nosotros, por lo general,
crCCIllOS que lo justo es, más bien, la ausencia de diellOs privilegios. Pero la
diferencia llega aún más lejos. Por justicia entendemos cierta clase de igual
dad en el tratamiento de los individuos, mientras que Platón no considera la
justicia como una relación entre individuos, sino como una propiedad de
todo el Estado, basada en la relación existente entre las clases. El Estado es
justo si es sano, fuerte, unido y estable.
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Pero, ¿tendría quizá razón Platón? ¿Significará la «justicia» lo que él
sostiene? No es mi propósito examinar este problema. Si alguien sostuviese
que la «justicia» significa el gobierno absoluto de una sola clase, entonces '
me limitaría a responder, simplemente, que soy fervoroso partidario de la
injusticia. En otras palabras: creo que las cosas no dependen de las palabras
y sí de nuestras exigencias o propuestas prácticas para delinear la política
que decidimos adoptar. Detrás de la definición platónica de justicia se halla,
en esencia, la exigencia de un gobierno de clase totalitario y la decisión de
ponerlo en práctica.
Pero, ¿no tendría razón en un sentido diferente? ¿No correspondería, tal
vez, su idea de justicia a la forma griega de emplear este término? ¿No sig
nificarían los griegos con la palabra «justicia» algo holista, como la «salud
del Estado» (y no será profundamente injusto y antihistórico esperar de
Platón una anticipación de nuestra moderna idea de justicia, en el sentido de'
igualdad de los ciudadanos ante la ley? Esta pregunta ha sido contestada, en
verdad, afirmativamente, llegándose a sostener que la idea holista de Platón
de la «justicia social» es característica de la forma de pensar tradicional de
los griegos, del «genio griego», que «no era, como el de los romanos, espe
cíficamente jurídico», sino más bien «específicamente metafísico». H Pero
esta afirmación es insostenible. En realidad, el uso griego de la palabra «jus
ticia» era sorprendentemente similar a nuestro propio empleo individualis
ta e igualitario.
Para demostrarlo, nos referiremos primero al propio Platón quien, en el
diálogo Gorgias (anterior a La RepúbliCil), sustenta la opinión de que '<jus
ticia es igualdad», diciendo que es eso lo que piensa la gran mayoría de la
gente y que no sólo concuerda con la «convención», sino también con "
la «naturaleza misma»." Puede citarse asimismo a Aristóteles, otro adversario
del igualitarismo, quien, bajo la influencia del naturalismo platónico, defen
dió entre otras cosas la teoría de que algunos hombres nacen naturalmente
esclavos. Nadie podía estar menos interesado que él en difundir una inter
pretación igualitaria e individualista del término "justicia». Pero cuando ha
bla del juez, a quien describe como la «personificación de lo justo», Aristó
teles declara que su tarea consiste en «restaurar la igualdad». Y agrega que
«todos los hombres piensan que la justicia es cierto tipo de igualdad»,
igualdad que «incumbe a las personas». Llega a pensar, incluso (pero equi
vocándose), que la palabra griega equivalente a «justicia» cleriva de una raíl,
que tiene el significado de «división igual». (La opinión de que la «justicia»
representa cierto tipo de «igualdad en la división de beneficios y cargas que
recaen sobre los ciudadanos» concuerda con las opiniones sostenidas por
106
Platón en Las Leyes, donde se distinguen dos clases de igualdad en la distri
bución de beneficios y cargas, a saber, la igualdad «numérica» o «aritméti
ca», y la igualdad «proporcional», la segunda de las cuales tiene en cuenta el
grado en que las personas en cuestión poseen educación, riqueza y virtudes;
y en el mismo lugar, se afirma que la igualdad proporcional constituye la
«justicia políticav.) Y cuando Aristóteles examina los principios de la de
mocracia, sostiene que «la justicia democrática es la aplicación del principio
, de la igualdad aritmética (a diferencia de la igualdad proporcional)». Por
cierto que todo eso no es tan sólo su impresión personal de lo que la justi
cia significa, ni tampoco siquiera una descripción de la forma en que era uti
lizada dicha palabra, siguiéndolo a Platón, bajo la influencia del Gorgias y
de Las Leyes, sino, más bien, la expresión de un uso tan antiguo y universal
como popular de la palabra «justicia»."
En vista de todos esos datos, debemos concluir, al parecer, que la inter
pretación holista y autiigualitnri.i de la justicia contenida en La República
era una novedad, y tlue Platón procuraba presentar como «justo» su go
bierno de clase totalitario, pese a 'Iue b gente consideraba, por lo general,
que «justicia» era exactamente lo contrario,
Este resultado es, sin duda, sorprendente y deja paso a una cantidad de
preguntas. ¿Por qué sostuvo Platón en 1.<1 República que la justicia signifi
caba desigualdad si, de acuerdo con el uso general, si¡!;ni [icaba igualdad? A
mi juicio, 1<1 única respuesta plausible parece ser l.i de que necesitaba hacer
le propaganda a su Estado totalitario, convenciendo a la gente de que era un
Estado «justo». Pero ¿puede haber sidu dicaz esa tentativa, dado que no son
las palabras lo que importa sino lo que con ellas significamos? Por cierto
que sí; yeso lo demuest ra el hecho de quc consiguió plenamente persuadir
a sus lectores, y no sólo en su época sino haxt.a nuestros propios días, de que
su intención era abogar cándidamente por la justicia, la misma justicia por
que se afanaban ellos. Y es un hecho, también, que de este modo logró scrn
hrar la duda y la confusión cut re los individualistas y los partidarios de la
igualdad, quienes, bajo la influencia de su autoridad, comenzaron a pregun
tarse si la idea platónica de la justicia no sería mejor y m.is verdadera que la
de ellos. Puesto que la palabra «justicia» simboliza para nosotros una meta
de tanta importancia, y puesto que son tantos los que se hallan dispuestos a
sufrir toda clase de sacrificios COH tal de alcanzarla, congraciarse con todas
esas fuerzas humanitarias o, por lo menos, paralizar momentáneamente a
los defensores del igualitarismo, debió constituir, ciertamente, un objetivo
capital para u n partidario del totalitarismo. Pero ¿era consciente Platón de
que la justicia significaba tanto para los hombres? La respuesta debe ser
afirmativa; para comprobarlo, veamos cómo se expresa en La República:
«Cuando un hombre ha cometido una injusticia..., ¿no es verdad que su co
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raje se resiste a acompañarlo ? .. Pero cuando cree que ha sido víctima de
injusticia, ¿no se encienden de inmediato su vigor y su ira? ¿Y no es igual
mente cierto que cuando lucha del lado que considera justo, puede padecer
hambre y frío y toda clase de privaciones? ¿Y no persiste tenazmente hasta
lograr lo que busca, conservando intacta su exaltación hasta haber triunfa
do o perecido?»."
Quien tal lee, no puede dudar que Platón conocía perfectamente bien el
poder de la fe y, sobre todo, el de la fe en la justicia. Tampoco podemos du
dar que La República tiende a pervertir esa fe y a reemplazarla directamen
te por la fe contraria. Y, a la vista de las pruebas disponibles, me parece
sumamente probable que Platón supiera a ciencia cierta lo que estaba ha
ciendo. El igualitarismo era su enemigo acérrimo y debía destruirlo; sin
duda, en el convencimiento sincero de que era un gran mal y un gran peli
gro. Pero su ataque contra el igualitarismo no fue honesto, pues no se atre
vió a enfrentar abiertamente a su enemigo.
A continuación, seguiremos suministrando datos que prueban esa afir
mación.
III
La República es, probablemente, la monografía más prolija que se haya
escrito nunca acerca de la justicia. En efecto, Platón analiza una cantidad tan
profusa de opiniones al respecto, y de un modo tal, que nos hace pensar que
no omitió ninguna de las teorías más importantes por él conocidas. En rea
lidad, llega a insinuar claramente'? que en vista de sus vanas tentativas de ha
llar un concepto acabado de la justicia entre las opiniones corrientes, se hace
necesario buscarlo en otra parte. No obstante, en ningún momento men
ciona en su examen de las teorías corrientes la opinión de que la justicia es
igualdad ante la ley (<<isonomia»). Existen dos maneras posibles de explicar
esta omisión. O bien pasó por alto la teoría igualitaria, l3 o bien la eludió de
liberadamente. La primera posibilidad parece sumamente improbable si se
tiene en cuenta e! extremo cuidado con que Platón compuso La República
y la necesidad q ue tenía de analizar las teorías de sus adversarios a fin de ha
cer una exposición convincente de la suya. Y esta posibilidad se torna toda
vía más improbable, debido a la amplia difusión de la teoría igualitaria. Sin
embargo, no es necesario remitirse a los argumentos meramente probables,
puesto que puede demostrarse con toda certeza que Platón no sólo se ha
llaba perfectamente familiarizado con la teoría igualitaria, sino que tenía
plena conciencia de su importancia cuando escribió La República. Como ya
dijimos en este mismo capítulo (sección II) y como volveremos a ver dete
108
nidamente más adelante (en la sección III), el igualitarismo desempeñó un
papel considerable en su obra anterior, Gorgias, donde llega, incluso, a de
fenderlo; y pese al hecho de que en ninguna parte de La República se anali
zan seriamente las virtudes o defectos del igualitarismo, Platón no cambió
de opinión en lo relativo a su influencia, de la cual la propia República da un
claro testimonio. En efecto, allí se lo menciona, siendo calificado de creen
cia democrática sumamente popular, pero sólo digna de desprecio; y todo
lo que se dice del mismo consiste en unos pocos comentarios desdeñosos e
irritados," bien ensamblados con un injurioso ataque contra la democracia
ateniense, en un lugar en que no es la justicia, precisamente, el tópico discu
tido. Debemos descartar, por consiguiente, la posibilidad ele que la teoría
igualitaria haya sido ignorada por Platón y, de! mismo modo, la posibilidad
de que no luya advertido lo importante que hubiera sido el análisis de una
teoría de tanto peso e influencia, diametralmente opuesta a la defendida por
él. El hecho de que el silencio de La República sólo sea roto por unas pocas
observaciones faltas de seriedad (al parecer, las consideradas demasiado
buenas para suprimirlas)," puede explicarse solamente como una decisión
deliberada de no discutirla. En vista de todo ello, no se ve cómo conciliar el
método platónico de convencer a sus lectores de que en su obra han sido
tratadas todas las teorías más importantes, con las normas de la honestidad
intelectual; si bien debemos agregar que su omisión obedece, sin duda, a su
completa adoración de una causa en cuya hnncstidac] creía firmemente.
A fin de apreciar plenamente todas las consecuencias del silencio prácti
camente ininterrumpido que guarda Platón sobre este asunto, deberemos
comprender claramente. en primer término. que el movimiento igualitario,
tal como lo conoció Platón, representaba todo aquello que él más aborrecía,
y que su propia teoría, en Fa República y en todas sus obras posteriores, era
en gran medida una respuesta al poderoso desafío de las nuevas tendencias
igualitarias y humanitarias. Para demostrarlo, examinaremos los principales
principios ddmovimiento humanitario, cOlltr,lponiéndolos a los principios
correspondientes cid totalitarismo platónico.
La teoría humanitaria de la justicia formula tres exigencias principales, a
saber (a) el principio igualil<lrio propiamente dicho, es decir, el deseo de elimi
nar los privilegios «naturales", (b) el principio general del individualismo y (e)
el principio de que la tarea y la finalidad del Estado deben consistir en prote
ger la libertad de los ciudadanos. A cada una de esas exigencias políticas co
rresponde un principio directamente opuesto en el programa platónico: (a') el
principio del privilegio natural, (b') el principio general del holismo y colecti
vismo y (e') e! principio de que la tarea y finalidad del individuo debe consis
tir en conservar y fortalecer la estabilidad del Estado. A continuación, analiza
remos esos tres puntos por orden, dedicándoles a cada uno de ellosuna sección.
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IV
Platón no tardó en descubrir que el naturalismo era un punto débil den
de la doctrina igualitaria y aprovechó para sacarle el mayor partido po
.ible a esta flaqueza. Decirles a los hombres que son iguales ejerce, sin duda,
una fuerte atracción sobre los sentimientos; pero esta atracción es pequeña
·,i se la compara con la producida por la propaganda que los convence de
que son superiores a los demás inferiores a ellos. ¿Somos naturalmente
Iguales a nuestros sirvientes, a nuestros esclavos, al artesano manual que es,
.ipenas, más que una bestia? La pregunta misma resulta ridícula. Platón pa
rece haber sido el primero en advertir las posibilidades de esta reacción, y en
I'poner el desdén, las burlas y el ridículo a las pretensiones de igualdad na
I ural, Eso explica su af.in de atribuirles el argumento naturalista aun a aque
llos de sus adversarios que no se habían servido de él; en el Menexeno -una
parodia de la oración de Pericles- insiste, por lo tanto, en equiparar las
exigencias de leyes equitativas con las pretensiones de igualdad natural: «La
hase de nuestra constitución es la igualdad de nacimiento --declara irónica
mentc-s-. Somos todos hermanos e hijos de una misma madre... y la igual
dad natural del nacimiento nos induce a luchar por la igualdad ante la ley»."
M;lS tarde, en [,eIS Leyes, Platón sintetiza su respuesta al igualitarismo de
la siguiente forma: «El tratamiento igual de los desiguales debe engendrar la
iniquidad »/0 y ese enunciado, a su vez, fue convertido por Aristóteles en
la expresión: <<Igualdad para los iguales, desigualdad para los desiguales».
Esas palabras encierran lo que podría denominarse la objeción típica al
igualitarislllo; objeción Cl1 yo fondo consiste en sostener que la igualdad se
ría excelente siempre que los hombres fueran iguales, pero que es evidente
mente impracticable dado que no lo son y dado que no hay posibilidades de
que lo sean en el futuro. Esta objeción, tan realista aparentemente, es, en
realidad, en extremo ficticia, pues los privilegios políticos jamás se funda
ron en diferencias naturales de carácter. Y la verdad es que Platón no parece
haber tenido mucha confianza en esta objeción cuando escribió La Repú
blica, pues sólo la utiliza allí en una de sus pullas contra la democracia, cuan
do sostiene que ella «distribuye la igualdad a iguales y desiguales por
igual»,"1 Fuera de esa observación, prefiere no argumentar contra el iguali
tarisrno, sino pasarlo por alto.
En resumen, podría decirse que Platón nunca subestimó la significación
de la teoría igualitaria, que contaba para su defensa con el apoyo de hom
bres corno Pcriclcs, sino que se limitó, en La República. a no considerarla,
atacándola sólo una que otra vez, pero nunca abiertamente.
Pero ¿en qué forma trató de establecer su propio antiigualitarismo, su
principio del privilegio natural? En La República sostuvo tres argumentos
diferentes, si bien dos de ellos casi no merecen este nombre. El primero"
consiste en el sorprendente descubrimiento de que, puesto que ya han sido
I ro
El igualitarismo propiamente dicho exige que los ciudadanos de! Estad
sean tratados con ecuanimidad, y que e! nacimiento, los vínculos familiar
o la riqueza no sean factores de influencia en aquellos que administran
ley. En otras palabras, no reconoce ningún privilegio «natural», si bien lo
hay de cierta categoría especial que pueden ser conferidos por los ciudada
nos a aquellas personas merecedoras de su confianza.
Este principio igualitario había sido admirablemente expuesto por Pe!
rieles pocos años antes de! nacimiento de Platón, en una oración conserv
da por Tucídidcs." En el capítulo 10 daremos una cita más completa de
misma, pero ya podemos adelantar aquí dos de sus frases: «Nuestras ley
-expresa Pericles-- ofrecen una justicia equitativa a todos los hombr
por igual, en sus querellas privadas, pero eso no significa que sean pasa
dos por alto los derechos del mérito. Cuando un ciudadano se distingui
por su valía, entonces se lo prefiere para las tareas públicas, no a manera d
privilegio, sino de reconocimiento de sus virtudes, y en ningún caso cons:;:
tiruyc obstáculo la pobreza... v» Se hallan expresados aquí algunos de los ob~1
jetivos fundamentales del gran movimiento igualitario que, como hemo~¡
visto, no se detuvo ni aun ante la institución de la esclavitud. En la propi<l!
generación de Pericles, ese movimiento estuvo representado por Eurípi~,
des, Antifonte e lIipias, todos los cuales han sido citados en el capítulo an'i!
terior, como así también por Herúdoto.!" En la generación de Platón, estu]
vo representado por Alcidamas y Licofrón, a quienes ya hemos citado má$\ ,
arriba; otro ilustre ddensor
fue
Antístenes, uno de los amigos más íntimos''11 l'
.
.
de Sócrates.
. 1
Claro csui que el principio platónico de la justicia es diametralmente:11
~ontrario a todo eso. E~l electo, Platónexi.gí~ ~:rivil~gi(:s natura,les para losill
Jefes naturales. Pero ¿como rebate el pnnClplo igualitario? ¿Y como funda-:: !
menta sus propias afirmaciones?
'¡l i
Como se recordará de lo dicho en el capítulo anterior, algunos de 10s,·1 i
planteamientos mas famosos del programa igualitario fueron expresados,11
con el lenguaje imponente pero cuestionable de los «derechos naturales» y I1I
muchos de sus representantes arguyeron en favor de dicho programa ba- 11:
sáudosc en la igualdad «natural>" es decir, biológica, de los hombres. Ya vi- '11i
mos que este argumento carece de valor, que los hombres son igU'l!cS en al-,II¡
gunos aspectos importantes pero diferentes en otros, y que de ese hecho no :1
pueden deducirse, como de ningún otro hecho, exigencias normativas. Con- ,1
viene advertir, por lo tanto, que el argumento nat;Jralista no fue empleado)'
por todos los partidarios del igualitarismo; así, Pcricles, por ejemplo, ni si- '11
quiera lo menciona."
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examinadas las otras tres vil·.tudes del Estado, la restan,te, ~s~o es, la de ~<ocu-I
parse cada uno de sus propIOs asuntos» debe ser la «justicia». Me resisto
creer que esto pueda haber pretendido pasar por un argumento; pero aSÍ¡
debe ser, pues el vocero de Platón, «Sócrates» en esta ocasión, lo introducej
con la pregunta: «¿Sabes cómo \lego a esta conclusión P». El segundo argu-]
mento es más interesante, pues constituye una. tentativa de demostrar qu~1
su antiigualitarismo puede deducirse de la opinión corriente (vale decir;!
igualitaria) de que la justicia es imparcialidad. AqUÍ transcribiremos el pasa-]
je completo. Al tiempo que observa que los gobernador~s de la ciudad se-]
rán también sus jueces, Sócrates dice." «¿Y no es acaso el propósito de sul
,
jurisdicción que ningún hombre tome lo que pertenece a otro, o sca, privado]
de lo que es suyo?».
,
«-Sí -responde Claucón, el intcrlocutor-c-, ésa debe ser su intcn-]
ción.»
ai
«-¿Porque eso sería justo?»
lil
«-Sí.»
!I
«En consecuencia, deberemos entender generalmente que la justici~ es,j"
la conscrvacion y usufructo de lo que nos pcrtcncce.» Queda establecido]
entonces, que «conservar y usufructuar lo que es de 1lI10» constituye eL!
principio de la jurisdicción JUSt,l, de acuerdo con nuestras ideas corrientes'l
de la justicia. AqUÍ concluye el segundo argumento, para dejar lug:lr al tcr-j
cero (que analizaremos más abajo) que \lega a la conclusión de que la jnsti-i
cia consiste en conservar el puesto que nos corresponde (u ocuparnos de los I
asuntos que nos interesan, esto es, el puesto (o negocio) de la clase o casta II
que a cada uno le corresponde.
La sola finalidad de ese sq!;uI1llo 'lrgumento es convencer al lector de
que la «justicia», en el sentido ordinario de la palabra, nos exigl: que con
servemos nuestro propio puesto, dado que siempre debemos conservar 10
que nos pertenece. Es decir, que Platón desea hacer que sus lectores extrai
gan la siguieute inferencia: «Es justo conservar y usufructuar lo que es de
uno, Mi lugar (o mi negocio) me pertenece. Por lo tanto, es justo que yo
conserve mi lugar (o usufructúe de mi ncgocio)». I':so tiene m.ís o menos la
misma solidez que el siguiente argumcruo: «Es justo conservar y utilizar lo
que es de uno. Ese plan de robarle el dinero a mi vecino me pertenece. Por
10 tanto, es justo que conserve dicho plan y que lo usufrucnio, ex decir, que
le robe su dinero». Resulta claro que la inferencia que Platón nos quiere ha
cer extraer no es más que un burdo jucgo de palabras en torno al significa
do de! concepto «ser de uno». (En efecto, el problema consiste en saber si la
justicia exige o no que todo lo que «es nuestro» en algún sentido, por cjcm
1'10, «nuestra propia» clase, sea tratado en consecuencia, no sólo como
nuestra propiedad, sino como nuestra propiedad inalienable. Pero el propio
112
¡liatón no cree en este principio, pues es evidente que tornaría imposible
toda transición al comunismo. En efecto, ¿cómo razonar para impedirnos la
conservación de nuestros propios hijos?) Este burdo juego de palabras es el
recurso por medio del cual Platón establece lo que Adam llama «un punto
de contacto entre su propia concepción de la Justicia y el significado co
rriente... de la palabra». He aquí, pues, cómo e! más grande filósofo de to
dos los tiempos trata de convencernos de que ha descubierto la verdadera
naturaleza de la justicia.
El tercero y último argumento esgrimido por Platón es mucho más se
rio. En él recurre al principio de! holismo o colectivismo, relacionándolo
con el principio de que la finalidad del individuo consiste en mantener la es
tabilidad del Estado. Dejaremos su consideración, por 10 tanto, para las sec
ciones V y VI.
Pero antes de pasar a esos puntos, quisiera llamar la atención sobre el
«prefacio» con que Platón precede su descripción del «descubrimiento»
que venimos analizando y que debe ser considerado a la luz de las observa
ciones efectuadas hasta ahora. Visto desde este ángulo, el «extenso prefa
cio» ---·según la propia expresión de Platón- parece constituir una inge
niosa tentativa de preparar al lector para el «descubrimiento de la justicia»,
haciéndole creer que Ir espera un argumento cuando, en realidad, sólo se
trata de un despliegue de recursos dramáticos, ideados para debilitar sus fa
cu ltadcs críticas.
Tras descubrir que la sabiduría es la virtud propia de los guardias, y el
coraje la de los auxiliares, «Sócrates» anuncia su intención de realizar un es
fuerzo final para descubrir la justicia. «Faltan dos cosas" '-expresa- que
dchcrcrnos descubrir en la ciudad; la temperancia y, por último, aquella otra
quc constituye el objeto primerfsimo de todas nuestras investigaciones, esto
es, la justicia..
«--Exactamente --responde Glaucón..
Sócrates sugiere entonces pasar por alto la temperancia; pero Glaucón
protesta y Sócrates cede, diciendo que «sería deshonesto rchusarsc». Esa
pcqucñu escaramuza prepara el ánimo del lector para introducir nuevamen
te el tema de la justicia, a la vez que le sugiere la idea de que Sócrates tiene
en sus manos los medios para «descubrirla» y le garantiza que Glaucón vi
gila cuidadosamente la honestidad intelectual de Platón en la conducción
del argumento que él, como lector, no necesita controlar en absoluto."
Sócrates pasa entonces a examinar la temperancia, que, según descubre,
es la única virtud propia de los artesanos. (Diremos de paso que la tan de
batida cuestión de si la «justicia» de Platón se diferencia o no de su «tempe
rancia», puede ser fácilmente resuelta. La justicia significa conservar el pro
pio lugar; la temperancia significa conocer el propio lugar, o sea, dicho con
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mayor precisión, estar satisfecho con él. ¿Qué otra virtud podría ser carac
terística de los artesanos que no hacen sino llenarse los vientres como las
bestias?) Una vez descubierta la temperancia, Sócrates se pregunta: «¿Cuál
será, pues, el último principio? Evidentemente, la justicia».
«-Por supuesto -asiente Glaucón.»
«-Pues bien, mi querido Glaucón -prosigue Sócrates- nosotros,
igual que los cazadores, debemos rodear su guarida y mantener una atenta
vigilancia, para no permitirle que se nos escape, pues es seguro que la justi
cia debe hallarse muy cerca de este punto. Convendría que te adelantaras a
buscar tú mismo el lugar, y si eres el primero en verla, entonces me avisar:k !III:
con un grito.»
Glaucón, al igual que el lector, es incapaz, naturalmente, de hacer cosa
alguna de esa suerte, por lo cual decide implorarle a Sócrates que él tome la
iniciativa. «Entonces eleva tus plegarias junto conmigo --exclama Sócra
tes- y sígucmc.» Pero hasta el propio Sócrates encuentra que el terreno es
«difícil de transitar, puesto que se halla cubierto de malezas; es oscuro y su
exploración dificultosa... Pero -continúa diciendo-- debemos seguir con
ella». Y en lugar de protestar: «¿Seguir qué; acaso con nuestra exploración,
es decir, nuestro razonamiento? Pero jni siquiera la hemos comenzado; no
ha habido aún la menor pizca de sentido en lo que hasta ahora llevamos di
cho!», Glaucón, y con él el ingenuo lector, replica dócilmente: «Si, debemos
proseguir». Entonces, Sócrates le comunica a su interlocutor que «ha teni
do una visión» (nosotros no) y comienza a entusiasmarse: «¡Hurra! ¡Hurra!
-exclama-o ¡Glaucón, parece haber una pista! Ahora estoy casi seguro de
que el filón no se nos escapará!». A Jo que Glaucón responde: «l;:sa es una
buena nueva». y Sócrates: «A fe mía que nos hemos comportado los dos
como grandes tontos. ¡Lo que busdbamos a tanta distancia lo teníamos
ante nuestras propias narices todo el tiem po, sin que alcanzáramos a ver
lo!». Con otras muchas exclamaciones de este tipo, Sócrates continúa toda
vía un buen rato, hasta que Glaucón, interpretando los sentimientos dellec
tor, lo interrumpe, preguntándole a Sócrates qué es lo que ha encontrado.
Pero cuando Sócrates responde tan sólo q ue: «Hemos estado hablando de
ello todo el tiempo, sin darnos cuenta de que en realidad no hacíamos sino
descubrirlo», Glaucón expresa la impaciencia del lector, diciéndole: «Esta
introducción se torna un tanto larga; recuerda que quiero saber de q ué se
trata". Y sólo entonces se decide Platón a exponer los dos «argumentos»
que hemos resumido más arriba.
~
embotar las facultades críticas del lector y, mediante un dramático desplie
gue de artificios verbales, de desviar su atención fuera de la pobreza intelec
tual de esta magistral pieza literaria. No es posible evitar la tentación de
pensar que Platón conocía su debilidad y también la forma de ocultarla.
~
~
v
El problema del individualismo y de! colectivismo se halla íntimamente
relacionado con el de la igualdad y la desigualdad. Antes de continuar su
examen, no estarán de más algunas observaciones de carácter terminológico.
La palabra «individualismo» puede emplearse (de acuerdo con el Ox
lord Dietionary) de dos maneras diferentes: (a) en oposición a colectivismo
y (h) en oposición a altruismo. [Otro tanto cabría decir de la definición aca
démica del término castellano (N. de. t.).] No hay ninguna otra palabra para
expresar e! sentido registrado en primer término, pero sí para el segundo,
por ejemplo, «egoísmo». Por esta razón, en todo Jo que sigue utilizaremos
el término "individualismo» exclusiuamentc con el sentido definido en (a),
reservándonos la palabra «egoísmo» para aquellos casos en que queramos
expresar el sentido definido en (h). La tabla siguiente puede scrnos de cier
ta utilidad:
1I
Ir!
Irll!111
jII~!: I~1
:1'1'
11'
J:
1
1
11
.~ . I
'1'"
',11
(tt) Individualismo
(h) Egoísmo
es lo contrario de
es lo contrario de
(a') Colectivismo
(h') Altruismo
l.a última observación de Glaucón puede tomarse como un indicio de
que Platón era claramente consciente de lo que estaba haciendo en esta «lar
ga introducción». No se me ocurre ninguna otra explicación, fuera de la que
sólo se trata de una tentativa -coronada con el mayor de los éxitos- de
Esos cuatro términos describen ciertas actitudes, exigencias, decisiones
o iniciativas frente a los códigos de leyes normativas, Pese a su carácter
esencialmente vago, considero que puede ilustrarse fácilmente su contenido
mediante al¡!;unos ejemplos, dándoles la suficiente precisión para utilizarlos
en lo que sigue. Comenzaremos por el colectivismo," puesto que nos he
mos familiarizado ya con esta actitud, a través del examen del holismo pla
tónico. En el capítulo anterior citamos algunos pasajes como ejemplo de su
teoría de que el individuo debe subordinarse a los intereses del todo, ya sea
éste el universo, la ciudad, la tribu, la raza, o cualquier otra entidad colecti
va. Veamos nuevamente uno de esos pasajes, pero de forma más completa:"
«La parte existe en función del todo, pero el todo no existe en función de la
parte... El individuo ha sido creado en función del todo y no e! todo en fun
ción de! individuo». Ese pasaje no sólo ilustra acabadamente el holismo o
colectivismo, sino que encierra también una fuerte atracción emocional,
que Platón, por cierto, conocía (como puede inferirse del preámbulo al pa
saje). Esa atracción obra sobre diversos sentimientos, por ejemplo, el deseo
114
115
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II¡'
i
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1
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: i ¡¡IIIIIIIIIIIIUmUtlUIIIUmuIDlIUUJIJIIUUlUllfflllUUHIu.yW'HMIUHllwllmIUIIIUUUUJUIIUOOUUUJ'UlUII'UDlIUDJ'WIUIIIIIIIUUIIUlIU
de pertenecer a una tribu o a un grupo; y uno de sus factores es la atracción
del altruismo en oposición al egoísmo. Platón sugiere que si no se puede sa~i
crificar los intereses propios en aras de los de todos, entonces se es egoísta:ll,
Pero una mirada a nuestra pequeña tabla nos mostrará que las cosas nq!i
son así. El colectivismo no se opone al egoísmo, ni tampoco es idéntico con !'
el altruismo. El egoísmo colectivo o de grupo, por ejemplo, el egoísmo d~
clase, es cosa muy común (Platón lo sabía muy bien)," y esto muestra co~i.
bastante claridad que el colectivismo propiamente dicho no se opone a~1
egoísmo. Por otra parte, un anticolectivista, esto es, un individualista puedcil
ser, al mismo tiempo, un altruista; puede hallarse pronto a hacer sacrificiof
si éstos ayudan a otros individuos. Dickens es tal vez uno de los mejordl
ejemplos de una actitud semejante. Sería difícil decir qué es en él lo má~!11
fuerte, su apasionado odio al egoísmo o su apasionado interés en los indivi-l
duos, con todos sus defectos y debilidades; y esta actitud se combina en étl
con cierta antipatía o aversión no sólo hacia Jo que llamamos hoy cuerposl
colectivos," sino incluso ante el auténtico altruismo, si éste se halla dirigido.l
hacia grupos anónimos y no individuos concretos. (Recuerde el lector ~I
Mrs. jcllyby en Bleak House: «una dama consagrada a los deberes públi-]
cos»,) Creo que esos ejemplos bastarán para explicar claramente el signifi-]
cado de r~uestros cuatro tér~1inos y demostra; qu.e cua.lquie.ra de ellos pue-i!'
de combinarse con cualqu lera de los dos termmos incluidos en la otraí
columna (de lo que resultan cuatro combinaciones posibles).
De ese modo, es sumamente interesante comprobar que para Platón]
--y para la mayoría de los platónicos- no es posible la existencia de un in-I!
dividualismo altruista (como, por ejemplo, el de Dickens). Según Platón, la'-I
única alternativa fuera del colectivismo es el egoísmo, pues simplementei
identifica todo tipo de altruismo con el colectivismo y cualquier tipo de in-¡
dividualismo con el egoísmo. No se trata aquí de una mera cuestión termi·:1
nológica, sino de algo más profundo, puesto que en lugar de nuestras cua- i¡
tro posibilidades, Platón únicamente reconoce dos. Eso ha acarreado y sigue:!,
acarreando todavía considerables confusiones en los planteamientos for- ,(
mulados en el campo de la ética.
!
La equiparación que hace Platón del individualismo con el egoísmo le
proporciona un arma poderosa para defender el colectivismo y, al mismo
tiempo, para atacar el individualismo. En la defensa del colectivismo puede
recurrir, así, a nuestros humanitarios sentimientos de generosidad; en el
ataque, puede tachar a todos los indi vidualistas de egoístas e incapaces de
amar todo aquello que no les pertenezca directamente. Ese ataque, si bien
dirigido contra el individualismo, con el sentido que le hemos asignado más I
arriba, es decir, contra los derechos del individuo humano, sólo alcanza, !
por supuesto, un blanco muy diferente, esto es el egoísmo. Sin embargo,
Platón y con él la mayoría de los platónicos, pasan por alto sistemática
mente esta diferencia.
¿Por qué trató Platón de atacar al individualismo? A mi juicio, Platón
sabía muy bien lo que hacía al emplazar sus cañones en esa posición, pues el
individualismo -aún más quizá que el igualitarismo- constituía un verda
dero bastión en la línea defensiva del nuevo credo humanitario. En efecto,
la gran revolución espiritual que condujo al derrumbe del tribalismo y al
advenimiento de la democracia no fue sino la emancipación del individuo.
La astuta intuición sociológica de Platón se revela cabalmente en la forma
en que éste reconoce invariablemente al enemigo allí donde le sale al paso.
El individualismo formaba parte de la antigua idea intuitiva de la justi
cia. Como se recordará, Aristóteles hace hincapié en que la justicia no es
-como quería Platón-la salud y armonía del Estado, sino más bien cier
ta forma de tratar a los individuos, cuando afirma que «la justicia es algo
que incumbe a las personas-.:" Este elemento individualista ya había sido
destacado por la generación de Pericles. Fue él mismo quien dejó claramen
te sentado que las leyes debían garantizar una justicia equitativa, «a todos
los hombres por igual, en sus querellas privadas»; pero no se detuvo ahí:
«Cuando nuestro vecino decide seguir una senda determinada no somos
nosotros los llamados a indicarle si hace bien o mal». (Compárese eso con
la afirmación de Platón" de que el Estado no engendra a sus hijos «con el fin
de librarlos a su suerte y dejar que cada uno siga su propio camino...».) Pe
rieles insiste en que este individualismo debe hallarse ligado al altruismo:
«Se nos ha enseñado... a no olvidar nunca que debemos proteger a los débi
les», y su discurso culmina en una descripción del joven ateniense que al
canza en su madurez «una adaptabilidad feliz y confianza en sí mismo».
Ese individualismo que no prescinde del altruismo se ha convertido en
base de nuestra civilización occidental. Así, constituye la doctri na central
del cristianismo (varna a tu prójimo» dicen las escrituras, y no «a tu tribu»)
y el corazón de todas las doctrinas éticas originadas en el seno de nuestra ci
vilización y alimentadas por ella. Es, asimismo, la doctrina práctica central
de Kant, que preconiza «reconocer siempre que los individuos humanos
son fines en sí mismos y no utilizarlos como meros mcd ios para conseguir
determinados fines». En todo el desarrollo moral del hombre no ha habido
otro pensamiento que se impusiera al espíritu con mayor fuerza.
Platón no erraba cuando creía ver en esta doctrina al principal enemigo
de su Estado basado en las castas y por eso la aborreció más que a cualquier
otra ideología «subversiva» de su tiempo. Podrá verse claramente la verdad
de lo que afirmamos en los dos pasajes siguientes tomados de Las Leyes,"
cuya asombrosa hostilidad contra el individuo ha sido siempre, a mi juicio,
increíblemente subestimada. El primero es célebre por su referencia a La
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República, cuya «comunidad de mujeres, hijos y propiedad» analiza. Platón
describe aquí la constitución de La República como «la forma más alta del
Estado». En este Estado superior -nos dice Platón- «la propiedad de las
mujeres, de los hijos y de toda clase de efectos es común. Aquí se ha hecho
todo lo posible para suprimir radicalmente de nuestra vida todo aquello de
carácter privado e individual. En la medida de lo factible, aun aquellas cosas
que la propia naturaleza ha hecho de índole privada e individual, se ha con
vertido, en cierto modo, en propiedad común de la colectividad. Nuestros
propios ojos, oídos y manos parecen ver, oír y actuar como si pertenecie
sen, no a individuos, sino a la comunidad. Todos los hombres educados en
el mismo molde muestran el mayor grado de unanimidad en la formación
de alabanzas y censuras y llegan, incluso, a divertirse y a afligirse por las
mismas cosas y al mismo tiempo. Yel objetivo de todas las leyes es unificar
la ciudad en el mayor grado posible». Platón prosigue diciendo, luego, que
«nadie podría encontrar un criterio mejor para discriminar la meta más
apropiada de un Estado, que los principios que se acaban de exponer»; esa
meta es, para Platón, el Estado «divino», «modelo», «patrón» u «original»,
es decir, la Forma o Idea del Estado. No es ésa sino la concepción platóni
ca de La República, expuesta en una época en que ya había perdido toda es
peranza de alcanzar cumplidamente su ideal político.
El segundo pasaje, también extraído de Las Leyes, es, si cabe, aún más
franco. Conviene destacar que dicho pasaje trata primordialmente de las ex
pediciones militares y de la disciplina del soldado, pero sobran pruebas de
que, según Platón, estos mismos principios militaristas debían ser seguidos,
no ya en la guerra sino incluso «en la paz, y a partir de la más temprana in
fancia». Al igual que otros militaristas totalitarios y admiradores de Esparta,
Platón sostiene que los requisitos esenciales de la disciplina militar deben re
cibir la mayor atención aun en tiempos de paz y que deben ser ellos quienes
condicionen la vida entera de todos los ciudadanos; en efecto, no sólo los ciu
dadanos mayores de edad (que son todos soldados) y los niños, sino hasta las
propias bestias deben pasar toda su vida en estado de movilización perma
nente y completa." «De todos los principios -dice Platón- el más impor
tante es que nadie, ya sea hombre o mujer, ha de carecer de un jefe. Tampo
co debe acostumbrarse el espíritu de nadie a permitirse obrar siguiendo su
propia iniciativa, ya sea en el trabajo o en el placer. Lejos de ello, así en la gue
rra como en la paz, todo ciudadano habrá de fijar la vista en su jefe, siguién
dolo fielmente y aun en los asuntos más triviales deberá mantenerse bajo su
J4
mando. Así, por ejemplo, deberá levantarse, moverse, lavarse o comer. ..
sólo si se le ha ordenado hacerlo..., en una palabra, deberá enseñarle a su
alma, por medio del hábito largamente practicado, a no soñar nunca con ac
tuar con independencia y a tornarse totalmente incapaz de ello. De esa for
ma, la vida de todos transcurrirá en una comunidad total. No hay, ni habrá
nunca, ley superior a ésta o mejor y más eficaz para asegurar la salvación y la
victoria en la guerra. Yen tiempos de paz, y a partir de la más temprana in
fancia, deberá estimularse ese hábito de gobernar y ser gobernado. De este
modo, deberá borrarse de la vida de todos los hombres, y aun de las bestias
que se hallan sujetas a su servicio, hasta el último vestigio de anarquía.»
Llama la atención, por cierto, la vehemencia del párrafo. Nadie atacó ja
más con mayor seriedad al individuo, y esta hostilidad se halla profunda
mente arraigada en el dualismo fundamental de la filosofía de Platón; éste
odiaba al individuo y a su libertad exactamente del mismo modo en que odia
ba las cambiantes experiencias particulares y la variedad del mudable uni
verso de los objetos sensibles. En el campo de la política, el individuo es,
para Platón, el mismísimo Diablo.
Esa actitud, por muy antihumanitaria y anticristiana que parezca, ha
sido sistemáticamente idealizada. Así, se la ha reputado humana, generosa,
altruista, y cristiana. E. B. England, por ejemplo, califica" al primero de es
tos dos pasajes de Las Leyes, de «vigorosa denuncia del egoísmo». No di
fieren mucho de éstas las palabras empleadas por Barkcr cuando analiza la
teoría platónica de la justicia. Expresa este autor que el objetivo de Platón
era «reemplazar el egoísmo y la discordia civil por la armonía» y añade que
«la antigua armonía entre los intereses del Estado y los del individuo... es
restaurada, de este modo, a través de las enseñanzas de Platón, pero esta vez
en un plano nuevo y superior, por haber logrado elevarse hasta el sentido
consciente de la armonía». Esas y otras muchas declaraciones semejantes
podrían explicarse fácilmente si se recuerda la equiparación que hace Platón
del individualismo con el egoísmo. En efecto, todos esos platónicos creen
que el antiindividualismo supone de suyo generosidad. Queda demostrado,
pues, que dicha equiparación surtió los perniciosos efectos a que tendía la
propaganda antihumanitaria en ella encerrada, confundiendo, hasta nuestra
época, el examen crítico de los problemas éticos. Pero también debemos
comprender que aquellos que -engañados por dicha equiparación, como
así también por las altisonantes palabras de Platón-- exaltan su reputación
como maestro de moral y proclaman a la faz del mundo que su ética cons
tituye el sistema más próximo al cristianismo antes de Cristo, no hacen sino
abrir las puertas al totalitarismo y, en especial, a una interpretación totalita
ria y anticristiana del cristianismo. Yeso no está exento de graves peligros,
pues fueron muchas las veces en que el cristianismo sufrió la dominación de
las ideas totalitarias. Hubo ya una Inquisición; actualmente, bajo una nue
va forma, podría repetirse.
No estará de más, por lo tanto, la mención de otras razones, aparte de
éstas, por las cuales los lectores desprevenidos han podido dejarse conven
118
119
cer del humanismo de las intenciones de Platón. Una de ellas es la de que al
preparar el terreno para sus doctrinas colectivistas, Platón suele comenzar
su análisis con la cita de una noble máxima o proverbio (que parece ser de
origen pitagórico): «Los amigos tienen en común todo cuanto poseen»." Es
éste, sin duda, un sentimiento generoso, elevado, excelente. ¿Quién podría
sospechar que de un argumento iniciado tan prornisoriamente haya de lle
garse a una conclusión completamente antihumanitaria? Otro punto de im
portancia es que en los diálogos platónicos, especialmente en aquellos que
fueron escritos con anterioridad a La República, cuando todavía se encon
traba bajo la influencia de Sócrates, hallan expresión una cantidad de senti
mientos auténticamente humanitarios. Con eso me refiero, en particular, a
la doctrina socrática expuesta en el Gorgias, de que es peor cometer una in
justicia que sufrirla. Evidentemente, esta doctrina no sólo es altruista sino
también individualista; en efecto, en una teoría colectivista de la justicia
como la defendida en La República, la injusticia es un acto contra el Estado,
no contra un hombre particular, y si bien puede ser un hombre quien co
mete la injusticia, ésa sólo puede ser sufrida por la colectividad. Pero nada
de esto se encuentra en el Gorgias. Aquí la teoría de la justicia es perfecta"
mente normal y los ejemplos de injusticia citados por «Sócrates» (quien
debe tener aquí, probablemente, una buena dosis del verdadero Sócrates)
son, entre otros, los de golpear, herir, o matar a un hombre. La enseñanza
socrática de que es mejor sufrir estas acciones que llevarlas a cabo es, en ver
dad, muy semejante a las prédicas, y su doctrina de la justicia encaja pcrfec
tarnente bien dentro del espíritu de Pericles. (En el capítulo 10 trataremos
de interpretar este hecho.)
No obstante, La República desarrolla una nueva teoría de la justicia que
no sólo es incompatible con un individualismo de este tipo, sino que se opo
ne abiertamente al él. No es difícil, sin embargo, que el lector ingenuo se
sienta inclinado a creer que Platón sostiene todavía la misma doctrina ex
puesta en el Gorgias, pues en La República Platón alude frecuentemente a la
máxima de que es mejor sufrir que cometer una injusticia, pese al hecho de
que eso no tiene ningún sentido desde el punto de vista de la teoría colccti- .
vista de la justicia sustentada en esa obra. Además, en La República; los ad
versarios de "Sócrates" expresan la teoría opuesta, a saber, quc es bueno y.
agradable infligir injusticias a los demás, pero no sufrirlas. Claro está que
ello repugna, por su cinismo, a cualquier lector de sentimientos humanita
rios, de modo que cuando Platón expone sus propósitos por boca de Sócra
tes: «Temo cometer un grave pecado si permito que se hable tan mal de la
justicia en mi presencia, sin intervenir con todas mis fuerzas para ddender-!
la»,37 el confiado lector se convence fácilmente de las buenas intenciones de i
Platón, disponiéndose a seguirlo dócilmente dondequiera que vaya.
120
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.lc las palabras cínicas y egoístas 38 de Trasímaco, quien se nos muestra como
IIll inescrupuloso político de la peor ralea. Al mismo tiempo, el lector se ve
Impulsado a identificar el individualismo con las opiniones de Trasírnaco y
.1 pensar que Platón, al combatirlo, no hace sino luchar contra las tendencias
.ubversivas y nihilistas de su tiempo. Sin embargo, no debemos permitir
que el espantajo individualista dc Trasímaco nos asuste (existe una gran se
mcjanza entre su retrato y el moderno espantajo colectivista del «bolchevi
quisrno») y nos desvíe hacia otra forma bárbara que, si bien menos obvia, es
urucho más real y más peligrosa. En efecto, Platón sustituye la doctrina de
'I'rasfrnaco, de que el derecho es la fuerza del individuo, por la teoría igual
urente bárbara de que derecho o justicia es todo aquello que favorece la es
r.ibilidad y el poderío del Estado.
En resumen, diremos que dcbido a su colectivismo radical Platón no de
muestra interés ni siquiera por aquellas cuestiones que los hombres suden
denominar problemas de la justicia, es decir, por la estimación imparcial de
LIS pretensiones contradictorias de los individuos. Tampoco le interesa
.ijustar los derechos del individuo con los del Estado, ya que el individuo es
.ilisojutamcutc interior. «Legislamos en función dc lo que es mejor para
todo Estado -~exprcsa Platón-e- ... pues hemos colocado, con justicia, los
intereses del individuo en un plano inferior de valores."!" Lo único que le
i lllporta a Platón cs el todo colectivo como tal, y para él la justicia no es sino
1.\ salud, la unidad y la estabilidad del cuerpo colectivo,
VI
Hemos vis1 o, hasta aquí, que la ética humanitaria exige una interpreta
,i,ín igu~litaria e individualista de la justicia; pero todavía no hemos exami
u.ido la concepción humanitaria del Estado como tal. Por otro lado, hemos
Visto que la teoría platónica del Estado es totalitaria; pero no hemos expli
'·.ldo aún la aplicación de csa teoría a la ética del individuo. Ha llegado aho
1;\ el momento de emprender ambas tareas y, en primer término, la segun
,b. En electo, comenzaremos este análisis con el tercero de los argumentos
• ')11 quc Platón sustancia su «descubrimiento» de la justicia, argumento que
lusta aquí nos liemos limitado a esbozar en grandes líneas. Helo aquí:"
«Vearnos ahora si coincides conmigo -dice Sócrates-e-: ¿Te parece que
.cria un grave daño para la ciudad el que un carpintero comenzara a hacer
..ipatos y un zapatero a cortar madera?
-No mucho.
121
. Jli¡¡.I¡.j,iidJilJij¡jlIJljil~jJliilljllill¡j¡ljiililjl1JL¡¡¡¡lillllilJ¡l¡j¡¡¡¡iJiliillliiJIUJlllilliílj¡¡JjjJ1¡jiliJlJlJJllijillllli_i .
1,;;;;'.;::, :,;. .: ,,' ; , t., ' :: .J '.. :.', , .,
El efecto de esa garantía de Platón se ve altamente fortalecido por el he
,110 de que se encuentra a continuación -presentando agudo eontraste
,'1, :"íYi ,:
-Pero en caso de que alguien que fuese artesano por naturaleza, o'
miembro de la clase productiva... se las compusiese para ingresar en la clase
de los magistrados sin merecerlo; entonces, di, ¿te parece que este cambio y
esta conspiración solapada podrían significar la caída de la ciudad?
-Por cierto que sí.
-En nuestra ciudad tenemos tres clases; ahora bien, ¿habremos de con-!
siderar toda conspiración o pasaje de una clase a otra como un grave delito
contra la ciudad, pasible de los calificativos más severos?
-Sin duda.
-Pero ¿ no pretenderás, por cierto, que una maldad tal contra la propia
ciudad no sea una injusticia?
.
.
-Por supuesto.
-He ahí, pues, la injusticia. E inversamente, diremos que cuando cada
clase de la ciudad, es decir, la clase laboriosa, la de los auxiliares y los guar
dianes, se preocupan exclusivamente de sus propios negocios, eso será jus-'
t i c i a " ' r
Si examinamos cuidadosamente ese argumento, encontrarnos ('1) el su- :
puesto sociológico de que cualquier fisura en el rígido sistema de castas,
debe conducir forzosamente al derrumbe de la ciudad; (h) la constante rei
teración del argumento de que lo que daña a la ciudad debe ser injusto, y (e):
la inferencia de que lo contrario debe ser la justicia, El supuesto sociológi~
ca (a) puede ser admitido, dado que el ideal de Platón consiste en detener
todo cambio social y dado que por «daño» entiende todo aquello que pue-"
da involucrar algún cambio; y, además, es sumamente probable que la evo- i
lución social sólo pueda detenerse mediante un rígido sistema de castas. Po
demos aceptar también la inferencia (e) de que lo contrario a la injusticia es
la justicia. De mayor interés, sin embargo, es (b). Si ec1I,lIUOS una ojeada al '
argumento de Platón comprobaremos que el curso total de sus pcnsamien
tos se halla dominado por la cuestión: ¿ Daña esLefactor a la ciudad? ¿Pro
duce un perjuicio grave o pequeño? Permanentemente sostiene Platón que
lo que amenaza moralmente a la ciudad es moralmente malo e injusto.
Vemos, pues, que Platón sólo reconoce corno patrón hmdamcnta] el in
terés del Estado. Todo aquello que lo favorezca será bueno, virtuoso y jus
to: todo aquello que lo amenace será malo, perverso e injusto. Las acciones
que lo sirven son moralcs: las que lo ponen en peligro inmorales: en otras
palabras, el código moral de Platón es estrictamente utilitario; es, puede de
cirse, un código de utilitarismo colectivista o político. El criterio de la mo
ralidad es el interés del Estado. La moralidad no es sino higiene política.
Tal pues, la teoría colectivista, tribal o totalitaria, de la moralidad: «El
bien es lo que favorece el interés de mi grupo, de mi tribu, o de mi Estado».
No cuesta advertir lo que esta moralidad significa para las relaciones inter
122
n.rcionales, a saber, que el Estado mismo jamás puede equivocarse en sus ac
mientras conserve su poderío; que el Estado posee el derecho, no sólo
de ejercer violencia sobre sus ciudadanos si ello redundase en un acrecenta
nucnto de su poderío, sino también de atacar a otros Estados, siempre que
,"lo no significase su debilitamiento. (Esa conclusión, vale decir, el recono
,imiento explícito de la amoralidad del Estado y, en consecuencia, la defen
',.1 del nihilismo moral en materia de relaciones internacionales fue extraída
I"'r Hegel.)
Desde el punto de vista de la ética totalitaria, desde el punto de vista de
l., utilidad colectiva, la teoría platónica es perfectamente correcta. La acción
,le conservar el propio lugar es, por sí misma, una virtud. Es, en efecto, la
virtud civil que corresponde a la virtud militar de la disciplina. Y esta virtud
desempeña exactamente el mismo papel qne la «justicia» en el sistema pla
umico de las virtudes. En efecto, las piezas de la gran maquinaria cid Esta
dI) pueden manifestar «virtud» de dos maneras distintas. En primer térmi
110, deben ser aptas para su tarea por su tamaño, su forma, su resistencia,
ric.; y, en segundo término, deben hallarse colocadas en el lugar adecuado
<¡l/e bajo ningún concepto deben perder. El primer tipo de virtudes, es de
l ir, la aptitud p.l¡'a una Larca específica, debe conducir a la diferenciación, de
.u.ucrdo con la tarea específica cumplida por cada pieza. Algunas serán vir
uiosas, vale decir aptas sólo cuando sean «<por uaturalcza») de gran rama
11"; otras, cuando sean resistentes y otras, finalmente, cuando estén bien pu
lidas. Pero la virtud de conservar el propio lugar deberán compartirla todas
rilas por igual y scr.i, al mismo tiempo, en virtud del conjunto, a saber, la de
11.\llarse todas las partes pcrlcct.uncnrc ajustadas entre sí, esto es, en armo
nra. Ésa es la virtud universal a la que Platón da el nombre de «justicia». Su
procedimiento es pcrlcctamcruc compatihlc con el punto de vista de la rno
i.ilidad totalitaria, que, por otra parte, lo justifica plenamente. Si el indivi
,1110 no es sino una pieza dentro de un engranaje, entonces la ética no scr.i
<ino el estudio de la forma m.is adecuada de ajustarlo al Lodo.
Quiero dejar bien claro que yo, por mi parte, creo en la sinceridad del
1IIIalitarisnw de Platón. Su exigencia de una dominación absolura por p.lrte
de una clase sobre el resto de la población era extrema, pero el ideal que 10
iuovía no era la explotación máxima de las clases trabaj'ldoras por parte de
l., clase anterior, sino la est'lbilidad del todo, Sin embargo, la razón en que
tunda su afirmaciún de que es necesario mantener la explotación dentro de
,I('rtos límites es también, en este caso, puramente utilitaria. Su interés fun
damental es la estabilización de la clase gobernante. Si los magistrados tra
i.iscn de obtener demasiado -arguye- al fin de cuentas no obtendrían
lI,1da en absoluto, «Si no se satisfacen con una vida estable y segura... y se
,I,·¡an tentar por las posibilidades que les da la fuerza, adueñándose de toda
IIIS
123
1
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11,
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la riqueza de la ciudad, entonces es seguro que no tardarán en comprobar.
cuánta razón tenía Hesíodo al decir que la «mitad es más que el todo».41:'
Pero no debemos pasar por alto el hecho de que esta tendencia a restringir:
la explotación de los privilegios de clase constituye un ingrediente común,
del totalitarismo. El totalitarismo no es simplemente amoral: su moral es la:\
de la sociedad cerrada, del grupo o de la tribu; no es egoísmo individual, I
sino c o l e c t i v o ' ! 1
Puesto que el tercer argumento de Platón es directo y sólido, cabría pre- ',.
guntarse por qué habrá necesitado el «largo prefacio» y los dos argumentos [1
anteriores. ¿Para qué complicar las cosas innecesariamente? (Los platónicos:
replicarán, por supuesto, que esas complicaciones sólo existen en mi imagi-:
nación. Es muy posible; pero aun así, el carácter irracional de los pasajes si-:'
gue siendo sumamente difícil de explicar.) La explicación reside, según!
creo, en que el engranaje colectivo de Platón difícilmente habría atraído al,1
lector si le hubiese sido presentado en toda su aridez y falta de significación. ¡¡
Platón se ve en dificultades porque conoce y teme la fortaleza y la atracción
moral de las fuerzas que trata de destruir. Así, no se atreve a desafiadas, sinoj
que trata de ganarlas para su propia causa. Si asistimos en la obra de Platón!
a una tentativa cínica y deliberada de emplear los sentimientos morales del i
nuevo humanitarismo en provecho de sus propios fines, o si asistimos más I
bien a un trágico intento de persuadir lo mejor de su conciencia de los rna-]
les del individualismo, es cosa que jamás podremos decidir con certeza.¡
Personalmente, me inclino por la segunda de las dos alternativas, pues ese '1
conflicto ~11~imo p~l(Jrí'l explicar la extr~ordill:lri~ !:ascinaci~n ejercida por ~a '.'. .
obra platónica, MI parecer es que Platón se srntio conmovido hasta lo mas:
hondo de su alma por las nuevas ideas y especialmente por el gran indivi- :1'
dualista Sócrates y su martirio. Yes muy posible que haya luchado contra 11
1
esta influencia en su propio espíritu, como así también en el de los demás, !
con toda la fuerza de su inigualada inteligencia, si bien no siempre amplia.
Esto también explica por qué, de tiempo en tiempo, se encuentran entre i
todo su totalitarismo, algunas ideas humanitarias, y por qué pudieron los fi
lósofos considerar humanitario a Platón.
Esa interpretación se ve confirmada por la forma en que Platón trató o,
mejor dicho, maltrató la teoría humanitaria y racional del Estado, teoría'
que había sido desarrollada por primera vez en su generación.
En una exposición clara de esta teoría debe utilizarse el lenguaje de las
exigencias o de las propuestas políticas (confróntese el capítulo 5, IlI); es de
cir, que no debemos tratar de responder a la pregunta escncialista: ¿Qué es
el Estado, cuál es su verdadera naturaleza, su significado rea!?, ni tampoco
a la pregunta historicista: ¿Cómo se originó el Estado y cuál es el principio
de la obligación política?, sino más bien a un interrogante de este tipo: ¿Qué
I
1.
1
124
,,¡gimas de un Estado? ¿Qué hemos de considerar como objetivo legítimo
de la actividad estatal? Y a la vez, a fin de descubrir cuáles son nuestras exi
1',l'11cias políticas fundamentales, podemos preguntarnos: ¿Por qué preferi
mos vivir en un Estado bien organizado y no prescindir del mismo, es de
I ir, vivir en la anarquía? Ésa es una forma racional de plantear el problema:
l' este problema debe ser resuelto si queremos pasar a la construcción o re
«onstrucción de cualquier institución política. En efecto, solamente si sabe
.nos lo que queremos podremos decidir si una institución se halla o no bien
.idaptada a su función.
Pues bien, formulando la cuestión de esta manera, la respuesta humani
urista será la siguiente: lo que exijo del Estado es protección, no sólo para
mí sino tamhién para los demás. Exijo la protección de mi propia libertad y
lade los demás. No quiero vivir a merced de quien tenga los puños más fuer
tes o las armas más poderosas. En otras palabras, quiero ser protegido de la
.igresión de los demás hombres. Quiero quc se reconozca la diferencia entre
la agresión y la defensa y que esa última descanse en un poder organizado
del Estado. (La defensa tiene el carácter de un status quo y el principio pro
puesto significa que el status qtíO no dcbe ser cambiado por medios violen
lOS, sino tan sólo de acuerdo con 1a ley, por convenios o arbitraje, salvo allí
donde no exista un procedimiento legal para su revisión.) Yo me siento per
fectamente dispuesto a aceptar que mi propia libertad sea algo restringida
por el Estado, siempre que eso suponga la protección de la libertad que me
resta, puesto que no ignoro que SOll necesarias algunas limitaciones a la li-·
bertad; por ejemplo, debo renunciar a mi "libertad» de atacar, si deseo que
el Estado me ampare contra cualquier ataque. Pero exijo que no se pierda de
vista el principal objetivo del Estado, es decir, la protección de aqucllalihcr
tad que no perjudica a los dcrnas ciudadanos. Por lo tanto, exijo que el Esta
do limite la libertad de los ciudadanos de la forma más equitativa posible y
no más allá de lo necesario para alcanzar una limitación pareja de la libertad.
Las exigencias del lrurnanitarista, del isualitarista y del individualista no
difieren gran cosa de ésas. Y es la consideración de estas exigencias lo que
permite al tecnólogo social encarar racionalmente la solución de los problc
mas políticos, es decir, desde el punto de vista de un objetivo pcrfcct.uncn
te claro y definido.
Se hall formulado muchas objeciones en el sentido de que no es posible
establecer un objetivo ele esta naturaleza con suficiente claridad y precisión.
Así, se ha dicho que una vez que se reconoce que la libertad debe ser Íimi
tada, se derrumba todo el principio de la libertad, y que la cuestión de CU'1
les limitaciones son necesarias y cuáles superfluas, no puede decidirse ra
cionalmente, sino tan sólo por medio de una autoridad. Pero ese reparo
obedece a una confusión. En efecto, se mezclan en él la cuestión fundamen
125
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tal de lo que queremos de! Estado y la de las importantes dificultades tec
nológicas que obstruyen e! camino hacia la materialización de nuestros ob
jetivos. Ciertamente, es difícil determinar exactamente el grado de libertad
que pucde concederse a los ciudadanos sin poner en peligro aquella liber
tad cuya salvaguarda configura el objeto de! Estado. Sin embargo, la expe
riencia demuestra que es posible una determinación por lo menos aproxi
mada de dicho grado de libertad; en caso contrario, no existirían Estados
democráticos. En realidad, ese proceso de determinación aproximada cons
tituye una de las principales tareas de la legislación dc los países democráticos.
Se trata, sí, de un proceso difícil, pero sus dificultades carecen ciertamente
de la magnitud suficiente para modificar nuestras exigencias fundamentales.
Ésas consisten, sintéticamente, en que e! Estado sea considerado como una
sociedad para la prevención de! delito, esto es, la agresión Y puede respon
derse, en principio, a la objeción de que es difícil saber dónde termina la li
bertad y empieza el delito, con la famosa historia de aquel matón que pro
testaba ante el tribunal dc justicia porque, siendo un ciudadano libre, podía
mover su puño en la dirección quc se le antojase, a lo cual repuso el juez
prudentemente: "La libertad del movimiento de tus puños está limitada por
la posición de la nariz de tu vecino».
La concepción del Estado aquí esbozada podría designarse con el nom
bre de «proteccionismo». Este término ha sido usado frecucntemente para
describir ciertas tendencias contrarias a la libertad. Dc tal modo, e! econo
mista entiende por proteccionismo la política de protección de ciertos inte
reses industriales contra la libre competencia, y el moralista, la exigencia de
que los funcionarios de! Estado establezcan una tutela moral sobre la po
blación. Aunque la teoría política que proponemos llamar proteccionismo
no se halla relacionada con ninguna de esas tendencias y aunque es, en rea
lidad, una teoría liberal, creo que esta designación puede resultar conve
nicnte para indicar que, si bien liberal, nada tiene que ver con la política de
no intervencionismo estricto (denominada, a veces, aunquc incorrectamen
te, dellaissez [aire). El liberalismo y la intervención estatal no se excluyen
mutuamente. Por el contrario, claramente se advierte quc no hay libertad
posible si no se halla garantizada por el Estado." En la educación, por ejem
plo, es necesario cierto grado de control por parte del Estado, si quiere res
guardarse a la juventud de una ignorancia que la tornaría incapaz de defender
su libertad, y es deber del Estado hacer que todo el mundo goce de iguales
facilidades educacionales. Pero un control estatal excesivo en las cuestiones
educacionales constituye un peligro mortal para la libertad, puesto que I
puede conducir al adoctrinamiento. Como ya indicamos antes, la impor
tante y difícil cuestión de las limitaciones de la libcrtad no puede resolverse :
mediante una fórmula seca y tajante. Yel hecho de que siempre haya casos
126
fronterizos, lejos de asustarnos, debe convertirse en un pilar más de nuestra
posición, ya que sin el estímulo de los problemas políticos y de las luchas de
este tipo, pronto desaparecería la disposición de los ciudadanos a combatir
por su libertad y, junto con ella, la libertad misma. (Enfocando el problema
desde este ángulo, el pretendido choque de la libertad y la seguridad, esto
es, la seguridad garantizada por el Estado, resulta completamente ilusorio.
En efecto, no puede haber libertad si ésta no se halla asegurada por el Esta
do, e inversamente, sólo un Estado controlado por ciudadanos libres puede
ofrecerles una seguridad razonable.)
Formulada de este modo, la teoría proteccionista del Estado se halla li
bre de todo elemento historicista o escncialism. Ella no afirma que el Estado
se haya originado en una asociación de indjviduos reunidos con un propó
sito proteccionista, o que Estado alguno de la historia haya sido conscien
temente gobernado de acuerdo con este objetivo. Tampoco postula cosa al
guna acerca de la naturaleza esencial del Estado o de cualquier pretendido
derecho natural a la libertad. Tampoco se refiere a la forma en qne el Esta
do funciona en la práctica. En lugar de todo dio, formula una exigencia po
lítica o, dicho con más precisión, una propuesta para la adopción dc cierta
política. Sospecho, sin embargo, que muchos convencionalistas que defi
nieron al Estado como el producto de una asociación para la protección de
sus miembros, querían expresar esa misma exigencia, si bicn se sirvieron
para ello de un lenguaje torpe y confuso, a saber, ellcnh'Uaje del hisroricis
mo. Otro modo igualmente equívoco de expresar esta exigencia consiste en
afirmar que la función esencial del Estado es la de proteger a sus miembros,
o bien en aseverar que el Estado debe definirse como una asociación para la
protección mutua. Todas estas teorías deben traducirse, por así decirlo, al
lenguaje de las exigencias o propuestas para la acción política, si aspiran a
una consideración seria. De otro modo, su análisis se hace imposible por las
interminables polémicas de carácter puramente verbal.
Veamos un ejemplo d(~ cómo puede llevarse a cabo esa traducción. Lo
que aquí denominamos proteccionismo ha sido objetu de cierta crítica, re
petida a través de los tiempos desJe Aristóteles," que fue el primero en for
mularla, hasta Burke y muchos platónicos modernos, Este reparo consiste
en que el proteccionismo tiene una visión más estrecha ---según ellos- de
las tareas correspondientes al Estado, que (para usar las palabras de Burke)
"debe ser considerado con otro respeto, pues no se trata de una asociación
de objetos subordinada exclusivamente a la burda existencia anima] de una
naturaleza temporaria y perecedera». En otras palabras, se afirma que el Es
i.ido es algo superior o más noble que una mera asociación con fines racio
nales y se le convierte, así, en objeto de adoración. Sus finalidades son más
.rltas que la simple protección dc los seres humanos y sus derechos: su mi
127
sión es moral. "Cuidar de la virtud es la principal función de un Estado que
merezca verdaderamente el nombre de tal", expresa Aristóteles. Pues bien,
si tratamos de traducir esta crítica al lenguaje de las exigencias políticas, des- ;
cubriremos que los reparos formulados al proteccionismo responden a dos
deseos. En primer lugar, el de convertir al Estado en un objeto de adora
ción. Desde nuestro punto de vista, nada tenemos que decir contra este an
helo, pues constituye más bien un problema religioso y es a los cultores del
Estado a quienes atañe resolver el problema de cómo conciliar este credo
con sus otras creencias religiosas, por ejemplo la del Primer Mandamiento.
El segundo es de carácter político. En la práctica, esta exigencia significaría
simplemente que los funcionarios del Estado deben preocuparse por la mo
ralidad de los ciudadanos y utilizar el poder, no tanto para la protección de
la libertad de éstos, como para la vigilancia de su vida moral. En otras pala
bras, se exige aquí que el imperio de la legalidad, es decir, de las normas im
puestas por el Estado, sea acrecentado a costa del de la moralidad propia
mente dicha, es decir, de las normas impuestas, no por el Estado, sino por
1
nuestras propias decisiones morales, vale decir, por nuestra conciencia. Esta .1
exigencia o propuesta puede ser objeto de un análisis racional, y así podría ,1
argüirse contra ella que aquellos que la proclaman no advierten, aparente-'i
mente, que su adopción representaría el fin de la rcsponsabilidad moral del I
individuo y que, lejos de perfeccionar la moralidad, terminaría por des-!
truirla. En efecto, la responsabilidad personal sería reemplazada por t.abúes ;
de tipo tribal y por la irresponsabilidao totalitaria del individuo. Contra:
toda esta actitud, el individualista dcbe sostener que la moralidad de los Es- ,1
tados (si es que la hay) tiende a ser considerablemente inferior a la del ciu-:'
dadano medio, de tal modo que es nlU~ho más convenient~ que la nlOrali-11
dad del Estado sea controlada por los Ciudadanos y no a la inversa. Lo que I!
queremos y necesitamos es moralizar la pol itica y IlO hacer política con lail
da. Creo, asimismo, que los problemas de ingeniería relativos al control del
delito internacional no resultan, en realidad, tan difíciles, una vez que se los
encara abierta y racionalmente. Si se expone la cuestión con claridad, no será
difícil convencer a la gente de que las instituciones protectoras son necesa
rias, tanto en una escala local como en otra más vasta de alcances universales.
Dejemos que los cultores del Estado lo sigan adorando, pero exijamos que se
les brinde la oportunidad a los tecnólogos institucionales, no sólo de mejorar
el engranaje interno del Estado, sino también de construir una organización
más amplia para la prevención de la delincuencia internacional.
VII
m o r a l . ' :
No debe olvidarse que desde el PUllto de vista proteccionista, los Estados;
democráticos existentes, aunque lejos de ser perfectos, representan una con-:
siderable conquista en el campo de la ingeniería social del tipo gradual. lnfi-'
nidad de formas de delitos y de ataques a los derechos de los individuos hu
manos por parte de otros individuos, han sido práctlcamente suprimidas
considerablemente reducidas, y los tribunales de justicia aplican la ley satis
factoriamente en difíciles conflictos de intereses. Son muchos los que creen
que la ampliación de estos métodos" al terreno del delito y del conflicto
ternacional sólo constituye un sueño utópico; pero no hace mucho, la .
tución de un poder,ejecutivo eficaz para mantener la paz ~ivil parecía ~tópicailll
a aquellos que sufnan la permanente amenaza de todo genero de dclincuen-f
tes, en países donde actualmente la paz civil se halla perfectainente
Volviendo nuevamente a la historia de estos rnovmucntos, parece ser
que el primero que sostuvo la teoría proteccionista del I':stado (uc el sofista
Licofrón, discípulo de Corgias. Ya hemos dicho que, al igu;ll que Alcid.i
mas, también discípulo de (;orgias, fue lino de los pri meros en atacar la teo
ría de los privilegios naturales. La suposición de que la teoría que hemos de
nominado «proteccionista» tuvo su origen en [,1, encuentra un fundamento
bastante sólido en un pasaje de Aristóteles, del cual se desprende que la [or
muló con una claridad tal, que difícilmente haya sido alcanz.ada posterior
mente por sus sucesores.
Aristóteles nos dice que licofróu consideraba la ley dell':stado un «pal>
to mediante el cual los hombres se aseguran unos a otros el imperio de la
justicia» (pero carente de poder para tornar buenos o justos a los ciudada-
nos). Nos dice, adcm.is," que Licofnín consideraba el Estado un instru
mento para la protección de sus ciudadanos contra las acciones injustas (y
para permitirles un desenvolvimiento pacífico y un libre intercambio), y exi
gía que el Estado fuese una «asociación cooperativa para la prevención del
delito». Cabe hacer notar que no hay ningún indicio, en la rcscii.i propor··
cionada por Aristóteles, de que Licofrón haya expresado su teoría bajo una
forma historicista, es decir, atribuyendo el origen histórico del Estado ;l UI!
contrato social. Muy por el contrario, se desprende claramente del texto
aristotélico que la teoría de Licol'rón se refería exclusivamente a la finalidad
del Estado, pues Aristóteles arguye que Licofrón ha pasado por alto el ob
jetivo esencial del Estado que es, a su juicio, el de tornar virtuosos a los ciu
dada nos. Esto nos muestra que Licofrón interpretó esta finalidad racional
mente, desde un punto de vista tecnológico, adoptando las exigencias del
igualitarismo, del individualismo y del proteccionismo.
De esta forma, la teoría de Licofrón queda completamente a salvo de las
objeciones a que se halla expuesta la teoría historicista tradicional del con
128
129
estableci~:11
trato social; a menudo se dice -Barker, por ejemplo-e-," que la teoría con
tractual «ha sido rebatida por los pensadores modernos punto por punto».
Esto es muy posible, pero el análisis de los puntos estudiados por Barker
nos demuestra que esa refutación no alcanza por cierto a la teoría de Lico
frón, en quien Barker cree ver (yen este punto me inclino a coincidir con él)
al probable fundador de la forma más primitiva de una teoría que pasó a de
nominarse más tarde teoría contractual. Los puntos principales considera
dos por Barker pueden enumerarse de la manera siguiente: (a) Nunca hubo,
históricamente, un contrato semejante; (b) Históricamente, el Estado jamás
fue instituido; (e) Las leyes no son convencionales sino que surgen de la tra
dición, fuerza superior, equiparable quizá al instinto; primero se imponen
como costumbre, para sólo después codificarse en forma de leyes; (d) La
fuerza de las leyes no reside en las sanciones ni en la capacidad de protec
ción del Estado que las impone, sino en la disposición del individuo a obe
decerlas, es decir, en la voluntad moral del individuo.
Se advierte de inmediato que las objeciones ?t, b y e, que son en si mis
mas reconocidamente correctas (si bien han existido algunos contratos),
sólo pueden aplicarse a la forma historicista de esta teoría y no a la versión
de Licoírón. No hay ninguna razón, en consecuencia, para que hayamos de
tenerlas en cuenta. La objeción d, sin embargo, merece una consideración
más detallada. ¿Cuál puede ser su significado? La teoría atacada insiste en la
«voluntad» o, mejor dicho, en la decisión del individuo, más q!lC ninguna
otra teoría. En realidad, la palabra «contrato» sugiere por sí misma un acuer
do basado en la «libre volu ntad»; sugiere, quizá, más que cualquier otra teo
ría, que la fuerza de las leyes reside en la disposición del individuo a acep
tarlas y obedecerlas. ¿Cómo, entonces, puede d ser una objeción contra la
teoría contractual? La {mica explicación posible parece ser la de que Barker
no cree que el contrato surja de la «voluntad moral del individuo», sino más
bien de una voluntad egoísta, y esta interpretación es la más probable, pues
se halla en conformidad con la crítica de Platón. Sin embargo, no es forzo
so ser egoísta para ser proteccionista. La protección no tiene quc significar
necesariamente autoprotección; así, muchas gentes se aseguran la vida con
el propósito de proteger a otros y no a sí mismos y, de manera semejante,
bien podría suceder que exigiesen la protección estatal más para los otros
que para sí mismos. La idea fundamental del proteccionismo es ésta: prote
ger a los débiles de ser atropellados por los fuertes. Esta exigencia no sólo
ha sido proclamada por los débiles sino también, y frecuentemente, por los
fuertes. Tacharla de egoísta o de inmoral sería, en el mejor de los casos, erróneo.
A mi juicio, el proteccionismo de Licotrón se halla libre de todos estos!
cargos. Su reoría constituye la expresión más adecuada del movimiento hu
manista e igualitario iniciado en el siglo de Pericles. Y sin embargo, nos ha
130
xiclo escamoteada infinidad de veces. Así, fue transmitida a las generaciones
posteriores bajo una forma completamente alterada, ya como la teoría his
loricista del origen del Estado en un contrato social, ya corno una teoría
«scncialista con la pretensión de que la verdadera naturaleza del Estado es la
convención, ya como una teoría del egoísmo, basada en el supuesto de la na
I maleza fundamentalmente inmoral del hombre. y todo esto se debe a la
ir(esistible influencia de la abrumadora autoridad de Platón.
VIII
No cabe casi ninguna duda de que Platón conocía nlUY bien la teoría de
l.icofrón, pues ambos fueron (con toda probabilidad) coetáneos. Además,
puede identificársela fácilmente con la teoría mencionada por primera vez
en el Gurgias y, posteriormente, en La República. (En ninguno de los dos
lugares Platón menciona a su autor, procedimiento éste corriente en su obra
cuando se trataba de un adversario todavia vivo.) En el Gorgias, la teoría es
expuesta por Calicles, un nihilista ético como el Trasim.ico de La Repúbli
ca. En esta última obra, Platón la pone en boca de Glaucón. En ninguno de
los dos casos el vocero de la doctrina se identifica personalmente con ella.
Los dos pasajes son, por muchos conceptos, paralelos. Ambos presen
ran Ía teoría bajo una forma historicista, es decir, COJllO una historia del ori-"'
gen de la justicia. Ambos la presentan como si sus premisas lógicas tuvie
ran quc ser, necesariamente, egoístas y aun nihilistas, es decir, como si la
concepción proteccionista del Estado sólo fuera sostenida por aquellos a
quienes les agradaría cometer injusticias, pero que son demasiado débiles
para ello y que, por lo tanto, exigen que los fuertes tampoco puedan hacer
lo: lo cual dista de ser justo, ciertamente, puesto que la única premisa ne
cesaria de la teoría es la exigencia ele que el delito o la injusticia sean supri
midos.
Hasta aq uí, los dos pasajes corren paralelos y este hecho no ha escapado
a la atención de los comentaristas. Sin embargo, existe una tremenda dife
rencia entre ambos que, hasta donde yo sé, no ha sido advertida por éstos.
Estriba que en el Gorgias Caliclcs expone la teoría haciendo constar expre
samente que se opone a la misma, y puesto que también se opone a la soste
nida por Sócrates, se deduce que la teoría proteccionista no es atacada, sino
más bien defendida por Platón. Y, en verdad, un examen más severo de
muestra que Sócrates defendía varios de sus aspectos contra el nihilista Ca
licles. En La República, en cambio, la misma teoría es expuesta por Glaucón
como fruto y desarrollo de las concepciones de Trasímaco, es decir, del ni
hilista que pasa a ocupar aquí el lugar de Calicles; en otras palabras, la teo
131
ría se nos presenta aquí bajo una forma nihilista y Sócrates como e! héroe
que destruye victoriosamente su vil contenido egoísta.
De este modo, los pasajes en que la gran mayoría de los comentaristas
encuentran cierta semejanza entre las tendencias del Gorgias y de La Repú
blica revelan, en realidad, un cambio completo de frente. Pese a la exposi
ción hostil de Calicles, la tendencia del Gorgias se muestra favorable al pro
teccionismo, en tanto que La República lo ataca violentamente.
He aquí un extracto de! discurso de Calicles en el Gorgias:" "Las Leyes
son elaboradas por la gran masa del pueblo que se compone principalmen
te de hombres débiles. De este modo, hacen las leyes..., a fin de protegerse a
sí mismos y a sus intereses, y tratan de disuadir a los más fuertes ... y a todos
los demás que podrían estar mejor capacitados para ello de hacerlo ... y cali
fican de "injusticia" la tentativa de un buen ciudadano de beneficiar a su
prójimo y, además, puesto que son conscientes de su inferioridad, se decla
ran contentísimos con sólo obtener la igualdad». Si examinamos esta sínte
sis haciendo abstracción de aquello que obedece al abierto desprecio y hos
tilidad de Calicles, entonces hallaremos todos los elementos de la teoría de '
Licofrón, a saber: igualitarismo, individualismo y protección contra la in
justicia. Hasta la referencia a los «fuertes» y a los «débiles» que son cons
cientes de su inferioridad encuadra perfectamente dentro de la concepción
proteccionista, siempre que se conceda e! margen necesario para lo que allí
hay de caricaturesco. Es probable que la doctrina de Licofrón exigiese ex
plícitamente que el Estado protegiese a los más débiles, lo cual puede ser
cualquier cosa menos innoble. (La esperanza de que algún día llegue a satis
facerse esta exigencia halla expresión en una de las enseñanzas cristianas:
«Los mansos heredarán la tierra-.)
Al propio Calicles no le gusta el proteccionismo; se muestra más bien en
favor de los clerechos «naturales» del más fuerte. Es sumamente significati
vo que Sócrates, en su argumento contra Calicles, salga en defensa del pro
teccionismo, llegando incluso a identificarlo con su propia teoría de que es
mejor padecer la injusticia que cometerla. Así, dice por ejemplo;" "¿ No es
la mayoría de opinión --como acabas de decir- de que la justicia es igual
dad? ¿Y asimismo de que es más doloroso infligir una injusticia que pade
cerla?»; y más adelante: "... La naturaleza misma, y no ya la simple conven
ción, afirma que infligir una injusticia es más doloroso que padecerla y que
la justicia es igualdad». (Pese a sus tendencias individualistas, igualitarias y
proteccionistas, el Gorgias revela algunos impulsos francamente antiderno
cráticos. La explicación puede residir en el hecho de que al escribir e! Gor
gias, Platón no había elaborado todavía sus teorías totalitarias, y si bien su ,
simpatía ya era de tendencia antidemocrática, se hallaba todavía bajo la in
[luencia de Sócrates. Cómo puedo haber todavía quien crea que el Gorgias
Ji
:.1.,1
132
y La República son ambos reflejos fieles de las verdaderas opiniones de Só
crates, es cosa que cuesta comprender.)
Volvamos ahora a La República, donde Glaucón presenta e! proteccio
nismo como una nueva versión, lógicamente más rigurosa pero éticamente
idéntica, del nihilismo de Trasímaco. «Mi preocupación -expresa Glau
cón-49 se concentra en el origen de la justicia y en lo que ésta sea en reali
dad. Según algunos, es por naturaleza algo excelente infligir injusticias a los
demás, pero no así padecerlas. Sin embargo, sostienen que el perjuicio aca
rreado por el padecimiento de una injusticia excede con mucho el placer de
infligirla. Sucede, entonces, que durante algún tiempo los hombres infligen
injusticias unos a otros y, claro está, tamhión las sufren, llegando así a co
nocer perfectamente el gusto de ambas. Pero, en última instancia, aquellos
que no sean lo bastante fuertes para rechazarla o para disfrutar de su prác
tica, deciden que es más provechoso comprometerse por medio de un con
trato, con el fin de asegurar que ninguno ele ellos habrá de cometer injusti
cias o padecerlas. Tal la forma en que se establecieron las leyes ... Y tal el
origen y la naturaleza de la justicia de acuerdo con esa tcoría.»
En lo que a su contcnido racional se refiere, tr.itasc, evidentemente, de la
misma teoría, y la forma en que 11<1 sido expuesta también recuerda consi
derablcmentc'" el discurso de Caliclcs en el Gorgias. Y no obstante, Platón
ha efectuado un cambio completo de frente. La teoría proteccionista ya no
es defendida aquí contra la acusación de h.ill.usc basada en un cínico egoís
mo; al contrario. Nuestros scutirnicntos humanitarios, nuestra indignación
moral -incitados aru.crionucnrc por el nihilisl110 de Trasímaco-s- son utili
zados para convertirnos en enemigos irreconciliables del proteccionismo.
Esta teoría, que en el C;orgias lubía sido presentada con un carácter huma-o
nitario, se nos aparece ahora con las caracicrfsticas totalmente opuestas,
como el fruto de la repelente y despreciable doctrina de que la injusticia es
algo muy bueno ... para aquellos que pueden eludirla. Y Platónno vacila en
insistir sobre este punto. En la extensa continuación del pasaje citado, Clau
eón elabora dctall.ulamcnrc los supuestos o premisas presuntamente nece
sarios del proteccionismo. Menciona entre ellos, por ejemplo, la opinión de
que la comisión de un acto injusto es «la mejor de todas las cosas»;" de que
la justicia sólo ha sido establecida porque la mayoría de los hombres son de
masiado débiles para cometer delitos, y de que para el ciudadano individual
es la vid.a consagrada al deliro la más provechosa. Y «Sócrates», es decir, Pla
tón, atestigua expresamentc'" la autenticidad de la interpretación efectuada
por Glaucón de la teoría expuesta. Merced a este método, Platón parece ha
ber logrado persuadir a la mayoría de sus lectores o, por lo menos, a todos
los platónicos, de que la teoría aquí desarrollada es idéntica a la del cínico y
desvergonzado egoísmo de Trasímaco." Y, lo que es aún más importante,
133
.
i
. . .I.lllll1u~lIIIlllmlllll~IIIW~lIlllmlllnlHl
••_ .
Pero eso no es todo aún. A través de su insistencia en las prerrogativas
clase, la teoría platónica de la justicia plantea el problema: "¿Quién debe
¡',,,hernarP», colocándolo en el centro de la teoría política. Su respuesta es
'lIle deben hacerlo los más sabios y los mejores, Pero, ¿no modifica esa ex
«lente respuesta todo el carácter de su teoría?
¡J"
I
134
135
Capítulo 7
EL PRINCIPIO DE LA CONDUCCIÓN
La consideración de ciertas objeciones' formuladas contra nuestra inter-'
prctación del programa político platónico nos ha obligado a investigar e~
papel desempeñado dentro de este programa por ideas morales tales coma
la Justicia, el Bien, la Belleza, la Sabiduría, la Verdad y la Felicidad. En est
capítulo yen los dos siguientes proseguiremos dicho .in.ilisis, cmpczand
por considerar el papel deselllpeflado por la idea de la Sabiduría en la filo";
sofía política de Platón.
l-Iemos visto ya que la idea platónica de la justicia exige fu nd.uucnral
mente que los gohernantes naturales gobiernen y que los esclavos natural
obedezcan. Es parte dc la exigenciahistoricisla que el 1",stado, a fin de dete
ncr todo cambio, sea una copia de S11 Idea o de su verdadera '<naturaleza»
Esta teoría de la justicia demuestra con toda claridad que Platón vio el pro
blcma fundamental de la política en la pregllnt:1: ¿ QtiÍÓ¡CS deben p,obcrna
el Estado?
A mi juicio, PIatún promovió una seria y duradera confu.siún en la filo
sofía política al expresar el problema dc la política bajo la lorm.i .<¿ Quién
debe gobernar?>', o bien «¿ L1 voluntad de quién ha de ser suprcma?», etc'!
Esta coníusión es anS!oga a la que creó en el campo de la filosofía moral]
con su identificación ---ana lizacla en el capitu lo anterior-e- del colectivismol
y cl altruismo. Es evidente que una vt:r formulada la pregunta ,<¿()Uiénllllllí
debe gobernar?», resulta difícil evitar las respuestas de este tipo: «el me-:· {
jor», «el más sabio», «el gobernante nato», «aquel que domina el arte del
gobernar» (o también, quizá, «La Voluntad General», «La Raza Superior»,,!
«Los Obreros Industriales», o «El Pucblo»). Pero cualquiera de estas res-,.I¡'.
puestas, por convincentes que puedan parecer -pues ¿quién habría de,
sostener el principio opuesto, es decir, el gobierno del «peop>, (J «el más ig-J
norantc- o "el esclavo nato?»- es, como trataré de demostrar, completa-e
mente inútil.
I
136
En primer lugar, estas respuestas tienden a convencernos de que entra
uan la resolución de algún problema fundamental de la teoría política. Pero
';i enfocamos a ésta desde otro ángulo, hallamos que, lejos de resolver pro
"lemas fundamentales algunos, lo único que hemos hecho es saltar por en
cima de ellos, al atribuirle una importancia fundamental al problema de
,,¿Quién debe gobernar?», En efecto, aun aquellos que comparten este su
puesto de Platón, admiten que los gobernantes políticos no siempre son lo
bastante «buenos» o «sabios» (es innecesario detenernos a precisar el signi
ficado exacto de estos términos) y que no es nada fácil establecer un go
bierno en cuya bondad y sabiduría pueda confiarse sin temor. Si aceptarnos
esto debemos pregu ntar nos, entonces, ¿por qué el pensamiento político no
encara desde el comienzo la posibilidad de un gobierno malo y la conve
niencia de prepararnos para soportar a los malos gobernantes, en el caso de
que falten los mejores? Pero esto nos conduce a un nuevo enfoque del pro
blema de la política, pues nos obliga a reemplazar la pregunta: «¿ Quién
debe gobernari . por la nueva pregunta: ¿ De qué[orma podemos organizar
las instituciones políticas el fin de que los gobernantes malos o in ce/paces no
puedan ocasionar demasiado daño?
Quienes creen que la primera pregunta es fundamental, suponen tácita
mente que el poder político se halla «esencialmente» libre de control. Así,
suponen que alguien detenta el poder, ya se trate de un individuo o de un
cuerpo colectivo como, por ejemplo, una clase social. Y suponen también
que aquel que detenta el poder puede hacer pr.icticamcntc lo que se le anto
ja y, en particular, fortalecer dicho poder, acercándose así al poder ilimita
do o incontrolado. Descuentan, asimismo, que el poder político es, en esen-
cia, soberano, Partiendo de esta base, el único problema de importancia
será, entonces, el de «¿Quién debe ser el sohcrano?».
Aquí le daremos a esta tesis el nombre de teoría de la soberanía (inccm
trolada), sin aludir con él, en particular, a ninguna de las diversas teorías de
la soberanía sostenidas por autores tales como Bodin, Rousscau o 1Icgc],
sino a la suposición más general de que el poder político es prácticamente
absoluto o a las posiciones que pretenden que así lo sea, junto con b conse
cuencia de que el principal problema que queda por resolver es, en este
caso, el de poner el poder en las mejores manos. Platón adopta esta teoría de
la soberanía de forma tácita y desde su época pasa a desempeñar un impor
tante papel en el campo de la política. También la adoptan implícitamente
aquellos escritores modernos que creen, por ejemplo, que el principal pro
blema estriba en la cuestión: ¿Quiénes deben mandar, los capitalistas o los
trabajadores?
Sin entrar en una crítica detallada del tema, señalaré, sin embargo, que
pueden formularse serias objeciones contra la aceptación apresurada e im
137
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plícita de esta teoría. Cualesquiera sean sus méritos especulativos, trátase, I
por cierto, de una suposición nada realista. Ningún poder político ha esta-'
do nunca libre de todo control y mientras los hombres sigan siendo hom
bres (mientras no se haya materializado «Un mundo mejor»"), no podrá
darse el poder político absoluto e ilimitado. Mientras un solo hombre no
pueda acumular el suficiente poderío físico en sus manos para dominar a
todos los demás, deberá depender de sus auxiliares. Aun el tirano más po
deroso depende de su policía secreta, de sus secuaces y de sus verdugos.
Esta dependencia significa que su poder, por grande que sea, no es incon
trolado y que, por consiguiente, debe efectuar concesiones, equilibrando
las fuerzas de los grupos antagónicos. Esto significa que existen otras fuero"~
zas políticas, otros poderes aparte del suyo y que sólo puede ejercer su
mando utilizando y pacificando estas otras fuerzas. Lo cual demuestra que
aun los casos extremos de soberanía nunca poseen el carácter de una sobe
ranía completamente pura, Jamás puede darse en la pr.íct.ica el caso de que
la voluntad o el interés de un hombre (o, si esto fuera posible, la voluntad
o el interés de un grupo) alcance su objetivo directamente, sin ceder algún;
terreno a fin de ganar para sí las fuerzas que no puede someter. Y en un,
número abrumador de casos, las limitaciones del poder político van toda-.
vía mucho más lejos.
Insisto en esos puntos empíricos, no porque desee utilizarlos como aro!;
gumento, sino tan sólo para evitar objeciones infundadas. Nuestra tesis
que toda teoría de la soberanía omite la consideración de un problema mu-.
cho más fundamental, esto es, el de si debemos o no esforzarnos por lograr
el control institucional de los gobernantes mediante el equilibrio de sus fa
cultades con otras facultades ajenas a ellos. Lo menos q uc podernos hacer es :
prestar cuidadosa atención a esta teoría del control y el equilibrio. Hasta.
donde se me alcanza, las únicas objeciones que cabe hacer a esta concepción
son: (a) que dicho control es prácticamente imposible y (b) que resulta esen
cialmente inconcebible, puesto que el poder político es fundamentalmente)
soberano." A mi juicio los hechos refutan estas dos objeciones de carácter
dogmático y, junto con ellas, toda una serie de importantes concepciones'!
(por ejemplo, la teoría de que la única alternativa a la dictadura de una clase.!
es la de otra clase) .•
Para plantear la cuestión del control institucional de los gobernantes
basta con suponer que los gobiernos IlO siempre son buenos o sabios. Sin
embargo, puesto que me he referido a los hechos históricos, creo conve
niente confesar que me siento inclinado a darle mayor amplitud a esta 5U
:" Alusión al conocido libro de Aldous Huxlcy, Braue Nem World, traducido al
castellano con el título Un mundo mejor. (N. del t.)
posición. En efecto, me inclino a creer que rara vez se han mostrado los go
l.cmantes por encima del término medio, ya sea moral o intelectualmente,
y sí, frecuentemente, por debajo dc éste. Y también me parece razonable
.idoptar en política el principio de que siempre debemos prepararnos para
lo peor aunque tratemos, al mismo tiempo, de obtener lo mejor. Me parece
yirnplcmcnte rayano en la locura basar todos nuestros esfuerzos políticos en
h frágil esperanza de que habremos de contar con gobernantes excelentes o
siquiera capaces. Sin embargo, pese a b fuerza de mi convicción en este sen
I ido, debo insistir en que mi crítica a la teoría de la soberanía no depende de
esas opiniones de carácter personal.
Aparte de ellas y aparte de los argumentos empíricos mencionados más
.rrriba contra la teoría general de la sobcr.iuia, existe tnmlricn cierto tipo de
rrgumcnto 1<ígico a nuestra disposición para demostrar la inconsecuencia
de cualquiera de las formas particulares de esta teoría; dicho con más preci
sión, puede dSrsde al argument.o lógico fortll:ls diferentes, aunque análogas,
para combatir la tcoria de que deben ser los m.is sabios quienes gohiernen,
<) bien de qlle dehen serlo los mejores, las leyes, la mayoría, etc. U na forma
particular (le este argumento !<'lgico.sedirige contra cierta versión dcmasia
do ingenua dclliheralislllo, de la democracia y del principio de quc dehe go
hernar la mayoría; dicha [orrna es bastante semejante a la conocida "Para
doja de la libertad", utilizada por primera vez y con gran ¿'xito por Platón,
I'.n su crítica de la democracia y en su cxplic.ición del surgimiento de la ti
rmía, Platón expolie implicit.uncntc la siguiente cuestión: ¿qué pasa si la
voluntad del pucl.lo no es go\wrnarse a sí mismo si 110 cederle el mando a u Jl
tirano? El homhro libre· --sugiere I'btón--· puede ejercer su absoluta liber
t.id, primero, des'lfiando a las leyes, y, luego, desafiando a la propia libertad,
auspiciando el advenimiento de un tirano," No se trata aquí, en modo algu
no, de una I)()sibilidad rcmot a, sino dc un hecho repetido infinidad de veces
en el curso de la historia; y cada vez que se ha producido, ha colocado en
una insostenible situación intelectual ;1 todos aquello» demócratas que
.idoptan, COl!lO hase última ele su credo político, el principio del gobierno de
la mayoría u otr.t forma similar del prillcipio de la soberanía. Por un lado, el
princip io por ellos adopudo les exigc que se opon¡;an a cualquier ~ob¡erno
menos al de la mayoría, y, por lo tanto, uunbiéu al nuevo tirano. Pero por
el otro, el mismo principio les exige que acepten cualquier decisión tomada
por la mayoría y, de este modo, también el f!;ohienl() del nuevo tirano. La
inconsecuencia de su teoría les oblif!;Ol, naturalmente, a paralizar su acción.'
Aquellos demócratas que cxigimo« el control institucional de los gobernan
les por parte de los ¡.;obernados, en especial el derecho de terminar con cual
quier gobierno por un voto dc la mayoría, debernos fundamentar estas cxi
¡;encias sobre una base mejor dc la que puede ofrecernos la contradictoria
138
139
es¡
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teoría de la soberanía. (En la próxima sección de este mismo capítulo vere
mos que esto es posible.)
Como ya vimos, Platón estuvo muy cerca de descubrir las paradojas de
la libertad y de la democracia. Pero lo que Platón y sus sucesores pasaron
por alto fue que todas las demás formas de la teoría de la soberanía dan lu
gar a las mismas contradicciones. Todas las teorías de la soberanía son para
dójicas. Por ejemplo, supongamos que hayamos escogido como la forma
ideal de gobierno, el gobierno del «más sabio» o del «mejor». Pues bien, el
«más sabio» puede hallar en su sabiduría que no es él sino «el mejor» quien
debe gobernar, y "el mejor», a su vez, puede encontrar en su bondad que es
da mayoría>' quien debe gobernar. Cabe señalar que aun aquella forma de
la teoría de la soberanía que exige el «Imperio de la Ley» es pasible de esta
misma objeción. En realidad, esta dificultad ya había sido advertida hace
mucho tiempo, como lo demuestra la siguiente observación de Heráclito:"
«La ley puede exigir, también, que sea obedecida la voluntad de Un Solo
Hombre".
Sintetizando, diremos que la tcor ía de la soberanía se asienta sobre una
base sumamente débil, tanto empírica COJ1l0 lógicamente. Lo menos que ha
de exigirse es que no se la adopte sin antes examinar cuidadosamente otras
posibilidad cs.
1I
En realidad, no es difícil demostrar la posibilidad de desarrollar una teo
ría del control democrático que esté libre de la paradoja de la soberanía. La
teoría a que nos referimos no procede de la doctrina de la bondad o justicia
intrínsecas del gobierno de la mayoria, sino más bien de la afirmación de
la ruindad de la tiranía; o, con m.is precisión, [-eposa en la decisión, o en la
adopción de la propuesta, de evitar y resistir a la tiranía.
En efecto, podemos distinguir dos tipos principales de gobiernos. El
primero consiste en aquellos de los cuales podernos librarnos sin derrama
miento de sangrc, por ejemplo, por medio de elecciones generales. Esto sig
nifica que las instituciones sociales nos proporcionan los medios adecuados
para que los gobernantes puedan ser desalojados por los gobernados, y las
tradiciones sociales" garantizan que estas instituciones no sean fácilmente
destruidas por aquellos que detentan el poder. El segundo tipo consiste en
aquellos de los cuales los gobernados sólo pueden librarse por medio de una
revolución, lo cual equivale a decir que, en la mayoría de los casos, no pue
den librarse en absoluto. Se nos ocurre que el término «democracia» podría
servir a manera de rótulo conciso para designar el primer tipo de gobierno,
140
en tanto que el término «tiranía» o «dictadura» podría reservarse para el se
gundo, pues ello estaría en estrecha correspondencia con la usanza tradicio
nal. Sin embargo, queremos dejar bien claro que ninguna parte de nuestro
razonamiento depende en absoluto de la elección de estos rótulos y que, en
caso de que alguien quisiera invertir esta convención (como suele hacerse
en la actualidad), nos limitaremos simplemente a decir que nos declaramos en
, favor de Jo que ese alguien denomina «tiranía» y en contra de lo que llama
«democracia», rehusándonos siempre a realizar cualquier tentativa -por
juzgarla inoperante- de descubrir lo que la «democracia» significa «real o
esencialmente»; por ejemplo, tratando de traducir el término a la fórmula
«el gobierno del pueblo». (En efeero, si bien "el pueblo» puede influir sobre
los actos de sus gobernantes mediante la facultad de arrojarlos del poder,
nunca se gobierna a sí mismo, en un sentido concreto o práctico.)
Si, tal como hemos sugerido, hacernos uso de los dos rótulos propues
tos, entonces podremos considerar que el principio de la política democrá
tica consiste en la decisión de crear, desarrollar y proteger las instituciones
políticas que hacen imposible el advenimiento de la tiranía. Este principio
no significa que siempre sea posible establecer instituciones de este tipo, y
menos todavía, qlle éstas sean impecables o perfectas, o bien que aseguren
que la polltica adoptacla 1)01' el gobierno demon<Ítico luhrá de ser forzosa
mente justa, buena o sabia, o siquiera mejor que la adoptada por un tirano
benévolo. (Puesto que no efectuamos ninguna afirmación de este tipo, que
da eliminada la paradoja de la dernocracia.) Lo que sí puede decirse, sin em
bargo, es que en la ¡tdopciún de.! principio democrático va implícita la con
vicción de que hasta la aceptación de una mala política en una democracia
(siempre que perdure la posibilidad de provocar pacíficamente un cambio
en el gobienlo), es preferible al sojuzgamiellto por una tiranía, por sabia o be
névola que ésta sea. Vista desde este ángulo, la teoría de la democracia no se
basa en el principio dc quc debe gobernar la mayoría, sino más bien, en el
de que los diversos métodos igualitarios para el control democrático, tales
como el sufragio universal y el gobierno representativo, han de ser conside
rados simplemente salvaguardias institucionales, de eficacia probada por la
experiencia, contra la tiranía, repudiada generalmente como forma de go
bierno, y estas instituciones deben ser siempre susceptibles de perfecciona
miento.
Aquel que acepte el principio de la democracia en este sentido no estará
obligado, por consiguiente, a considerar el resultado de una elección demo
crática como expresión autoritaria de lo que es justo. Aunque acepte la de
cisión de la mayoría, a fin de permitir el desenvolvimiento de las institucio
nes democráticas, tendrá plena libertad para combatirla, apelando a los
recursos democráticos, y bregar por su revisión. Y en caso de que llegara un
141
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,1
1'
día en que el voto de la mayoría destruyese las instituciones democráticas,:
entonces esta triste experiencia sólo serviría para demostrarle que no existe i
en la realidad ningún método perfecto para evitar la tiranía. Pero esto no'
tendrá por qué debilitar su decisión de combatirla ni demostrará tampoco
que su teoría es inconsistente.
'
tu
Volviendo a Platón, hallamos que con su insistencia en el problema de
«quiénes deben gobern,H», dio por sentada, táciclI1H.:nte, la teoría general de,
la soberanía. Se elimina de este modo, sin siquiera plantearlo, el problemaii
del control institucional de los gobernantes y clcl equilibrio institucional dli
sus facultades. El mayor interés se desplaza, así, dc las instituciones hacia la~
personas, de modo que el problema más urgente es el de seleccionar a los jei
fes naturales y adiestrarlos para el mando.
'
En razón de este hecho, hay quienes creen que en la teoría platllnica e
bienestar del Estado constituye, en última instancia, una cuestión ética
espiritual, e1ependiente de las personas y de la responsabilidad persona
más que del establecimiento de instituciones impersonales. A mi juici '
esta concepción del platonismo es superficial. ToJos las regímenes político
a largo plazo son insÚtucion,t/es. y de esta vcrclad 110 se escapa ni clmismd
Platón. El principio del conductor o líder no reemplaza los problemas ins-]
titucionalcs por problemas de personas, sino que crea, tan sólo, nuevos
problernas institucionales. Como no tardaremos en ver, llega incluso a car-]
gar a las instituciones con una tarea que supera con mucho lo que cabe es.:
pcrar, razonablemente, de una simple institución, esto es, con la tarea dé
seleccionar a los [uturos conductores. Sería un error, ¡mr consiguiente, con
siderar que la diferencia que media entre la tcoría dd equilibrio y la teoríi
de la soberanía corresponde a la que separa al instituciollalisJl)o lkl
nalismo. El principio platónico dc la conducci(ln se halla a considerable!
distancia del personalismo puro, puesto que involucra el funcionamient'
de ciertas instituciones; en realidad podría deci rsc, inc1uso, que el persona'
lisrno puro es completamente imposihle. No obstante, debemos apresurar'll
nos a decir asimismo que tampoco es posible el institucionalismo puro. El!
establecimiento de instituciol~es no sólo involucra importantes decisione~:
personales, sino que hasta el funcionamiento de las mejores instituciones;,1
como las destinadas al control y equilibrio democráticos, habrá de depenjJ!
der siempre en grado considerable de las personas involucradas por la~.fl
mismas. Las instituciones son como las naves, deben hallarse bien ideadas
perso~i
Esta distinción entre el elemento personal y el institucional en una deter
ruinada situación social es un punto frecuentemente olvidado por los críticos
de la democracia. En su gran mayoría, se declaran insatisfechos con las insti
luciones democráticas porque encuentran que éstas no bastan necesariamen
te para impedir que un Estado o una política caigan por debajo de determi
liados patrones morales o exigencias políticas. Pero estos críticos yerran al
dirigir su ataque; no se dan cuenta de lo que cabe esperar de las instituciones
democráticas ni de lo que cabría esperar de su supresión. La democracia (uti
lizando este rótulo en el sentido especificado más arriba) suministra el marco
institucional para la reforma de las instituciones políticas. Así, hace posible la
reforma de las instituciones sin el empleo de la violencia y permite, de este
modo, el uso de la razón en la ideación de las nuevas instituciones y en el re
ajuste de las viejas. Lo que no puede suministrar es la razón. La cuestión de
los patrones intelectuales y morales de sus ciudadanos es, en gran medida, un
problema personal. (A mi juicio la idea de que este prolilcma puede ser re
suelto, a su vez, por medio de un control institucional eugenésico y educati
vo es errada; más ;¡hajo daré las razones que abonan este parcccr.) Constitu
ye una actitud completamente equivocada culpar a la democracia por los
defectos políticos de un Estado democrático. Más bien deberíamos culparnos
.1 nosotros mismos, es decir, a los ciudadanos del Estado democrático. En un
I':srado no democrático, la única manera de alcanzar cualquier reforma razo
mble consiste en el derrocamiento violento del gubierno y la introducción de
11Il sistema democrático. Aquellos que critican la democracia sobre una base
..moral» pasan por alto la diferencia que media entre los problemas personales
y los institucionales. Es a nosotros a quienes corresponde mejorar las rcalida
,les que nos rodean. Las instituciones democráticas no pueden perfeccionarse
por sí mismas. El problema de mejorarlas será siempre más un problema de
personas que de instituciones. Pero si desC<lIllos efectuar progresos, deberemos
.lejar claramente establecido qué instituciones deseamos mejorar.
Existe todavía otra distinción dentro del campo de los prolilcruas pohti
lOS, correspondiente a la existente entre personas e instituciones. Se trata de
h que debe efectuarse entre los problemas presentes y íos futuros. En tanto
'Iue los prol ilcmas presellles son, en gran medida, personales, la co nstruc
,'ión del futuro debe ser necesariamente institucional. Si se encara el proble
lila político mediante la pregunta: «¿Quién debe gobernar?» y si se adopta
(,1 principio platónico del liderazgo, es decir, el principio de que Jebe go
l.crnar el mejor, entonces el problema del futuro se presentará bajo la for
lila de una tarea encaminada a crear las instituciones para la selección de los
luturos conductores.
Es éste uno de los problemas más importantes de la teoría platónica de
la educación. No vacilaremos en decir al respecto que Platón corrompió y
y tripuladas.!
142
143
confundió por completo la teoría y práctica de la educación, al vincularlas
con su teoría del liderazgo. El daño causado es aún mayor, si cabe, que e! in
fligido a la ética por la identificación de! colectivismo con el altruismo y a la
teoría política por la adopción de! principio de la soberanía. El supuesto
fundamental de Platón de que e! objeto de la educación (o, mejor dicho, el
de las instituciones educacionales) debe ser la selección de los futuros con
ductores y su adiestramiento para el mando, todavía goza de considerable.
aceptación. Al cargar a estas instituciones con el peso de una tarea que va;
m.is allá de los alcances de toda institución, Platón se hace parcialmente res- .
pensable de su estado deplorable. Pero antes de pasar a examinar en líneas
generales su concepción del objeto dc la educación, convcudr.i au.rliz.u: con
mayor detenimiento su teoría de la conducción o lider;u.go, o mejor dicho,
de la conducción a cargo del más sabio.
IV
Nos parece sumamente probable q uc gran parte de esta teoría platónica
se deba a la influcncia de Sócrates. Uno de los piincipios fun<.LunenLl!cS de I
Sócrates era, en mi opinión, el intclcctual ismo moral. Con esta expresión.'
nos referimos: (a) a la identificación dc la bondad con b sabidurí;\, es decir,
a su teoría de que nadie actúa contra lo que le dicL\ su conocrmicnu: y que'¡
es la falta de conocimiento la causa de todos los errores morales, y (1)) a la I
teoría de quc las virtudes morales pucdcII ser enscii;Hlas, y quc ellas no pre-.
suponen ninguna facultad moral cspecífica, aparre dc la illtcligcllei,\ huma
na universal.
Sócrates, moralista y entusiasta, era ese tipo de hombre cap"'. de criticar'
cualquier forma de gobierno por sus dcfect os (y esU cru iel es ncccxa ria y'
útil, en verdad, para cualquier gobierno, si bien sólo es posible en una de- 'i
rnocracia), pero también de reconocer 1.\ importancia dc rnantcncrsc leal a
las leyes del Estado. La mayor parte de la vida de Sócrates tr.mscu rrió bajo
formas democráticas de gobierno y, como buen dcrnócraur, Sócr.iu-s sintió
que era su deber pOllcr al descubierto la incapacidad y charl.uaucrf.i de al
gunos de los jefes democráticos de su época. Al mismo tiempo, se opuso a
cualquier forma de ti ranía, y si se tiene en cuenta su valiente comporta
miento durante el gobierno de los Treinta Tiranos, no habrS ninguna razón
para suponcr que su censura de los jefes dcmocr.iticos se inspiraba en eier-'
Las inclinaciones antidemocráticas." No es improbable que haya exigido (al
igual que Platón) que el gobierno estuviese en manos de los mejores, lo cual
debió significar, en su opinión, los más sabios, o sea, aquellos quc tenían al
guna noción de la justicia. Pero no debemos olvidar q 1.\e por justicia, Sócra
144
tes entendía la justicia igualitaria (como lo demuestran los pasajes del Gor
gias citados en el capítulo anterior) y que no sólo era igualitarista sino tam
bién individualista, quizá, incluso, e! apóstol más grande de la ética indivi
dualista de todos los tiempos. Y debemos comprender asimismo, que si
bien exigió que gobernasen los más aptos, dejó bien sentado que no se refe
ría con ello a los individuos instruidos; en realidad, abrigaba un profundo
recelo hacia todo tipo de instrucción profesional, ya se tratase de los filóso
fos del pasado o de los presuntos sabios de su generación, los sofistas. La sa
biduría a que aludía Sócrates era de naturaleza muy diversa y consistía, sim
plemente, en la comprensión de lo poco que sabe cada uno. Quienes no
saben esto (enseñaba Sócrates) no saben nada en absoluto. (He aquí el ver
dadero espíritu científico. 1··1 ay quienes todavía creen, como creyó el propio
Platón cuando se proclamó a sí mismo sabio pitagórico/ que la actitud ag
nóstica de Sócrates debe atribuirse a la falta de éxito de la ciencia de su épo
ca. Pero esto sólo demuestra que quienes piensan así no han comprendido
su espíritu y que todavía se hallan poseídos por la actitud mágica presocrá
tica hacia la ciencia y hacia el hombre de ciencia, a quien consideran una es
pecie de exorcista aureolado con la gloria de los sabios, los eruditos, los ini
ciados. Así, lo juzgan por el monto de conocimientos que posee, en lugar de
tomar ·--siguiendo las huellas de Sócrates-e- su conciencia de lo que ignora
como medida de su nivel científico y también de su honestidad intclcctual.)
Es de suma importancia observar que este intclcctualisrno socrático es
decididamente igualitario. Sócrates se hallaba firmemente persuadido de
que todos pueden aprender. I':n el Merlón, lo vemos enseñar a un joven es
clavo una vcrsióu'" de lo que conocemos ahora con el nombre de teorema
de Pitágor.is, en un intento dc demostrar que cualquier esclavo falto de toda
educación posee, sin embargo, una capacidad intrínseca para captar incluso
los asuntos m.is abstractos. Su intclcctualismo es, asimismo, antiautoritaris
ta, Según Sócrates, una técnica ··-la retórica por ejemplo..- quizá pueda ser
enseñada dogmSticalllente por un experto, pero el conocimiento real, la sa
biduría y también la virtud, sólo pueden ser enseriados mediante un méto
do que saque a la luz lo que los discípulos ya llevan dentro de sí. De este
modo, puede cuscñ.irsclcs a aquellos ansiosos por aprender, a liberarse de
sus prejuicios y a dominar el ejercicio de la autocrítica, en la convicción
de que no es nada f;'ícil alcanzar la verdad. Pero también puede cnseíiárseles
<1 tomar decisiones y a confiar, con sentido crítico, en sus propios juicios y
conocimientos. Si se tiene en cuenta el carácter de esta enseñanza, se torna
evidente lo mucho que difiere la exigencia socrática (si es que realmente la
formuló alguna vez) de que gobiernen los mejores, vale decir, los intelec
iualrnente honestos, de la exigencia autoritarisra de que gobiernen los más
instruidos, y también de la aristocrática de que el gobierno quede en manos
145
de los mejores, esto es, los más nobles. (La creencia de Sócrates de que has
ta la valentía es sabiduría, puede tomarse, a mi juicio, como una crítica di
recta de la doctrina aristocrática de! héroe noble por nacimiento.)
Pero este inrelectualismo moral de Sócrates es una espada de doble filo.
En efecto, presenta ya junto con su aspecto igualitario y democrático, que
fue más tarde desarrollado por Antístenes, otro aspecto capaz de dar lugar
a tendencias fuertemente antidemocráticas. Su insistencia en la necesidad de .
educarse y cultivarse podría interpretarse fácilmente como una exigencia
autoritarista. Esto se halla vinculado con un problema que parece haber
desconcertado considerablemente a Sócrates, a saber, el de que aquellos que
no poseen la suficiente educación y no son, por lo tanto, lo bastante sabios
para conocer sus propias deficiencias, son precisamente los que más necesi
tan de la educación. La disposición para aprender demuestra, en sí misma,
la posesión de sabiduría, la única sabiduría en realidad que Sócrates recla
maba para sí; en efecto, aquel que se halla dispuesto a aprender sabe ya lo
poco que sabe. Aquel individuo que carece de educación parece hallarse ne
cesitado, de este modo, de tilla autoridad que le abra los ojos, puesto que no
cabe esperar que revele, por sí mismo, sentido de la autocritica, Sin embar
go, este pequeño elemento de autoritarismo fue maravillosamente contra
rrestado, en las enseñanzas socráticas, mediante la insistencia en que la au
toridad no debe reclamar para sí más que eso. El verdadero maestro sólo
puede probar su carácter de tal, demostrando esa autocrítica que le falta al
que no lo es. «Cualquiera sea la autoridad que yo tenga, ésta descansa ex
clusivamente en mi conocimiento de lo poco que sé»: he ahí la forma en que·
Sócrates podría haber justificado su misión de aguijonear y mantener a la
gente libre del sueño dogmático. A su juicio, esta misión, a más de educa
cional, también era política. Sentía, en efecto, que la forma de perfeccionar
la vida política de la ciudad era educar a los ciudadanos en el ejercicio de la
autocrítica. En este sentido, reclamó para sí el mérito de ser el «único polí
tico de su época»;" a diferencia de aquellos otros que lisonjeaban a la gente
en lugar de estimular sus verdaderos intereses.
Nada más fácil, claro está, que deformar esta identificación socrática de
las actividades educacional y política, confundiéndola con la platónica y
aristotélica de que el Estado vigile la vida moral de sus ciudadanos. Y nada
más fácil, tampoco, que servirse de este malentendido para probar peligro
samente que todo control democrático se halla viciado. En efecto, ¿cómo
podrían ser juzgados aquellos cuya tarea consiste en educar, por jueces des
provistos de educación? ¿Cómo podrían los mejores hallarse sujetos al con
trol de los menos buenos? Pero este argumcnto nada tiene que ver, por su
puesto, con Sócrates. Se supone aquí una autoridad de los más sabios e
instruidos que va mucho más allá de la modesta idea socrática de que la au
toridad de! maestro se funda, únicamente, en la conciencia de sus propias li
mitaciones. La autoridad estatal en estos asuntos es propensa a alcanzar, en
realidad, e! extremo precisamente opuesto al del objetivo socrático. Así, es
probable que provoque la autosatisfacción dogmática y una complacencia
intelectual indiscriminada, en lugar de la deseable insatisfacción crítica y la
ansiedad de perfeccionamiento. No creo superfluo insistir en este peligro
cuya magnitud rara vez se comprende claramente. Hasta un autor como
Crossman que, según creo, comprendió perfectamente el verdadero espíri
tu socrático cojncide 11 con Platón en lo que llama la tercera crítica platóni
ca de Atenas: «La educación, que debiera constituir la rcsponsabilidadjun
damcntal del Estado, hahía sido ahandonada al capricho individual... He
aquí, nuevamente, UDa tarea que sólo dehiera confiarse a los hombres de re
conocida probidad. El futuro de todo Estado depende de las generaciones
jóvenes y es una locura, por lo tanto, permitir que las mentes de los niños
sean modeladas de acuerdo con el gusto individual de los maestros y las
fuerzas de las circunstancias. Igualmente desastrosa había sido la política
estatal del laissc» [aire con respecto a los maestros, preceptores y catcdr.iti
cos».':' Pero la política del Estado ateniense, dellaissezj;úre, censurada por
Crossrnan y Platón, tuvo el incstimalilc resultado de permitir que ciertos
preceptores transmitieran sus enseñanzas, especialmente, el más grande de
todos ellos, Sócrates, y el resultado del cambio dc esta política [uc nada
menos que la muerte de ésrc. Esto debiera servir a manera de advertencia
de 10 pc1igroso que puede resultar el control estatal en semejantes asuntos y de
que la ruidosa preferencia por los «hombres de reconocida probidad» pue
de conducir l.icil rncnt.c 'l la clirninacióu de los mejores. (l.a reciente climi
nación de Bertrand Russcll es un caso sumamente ilusrrativo.) Pero en la
medida en que a Jos principios básicos se refiere, tenemos aquí un claro
ejemplo dc1 prejuicio profundumcnt.c arraigado de que la única alternativa
frente al laisscv. fairc es la responsabilidad total del Estado. Soy de la opi
nión, ciertamente, de quc es responsabilidad privativa del !':sLldo cuidar que
todos sus ciudadanos reciban una educación que les permita participar en la
vida de la comunidad y aprovechar todas las oportunidades para desarrollar
sus intereses y dones específicos; y también debe cuidar el Estado, por cicr
to (COInO lo destaca Crossman con razón), que la falta de «capacidad del in
dividuo para paga!"» no le prive de realizar estudios superiores. A mi juicio,
todo esto corresponde a las funciones protectoras del Estado. Afirmar, sin
embargo, que «el futuro del Estado depende de las generaciones jóvenes y
que es locura, por 10 tanto, permitir que las mentes de los niños sean mode
ladas de acuerdo con el gusto individual», parece equivaler a abrir las puer
tas de par en par al totalitarismo. No deben invocarse a la ligera los intere
ses del Estado para defender medidas que pueden poner en peligro la más
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preciosa de todas las formas de libertad: la libertad intelectual. Y aunque no
nos declaremos partidarios dellaissez faire con respecto a los maestros y
preceptores, creemos que esta política es infinitamente superior a la políti
ca autoritarista que confiere plenas facultades a los funcionarios del Estado
para modelar las mentes de los discípulos y controlar la enseñanza de la
ciencia, respaldando, de este modo, la dudosa autoridad de los expertos con
la del Estado, lo cual no puede sino llevar la ciencia a la ruina, por el hábito
de enseñarla a la manera de una doctrina autoritarista, y destruir el espíritu
científico de la investigación, ese espíritu de la búsqueda de la verdad, que
tanto se diferencia de la creencia en su posesión.
Hemos tratado de demostrar que el intelectualismo de Sócrates era esen
cialmente igualitario e individualista y que el elemento autoritarista por
involucrado se reducía al mínimo, dada la modestia intelectual y la actitud
científica de Sócrates. El intelectualismo platónico difiere profundamente
del socrático. El «Sócrates» platónico de La República" es la condensación
de un franco autoritarismo. (Hasta las apreciaciones despectivas que tiene
para consigo mismo no obedecen al conocimiento de sus limitaciones, sino
más bien a un propósito de afirmar, irónicamente, su propia superioridad.)
Su objetivo educacional no es el de despertar el sentido de la autocrítica y
el pensamiento crítico en general, sino más bien el adoctrinamiento, es de
cir, el modelado de las mentes y de las almas que deben (para repetir una
de Las Leyes 15) aprender «por medio del hábito largamente practicado, a
soñar nunca con actuar con independencia y a tornarse totalmente incapa-.
ces de ello». y la gran idea igualitaria y liberadora de Sócrates de que es po
sible razonar con un esclavo y de que entre hombre y hombre existe siem
pre un vínculo intelectual, un medio de comprensión universal, es decir, eso
que llamamos «razón», es reemplazada por la exigencia de un monopolio
educacional a cargo de la clase gobernante, aparejado con la más estricta
censura de toda actividad intelectual y aun de los debates orales.
Sócrates había insistido en que no era sabio, en que no se hallaba en po
sesión de la verdad, sino que era solamente un investigador, un amante de la
verdad. Esto -explicaba- es lo que significa la palabra «filósofo», vale de
cir, amante y perseguidor de la sabiduría, a diferencia de la palabra «sofis
ta», que designa a los sabios de profesión. Si alguna vez pidió Sócrates que
los hombres de estado fueran filósofos, sólo pudo haber querido decir que,
dada la excesiva carga de responsabilidad que sobre ellos pesa, deben amar
la verdad sobre todas las cosas y ser conscientes de sus propias limitaciones.
¿Cómo hizo Platón para dar la vuelta a esta doctrina? A primera vista,
parecería que no la hubiera modificado en absoluto cuando exige que la so
beranía del Estado descanse en los filósofos, especialmente debido a que -al
igual que Sócrates- por filósofos entendía a los amantes de la verdad. Pero
La institución que, de acuerdo con Platón, debe cuidar la formación de
los futuros conductores podría describirse como el departamento educacio
nal del Estado. Desde UD punto de vista puramente político es, con mucho,
la institución más importante dentro de la sociedad platónica. Ella tiene las
llaves del poder y por esta sola razón los gobernantes deben controlarla di
rectamente, o por lo menos, los grados superiores de instrucción. Existen
también otras razones y la más importante es la de que sólo «los expertos
y... los hombres de reconocida probidad» -como dice Crossman-, que
dentro de la concepción platónica sólo significan los adeptos más sabios, es
decir, los propios gobernantes, son dignos de que se les confíe la iniciación
definitiva de los futuros sabios en los misterios superiores de la sabiduría.
148
149
las modificaciones introducidas por Platón son realmente fundamentales.
El amante platónico ya no es el modesto buscador de verdades, sino su or
gulloso poseedor. Dialéctico experto, el filósofo es capaz de intuición inte
lectual, de ver las Formas o Ideas divinas y eternas, y de comunicarse con
ellas. Situado muy por encima de todos los hombres ordinarios, es «seme
jante a los dioses, si no ... divino»," tanto por su sabiduría como por su po
der. El filósofo platónico ideal se acerca, al mismo tiempo, a la ornnisapien
cia. Es, en suma, el Filósofo Rey. Resulta difícil, a mi juicio, concebir un
contraste mayor que el que media entre el ideal socrático del filósofo y el
platónico. Es d contraste entre dos mundos distintos: el mundo de un indi
vidualista modesto y racional y el de un semidiós totalitario.
La exigencia platónica de que deben gobernar los sabios -los poseedo
res de la verdad, los "filósofos plenamente capacitados--c-" plantea, por su
puesto, el problema de la selección y educación de los gobernantes. En una
teoría puramente personalista (a diferencia de la institucional) este proble
ma podría resolverse con la simple declaración de que los gobernantes sa
bios serán, en su sabiduría, lo bastante sabios para elegir por sucesor a aquel
que se halle mejor capacitado. rtste no constituye, sin embargo, un enfoque
muy satisfactorio del problema. En efecto, en esta forma habría demasiadas
cosas libradas a una serie de circunstancias no controladas, y un mero acci
dente podría destruir la futura estabilidad del Estado. Pero la tentativa de
controlar las circunstancias, de prever todo lo que puede suceder y obrar en
consecuencia, debe conducir, aquí como en cualquier otra parte, al abando
no de una solución puramente personal y a su reemplazo por la de carácter
institucional. Como ya dijimos antes, la tentativa de planificar para el futu
ro conduce siempre al institucionalisrno.
v
il1i
1, r'. l'l"Oblemas más sutiles de la teoría de las Ideas. Entonces es rechazado
111 " el viejo Parménides con la admonición de que se adiestre más acabada
1111 lite en el arte de pensar abstracto antes de aventurarse nuevamente en el
,1"l'i\do campo de los estudios filosóficos. Parece como si tuviéramos aquí
1."111 re otras cosas) la respuesta de Platón --«Hasta Sócrates fue una vez de
Ill.li;i'ldo joven para la dialécticas-e- a los discípulos que lo acosaban pidién
d,dI' una iniciación que él consideraba prematura.
, ¿!\ qué se debe que Platón no desee que sus conductores tengan origi
u.ilidad o iniciativa? A mi juicio, la razón es bien clara. Platón aborrece todo
I .unbio y no desea que se haga necesario efectuar reajuste alguno. Pero esta
I'~ plicación de la actitud platónica no llega al fondo de las cosas; en realidad,
1'111 rentamos aquí una dificultad fundamental del principio de la conduc
111 111. En efecto, la idea misma de seleccionar o educar a los futuros con
ductores es contradictoria. Quizá no ocurra así, hasta cierto grado, en el
I.llnpo de la cultura corporal. Tal vcz no sea tan difícil promover la iniciati
\,,1 física y la valentía corporal. Pero el secreto del valor intelectual es el es
piritu crítico, la independencia intelectual. Y esto nos lleva a dificultades
'lile ningún tipo dc autoritarismo puede superar. Efectivamente, el autori
t.uista selecciona gener'llmente a aquellos que obedecen, que responden a
\11 influencia y que creen en ella. Nunca una autoridad podrá admitir que el
Ilpo más valioso sea el de aquellos dotados de valentía intelectual, es decir,
r.ipaces de desafiar su propia autoridad. A1mismo tiempo, las autoridades
Illempre estarán convencidas, por*supuesto, de Sil capacidad para descubrir
1.1 iniciativa de los demás. Pero lo que ellos entienden por iniciativa es sólo la
I .• pida captación de sus intenciones y la verdadera diferencia entre una y
»ua actitud pasar.i siempre inadvertida. (Quizá estemos rozando, aquí, el
,,'creta de las dificultades particulares que se oponen a la selección de con
.luctores militares capaces. Las exigencias de la disciplina militar intensifi
rm los inconvenientes aquí examinados y los métodos de la promoción mi
litar son tales, que aquellos que se atreven a pcnsar por sí mismos suelen
I (Incluir por ser eliminados. Nada menos cierto, en la medida en que im
porta a la iniciativa intelectual, que la idc.r de que aquellos buenos para obc
.lcccr serán los mejores para mandar." Fn los partidos políticos se presen
iin dificultades muy semejantes: el [actútum del partido gobernante rara
vez resulta un sucesor capav.)
Llegamos así, al parecer, a u n resultado de cierta importancia, pues es
susceptible de ser generalizado. Difícilmente pueda idcarse institución al
¡:,una para la selección de los individuos más sobresalientes. La selección
institucional puede servir maravillosamente a los fines que Platón se propo
uía, esto es, para paralizar todo cambio. Pero si pedimos más, entonces ya
110 servirá de nada, pues siempre tenderá a eliminar la iniciativa y la origi
Esto se cumple sobre todo cn el campo de la dialéctica, el arte de la intuición:!
I
intelectual, d.e,la visualizació~ de !os divinos oríge~es -las Formas? !deas-I
de la revelación del Gran Misterio que yace detras del mundo cotidiano de i
las apariencias.
':
¿Cuáles son las exigencias institucionales de Platón con respecto a esta:
forma superior de educación? Como veremos, son sorprendentes. Platón
exige que sólo sean admitidos aquellos que ya hayan dejado atrás la juven- i
tud. «Sólo cuando comience a faltarles la fuerza corporal y cuando hayan
pasado ya la edad de los deberes públicos y militares, podrán penctrar li- '
brernente cn el sagrado recinto ...»IH Es decir, el recinto de los más altos es-:
tudios dialécticos. La razón dc Platón para formular este extraño precepto i!
es bastante clara. Platón teme al poder del pensamiento: «Todas las grandes I
cosas son peligrosas» 1') es la observación con que introduce la confesión del
quc teme el efecto que pudiera tener el pensamiento filosófico sobre aque
llos cerebros quc no hayan alcanzado todavía los umbrales de la ancianidad.
(¡y todo esto lo pone en boca dc Sócrates, que murió defendiendo su dere- !
eho de cnseúar libremente a los jóvcncsl) Pero es exactamente lo que cabe!
esperar si se recuerda quc el objetivo fundamental de Platón era el de dete
ner todo cambio político. Durante la juventud, los miembros de la clase su- I
perior deberán luchar, y cuando sean demasiado viejos para pensar con in
dependencia, podrán desempeñar perfectamente su papel de estudiantes il·
dogmáticos, prontos a asimilar la sabiduría y la autoridad a fin de conver- 1
tirse ellos mismos en sabios y transmitir, a su vez, su sabiduría, la doctrina !/
del colectivismo y del autoritarismo, a las gcneraeiones futuras.
,1
Es interesante destacar que más adelante, en un pasaje más depurado, i
donde trata de pintar a los gobernames con el mayor brillo posible, Platón
modifica su sugerencia, Esta vez 20 les permite a los futuros sabios iniciar sus
estudios dialécticos preparatorios a la edad dc 30 años, insistiendo, por su
puesto, en la «necesidad de una gran cautela» y en los peligros dc la «insu
bordinación... que corrompe '1 tantos dialécticos», y cxige, asimismo, que
«aquellos a quienes se les permite el uso de argumentos sean de naturaleza
bien disciplinada y equilibrada». Esta mudificacióu contribuye ciertamente
a dar brillo al cuadro, pero la tendencia fundamental es la misma. En efecto,
en la continuación de este pasaje se nos dice que los futuros conductores no I
deben ser iniciados en los estudios filosóficos superiores --en la visión dia
léctica de la esencia del bien- antes de haber alcanzado los 50 años y de ha
ber superado una serie de pruebas y tentaciones.
Tales son las prédicas de La República. Parece ser que el diálogo Par
ménides" contiene un mensaje similar, pues en él se le describe a Sócrates
como a un joven brillante que, habiendo incursionado con éxito en la filoso
fía pura, se ve en serias dificultades cuando se le pide que dé una reseña de
151
150
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nalidad y, de forma más general, las cualidades inesperadas y poco frecuen
tes. Esto no es, por cierto, una crítica de! institucionalismo político. Sólo rea
firmamos lo que ya habíamos dicho antes, es decir, que siempre debemos
prepararnos para los peores conductores, aunque tratemos, por supuesto,
de procurarnos los mejores. Pero sí criticamos la tendencia a cargar las ins
tituciones, especialmente las de carácter educacional, con la tarea imposible
de seleccionar a los mejores. Errado así su objeto, e! sistema educacional
convierte el estudio en una carrera de vallas. En lugar de estimular al estu
diante para que se dedique al estudio mismo, en lugar de alentar en él un
verdadero amor por la investigación y por su disciplina," se le impulsa a
estudiar sólo por su carrera personal y se le hace adquirir sólo aquellos co
nocimientos útiles para salvar los obstáculos que le cierran el paso. En otras
palabras, aun en el campo de la ciencia, nuestros métodos de selección se
basan en cierto estímulo, bastante burdo, de la ambición personal. (Dentro
de este orden de cosas, no debe extrañar que los compañeros miren con re
celo a aquel estudiante que demuestra desvelos especiales por su carrera.)
La exigencia imposible de una selección institucional de los conductores in
telectuales pone en peligro la vida misma, no ya de la ciencia, sino de la in
teligencia.
Se ha dicho sólo con demasiada verdad que Platón fuc el inventor de
nuestras escuelas secundarias y nuestras universidades. No creo que haya
mejor argumento para trazar un cuadro optimista de la humanidad, ni me
jor prueba del indestructible amor de los hombres a la verdad y a la decen
cia, de su originalidad, tenacidad y salud, que el hecho de que este devasta
dor sistema educacional no los haya arruinado por completo. Pese a la
traición de tantos de sus jefes, los hay todavía, y en gran número, viejos y
jóvenes, que conservan su decencia, inteligencia y dedicación al trabajo. ({A
veces me maravillo de que el daño ocasionado no haya sido más sensible
-dice Samuel Butler-24 y que la joven generación haya resultado tan bue
na y sensata, pese a las muchas tentativas, casi deliberadas, de torcer o dete
ner su crecimiento. Algunos, sin duda, fueron víctimas de un intenso daño,
del cual debieron sufrir hasta el fin de sus vidas; pero la mayoría, lejos de ser
afectada por ello, pareció tornarse mejor aún. La razón reside, probable
mente, en el instinto natural de los jóvenes que, en la mayoría de los casos,
los llevó a rebelarse de forma tan absoluta contra las normas de enseñanza,
que, hicieran los maestros lo que hiciesen, jamás lograron la menor atención
por parte de los alumnos.»
Digamos aquí, de paso, que en la práctica Platón no tuvo mayor éxito en
su selección de conductores políticos. Y al afirmarlo no nos referimos tan
to al decepcionante resultado de su experimento con Dionisia el Joven, ti
rano de Siracusa, como a la participación de la Academia de Platón en la exi
losa expedición de Dio contra Dionisia. Dio, e! famoso amigo de Platón,
recibió el apoyo, en esta aventura, de gran número de miembros de la Aca
demia platónica, entre quienes se contó Calicus, que llegó a ser uno de los
camaradas más íntimos de Dio. Una vez proclamado tirano de Siracusa,
1)io ordenó e! asesinato de Heráclides, su aliado (y posiblemente también
su rival). Poco tiempo después fue asesinado, a su vez, por Calicus, quien
usurpó la tiranía, que no logró retener en sus manos, sin embargo, más de
trece meses. (CaJicus fue asesinado por el filósofo pitagórico Leptines.)
l'ero ésta no es la única consecuencia práctica de las enseñanzas platónicas.
Clearco, uno de los discípulos de Platón (y de Isócrates), se convirtió en ti
rano de Hcraclca, después de haber actuado en la política como jefe demo
crático. No duró mucho en el gobierno, sin embargo, pues fue asesinado
por su pariente Chion, otro miembro de la Academia de Platón. (No sabe
mos cómo habría evolucionado Chion, a quien algunos se lo imaginan
como un idealista, pues [uc muerto poco más tardc.) Estas y otras experien
cias semejantes de Platón:" --que podría jactarse de un total de por lo me
nos nueve tiranos entre los que fueron alguna vez sus discípulos o amigos
ponen de manifiesto las dificultades peculiares que obstaculizan la selección
de los hombres más aptos para recibir el poder absoluto. Parece difícil en
contrar al hombre cuyo carácter no sea corrompido por él. Como dice Lord
Acton, todo poder corrompe y el poder absoluto, de forma absoluta.
Resumiendo, diremos que el programa"político de Platón era mucho
más institucional que pcrsonalista; así, esperaba poder detener e! cambio
político mediante el control institucional de la sucesión en el mando. El
control debía ser educacional y estar basado en la concepción autoritarista
del aprendizaje, es decir, en la autoridad de los expertos y de «los hombres
de reconocida probidad». He aquí, pues, en lo que convirtió Platón la exi
gencia socrática de que el político responsable fuera un amante de la verdad
y de la sabiduría más que un experto, y sabio sólo" en la medida en que co
nociese sus propias limitaciones.
152
153
1, ""lfffl'HfflrrrHlfllllllIllII!!IIIIIII!I!IIIlItll
con la moralidad totalitaria de Platón que su defensa de las mentiras propa
gandísticas. Pero no alcanzamos a comprender cabalmente cómo puede de
clarar por inferencia este comentarista religioso e idealista, que la religión y
la fe se encuentran en un mismo nivel que las mentiras oportunistas. En rea
lidad, el comentario de Adam manifiesta reminiscencias del convencionalis
mo de Hobbes; de la concepción de que los dogmas de la religión, si bien
carentes de verdad, constituyen un recurso político indispensable y de suma
eficacia. Y esto nos demuestra que Platón era, después de todo, más con
vencionalista de lo que podría parecer. Ni siquiera se detiene ante la fe reli
giosa, y así, la atribuye a la «convención» (debemos reconocerle la franque
za de haber admitido que sólo se trata de una elaboración deliberada), en
tanto que Protágoras, convencionalista reconocido, creía que las propias le- ,
yes -hechas por los hombres- tenían mucho de inspiración divina. Re
sulta difícil comprender por qué aquellos comentaristas de Platón'" que lo
alaban por haber combatido el convencionalismo subversivo de los sofistas
y por haber cstablecido un naturalismo espiritual basado, en última instan
cia, en la religión, no lo censuran por considerar que la base fundamental de
la religión es una convención o, más bien, una invención. En realidad, la ac-'
titud platónica hacia la religión, .seglll1 se pone de manifiesto en su «Menti
ra señorial», es prácticamente idéntica a la de Critias, su amado tío, el hri- '
lIante jefe de los Treinta 'Tiranos que establecieron un tristemente célebre
régimen de sangre en Atenas, después de la guerra del Peloponcso. Critias.]
un poeta, luc el primero en glorificar los embustes de la propaganda, cuya!
invención describió en vigorosos versos laudatorios del hombre sabio y as-·
tuto que fabricó la religión a fin de «persuadir» a la gente, es decir, de ame- ;
.
,
nazarla para someterla. ¡,
De acuerdo con la concepción de Critias, la religión no es sino la menti
ra señorial de un g¡'ande y hábil hombre de Estado. Las ideas de Platón son
notablemente semejantes, tanto en la introducción del Mito en La Repúbli
ca -donde admite abiertamente que el Mito es una mentira--, como en Las
Leyes, donde declara que la implantación de ritos y dioses es «tarea de un
gran pcnsadol"».lRPero ¿es ésta toda la verdad acerca de la actitud religiosa de
Platón? ¿ Fue Platón sólo un oportunista en estas cuestiones y ha de atribuir
se enteramente el diferente espíritu de sus primeros trabajos a la influencia
socrática? Claro está que no existe ninguna forma de decidir esta CUestión a
punto fijo, si bien creemos percibir intuitivamente que cabe reconocer, a ve
ces, la expresión de un sentimiemo religioso más outéntico aún en sus últi
mos trabajos. Pero creemos, también, que allí do 11de Platón considera los
asuntos religiosos en su relación con la política, su oportunismo político im
pregna todos los dcm is sentimientos. Así, en Las Leyes; Platón exige el más
severo castigo incluso para los ciudadanos honrados y respetables, 19 cuando
éstos se desvían, en sus opiniones relativas a jos dioses, de las Sustentadas por
el Estado. Sus almas deber.in SlT juzgada.s por un Tribunal de inquisidores 2o
y en caso de no retractarse de sus ofensas o de reiterarlas, pesará sobre ellos
el cargo de impiedad, que equivale a la muerte. ¿1:la olvidado Platón, por
iorrnna, que Sócr,ues pereció vícti Illil de la misma imputación?
Que es fundamentallllclltc el interés del Estado lo que inspira esas exi
gencias y no los intereses dc la fe rlOligiosa COl1l0 tal, se desprende F,ícillllen
le de la doctrina rdigio,sa central de Platón, De acuerdo con las enscñam:as
contenidas en LlS Leyes, Jos dioses castigan scveramente ;1 todos aquellos
que se encuentran del lado equivocado en el conflicto entre el bien y el mal,
conflicto éste que puede idclIlificarsc COI1 d existente entre el colectivismo
y el individualisllJo/ y los dioses ---insistc Platón---· se toman Un interés
:lctivo en los hombres, 110 cOJltcnt<Índose con el papel de meros cspcctad.»
res, ASÍ, es imposihle aplacarlos, ya sea con plegarias o con sacrificios, cuan.
do éstos se IdLlIl determinados;¡ inflig-ir un justo casti¡~o.nReslllLl claro el
interés político que sc oculta dctr.is de esta ellsdianzil, y Illucho más claro
todavía si se tiene en cuenta la exigencia platónica de quc el Estado reprima
loda duda acerca de cualquier parte de este dogma político religioso y, en
'·':lrticu1ar, acerca de la l¡oetrina de que los dioses nunca se abstienen de in ..
Ilígir un castigo cuando éste es merecido.
1'1
1
Then carne. ir sccrns, thiu isisc and cunning rnan,
TIJe [irst inventor o] the [ear ofgoas...
He [ram.cd d tale, d most lllluring doctrine,
Concealing trutb by -ocils oflying lore.
Ne lold o/the abodc ofawful gods,
Up in rcvolving uaulis, iobencc thunder H)('¡rs
Ana lighlrúng's fearful flashcs blirid tbc eye...
He th as cncircled men by bonds <JjJear;
Surrounding tbem by gods in j~úr abodes,
He charmed tbey by his spclls, and daunted tbem
And lasolessness turned into law and order. "~o
:
'1
Y entonces vino, al parecer, un sabio astuto, / el inventor del miedo a Jos dio"!
ses... / Ideó un cuento, una doctrina en extremo seductora, / disimulando la verdad!
Ir,ls velos de mendaz sabiduría. / Habló de la morada de dioses terribles, / allá arri
1,.1, en bóvedas giratorias, donde ruge el trueno / y losaterradores destellos del rayo
, I";;an la vista... / Así ató a los hombres con las ligaduras del temor, / y rodeándoles
,L dioses en herrnosas moradas, / los fascinó con su hechizo y los intimidó, / trans
1,umando la ilegalidad en ley yen orden. (N. del t.)
158
159
g.
1/
'1
El oportunismo de Platón y su teoría de las mentiras hace difícil, por su- I
puesto, interpretar lo que dice. ¿Hasta qué punto creía en su teoría de la jus
ticia? ¿Hasta qué punto creía en la verdad de las doctrinas religiosas que.
preconizaba? ¿Sería él mismo ateo, pese a reclamar severos castigos para:
los otros (más atemperados) ateos? Si bien no es posible responder categó- .
ricamente a ninguna de estas preguntas, parece difícil y poco razonable, :
desde el punto de vista metodológico, no concederle a Platón por lo menos'
el beneficio de la duda, en particular en lo referente a la sinceridad funda
mental de su creencia en la necesidad urgente de detener todo cambio. (En]
el capítulo 10 volveremos sobre este punto.) Por otro lado, no podemos du-]
dar que Platón subordina el amor socrático de la verdad al principio más'!
fundamental de que debe fortalecerse en lo posible el gobierno de la clase!
dominante.
Es interesante destacar, sin embargo, que la teoría platónica de la verdad:
no es tan radical como su teoría de la justicia. Según hemos visto, la justicia es¡
definida, prácticamente, como aquello que sirve a los intereses del Estado to- ¡
talitario. Claro está que también hubiera sido posible definir el concepto d~!
la verdad de la misma forma utilitarista o pragmatista. El Mito es verdadero!
-podría haber razonado Platón--, puesto que todo aquello que sirve a losi
intereses del Estado debe ser creído y, por consiguiente, debe ser tenido por]
«verdadero», no pudiendo haber ningún otro criterio de verdad. En el terre-'!
no teórico, los sucesores pragmatistas de Hegel llegaron a dar, cfectivamen"',
te, este paso; en el práctico, lo dio el propio Hegel y sus sucesores racistas.
Pero Platón había conservado lo bastante el espíritu socrático para reconocer:
cándidamente que estaba mintiendo. El paso dado por la escuela de llegel ja
más podría haberlo efectuado, a mi juicio, un discípulo de Sócrates."
m
y basta por ahora del papel desempeñado por la Idea de la Verdad en el
Estado perfecto de Platón. También debemos considerar, aparte de la Justi
cia y la Verdad, algunas otras Ideas tales como la Bondad, la Belleza y la Fe-;
licidad, si queremos rebatir las objeciones levantadas en el capítulo 6 contra,
nuestra interpretación del programa político de Platón, según la cual éste]
era puramente totalitario y se basaba en el historicismo. Puede iniciarse eq
examen de estas Ideas, como así también el de la Sabiduría -·ya analizada I
parcialmente en el capítulo anterior- con la consideración del rcsultado.:
hasta cierto punto negativo, a que arribamos en nuestro examen de la Idea]
de la Verdad. En efecto, este resultado plantea un nuevo problema: ¿por quél
exige Platón que los filósofos sean reyes o reyes filósofos, si define a estos':,
160
últimos como los amantes de la verdad, insistiendo, por otra parte, en que
el rey debe ser «más valiente» y servirse de mentiras?
La única respuesta posible a esta pregunta es, por supuesto, la de que
Platón piensa, de hecho, en algo muy distinto cuando utiliza el término «fi
lósofo». Y, en verdad, vimos en el capítulo anterior que su filósofo no es el
devoto buscador de la sabiduría, sino su orgulloso poseedor. Para Platón, el
filósofo es el erudito, el sabio. Su programa exige, por lo tanto, el gobierno
de los instruidos, la sofocracia, si se nos permite la expresión. A fin de com
prender esta exigencia, antes debemos tratar de descubrir qué clase de fun
ciones tornan conveniente que el gobierno del Estado platónico recaiga en
un poseedor de conocimientos o, como dice Platón, en un «filósofo plena
mente capacitado». Podernos dividir las Funciones por considerar en dos
grupos principales, a saber, las relacionadas con la fundación del Estado y
las referentes a su preservación.
IV
La función primera y m.is iniportruue del filósofo reyes la de fundar y
dar las leyes a la ciudad. No es difícil comprender por qué Platón necesita a.
un filósofo para esta tarea. Si el Estado ha de tener estabilidad, deberá ser
una copia fiel de la divina Forma o Idea del Estado. Pero sólo un filósofo
plenamente instruido en la m;1S alta de todas las ciencias, es decir, la dialéc
tica, se hallará facultado para ver y copiar el divino original. Este punto re
cibe considerable atención en la parle de fA República en que Platón de
sarrolla sus argumentos en favor de la solicranía de los filósofos." Los
filósofos «aman la contemplación de la verdad» y un verdadero amante siem
pre quiere ver el todo, no solamente las partes. Así, el filósofo no ama, a di
ferencia de la gente vulgar, los objetos sensibles y sus «hermosos sonidos,
colores y formas", sino que anhela «ver y admirar la naturaleza real de la
belleza», vale decir, la Forma o Idea de la Belleza_ D« este modo, Platon con..
Itere al término un nuevo sigmji:uu/o, ;1 saber, el de amante y ohscrv.ulor del
divino mundo de las Pormas o Ideas. Fs en esle car.ictcr como el fil(')sofo
puede convertirse en el fundador de una ciudad virtuosa." «El filósofo, que
goza de la comunión COIl lo divino", puede sentirse «abrumado por la ne
cesidad de materializar... su divina visión" de la ciudad ideal y de sus idea
les ciudadanos. El filósofo es, pues, 11na especie de dibujante o pintor que
I iene (do divino por modelo». Sólo los verdaderos filósofos pueden «trazar
el plan básico de la ciudad», pues son ellos los únicos capaces de ver el ori
ginal y, por consiguiente, de copiarlo, «dejando que sus ojos vaguen de un
lado a otro, del modelo al cuadro y nuevamente del cuadro al modelo».
161
En su calidad de «pintor de constitucioness e! filósofo necesita la ayu- '
da de la bondad y la sabiduría. Aquí añadiremos algunas observaciones con
respecto a estas dos ideas y a su significación para e! filósofo en sus íuncio- .
nes de fundador de la ciudad.
La Idea platónica del Bien ocupa e! lugar más elevado dentro de! orden
jerárquico de las Formas. Es e! sol de! divino universo de las Formas o Ideas, .
que no sólo alumbra a todos los demás miembros, sino que es también la:
fuente de su existencia." Es, asimismo, la fuente o causa de todo conoci
miento y toda verdad." De este modo, es indispensable'" para el dialéctico
la facultad de ver, de apreciar, de conocer el Bien. Puesto que es e! sol y
fuente de toda luz en el universo de las Formas, le permite al filósofo-pin-·
tor discernir sus objetos. Su función resulta, por lo tanto, de la mayor im- .
portancia para el fundador de la ciudad. Sin embargo, todo lo que podemos
obtener son estos datos puramente formales. En ninguna otra parte vuelve
a desempeñar la Idea platónica del Bien un pape! ético o político más directo,
ni se nos dice qué hechos son buenos o producen e! bien, aparte del conoci
do código moral colectivista cuyos preceptos son formulados sin recurrir a.'
la Idea del Bien. Las observaciones de que e! Bien constituye e! objetivo
perseguido por todo hombre ID no enriquecen con nuevos datos la informa
ción que ya poseemos. Este hueco formalismo se hace más marcado todavía
en el Filebo, donde el Bien es identificado" con la Idea de la «medida» o «me- :
dio». Y cuando leemos el comentario de Platón de que, en su famoso dis-.'
curso «Sobre el Bien», decepcionó a un auditorio inculto al definir al Bien'
como "la clase de lo determinado, concebida como una unidad», nos senti
mos completamente identificados con ese auditorio. En La República, Pla
tón declara francarnente" que no le es posible explicar lo que entiende por:
el Bien. La única sugerencia práctica de que disponemos es aquella a que hi
cimos referencia al principio del capítulo 4, esto es, la de que e! bien es todo
aquello que preserva, y el mal, todo aquello que conduce a la corrupción o,'
la degeneración. (El «Bien» no parece ser aquí, sin embargo, la Idea del
Bien, sino una cualidad de [os objetos, que los torna semejantes a las Idcas.)
El Bicn es, en consecuencia, el estado inalterable, detenido, de las cosas; es
el estado de las cosas en reposo.
Esto no parece llevarnos mucho más allá del totalitarismo político de
Platón, y e! análisis de la Idea platónica de la Sabiduría nos conduce, igual
mente, a resultados deccpcionantes. Para Platón, la sabiduría no significa,
como hemos visto, el conocimiento socrático de las propias limitaciones;
tampoco significa lo que podríamos esperar normalmente, es decir, un ca
luroso interés en la humanidad y sus problemas, y una útil comprensión de .
los mismos. Los sabios de Platón, demasiado preocupados con los problemas
de un mundo superior, «no tienen tiempo para bajar la mirada a los negoj"
162
cios de los hombres...; siempre tienen los ojos en alto, clavados en lo orde
nado y lo medido». Lo que torna sabios a los hombres son los conocimien
tos adecuados: «Las naturalezas filosóficas son amantes de esa clase de
aprendizaje que les revela una realidad que existe eternamente, sin extraviar
se ni corromperse de una generación a otra». Al parecer, el tratamiento pla
tónico de la sabiduría no logra llevarnos más allá del ideal de inmutabilidad.
v
Si bien el análisis de la función del fundador de la ciudad no nos revela
ningún nuevo elemento ético en la doctrina platónica, nos demuestra que
existe una razón definida para que el fundador de la ciudad sea un filósofo.
Sin embargo, esto no justifica plenamente la exigencia de una permanente
soberanía de los filósofos, sino que se limita a explicar por qué ha de ser el
filósofo el primer legislador, callando los motivos que determinan su per
manencia en el gobierno, dado, especialmente, que ninguno de los magistra
dos posteriores debe introducir cambio alguno. Para una plena justificación
de la exigencia de que gobiernen los filósofos deberemos pasar a analizar,
por consiguiente, las tareas relacionadas con la preservación de la ciudad.
Sabemos por las teorías sociológicas de Platón que el Estado, una vez
establecido, conserva su estabilidad mientras no se produzca ninguna fisu
ra en la unidad de la clase gobernante. La adecuada educación de esa clase
constituye, por lo tanto, la gran función preservadora a cargo del sebera
110, función que debe perpetuarse tanto tiempo como exista el Estado.
¿Hasta qué punto justifica esto la exigencia de que el gobierno recaiga en
manos de un filósofo? Para poder responder a esta pregunta deberemos
distinguir primero, nuevamente, dos actividades distintas dentro de dicha
función: la supervisión de la educación y la supervisión de la procreación
cugenética.
¿Por qué ha de ser el director de la educación un filósofo? ¿Por qué no
puede ser, una vez establecidos el Estado y su sistema educacional, un ge
neral experimentado, un soldado-rey el que se encargue de la misma? La
respuesta de que el sistema educacional debe proveer no sólo soldados sino
también filósofos y hacen falta, por lo tanto, filósofos además de soldados
para supervisarlo, es evidentemente insatisfactoria; en efecto, si no fueran
necesarios los filósofos para dirigir la educación y gobernar de forma per
manente, entonces no habría necesidad alguna de que el sistema cducacio
11al los produjera. Los requisitos del sistema educacional como tal no pue
den justificar la necesidad de filósofos en el Estado platónico, o el postulado
de que los gobernantes deben ser filósofos. Claro está que eso sería muy
163
distinto si la educación platónica persiguiera un objetivo individualista, apar- i
te de su propósito de servir a los intereses de! Estado; por ejemplo, e! obje
tivo de desarrollar las facultades filosóficas por ellas mismas. Pero cuando se
observa -como tuvimos oportunidad de hacerlo en e! capítulo anterior
e! miedo que tenía Platón de permitir toda aquello que guardase el menor
parecido con e! pensamiento independiente,33 y cuando se advierte -como ,
ahora- que e! objetivo teórico último de su educación filosófica era tan
sólo el «conocimiento de la Idea de! Bien», incapaz de proporcionarnos una
explicación articulada de esta Idea, se comienza a comprender que ya no es
posible encontrar explicación alguna al problema. Y si se recuerda lo dicho
en e! capítulo 4, donde vimos que Platón llegaba incluso a exigir ciertas res
tricciones en la educación «musical» de los atenienses, esta impresión se ve
aún más fortalecida. La gran importancia atribuida por Platón a la educa-.
ció n filosófica de los magistrados sólo puede explicarse por otras razones
i
de carácter exclusivamente político.
El principal motivo que cabe observar es, sin duda, la necesidad de au- \
mentar al máximo la autoridad de los gobernantes. Si la educación de losi
auxiliares se lleva a cabo adecuadamente, se obtendrá gran número de bue-]
nos soldados. Y de este modo, e! hecho de sobresalir en las facultades milH
tares puede no bastar para establecer una autoridad indiscutida e indiscuti-]
ble; ésta debe basarse en razones de índole superior. Así, Platón la funda en
la pretendida existencia de facultades sobrenaturales y místicas en sus con
ductores. Éstos no son como los demás hombres, sino que pertenecen ~.
otro universo, pero mantienen comunicación con lo divino. ASÍ, el filósofo]
rey parece ser, en parte, una réplica del sacerdote-rey tribal, institución que;
ya hemos mencionado en nuestro estudio de Heráclito. (La institución d,e!
los sacerdotes-reyes tribales, de los médicos o de los curadores, también pa"
rece haber influido sobre la antigua secta pitagórica, con sus tabúes tribales
asombrosamente ingenuos. Al parecer, la mayoría de éstos ya habían sido
dejados de lado aún antes de Platón. Pero se mantuvo, no obstante, la pre- I
tensión de los pitagóricos de que su autoridad respondía a una base sobre"!
natural.) De esta forma, la educación filosófica platónica desempeña unal
función política definida. Sirve para colocar un sello (1 los gobernantes y es
tablecer una barrera entre gobernantes y gobernados. (Esta finalidad se h~'
conservado hasta nuestros tiempos, como una de las principales de la edu~i
cación «superiorv.) La sabiduría platónica es adquirida, en gran medida]
con el solo fin de establecer un gobierno de clase político permanente. Se l,~
podría definir como un «remedio» político, capaz de conferir facultade~
místicas a quienes lo adoptan, esto es, los médicos del Estado."
Pero eso no puede bastar para responder satisfactoriamente nuestra prll
gunta relativa a las funciones del filósofo en el Estado. Indica, más bien, qui
164
el problema se ha desplazado a otro terreno, planteándose ahora con res
pecto a las funciones políticas prácticas de! curador o médico. No es razo
nable pensar que Platón no haya perseguido algún propósito definido al
idear su adiestramiento filosófico especializado. Debemos buscar, por con
siguiente, una función permanente del gobernante, análoga a la función pa
sajera de! legislador. La única esperanza de descubrir una función semejan
te parece residir en la esfera de la selección genética de la raza dominante.
VI
El mejor método para descubrir por qué es necesario confiar a un filó
sofo el gobierno permanente consiste en formularse la siguiente pregunta:
¿Qué le sucede a un Estado, según Platón, si no cuenta con el gobierno per
manente de un filósofo? La respuesta de Platón es terminante: si los guar
dias del Estado, incluso los del perfecto, ihnoran la sabiduría pitagóric~ y el
Número Platónico, entonces la raza de los guardianes, y con ella el Estado,
estarán condenados a degenerar.
El racismo pasa a desempeñar así, en el programa político de Platón, un
pape! más central de lo que cabría esperar a primera vista. Exactamente del
mismo modo en que el Número racial o nupcial platónico provee el fondo
p.ira su sociología descriptiva, «el fondo dentro del cual se halla encuadra
,1.\ la Filosofía de la Historia p larónica» (COIl1O dice Ad.un), proporciona
i.unbién el marco para la exigencia política de la soberania de los filósofos.
l ícspués de 10 dicho en el capírulo 4 acere a de la crÍ<1 selectiva de perros y
v.u as, aplicada a la selección eugenética de los ciudadanos del Estado plató
Ilico, quizá no resulte del tojo extraño descubrir que su reyes un rey cria
¡\ur. Sin embargo, puede haber tudavía quien se sorprenda de que el [ileso
(1/ platónico resulte ser un criador filosófico. Pero la verdad es que la
Ill'cesidad de tina crianza científica, matemático-dialéctica y filosófica, no es
1'1 menor ni el último de [os argumentos con que Platón defiende la sobcra
"1,' de los filósofos.
Ya vimos en el capítulo 4 que el problema de la obtención de una raza
1'lIl'a de guardias humanos había recibido una atención especialisima por
p.11 le de Platón en las primeras partes de La Repú/;[ica. Sin embargo, no
!I"llIllS encontrado hasta ahora ninguna razón plausible por la cual hayan de
1 ur.u capacitados para desempeñarse como «criadores» políticos sólo los fi
11 j'" .los plenamente reconocidos como tales. Y no obstante, corno sabe todo
, u.ulor de perros, caballos o pájaros, la cría racional es imposible sin un
111'1,1.-10, sin un objetivo que la guíe en sus esfuerzos, sin un ideal hacia el
. ,,01 I icndan sus productos, a través de las cruzas y selecciones sucesivas. Sin
165
1.I~mmrr:mtrmmm!!!I!!I!1II '111.111 I ¡'I"
11,
I
un patrón de este tipo, jamás podría decidir qué productos son «buenos" y
cuáles «malos", ni cuáles son los méritos o defectos de los descendientes.
Pues bien, este patrón equivale exactamente a la Idea platónica de la raza
que se propone crear.
De! mismo modo en que sólo el verdadero filósofo, el dialéctico, puede
ver -según Platón-e- el divino original de la ciudad, así también el dialécti
co es el único que puede ver aquel otro original divino, a saber: la Forma o
Idea del hombre. Sólo él es capaz de copiar este modelo, de hacerlo descen
der del cielo a la tierra» y de materializarlo sobre su superficie. Esta Idea del
hombre, Idea de carácter regio, no representa, como han creído algunos,
aquello que todos los hombres tienen de común ni constituye el concepto
universal de! «hombre». Tratase, más bien, del original humano semejante a
Dios, del superhombre inmutable, del supergriego y del supcrarno. El filó
sofo debe tratar de materializar en la tierra lo que Platón define como la
raza de «los homhres más constantes, más viriles y, dentro de los límites de
lo posible, los más hermosamente conformados ...: de noble cuna y de ca- :
ráctcr capaz de infundir un temor reverencial»." Es la raza de hombres y
mujeres que han de ser «semejantes a dioses si no divinos ... y han de hallar
se tallados en la belleza perl"ect,l",]! la raza señorial, destinada por la natura- '
lcz.a al reino y al mando.
Vemos, así, que las dos funciones fundamentales del filósofo rey son
análogas: por un lado tiene que copiar el divino original de la ciudad y, por
el otro, el divino original del hombre. fJ es el único capa/'. de hacerlo y e!
único que siente la imperiosa necesidad de materializar, «tanto en el indivi
duo como en la ciudad, su divina visión»."
Ahora podemos compremler por qué Platón efectúa su primera insi
nuación de que hace falta algo más que las virtudes corrientes para gobernar
un Estado, en el mismo lugar en que sostielle por primera veZ que los prin
cipios de la cría selectiva de Jos anima1cs deben aplicarse a la raza de los
hombres. En la cría de los animales -dice Platón-e- demostramos el mayor
esmero; «si no se los niara de esta manera, ¿no cahría esperar que la raza de
los pájaros, de los perros o de cualquier otra especie degenerase rápidamenc,
te?", Cuando de esto deduce que el hombre debe ser procreado siguiendo el',
mismo método, «Sócrates» exclama: «¡Cielos! ... ¡qué extraordin<lrias cuali-.
dades tendremos que exigirles a nuestros gohernantes, si es que los 111ismo~'
principios se aplican a la raza de los hombres!».]'! La frase es sumamente sig
nificativa, pues constituye uno de los primeros il1élicios de que los magistra
dos pueden llegar a configurar una clase de «cualidades extraordinarias».
con una posición y un adiestramiento propios; y esto no hace sino prepara
el terreno para la exigencia ulterior de que sean filósofos. Pero el pasaje .
aún más significativo, en la medida en que conduce directamente a Platón di
166
exigir que sea deber de los gobernantes, en su carácter de médicos de la raza
humana, administrar mentiras y engaños. Las mentiras son necesarias, afir
ma Platón, «si la majada ha de alcanzar su más elevada perfección»; para ello
hacen falta ciertas "disposiciones que deben mantenerse ignoradas de todos
salvo de los gobernantes, si se quiere conservar al rebaño de los guardias
realmente libre de la posibilidad de desunión». En realidad, la petición (ci
tado más arriba) formulada a los gobernantes de que demuestren más va
lentía en la administración del engaño a manera de medicamento, lo inclu
ye Platón con este motivo, intentando preparar el ánimo del lector para la
siguiente exigencia, que consideraba de panicular importancia. Así, estable
ce''? que los gobernantes deben idear, con el fin de cruzar a los auxiliares jó
venes, «un ingenioso sistema de sorteo, de tal modo que las personas que no
resulten agraciadas... puedan culpar a su mala suerte y no a los gobernan
tes», quienes dispondrán, voluntaria y secretamente, los resultados del sor
teo . .E inmediatamente después de este repudiable consejo para eludir el
peso de la responsabilidad (al colocarlo en boca dc Sócrates, Platón mancha
a su gran maestro), «Sócrates» formula una sugerencia" recogida sin tar
danza y elaborada por Gbucón y que nosotros pod ríarnos llamar, por lo
tanto, el Edicto glauconicmo . Me refiero a la brutnl ley'" que impone a todo
individuo de cualquier sexo la obligación de someterse, en tiempos de gue
ITa, a los requerimientos de los valientes: «Mientras dure la guerra... nadie
podrá reliusársclcs. En consecuencia, si un soldado siente deseos de alguien,
ya sea varón o mujer, esta ley le permitirá cobrarse el precio de su valor». El
Estado habrá de obtener, de este modo ---de acuerdo con \0 que allí se indi
ca cuidadosamcntc->-.. dos beneficios perfectamente diferenciados: más hé
roes por el incentivo que esto supone y... también más héroes, debido a los
hijos q uc aquéllos engendren. (Este último beneficio, el más importante
desde el punto de vista de una política racial a largo plazo, es puesto en boca
de -Sócratcsv.)
vrr
Para ese tipo de selección cugenética no hace falta ninguna preparación
filosófica especial. La selección filosófiea desempeña, sin embargo, un papel
I'rineipallsimo a manera de contrapeso de los peligros de la degeneración. A
Iin de combatir estos peligros, hace falta un filósofo plenamente capacitado,
I,'S decir, alguien adiestrado en la matemática pura (la geometría del espacio
iuclusive), la astronomía pura, la armonía pura y la coronación de todos los
ntudios, la dialéctica. Sólo aquel que conozca los secretos de la eugenesia'
m.uemática, del Número platónico, podrá devolver al hombre, y salvaguar
167
1'''11' f
•• _ .." .. Hifiriftf!f!'ffiilldhd"ri"n"n..
hffililifiiIUIUn...lJUnn\'fHD'J'n'"....,.. n..-nrn.nrn:>'... ..-..w,
I
I
i
darla en su beneficio, la felicidad disfrutada antes dc la Caída." Todo esto
ha de tenerse presente cuando, después de la proclamación del Edicto glau-:I
coniano (y después de un interludio referente a la diferencia natural entre I
griegos y bárbaros, equivalente, según Platón, a la que media entre amos yi
esclavos), se enuncia la doctrina -cuidadosamente señalada por Platón:!
como su exigencia política central y de mayor importancia- de la sobera-I
nía de los filósofos reyes. Esta sola exigencia -nos enseña- puede poner'
fin a los males de la vida social, especialmente al mal que cunde en los Esta C
dos, a saber, la inestabilidad política, como así también a su causa más ocul-]
ta, cll~al que cunde entre los miembros de la raza humana, a saber, la dege-¡'
neraClOn racial: H
,
-Bien -dice Sócrates-, voy a zambullirme ahora dentro del tópico.'
que comparé antes con la mayor de todas las olas. Y hablaré aunque no me!
cuesta prever que ello me procurará un diluvio de risas, por p:lrte de algu~:
nos lectores. En verdad, veo perfectamente cómo esta gr'lll ola se rompe so
bre mi cabeza, deshaciéndose en un rugido de risas y calumnias...
-¡Termina ya con tu historia! -apremia Glaueón.
-A menos que, en sus ciudades, los filósofos sean investidos del poder
de los reyes, o que los que ahora llamamos reye~ y oligarcls se conviertan
en auténticos filósofos plenamente capacitados, y a menos que estas dos
propiedades, a saber, el poder político y la filosofLl se fundan en una sol~
(de modo que todos aquellos que actualmcutc sólo se indinan por una de
ellas sean eliminados), a menos que ocurra una de estas alternativas, mi que-]
rido Glaucón, no habrá reposo y el mal no cesará de cundir en las ciudades
ni tampoco, creo yo, en la raza de los hombres. (A lo cual replicó K:l11t pru-:
dentemente: «No es probable que los reyes se conviertan en filósofos o los
filósofos en reyes ni tampoco hemos de desearlo, puesto que la posesión del]
poder afecta invariablemente el libre juicio de la razón. Es indispcns.ible.:
si¡~ embargo, qu.e los reyes -? .Ios pueblos, Cl!~lJllo éstos se gobiernall a s(1
nusmos- no eliminen a los fdosofos, conced\(;l1llolc~ el derecho, en cam-¡
bio, de opinar libre y pÚblic:lmente».),ló
i,
Ese importante pasaje platónico ha sido cousiclcrado con raz.ón la clave]
de toda su obra. Sus últimas palabras: "Ni tampoco, creo yo, en la raz,¡ del
los hombres», constituyen, al parecer, un pensamiento posterior de impor-:
tancia relativamente secundaria dentro de este párrafo, Será necesario clete-'
nernos a considerarlas, sin embargo, debido a que e! hábito de idealizar a,:
Platón ha sancionado la interpretación" de que Platón se refiere aq ui a la:\
«humanidad", extendiendo su promesa de salvación más allá de los límites':
de las ciudades, hasta la «humanidad en su totalidad». Debemos decir, en:!
este sentido, que la categoría ética de «humanidad» como algo quc trascien)
de las diferencias de naciones, razas y clases, es completamente ajena a Pla~::
¡
168
1, in. En realidad, tenemos suficientes pruebas de la hostilidad de Platón ha
,j:¡ el credo igualitarista, hostilidad que se manifiesta en su actitud para con
f\ ntístenes," viejo discípulo y amigo de Sócrates. Antístenes también perte
necia a la escuela de Georgias, al igual que Alcidamas y Licofrón, cuyas teo
I i:1S igualitarias parece haber ampliado, convirtiéndolas en la doctrina de la
hermandad de todos los hombres y del imperio universal humano." Esta
.loctrina es atacada en La República, donde se correlaciona la desigualdad
natural entre griegos y bárbaros con la existente entre amos y eselavos, y es
dl; advertir que el ataque se produce!" inmediatamente antes de! pasaje cla
\'(' que venimos considerando. Por estas y otras razones.i" no parece arrics
I',ado suponer que Platón, cuando decía que el mal cundía en la raza de los
hombres, aludía a una teoría con la cual sus lectores ya cstar ían sufieiente
mente familiarizados a estas alturas. A saber, su teoría de que e! bienestar
del Estado depende, en última instancia, de la «naturaleza» de cada uno de
1, 's miembros de la clase gubernante; y que su naturaleza y l'a de su raza o
descendencia se liallaha amenazada, a su vez, por los males de una educa
,ión individualista y, lo que es aún 111:1S importante, por la degeneración ra
,'i.l!. La observación de Platón, con su clara referencia a la oposición entre e!
I eposo divino y la vil decadencia y transformación, anticipa la historia del
Número y de la Caída del hombre."
Es perfectamente norma] que Platón mencionase su racismo en este pa
:,.lje clave en que enuncia su exigencia política más importante. En efecto,
:¡in el «auténtico filósofo plenamente capacitado», adiestrado en todas
uquellas ciencias que constituyen otros tantos requisitos previos para el
. ouocirnicnto de la eugenesia, el Estado está perdido. [-':n su historia del
Número y de la Caída del hombre, Platón nos dice que uno de los primeros
I'ccados capitales de omisión que habrán de cometer los magistrados dege
I I erados será la pérdida de interés en la eugenesia, esto es, la negligencia en
l.t observación y verificación de la pureza de la raza: «Entonces serán eleva
d,ls al gobierno personas completamente ineptas para su tarea de guardia
n('s, esto es, para vigilar y poner a prueba los metales de la raza (que es la
uusma de Hesíodo y la tuya, lector), oro y plata y bronce y hierro>,.s2
Es la ignoraneia del misterioso Número nupcial la que conduce a este
desgraciado fin. Pero es indudable que el N úmcro lo había inventado el
!,topio Platón. (Esta teoría presupone la armonía pura, la cual presupone, a
',U vez, la geometrí:l del espacio, ciencia ésta enteramente nueva en la época
('11 que fue escrita La República.) Vemos, pues, que nadie sino Platón cono
, i:l el secreto y la clave de la verdadera magistratura. Lo cual sólo puede sig
nificar una cosa: el filósofo reyes e! propio Platón y La República la recla
I Ilación para sí de un poder soberano; poder que le pertenecía, según su
1 onvicción, por reunir a la vez la calidad de filósofo y la de descendiente y
169
U na vez alcanzada esa conclusión, comienzan a vincularse entre sí unaf
cantidad de cosas que, de otro modo, se hubieran mantenido aisladas. Casi i:i
no puede dudarse, por ejemplo, que la obra de Platón, repleta de alusiones II
a los problemas y personajes contemporáneos, no pretendía ser tanto un"
tratado teórico como un manifiesto político. «Cometemos la mayor de las.l
injusticias con Platón ~expresa A. E. Taylor~ si olvidamos que La Repú-11
blica no es tan sólo una simple colección de análisis teóricos relativos al il
gobierno sino un serio proyecto de reforma práctica sustentado por un;1
ateniense , encendido, coma Shelley, con la "pasión de reformar al mun- 1,
do".»5} Esto es indudablemente cierto, y de esta sola consideración podría)
haberse concluido que al describir a sus filósofos reyes, Platón debió haber,il
estado pensando en alguno de los filósofos de su época. Pero en los días en',!
que fue escrita La República, sólo había en Atenas tres hombres lo bastan-,¡I
te destacados para reclamar el nombre de filósofos, y éstos eran Antístenes'r
Sócrates y el propio Platón. Si encaramos la lectura de La República desde 11
este punto de vista, encontraremos de inmediato, en el análisis de las carac-il
terísticas de los reyes filósofos, que hay un extenso pasaje dedicado por PIa- ,1
54:
tón, evidentemente, a trazar un retrato de sí mismo. Comienza este pasaje
con una inequívoca alusión a un personaje popular, esto es, Alcibíades, y
concluye con la franca mención de Thcages y con una referencia de «Sócra
tes» a él mismo." La conclusión que se extrae de este pasaje es que son muy
pocos los que pueden considerarse verdaderos filósofos, aptos para desem
peñar la función de filósofo rey. Alcibíades, de noble estirpe, reunía todas
las condiciones necesarias pero abandonó la filosofía, pese a todos los es
fuerzos de Sócrates por salvarlo. Abandonada e inerme, la filosofía fue
abrazada por cortejantes indignos. Por último, «sólo resta un puñado de
hombres dignos de unirse a la filosofía». Juzgando desde este ángulo, cabe
esperar que con lo de «indignos cortejantes» aluda a Antístenes e Isócrates
y su escuela (y que éstos sean los mismos cuya «supresión por la fuerza» :
exige Platón en el pasaje clave relativo al filósofo rey). Y existen, en verdad, :
algunos indicios que corroboran esta sospecha. 56 Del mismo modo, cabe·
suponer que en el «puñado de hombres dignos» se halla comprendido Pla-,:¡
tón y, tal vez, alguno de sus amigos (posiblemente Dio); y la continuación:
del pasaje deja poco lugar a dudas, en realidad, de que Platón se refiere a sí
u.ismo: «Aquel que pertenece a este pequeño grupo... puede ver la locura de
1., mayoría y la corrupción general de todos los negocios públicos. El filó
', .. lo... es como un hombre enjaulado. Sin resignarse a compartir la injusti
I.l de la mayoría, su poder no le basta para proseguir la lucha aislado, ro
deado como se halla por un grupo de salvajes. Antes de poder hacer bien
,dgllno, a su ciudad o a sus amigos, sería muerto sin remedio... Ante la de
I"da consideración de todos estos puntos, depondrá las armas y confinará
'¡liS esfuerzos a su propio trabajo...».57 El fuerte resentimiento que se pone
de manifiesto en estas amargas y tan poco socráticas palabras," las sindica
I l.rramente como producto exclusivo del pensamiento de Platón. Para una
"lena apreciación de esta confesión personal conviene compararla, sin ern
I,.lrgo, con el siguiente pasaje: «No está de acuerdo con la naturaleza que el
u.ivcgante haya de mendigar el mando a los marineros que nada saben; o
que los sabios hayan de esperar a la puerta de los ricos ... Lo razonable y
normal es que los enfermos, sean ricos o pobres, acudan presurosos a la
puerta de su médico. Del mismo modo, aquellos que necesitan ser goberna
Ii..s deberían precipitarse a la puerta de aquel que es capaz de gobernarlos,
pero jamás un gobernante, si en algo se precia, habrá de rogarles que acep
I<'u su mando». ¿Quién no advierte el acento de un inmenso orgullo perso
lIal en estas frases? Aquí estoy yo, dice Platón, vuestro gobernante natural,
1,1 filósofo rey que sabe cómo gobernar. Si me deseáis, debéis venir a mí y si
insistís, puede ser que acepte gobernaros. Pero jamás iré a pediros nada.
¿Creería realmente que «acudirían presurosos en busca de su ayuda? Al
q',ualque muchas otras grandes obras de la literatura, La República presen
1.\ indicios de que su autor abrigaba, por momentos, jubilosas y extravagan
I('s esperanzas de éxito, \~ para caer, periódicamente, en el escepticismo o la
desesperación. Algunas veces, por lo menos, Platón esperaba que el pueblo
viniese a él, y no podía ser dc otro modo, dado el éxito de su obra y la fama
,le su sabiduría. Pero otras, sentía que lo único que conseguiría con su obra
.crfa concitar furiosos ataques y acarrear sobre sus hombros llll sinfín «de
burlas y calumnias», quizá, incluso, la muerte.
¿Era ambicioso? Sin duda. Platón apuntaba hacia las estrellas, hacia la si
militud con los dioses. A veces me pregunto si parte del entusiasmo dcsper
LItiO por Platón no se dcbcr.i al hecho de que expresó en sus obras muchos
.1" sus sueños más secretos."? Aun cuando arguye contra la ambición, no
podemos dejar de sentir que es ésta lo que lo inspira. El filósofo ~nos ase
l;ura~61 no cs ambicioso, aunque «destinado a gobernar, no tiene el menor
.leseo de hacerlo». Pero la razón que se aduce para ello es la de que... su
I ondición es demasiado elevada. Aquel que ha experimentado la comunión
I on la divinidad puede descender de las alturas, si lo quiere, al nivel de los
mortales, sacrificándose en bicn de los intereses del Estado. No ansía ha
170
171
legítimo heredero de Codrus el mártir, el último de los reyes atenienses,
quien, según Platón, se había sacrificado «a fin de conservar el reino para
sus hijos».
I
VI1l
.
)1
l
cerlo; pero como gobernante y salvador natural, se halla dispuesto al sacri
ficio. Los pobres mortales lo necesitan y sin él, e! Estado debe perecer,
pues sólo él conoce el secreto para preservarlo, e! secreto de detener la de
generación...
En mi opinión, es necesario no pasar por alto e! hecho de que detrás de
la soberanía de! rey filósofo se oculta e! deseo de poder. El hermoso retrato
de! soberano no es sino un autorretrato. Una vez recobrados de la conmo
ción ocasionada por este descubrimiento, podremos contemplar ese impo
nente retrato sin que -siempre que logremos fortificarnos con una pequeña
dosis de ironía socrática-, nos vuelva a parecer tan aterrador. Así, comen
zaremos a descubrir sus rasgos humanos -en verdad, demasiado huma
nos-; podemos llegar, incluso, a sentirnos algo apiadados de Platón, que
debió conformarse con establecer la primera academia, ya que no el primer
reino, de la filosofía y que jamás pudo materializar su sueño, esto es la Idea
soberana que se había formado de su propia imagen. Siempre fortificados
por una buena dosis de ironía, podemos llegar a encontrar, incluso, en la
historia platónica, una melancólica semejanza con aquella sátira inconscien
te y sin intención del platonismo, esto es, el cuento del Ugly Dachshund, de
Tono, el gran danés, quien se forma la Idea soberana del «Gran Perro» se
gún su propia imagen (pero que al fin descubre, felizmente, que él es, real
mente, el Gran Perro).62
¡Qué monumento a la pequeñez humana es esta idea del filósofo rey!
¡Qué contraste entre ella y la simplicidad y humanidad de Sócrates, que se
pasó advirtiendo al hombre de estado contra el peligro de dejarse deslum
brar por su propio poder, excelencia y sabiduría, y que tanto se preocupó
por enseñar que Jo que más im porta es nuestra frágil calidad de seres huma
nos! ¡Qué decadencia, qué distancia desde este mundo de ironía, razón y
sinceridad, al reino platónico del sabio cu yas facultades mágicas lo elevan
por encima de los hombres corrientes, aunque no tan alto como para evitar
el uso de las mentiras o para ahorrarse las tristezas del oficio médico: la ven
ta o la fabricación de tabúcs, a cambio del poder sobre sus conciudadanos.
Capítulo 9
ESTETICISMO, PERFECCIONISMO, UTOPISMO
"Para empezar, habrá que destruir todo. Toda nues
tra maldita civilización deberá desaparecer antes de que
podamos traer alguna decencia al mundo.»
«Mourian», en Les Thibault,
de ROGER
MAllnN DU GAllD
El programa platónico entraña cierto enfoque de la política que es, a mi
juicio, de SUITlO peligro. Desde el punto de vista de la ingeniería social ra
cional, su aruilisi» reviste una gran importancia práctica. Podríamos descri
bir el enfoque platónico a que nos referimos, como el de la ingeniería utó
pica, en oposición a la otra clase de ingeniería social que es, en mi opinión,
la única racional y que podría designarse con el nombre de ingeniería par
cial o gradual. La concepción utopista es tanto más peligrosa por cuanto
constituye la alternativa obvia del historicismo a ultranza, sustentado sobre
la hase de que 110 es posible alterar el curso de la historia. Al mismo tiem
po, parece constituir un complemeIlto necesario de otras formas de histori
cismo menos radicales como, por ejemplo, la de Platón, que admiten cierta
interferencia hum:lIla.
La concepción utopista podría describirse de la forma siguiente: todo
acto racional debe obedecer a cierto propósito; así, es racional en la misma
medida en que persigue su objetivo consciente y consecucntemente y en
que determina sus rncd lOS de acuerdo con este fin. Lo primero que debemos
hacer si queremos actuar racionalmente es, por tanto, elegir el fin, y debe
mos tener el mayor cuidado al clctcrminnr nuestros fines reales o últimos,
pues no dehemos confundir/os con aquellos fines intermedios o parciales
que, en realidad, sólo son medios o pasos del recorrido hacia el objetivo fi
nal. Si pasamos por alto esta diferencia, tarnbicn podemos pasar por alto la
cuestión de si esos fines parciales son o no aptos para acarrear el fin funda
mental y, en consecuencia, no lograremos actuar racionalmente. Estos prin
cipios, si se los aplica al campo de la actividad política, exigen que determi
nemos nuestra meta política última, o el Estado Ideal, antes de emprender
alguna acción práctica. Sólo una vez determinado este objetivo final, aun
que no sea más que en grandes líneas, sólo una vez que tengamos en nues
tras manos algo así como el plano de la sociedad a que aspiramos llegar, po
dremos comenzar a considerar el camino y los medios más adecuados para
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su materialización, Y a trazamos un plan de acción práctica. Tales son los
preliminares necesarios de cualquier movimiento político práctico que as
pire a ser llamado racional, especialmente en la esfera de la ingeniería social.
He ahí, pues, en pocas palabras, la actitud metodológica que hemos de
nominado ingeniería utÓpica. 1 Sin duda, es convincente Y atractiva. En rea
lidad, es el tipo indicado de enfoque metodológico para atraer a todos aquellos
que, o bien se hallan libres de prejuicios históricos, o bien han reaccionado
contra ellos. Esto sólo \a torna más peligrosa, y más urgente su crítica.
Antes de pasar a analizar detalladamente la ingeniería utópica, quisiera
reseñar otro tipo de ingeniería social, a saber, la ingenierí,l gradual. Se trata
aquí, en mi opinión, de un enfoque metodológicamente sólido. El político
que adopta este método puede haberse trazado o no, en el pensamiento, un
plano de la sociedad y puede o no esperar que la humanidad 1\C(,;ue ,l mate
rializar un día ese estallo ideal y alcanzar la felicidad y la perfección sobre la'
tierra. Pero siempre será consciente de que la perfección, aun cuando pueda
alcanzarla, se halla muy re 111 o ta, y de que cada generación de llUmbres y,'
por 10 tanto, también los que viven, tienen un derecho; quiz,l no tanto el de
recho de ser felices, pues nO existen medios institucionales de hacer feliz a
un hombre, pero sí el derecho de recibir toda la ayuda posible en caso de
que padezcan. La ingenierí"a gLlllua\ \1<\brá de ,tdoptar, en consecuencia, e]
método de buscar y combatir los males más graves Y serios de la sociedad,
en lugar de encaminar todos sus esfuerl',os hacia la consecución del bien fi
naU Esta diferencia dista de ser tan só!o verbal. En realidad, es de la mayo
importancia: es la diferencia que media entre un método razonable para
cllte,
rar la suerte del hombre y un método que, aplicado sistem,lticalll
pue-,
de conducir con faeilidad a un inLl1lerable aumento del padecer humano. Es'
la diferencia entre un métodO susceptible de ser aplicado en cualquier mos
mento y otro cuya práctic~l puede convcrtirse con facilidad en un medio par
posponer continuamente la acción hasta una fecha posterior, en la esperan
1',<1 de que las condiciones sean entonces m,ls f<¡vorab1cs. y es también la di'-!
ferencia que media entre el único método capai', de solucionar problema¡;;
en todo tiempo y lugar, según lo enseiía la cxper"lenci,l histúrica (inc\uyemi
do la propia Rusia, como se verá más ,ltIeLl1lte) y otro que, dondequiera qua,
ha sido plleS(() en pr<Íctic,l, súlo ha coud ucido al uso de la vio1cnci,l en luga
de la l'azón, y si no a su propio abandono, en todo caso al del plan origin
El ingeniero gradualista puede aducir en favor de su método que la luc
sistemática contra el sufri miento, la inj usticia y la guerra tienc más probab
lidades de recibir el apoyo, la aprobación y el acuerdo de un gran núme
de personas, que la lucha por el establecimiento de un ide'll. Ll existencia
males socia1cs, vale decir, de condiciones sociales que hacen padccer a m
chos hombres, pucde establecerse con relativa precisión. Quienes sufrili
mejo'~j
174
pueden juzgarlo por sí mismos, y los demás difícilmente se atreven a negar
que no se hallan dispuestos a trocar su lugar con aquéllos. Es, en cambio, in
finitamente más difícil razonar acerca de una sociedad ideaL La vida social
es tan complicada que pocos o ningún hombre podrían juzgar un plano de
la ingeniería social en gran escala, para apreciar si es o no practicable, si pue
de o no acarrear mejoras reales, si habrá de involucrar o no algún nuevo
mal, y decidir cuáles son los medios adecuados para su materialización. En
oposición a éstos, los planos de que se sirve el ingeniero gradualista son re
i.rtivamcntc simples. En efecto, éstos se refieren a instituciones aisladas, le
¡~islando acerca del seguro de la salud y contra la desocupación, acerca de
los tribunales de arbitraje, de los presupuestos antidepresionistas,' o de la
reforma educacional. En caso de que el plano esté equivocado, el darlo no
será muy grande ni el reajuste difícil. Puesto que menos riesgos no son tan
í.icilmem.e objeto de controversia. Pero si es más fácil llegar a un acuerdo
razonable acerca de los males existentes y de los medios para combatirlos,
que con respecto al bien ideal y a los medios para materializarlo, entonces
';crá mayor nuestra esperanza de que mediante el uso del método gradual se
"upere la dificultad práctica m.ís seria de toda reforma política razonable, a
"aber, el empleo de la razón, en lugar de la pasión y la violcncia, en la cjccu
,'í6n del programa social. Siempre existirá la posibilidad de llegar a una
rr.insacción razonable de las partes y, por consiguiente, de alcanzar las me
!"ras mediante métodos democráticos. (La palabra «transacción» es de
·",gradable, pero es importante que aprendamos a usarla correctamente. Las
tustituciorics son, inevitablemente, el resultado de una transacción con las
, ircunstancias, intereses, ctc., si bien como personas podemos resistirnos a
iulluencias de este tipo.)
En oposición a todo eso, la tentativa utópica de alcanzar un Estado ideal,
foil viéndose para ello de un plano de la sociedad total, exige, por su carácter,
,·1 ¡~obierno fuerte y centralizado de un corto número de personas, capaz, en
">I1secuencia, de conducir fácilmente a la dictadura." y esto ha de cousidc
I arse como una crítica a la concepción utopista, pues, como hemos tratado
01," demostrar en el capítulo relativo al principio de la conducción, el autori
1,11 ismo constituye una forma de gobierno sumamente cuestionable, y algu
111 1,', puntos pasados por alto en aquel capítulo nos suministran argumentos
11111 más directos contra el utopismo. Una de las dificultades que debe en
1"'lItar un dictador benévolo es la de establecer hasta qué punto los efectos
,¡.. sus medidas concuerdan con sus buenas intenciones. La dificultad pro
rll'lle del hecho de que el autoritarismo debe silenciar toda crítica, de tal
11111110 que al dictador benévolo no le será fácil oír las quejas motivadas por
'1'1', disposiciones. Pero sin ningún control de este tipo, no tendrá a su al
, '1II.e medio alguno para averiguar si sus decretos han cumplido el objetivo
175
deseado. Para el ingeniero utopista la situación se torna todavía más crítica.
La reconstrucción de la sociedad es una enorme empresa que debe acarrear
considerables perjuicios a mucha gente y durante un considerable espacio
de tiempo. Consecuencia de ello será que el ingeniero utopista no tendrá
otro remedio que hacerse sordo a las quejas y, en realidad, deberá conver
tirse en parte de sus tareas ordinarias la supresión de las objeciones irrazo
nables. Pero junto con éstas, se verá forzado a suprimir, invariablemente,
también la crítica razonable. Otra dificultad que debe superar la ingeniería
utópica es la relacionada con el problema del sucesor del dictador. En el ca
pítulo 7 ya se mencionaron algunos aspectos de este problema. La ingenie
ría utópica presenta una dificultad análoga, aunque más seria todavía, a la
enfrentada por el tirano benévolo que trata de encontrar un sucesor igual
mente benévolo," La propia magnitud de la empresa utopista torna impro
bable que los objetivos sean alcanzados durante la vida de un ingeniero so
cial o, incluso, de todo un grupo de ingenieros. Y si sus sucesores no
persiguen el mismo ideal, entonces todo el sufrimiento del pueblo por aquel
ideal habrá sido vano.
La generalización de este argumento conduce a una nueva objeción con
tra el utopismo. E:ste sólo puede encerrar algún valor práctico, por supuesto,
si suponemos que el plano original, tal vez con algunos pequeños ajustes,
habrá de seguir siendo la base de toda la obra hasta que ésta se vea conclui
da. Pero esto demandará cierto tiempo. Yen ese lapso habrán de producir
se revoluciones, tanto políticas como espirituales, y nuevos experimentos y
experiencias en el campo político. Cabe esperar, por lo tanto, que cambien
las ideas e ideales sustentados. Y bien puede llegar a suceder quc lo quc pa
recía ideal a los ingenieros que diseñaron el plano original, ya no lo parezca
a sus sucesores. Y si se admite esto, entonces se derrumba todo el edificio.
El método de establecer, primero, una meta política última y de comenzar
luego a avanzar hacia e1Lt, es fútil si admitimos que este objetivo puede al
terarse considerablemente durante el proceso de su m.ucrialización. i\sí, en
cualquier momento puede resultar que los pasos dados en su dirección, (lOS
alejen de la consecución de un objetivo nuevo. y si desviamos nuestra mar
cha de acuerdo con esta llueva meta, entonces nos expondremos una vez
más a este mismo riesgo. Y así, pese a todos los sacrificios realizados, existe
siempre la posibilidad de que no lleguemos nunca a ningunn parte. Aquellos
que prefieren avanzar hacia un ideal remoto, y no hacia la materialización
de una transacción parcial, deberán recordar que si el ideal se halla muy le,
jano, puede llegar a resultar difícil, incluso, establecer si el paso dado nos
acerca o nos aleja del mismo. Y esto se cumple especialmente cuando debe
seguirse una ruta en zigzag o, para decirlo con la terminologia de Hegel,
cuando la trayectoria es «dialéctica», o simplemente no se halla trazada en
'i
1¡IIIIUI!
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176
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absoluto. (Esto vale también para la vieja pregunta, algo pueril, de la medi
da en que el fin puede justificar los medios. Aparte de sostener que ningún
fin podría justificar los medios, es mi convicción que un fin perfectamente
concreto y factible puede justificar medidas temporarias que nunca podría
justificar un ideal más distante.)"
Se advierte ahora que el utopisrno sólo puede salvarse mediante la creen
cia platónica en un ideal absoluto e inmutable, junto con otros dos supues
tos más, ¡¡ saber: (a) yue existen métodos racionales para determinar de una
vez para siempre cu.il es el ideal, y (b) cuáles los mejores medios para su
obtención. Sólo estos supuestos de tan largo alcance podrían anular la afir
rnación de que la metodología utópica es completamente estéril. Pero has
ta el propio Platón y Jos más ardientes platónicos habrían de admitir que el
supuesto (a) no es ciertamente válido y que no existe ningún método ra
cional para determinar el objetivo último, sino, a lo sumo, una especie de
imprccisa intuición. l Jc este modo, toda diferencia de opinión entre los in
genieros utopistas deberá ser dirimida, a falta de métodos racionales, por
medio de la fuerza y no de la r.izon, esto es, por medio de la violencia. Si,
con todo, se efectúa algCI11 progreso en alguna dirección dada, ello será a
pesa)' del método adoptado y no pOr causa dc él. El éxito puede deberse,
por ejemplo, a las virtudes de los jefes; pero 110 debemos olvidar que no
son los mi-todos racionales sino la suerte la que produce esos jefes vir
tuosos.
Es de suma impol'tancia comprellder bien esta crítica; nuestra crítica no
consiste en afirrn.u que el ideal carezca dc validez por no ser factible su COl1
secución, debiendo permanecer siempre en el plano utópico. Esto no sería
acertado, pues son muchas las cosas que han sido alcanzadas después de ha
berse descarL1do dogJII;Íl:icallleJ1te esta posibilidad; por ejemplo, el estable
cimiento de instituciones para asegurar la paz civil, v.gr., para la prevención
del de-lito dentro del Estado (a mi juicio, llO es ya siquiera un problema di
fícil y lIlucho menos il1so1uhle, el del establecimiento de instituciones simi
lares para la prevención de los delitos internacionales como, por ejemplo, la
agresión armada, pese ;1 haberse tachado de utópica esta posibilidad).' Lo
que criticamos de l.i ingeniería utópica es su propósito de reconstruir la so
ciedad en su intcgridad, provocando cambios de vasto alcance cuyas conse
cuencias prácticas 50n difíciles de calcular debido al carácter limitado de
nuestra experiencia. La ingeniería social pretende planificar racionalmente
el desarrollo total de la sociedad, pese a que no poseemos el menor conoci
miento fáctico necesario para poder llevar a buen término tan ambiciosa
pretensión. Y no podemos poseer dicho conocimiento porque carecemos
de la experiencia suficiente en este tipo de planificación, y nadie discute ya
que el conocimiento de los hechos debe basarse en la experiencia. En la ac
177
tualidad, el conocimiento sociológico necesario para una ingeniería a gran
escala simplemente no existe.
En vista de esta crítica, es probable que el ingeniero utopista dé por sen
tada la necesidad de experiencia práctica y de una tecnología social basada
en la experiencia práctica. Pero argüirá que nunca incrementaremos nuestro
conocimiento de estos asuntos si siempre nos abstenemos de realizar expe
rimentos sociales, que son, en definitiva, los únicos que nos pueden pro
porcionar la experiencia práctica buscada. Y podría añadir, asimismo, que la
ingeniería utópica no es sino la aplicación a la sociedad de este método ex
perimental. No es posible efectuar estos experimentos sin provocar vastas
transformaciones. Además, deben ser en gran escala, debido al carácter pe
culiar de la sociedad moderna con sus grandes masas de gente. Si se efectúa
un experimento con el socialismo, por ejemplo, pero se lo circunscribe a
una fábrica, a un pueblo, o incluso a un distrito, jamás nos proporcionará
los datos reales de que tenemos tanta necesidad.
Todos esos argumentos citados en favor de la ingeniería utópica dejan
entrever un prejuicio tan difundido como insostenible, y es éste el de que
los experimentos sociales deben realizarse a «gran escala», abarcando la to
talidad de la sociedad, si se quiere trabajar en condiciones reales v auténti
cas. Pero también pueden llevarse a cabo experimentos sociales parciales en
iguales condiciones, en medio de la sociedad, y pese a ser a «pequeña esca
la», es decir, sin revolucionar toda la sociedad. En realidad, vivimos hacien
do experimentos de esta naturaleza. La introducción de un nuevo tipo de
seguro de vida, de un nuevo tipo de impuestos, de una nueva reforma penal
son todos experimentos sociales que tienen su repercusión sobre toda la so
ciedad, pese a no re modelarla en su integridad. Hasta el hombre que abre un
nuevo negocio o que reserva una entrada para cl teatro, efectúa cierto tipo
de experimento social a pequeña escala; y todo nuestro conocimiento de las
condiciones sociales se basa en la experiencia adquirida a través de experi
mentos semejantes. El ingeniero utopista cuya posición venimos refutando,
tiene razón cuando insiste en que un experimento con el socialismo sería de
escaso o ningún valor en caso de que se lo efectuase en las condiciones ele la
boratorio, por ejemplo, en un pueblo aislado, puesto que lo que necesita
mos saber es cómo repercuten las cosas sobre la sociedad en condiciones so
ciales normales. Pero este mismo ejemplo nos muestra dónde reside el
prejuicio del ingeniero utopista. Éste se halla convencido de que debemos
refundir en moldes enteramente nuevos toda la estructura de la sociedad
cuando experimentamos con ella, yeso hace que sólo pueda ver, en un ex
perimento más modesto, la refundición de la estructura total de una socie
dad pequeña. Pero el tipo de experimento que puede suministrarnos mayor
número de datos es el consistente en alterar una institución social por vez.
178
En efecto, sólo de esta manera es posible aprender a acomodar las institu
ciones dentro del marco de otras instituciones y a ajustarlas de tal forma
que funcionen en conformidad con nuestras intenciones. Y sólo de este
modo podemos cometer errores y aprender de ellos sin arriesgarnos a gra
ves consecuencias que habrían de entibiar la voluntad de futuras reformas.
Además, el método utópico debe conducir, por fuerza, a un peligroso apego
dogmático al plan en nombre del cual se han realizado innumerables sacri
ficios. Del éxito del experimento pueden comenzar a depender, asimismo,
una infinid~d de poderosos intereses. Y todo esto no contribuye a la racio
nalidad ni al valor científico del experimento. El método gradual o parcial,
sin embargo, permite la repetición de los experimentos y el reajuste penna
ncntc de los elementos utilizados. En realidad, podría conducir a la feliz si
tuación en que los políticos comienzan a buscar sus propios errores en lu
gar de tratar de eludir responsabilidades y ele demostrar que siempre han
tenido razón. Esto -'--y no la planificación utopista o las profecías históri
cas------ representaría la introducción efectiva del método científico en la po
lítica, puesto que todo el secreto del método científico reside en la buena
disposición para aprender de los errores cometidos.'
Puede corroborarse este punto de vista comparando la ingeniería social
con, por ejemplo, la ingeniería mecánica. El ingeniero utopista podrá ar
güir, por supuesto, que la ingeniería mcc.inica traza, a veces, el plano de
comp licndísimas maquinarias como un todo único, y que dichos planos
pueden abarcar y proyectar por anticipado, no sólo una clase determinada
de maquinaria, sino, incluso, toda la l.iluica destinada a producir esa ma
quinaria. Nuestra respuesta será que el ingeniero mecánico puede hacer
todo esto, simplemente. porque posee la suficiente experiencia en sus ma
nos; por ejemplo, todas las teorías desarrolladas merced al método de la
prueba y el error. Pero esto signiFicl que si puede hacer proyectos a gran es
cala, ello se debe al hecho de que con antcriorid.ul ha cometido toda clase de
equivocaciones, o, en otras palabras, porque confía en la experiencia adqui
rida mediante la aplicación de los métodos graduales. La nueva maquin.uin
no es sino cl lruto de un gran número de pequeños progresos. Por lo gene-
ral, el ingeniero parte de un modelo inicial y sólo después dc un gran nú
mero de ajustes graduales de sus diversas partes alcanza la etapa en que pue
de trazar los proyectos definitivos para la producción. De forma semejante,
su plan para la fabricación de la máquina incluye una cantidad de experien
cias, esto es, de pequeñas conquistas parciales alcanzadas en fabricaciones
anteriores. El método al por mayor o a gran escala sólo resulta donde el mé
todo gradual nos ha suministrado previamente gran cantidad de experien
cias detalladas, y, aun entonces, sólo dentro de los límites de estas experiencias.
Son muy pocos los fabricantes que podrían encontrarse preparados para
179
mundo social.
Este radicalismo extremo de la concepción platónica (y también de la
marxista) se halla relacionado, en mi opinión, con un esteticismo, es decir,
con e! deseo de construir un universo que no sólo sea algo mejor y más ra
cional que el nuestro, sino también que se halle libre de toda su fealdad; no
se trata de remendar mal que bien sus viejos harapos, sino de cubrirlo con
una vestidura enteramente nueva Y hermosa." Este esteticismo constituye
una actitud perfectamente comprensible; en realidad, yo creo que todos no
sotros padecemos un poco de estos sueños de perfección. (Quizá en el pró
ximo capítulo logremos entrever algunas de las razones que nos mueven a
ello.) Pero ese entusiasmo estético sólo resulta de valor si obedece a las rien
das de la razón, del sentido de la responsabilidad y del impulso humanita
rio de ayudar a los necesitados. De otro modo, podría ser peligroso por su
facilidad para convertirse en un proceso de neurosis o histeria colectivas.
En ningún autor encontramos una expresión más vehemente de este es
tetici¿mo que en Platón. Platón era un artista, y como muchos de los mejo
res artistas, trató de tener siempre a la vista un modelo, el "divino original»
de su obra, esforzándose por «copiarlo» fielmente. Buen numero de las ci
tas incluidas en el capítulo anterior ilustran claramente este punto. Lo que
Platón define como dialéctica es, en esencia, la intuición intelectual del
mundo de la belleza pura. Sus filósofos adiestrados son hombres que "han
visto la verdad de lo que es hermoso, justo y bueno»;'? y se hallan en condi
ciones de trasladarlo del cielo a la tierra. Para Platón, la política es el Arte
Regia. Y es un arte, no en el sentido metafórico con que podemos referirnos
al arte de tratar a los hombres, o al arte de hacer las cosas, sino en un senti
do más literal de la palabra. Es un arte de composición, al igual que la mú
sica, la pintura o la arquitectura. El político de Platón compone ciudades,
movido tan sólo por la búsqueda de la belleza.
Pero esto ya IlO es admisible. No es posible creer que las vidas humanas
puedan convertirse en el medio para satisfacer el deseo estético de un artis
ta de expresarse a sí mismo. Debe exigirse, más bien, que cada individuo
disponga, si lo desea, del derecho a modelar su propia vida, en la medida en
que no interfiera con los deseos de los demás. Pese a todo lo que podamos
simpatizar con el impulso estético, cabe sugerir que el artista debe buscar
otro material para expresarse. Y debe exigirse que la política sustente prin
cipios igualitaristas e individualistas; los sueños de belleza deben subordi
narse a la necesidad de ayudar a los desvalidos y a las víctimas de la injusticia,
ya la necesidad de construir instituciones con esos tincs.!'
Es interesante observar la íntima relación que media entre el extremo ra
dicalismo platónico, con su exigencia de medidas drásticas, y su cstcticisrno.
Como se verá, los pasajes siguientes son altamente característicos: al refe
rirse al «filósofo que goza de la comunión con lo divino», Platón empieza
por decir que habrá de sentirse abrumado por la necesidad... de materializar
su divina visión así en los individuos como en la ciudad, ciudad que «jamás
conocerá la dicha a menos que quienes la diseñan sean artistas inspirados en
el modelo divino». Interrogado acerca de los detalles de la labor a realizar
por dichos artistas, el «Sócrates» de Platón da esta sorprendente respuesta:
«La ciudad será su lienzo y así también sus habitantes, y entonces ernpeza
180
181
producir un nuevo motor sobre la sola base de un plano, aun cuando éste
hubiera sido proyectado por e! experto más capaz, sin hacer primero un
modelo del producto y «desarrollarlo» luego, en lo posible, mediante pe
queños ajustes.
Quizá sea útil contrastar esta crítica de! Idealismo platónico, en la polí
tica, con la crítica de Marx de lo que este pensador llama «Utopismo». Lo
que tienen de común nuestra crítica y la de Marx es que ambas exigen un
mayor realismo. En ambas se considera que los planes utópicos nunca po
drán realizarse de la forma en que fueron concebidos, pues casi nunca una
acción social produce exactamente e! resultado esperado. (Esto no invalida,
en mi opinión, la teoría gradualista, porque en este caso es posible aprender
-o, mejor dicho, es deber imperioso aprender- y modificar nuestros pun
tos de vista a medida que actuamos.) Pero existen múltiples diferencias. Al
combatir el utopismo, Marx condena, en realidad, todo tipo de ingeniería
social, punto éste rara vez comprendido cabalmente. Así, acusa a la espe
ranza en una planificación racional de las instituciones sociales, de ser total
mente irreal, puesto que la sociedad debe crecer de acuerdo con las leyes de
la historia y no de acuerdo con nuestros planes racionales. Todo cuanto está
a nuestro alcance -afirma Marx- es disminuir los dolores del nacimiento
de los procesos históricos. En otras palabras, su actitud es radicalmente his
toricista y contraria a toda ingeniería social. Sin embargo, existe un elemen
to en e! utopismo particularmente característico de la concepción platónica
y al cual no se opone Marx, pese a constituir uno de los signos más impor
tantes de esa falta de realismo que venimos atacando. Nos referimos a los al
cances de! utopisrno, a su tentativa de solucionar los problemas de la sociedad
de un solo golpe, sin dejar de tocar absolutamente nada. A su convicción de
que es necesario ir a la raíz misma del mal social, si queremos "traer alguna
decencia al mundo» (como dice Du Card), pues de nada servirán los com
bates parciales contra e! deplorable sistema social existente; a su -para de
cirlo en dos palabras- radicalismo intransigente. (Como advertirá el lector,
usamos aquí este término en su sentido original y literal, no con el más di
fundido en la actualidad de «progresismo liberal», a fin de caracterizar esa
actitud de «ir a la raíz de las cosas».) Tanto Platón como Marx sueñan con
la revolución apocalíptica que habrá de transfigurar radicalmente todo el
rán, ante todo, por limpiar la tela, lo cual no es nada fácil. Pero es justa
mente en este punto -has de saberlo- donde ellos diferirán de todos los
demás. Así, no habrán de comenzar su trabajo en la ciudad o con un deter
minado individuo (ni habrán de dictar ley alguna) a menos que se haya pro
porcionado un lienzo limpio o que lo hayan limpiado ellos mismos»."
Poco más adelante se nos explica qué es lo que entiende Platón por esta
limpieza de los lienzos. «¿Cómo puede hacerse eso?», pregunta Glaucón.
«Todos los ciudadanos de más de diez años -responde Sócrates- deben
ser expulsados de la ciudad e internados en algún punto del país, debiendo
retenerse tan sólo a los niños que se hallen libres todavía de la perniciosa in
fluencia de sus padres. Aquéllos serán educados, entonces, como verdade
ros filósofos y de acuerdo con las leyes que ya hemos descrito> Con ánimo
semejante, dice Platón, en El Político, acerca de los mandatarios reales que
gobiernan de acuerdo con la Regia Ciencia del Estadista: «Ya sea que go
biernen legal o ilegalmente, con la conformidad o disconformidad de los
súbditos..., mientras purguen al Estado para su bien, mediante la muerte o
deportación de algunos de sus ciudadanos Y mientras procedan de acuer
do con la ciencia y la justicia y preserven al Estado, perfeccionándolo, tal
forma de gobierno será aceptada corno la única acertada».
He ahí la forma en que debe proceder el político artista, y 10 que signifi
ca la limpieza del lienzo. Deben borrarse las instituciones y tradiciones exis
tentes. Se debe purificar, purgar, expulsar, deportar y matar. (<<Liquidar»,
corno se dice en la actualidad...) Las palabras de Platón constituyen, en ver
dad, una descripción fiel de la actitud intransigente de todas las formas del
radicalismo político a ultranza, de la resistencia esteticista a entrar en com
ponendas. La opinión de que la sociedad debe ser hermosa como una obra
de arte lleva con demasiada facilidad a adoptar medidas violentas. Pero todo
este radicalismo y esta violencia son posiciones a la vez [útiles y faltas de rea
lismo. (Esto 10 ha demostrado perfectamente el ejemplo de la evolución del
movimiento ruso. Tras el derrumbe económico a que condujo la limpieza de
lienzos emprendida por la llamada «guerra comunista», Lenin introdujo su
«nueva política económica», que no era, en realidad, sino Ull tipo de ingenie
ría gradual, si bien sin la formulación consciente de sus principios o de su co··
rrespondiente tecnología. Por lo pronto, Lenin comenzó por restaurar la
mayor parte de los rasgos del cuadro que habían sido borrados con tanto su
frimiento humano. El dinero, los mercados, las diferencias en las entradas
y la propiedad privada -durante algún tiempo, incluso la empresa privada
en la producción- volvieron a ser permitidos y sólo una vez restablecida
esta base, se inició un nuevo período de reforma.)lJ
A fin de efectuar la crítica de los funcionarios del radicalismo estético de
Platón, convendrá distinguir dos puntos diferentes:
182
He aquí el primero: la idea de la sociedad que tienen muchas gentes que
hablan de «nuestro sistema social» y de la necesidad de reemplazarlo por
otro «sistema», es muy semejante al caso de un retrato pintado sobre un
lienzo y que debe ser totalmente borrado para poder pintar otro nuevo. Sin
embargo, existen grandes diferencias. Una de ellas es que el pintor y aque
llos que cooperan con él, así como también las instituciones que les hacen
posible la vida, los sueños y proyectos de un mundo mejor y sus normas de
decencia y moralidad, forman todos parte del sistema social, esto es, del
cuadro que debe ser borrado. Si realmente tuvieran que lavar el lienzo com
pletamente, tendrían que destruirse a sí mismos, y con ellos, sus planes utó
picos. (Y lo que seguiría no sería, probablemente, una hermosa copia de un
ideal platónico, sino el caos.) El artista político reclama, al igual que Arquí
medes, un lugar fuera del mundo social donde sea posible establecer un pun
to de apoyo y hacer palanca para levantarlo sobre sus goznes. Pero ese
punto no existe y el mundo social debe seguir funcionando durante cual
quier reconstrucción. f~sta es la simple razón por la cual debemos reformar
sus instituciones paso a paso, hasta tanto no tengamos una mayor experien
cia en la ingeniería social.
Esto nos lleva al segundo punto -de mayor importancia-- que se refie
re al irracionalismo inherente a la concepción radical. En todos los terrenos,
sólo podemos aprender por medio de la prueba y el error, equivocándonos
y corrigiendo las faltas; a nadie se le ocurre confiar solamente en la inspira
ción, si bien ésta puede resultar del mayor valor cuando es susceptible de ser
verificada por la experiencia. Por consiguiente, no es razonable suponer que
una completa reconstrucción de nuestro mundo social haya de llevarnos de
inmediato a 14n sistema practicable. Debemos esperar, más bien, en razón de
nuestra falta de experiencia, la comisión de muchos errores que sólo podrían
ser eliminados mediante un largo y laborioso proceso de pequeños ajustes;
en otras palabras, mediante ese método racional de la ingeniería gradual
cuya aplicación venimos defendiendo. Pero aq ucllos a quienes no les agra
da este método por no considerarlo lo bastante radical, tendrían en este caso
que volver a borrar la sociedad recién construida a fin de comenzar nueva
mente sobre un lienzo limpio; y puesto que la nueva tentativa -por iguales
razones--- no habría de conducir tampoco a la perfección, se verían obliga
dos a repetir interminablemente este proceso sin llegar nunca a ninguna
parte. Quienes admiten esto y se sienten dispuestos a adoptar nuestro mé
todo más modesto de los procesos parciales, pero sólo después de la prime
ra limpieza radical, se tornan pasibles de que se les critiquen, por innecesa
rias, las medidas iniciales de violencia.
El csteticismo y el radicalismo deben conducirnos, forzosamente, a re
chazar la razón y a reemplazarla por una desenfrenada esperanza de mila
183
gros políticos. Esta actitud irracional originada en la embriaguez que oca
sionan los sueños de un mundo hermoso y mejor es lo que llamamos Ro
manticismo.14 Bien puede buscarse el modelo de la ciudad divina en el pasa
do o en el futuro, bien puede predicarse «el retorno a la naturaleza» o el
«avance hacia un mundo de amor y belleza»; pero su llamado estará siem
pre dirigido a nuestras emociones y no a nuestra razón. Aun inspirados por
las mejores intenciones de traer el cielo a la tierra, sólo conseguiremos con
vertirla en un infierno, ese infierno que sólo el hombre es capaz de preparar
EL MARCO HISTÓRICO DEL ATAQUE PLATÓNICO
Capítulo 10
LA SOCIEDAD ABIERTA Y SUS ENEMIGOS
l~l nos restaurará a nuestra naturaleza original y nos
curará, bcndiciéndonos y haciéndonos felices.
para sus semejantes.
PLATÓN
! ay todavía un punto que falta considerar en nuestro análisis. La afir
mación de que el pro¡.>;rama político de Platón era puramente totalitario y
las objeciones que levantamos contra él en el capitulo 6, nos llevaron a exa
minar el papel desempeñado dentro de este pro¡.>;rama por las ideas morales
de la Justicia, la Sabiduría, la Verdad y la Belleza. El resultado de este exa
men fue siempre cl misruo: el papel desempeñado por estas ideas es impor
tante, pero nunca llevan a Platón m.is alLí de los límites del totalitarismo y
el racismo. Sin embargo, todavía nos resta considerar una de estas ideas, a
saber, la de la Felicidad, Como se recordará, en esa ocasión citamos a Cross
man en relación con la creencia de que el pro¡.>;rarna político de Platón es, en
esencia, un "plan para construir un Estado pcrlcctu, donde todos los ciuda
danos se.m realmente felices", y calificamos dicha creencia de residuo de la
tendencia a idealizar a Platón. Si se nos pidiese que justific.iramos este jui
cio, no nos sería difícil demostrar que el tratamiento platónico de la felici
dad es exactamente análo¡.>;o a su tratamiento de la justicia, y, especialmente,
que se hasa en la misma creencia de que la sociedad se halLl "por naturale
za» dividida en clases o castas. La vcrdadcr.t felicidad' ··--insiste Platón
sólo se alcanza mediante la justicia, es decir, ¡.>;uardando cnd.i uno ellu¡.>;ar
que le corresponde. El ¡.>;ohertl;lnte debe hallar la felicidad en el ¡.>;obierno, el
guerrcro en la gucrra y, cabe inferirlo, el esclavo en la esclavitud. hiera de
esto, Platón afirma frecuentemente qlle él no apunta ni a la felicidad de los
individuos ni a la de una clase panicular del Estado, sino a b felicidad del
conjunto y esto -ar¡.>;uye-- no es sino el resultado del imperio de esa justi
cia cuya concepción totalitaria ya ha sido demostrada. Una de las principa
les tesis de Lit República es, precisamente, la de que sólo esta justicia puede
llevar a una auténtica felicidad.
En vista de todo esto parece consecuente y difícilmente refutable, de
acuerdo con los datos disponibles, la concepción que nos presenta a Platón
í
184
185
"'¡,; nUl;';;;;;:wWWPRfH"U"';;;;'"'Hhflm'''tilfrnnffiflmmmnmmunu.....
n ••• - - .
como un político totalitario, fracasado en sus empresas inmediatas Y prácti
cas, pero que a la larga sólo tuvo demasiado éxito" con su propaganda para
destruir o detener la marcha de una civilización que aborrecía. Sin embargo,
basta plantear las cosas con esta crudeza para sentir que tal interpretación
no puede ser exacta. En todo caso, eso es lo que yo sentí cuando por pri
mera vez me formulé esta conclusión. No era tanto, quizá, por creer que
fuera falsa, sino porque de algún modo se me antojaba defectuosa. Comen
cé, pues, a buscar las pruebas que pudieran refutarla.' Sin embargo, salvo en
un solo punto, esta tentativa resultó totalmente infructuosa. El nuevo ma
terial recogido sólo tornó más manifiesta la identidad entre el totalitarismo
y el platonismo. Hubo un punto, con tocio, en que me pareció haber en
contrado la refutación buscada: el odio de Platón hacia la tiranía. Claro está
que siempre quedaba la posibilidad de explicar esto también diciendo, por
ejemplo, que su condenación de la tiranía no era más que pura propaganda.
El totalitarismo profesa amor, frecuentemente, a la «verdadera» libertad, y
el elogio platónico de la libertad, en oposición a la censura de la tiranía, sue
na exactamente igual que esta profesión de amor. No obstante, se me anto
jó que alguna de sus observaciones relativas a la tiranía,' que mencionare
mos más adelante en este mismo capítulo, eran sinceras. Claro está que el
hecho de que la «tiranía', significara habitualmente, en los tiempos de Pla
tón, una forma de gobierno sostenida por el apoyo de las masas, permitía
pensar que el odio de Platón hacia la tiranía cuadraba perfectarnentc dentro
de mi interpretación primera. Sin embargo, esto no me satisfizo y creí nece
sario todavía modificar dicba interpretación. Al mismo tiempo, observé que
la mera insistencia en la sinceridad fundamental de Platón no era suficiente,
en absoluto, para hacerlo. En efecto, era necesario trazar un cuadro entera
mente nuevo que incluyese esta creencia sincera de Platón en su misión de
médico del enfermo cuerpo social-así como también el hecho de que ha
bía sido él quien con mayor claridad que nadie, antes o después, había visto
lo que le estaba ocurriendo a la sociedad griega de su tiempo. Dado que la
tentativa de rechazar la identidad del platonismo con el totalitarismo no
mejoraba el cuadro, me vi obligado, por fin, a modificar la interpretación
del totalitarismo mismo. En otras palabras, mi intento de comprender a
Platón mediante la analogía con el totalitarismo moderno me llevó, para mi
propia sorpresa, a modifiear mi opinión del totalitarismo. y si bien no lo
gró modificar mi hostilidad, me hizo ver, en última instancia, que la fuerza
de ambos -el antiguo y el reciente movimiento totalitarista- residía en el
hecho de que trataban de responder a una necesidad bien real, pese a todo
lo mal concebidos que hubieran estado.
A la luz de esa nueva interpretación, parece probable que el deseo de
Platón de hacer felices al Estado y a sus ciudadanos, no sea mera propagan
186
da. Yo, por lo menos, estoy dispuesto a aceptar su buena intención funda
mental.' Aceptaré también que tenía razón, hasta cierto punto, en el análisis
sociológico sobre el cual basó su promesa de felicidad. Para expresarlo con
mayor precisión: creo que Platón encontró, con profunda sagacidad socio
lógica, que sus contemporáneos sufrían una ruda tensión y que esta tensión
obedecía a la revolución social que se había iniciado con el surgimiento de la
democracia y el individualismo. Platón logró descubrir las principales causas
de su infortunio tan profundamente arraigado -los cambios y las discordias
sociales- e hizo todo lo posible para combatirlas. No hay ninguna razón
para dudar que uno de los motivos más poderosos que lo movieron en esta
lucha fue el deseo de recuperar la felicidad de sus conciudadanos. Por otras
razones que examinaremos más adelante, en este mismo capítulo, es mi opi
nión que el tratamiento medico-político por él recomendado -la detención
de! cambio y el retorno al tribalismo- estaba irremediablemente equivoca
do. No obstante, esa recomendación -si bien como terapéutica no resultó
practicablc- da pruebas de la capacidad de Platón para el diagnóstico. En
efecto, nos muestra claramente que en todo momento supo qué era lo que
estaba mal, y quc comprendió la tensión y el infortunio en que trabaja el
pueblo aun cuando errara en su idea fundamental de que, haciéndolo retor
nar al tribalismo, podría disminuirse esa tensión y restaurar la felicidad.
En este capítulo trataré de realizar una breve reseña de los datos históri
cos que me indujeron a extraer estas conclusiones. En el último capítulo del
libro se encontrarán ;llgullas observaciones críticas acerca del método adop
tado, esto es, el de la interpretación histórica. Aquí bastará decir, por lo tan
to, que no reclamo para este método la calidad de científico, puesto quc una
interpretación histórica nunca puede ponerse a prueba con el mismo rigor
qUl: las hipótesis ordinarias. La interpretación es, principalmente, un punto
de uist.a, cuyo valor reside en la fertilidad, en su capacidad para arrojar luz
sobre el material histórico, para conducirnos al encuentro del nuevo mate
rial y para ayudarnos a racionalizarlo y unificarlo. Lejos de mí, por lo tan
to, la intención de formular asertos dogmáticos, pese a la seguridad o vehe
mencia con <]11e pueda cxpresar a veces mis opiniones.
Nuestra civilización occidental tiene su punto de partida en Grecia. Fue
allí, al parecer, donde se dio el primer paso del tribalismo al humanitarismo.
Veamos qué significa esto.
La primitiva sociedad tribal griega se asemeja, en muchos aspectos, a la
de pueblos tales como, por ejemplo, el polinesio y e! maorí. Pequeñas hor
187
das de guerreros, habitualmente con residencia en puestos fortificados y
bajo el mando de jefes tribales o reyes, o bien de familias aristocráticas, se
pasan guerreando entre sí, tanto en mar como en tierra. Claro está que las
diferencias entre las formas de vida griega y la polinesia son múltiples, pues
según se ha reconocido plenamente, no hay uniformidad en el tribalismo, o
sea, no hay una «forma de vida tribal» típica y común a diversas sociedades.
A mi juicio, sin embargo, pueden observarse algunas características comu
nes, si no a todas, por lo menos a gran parte de estas sociedades tribales. Me
refiero a su actitud imbuida de magia o irracionalidad hacia las costumbres
de la vida social, y la correspondiente rigidez de estas costumbres.
Ya analizamos antes la actitud mágica ante la costumbre social. Su prin
cipal elemento lo constituye la falta de diferenciación entre las uniformida
des convencionales proporcionadas por la costumbre de la vida social, y las
uniformidades provenientes de la «naturaleza'>, y esto va acompañado, a
menudo, de la creencia de que ambas son impuestas por una voluntad so
brenatural. La rigidez de la costumbre social es, probablemente, en la ma
yoría de los casos, sólo un aspecto más de la misma actitud. (Existen buenas
razones para creer que este aspecto es aún más primitivo y que la creencia
en lo sobrenatural constituye una especie de racionalización del miedo a
cambiar la rutina, miedo que puede observarse en los niños muy pequefios.)
Cuando hablamos de la rigidez del tribalisl11o, no queremos decir con ello
que no puedan producirse cambios en las formas de vida tribal. Queremos
significar más bien que los cambios, relativamente poco frecuentes, tienen
el carácter de conversiones o reacciones religiosas, con la consiguiente in
troducción de nuevos tabúes mági.cos. No se basan, pues, en una tentativa
racional de mejorar las condiciones sociales. Fuera de estos cambios ~que
son raros~ los tabúes regulan y dominan rígidamente todos los aspectos de
la vida, siendo muy pocos los claros a donde no llega su imperio. En esta
forma de vida, existen pocos problemas y nada que equivalga realmente a
los problemas morales. No queremos decir con esto que un miembro de la
tribu no necesite, a veces, un gran heroísmo y tenacidad para actuar en con
formidad con los tabú es, sino que rara vez lo asaltará la duda en cuanto a la
forma en que debe actuar. La actitud correcta siempre se halla claramente
determinada, si bien puede hacerse necesario superar una serie de dificulta
des al adoptarla. Y la fuente determinante reside en los rabúes, en las insti
tuciones tribales mágicas que no pueden convertirse en objeto de conside
raciones críticas. N i siquiera el propio Heráclito distingue claramente entre
las leyes institucionales de la vida tribal y las de la naturaleza y, así, consi
dera que ambas tienen el mismo carácter mágico. Basadas en la tradición
tribal colectiva, las instituciones no dejan lugar a la responsabilidad perso
nal. Los tabú es que establecen cierta forma de responsabilidad colectiva
188
pueden ser considerados como antecedentes de lo que hoy denominamos
responsabilidad personal, si bien difieren fundamentalmente de ésta. En
efecto, no se basan en un principio de causalidad razonable, sino más bien
en ideas mágicas, tales como la de aplacar las iras del destino.
Bien sabido es cuánto sobrevive todavía de todo esto. Nuestras propias
formas de vida se hallan teñidas aún con los más diversos tabúes de cortesía,
alimentación, etc. Y, sin embargo, existen importantes diferencias. En nues
tra propia forma de vida existe, entre las leyes del Estado por un lado, y los
tabúes que observamos habitualmente por el otro, un campo que se ensan
cha día a día, correspondiente a las decisiones personales, con sus proble
mas y responsabilidades, y no es posible pasar por alto la importancia ele
este campo. Las decisiones personales pueden llevar a la alteración de los
tabúes e incluso de las leyes políticas, que ya no tienen ese carácter. La gran
diferencia reside en la posibilidad de reflexión racional acerca de estos asun
tos. En cierto modo, la reflexión racional comienza con Heráclito." Con
Alcmeón,Faleas e Hipodamo, con Heródoto y los sofistas, la búsqueda de
la «mejor constitución» va adoptando, por grados, el carácter de un proble
ma susceptible de ser tratado racionalmente. Y en nuestra propia época, so
mos muchos los que adoptamos decisiones racionales con respecto al carác
ter más o menos deseable o indeseable de las reformas legislati vas y de otros
cambios institucionales; es decir, que tomamos decisiones basándonos en la
estimación de las consecuencias posibles y en la preferencia consciente por
algunas de ellas. Reconocemos, así, la responsabilidad personal racional.
También ahora seguiremos llamando sociedad cerrada a la sociedad m.i
gica, tribal o colectivista, y sociedad abierta a aquella en que los individuos
deben adoptar decisiones personales.
U na sociedad cerrada extrema puede ser comparada correctamente con
un organismo. I.a llamada teoría organicista o biológica del Estado puede
aplicárselo en grado considerable. La sociedad cerrada se parece todavía al
hato o tribu en que constituye una unidad semiorgánica cuyos miembros se
hallan ligados por víncu los scmibiológicos, a saber, el parelltesco, la convi
vencia, la participación equitativa en los trabajos, peligros, alegrías y des
gracias comunes. Se trata aún de un grupo concreto de individuos concretos,
relacionados unos con otros, no tan sólo por abstractos vínculos sociales ta
les como la división del trabajo y el trueque de bienes, sino por relaciones
físicas concretas, tales como el tacto, el olfato y la vista. Y aunque una so
ciedad de ese tipo pueda hallarse basada en la escla vitud, la presencia de es
clavos no tiene por qué crear un problema fundamentalmente distinto del
presentado por los animales domésticos. De este modo, se observa que fal
tan aquellos aspectos que tornan imposible la aplicación exitosa de la teoría
organicista a una sociedad abierta.
189
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Los aspectos a que nos referimos se hallan relacionados con el hecho de
que, en una sociedad abierta, son muchos los miembros que se esfuerzan
por elevarse socialmente y pasar a ocupar los lugares de otros miembros.
Esto puede conducir, por ejemplo, a fenómenos sociales de tanta importan
cia como las luchas de clases. En un organismo no es posible encontrar nada
parecido a semejante lucha de clases. Puede ser, quizá, que las células o teji
dos de un organismo -de los cuales se dice que corresponden a los miem
bros de un Estado- compitan por el alimento, pero evidentemente no exis
te ninguna tendencia por parte de las piernas a convertirse en el cerebro, o
POl- parte de otros miembros del cuerpo a convertirse en el vientre. Puesto
que en el organismo no hay nada que pueda corresponder ni siquiera a las
características más importantes de la sociedad abierta -por ejemplo, la
competencia entre sus miembros para elevarse en la escala social-la llama
da teoría organicista del Estado se basa en una falsa analogía. La sociedad
cerrada, por el contrario, ignora, prácticamente, estas tendencias. Sus insti
tuciones, incluyendo las castas, son sacrosantas, tabúcs. En este caso, la teo
ría organicista ya no se acomoda tan mal. No debe sorprendernos, por lo
tanto, que la mayoría de las tentativas de aplicar la teoría organicista a nues
tra sociedad 110 sean sino Formas veladas de propaganda para el retorno al
tribalismo."
Como consecuencia de su pérdida de carácter orgánico, la sociedad
abierta puede convertirse, gradualmente, en lo que cabría denominar «so
ciedad abstracta». Con la palabra «abstracta» nos referimos a la pérdida
-que puede llegar a un grado considerable-e- del carácter de grupo concre
to de hombres o de sistema de grupos concretos. Este punto, rara vez per
[cctamcntc comprendido, puede explicarse por medio de una exageración.
No es imposible concebir una sociedad en que los hombres no se encon
trasen nunca, prácticamente, cara a cara; donde todos los negocios fuesen
llevados a cabo por individuos aislados que se comunicasen telefónica o te
legráficamente y que se trasladasen de un punto a otro en automóviles her
méticos. (La inseminación artificial permitiría, incluso, l1evar a cabo la pro
creación sin elemento personal alguno.) Podríamos decir de esta sociedad
ficticia que es una «sociedad completamente abstracta o despersonalizada».
Pues bien, lo interesante es que nuestra sociedad moderna se parece, en mu
chos de sus aspectos, a esta sociedad completamente abstracta. Si bien no
siempre nos trasladamos sin ninguna compañía, en coches herméticos (en
lugar de ello, nos cruzamos con miles de hombres por la calle), el resultado
es prácticamente el mismo, pues, por regla general, no establecemos la me
nor relación personal con los demás transeúntes. De manera semejante, per
tenecer a un sindicato puede no significar más que la posesión de un carnet
y el pago de una contribución determinada a un secretario desconocido. En
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la sociedad moderna existe muchísima gente que tiene poco o ningún con
tacto personal íntimo con otras personas y cuya vida transcurre en el ano
nimato y el aislamiento y, por consiguiente, en el infortunio. En efecto, si
bien la sociedad se ha tornado abstracta, la configuración biológica del
hombre no ha cambiado considerablemente; los hombres tienen necesida
des sociales que no pueden satisfacer en una sociedad abierta.
Claro está que nuestro cuadro sigue siendo todavía sumamente exagera
do. NUI;ca habrá ni podrá haber una sociedad completamente abstracta o
siquiera preferentemente abstracta, así como no puede existir una sociedad
completa o preferentemente racional. Los hombres todavía forman grupos
concretos y mantienen entre sí contactos sociales concretos de toda clase,
tratando de satisFacer sus necesidades sociales emocionales del mejor modo
posible. Pero la mayoría de los grupos sociales concretos de una moderna
sociedad abierta (con excepción de algunos dichosos grupos familiares) son
pobres sustitutos, dado que no proporcionan una vida común. y muchos
de ellos no cumplen ninguna función en la vida de la suciedad considerada
en su conjunto.
Otra razón que hace que nuestro cuadro sea exagerado es que no se han
tenido en cuenta las ventajas sino, tan sólo, los inconvenieIltes. Y, sin em
bargo, las hay. Así, puede surgir un lluevo tipo de relaciones personales,
pues éstas pueden trabarse libremente y no se hallan determinadas por las
contingencias del nacimiento; y con estu surge un nuevo individualismo.
De manera similar, también cabe suponer que los vínculos espirituales ha
brán de desempeñar un papelmás importante allí donde se debiliten los vín
culos biológicus o físicos, etc, Sea ello como fuere, esperamos que nuestro
ejemplo torne pcrfcctarncnre claro lo que queremos decir con sociedad abs
tracta, en contraposición a los grupos sociales mis concretos, y que deje
bien sentado, asimismo, que nuestras modernas sociedades abiertas Funcio
nan, en gran medida, rucd iantc relaciones abstractas, tales como el inter
cambio o la cooperación, (Es precisamente el análisis de estas relaciones
abstractas lo que constituye la principal preocupación de la moderna teoría
social, tal como la teoría económica. Muchos sociólogos no lo han com
prendido así, como Durkheim, por ejemplo, que nunca abandonó la creen
cia dogmática de que la sociedad debía ser an'11izada en función de los gru
pos sociales concrctos.)
A la luz de cuanto se lleva dicho, resultará claro que la transición de la
sociedad cerrada a la abierta podría definirse CalDO una de las revoluciones
más profundas experimentadas por la humanidad. Debido a lo que hemos
llamado el carácter biológico de la sociedad cerrada, este tránsito no puede
cumplirse sin una honda repercusión en los pueblos. Así, cuando decimos
que nuestra civilización occidental procede de los griegos, debemos corn
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191
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prender todo lo que esto significa. Significa que los griegos iniciaron para
nosotros una formidable revolución que, al parecer, se halla todavía en sus
comienzos: la transición de la sociedad cerrada a la abierta.
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Claro está que esa revolución no fue realizada conscientemente. El de
rrumbe del tribalismo, de las sociedades griegas cerradas, puede remontarse
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a la época en que el crecimiento de la población comenzó a hacerse sentir
entre la clase gobernante de terratenientes. Esto significó el fin del tribalis
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mo «orgánico», pues creó una fuerte tensión social dentro de la sociedad ce
rrada de la clase gobernante. En un principio pareció hallarse una especie de
¡mil!
solución «orgánica» para este problema, consistente en la creación de ciu
dades hijas. El carácter «orgánico» de esta solución fue subrayado por los
procedimientos mágicos adoptados en el envío de colonos. Pero este ritual
de la colonización sólo logró postergar la caída, llegando a crear incluso
nuevos focos de peligro, allí donde provocaba el surgimiento de nuevos
contactos culturales, que, a su vez, creaban lo que quizá fuese el peor pe! i
gro para la sociedad cerrada: el comercio con la nueva y pujante clase de los
mercaderes y navegantes. Hacia e! siglo VI a. C., este nuevo desarrollo había
llevado a la disolución parcial de las viejas formas de vida e incluso a una se
rie de revoluciones y reacciones políticas. Y no sólo provocó múltiples ten
tativas de retener el rribalismo por la fuerza, como en Esparta, sino también
aquella gran revolución espiritual que fue la invención de la discusión críti
ca y, en consecuencia, de! pensamiento libre de obsesiones mágicas. Al mis
mo tiempo, se descubren los primeros síntomas de una nueva inquietud. La
tensión de la civilización comenzaba a hacerse sentir.
Esta tensión, esta inquietud, son consecuencia de la caída de la sociedad
cerrada, y aún las sentimos en la actualidad, especialmente en épocas de
cambios sociales. Es la tensión creada por el esfuerzo que nos exige perma
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nentemente la vida en una sociedad abierta y parcialmente abstracta, por e!
ii
afán de ser racionales, de superar por lo menos algunas de nuestras necesida
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des sociales emocionales, de cuidarnos nosotros solos y de aceptar respon
sabilidades. En mi opinión, debemos soportar esta tensión como el precio
pagado por el incremento de nuestros conocimientos, de nuestra razonabi
li,
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lidad, de la cooperación y la ayuda mutua y, en consecuencia, de nuestras
posibilidades de supervivencia y del número de la población. Es el precio
que debemos pagar para ser humanos.
1111
11 :
La tensión se halla íntimamente relacionada con el problema de la tiran
tez entre las clases, que surge, por primera vez, con la caída de la sociedad
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cerrada. Ésta no conoce, en realidad, ese problema. Por lo menos para los
miembros que desempeñan el gobierno, la esclavitud, las castas y el gobier
no de clase son «naturales», en el sentido de que a nadie seleocurriria cues
tionarios. Pero con la caída de la sociedad cerrada desaparece esta certeza y
con ella todo sentimiento de seguridad. Es en la comunidad tribal (y más
tarde en la «ciudad») donde el miembro de la tribu puede sentirse más se
guro. Rodeado de enemigos y de fuerzas mágicas peligrosas y aun hostiles,
se siente en el seno de su comunidad tribal como un niño en el de su fami
lia u li.ogar, donde desempeña un papel bien definido, que conoce bien y
que cumple a la perfección. El derrumbe de la sociedad cerrada, puesto que
plantea el problema de las clases, así como también otros problemas relati
vos a la condición social de los individuos, debe haber producido el mismo
efecto sobre los ciudadanos que el que podría producir en los niños u na se
ria reyerta en la familia con el consiguiente desmoronamiento dcl hogar.'<
Claro está que tal tensión fue experimentada con m;1S fuerza por las clases
privilegiadas -seriamente amenazadas ahora- que por aquellas que no ¡,;o
zaban entonces de ningún derecho, pero aun así, nadie dejó de experimen-
tar la creciente inquietud. Todos temían, en m.iv or o menor grado, e! de
rrumbe de su universo «natural». Y si hien prosiguieron librando su hatalla,
frecuentemente se mostraron reacios a explotar sus triunfos sobre sus ene
migos de clase, que se hallaban sostenidos por la tradición, e! status (juo, un
alto nivel de educación y un sentimiento de autoridad natural.
Ls teniendo todo eso presente como debemos tratar de comprender la
historia de Esparta, que t r.uó exitosamente de detener la marcha de esta
evolución, y de Atenas, la democracia rectora.
Quizá la causa más poderosa que determinó la caída de b sociedad ce
rrada haya sido e! desarrollo de las comunicaciones y el comercio maríti
mos. El estrecho contacto con otras tribus tiende a minar b sensación de
necesidad con que se suelen mirar las instituciones uibalcs: y el comercio, la
iniciativa mercantil, parece ser una de las pocas formas en que la i nici.uiv.i y
la independencia individuales') pueden adquirir vigencia, aun dentro de una
sociedad donde todavía prevalen: el t.ribnlismo. ¡':stas dos actividades, la na
vegación y e! comercio, se convinieron en las principales características del
imperialismo ateniense a medida que se fueron desarrollando, hacia el siglo v
a. C. y por cierto que no tardaron en ser reconocidos como peligrosísi mos
enemigos por los oligarcas, los miembros de las clases hasta entonces privi
legiadas de Atenas. Claramente comprendieron que la actividad comercial de
Atenas, su mercantilismo monetario, su política naval y sus tendencias de
mocráticas formaban parte de un solo movimiento y que era imposible
derrotar a la democracia sin ir a la raíz misma de! mal y destruir tanto la po
lítica naval como el imperio. Pero la política marítima ateniense se basaba
193
192
en sus puertos, especialmente el del Pireo, centro comercial y baluarte de!
partido democrático, y estratégicamente en las murallas que fortificaban a
Atenas y, más tarde, en las grandes murallas que la unieron a los puertos del
Pireo y Falero. En consecuencia, hallamos que durante más de un siglo e!
imperio, la flota, el puerto y las murallas fueron aborrecidos por los parti
dos oligárquicos de Atenas, que los consideraban otros tantos símbolos de
la democracia y fuentes de su fuerza, que no desesperaban de llegar a des
truir algún día.
Gran parte de las pruebas de este desarrollo pueden hallarse en la obra
de Tucídides, Historia de la guerra del Peloponcso o, mej or dicho, de las dos
grandes guerras que tuvieron lugar de 431 a 421 y de 419 a 403 a. C. entre
la democracia ateniense y el detenido tribalismo oligárquico de Esparta.
Cuando se lee a Tucídides no debe olvidarse que su corazón no se indi
naba por Atenas, su ciudad natal. Si bien no pertenecía, aparentemente, al
ala extrema de los grupos oligárquicos atenienses que conspiraron durante
toda la guerra con el enemigo, perteneció ciertamente al partido oligárqui
co y nunca fue amigo ni del pueblo ateniense, el demos que lo bahía exilado,
ni de su política imperialista. (No se crea por esto que intentamos rebajar la
magnitud de Tucídides, el más grande historiador, quizá, que haya conoci
do el mundo.) Pero por mucho que se haya asegurado de los hechos regis
trados y por sinceros que hayan sido sus esfuerzos por mantenerse impar
cial, sus comentarios y juicios morales representan una interpretación, un
punto de vista, y en ellos ya no podemos o no necesitamos coincidir con él.
Veamos primero parte de un pasaje donde se describe la política de Temiste
eles en el año 482 a.e., medio siglo antes de la guerra del Peloponcso: «Te
místocles persuadió a los atenienses, asimismo, de que finalizaran la cons
trucción del Pirco ... Puesto que los atenienses se habían lanzado al mar,
pensó que ésta era la gran oportunidad para echar las bases de un imperio.
Fue él el primero que se atrevió a decir que debían hacer del mar su domi- '
nio... » .le Veinticinco años después, «los atenienses comenzaron a construir
sus grandes murallas hacia el mar, una hacia el puerto de Palero, y la otra
hacia el Pireo»." Pero esta vez, veintiséis años antes del estallido de la gue
rra del Peloponcso, el partido oligárquico tenía plena conciencia del signifi
cado de estos nuevos desarrollos. Según Tucídides, no se detuvieron ni aun
ante la más abierta traición. Como suele suceder con los oligarcas, los inte
reses de clase fueron más fuertes que su patriotismo. La oportunidad se les
presentó cuando una fuerza espartana enemiga comenzó a incursionar en el
norte de Atenas, y entonces decidieron conspirar COIl Esparta contra su
propio país. He aquí lo que escribe 'I'ucídides al respecto: «Ciertos atenien
ses comenzaron a hacerles algunas propuestas privadas (a los espartanos)
con la e;peranza de qlte pusieran fin a la democracia y a la construcción de
194
las murallas. Pero los demás atenienses... sospecharon sus propósitos avie
sos para con la democracia». Los leales ciudadanos atenienses salieron, por
lo tanto, a enfrentar a los espartanos, pero fueron derrotados. Parece ser, sin
embargo, que lograron debilitar al enemigo lo bastante para impedirle que
reuniera sus fuerzas con las de los quintacolurnnisms que estaban dentro de
la ciudad. Algunos meses después fueron concluidas las grandes murallas;
esto significaba que la democracia podría sentirse segura mientras mantu
viese la supremacía marítima.
E~te incidente da la pauta de lo tensa que era la situación dc las clases en
Atenas, ya veintiséis años antes del estallido de la guerra del Peloponeso,
durante la cual la situación empeoró aún más. También sirve para ilustrar
los métodos empleados por el subversivo partido oJi¡',árquico favorable a
Esparta. Cabe advertir que Tucídidcs sólo menciona su traición de paso, sin
censurarlos; si bien en otros lugares se expresa violentamente contra las lu
chas de clases y el espíritu partidista. Los pasajes que citaremos a continua
ción, escritos a manera de reflexión general sohre la revolución de Corcira
en el alío 427 a.C., encierran un gran interés, primero por coustitu ir un cua
dro exeelellJc·de la tirantcz entre las clases, y segundo por ilustrar el rigor
de que es capaz 'l'ucídidcs cuando le toca dcsCl·ihir tendencias .ul.l1ogas del
lado de los demócratas de Corcira. (A fin de juzgar su hita de imparciali
dad, debernos recordar que en los comienzos dc la guerra, Corcira había
sido una de las aliadas clcmocráticas de Atell.ls y (]ue la revuelca había sido
iniciada por los oligarcas.)i\dem;is, el pasaje constituye una excelente ex
presión del sentimiento de un.t bancarrota social general: "Casi todo el
mundo helénico -escribe Tucídides- era presa de b conmoción. I<:n todas
las ciudades, los jefes del partido dcmocr.uico y del olig;irquico trataban
con todas sus Fuerzas de ddende,', los unos, ;llos atenienses, los otros, a los
lacedemonios... El vínculo partidista era más Iucrrc que el vínculo de la san ..
gre ... Los jefes de cada bando se servían de lemas aparcutcmcnn- plausibles,
afirmando los unos que sostenían la iguaILbd constitucional de la mayoría y
los otros, la sabiduría de la nobleza. )':n realidad, todos rendían tributo al in
terés púhlico, dec1ar,indoJc, por supuesto, su mayor devoción. Para sacar la
menor ventaja el uno sobre el otro rccurri.m a todos los medios imagina
bles, cometiendo los crímenes más atroces ... Esta revolución dio nacimien..
to a toda suerte de delitos en la ¡ léLtde ... 1':11 todas partes reinaba la actitud
del más pérfido antagonismo. No habra ya ninguna palabra ni juramento,
por sagrados o terribles que fuesen, capaces de reconcilial' a los enemigos.
De lo que todos estaban profundamcnrc persuadidos por igual, sin embar
go, era de que nada se haJlaba a salvo». u
Sólo podrá apreciarse todo lo que significa esta tentativa de los oligarcas
atenienses de valerse de la ayuda de Esparta para detener la construcción de
195
las murallas, si se piensa que esta actitud traidora no había variado en lo más
mínimo más de un siglo después, cuando Aristóteles escribió su Política. Se
habla allí, en efecto, de un juramento oligárquico, del cual dice Aristóteles
que «se halla actualmente en boga». Helo aquí: «Prometo convertirme en
enemigo del pueblo y en nacer todo lo posible para aconsejarlo mal»;':' Está
claro, pues, que no se puede comprender este período si no se tiene en cuen
ta ese profundo aborrecimiento.
Dijimos más arriba que el propio Tucídides era un antidemócrata. De
esto no quedan dudas después de considerar su descripción del Imperio ate
niense y del odio que contra él guardaban los diversos Estados griegos. El
gobierno de Atenas sobre este imperio --nos dice Tucídides-- era juzgado
como una tiranía, y todas las tribus griegas le temían. Al describir la opinión
pública en la época del estallido de la guerra del Pcloponeso, nuestro histo
riador se muestra bastante benévolo con Esparta, pero severo con el impe
rialismo ateniense. «El sentimiento general de los pueblos se inclinaba os
tensiblemente hacia el lado de los lacedemonios, pues éstos sostenían que
eran los liberadores de la l-Iébde. Las ciudades e individuos se hallaban an-
siosos de ayudarles..., y cundía una intensa indignación general contra los
atenienses. Muchos anhelaban verse libres de la sujeción ateniense. Otros se
mostraban temerosos de caer bajo su yugo.»!' Es sumamente interesante que
este juicio acerca del Imperio ateniense se haya convertido en el juicio más o
menos oficial de la «historia», esto es, de la mayor parte de los historiadores,
Así como a los filósofos les resulta arduo liberarse del punto de vista plató
nico, del mismo modo los historiadores no logran superar el influjo de Tu
cídides. A manera de ejemplo, podemos citar a Mcyer (la mayor autoridad
alemana en este período), quien se limita a repetir a Tucídides cuando expre
sa: «Las simpatías del mundo culto de la Grecia... se apartaban de Atenas»."
Pero estas declaraciones son solamente la expresión del punto de vista
antidernocrático. Una cantidad de hechos registrados por 'Tucídides -por
ejemplo, el pasaje ya citado en que se describe la actitud de los jefes parti
distas democráticos y oligárquicos-- demuestran que Esparta era «popu
lar. no entre los pueblos de Grecia, sino entre los oligarcas; entre la pobla..
ción «culta», como lo dice Meyer tan sutilmente. Hasta éste admite que «las
masas de mentalidad democrática esperaban, en muchas partes de Grecia,
su victoria»." Esto es, la victoria de Atenas; y la narración de Tucídidcs
contiene múltiples ejemplos que demuestran la popularidad de Atenas en
tre los demócratas y los oprimidos. Pero, ¿a quién le importa la opinión de
las masas incultas? Si Tucídides y los «cultos» aseveran que Atenas era tira
na, entonces tenía que serlo.
Es de sumo interés destacar que los mismos historiadores que saludan a
Roma por la fundación de su imperio universal, condenan ,t Atenas por el
196
intento de lograr algo mejor. El hecho de que Roma haya tenido éxito allí
donde Atenas fracasó no basta para explicar esa actitud. En realidad, no
censuran a Atenas por su fracaso, puesto que les horroriza la sola idea de
que su tentativa hubiera podido tener éxito. Atenas --creen ellos- era una
democracia empedernida, una ciudad gobernada por la masa ignorante que
aborrecía y oprimía a la gente culta y era, a su vez, odiada y despreciada por
ésta. Pero esta opinión -el mito de la intolerancia cultural de la Atenas de
mocrática- desconoce los hechos históricos y, sobre todo, la asombrosa
productividad espiritual de Atenas en este período panicular. Hasta el pro
pio Mcycr se ve forzado a admitirla. «Lo que Atenas produjo en esta déca
da -expresa con una modestia caracterÍstica- puede equipararse con cual
quiera de las mejores décadas de la literatura alcmana.» " Periclcs, jefe
democrático de Atenas en esta época, tuvo sobrada razón cuando la llamó
«la escnela de la IIélade».
Lejos de mí la intención de dcfendn todo Jo que hizo Atenas para la
construcción de su imperio, especialmente los ataques injustificados (si Jos
huho) o los actos de brutalid:íd; tampoco se me olvida que la democracia
ateniense se basaba tudavía en la esciavitud;'X pero a mi juicio, es necesario
comprender que la esclavitud y autosuficiencia tribalisras sólo podían ser
superadas mediante alguna lorrua de imperialismo. y debe admitirse tam
bién que algunas de l.is medidas imperialistas aduptadas por Atenas eran
bastante liberales. Un ejclllplo, sumamente interesante, es el hecho de que
Atenas le haya ofrecido, en 405 a.C., a su aliada, la isla jónica de Sarrios,
«que los ciudadanos de SalJlos sean atenienses a partir de hoy, que ambas
ciudades sean UII solo Estado Ji que los ciudadanos de Samos resuelvan sus
negoL,ios internus CUIllO mejor dispungan, conservando sus Jcyes».I~ Otro
ejemplo de ello lo constituye elmétudo atcnicns« de impuestos sobre su im
perio. Muchu es lo que se ha dicho acerca de estos impuestos o tributos,
caliFicados ..---·injustamellle, en mi upinión----- de desvergonzado y tiránico
instrumento de explutación de las ciudades más pequeñas, Si queremos jus
tipreciar el signiFicadu de L'slas L1S'IS íllll'ositivas deberemos compararlas,
por supuesto, L·' JI] el volunu-n del corncrcro que, a manera de compensación,
era protegido por la lIoLa ateniense. I.os datos necesarios para dio nos los
suministra "f'ucídides, por quien nos enteramos de que los atenienses impo
nían a sus ;lli;tdos, en el uiio 413 a.C¿ «en lugar del tributo, un derecho del
5%. sobre I.odas las mercaderías importadas y exportadas por mar, en la
convicción de que esto les produciría más»." Esta medida, adoptada bajo el
rigor de la guerra, resiste Ltvorabletrlente, a mi juicio, la comparación con
los métodos romanos de centralización. Los atenienses, merced a este mé
rodo impositivo, se in tercsaron por el desarrollo del comercio de sus aliados
y, de este modo, por la iniciativa e independencia de los diversos miembros
197
de su imperio. En su origen, el Imperio ateniense se había desarrollado a
partir de una liga de pueblos iguales. Pese al predominio temporario de
Atenas, públicamente criticado por algunos de sus ciudadanos (véase Lisis
trata de Aristófanes), es probable que su interés por el desarrollo del co
mercio en general la hubiera conducido con el tiempo a propiciar una espe
cie de constitución federal. Por lo menos no tenemos ninguna noticia, en su
caso, de nada que se parezca a la costumbre romana de «transferir» los bie
nes culturales del imperio a la ciudad dominante, esto es, los botines de gue
rra. Y dígase lo que se quiera de la plutocracia, yo creo que es preferible al
gobierno de conquistadores entrq"ados al pillaje."
También puede fundamentarse esta visión favorable del imperialismo
ateniense mediante la comparación con los métodos espartanos en materia
de relaciones exteriores. Í~stos se hallaban determinados por el objetivo
fundamental que dominaba toda la política espartana, a saber, la tentativa de
detener todo cambio y de retornar al u-ibalismo. (Esto es imposible, como
veremos más adelante. Una vez perdida la inocencia, ya no puede recupe
rarse, y una sociedad cerrada y ,tnificialmente detenida, o un u-ibalismo de
liberadamente cultivado jamás poclr.in equipararse al objeto autémico.) Ile
aquí los principios de la política espartana: (1) Protección del tribal isnlO de
tenido: cerrarse ;1 toda influencia extranjera (tue pudiera poner en peligro la
rigidez de los tabúcs tribales. (2) Antihumanitarismo: cerrarse, más espccí
ficamcnte, a toda ideología igualitaria, democrática e individualista. (3) Au
tarquía: no depender del comercio. (4) Antiuniversalislllo o particularismo:
sostener la diferenciación entre la propia tribu y todas las delll;ls; no mcz
clarsc con los inferiores. (5) Dominación: someter y esclavizar a los vecinos.
(6) Expansión moderada: «La ciudad debe crecer sólo lllicnLras pueda ha
cerlo sin alterar su unidad»:" y, especialmente, sin arriesg'lrse a la iniroduc
ció n de tendencias universalistas. Si comparamos estas seis tcndencias prin
cipales con las del moderno totalitarismo, veremos entonces que coinciden
en todo lo fundamental, con la única excepción del último punto. La dife
rencia podría sintetizarse diciendo que el totalitarismo Illodemo parece
presenLar Lendencias imperialistas de expansión. Pero este imperialismo
nada tiene de la tolerancia univcrsalista ateniense, sino q uc las vastas ambi
ciones de los totalitarismos modernos les son impuestas, por así decirlo,
contra su voluntad. Esto obedece a dos factores: el primero es la tendencia
en general de toda tiranía a justificar su existencia presenLándose como la
salvadora del Estado (o del pueblo) frente a sus encmigos, tcndencia que
debe conducir, for/,OS<lmente, a crear o inventar nuevos enemigos, cuando
los viejos han sido sometidos. El segundo factor es la tentativa de llevar a la
práctica los puntos (2) y (5), íntimamente relacionados entre sí, del progra
ma totalitario. El humanitarismo, que según el punto (2) debe ser dostcrra
do, se ha vuelto tan universal que, a fin de combatirlo eficazmente en casa,
hay que salir a destruirlo en toda la faz de la tierra. Pero actualmente el mun
do se ha reducido tanto que ahora todos somos vecinos y, de este modo,
para poner en práctica el punto (5) habrá que dominar y esclavizar a todo el
mundo. Pero en la Antigüedad nada podría haberles parecido más peligroso
a quienes defendían el particularismo a la manera espartana, que el imperia
lismo ateniense, con su tendencia intrínseca a evolucionar en una comunidad
de ciudades griegas y quizá, incluso, en un imperio universal del hombre.
Resumiendo 10 que hasta aquí llevamos dicho, podemos afirmar que la re
volución política y espiritual iniciada con el derrumbe del tribalismo griego
alcanzó su culminación en el siglo v, con el estallido de la gucrra del Pclopo
ncso, A esas alturas, ya se había convertido en una violenta guerra de clases y,
al mismo tiempo, en una gucrra entre las dos ciudades rectoras de Grecia.
111
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198
Pero, ¿cómo habremos de explicar el hecho de que atenienses ilustres
como Tucídidcs estuviesen dr\ lado de la reacción en contra de estas nue
vas evoluciones? Los intereses de clase no constituyen, a mi juicio, una ex
plicación suficiente, pues lo que debemos explicar es el hecho de que, en
tanto que muchos jóvenes nobles y .unlsiciosos se convinieron en miem
bros activos, aunque no siempre dil~nps de confianza, del p.u'ticlo clcmocrá
tico, algnnos de los m.is serenos y mejor dotados se resist icron a su influjo.
El punto principal parece ser quc -----'si bien ya existía Ll sociedad .ihicrta y
había comenzado, en la práctica, a desarrollar nuevos valores, nuevas nor
mas igualiLarias de vida, ..' todavía le faltaba algo, especialmente para la clase
«culta». La nueva fe de la sociedad abierta ---su única fe posible: el Huma
nismo------ comenzaba, sí, a imponerse, pero todavía no se hallaba claramente
formul.ula, Por entonces 110 se alcanzaba a vislumbrar gran COS;1, fuera de
las guerras de clase, cl micclo de los dcmócnuas a la reacción oli¡..;:írquie'l, y
la .uucu.iza de nuevos conatos revolucionarios. La reacción contra estos
movirniciuos tcrua, por consiguiente, mucho de su parte: b tradición, la de
fensa de las viejas virtudes y la antigua religión. Estas tendencias atraían los
sentimientos de la mayoría de los hombres y su popularidad dio lugar a una
corriente de opinión que, si bien fue explotada en beneficio de los propósi
tos de los espartanos y de sus amigos olig;irquicos, ganó para sí el favor de
muchos hombres ilustres, incluso en Atenas. Del lema de este movimiento:
«De nuevo al Estado de nuestros abuelos", () bien: «De nuevo al antiguo
Estado paterno», deriva la palabra «patriota». Casi no vale la pena insistir
en que las creencias populares entre aquellos que defendían este movimien
199
Creo que no sena mjusto denominar a esa generación que sdíala un
punto culminante en la historia de la humanidad, la C; !';1I\ C;enc!';lciún: es la
generación que brilló en Atenas un poco antes y durante la guerra del Pelo
poneso." Entre ellos, hubo grandes conservadores corno S()foeles () 'I'ucídi
des. Los hubo también de ideología intermedia, representativa del período
de transición: unos vacilantes, como Eurípides, otros escépticos, como A~is
tófanes. Pero también vio esa generación al gran rector de la democracia, a
Pericles, que formuló los principios de la igualdad ante la ley y del indivi
dualismo político, y a Heródoto, bienvenido y saludado por la ciudad de
Pericles, como autor de una obra que glorificaba estos principios. A Protá
goras, natural de Abdera, que adquirió notable influencia en Atenas, y su
compatriota, Demócrito. Éstos sostuvieron la teoría de que las instituciones
humanas del lenguaje, la costumbre y el derecho no son tabú es, sino pro
ductos del hombre, no naturales sino convencionales, insistiendo, al mismo
tiempo, en que somos responsables de las mismas. Vio, asimismo, la escue
la de Gorgias -Alcidamas, Licotrón y Antístenes-- que desarrolló los
conceptos fundamentales contra la esclavitud, en favor del proteecionismo
racional y en contra del nacionalismo, por ejemplo, el credo del imperio
universal de los hombres. Y vio, por fin, quizá al mayor de todos, a Sócra
tes, qne enseñó a tener fe en la razón humana pero, al mismo tiempo, a pre
venirse del dogillatismo: a manrcneruos aparrados dc la 11lisología,2H la des
confianza en la teoría y en la razón, y de la actitud mágica de aquellos que
hacen un ídolo de la sabiduría y que enseñó, en suma, que el cspfritu de la
ciencia es la crítica.
\
Puesto que no se ha dicho gran cosa todav'ía acerca de Pcriclcs y nada en
absoluto acerca de Dcmócrito, utilizaremos ahora sus propias palabras a Fin
de ilustrar el carácter de la nueva fr. En primer término, Dcrnócrito: «No
por miedo, sino por el sentimiento de lo que es justo, debemos abstenemos
de hacer el mal. .. La virtud se basa, sobre todo, en el respeto a los dcm.is
hombres ... Cada hombre constituye un pequeño universo propio... Debe
mos hacer todo lo posible para ayudar a aquellos que han padecido injusti
cias ... Ser bueno significa no hacer el mal, y también, no querer hace!' el
ma].,; Son las buenas acciones, no las palabras, las que cuentan ... La pobre-
za en una democracia es mejor que la presunta prosperidad que acompaña
a la aristocracia o a la monarq uía, así como la lihcrt.ul es mejor quc la escla
vitud ... Fl sabio pertenece a todos los países, pues la patria de un alma gran
de es todo el universo». Tamhicn a é] le debemos aquella celebre frase del
verdadero hombre de ciencia: «j Preferiría encontrar una sola ley causal que
ser el rey de Persia!»."
Por su énfasis humanitario y univcrsalista, algunos de estos fragmentos
de Demócrito, pese a ser de fecha anterior, suenan como si estuvieran diri
gidos contra Platón. La misma impresión, au nque con mucha más fuerza,
produce la famosa oración fúnebre de Pcriclcs, pronunciada por 10 menos
medio siglo antes de que fuese escrita La República. En el capítulo 6, con
motivo de nuestro análisis del igualitarismo, citamos dos frases de esta ora
200
201
"patriótico» fueron groseramente desfiguradas por los mismos oligarcas
que no vacilaron en entregarle su propia ciudad al enemigo, con la esperan
za de ganarse su ayuda contra los demócratas. Tucídides fue uno de los je
fes más representativos de este movimiento en pro del «Estado paterno»,"
y aunque 10 más probable es que no cometiera ninguna de las traiciones de
los antidemócratas extremos, no logró disimular su simpatía por su propó
sito fundamental, a saber, detener la evolución social y luchar contra el im
perialismo univcrsalista de la democracia ateniense y contra los instrumen
tos y símbolos de su poder: la armada, las murallas y el comercio. (En vista
de las doctrinas platónicas relativas al comercio, conviene destacar la mag
nitud del temor que inspiraba la creciente activid.u] mercantil. Cuando des
pués de su victoria sobre Atenas, en 404 a.C,, el rey espartano l.isandro re
tornó con un gran botín, los "patriotas» espartanos, es decir, los miembros
del movimiento favorable al «Lstado paterno» tr.uaron de impedir la intro
ducción de oro, y si hicn ésta luc fiunlmcntc permitida, su posesión se limi-
tó al Estado, dccrct.indosc UII clstigo capital pa!';\ cu;\lquicr ciud.nlnuo en
cuya posesión se encontrase la menor c.uu iclacl dl'l precioso nu-tal. ln !.tIS
Leyes de Platón se preconizan proccd inucut os muy scmcj.uucs.)"
Aunque el movimiento «p.uriótico» fue, en parte, l'xpresiL'lll del .mhclo
de retornar a formas de vida más cst.ahlcs, a Lt rcligiL<)n,;\ 10\ deccllci;\, al im
perio de la ley y l'\ orden, llevaba en sí la In;\yor corrupción mor.i]. Sc hahía
perdido la antigua fe y l'11 su lugar campeaba ahora una eXI)loLlciLill liipó-'
crita y casi diríamos cínica, de los sentimientos religiosos."; Si en al~~una parte
había de encontrarse el nihilismo --tan bien I)inl.ado por Platún en los re
tratos de Caliclcs y Trasímaco--- era, prccis.uncutc, entre los j,"venes .uistó
cratas «patriotas» quienes, de presentárseles la oport uuid.«], no v.icilnh.ut
en convertirse en jdes del partido dcmocr.ii ico. Eln\;ls claro c-xponcnt c de
este nihilismo fue, quizá, el jefe olig;írquico que ayudó a darle a Atenas el
golpe de gracia: Critias, cltío de Platón, el jefe de los 'I'rc int.r T'ir.uros.:"
Pero en esta época, en la misma ;\ que pcrt.cnccia la gellel-;)(:ilÍ'l LIe 'I'ucf
dides, surgió una nueva en la ral'/ln, en la libertad y en la licrm.uul.u] de
todos los homhres, la nueva fe y, a mi entender, la única le I)osihlc: la de la
sociedad abierta.
lO
re
lV
pletos, a fin de transmitir una impresión más clara de su espíritu. "Nuestro
sistema político no compite con instituciones que tienen vigencia en otros
lugares. Nosotros no copiamos a nuestros vecinos, sino que tratamos de ser
un ejemplo. Nuestra administración favorece a la mayoría y no a la mino
ría: es por eso por lo que la llamamos democracia. Nuestras leyes ofrecen
una justicia equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas priva
das, pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del méri
to. Cuando un ciudadano se distingue por su valía, entonces se lo prefiere
para las tareas públicas, no a manera de privilegio, sino de reconocimiento
de sus virtudes, y en ningún caso constituye obstáculo la pobreza... La li
bertad de que gozamos abarca también la vida corriente; no recelamos los
unos de los otros, y no nos entrometemos en los actos de nuestro vecino,
dejándolo que siga su propia senda... Pero esta libertad no significa que
quedemos al margen de las leyes. A todos se nos ha enseñado a respetar
a los magistrados y a las leyes yana olvidar nunca que debemos proteger a
los débiles. Y también se nos enseña a observar aquellas leyes no escritas
cuya sanción sólo reside en el sentimiento universal de lo que es justo....»
«Nuestra ciudad tiene las puertas abiertas al mundo; jamás expulsamos
a un extranjero ... Somos libres de vivir a nuestro antojo y, no obstante,
siempre estamos dispuestos a enfrentar cualquier peligro... Amamos la be
lleza sin dejarnos llevar de las fantasías, y si bien tratamos de perfeccionar
nuestro intelecto, esto no debilita nuestra voluntad... Admitir la propia po'
breza no tiene entre nosotros nada de vergonzoso; lo que sí consideramos
vergonzoso es no hacer ningún esfuerzo por evitarla. El ciudadano atcnicn
se no descuida los negocios públicos por atender sus asuntos privados ...
No consideramos inofensivos, sino inútiles, a aquellos que no se interesan
por el Estado; y si bien sólo unos pocos pueden dar origen a una politic«, to
dos nosotros somos capaces de juzgarla. No consideramos la discusión como
un obstáculo colocado en el camino de la acción política, sino COIllO un pre-·
liminar indispensable para actuar prudentemente... Creemos que la [clici
dad es el fruto de la libertad y la libertad, el del valor, y no nos amedrenta
mos ante el peligro de la guerra... Resumiendo: sostengo que Atenas es la
Escuela de la Héladc y que todo individuo ateniense alcanza en su madurez
una feliz versatilidad, una excelente disposición para las emergencias y una
gran confianza en sí mismo.»"
Estas palabras no constituyen un mero elogio de Atenas, sino que ex
presan el verdadero espíritu de la Gran Generación. Ellas lormulan el pro
grama político de un gran individualismo igualitario, de un demócrata que
comprende perfectamente que la democracia no puede agotarse con el prin
cipio carente de significado de que "debe gobernar el pueblo» sino que ha
de basarse sobre la fe en la razón y en el humanitarismo. Al mismo tiempo,
constituyen la expresión de un verdadero patriotismo, de un justo orgullo
por una ciudad que se había propuesto la tarea de convertirse en ejemplo de
las otras, y que se convirtió en la escuela, no ya de la Hélade sino también
-como todos lo reconocen- de la humanidad, en los siglos pasados, pre
sentes y venideros.
El discurso de Pericles no es sólo un programa, sino también una defen
sa y-quizá, incluso, un ataqu c. Como ya ind ic.unos antes, suena como una
ofensiva directa contra Platón y, en efecto, no caben dudas de que se halla
ba dirigido no sólo al tribalismo detenido de l.xp.um, sino también al anillo
o «eslabón" totalitario de la propia ciudad, al movimiento en favor del Es
tado paterno, a la «sociedad atenie~se de amigos de Laconia') (como Th.
Gomperz los llamó en 1')02).\1 !":ste discurso constituye la primeL1 3 \ y al
mismo tiempo quiz,i también la m.is vehemente declaración que jamás se
baya formulado contra ese tipo de movimiento. Su importancia no escapó a
[a sagacidad de Pl.uon, quien ridiculizó b oración de Pcriclcs, medio siglo
después, en los pasajes de l,,¡ República" en que ataca a la democracia, como
así t.unbién en aquella franca parodia, el di:ilogo conocido con el nombre de
Mencx(?/() o I.,¡ orclción!iíneIJrc. \', Pero los amigos de Laconia contra quie
nes estaba dirigido el ataque de I\:ricles se veng:Hon mucho antes que Pla
tón. Sólo unos cinco o seis .uios después de 1<1 ol'acitlll de Pcriclcs, publicó
un panfleto acerca de la Constituaon de !lleNas, \(, un autor anónimo (poxi
hlcmcutc Critiax), denominado comúunu-ntc, ahora, el "Viejo Oligarca".
Este ingenioso panfleto, el tratado de tcori« política In:ís antiguo que se co
noce es, quizá, al mismo tiempo, el símbolo m.is antiguo del ¡lhandono de
que han hecho objeto a la humanid.ul sus rectores inu-lcctuaics. Se trata de un
ataque despiadado a Atcn.ix, escrito, sin duda, por una de sus mejores cabe
zas. La idea central, idea que se convi rtio l'll articulo de le en 'I'ucídidcs y
Platón, es la estrecha relación entre el imperialismo rnant imo y la democra
cia. Y trata de dcurostr.ir qne no es posihle IlingulLI componenda en 1lI1 con
flicto entre dos mundos distillt()s,\/ el de la denlo(Tacia y el de la oligarquía;
que sólo el uso de una Ir;ulc;l violcmia y de medidas drásticas, incluyendo
la intervención de aliados del exterior (bparta), podía poner fin al gobier
no profano de la libertad. Ese p'lJIflcto, por muchos conceptos notable, es
taba destinado a convertirse en el primero de un.i serie prácticamente infi
nita de escritos sobre filosofía poluica, dondc se ha repetido, basta nuestros
días, más o menos el mismo terna, abierta o vcl.td.uncur«. Sin voluntad ni ca
pacidad para ayudar a la humanidad a lo largo de su difícil trayectoria hacia
un futuro descollocido que ella misma dehía crear para sí, algunos miem
bros de la clase «culta» procuraron hacerla retornar al pasado. Incapaces de
emprender un lluevo camino, sólo pudieron convertirse en jefes de la pe
202
203
ción," a las que podríamos agregar aquí la cita de algunos pasajes más com
renne rebelión contra la libertad. Así, se les hizo forzoso afirmar su propia
superioridad combatiendo el igualitarismo, puesto que eran (para usar las
palabras de Sócrates) misántropos y misólogos, esto es, incapaces de esa
simple y común generosidad que inspira la fe en los hombres, en la razón
humana y en la libertad. Pese a todo lo duro que parezca este juicio, mucho
me temo que sea justo, máxime si se lo aplica a aquellos jefes intelectuales
de la rebelión contra la libertad que sucedieron a la Gran Generación y, es
pecialmente, a Sócrates. Ahora podemos tratar de verlos sobre el fondo de
nuestra interpretación histórica.
El surgimiento de la filosofía misma puede ser interpretado, a mi juicio,
como una reacción ante el derrumbe de la sociedad cerrada y de sus convic
ciones mágicas. Es ella una tentativa de reemplazar la fe perdida en la magia
por una fe racional; ella modifica la tradición de transmitir una teoría o un
mito, fundando una nueva tradición: la de contrastar las teorías y mitos y
analizarlos con espíritu crítico" (es significativo que esa tentativa coincida
con la difusión de las llamadas sectas órficas cuyos miembros trataban de
reemplazar el sentimiento perdido de unidad por una nueva religión místi
ca). Los primeros filósofos, los tres grandes jonios y Pitágoras permanecie
ron completamente ajenos, probablemente, al estímulo ante el cual estaban
reaccionando. Eran, a la vez, los representantes y los enemigos inconscicn
tes de una revolución social. El hecho mismo de que hayan fundado escue
las, sectas U órdenes, esto es, nuevas instituciones sociales o, mejor dicho,
grupos completos con una vida común y funciones comunes, elaboradas en
gran medida sobre el modelo de las de una tribu idealizada, nos demuestra
que eran verdaderos reformadores en el campo social y que, por consi
guiente, no hacían sino reaccionar ante ciertas necesidades sociales. Que ha
yan reaccionado a estas necesidades y a su propia sensación dc hallarse a la
deriva, no corno Hesíodo, invcntando un mito historicista del destino y de
la decadencia,l~ sino inventando la tradición de la crítica y del análisis y con
ellos, el arte de pensar racionalmente, es uno de los hechos inexplicables que
jalonan el comienzo de nuestra civilización. Pero hasta estos racionalistas
reaccionaron ante la pérdida de la unidad del trihalismo, en gran parte, de
manera emocional. Su razonar da expresión a su sentimiento de deriva, a la
tensión de un desarrollo quc estaba a punto de crear nuestra civilización in
dividualista. U na de las expresiones más antiguas de esta tensión se remon
ta a Anaximandro." el segundo de los filósofos jónicos. Para él, la existen
cia individual era bybns, es decir, un impío acto de injusticia, un acto inicuo
de usurpación por el cual deben sufrir los individuos y hacer penitencia. El
primero que tuvo conciencia de la revolución social y de la lucha de clases
fue Heráclito. Ya hemos descrito en el segundo capítulo de este libro la for
ma en que este filósofo racionalizó su sentimiento de deriva, desarrollando
204
la primera ideología antidemocrática y la primera filosofía historicista del
cambio y el destino. Heráclito fue el primer enemigo consciente de la so
ciedad abierta.
Casi todos estos pensadores iniciales se desenvolvían bajo una trágica y
desesperada tensión." Quizá la única excepción la constituye el monoteísta
Jenófanes, 42 que llevó su carga con valentía. No los podemos culpar a ellos
por su hostilidad hacia las nuevas evoluciones sociales del mismo modo en
que podemos culpar, hasta cierto punto, a sus succsorcs.T,a nueva fe de la
sociedad abierta, la fe en el hombre, en la just\cia igualitaria y en la razón
humana, comenzaba, quizá, a adquirir forma, pero todavía no había sido
formulada explícitamente.
v
Era Sócrates el destinado a realizar la mayor contribución a esa fe y a
morir por ella. Sócrates no fue un ¡de de la democracia ateniense, como Pe
rieles, ni tampoco 1111 teórico de la sociedad abierta, como Protágoras. Só
crates fue, más bien, un crítico de Atenas y sus instituciones democráticas,
y en esto sí puede gnardar cierta semejanza superficial CtH1 algunos de los je
fes de la reacción contra 1,1 sociedad ahierta. Pero un hombre que critica la
democracia y las instituciones dcmocr.íticas no debe ser, forzosamente, su
enemigo; si f)ien tanto los demócratas a los cuales critica, como los totalita
rios que esperan sacar partido de cualquier desunión en el bando dcmocrá
tico, tienden a t.ich.ulo de tal. Sin cmbargo, hay una diferencia fundamental
entre la crítica dcrnocr.iticn de la democracia y la totalitaria. La crítica de
Sócrates era de naturalczn dcmocr.iucn, tl\,lS aún, era ese tipo de crítica que
constituye la vida misma de la dcmocr.icia. (1.os demócratas que no advier
ten la diícrcncia que inedia entre una crítica amistosa de la democracia y
otra hostil se h.illan imbuidos de espíritu totalitario. Claro está qLle el tota
litarismo no puede considerar amistosa ninguna crítica, dadtl que cualquier
critica de su autoridad debe desafiar, forl'osall1cnte, el propio principio au
torit.uista. )
r lcmos mencionado ya algunos aspectos de las enseñanzas socráticas: su
intclcctualismo, es decir, su teoría igualitaria de la razón humana como me
dio universal de comunicación; su insistencia en la honestidad intelectual y
en la autocrítica: su teoría igualitaria de la justicia, y su doctrina de que es
mejor ser víctima de una injusticia que cometerla con los demás. Es esta úl
tima doctrina, en mi opinión, la que mejor puede ayudarnos a comprender
la médula misma de sus enseñanzas, de su credo individualista, de su creen
cia en el individuo humano como fin en sí mismo.
205
La sociedad cerrada, y junto con ella el credo de que la tribu lo era todo
y el individuo nada, ya se había derrumbado por entonces. La iniciativa y el
empuje individuales se habían convertido en un hecho. Se había despertado
ya el interés por e! individuo humano como individuo y no solamente como
héroe o salvador de la tribu." Pero la filosofía que tiene al hombre por cen
tro de interés sólo se inicia con Protágoras. Y la creencia de que nada existe
en nuestra vida de mayor importancia que los demás hombres individuales,
la tendencia de los hombres a respetarse mutuamente y a sí mismos, pare
cen derivar ele Sócrates.
Burnet ha dcstacado" que fue Sócrates quien ideó el concepto de alma,
concepto que tuvo una influencia tan intensa sobre nuestra civilización. A
mi juicio, ha y mucho de cierto en esta observación, si bien me parece que su
formulación puede resultar equívoca, particularmente el empleo de LJ pala
bra «alma»; en efecto, Sócrates parece haberse mantenido al margen, en Jo
posible, de las teorías metafísicas. Su influjo era de naturaleza moral y su
teoría de la individualidad (o del «alma» si se prefiere esta palahra) consti
tuye, en mi opinión, no una doctrina metafísica sino una doctrina moral. Lo
que Sócrates combatía con ella era la autos.uisf.icción y la .un.ocompl.iccn
cia, Así, exigía que el individu,llislllo no fUl'L1 tan sólo la disolución del tri
halismo, sino también que el individuo demostrase ser digno de su libera
ción. Es por eso que insistió tanto en que el hombre no era tan sólo una
porción de carne, un cuerpo. 1lay algo más en el hombre, esa chispa divi na,
la razón, y el amor a la verdad, a los sentimientos de bondad y hum'1nidad,
el amor a la belleza y al bien. Es todo ello lo que confiere algún valor a la
vida de! hombre. Pero si no soy nada más que un «ClllTpO», ¿qni: soy en
tonces? Eres, ante todo, inteligencia, era la respuesta de Sócrates. I':s tu in
tcligcncia la que te hace humano, la que te permite ser algo más que un mero
puñado de deseos y ansiedades. Lo que hace que te bastes a ti mismo como
individuo y lo que te faculta ,1 sostener que eres un fin en ti mismo. La [ra
se de Sócrates, «cuida tu alma", constituye, en gran medida, un llamado a la
honestidad intelectual, así como la frase «conócete a ti mismo" está destina-
da a recordarnos nuestras limitaciones intelectuales.
SOl! estas cosas solamente las que importan, insistía S(lcrat.es. y lo que
criticaba en Ía democracia y en los estadistas democráticos era, precisamen
te, su imperfecta comprensión de estas mismas cosas. Los criticaba con ra
zón por su falta de honestidad intelectual y por dejarse obsesionar por la
política del poder." Debido a su insistencia en el lado humano del proble
ma político, Sócrates no pudo interesarse demasiado en la reforma consti
tucional, Era el aspecto inmediato, personal, de la sociedad abierta, lo que a
él le interesaba. Se equivocaba, pues, cuando se consideraba a sí mismo un
político; Sócrates era un maestro.
206
mI
I
Pero si fue, en esencia, el protagonista de la sociedad abierta y un amigo
permanente de la democracia, ¿por qué entonces -cabe preguntar- se
mezcló con los antidernócratas? En efecto, se sabe que entre sus compañeros
no sólo se contó A1cibíades, que en determinado momento se pasó aliado de
Esparta, sino también los dos tíos de Platón: Critias, destinado a convertirse
más tarde en el despiadado jefe de los Treinta, y C:írmides, su lugarteniente.
Es posible hallar más de una respuesta a esta pregunta. En primer térmi
no, sabemos por Platón que el ataque de Sócrates contra los políticos de
mocráticos de su tiempo obedeció, en parte, al propósito de poner de mani
fiesto el egoísmo y afán de poder de los hipócrita;01emagogos del pueblo,
más específicamente, de los jóvenes aristócratas que se hacían pasar por de
mócratas pero que sólo veían en el pueblo el instrumento adecuado para sa
tisfacer su sed de poder." Esta actividad le granjeó, por un lado, la simpatía
de algunos enemigos de la democracia y, por el ot.ro,]o llevó a trabar con
tacto precisamente con los aristó crat.ts ambiciosos de aq uel tipo. Y aquí de
bemos efectuar una segund,l cousidcracio». S,ícrates, el moralista e indivi
dualista, j.un.is podría hahersc limitado a atacar a estos hombres. Su carácter
lo llevaba, m.is bien, ,1 tom.irsc un interés real en ellos, intentando seria
mente, :1111:CS dc abandonarlos, convcrurlos ,ll hien V al desinterés. En los
diálogos platónicos se encuentran múltiples reL.:n:n·cias a csUs tentativas.
Exist.l'n razones .",'.y esto forma parte dc tina tercera consideración-e- para
creer que S(')cratcs, cl macsrro-po litico. incluso Ilq .-;ó a desviarse de su cami
no para atraer a los jóvenes y ,ldLJLlirir influencia sobre ellos, especialmente
cuando los consideraba aptos para la conversión y crda (lue algún día po
drían lleg,lr a clcscmpciiar cargos de resJ)()nsabilidad en la ciudad. Claro está
que el ejemplo m.is notorio es el de !\lcibíades, escogido desde su infancia
como el gr,ul cond lictor fU1U n 1 del Imperio arcnicnsc. Y el bri 110, la am bi
ción y la valentía de (':rit ias lo convirtieron en LII10 de los pocos competido
res di¡'>;lIos de /\leihíaclcs. (Duranu- algú n t iel1lpo cooperó con Alcihiaclc«,
pero 1ll,1S tarde se volvió couua 1~1. No cs en absoluto illlprohable que esta
colaboración pasajera se h,lya debido a la influencia de Sócr.ucs.) y por lo
que xabcmo« de las propias aspiraciones políl.ic.1s iniciales y posteriores de
Platón, es más que probahle que sus relaciones con Sócrates hayan tenido
una consecuencia similar." S(,crates, pese a ser uno de los espíritus rectores
de la sociedad abierta, no eL1 un hombre dc partido. Así, habría trabajado
en cualquier círculo donde su obra huhicr.i podido beneficiar a la ciudad. Y
si se tornaba interés por all~ún joven prornisorio con vinculaciones familia
res oligárquicas, no bastaban éstas para disuadirlo de sus propósitos educa
dores.
Sin embargo, estas vinculaciones le iban a significar la muerte. Perdida la
Gran Guerra, Sócrates fue acusado de haber educado a los hombres que ha
207
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bían traicionado a la democracia y conspirado con el enemigo para provo
car la caída de Atenas.
Todavía suele contarse la historia de la guerra del Peloponeso y de la caí
da de Atenas tal modo -bajo la influencia de la autoridad de Tucídi
des- que la derrota de Atenas se nos presenta como la prueba definitiva
de la debilidad moral del sistema democrático. Pero este punto de vista
constituye una mera deformación tendenciosa y es otra cosa muy diversa lo
que dicen los hechos conocidos. La principal responsabilidad por la pcrcli
da de la guerra corresponde a los oligarcas traidores que conspiraban conti
nuamente con Esparta. Los más destacados entre ellos fueron tres ex discí
pulos de Sócrates: Alcibíades, Cririas y Círmides. \)espu~s de la caída de
Atenas, en el año 404 a.C., los dos últimos se erigieron en jefes de los Trein
ta Tiranos, que no constituyeron sino un gobierno títere bajo la prorccción
de Esparta. A menudo se nos presenta la t:clída de Atenas y la destrucción de
las murallas como el resultado final de la gran guerra iniciada en 431 a.C.
Pero es en esta versión de los hechos donde rcxiclc la principal desfigura
ción, pues la verdad es que los demúcraus siguieron luchando. Carentes de
las fuerzas necesarias, comenzaron a preparar, bajo el mando de 'I'rnsihulo
y Anito, la liberación de Atenas, donde Critias asesinab;l, entre tanto, dece
nas y decenas de ciudadanos; durante los ocho meses de su reinado de terror
la mortandad fue «casi mayor que la provocada por los csp.utanos durante
los diez años de guerra,,:l>j Pero después de ocho 111eSeS (en 403 a.<:.), <.ri
tias y la ciudadela espartana [ucrou atacados y derrotados 1)('1' los rlcmócra
tas, que se establecieron en el Pirco, y los dos líos de Platón perdieroll la
vida en la batalla. Sus secuaces olig:'irquicos prosigui('roll todavía ;lll~ún
tiempo el reinado del terror en la ciudad de Atenas, pero sus lucrzns lucron
presa del desorden y la diso]uciún. No hahi~ndose mustrudo capacc.' de go
bernar, finalmente fueron ahandonados por sus protectores eSp;\rt;lnos,
quienes celebraron un tratado con Jos demúcratas. 1.;1 p:l'/. restah1cciú la de
mocracia en Atenas. De este 1I10do, la forma democrática dc gobierIHl
demostraba poseer una [ucrvn superior, a través ele las severas pruebas su
fridas, y hasta sus propios enemigos comenzaron a considerarla invencible.
(Nueve años más tarde, después de la batalla de Cui.lo, los .itcn ienses pu
dieron volver a levantar sus murallas. La derrota de la democracia 'c había
convertido en victoria.)
No bien se hubo restaurado la democracia con sus condiciones jurfdicas
normales," se inició una causa contra Sócrates. Los cargos eran lo hastante
claros: se le acusaba de haber tenido participación en la educación ele los
enemigos Jl1:1S temibles del Estado, a saber, Alcibfadcs, Critias y C1rmitles.
Sin embargo, se plantearon ciertas dificultades para la prosecución del jui
cio, pues se sancionó una amnistía para todos los delitos políticos comct i
dos con anterioridad a la restauración de la democracia. Los cargos no po
dían referirse abiertamente, por lo tanto, a esos motivos evidentes. Y pro
bablemente los acusadores no procuraban tanto castigar a Sócrates por los
infortunados acontecimientos políticos del pasado, que como ellos sabían
muy bien habían ocurrido contra sus intenciones, como impedirle que con
tinuase sus enseñanzas, las cuales, en vista de sus efectos, no podían dejar de
ser consideradas peligrosas para el Estado. Por todas estas razones, se for
muló el cargo bastante vago y carente de sentido, de que Sócrates corrom
pía a la juventud, de que era impío y de qUe había tratado de introducir
nuevas prácticas religiosas en el Estado. CEstos dos últimos cargos, si bien
torpemente, expresaban sin dud~l sentimiento acertado de que en el cam
po ético-religioso Sócrates era un rcvolucio nario.) Dada la amnistía, los
«jóvenes corrompidos» no podían ser mencionados con mayor precisión,
pero todos sabían, por supuesto, a quienes se aludía.:;o En su ddensa, Sócra
tes insistió en que no guardaha ninguna simpatía hacia la política de los
Treinta y que h.ihía llegado, incluso, a arriesgar la vida, desafiando su invi
tación a implicarlo en uno de sus muchos delitos. E hizo recordar al jurado
que entre sus m.is íntimos amigos y discípulos más entusiastas se contaba
por lo menos un demócrata ardiente, Querefollte, que combatió contra los
Treinta (y que murió, al parecer, en esa lucha)."
Actualmente suele admitirse que Anito, el jefe democrático que propi
ció el proceso, no se proponía hacer un mártir de Sócrates. Su propósito era
exil.ulo. Pero este plan fue echado por tierra por la negativa de Sócrates a
desviarse lo m.is mínimo de sus principios. No es mi opiniún que descase
morir o que le gustara el papel de m.irrir." Se limitó a luchar, simplemente,
por lo que consideraba justo y por la obra de toda su vicla. j.un.i» había in
tentado socavar i:J democracia; en realidad, había tratado de darle la Ic que
le Fa!t;lh:\. 'I'al había sido la ohra de su vida, que ahora veía seriamente ame..
naz.ula. 1.;1 uaición de sus ex compañeros les hicieron aparecer, a él y a su
obra, b'ljo un aspecto que debe haberle perturbado profundamente. [':s muy
posible <lUlO haya llegado a agradecer, incluso, este juicio que le presentó la
oport unid.id de demostrar que su lealtad a la ciudad no tenía límites.
S('JCr:ltes pudo explicar esta actitud m.is detenidamente cuando se le
brind(', la ocasión de huir. De haberla aprovechado convirtiéndose en exila
do político, todo el mundo lo hubiera considerado adversario de la demo
cracia. Pero Sócrates no huyó. y al permanecer dio sus razones, a manera de
postrer testamento, que pueden hallarse en el Criton de Platón." Tlelas aquí:
Si me voy -decía Sócrates-e- violaré las leyes del Estado y un acto de esta
naturaleza me pondría en oposición a esas leyes, probando mi deslealtad y
dañando al Estado. Sólo permaneciendo aquí puedo demostrar mi lealtad
al Estado y también a la democracia, y demostrar que jamás he sido su ene
208
209
IIIII_IIIIIIIII~II··
Sócrates sólo tuvo un sucesor digno, su viejo amigo Antístcncs, el último
de la Gran Generación. Platón, su discípulo mejor dotado, no tardaría en
demostrar que era el menos fiel. Al igual que sus tíos, él también traicionó
a Sócrates. Éstos, además de traicionarlo, habían intentado implicarlo en
sus actos terroristas, pero jamás lo lograron, puesto quc aquél se opuso ter
minantemente. Platón, a su vez, trató de implicar a Sócrates en su grandio
sa tentativa de construir la teoría de la sociedad detenida, yen esta ocasión
no hubo ninguna dificultad para lograrlo p11es Sócrates ya estaba muerto.
No ignoro, por supuesto, que este juicio parecerá excesivamente duro,
aun a aquellos que mantienen una posición altamente crítica con respecto a
Platón." Pero si consideramos la Apología y el Critón como 1;1 última vo
luntad de Sócrates, y comparamos estos testamentos con el de la vejez de
Platón, Las Leyes, entonces no resulta fácil juzgar de otro modo. Sócratcs
había sido condenado, pero no era su muerte lo que se habían propuesto lo
grar los iniciadores de! juicio. Las Leyes de Platón vienen a remediar la au
sencia de esta intención. En efecto, éste elabora fría y cuidadosamente la
teoría de la inquisición. El pensamiento libre, la crítica de las instituciones
políticas, que enseña nuevas ideas a la juventud, y las tentativas de introdu
cir nuevas prácticas religiosas e incluso nuevas opiniones son todos delitos
capitales. En el Estado de Platón, Sócrates jamás hubiera tenido la oportu
nidad de defenderse públicamente; lejos de ello, hubiera sido transferido al
Consejo Nocturno secreto para el «tratamiento» y, finalmente, para e! cas
tigo de su alma conturbada.
No puedo poner en duda el hecho de la traición de Platón ni tampoco el
de que su utilización de Sócrates en La República como principal exposi
tor de sus propias ideas, constituyó la tentativa más fructífera de implicar
lo. Pero si esta tentativa fue o no consciente es ya otro asunto.
Si queremos comprender a Platón debemos tener presente la situación
total de la época. Después de la guerra del Pelopoucso, la tensión de la vida
de la sociedad civilizada se dejó sentir con mayor fuerza que nunca. Toda
vía palpitaban las viejas esperanzas oligárquicas y la derrota de Atenas ha
bía tendido, incluso, ~ alentarlas. Continuaban, pues, las luchas de clase. No
obstante, la tentativa Lle Critias de destruir la democracia llevando a cabo el
programa del Viejo Oligarca hahía fracasado. y no, ciertamente, por falta
de determinación; el uso m.is despiadado de la violcucia había sido estéril,
pesc a las circunstancias favor.ihlcs q uc rcprcscnraba el poderoso apoyo de
la victoriosa Esparta. Así, Platón sintió que hacía falta una reconstrucción
completa del programa primitivo. Los Treinta habían sido derrotados en el
reino de la política del poder, en ¡!;ran parte debido a que habían injuriado
e! sentido de justicia de los ciudadanos. Y esta derrota lubía sido, principal
mente, una derrota moral. La fe de la Gran Generación dcmostrnhn, de este
modo, su [ucrza. Los Treinta nada de esto tenían para ofrecer: moralmente,
eran nihilistas. No se podía revivir el programa del Viejo ()ligarca ---scntía
Platón--- sin basarlo en una nueva Fe, en una nueva doctrina que reafirmase
los viejos valores del tribalismo, oponióndolos a la re de la sociedad abierta.
Debe enseñarse a los hombres que la [usticia es desigurddad y que la tribu, lo
colectivo, está por encima del individuo." Pero puesto que la le de S(>JCLltCS
era demasiado fuerte para ser desafiada abiertamente, Platón se vio llevado
a reintcrprctarla como una fe en la sociedad cerrada. Aunque difícil, no era
imposible. En efecto, ¿no era la democracia la que h.ihia tronchado la vida
de Sócrates? ¿No había perdido ésta todo derecho de reclamar el pcnsa
miento socrático para sí? ¿Y no había criticado siempre Sócr.itc» a la multi
tud anónima, así como también a sus conductores, por su falta de sabiduría?
Además, no era demasiado difícil suponer quc Sócrates hubiera recomen
dado el gobicrno de la clase «culta», de los fil6sofos sabios. En esta nueva
interpretación, Platóu se vio considcrahlcmcntc alentado cuando descubrió
que también formaba parte del antiguo credo pitagórico y, sobre todo,
cuando encontró en Arquitas de Tarento, un sabio pitagórico que era, a la
vez, un gran estadista. Aquí estaba, pues, la solución del enigma. ¿No había
alentado el propio Sócrates a sus discípulos a participar en la política? ¿No
revelaba esto su convencimiento de que debían gobernar los sabios, los ins
truidos? ¡Qué diferencia entre el burdo gobierno del populacho de Atenas
210
211
migo. Creo que no puede haber mejor prueba de mi lealtad que mi decisión
de morir por ella.
La muerte de Sócrates es la prueba definitiva de su sinceridad. Su falta de
temor, su simplicidad, su modestia, su sentido de la moderación y del hu
mor jamás le abandonaron. «Soy como el tábano que Dios ha puesto sobre
esta ciudad -decía en su Apología- y todo el día y en todo lugar siempre
estoy yo, aguijoneándoos, despertándoos y persuadiéndoos y reprochán
doos. No encontraréis fácilmente otro como yo y por eso os aconsejo ab
solverme... Si dejáis caer el golpe sobre mí, como Anito os aconseja, y me
lleváis precipitadamente a la muerte, entonces habréis de permanecer dor
midos durante el resto de vuestra vida, a menos que Dios se apiade y os en
víe otro tábano.v" Sócrates demostraba con esto que un hombre podía mo
rir, no sólo por el destino y la gloria u otras grandcs cosas de esa naturaleza,
sino también por la libertad del pensamiento crítico y por e! respeto de sí
mismo, que nada tiene que ver con el sentimentalismo o con el sentido de la
propia importancia.
VI
¡"'IIIIHUlllII!ll!l!lIn
¡_ _
Me
'11
1I1J"¡IIJIII"""i$iII¡IJ¡III111I1I1"I"'IIlIII".III1I1"~
gura Platón; jamás osaré acusar a mi propio padre, a mis propios ascen
dientes venerados, de haber pecado contra una ley y una moralidad huma
nitarias que sólo se hallan al nivel de la piedad vulgar. Aun cuando hayan
arrebatado alguna vida humana, ésta sería, después de todo, sólo la de sus
propios siervos, que no son mejores que los delincuentes comunes, y no me
toca a mí juzgarlos. ¿No demostró Sócrates cuán arduo es saber lo que está
bien y lo que está mal, lo que es piadoso o impío? ¿Y no fue él mismo per
seguido por impiedad por estos pretendidos humanitaristas? También pue
den encontrarse otras huellas de la lucha platónica, a mi parecer, en casi
todos los demás puntos en que se vuelve contra las ideas humanitarias, es
pecialmente en La República. Su tendencia a evadirse y su apelación a la
burla cuando combate U teoría igualitaria de la justicia, su vacilante prefa
cio a la defensa de la mentira, a la exposición del racismo ya la definición de
la justicia son todos síntomas que ya han sido mencionados en los capítulos
anteriores. Pero quizá la expresión más clara del conflicto se encuentre en el
Menexeno, esa réplica despectiva a la oración fúnebre de Pericles. A mi jui
cio, Platón se deja llevar aquí de un impulso. Pese a su tentativa lle ocultar
sus sentimientos tras un velo de ironía y desprecio, no puede dejar de mos
trar hasta qué punto le habían impresionado las ideas de Pericles. Ile aquí la
forma en que Platón hace que su «Sócrates. clcscrihu, suspicazrncn te) la im
presión en él provoc.ída por la oración de I'criclcs: "Un sentimiento tal de
exultación que no me abandona durante tres días enteros y sólo al cuarto o
quinto día, y no sin esfuerzo, logro volver en mí y comprender l](inde es
toy».'" ¿Quién podría dudar que Platón revela aquí la profunda impresión
que le produjo el credo de la sociedad abierta y la ardua lucha que debió li
brar para recobrar sus sentidos y comprender dónde se encontraba, esto es,
en el campo de sus enemigos?
y la dignidad de un Arquitas! Con toda seguridad, Sócrates, que nunca ha
bía formulado solución alguna al problema constitucional debía haber
coincidido mentalmente con el pitagorismo.
De esta manera, Platón debió haber descubierto que era posible confe
rirle gradualmente un nuevo sentido a las enseñanzas del miembro más in
fluyente de la Gran Generación, y persuadirse de que un adversario cuya
abrumadora fuerza jamás podría haberse atrevido a atacar directamente, era
un aliado. A mi juicio, ésta y no otra es la simple explicación del hecho de
que Platón hubiera conservado a Sócrates como vocero principal de sus ideas
(aun cuando éstas se apartasen tan profundamente de las del maestroj." Pero
no es ello todo. A mi juicio, Platón debió haber sentido, allá en lo hondo de
su alma, que la enseñanza de Sócrates era muy diferente, por cierto, de la
que él le atribuía, lo cual significaba que lo estaba traicionando. Y se me
ocurre que los continuos esfuerzos de Platón por hacer que Sócrates se
reinterprete a sí mismo, son, al mismo tiempo, esfuerzos por apaciguar su
conciencia intranquila. Con su afán permanente de demostrar que sus pré
dicas no eran sino el desarrollo lógico de la verdadera doctrina socrática,
Platón, en realidad, trataba de convencerse de que no era un traidor.
Al leer a Platón somos testigos, en mi opinión, de un conflicto íntimo,
de una verdadera lucha titánica librada en su espíritu. Hasta su célebre «in
cómoda reserva, la supresión de su propia persorialidadv " o, mejor dicho,
la procurada supresión -pues nada más fácil que leer entre líneas-o consti
tuye una expresión de esta lucha. Y es mi convicción que la tremenda in
fluencia platónica puede explicarse, en parte, por la fascinación ejercida por
este conflicto entre dos universos diferentes dentro de una misma alma, lu
cha cuyas potentes repercusiones puede advertirse bajo la superficie de esa
incómoda reserva. Esta lucha hiere nuestros sentimientos en lo vivo, pues
todavía se libra en nuestro interior: Platón era el hijo de una época que to
davía nos pertenece. (Debemos recordar que, después de todo, sólo hace un
siglo que se abolió la esclavitud en Estados Unidos, y aún menos que se
abolió la condición de siervo en Europa Central.) En parte alguna se revela
mejor esta lucha interior que en la teoría platónica del alma. El hecho de que
Platón, en su anhelo de unidad y armonía, haya imaginado la estructura del
espíritu humano a semejanza de una sociedad dividida en clases," nos
muestra hasta qué punto había sufrido las convulsiones de su tiempo.
El mayor conflicto de Platón surge de la profunda impresión causada
por el ejemplo de Sócrates en contraposición a sus propias inclinaciones oli
gárquicas, desgraciadamente más fuertes. En el terreno de la dialéctica ra
cional, la batalla se libra utilizando el argumento del humanismo de Sócra
tes contra sí mismo. En el Eutifrón,60 puede encontrarse lo que parece el
primer ejemplo de esta naturaleza. No vaya hacer como Eutifrón, se. ase
El argumento más fuerte de Platón en esta lucha fue, según creo, since
ro: de acuerdo con la doctrina hUlllanitarista--<lrgLiúI-- debernos estar
siempre dispuestos a ayudar a nuestro prójimo. La gente se halla profun
damente necesitada de ayuda, es desdichada y trabaja bajo el peS() de una
fuerte tensión, de un sentimiento de hallarse a la deriva. No hay certeza ni
seguridad'? en la vida, donde todo transcurre en un incesante fluir. Yo es-'
toy dispuesto a ayudarlos, pero no es posible hacerlos felices sin ir a la raíz
del mal.
y Platón encontró esa raíz en la Caída del Hombre, en el derrumbe de
la sociedad cerrada. Este descubrimiento le convenció de que el Viejo Oli
212
213
VII
garca y sus secuaces habían tenido razón, fundamentalmente, al favorecer a
Esparta contra Atenas y al imitar el programa espartano tendente a detener
todo cambio. Pero aquéllos no habían llegado muy lejos; su análisis no ha
bía sido llevado lo suficientemente hondo. No se habían dado cuenta -o
no se habían preocupado- del hecho de que incluso Esparta mostraba signos
de decadencia, pese a su heroico esfuerzo por detener toda transforma
ción; de que incluso Esparta se había mostrado tibia en sus tentativas de
controlar la crianza de los niños a fin de eliminar las causas de la Caída: las
«variaciones» e «irregularidades» en la cantidad y calidad de la raza gober
nante.l" (Platón comprendió que el aumento de la población era una de las
causas de la Caída.) Asimismo, el Viejo Oligarca y sus defensores habían
pensado, en su superficialidad, que con la ayuda de una tiranía como la de
los Treinta, podrían llegar a restaurar los buenos tiempos de la antigüedad.
Platón era demasiado sagaz para esto. El gran sociólogo que había en él,
veía claramente que estas tiranías se hallaban sostenidas por el moderno es
píritu revolucionario al cual daban pábulo al mismo tiempo; que se veían
forzadas a realizar concesiones a los anhelos igualitarios del pueblo, y que
habían desempeÍlado un importante papel, en realidad, en el derrumbe del
tribalismo. Platón odiaba la tiranía. Sólo el od io puede ver con tanta agudc
za como él vio al tirano a través de su célebre descripción. Sólo un auténti
co enemigo de la tiranía podía decir que los tiranos deben «encender una
guerra tras otra a fin de hacerle sentir al pueblo la necesidad de un general»,
de un salvador ante el peligro extremo. La tiranía -insistía Platón- no era
la solución, ni tampoco ninguna de las oligarquías corrientes. Si bien es una
necesidad imperiosa mantener a la gente en su lugar, su supresión no puede
ser un fin en sí mismo. El objetivo final debe ser el completo regreso a la na
turaleza, la completa limpieza de la estructura.
La diferencia entre la teoría platónica, por un lado y, por el otro, la del
Viejo Oligarca y los Treinta Tiranos, se debe a la influencia de la Gran Ge
neración. El individualisll1o, el igualitarisIl1o, la fe en la razón y el amor a la
libertad eran sentimientos nuevos, potentes y, desde el punto de vista de los
enemigos de la sociedad abierta, peligrosos, que debían ser combatidos. El
propio Platón había sentillo su influencia y los había combatido dentro de
sí mismo. Su respuesta a la GLl11 Generación fue un verdadero esfuerzo ti
tánico. Fue el esfuerzo para ccrrar la puerta que había sido abierta, y para
detener a la sociedad, encerrándola en el hechizo de una filosofía tentadora,
sin igual por su profundidad y riqueza. En el campo político no agregó gran
cosa al viejo programa oligárquico contra el cual ya había argument;do Pe
rieles en cierta ocasión. IA Pero descubrió, quizá inconscientemente, el gran
secreto de la rebelión contra la libertad, que Pareto formula así en nuestros
días: «Sacar provecho de los sentimientos, en lugar de desperdiciar las pro
214
pias energías en 'vanos esfuerzos para destruirlos. »65 En lugar de demostrar
su hostilidad a la razón, subyugó a todos los intelectuales con su brillo y los
halagó y conmovió con su exigencia de que gobernasen los más sabios. Pese
a estar contra la justicia, convenció a todos los hombres probos de que él era
su defensor. Ni siquiera a sí mismo se confesó abiertamente que, en reali
dad, combatía la libertad de pensamiento por la cual había muerto Sócrates,
y al hacer de Sócrates su campeón, persuadió a los demás que estaba lu
chando por él. Platón, así, se convirtió inconscientemente en el precursor de
tantos propagandistas que, a menudo de buena fe, desarrollaron la técnica
de apelar a los sentimientos humanitarios y morales con finalidades antihu
rnanitarias e inmorales. Y alcanzó el resultado, algo sorprendente, de con
vencer, incluso a los más grandes hnmanitaristas, de la inmoralidad yegoís
mo de sus propios crcdos.?" No dudo de que incluso logró convencerse a sí
mismo. Transformó su odio a la iniciativa individual y deseo de detener
todo cambio. en un amor a la justicia y a la templanza, a un Estado celestial
en el que todos están satisfechos y contentos, y en el cual la rudeza de
la pugna POl- el dincro'" es reemplazada por Lts leyes de la generos~dad y la
amistad. I':ste sueño de unidad, belleza y perfección, este estcticismo, holis
1110 y colectivismo, es el producto a 1:1 par que el síntoma del perdido espí
ritu grupal del tribalisrno." Es la expresión de lo~ sentimientos de quienes
sufren por la tensión producida por la civilización, y un ardiente llamado a
esos semi mientos.
VIII
Sócrates se rehusó a transigir por su illtegridad personal. Platón, con
toda su intransigentc limpieza d<: lienzos, se vio conducido a lo largo de una
senda en la cual dehió tr<Hlsigir por su integridad ,1 cada paso. Así, se vio for
zado a combatir el libre pensamiento y la búsqueda de la verdad. Se vio
oblig;ldo a defender la mentira, [os JIlib.gros políticos, la superstición tabuís
ta, la supresión de la vcnbd y, filialmente, la más burda violencia. Pese a la
advertencia socrática contra la misantropía y la ruisologia, se vio impulsado
a desconfiar del hombre y a temer el raciocinio. Pese a su propio odio por
la tiranía debió buscar ayuda en un tirano y defender las medidas más arbi
trarias tomadas por éste. Por la J()gica interna de su finalidad antihumanita
ria -la lógica interna del poder-e- se vio llevado, sin saberlo, al mismo pun
to a que habían sido conducidos los Treinta y adonde arribó, más tarde, su
amigo Dío y otros de sus muchos discípulos tiranos." Pero de poco le valió
todo eso, pues Platón no consiguió detener la transformación de la so
ciedad. (Sólo mucho después, en épocas oscuras, se vio detenida por el má
215
¡!r
- , , ¡
'
,
"
gico hechizo del esencialismo platónico-aristotélico.) Lejos de ello, termi
nó ligándose, por su propio influjo, a aquellas potencias que en otro tiem
po había aborrecido.
La lección, pues, que debemos aprender de Platón es el opuesto exacto
de lo que éste trató de enseñarnos. Y es una lección que no debe olvidarse.
Pese a todo el acierto del diagnóstico sociológico de Platón, su propio de
sarrollo demuestra que la terapéutica recomendada es peor aún que el mal
que se trata de combatir. El remedio no reside en la detención de las trans
Iorrnacioncs políticas, pues ésa no puede procurarnos la felicidad. Jamás
podremos retornar a la presunta inocencia y belleza de la sociedad cerrada;
nuestro sueño celestial no puede realizarse en la tierra. Una vez que comen
zamos a confiar en nuestra razón y a utilizar las facultades de la crítica, una
vez que experimentamos el llamado de la responsabilidad personal y, con
ella, la responsabilidad de contribuir a aumentar nuestros conocimientos,
no podemos admitir la regresión a UIl Estado basado en el sometimiento
implícito a la magia tribal. Para aquellos que se han nutrido del árbol de
la sabiduría, se ha perdido el paraíso." Cuanto más tratemos de regresar a la
heroica edad del tribalismo, tanto mayor será la seguridad de arribar a la In
quisición, a la Policía Secreta y al gangsterismo idealizado. Si comenzamos
por la supresión de la razón y la verdad, deberemos concluir con la más
brutal y violenta destrucción de todo lo que es humano." No existe el re
torno a un estado armonioso de la naturaleza. Si damos vuelta, tendremos
que recorrer todo el camino de nuevo y retornar a las bestias.
Es éste un problema que debemos encarar francamente, por duro que
ello nos resulte. Si soñamos con retornar a nuestra infancia, si nos tienta el
deseo de confiar en los demás y dejarnos ser felices, si eludimos el deber de
llevar nuestra cruz, la cruz del humanitarismo, de la razón, de la responsa
bilidad, si nos sentimos desalentados y agobiados por el peso de nuestra
carga, entonces deberemos tratar de fortalecernos con la clara comprensión
de la simplc decisión que tenemos ante nosotros. Siempre nos quedará la
posibilidad de regresar a las bestias. Pero si queremos seguir siendo huma
nos, entonces sólo habrá un camino, el de la sociedad abierta. Debemos
proseguir hacia lo desconocido, lo incierto y lo inestable sirviéndonos de la
razón de que podamos disponer, para procurarnos la seguridad y libertad a
que aspiramos.
216
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Segunda parte
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LA PLEAMAR DE LA PROFECÍA
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I~¡ cisma Illoral dcl mundo moderno, que tan trági
CImente divide a Jos iluminados puede atribuirse a la
cat;btrol'" ele Ll ciencia liberal.
WI\LTI'.H !.II'I'MI\NN
EL SURGIMIENTO DE LA FILOSOFÍA ORACULAR
Capítulo 11
LAS RAÍCES ARISTOTÉLICAS
DEL HEGELIANISMO
No nos proponemos aquí escribir una historia de las ideas que más de ccr
( a nos atañen, esto es, el historicisrno y su relación con el totalitarismo, sino
1,111 sólo, como espCl-anms que recuerde el lector, unas cuantas observaciones
'lile quizá arrojen alguna luz sobre el marco histórico de la versión moderna
de estas ideas. La historia de su desarrollo, en panicular durante el pcríocio
'lIle va desde Platón hasta Hegel y Marx, no cabe, ciertamente, dentro de los
límites razonables de una obra como la presente_ No intentaremos realizar,
1" Ir consiguiente, un tratamiento exhaustivo de Aristóteles, s,rlvo en la mcdi
.1,1 en que su versión dd esencialismo platónico influyó sobre el liistoricismo
de Ilegel y, de este modo, sobre el de Marx. La li miiación a aquellas ideas de
f\ risióreles con las que ya nos hemos familiari;r.ado a través de nuestra crítica
de Platón, el gran maestro del Estagirita, no nos crea, sin cmliargo, ningún in
, »uvcniente serio, como podría temerse a primera vista. En efecto, Arixtótc
l."" pese a su estupenda erudición y asombroso alcance, no fue un hombre de
11,1,\11 originalidad. Lo que le agregó al conjunto de las doctrinas platónicas
lul', ['n esencia, sistematización y un ardiente interés por los problemas cmpí
f 1,'( 15, especialmente los biológicos. A no dudarlo, Aristóteles es el inventor
d, la lógica, y por ésta, como por otras conquistas, merece, ampliamente, lo
'1'11' recaba de nosotros (al final de sus Reiutacioncs sojlslicas), a saber, 1111eS
11,\ (.durosa gratitud y nuestro perdlín por sus deficiencias. Sin embargo, para
1"" l.xrores y admiradores de Platón esas deficicncias son formidables.
1,'" algunos de los últimos escritos de Platón podemos hallar CiCI1:0 eco
evoluciones políticas contemporáneas de Atenas, vale decir, de la
"IiI'."li[Lrción de la democracia. Parece ser que hasta el propio Platón co
111'1111' ,1 dudar si no se habría estabilizado alguna forma de la democracia.
/ l' 1\ 11~;(úteles encontramos indicios de que ya no dudaba. Pese a no ser
'Ii"i¡'," ,le la democracia, la acepta como inevitable y se halla dispuesto a
1, "1'1',11 1'011 el enemigo.
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Esta inclinación a las transacciones, extrañamente mezclada con la ten
dencia a encontrar defectos en sus predecesores y contemporáneos (parti
cularmente en Platón) constituye una de las características sobresalientes de
los escritos enciclopédicos de Aristóteles. No se ve en ellos ninguna huella
del conflicto trágico y desgarrador que rezuma la obra platónica. En lugar
de los perspicaces y penetrantes relámpagos platónicos y del atrevimiento de
sus ideas, hallamos aquí la seca sistematización y el afán, compartido por
tantos escritores mediocres de épocas posteriores, de resolver los asuntos
de toda índole, mediante la emisión de un «juicio sano y equilibrado» que
a todos haga justicia, lo cual significa, a veces, pasar por alto refinada y so
lemnemente el punto esencial. Esta exasperante tendencia sistematizada por
Aristóteles en su famosa «doctrina del justo medio» es una de las fuentes de
su crítica, tantas veces forzada y hasta fatua, de Platón.' Un ejemplo de la
falta de sagacidad de Aristóteles -·en este caso de sagacidad histórica (entre
otras muchas cosas, también era historiador)-- lo constituye el hecho de
que admitió la aparente consolidación democrática precisamente cuando
acababa de ser superada por la monarquía imperial de Macedonia, SlJCeSO
histórico éste que precisamente le pasó inadvertido. Aristóteles que era, como
lo había sido su padre, miembro de la corte de Macedonia, elegido por Fili
po como preceptor de Alejandro el Grande, parece hacer subestimado a es
tos hombres y S11S proyectos; quizá creyó que los conocía demasiado bien.
«Aristóteles se sentaba a comer con la monarquía sin darse cuenta de ello»,
comentaba Gompcrz acertadamente."
El pensamiento aristótclico se halla completamente dominado por el de
Platón. Un poco a regañadientes, siguió a su gran maestro tan de cerca
como se lo permitió su temperamento desprovisto de todo sentido artísti
co, no sólo en sus perfiles políticos generales sino prácticamente en todos
sus puntos. De este modo, apoyó y sistematizó la teoría platónica natura
lista de la esclavitud;' «Algunos hombres son libres por naturaleza y otros
esclavos, y para estos últimos la esclavitud es tan oportuna como justa... Un
hombre que por naturaleza no se pertenece a sí mismo, sino a otro, es, por
naturaleza, esclavo ... A los helenos no les a¡!;rada llamarse esclavos sino que
restringen el empleo de este término a los bárbaros ... El esclavo se halla en
teramente desprovisto de toda facultad de raciocinio, en tanto que las mu
jeres libres la tienen apenas en muy escaso grado». (Es a las críticas y denuncias
de Aristóteles a lo que debemos la mayor parte de nuestro conocimiento del
movimiento ateniense contra la esclavitud. Al argüir contra los defensores
de la libertad, Aristóteles conservó muchos de sus pensamientos.) En algu
nos puntos secundarios, Aristóteles mitiga ligeramente la teoría platónica
de la esclavitud, censurando debidamente a su maestro por su excesiva du
reza. Tampoco pudo resistirse a la tentación de criticar a Platón ni a la de
transigir, aun tratándose de una transacción con las tendencias liberales de
su tiempo.
Pero la teoría de la esclavitud es tan sólo una de las muchas ideas políti
cas de Platón adoptadas por Aristóteles. Especialmente su teoría del Estado
ideal, hasta donde la conocemos, se halla modelada sobre la base de las teo
rías sustentadas en La República y Las Leyes, y su versión, cabe destacarlo,
arroja considerable luz sobre la concepción platónica. El Estado ideal aris
totélioo constituye un término medio entre tres cosas, a saber, una aristo
cracia platónica romántica, un feudalismo «sano y equilibrado» y alguuas
ideas democráticas; pero es el feudalismo el que se lleva la mejor parte. Con
los demócratas, Aristóteles sostiene quc todos Jos ciudadanos deben tener
derecho a participar en el gobierno. Pero claro está que esto no tiene la sig
nificación radical que podría creerse a primera vista, pues Aristóteles se
apresura a explicar que no sólo los esclavos sino también todos los micm
hros de las clases productivas sc hallan excluidos de la ciudadanía. De este
modo, enseña ······con Platón··- que los artesanos no deben gobernar y que
las clases gobernantes no deben trabajar ni gallar dinero. (Aunque se des
cuenta que lo poseen en cantidad.) Poseen la tierra, pero no h trabajan con
sus manos. Sólo la caza, la guerra y otros entretenimientos semejantes son
reputados dignos de los gobernantes feudales. 1·:1 miedo aristotélico a cual
quier forma de adquirir dinero, por ejemplo, todas las actividades prole
sionalcs, va aCJIl más lejos, quizá, que el de Platón. ¡::ste había utilizado el
término «hauáusico-" para describir la condición de plebeyo, abyecto o de
pravado. Aristóteles extiende el uso despectivo de este termino hasta abar..
cal' todos los intereses que no son simplesy puros entretenimientos. En rea
lidad, tal como lo usa, el término se halla muy cerca ele lo que nosotros
entendemos por «profesional», especialmente en el sentido en que lo desea
lifica en una competencia de aficionados, pero también en aquel en quc se
aplica a cualquier experto especializado como, por ejemplo, un médico. Para'
Aristóteles, toda forma de profesionalismo representa una pérdida de casta,
UlI caballero [cudal insiste-....:· jamás dche tomarse demasiado interés por
«ninguna ocupación, arte o ciencia... También algunas artes liberales, es de
cir, artes que puede adquirir un caballero, pero siempre sólo hasta cierto
punto. En efecto, si se toma demasiado interés por ellas sobrevendrán «cier
tos efectos perjudiciales», es decir, que el sujeto se capacitará como prole..
sional y perderá casta. l'le aquí, pues, la idea aristotélica de la educación ti·
beral, idea -todavía con cierta vigencia desgraciadamente.......!> de lo que ha
de ser la educación de un caballero, a diferencia de la educación del esclavo,
el siervo, el sirviente o el profesional. Y dentro de la misma tónica, Aristó
teles insiste repetidamente en que «el principio primero de toda acción es el
ocio».' La admiración y deferencia de Aristóteles hacia las clases ociosas pa
220
221
> -. .
Cabe esperar de esta filosofía cortesana una prédica optimista, pues de
otro modo no se concibe cómo podría resultar un pasatiempo agradable. Y,
en verdad, es en su optimismo donde reside uno de los aj LIstes más impor
10
tantes introducidos por Aristóteles en su sistematización del platonismo.
El sentimiento platónico de deriva había hallado expresión en la teoría de
que todo cambio, por lo menos durante ciertos períodos cósmicos, debe ser
perjudicial: transformación y degeneración son sinónimos. La teoría aristo
télica admite la existencia de cambios favorables; de este modo, la transfor
mación también puede ser progreso. Platón había enseñado que todo desa
rrollo tiene su punto de partida en un original, la Forma o Idea perfecta, de
tal modo que el objeto en desarrollo debe perder su perfección en la medi
da en que cambia y en que decrece su similitud con el original. Esta teoría
fue abandonada por su sobrino y sucesor, Espeucipo, así como también por
Aristóteles. Pero Aristóteles acusó a los argumentos de Espeucipo de ir de
masiado lejos, dado que éstos suponían una evolución biológica general ha
cia formas superiores. Al parecer, Aristóteles se oponía a las tan discutidas
teorías biológicas evolucionistas de su tiempo.ll Pero el peculiar giro opti
mista que le imprimió al platonismo fue resultado, también, de la especula
ción biológica y se basó en la idea de la causafinal.
Según Aristóteles, una de las cuatro causas de cualquier fenómeno u ob
jeto -y también de todo movimiento o cambio-- es la causa final o fin ha
cia el que se dirige el fenómeno. En la medida en que constituye un objeti
vo ó fin deseado, la causa final también es buena. Se desprende de aquí que
puede haber algún bien, no sólo en el punto de partida de un proceso (como
había pensado Platón y Aristóteles lo admitía)," sino también en su punto
final. Y todo esto es de particular importancia para cualquier cosa que ten
ga un comienzo en el tiempo o, como dice Aristóteles, para todo aquello
que venga a la existencia. La Forma o esencia de toda COSi' en desarrollo es
idéntica al propósito, fin o estado definitioo hacia el cual se desarrolla. De
este modo arribamos, pese a la refutación aristotélica, a algo sumamente pa
recido a la reforma del platonismo introducida POI" Espcucipo, La Forma o
Iclca que, al igual que en el sistema platónico, todavía se considera buena, se
halla aquí al final en lugar del principio. Es ésta la fórmula exacta del reem
plazo aristotélico del pesimismo por el optimismo.
La teleología de Aristóteles, es ciecir, su insistencia en el fin LI objetivo
del cambio COlTlO causa final, constituye una expresión de sus intereses pre
ferentemente biológicos. Se advierte aquí la influencia de las teorías bioló
gicas de Platón 1) y también de 1J proyección platónica de su teoría de la jus
ticia al universo. En efecto, Platón no se limitó a enseñar que cada una de las
diferentes clases de ciudadanos ocupaba su lugar natural en la sociedad, lu
gar al cual pertenecía y para el que se hallaba naturalmente dotado, sino que
también trató de interpretar el universo de los objetos físicos y sus diferen
tes clases o categorías, basándose en pri ncipios similares. Así, trató de ex
plicar el peso de los cuerpos pesados como las piedras o la tierra y su ten
dencia a caer, así como también la tendencia ,1 elevarse del aire y del fuego,
mediante la hipótesis de que éstos se esfuerzan por conservar o recobrar el
lugar correspondiente a su categoría. Las piedras y la tierra caen debido a
que se esfuerzan por ubicarse allí donde se encuentra la mayor parte de las
piedras y de la tierra y donde tienen su lugar adecuado en el justo ordena
miento de la naturaleza. El aire y el fuego se elevan porque se esfuerzan por
llegar hacia donde se encuentran las grandes masas de aire y de fuego (los
cuerpos celestes) y donde deben estar, de acuerdo con el justo ordenamien
to de la naturaleza. ¡.¡ Esta teoría del movimiento atrajo al Aristóteles zoólo
gO,.pues se combina fácilmente con la teoría de las causas finales y permite
dar una explicación de todo el movimiento, comparándolo con el galope de
222
223
rece ser la expresión de una curiosa sensación de inquietud. Parece ser, en
efecto, que el hijo del médico de la corte macedonia se hallaba preocupado
por el problema de su propia posición social y, especialmente, por la posi
bilidad de perder casta debido a sus estudios que fácilmente podían ser con
siderados profesionales. «No se puede evitar la tentación de creer -decla
ra Comperz-r-" que temía escuchar denuncias de este tipo por parte de sus
amigos aristocráticos ... Es realmente extraño que uno de los más grandes
estudiosos de todos los tiempos, si no el más grande, se resista a ser un es
tudioso profesional. Parecería que prefiriese, más bien, ser un dilettante o
un hombre de mundo.» Los sentimientos aristotélicos de inferioridad se
apoyan, quizá, en otra base todavía, aparte de su deseo de demostrar su in
dependencia de Platón, aparte de su propio origen «profesionah>, y aparte
del hecho de que era, sin duda, un «sofista» profesional (enseñaba, incluso,
retórica), pues en Aristóteles, la filosofía platónica abandona sus grandes
aspiraciones, sus reclamaciones de poder. A partir de este momento, sólo
podía proseguir como disciplina de estudio. Y puesto que sólo un caballero
feudal poseía el dinero y el tiempo necesarios para estudiar filosofía, todo lo
más a que podía aspirar la filosofía, entonces, era a convertirse en un elemen
to adicional de b educación tradicional de todo caballero. Con esta aspira
ción mucho más modesta '1 la vista, Aristóteles juzga necesario persuadir al
caballero feudal de que la especulación y contemplación filosóficas pueden
convertirse en una parte de suma importancia de su «buena vida»; en efec
to, ella constituye el método más agraciado, más noble y más refinado para
matar el tiempo, si LUlO no se halla ocupado con intrigas políticas o asuntos
de guerra. Es ésta la mejor manera de distraer el ocio, pues, como lo dice el
propio Aristóteles, «a nadie se le ocurriría... declarar una guerra con ese
fin»."
los caballos ansiosos por regresar a sus establos. Aristóteles desarrolló estas
ideas bajo la forma de su famosa teoría de los lugares naturales. Todo aque
llo que sea apartado de su propio lugar natural experimentará una tenden
cia natural a regresar a él. Pese a algunas modificaciones, la versión aristo
télica del esencialismo platónico sólo presenta diferencias carentes de
importancia. Claro está que Aristóteles insiste en que, a diferencia de Pla
tón, para él las Formas o Ideas no existen con independencia de los objetos
sensibles. Pero en la medida en que esta diferencia encierra importancia, se
halla íntimamente relacionada con los ajustes introducidos en la teoría del
cambio. En efecto, uno de los puntos principales de la teoría platónica es el
de que debe considerarse que las Formas, Esencias u Originales (o Padres)
existen con anterioridad a los objetos sensibles y con independencia de los
mismos, puesto que éstos cada vez se alejan más de aquéllos. Aristóteles,
por el contrario, hace que los objetos sensibles avancen hacia 5lIS causas fi
nales o metas, las cuales son identificadas" con sus Formas o esencias. Y
como biólogo, supone que los objetos sensibles llevan en sí, potencialmen
te, el germen, por así decirlo, de sus estados finales o esencias. Esta es una
de las razones por las que podemos decir que la Forma o esencia está en el
objeto y no, como quería Platón, que es anterior o exterior a él. Para Aris
tóteles, todo movimiento o cambio significa la materialización (o «actuali
zación») de algunas de las cualidades latentes inherentes a la esencia de la
cosa." Es, por ejemplo, una cualidad latente esencial de todo pedazo de
madera, el que flote en el agua o el que sea capaz de arder, y estas cualida
des latentes siguen siendo inherentes a su esencia aun cuando nunca se ac
tualicen. Pero si tal ocurre, si la madera flota o arde, entonces lo potencial se
materializa y de este modo se mueve o se transforma. Por consiguiente, la
esencia, que abarca todas las cualidades potenciales de una cosa, es algo así
como su fuente interna de cambio o movimiento. Esta esencia o Forma aris
totélica, esta causa «formal» o «final» es, por 10 tanto, prácticamente idénti
ca a la «naturaleza» o «alma» de Platón, identidad que el propio Aristóteles
se encarga de corroborar. «La naturaleza -escribe l ? en su Melajlsica- per
tenece a una misma categoría que lo potencial, pues constituye un principio
de movimiento inherente a la cosa misrna.» Por otro lado, define al «alma»
como la «primera entelequia del cuerpo viviente» y puesto que la «entele
quia» es explicada, a su vez, como la Forma, o causa formal tenida por fuer
za impulsora," retornamos finalmente, mediante la ayuda de este aparato
terminológico bastante complicado, al punto de vista platónico original,
esto es, que el alma o naturaleza es algo muy próximo a la Forma o Idea
pero inherente a la cosa, y su principio de movimiento. (Cuando Zeller elo
gió a Aristóteles por su «uso definido y amplio desarrollo de una termino
logía científica» 19 se me ocurre que debe haberse sentido algo incómodo al
escribir la palabra «definido»; sin embargo, cabe reconocer su amplitud, así
como también el hecho deplorable de que Aristóteles, al usar esta jerigonza
complicada y pretenciosa, logró fascinar a una cantidad de filósofos, de tal
modo que, para decirlo con las palabras de Zeller, durante miles de años le
indicó el camino a la filosofía.)
Aristóteles, que fue un historiador del tipo más enciclopédico imagina
ble, no realizó ninguna contribución directa al historicismo. Aparte de su
adhesión a una versión más restringida de la teoría platónica de las inunda
ciones y otras catástrofes periódicas que destruyen la raza humana de tiempo
en tiempo, dejando sólo algunos sobrcvivicutcs," no parece haberse intcrc
sadocn el problema de las tendencias históricas. Pese a ello, puede demos
trarse aquí Cómo su teoría del cambio se presta de suyo a las interpretaciones
historicistas y cómo contiene todos los elementos necesarios para elaborar
una grandiosa filosofía historicista. (Esta oportunidad no fue plenamente
explotada antes de Hegel.) Cabe distinguir tres doctrinas historicistas que
derivan directamente del esencialismo aristotélico: 1) Sólo en el caso de
que una persona o Estado se desarrolle, y sólo por medio de su historia, po
demos llegar a conocer algo de su «esencia oculta y sin desarrollar» (para
utilizar una frase de Hegel)." Esta doctrina conduce lUl'go, ante todo, a la
adopción de un método historicista, es decir, al principio de que podemos
obtener cualquier conocimiento de las entidades o esencias sociales con
sólo aplicar el método histórico, a saber, con el solo estudio de los cambios
sociales. Pero la doctrina lleva aún más lejos (especialmente cuando se halla
relacionada con el positivismo moral de llegel, qtle identifica lo conocido,
así como también lo real, con lo bueno), hacia la adoración de la llistoria y
su cxalración como el Gran Teatro de la Realidad, y también el Tribunal de
Justicia del Universo. 2) El camhio, al revelar lo que se oculta en la esencia
latente, sólo puede tornar manifiesta esta esencia, lo potencial, la semilla
que, desde el principio, ha pertenecido intrínsecamente al objeto cambian
te. Esta doctrina conduce a la idea historicista de un destino histórico o de
un hado esencial ineludible, pues, como Ilegell! lo demostró más tarde, «lo
que denominamos principio, objetivo o destino», no es sino la «esencia
oculta sin desarrollar». Esto significa que todo lo que le ocurra a un hOI11
bre, una nación o un Estado, debe considerarse proveniente de la esencia, de
la cosa real, de la «personalidad» real que se pone de manifiesto en este
hombre, nación o Estado, 10 cual lo explica por sí mismo. «El destino de
un hombre se halla inmediatamente relacionado con su propio ser, es algo,
en verdad, contra lo cual puede luchar pero que forma parte, de hecho, de su
propia vida.. Esta formulación (debida a Caird)'1 de la teoría hegeliana del
destino viene a ser, indudablemente, la contraparte histórica y romántica de
la teoría aristotélica de que todos los cuerpos buscan sus propios «lugares
224
225
naturales». Claro está que sólo se trata de una expresión retumbante de la
perogrullada de que lo que le ocurre a un hombre no sólo depende de las
circunstancias externas, sino también de él mismo, esto es, de la forma en
que reacciona ante ellas. Pero al lector ingenuo le complace en extremo su
capacidad para comprender y para sentir la verdad de estas profundidades
de la sabiduría que exigen para su formulación la ayuda de palabras tan
emocionantes como el «destino» y, especialmente, «su propio sen>. 3) A fin
de tornarse real o material, la esencia debe desenvolverse a través del cam
bio. Más tarde, con Hegel, esta doctrina adopta la siguiente [orrnar'" «Aque
llo que existe sólo por sí mismo es ... una mera potencialidad: no ha emergi
do todavía a la Existencia... Sólo mediante la actividad se actualiza la Idea».
De este modo, si deseo «emerger a la Existencia» (deseo bien modesto por
cierto), entonces debo «afirmar mi personalidad». Esta teoría -bastante
popular aún-e- conduce, como Hegel lo advierte claramente, a una nueva
justificación de la teoría de la esclavitud. Pues la afirmación del propio ser
significa,15 en lo que a las relaciones con los demás se refiere, la tentativa de
dominarlos. En realidad, Hegel señala que todas las relaciones personales
pueden reducirse, de este modo, a la relación fundamental de amo y esclavo,
de dominación y sometimiento. Cada uno debe esforzarse para afirmar y
poner a prueba su propia personalidad y aquel que carezca de la naturaleza,
la valentía o la capacidad general necesarias para conservar su i ndcpcndcncia,
deberá ser reducido a la servidumbre. Esta encantadora teoría de las rclacio
nes personales tiene su contraparte, por supuesto, en la teoría hegclian,l de
las relaciones internacionales. Las naciones deben afirmar sus derechos so
bre la Escena de la Historia y es su deber intentar la dominación dc/mundo.
Todas estas consecuencias historicistas de tan vasto alcance, q uc en el
próximo capítulo examinaremos desde un nuevo ángulo, durmieron duran
te más de veinte siglos «ocu 1tas y latentes» en el esencialismo ele Aristóte
les. El aristotelismo resultó, así, más fecundo de lo que supuso la mayoría
de sus muchos admiradores.
n
El principal peligro para nuestra filosolú, aparte de
la pereza y la nebulosidad, es el escolasticismo... quc
trata lo vago como si fuera preciso ...
F. P.
RAMSJl.Y
Hemos alcanzado ya un punto en que podríamos pasar a analizar, sin
más dilaciones, la filosofía historicista de Hegel, o, en todo caso, comentar
226
brevemente las evoluciones del sistema operadas entre Aristóteles y Hegel,
y el advenimiento del cristianismo, lo cual se ha dejado, sin embargo, para
la sección tercera con que concluye este capítulo. Ahora, a manera de di
gresión, pasaremos a examinar un problema más técnico, el método esencia
lista de las definiciones, de Aristóteles.
El problema de las definiciones y del «significado de los términos» no
guarda una relación directa con el historicisrno. Pero ha sido una fuente ina
gotablc de confusiones y, particularmente, ele ese tipo de verborragia que
cuando se combina con el historicismo a la manera hegeliana, engendra esa
ponzoñosa enfermedad intelectual de nuestro tiempo que hemos denomi
nado filosojla oracular. y es también la fuente principal de la influencia in
telectual -t.odavía predominante, desgracialbmente- de Aristóteles; de
todo ese escolasticismo verboso y vacío que rezuma no sólo la Edad Media,
sino también nuestra propia filosofía contemporánea, pues hasta filósofos
tan recientes como 1,. Wittgenstein;'" padecen, como veremos más adelan
te, esta influencia. 1':1 desarrollo del pensamiento a partir de Aristóteles po
dría resumirse, a mi juicio, diciendo que todas las disciplinas permanecieron
detenidas, mientras utilizaron el método aristotélico de la definición, en un
estado de un hueco palahrcrfo y escolasticismo csróril, y qne la medida en
que las diversas ciencias lograron efectuar algún progreso dependió del gra
do en que consiguieron librarse de este método cscncialista. (Y ésta es la ra
zón por la cu.il una parte tan grande de nuestra «ciencia social» permanece
todavía en la Edad Media.) li,1 ex.unen de este método dcbcr.i ser algo abs
tracto, debido al hecho dc que el prohlcm.i lu sido complct.arncntc oscu
recido por Platón y i\ ristoiclcs, cu ya in [lucncia ha ol'igi nado prcj uicios
profundamente arraig,ldos nada Llciles de extirpar. Pese a todo, quiz;Í no
carezca de interés el análisis de la fuente de 1.,111[;\ confusión y verbosidad.
Aristóteles sigui(');l Platón al distinguir entre conocimicnt o y opinum,"
El conocimiento o la ciencia puede ser, segllll Aristóteles, de dos clases di
[crcm.cs: demostrativo o intuitivo. 1':1 conocimiento dcmostratiuo es también
el conocimiento de las «causas". ( :onsistc en enunciarlos que pueden ele
mostTarsc ·····Ias conclusiones junto con sus demostraciones silogísticas
(que presentan l.is «CHlS;lS» en sus «termine», mcdios»), 1':1 conocimiento in
tuitiuo consiste en la capt.icióu ele la "forma indivisible», esencia o natura
leza de una cosa (si es «inmediata", es decir, si su «causa" es idéntica a su na
turaleza esencial); l:1 es la fuente primera de toda ciencia, puesto que capta
las premisas básicas originales de todas las dcmost.racioncs.
Indudablemente, Aristóteles tenía razón cuando insistía en que no de
hemos intentar probar o demostrar todo nuestro conocimiento. Toda prue
ba debe derivar de ciertas premisas; la prueba como tal, es decir, la deriva
ción de las premisas no puede, por lo tanto, establecer definitivamente la
227
verdad de ninguna conclusión, sino tan sólo demostrar que la conclusión
debe ser cierta, siempre que las premisas sean ciertas. Si exigiésemos que las
premisas, a su vez, fuesen probadas, la cuestión de la verdad sólo se trasla
daría un paso más hacia un nuevo conjunto de premisas y así, sucesiva
mente, hasta el infinito. Para evitar esta regresión infinita (como dicen los
lógicos), Aristóteles enseñó que debíamos suponer la existencia de ciertas
premisas indudablemente ciertas y que no necesitan ninguna prueba; fueron
éstas las llamadas «premisas básicas». Si admitimos la validez de los méto
dos mediante los cuales se extraen las conclusiones de estas premisas bási
cas, entonces podríamos decir que, de acuerdo con Aristóteles, la totalidad
del conocimiento científico se cifra en dichas premisas básicas y estaría a
nuestro alcance si pudiéramos, tan sólo, obtener una lista enciclopédica de
las mismas. Pero ¿cómo lograrlo? Al igual que Platón, Aristóteles creía que
todo conocimiento se obtiene, en última instancia, por medio eleuna captación
intuitiva de la esencia de las cosas. "Sólo podemos conocer una cosa cono
ciendo su esencia», escribe Aristóteles," y también: «Conocer una cosa es
conocer su esencia». Una «premisa básica» no es, según él, sino un enuncia
do que describe la esencia de una cosa. Pero es precisamente este enunciado
lo que él denornina'" definición. De este modo, todas «laspremisas básicas
enseñaba" que podemos captar las Ideas mediante la ayuda de cierto tipo de
intuición intelectual infalible, es decir, que podemos visualizarlas con los
¿Cómo son las definiciones? He aquí un ejemplo de definición: « Un ca
chorro es un perro joven». El sujeto de este juicio-definición, el término
"cachorro», recibe el nombre de término a definir (o término dcfinido); las
palabras «perro joven», el de fórmula dcfinitoria. Por regla general, la fór
mula definitoria es más larga y más complicada que el término definido, a
veces en grado sumo. Aristóteles considera" el término a definir como un
nombre de la esencia del objeto y la fórmula definitoria como la descripción
de esa esencia. E insiste en que la fórmula definitoria debe suministrar una
descripción exhaustiva de la esencia o de las propiedades esenciales del ob
jeto en cuestión; de este modo, un enunciado del tipo «un cachorro tiene
cuatro patas», si bien es verdadero, no constituye una definición satisfacto
ria, puesto que no agota lo que podría llamarse la esencia del ser cachorro,
sino que también vale para un perro o un caballo viejo, y del mismo modo,
el enunciado «un cachorro es negro», si bien puede valer para algunos ca
chorros no vale para todos y no describe, por lo tanto, propiedades esen
ciales sino tan sólo accidentales del término definido.
Pero el problema más difícil es el de cómo podemos proveernos de de
finiciones o premisas básicas y asegurarnos de que sean correctas, es decir,
de que no hayamos errado, captando lo que no es esencial. Aunque Aristó
teles no se muestra muy claro en este punto," no puede dudarse seriamen
te de que, en lo fundamental, también aquí sigue los pasos de Platón. Platón
«ojos de la mente», proceso éste que Platón consideraba análogo al de la vi
sión, pero en exclusiva dependencia del intelecto y con exclusión de todo
elemento que guardase alguna dependencia de los sentidos. La concepción
aristotélica, aunque menos radical e inspirada que la de Platón, en definiti
va viene a ser lo mismo.J' En efecto, si bien enseña que llegamos a la defini
ción sólo después de haber hecho muchas observaciones, admite que la ex
periencia sensorial no basta, por sí misma, para captar la esencia universal y
que no puede, por consiguiente, dar plenamente origen a una definición. En
definitiva, se limita a postular, simplemente, que estarnos dotados de una
intuición intelectual, una facultad mental o intelectual que nos permite cap
tar infaliblemente la esencia de las cosas y conocerlas. Y supone, además,
que si conocemos una esencia intuitivamente deberemos ser capaces de des
cribirla y también, en consecuencia, de definirla. (Los argumentos conteni
dos en los Segundos Analiticos en favor de esta teoría son sorprendente
mente débiles. Consisten, tan sólo, en scúalar que nuestro conocimiento de
las premisas básicas no puede ser demostrativo puesto que esto conduciría
a una regresión infinita, y que las premisas básicas deben ser tan ciertas, por
lo menos, como las conclusiones que en ellas se basan. "Se sigue de esto
-escribe- que no puede haber conocimiento demostrativo de las premi
sas primeras, y puesto que nada fuera de la intuición intelectual puede ser
más cierto que el conoci miento demostrativo, se sigue que debe ser la intui
ción intelectual la que capte las premisas h.isicas.. En su De Anima, así
como también en la parte teológica de la M ctalisica, encontramos algo más
que un argumento; en efecto, se trata aquí de una verdadera teoría de la in
tuición intelectual, donde se afirma que ésta se pone en contacto con su ob
jeto, la esencia, y llega a convertirse, incluso, en una misma cosa que su ob
jeto. «El conocimiento concreto es idéntico a su objcto.»)
Resumiendo este breve análisis, creo que se puede dar una descripción
bastante exacta del ideal aristotélico del conocimiento perfecto y completo
diciendo que éste vio el objetivo final de toJa indagación en la compilación
de una enciclopedia con las definiciones intuitivas de todas las esencias, es
decir, con sus nombres y sus correspondientes fórmulas definitorias, y que
consideró que el progreso del conocimiento consistía en la acumulación
gradual de estos datos enciclopédicos, en expandirlos yen llenar los vacíos
de su contenido y, por supuesto, en su derivación silogística de «la masa to
tal de los hechos», que constituye el conocimiento demostrativo.
Pues bien, no es posible dudar que todas estas concepciones esencialis
tas se hayan en franca oposición con los métodos de la ciencia moderna. (Al
decir esto pensamos sobre todo en las ciencias empíricas, pues tal vez sea
228
229
de las pruebas» son def¡"rúciones.
otro el caso de la matcmática.) En primer término, aunque hacemos todo lo
posible por hallar la verdad, en la ciencia somos conscientes del hecho de
que nunca podemos estar seguros de haberla alcanzado. Hemos aprendido
desde antiguo, a través de mú [tiples desengaños, que nunca debemos espe
rar resultados definitivos. Y también hemos aprendido a no desanimarnos
cuando nuestras teorías científicas se vienen a tierra por la comprobación de
nuevos hechos. En efecto, en la mayoría de los casos podemos determinar
con gran seguridad cuál de cutre dos teorías es la mejor. Podemos saber, de
este modo, si realizamos algún progreso y es este conocimiento el que com
pensa, a la mayoría de los investigadores, por la p0rdida de la esperanza de
alcanzar la certeza definitiva, En otras palabras, sabernos que nuestras teo
rías científicas deberán conservar siempre su carácter de hipótesis pero que,
en muchos casos importantes, podremos establecer si una nueva hipótesis
es o no superior a la antigua. Fn efecto, si son diferentes hahrán de condu
cir a predicciones distintas, predicciones que, frecuentemente, son susccpti
blcs de ser probadas cxperimentalmente; y sobre la hase de un cxpcrimcnro
crítico de esta naturaleza, se puede CnCOJ1tLu', a veces, que la nueva teoría
conduce a resultados satisfactorios allí donde se atasca la anterior. De este
modo, podemos decir que en nuestra búsqueda de la verdad hemos reem
plazado la certeza científica con el progreso científico y esta concepción del
método científico se ve corroborada por la evolución de la ciencia, pues ésta
no se desarrolla por medio de una acumulación enciclopédica gradual de
datos esenciales, como pensaba Aristóteles, sino de un modo mucho m.is
revolucionario, La ciencia progresa mediante ideas audaces, mediante la ex
posición de nuevas e insólitas teorías (COIllO la de que la Tierra no es plana
o de que «el espacio métrico" no es plano) y el abandono de las viejas.
Pero esta concepción del método científico significa" que en la ciencia
no hay «conocimiento», en el sentido en qLle Platón y Arisrótclcs usaron la
palabra, vale decir, en el sentido que le atribuye un alcance definitivo; en
la ciencia jamás existen raz.oncs suficientes para creer que se ha alcanzado la
verdad de una vez por todas. Lo que ILlbitualmente denominamos «conoci
miento científico» no es, por regla ¡;enel"al, conocimiento en este sentido,
sino más bien la información concerniente a diversas hipótesis coruraclic
torias ya la forma en que éstas se comportan frente a diversas pruebas; es,
para empicar las palabras de Platón y Aristóteles, la información relativa a
la última y mejor probada «optnum» científica. Esta conccpcióu significa,
además, que en la ciencia se carece de pruebas (exceptuando, por supuesto,
la matemática pura y la lógica). En las ciencias empíricas --que son las únicas
capaces de suministrarnos información acerca del mundo en que vivimos
no hay pruebas, si por «prueba» entendemos un razonamiento que esta
blezca de una vez para siempre la verdad de determinada teoría. (Lo que sí
hay, sin embargo, son refutaciones de las teorías cientiiicas.) Por otro lado,
la matemática pura y la lógica, que admiten la posibilidad de la prueba, no
nos suministran datos acerca del mundo sino que elaboran tan sólo los me
dios para describirlo. De este modo, podría decirse (como ya hemos indica
do en otra parte)" que «en la medida en que los enunciados científicos se re
fieren al mundo de la experiencia, deben ser refutables; y, en la medida en
que sean irrefutables, no se referirán al mundo de la experiencia». Pero si
bien la prueba no desempeña papel alguno en las ciencias empíricas, sí lo
desempeña el rnzonarnicnto'" y su papel es, por lo menos, tan importante
como el que cumplen la observación y la experimentación.
El papel de las definiciones, especialmente en la ciencia, difiere también
profundamente del que les asigluha Aristóteles. 1:~ste pensaba que lo prime
ro que se indica con una definición es la esencia de la cosa ---quizá ,ll nom
brarla para luego describirla mediante la ayuda de la f,'irrllula definitoria,
exactamente del mismo modo en que en una oración corricutc, por ejem
plo, «este potro es negro», señalamos primero cierta cosa, «este potro", para
luego describirlo, calificándole de «negro». Y enseñaba, asimismo, que al
describir de este modo la esencia hacia la cual apunta el término .i definir, no
hacemos silHl determinar o explicar el siWII/¡'c{/llo'/ del término. En conse
cuencia, la definición puede contestar a la vez dos prc¡~untas íntimamente
relacionadas. Una de ellas es: «¿(,)u(; es cst o?»; por ejemplo, «¿qué es un
pot ro?»; se prcgunLI aquí cuál es Lt esencia denotada fl11r el termino dctini
clo, y la otra: «¿qué significa esto?", por ejemplo, "¿IJw:, significa "po
uo">». F,n este caso se pregunL.l por el significado del tcruuno (esto es, del
térmill11 que denota la esencia). r~n el contexto actual, 110 es necesario dis
tinguir entre estas dos pregulltas; lo más importante es ver lo que tienen en
común. quisiera llamar la atención especialmente sobre el hecho de que
nrnbns pre,~lOltl<S son planteadas pur el termino (¡lIe aIH/,]"ecc, en la dcjinicion,
ti /tI ir quicrda, )' contcst adas por ¿.l [ormu!« dC/lrliIor/d que .ipnrccc .t Id de
rcclia. Este hecho caraCllTi/.a h cOIlcepci,'))) esenci'llisl:l, de la cual el méto
do científico de la ddiniciún difiere r.rdicalmcur«,
Cabe afirmar que, en tanto de acuerdo COII Ll intcrprct.ición cscncialisr.i
hay que leer las definiciones de forma «normal», v.ile decir, de i:üjlficrda ti
dcrccb«, las deflniclones, tnl como las 11.1(/ normnlrnentc l,t ciencia moderna
deben leerse de atras hacia .ulclanu: o de derecha d iZ(jlfiad'l, pues cornicn
za n con la lórmula definitoria y exhiben luego un breve rotulo para la mis
m.i. De este modo, desde el Sngulo científico, la definición «un potro es un
caballo joven» vendría a ser la respuesta a la pregunta «¿ Qué nombre se le
da a un caballo joven", y no a aquella otra: ,,¿ Qué es un potro ?'" (LJ.s pre
guntas como éstas: «¿ Q"Jé es la vida?», o «¿ Qué es la gravedad?" no descm
pcñan papel alguno en la cicncia.) El uso científico de las definiciones, ca
230
231
racterizado por la lectura «de derecha a izquierda», podría denominarse
in
3s
terpretación nominalista, en oposición a la aristotélica o eseneialista. En la
ciencia moderna sólo" existen definiciones nominalistas, es decir, símbolos
o rótulos sucintos utilizados en bien de la brevedad expositiva. Con lo cual
puede verse, de inmediato, que las definiciones no desempeñan ningún pa
pel importante en la ciencia. En efecto, los símbolos sintéticos siempre pue
den ser reemplazados, por supuesto, con expresiones más largas, vale decir,
por sus fórmulas definitorias correspondientes. Claro está que en algunos
casos esto podría tornar nuestro lenguaje científico sumamente embarazoso
con la consiguiente pérdida de tiempo y papel. Pero no por ello habríamos
de perder la menor pizca de información fáctica. Nuestro «conocimiento
científico», en el sentido en que cabe usar este ténnino con propiedad, no se
altera en 10 más mínimo aunque eliminemos todas las definiciones; el único
efecto incide sobre nuestro lenguaje, que no perdería en precisión," pero sí
en brevedad. (No ha de entenderse por esto que no exista en la ciencia u nu
necesidad práctica urgente de introducir toda clase de definiciones en bien
de la brevedad.) Difícilmente puclicr.i pensarse en un contraste mayor que
el que presenta esta concepción de las definiciones con la de Aristóteles. En
efecto, las definiciones esencialistas de este último constituyen los princi
pios de que deriva todo nuestro conocimiento. Contienen, de este modo,
todo nuestro conocimiento y sirven para sustituir una flírmula larga por
otra breve. A diferencia de esto, las definiciones científicas o nominalistas
no contienen conocimiento alguno, ni siquiera «opinión», ni hacen ot r.t cosa
fuera de introducir nuevos rótulos breves y arbitrarios; su ri'lalidad es sin
tetizar la exposición de los hechos.
En la práctica estos rótulos son de la mayor utilidad. P~lLl comprender
lo, basta considerar las extremas dificultades que se le plantearían a un bac
teriólogo si cada vez que hablase de cierta bacteria tuviera que repetir toda
su descripción (incluidos los métodos de coloración, ctc., mcdiantc los cua
les es posible distinguirla de una cantidad de especies scmcj.uu cs). y podre
mos comprender también, mediante una consideración similar, por que ha
sido olvidado con tanta frecuencia, aun por los hombres de ciencia, el hecho
de que las definiciones científicas deben ser leídas «de derecha a izq uierda»,
según se ha explicado más arriba. En efecto, la mayoría de la gente, alestu
diar una ciencia -digamos por ejemplo la bacteriología--- por primera vez,
debe tratar de encontrar los significados de todos estos nuevos términos
técnicos que le salen al paso. De esta manera, lo que hacen realmente es
aprender la definición de «izquierda a derecha», sustitu yendo, como si se
tratase de una definición esencialista, una descripción muy larga por otra
sumamente breve. Pero esto no es más que un accidente psicológico, y bien
puede suceder que el maestro o autor de un libro de texto proceda de un
232
modo totalmente distinto, introduciendo el término técnico sólo después
de haber surgido la necesidad del mismo."
Hasta aquí hemos tratado de demostrar que el uso científico o nomina
lista de las definiciones es totalmente distinto del método esencialista de
Aristóteles. Pero puede mostrarse, asimismo, que la concepción escncialis
ta es, de suyo, simplemente insostenible. A fin de no prolongar indebida
mente esta digresión,42 sólo criticaremos aquí dos doctrinas csencialistas
que tienen todavía cierta significación por servi r de base a ciertas escuelas
mode~nas de considerable influencia. Una es la teoría esotérica de la intui
ción intelectual y la otra, la difundida teoría de que «debemos definir nues
tros términos» si deseamos ser precisos.
Aristóteles sostenía, junto con Platón, que poseemos una facultad, la de
la intuición intelectual, por medio de la cual podemos visualizar las esencias
y descubrir cuáles definiciones son las correctas; punto dc vista éste com
partido y repetido por muchos cscncialistas modernos. Otros filósofos, si
guiendo los pasos de Kant, sostienen que no poseemos nada de eso. En mi
opinión, es posible admitir que poseemos cierta facultad que podría deno
minarse «intuición intelectual», o, mejor dicho, que cabría describir de este
modo algunas de nuestras experiencias intelectuales. Por ejemplo, de todo
aquel que «comprende» una idea, un pumo de vista, o un método aritméti
co --v. gr., la multiplicación-e- en el sentido de que lo «capta», podría de
cirse que lo comprende intuitivamente, y son incontables las experiencias
intelectuales de esa suerte. Pero quisiera insistir, por OtTO lado, en que estas
experiencias, por importantes que sean para nuestros csfuer/-Os cientíFicos,
no pueden servir jamás para establecer L1 verdad de una idea o teoría, por
muy vehemente que sea el sentimiento intuitivo de que debe ser cierta o de
que es «evidente por sí misma».':' 1':stas intuiciones no pueden servir siquie-
ra como aq_"umento, si bien pueden impulsarnos a buscar dichos argumen
tos, pues bien puede suceder que alguna otra persona experimente una in
tuición igualmente fuerte pero contraria, es decir, la de que la teoría es falsa.
El camino de la ciencia cst.i empedrado ele teorías descartadas, tenidas algu
na vez por evidentes. I'rancis Bacon, por ejemplo, se burlaba de aquellos
que negaban la verdad evidente de que el Sol y las estrellas rotaban en tor
no a la Tierra, la cual, cvidcnrcmcntc, sc hallaba en reposo. 1.a intuición des
empeña, sin duda, un importante papel en la vida del hombre de ciencia, del
mismo modo que en la vida del poeta. Es ella quizá quien lo guía hacia sus
descubrimientos, pero también puede conducirlo al fracaso. En todo caso,
no trasciende nunca de la esfera de sus asuntos privados, si se me permite la
expresión. La ciencia no le pregunta cómo se le han ocurrido sus ideas, sino
que lo único que le importa son aquellos razonamientos que puedan ser
puestos a prueba por todo el mundo. El gran matemático Gauss describió
233
"1
claramente esta situación al exclamar en cierta ocasión: «Ya conseguí el re
sultado que buscaba, pero todavía no sé cómo se llega a él». Todo esto se
aplica, por supuesto, a la doctrina aristotélica de la intuición intelectual de las
llamadas esencias," que fue difundida por Hegel y, en nuestros propios
tiempos, por E. Husserl, y sus numerosos discípulos, e indica que la «intui
ción intelectual de las esencias» o la «fenomenología pura», como la llama
este último, no es un método ni científico ni filosófico. (Fácilmente puede
decidirse la tan debatida cuestión de si es o no una nueva invención, como
piensan los fenomenólogos puros, o si es, tal vez, una versión del cartesia
nismo, o hegelianismo: es, simplemente, una versión más del aristotclismo.)
La segunda doctrina a considerar guarda relaciones aún más importan
tes con las concepciones modernas y se halla vinculada especialmente con el
problema de! verbalismo. A partir de Aristóteles, se hizo ampliamente co
nocido e! hecho de que no se pueden probar todos los enunciados y de que
cualquier tentativa de ese tipo tendría que claudicar tarde o temprano, pues
de otro modo, sólo conduciría a una infinita regresión de las pruebas. Pero
ni él," ni tampoco, al parecer, gran número de autores modernos parecen
darse cuenta de que la tentativa análoga de definir el significado de todos
nuestros términos debe conducir, del mismo modo, a una regresión infinita
de las definiciones. El siguiente pasaje extraído de Plato To Day, de Cross
man, es característico de un pLl!1to de vista sostenido indirectamente por
muchos filósofos contemporáneos de nota, por ejemplo, Wittgenstein: 46
« ... si no conocemos con precisión los significados de las palabras que em
pleamos, no podremos analizar cosa alguna con provecho. La mayor parte
de los fútiles razonamientos en que gastamos nuestro tiempo obedecen, en
gran medida, al hecho de que todos nosotros poseemos nuestros propios
significados vagos para las palabras que utilizamos y suponemos que nues
tros interlocutores las utilizan con el mismo sentido. Si empezásemos por
definir nuestros términos, nuestras discusiones podrían ser mucho más pro-
vechosas. De igual modo, no tenemos más que leer el diario para observar
que el éxito de la propaganda (la moderna contraparte de la retórica), de
pende considerablemente de la confusión del significado de los términos. Si
se obligara por ley a los políticos a definir con precisión todos los términos
que usan perderían la mayor parte de su influjo popular; sus discursos se
harían mis breves y muchos de sus desacuerdos resultarían puramente ver
bales.» Este pasaje resulta altamente característico de uno de los prejuicios
que debemos a Aristóteles, a saber, el prejuicio de que cllenguaje puede
tornarse más preciso mediante el uso de definiciones. Veamos si esto es
realmente posible.
En primer lugar, puede verse e1aramente que si los «políticos» (u otros
cualesquiera) «fueran obligados por ley a definir con precisión todos los
234
términos que usan», sus discursos no serían más cortos sino infinitamente
más largos. En efecto, una definición no puede establecer el significado de
un término, así cama una prueba o deducción 47 no puede establecer la ver
dad de un enunciado; lo único que pueden hacer ambas es desplazar el pro
blema un paso más atrás. En tanto que la deducción traslada e! problema de
la verdad hacia las premisas, la definición lo desplaza hacia los términos de
finitorios (esto es, los términos que integran la fórmula definitoria). Pero
éstos, por muchas razones,4S suelen ser tan vagos y confusos como los tér
minos que habían servido de punto de partida; en todo caso, no sería aquí
menos fOf2:oso que antes su rigurosa definición, lo cual nos llevaría a nue
vos rénninos, que tamhién tendrían que ser definidos. y así hasta el infinito.
Vemos, pues, que la exigencia de que se definan todos nuestros términos es
tan insostenible COIllO la de que todas nuesU-as afirmaciones sean probadas.
A 'primera vista, esta crítica puede no parecer justa. Podría decirse, así,
que lo que se proJlonela geme, al pedir definiciones, es la eliminación de las
ambigüedades que tan a menudo van aparejadas con palabras tales corno"
«democracia", «lihertad>" «dehe!"'>, «re!iv;il)Il>', crc.; que es pr;íeticalllente
imposible definir todos nucstro-, términos pero no al¡,;ullosde los m:í.~ peli .
grosos, por lo menos el! uu primer grado, es decir, forzando la aceptación
de los términos definitorios o, dicho de otro modo, deteniéndose después de
uno o dos pasos en la definicilín, a Fin de evitar una regresión infinita. Esta
defensa, no obstante, es insostenible. Admitimos que los términos iJlencio
nados son objeto de múltiples confusiones, pero negamos que la tentativa
de definidos ¡Hieda proporcionar la menor vcnt.ij.i Lejos de ello, slÍl puede
o
agravar el problema. (¿ue Inediallle la «definicilÍn de sux términos", aun dc un
solo paso, es decir, dejando sin definir los términos definitorios, los políti
cos no podrían ahreviar SlIS discursos, ex perfectamente evidente; en efecto,
cualquier definición esencialista, vale decir, aquellas que «definen nuestros
términos" (a diferencia de las nominalistas que introducen nuevos táminos
técnicos) significa la sustitución de una exposicilÍn breve por otra larga,
como ya vimos más arr·iha. Adelll;is., la tentativa de definir los términos slÍ!o
habría de aUll1ent:lr la vaguedad y las confusiones ya existentes, dado que
no es posihle exigir que todos los ti~nnjnos definitorios sean definidos a su
vez; y, de este modo, un político háhil o un fillÍsofo podrían satisfacer fácil
mente esta exigencia; si se les prcgunras«, por cjciuplo, qué ~ILliercn decir
con «democracia», podrían responder "el gobierno de la voluntad general»
o «el gobierno del cspíriru de! puchlo», con lo cual, hahiendo propon:ion.l
do la definición exigida y satisfecho las normas superiores de la precisión,
nadie se atrevería ya a criticarlos. ¿ y cómo podría hacerse, en verdad, si la
exigencia de definir, a su vez, los términos «gobierno", «pueblo", «volun
tad» o «espíritu» nos pondría en camino de una infinita regresión? Pocos se
235
atreverían a hacerlo y, aun así, no por' ello sería menos fácil satisfacer la nue
va exigencia. Por otro lado, toda discusión acerca de si la definición es o no
correcta, sólo puede llevar a una vacía controversia verbal.
De esta manera, la concepción esencialista de la definición se viene a tie
rra, aun cuando no intente, con Aristóteles, establecer los «principios» de
nuestro conocimiento, sino tan sólo, más modestamente, «definir el signifi
cado de nuestros términos».
Sin embargo, es indudable que la exigencia de que hablemos claramente
y sin ambigüedad es de suma importancia y debe ser satisfecha. ¿Puede lo
grarlo la concepción nominalista? ¿Y puede el nominalismo eludir la rcgre
sión infinita?
Así es en efecto. Para la concepción nominalista no existe ninguna difi
cultad equivalente a la de la regresión infinita. Como ya vimos, la ciencia no
emplea definiciones a fin de determinar el significado de sus términos, sino
tan sólo para introducir rótulos útiles y breves. Y tampoco depende de [as
definiciones, al punto que todas ellas podrían omitirse sin que se perdiera
dato alguno. Se sigue de aquí que en la ciencia todos los términos realmente
necesarios deben ser términos indefinidos. ¿Cómo se aseguran las ciencias,
entonces, del significado de los términos que emplean? Se han sugerido va
rias respuestas para esta pregullta,\O pero no creo que ninguna de ellas sea
satisfactoria. La situación parece ser la siguiente: el aristotelismo y los siste
mas filosóficos con él relacionados nos enseñaron durante largo tiempo
cuán importante es poseer un conocimiento preciso del significado de nues
tros términos y todos nos sentimos inclinados a creer en ello. Seguimos afe
rrándonos, así, a ese credo, pese al hecho incuestionable de que la filosofía,
que durante veinte siglos viene preocupándose por el significado de sus tér
minos, se halla repleta de verborragia deplorablemente vaga y ambigua, en
tanto que Ulla ciencia como la física, que no se preocupa prácticamente en ab
soluto de los términos y su significado y sí en cambio de los hechos, ha al
canzado una notable precisión. Esto, por cierto, ha de tomarse como índice
de que bajo la influencia aristotélica se exageró desmesuradamente la im
portancia del significado de los conceptos. Pero a mi juicio indica algo más.
En efecto, esta concentración en el problema del significado no sólo no logra
alcanzar precisión sino que es, en sí misma, la principal fuente de vaguedad,
ambigüedad y confusión. En la ciencia debemos procurar que las afirma
ciones que formulamos nunca dependan del significado de nuestros térmi
nos. Aun allí donde se definen los términos, no se trata por ello de deducir
dato alguno de la definición o de basar argumento alguno sobre ella. He ahí,
pues, la razón por la que los términos nos crean tan pocas dificultades. La
norma debe ser no sobrecargarse con ellos y tratar de darles el menor peso
posible. No debe tomarse su «significado» con demasiada seriedad; siempre
236
hemos de tener conciencia de que nuestros términos son algo vagos (pues
to que hemos aprendido a usarlos sólo en aplicaciones prácticas) y si llega
mos a la precisión, no es reduciendo su vaguedad a exactitud, sino más bien
conservándola dentro de sus límites, redactando cuidadosamente nuestras
frases de tal forma que no interfieran con los posibles matices de significa
do de nuestros términos. Ésta es la única manera, a mi juicio, de sortear las
dificultades que nos plantean las palabras.
.La idea de que la precisión de la ciencia y del1enguaje científico depende
de la precisión de sus términos es, por cierto, muy plausible, pero no por
eso deja de ser, en mi opinión, un mero prejuicio. La precisión de un len
guaje depende, nl<lS bien, precisamente del hecho de que no recargue sus
términos con la tarea dc ser precisos. Términos como «duna» ° «viento»
son, ciertamente, muy vagos. (¿ Cuántos centímetros de alrura debe tener
una "masa de arena para merecer el nombre de «duna»? ¿A qué velocidad
debe moverse el aire para que se pueda llamar «vicnto e P) No obstante, para
los fines geológicos, estos términos son suficientemente precisos; cuando se
quiere ser mis exacto no hay ningún inconveniente en agregar: «dunas de 1 a
10 metros de alto» o «viento de una vcIocidad de 40 a 60 km por hora».
Con las dcrn.is ciencias exactas sucede lo mismo. En las mediciones físicas,
por ejcmplo, siempre se tiene en cuenta el margen dentro del cual puede ha
ber error en el cálculo, y la precisión no consiste en tratar de reducir este
margen a cero, en pretender que no existe, sino más bien en su reconoci
miento explícito.
Aun en los casos en que un término ha acarreado dificultades como, por
ejemplo, el término «simuh:aneidad» en la física, ello no se debió a que su
significado fuera impreciso o ambiguo, sino a cierto prejuicio intuitivo que
nos inducía a cargar el término con demasiada significación o con un senti
do demasiado «preciso». Lo que Einstein hallo en su crítica de la simulta
neidad fUe que cuando se hablaba de hechos Silllllll;lneos, los físicos formu
laban un supuesto tácito (la señal de una velocidad infinita) que resultó ser
ficticio ..J<:l fallo no estaba cu que el término 110 tuviera significado o que éste
fUera ambi¡.;uo o no lo bastante preciso; lo que Einstein descubrió fue, más
bien, que la eliminación del supuesto teórico, inadvertido hasta entonces
por su evidencia intuitiva, podía obviar una dificultad que se había plantea
do en la ciencia. Por consiguiente, lo que realmente le interesaba no era una
cuestión de significado del término, sino, en cambio, la verdad de una teo
ría. Es sumamente improbable que se hubiera llegado al mismo resultado si
se hubiese partido, aparte de todo problema físico definido, del propósito
de perfeccionar el concepto de simultaneidad mediante el análisis de su
«significado esencial» o, incluso, de lo que los físicos «quieren decir real
mente» cuando hablan de simultaneidad.
237
Creo que este ejemplo puede servir para enseñarnos que no debemos
apresurarnos a resolver los problemas antes de que se hayan planteado. Y
pienso también que la preocupación por cuestiones tales como el significa
do de los términos, su vaguedad, ambigüedad, etc., no puede justificarse en
modo alguno apelando al ejemplo de Einstein. Esta preocupación descansa,
más bien, en el supuesto de que es mucho lo que depende del significado de
nuestros términos y de que, en realidad, operamos con ese significado, lo
cual debe conducir a la verbosidad y al escolasticismo. Desde este punto de
vista, cabe criticar la doctrina de \'V'ittgenstein,C,1 quien sostiene que mien
tras la ciencia investiga cuestiones de hecho, la misión de la filosofía es es
clarecer el significado de los términos, depuLll1llo así nuestro lenguaje y
eliminando las dificultades idiomáticas. Es rasgo típico de las opiniones de
esta escuela el no conducir a cadena alguna de razonamientos susceptibles
de ser criticados racionalmente; la escuela dirige sus sutiles an'11isis,':' por 10
tanto, exclusivamente al pequc!lo círculo esotérico de los iniciados. Esto
parece sugerir que cualquier preocupación por el signi ficado de las palabras
tiende a conducir a ese resultado tan típico de la filosofía aristotélica: el es
desengaño con respecto a la argumentación, esto es, a la razón. El escolasti
cismo, el misticismo y la falta de fe en la razón son los resultados inevitables
del esencialismo de Platón y Aristóteles, y la abierta rebelión de Platón con
tra la libertad se conviene, con Aristóteles, en una secreta rebelión contra la
razón.
Como sabemos por el propio Aristóteles, cuando expuso por primera
v~z el esencialismo y la teoría de la definición, éstas encontraron una fuerte
resistencia, especialmente por parte del viejo camarada de Sócrates, Antfste
nes, cuya crítica parece haber sido en extremo sensata." Pero, desgraciada
mente, esta resistencia fue acallada. Difícilmente podrían subestimarse las
consecuencias de esta derrota para el desarrollo intelectual de la humani
dad. En el próximo capítulo veremos algunas de ellas. y damos fin con esto
a nuestra digresión a modo de crítica de la teoría platónico-nristotélic.i de la
definición.
tU
colasticismo y el misticismo.
Consideremos brevemente có mo su rgen cst os dos resultados típicos del
aristotelismo. Aristóteles insistió en que la delllostración o prueba y la de
finición eran los dos métodos [undarucutalcs para obrcncr conocimiento.
En lo que a la doctrina de la prueba se refiere, no puede negarse que ha lle
vado a incontables tentativas de probar m.is de lo que puede probarse; la fi
losofía medieval se halla repleta de este escolasticismo y la misma tendencia
puede observarse, en Europa, hasta la época de Kant. luc la crítica de Kant
de todas las tentativas de probar la existencia de Dios lo que condujo a la
reacción romántica de Fichtc, Schelling y Ilq.;e1. 1.a nueva tendencia prefie
re desechar las pruebas y, con ellas, cualquier tipo de argumento racional.
Con los románticos se pone de moda una nueva clase de dogmatismo ----,lsí
en la filosofía como en las ciencias sociales-· ..que nos enfrenta con UII fallo;
nosotros podemos tornarlo () dcjttr!o. IIe aquí cúnlO describe Schopenhauer
este período romántico de la filosofía oracular. que ¿;Illam<'l «edad de la des
honestidad»;" «El sentido de la honestidad, ese sentido de empreS'l y de in
dagación que impregna las obras de todos los filósofos anteriores, falta aquí
por completo. Cada página es testimonio de que estos pretendidos filósofos
no se proponen enseñar sino hcchizar al lector».
Un resultado semejante fue el que produjo la doctrina aristotélica de la
definición. En un principio condujo a una cantidad de sutiles disquisicio
nes, pero más tarde los filósofos comenzaron a darse cuenta de que no era
posible razonar acerca de las definiciones. De esta manera, el esencialismo
no sólo estimuló el verbalismo sino que condujo, también, a una especie de
No creo que sea necesario insistir nuevamente en el hecho de que nucs
tro tratamiento de Aristóteles es sumamente csqucmatico, mucho más que
el de Platón. El fin primordial de cuanto se ha dicho acerca de ambos es po
ner de manifiesto el papel que han desempeñado en el surgimiento del his
toricismo .Y en la Ineha contra Ll sociedad ahicrt.i, así como también, de
mostrar suinlluencia sobre ciertos problemas de nuestros propios tiempos,
por ejemplo, el snrgi rn icnto de la f losofía oracu lar de 1Icl~el, el padre del his
toricismo y del totalitarismo modernos. Las fases intermedias entre Arisró
tclcs y I legc1llO pueden ser consideradas en esta obra. Para hacerles justicia
debidamente, por lo menos haría falta otro tomo. En las pocas p;lginas que
restan de esté capítulo intentan: indicar, no obstante, cómo podría interpre
tarse este período en función del conflicto entre la sociedad abierta y 1;1 ce
rrada.
A todo a lo largo de la historia pueden advertirse las huellas del conflic
to entre la especulación platónico-aristotólico y el espíritu de la Gran Ge
neración, de Pcriclcs, de Sócrates y de 1)cmóerito. Este espíritu se conser
vó, con mayor o menor pureza, en el movimiento de Jos cínicos, quienes al
igual que los primeros cristianos predicaron la hermandad del hombre, que
relacionaban al mismo tiempo con la creencia monoteísta en la paternidad
de Dios. El imperio de Alejandro, así como también el de Augusto sufrie
ron el influjo de estas ideas moldeadas por primera vez en la Atenas impe
rialista de Pcriclcs y que siempre habían recibido el estímulo del contacto
entre Occidente y Oriente. Es sumamente probable que estas ideas, y tal
238
239
vez el propio movimiento cínico, hayan influido también en el advenimien
to del cristianismo.
En sus comienzos, el cristianismo, al igual qne el movimiento cínico, se
opuso al petulante idealismo e intelectualismo platonizantc de los «escri
bas», los eruditos «<tú has ocultado estas cosas de los sabios y prudentes y
se las has revelado a los uiños»). No me cabe ninguna dnda de que fue, en
parte, una protesta contra lo que podría describirse como platonismo he
braico en el sentido más lato," la abstracta adoración de Dios y Su Verbo.
y fue también, ciertamente, una protesta contra el tribalismo judío, contra
sus rígidos y vacíos tabú es tribales y contra su exclusivismo tribal, que se
pone de manifiesto de por sí, por ejemplo, en la doctrina del pueblo elegi
do, esto es, en la interpretación de la deidad como dios tribal. ].stc éntasis
sobre las leyes y la unidad tribales parece ser característico, no tanto de la
sociedad tribal primitiva, como de la desesperada tendencia a restaurar y
perpetuar las antiguas formas de la vida tribal; en el caso del judaísmo, pa
rece haberse originado a manera de reacción ante el impacto de la conquista
babilónica sobre la vida tribal judía. Pero al lado de este movimiento hacia
una mayor rigidez, encontramos otro, .iparcntcmcnt c originado al mismo
tiempo, que produjo ideas humanistas muy semejantes a las de la (;ran Gc
neración en respuesta a la disolución del uihalismo gricgo. Este proceso se
repitió, al parecer, cuando la independencia judía fne finalmente destruida
por Roma. Se I1q.',ó así a un cisma nuevo y más profundo entre estas dos so
luciones posibles, el retorno 'l la tribu sustentado por el judaíslllo ortodoxo
y el humanismo de la nueva secta de los crist i.uio» que abarca a los bárbaros
(o gentiles) y también a los esclavos. En los 1lccbos" puede verse cu.in ur
gentes eran estos problemas, esto es, el problema social y el nacional. Tam
bién puede también verse en el desarrollo del judaíslllo; en efecto, su parte
conservadora reaccionó al mismo desafío con otro movimiento l];lcia la
perpetuación y petrificación de su forma de vida tribal, mediante el apego a
sus leyes con una tenacidad que hubiera merecido la aprobación del propio
Platón. Casi no es posible dudar quc esta evolución fue inspirada, ;ll igual
que las ideas platónicas, por el fuerte .uiragonismo contra el nuevo credo de
la sociedad abierta, en este caso, el cristianismo,
Pero el paralelismo entre el credo de la Gran Generación, especialmen
te de Sócrates, y el cristianismo primitivo, aún va más lejos. Es evidente que
la fuerza de los primeros cristianos residía en su valentía moral, en la valen
tía de rchusarse a aceptar la pretensión de Roma «de que ésta sc hallaba fa
cultada para forzar a sus súbditos a actuar contra su conciencia»." Los már
tires cristianos que rechazaron las pretensiones de la fuerza p,¡ra sentar las
normas del derecho padecieron por la misma causa por la que Sócrates ha
bía dado su vida.
Claro está que todo esto cambió considerablemente cuando la fe cristia
na se hizo poderosa en el Imperio Romano. Se plantea así la cuestión de si
este reconocimiento oficial de la Iglesia cristiana (y su organización poste
rior sobre el modelo de la antiiglesia neoplatónica de Juliano el Apóstata)"
no habrá sido una ingeniosa maniobra política por parte de las fuerzas go
bernantes, destinada a echar por tierra la tremenda influencia moral de esta
religiém igualitarista, religión que vanamente habíase intentado combatir
por la fuerza o mediante las acusaciones de ateísmo o impiedad. En otras
palabras, se plantea la cuestión de si (especialmente después de Juliano)
Roma no habrá juzgado necesario poner en práctica el consejo de Parcto:
«Sacad provecho de los sentimientos, procurando no malgastar las propias
energías en vanos esfuerzos para destruirlos». No es fácil resolver este inte
rrogante; en todo caso, no se puede desechar recurriendo (como Toyn
beef' a nuestro «sentido histórico» que nos previene contra la atribución...
--al período de Constantino y sus sucesores- de motivos anacrónica
mente cínicos», es dcci r, motivos más acordes con nuestra propia «moder
na actitud occidental hacia la vida». En efecto, ya hemos visto cómo estos
motivos fueron franca y «cinica rucntc» o, mejor dicho, desvergonzadamen
te expresados ya en el siglo v a.C¿ por Critias, el jefe de los Treinta; aparte
de las muchas afirmaciones semejantes que aparecen frecuentemente a tra
vés de toda la historia de la filosofía griega.'>o Sea ello como fuerc, lo cierto
es que con la persecución por parte de justiniano, de los no cristianos, he
rejes y filósofos (en el año ')2') d.C.) comienza el oscurantismo. La Iglesia
siguió, así, la estela dcl totalirarism» pl.uónico-arisrotélico, culminando este
proceso con la Inquisición. Puede decirse de la teoría de la Inquisición, es
pcci.ilmcntc, que es platónica ciento por ciento. En efecto, ya se halla esbo
zada en los tres últimos libros de Las Leyes donde Platón sostiene que es
deber de los conductores del rebaño proteger a sus ovejas a toda costa, pre-
servando la rigidez ele las leyes y, especialmente, de la práctica y la teoría re
ligiosas, aun cuando se vean forzados a matar al lobo, que puede ser rcco
nocidamcnrc un hombre honesto y respetable, pero cuya conciencia
enferma puede n o permitirle, dcsgraciadamente, inclinarse ante las amena
zas de los poderosos.
Fs un síntoma altamente caract.cristico de las reacciones experimentadas
b'ljo la tensión de la vida civilizada de nuestros tiempos, el que el autorita
rismo presuntamente «cristiano» de la Edad Media se haya convertido, en
ciertos círculos intclecrualistas, en una de las últimas modas del día. ld Esto
obedece, sin duda, no sólo a la idealización de un pasado en verdad más
«orgánico" e «integrado», sino también a la comprensible reacción contra el
moderno agnosticismo que ha llevado esta tensión más allá de los límites to
lerables. Los hombres creían que Dios gobernaba el mundo y esta creencia
240
241
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limitaba su responsabilidad. La nueva convicción de que eran ellos quienes
tenían que gobernarlo por sí mismos creó para muchos una carga de res
ponsabilidad casi intolerable. Todo esto es muy admisible, pero no cabe
duda de que la Edad Media no estuvo mejor gobernada, aun desde el punto
de vista del cristianismo, que nuestras democracias occidentales.
Se lee en los Evangelios que el padre del cristianismo fue interrogado
cierta vez por un «doctor de la ley» acerca de un criterio mediante el cual
pudiese distinguir entre una interpretación verdadera y otra falsa de Sus pa
labras. A lo cual Él replicó narrando la parábola del sacerdote y el levita
quienes, al ver un hombre herido y desamparado, "pasaron de largo», en
tanto que el samaritano le vendó las heridas y procuró satisfacerle las nece
sidades materiales. En mi opinión, esta parábola debiera ser recordada por
aquellos «cristianos» que añoran los tiempos en que la Iglesia no sólo había
suprimido la libertad y la conciencia, sino que bajo el peso de su mirada vi··
gilante y su autoridad indiscutida sumía a los pueblos en la mayor opre
sión. Puede citarse aquí, a manera de conmovedor comentario del sufri
miento de la gente de aquellos días y, al mismo tiempo, de la «cristiandad»
actual con su medievalisrno tan a la moda que ansía retroceder en el tiempo,
un pasaje extraído del libro de H. Zinsscr, Rats, Licc, arul I l istory." en don
de habla acerca de una epidemia de manía danzante ocurrida en la Edad
Media y conocida con el nombre de «danza de San Ju a11», mal de San Vito,
etcétera, (no es mi propósito invocar a Zinsser corno autoridad imliscutible
en la Edad Media, puesto que eso no es necesario, dado el carácter poco
problemático de los hechos en cuestión. Su comentario tiene, en cambio, la
rara y peculiar virtud del samaritano práctico, dclmédico grande y huma
no). «Estos extraños raptos, aunque no eran desconocidos en tiempos ante
riores, se tornaron sumamente comunes durante e inmediatamente después
de las espantosas miserias provocadas por la peste negra. En su mayoría, es
tas manías danzantes no presentan ninguna de las características que suelen
ir asociadas a las enfermedades infcctocontagiosas del sistema nervioso. Pa
recen obedecer, más bien> a histerias en masa, acarreadas por el tenor y la
desesperación, en los pueblos oprimidos, hambrientos JI reducidos el extremos
de miseria casi inconcebibles en la actualidad. A las miserias de una ¡.;uerra
constante, de la desintegración política y social, se agre¡.;ó el terrible rna] de
una enfermedad ineludible, misteriosa y fatal. La humanidad se hallaba in
erme, atrapada en un mundo de terror y peligros contra los cuales no había
defensa. Dios y el demonio eran concepciones vivas para los hombres de
aquellos tiempos, que se inclinaban reverentes ante los males que suponían
les eran impuestos por fuerzas sobrenaturales. Para aquellos que cedían
bajo la tensión no había ninguna escapatoria salvo el refugio interior de un
desorden mental que, bajo las circunstancias de la época, tomó la dirección
242
del fanatismo religioso.» Zinsser pasa luego a trazar algunos paralelos entre
estos hechos y ciertas acciones de nuestra época en las cuales expresa «las
histerias económicas y políticas vienen a reemplazar a las religiosas de épo
cas anteriores», y tras esto, resume su caracterización de la gente que vivía
en aquellos siglos de autoritarismo con los siguientes términos: «Una po
blación miserable presa del terror> deshecha bajo el peso de fatigas y peli
gros increíbles». ¿Es necesario todavía preguntar qué actitud es más cristia
na, si la cle añorar el retorno a la «armonía y unidad ininterrumpidas» de la
Edad Media, o la que nos exige utilizar la razón a fin de librar a la humani
dad de sus males físicos y espirituales?
Sin embargo, cierta parte por lo menos de la Iglesia autoritarista de la
Edad Media logró marcar este humanismo pr.ictico con el sello de lo «mun
dano», de lo peculiar del «cpicurcfsrno» y de aquellos hombres que sólo de
sean «llenarse el vientre C01l10 las bestias». Los términos «epicureísmo»,
«materialismo», «empirismo», es decir, las expresiones de la filosofía de
Dcrnócrito, UllO de los más grandes de la Gran Generación, se convirtieron,
así, en sinónimos de corrupción y maldad, y el idealismo tribal de Platón y
Aristóteles hle exaltado como una especie de cristianismo antes de Cristo.
En realidad, es ésta la fuente de la inmensa autoridad de que gozan Platón y
Aristóteles, aun en nuestros días> es decir, el que su filosofía haya sido
adoptada por el autoritarismo medieval. Pero no debe 01 viciarse que, fuera
del campo totalitario, su fama ha sobrevivido a su influencia práctica sobre
nuestras vidas. Y si bien cl uornluc de Dcrnócriio no es recordado frecuen
temente, tanto su ciencia C0l110 su mora] todavía perduran en nosotros.
243
. ",c.cccc'm~r""'mmmm"m"""""''''''lllílllllfil::imn¡¡i!fHHiífil/filllíHllfffl!!ll!lllNlffll
Capítulo 12
HEGEL Y EL NUEVO TRIBALISMO
La filosofía de Hegel fue, entonces... un escrutinio
tan profundo del pensamiento que, en su mayor parte,
resultó ininteligible...
J. H. STIRLlNG
Hegel, la fuente de todo el historicisrno contemporáneo, fue el sucesor
directo de Heráclito, Platón y Aristóteles. Hegel logró hacer los milagros
más fabulosos. Maestro de la lógica, para él era un juego de niños extraer
mediante sus poderosos métodos dialécticos, palpables conejitos físicos
de sus galeras puramente metafísicas. De este modo, partiendo del Timeo de
Platón y su misticismo del número, Hegel logró «probar» mediante méto
dos puramente filosóficos (ciento catorce años después de los Principia de
Newton) que los planetas se movían de acuerdo con las leyes de Kep1er.
Llegó a elaborar, incluso, 1 la deducción de la posición real de los planetas,
demostrando de este modo que no podía haber ningún planeta entre Marte
y Júpiter (desgraciadamente, no se enteró a tiempo de que dicho planeta ha
bía sido descubierto unos pocos meses antes). De forma similar, demostró
que la imantación del hierro supone un aumento de peso, que las teorías
newtonianas de la inercia y la gravedad se contradicen mutuamente (no pudo
prever, por supuesto, que Einstein demostraría la identidad de la masa iner
te y la gravitatoria) y otra cantidad de cosas por el estilo. Que este método
filosófico asombrosamente poderoso haya sido tomado en serio, sólo pue
de explicarse parcialmente por el atraso de las ciencias naturales alemanas
en aquella época. Porque, la verdad sea dicha, en un principio no fue toma
do realmente en serio por los investigadores serios (por ejemplo, Schopen
hauer o J. F. Fries) y mucho menos por aquellos hombres de ciencia que, al
igual que Demócrito,' «hubieran preferido hallar una sola ley causal a ser
reyes de Persia». La obra de Hegel halló eco entre aquellos que prefieren la
rápida iniciación en los profundos secretos de este universo a los tecnicis
mos laboriosos de una ciencia que, después de todo, puede terminar por
desilusionarlos por su falta de poder para revelar todos los misterios. En
efecto, no tardaron en descubrir que nada podía aplicarse con tanta facili
dad a cualquier problema de cualquier naturaleza y, al mismo tiempo, con
244
tan impresionante aunque sólo aparente dificultad y con tal rapidez, segu
ridad y éxito, o con mayor baratura y menor trabajo y adiestramiento cien
tíficos y, a la vez, con un aire docto más espectacular, que la dialéctica de
Hegel, el misterioso método que reemplazó a la «estéril lógica formal». El
éxito de Hegel marcó el comienzo de la «edad de la deshonestidad" (como
llamó Schopenhauer' al período del idealismo alemán) y de la «edad de la
irresponsabilidad» (como caracteriza K. Heiden la edad del moderno tota
litarismo), primero de irresponsabilidad intelectual y más tarde como conse
cuencia de irresponsabilidad moral: el comienzo de una nueva edad con
trolada por la magia de las palabras altisonantes y el irresistible poder de la
Jengonza.
Para prevenir al lector, a fin de que no torne con demasiada seriedad el
palabrería altisonante y mistificador de IJegel, citaré aquí algunos de los
asombrosos detalles que descubrió este filósofo con respecto al sonido y,
especialmente, con respecto a las relaciones entre el sonido y el calor. He
procurado cuidadosamente traducir esta oscura charlatanería dc la Filosofía
de la Naturaleza' de Hegel con la mayor fidelidad posible. llc aquí lo que
dice: ,,§ 302. El sonido es el cambio en la condición especifica de segrega
ción de las partes materiales y en la negación de esta cond ición: (a11 sólo una
idealidad abstracta o ideal, por así decirlo, de esa especificación. Pero este
cambio, en consecuencia, es inmediatamente, en sí mismo, la l1l'gaci()\) de la
subsistencia específica material, que es, por lo tanto, la idealidad real de
la gravedad y cohesión especificas. es decir, el calor. 'El aumento de calor
de los cuerpos en resonancia, semejante al que experimentan los cuerpos
por el rozamiento, señala la aparición del calor que se origina, conceptual
mente, junto con el sonido». Hay todavía quienes creen en la sinceridad de
Hegel o quienes dudan si su secreta fuerza no residirá en la profundidad, en
la plenitud del pensamiento, más que en su ausencia total. Pues bien, yo les
aconsejaría a esas personas que leyesen cuidadosamente la última oración
--la única inteligible------ de esa cita, pues en ella Ile g el se ponc al descubier
to. En efecto, no puede significar, evidentemente, sino lo siguiente: "El au-
mento de calor de los cuerpos en resonancia..., es calor junto con sonido».
Puede plantearse la duda de si Hegel se engail() a sí mismo, hipnotizado por
su propia inspiración verborrágica o si se propuso audazmente engañar y
fascinar a los demás. Personalmente, me inclino por la segunda alternativa,
especialmente teniendo en cuenta lo que l[egel escribió en una ele sus car
tas." En ésta, fechada dos arios antes de la publicación de la Filosofía de la
Naturaleza,Hegel se refería a otra Filosojia de la Naturalera, escrita por su
gran amigo Schelling: <d-le estado demasiado ocupado... con la matemáti
ca... el cálculo diferencial, la química --se jacta Hegel en esta carta (pero es
un mero alarde)- para embarcarme en la lectura de esa patraña de la Filo
245
sofía de la Naturaleza, de ese filosofar sin conocimiento de los hechos... de
ese tratar las puras fantasías -estúpidas, incluso- como si fuesen ideas». Es
ésta una excelente caracterización del método de Schelling, es decir, de su
forma audaz de mistificar que luego copió el propio Hegel o, mejor dicho,
agravó, hasta extremos inconcebibles, cuando comprendió que dirigida a
un auditorio adecuado representaría el éxito seguro.
A pesar de todo esto, parece improbable que Hegel hubiera podido con
vertirse en la figura de mayor influencia de la filosofía alemana sin el res
paldo de la autoridad del Estado prusiano. En efecto, Hegel fue designado
primer filósofo oficial de Prusia en el período de la «restauración» feudal
que siguió a las guerras napoleónicas. Más tarde, el Estado apoyó también a
sus discípulos (entonces, como ahora, Alemania sólo tenía universidades
controladas por el Estado) y éstos, a su vez, se apoyaron entre sí. Y aunque
la mayoría de ellos renunció oficialmente al hegelianismo, los filósofos he
gelianos continuaron dominando la enseñanza de la filosofía y, de este
modo, indirectamente, incluso las escuelas secundarias de Alemania. (De las
universidades de habla alemana, las de la Austria católica permanecieron
ajenas a este movimiento, como islas en una inundación.) Habiéndose con
vertido, pues, en un tremendo éxito en el continente, el hegelianismo no
podía dejar de encontrar algún apoyo en Gran Bretaña por parte de aquellos
que, convencidos de que movimiento tan poderoso tenía que tener después
de todo, algo que decir, comenzaron a buscar lo que Stirling había llamado
«El secreto de Hegel». Se sentían atraídos, por supuesto, por el «idealismo
superior» de Hegel y por sus pretensiones a una moralidad «superior», al
tiempo que sentían ciertos temores de ser tachados de inmorales por el coro
de sus discípulos; en efecto, incluso los hegelianos más modestos sostenían"
que sus doctrinas eran «adquisiciones que debían ser rescatadas para siem
pre del asalto de las fuerzas eternamente hostiles a los valores espirituales y
morales». Algunos hombres realmente brillantes (pienso especialmente en
McTaggart) hicieron grandes esfuerzos dentro del pensamiento idealista
constructivo, muy por encima del nivel de 1Iegel, pero no lograron mucho
más, fuera de constituir otros tantos blancos para críticas igualmente bri
llantes. Puede afirmarse, finalmente, que fuera del continente europeo, es
pecialmente en los últimos veinte años, el interés de los filósofos por Hegel
ha ido disminuyendo gradualmente.
Pero siendo así, ¿para qué seguir preocupándonos por Hegel? La res
puesta es que la influencia de Hegel sigue siendo todavía poderosa, pese al
hecho de que los hombres de ciencia nunca lo tomaron en serio y a que (apar
te de los «evolucionistas>'? muchos filósofos ya han perdido todo interés por
él. La influencia de Hegel, y especialmente la de su jerigonza, es aún muy
considerable sobre la moral y la filosofía social, así como también sobre las
ciencias sociales y políticas (con la sola excepción de la economía). En par
ticular los filósofos de la historia, de la política y de la educación se hallan
todavía, en gran medida, bajo su influjo. Es en la política donde mejor se ad
vierte este fenómeno, pues tanto el ala marxista de extrema izquierda como
el centro conservador y la extrema derecha fascista basan sus filosofías po
líticas en el sistema de Hegel; el ala izquierda reemplaza a la guerra de las
naciones, incluida en el esquema historicista de Hegel, por la guerra de cla
ses, y la extrema derecha la reemplaza por la guerra de razas, pero ambas lo
siguen más o menos conscientemente. (El centro conservador es, por regla
general, menos consciente de su deuda para con Hegel.)
¿Cómo puede explicarse esta inmensa influencia? El fin que nos mueve
no es tanto explicar este fenómeno como combatirlo. N o obstante, tratare
mos de adelantar algunas posibles explicaciones. Por una u otra razón, los
filósofos han logrado retener para sí, aun en nuestros días, algo de la atmós
fera que rodea a los magos. La filosofía se considera algo extraño y abstru-
so que se ocupa de los mismos misterios que la religión, pero no de tal
modo que pueda ser «revelada ¡[ los niños» o al vulgo; la filosofía es reputada
demasiado profunda para eso, siendo de este modo una suerte de religión y
teología para los intelectuales, los eruditos y los sabios. El hegelianismo se
acomoda admirablemente bien a estos puntos de vista; es, exactamente, lo
que esta especie de superstición popular supone que sea la filosofía. El he
gelianismo lo sabe todo acerca de todo. No hay en él pregunta que no ten
ga pronta respuesta. Y, en realidad, ¿quién pod ría estar seguro de que la res
puesta no es cierta?
Pero no es ésta la principal razón de] éxito de Hegel. Quizá se corn
prenda mejor su influencia y la necesidad de combatirla si se considera rá
pidamente la situación histórica general.
El autoritarismo medieval comenzó a desmoronarse con el Rcnacimicn
too Pero en los países europeos continentales su contraparte política, el feu
dalismo medieval, no se vio seriamente amenazado antes de la Revolución
Francesa. (La Reforma no hahia hecho más qne Iortaleccrlo.) La lucha por
la sociedad abierta sólo se reanudó con las ideas de 1789, y las tuouarquias
feudales no tardaron en experimentar la gravedad de este nuevo peligro.
Cuando en 1815 el partido reaccionario comenzó a reasumir su poderío en
Prusia, se encontró lamentablemente apremiado por la necesidad de una
ideología. Hegel fue el escogido para satisfacer esta exigencia y lo hizo re
sucitando las ideas de los primeros grandes enemigos de la sociedad abierta,
a saber: Heráclito, Platón y Aristóteles. ExactaJ11~nte del mismo modo en
que la Revolución Francesa redescubrió las ideas eternas de la Gran Gene
ración y del cristianismo, vale decir, la libertad, la igualdad y la hermandad
de tocios los hombres, así Hegel redescubrió las ideas platónicas que yacen
246
247
detrás de la eterna rebelión contra la libertad y la razón. El hegelianismo
constituye el renacimiento del tribalismo. Puede apreciarse la significación
histórica de Hegel en el hecho de que éste representa el «eslabón perdido»,
por así decirlo, entre Platón y la forma moderna del totalitarismo. La ma
yoría de los totalitarios modernos no tienen la menor conciencia de qué ideas
se remontan hasta Platón. En su mayor parte, conocen su deuda con Hegel
y todos ellos han sido educados en la densa atmósfera hegeliana. Así, se les
ha enseñado a adorar al Estado, la historia y la nación. (Esta concepción de
Hegel presupone, por supuesto, el hecho de que interpretó las enseñanzas
de Platón de la misma manera que nosotros, es decir, como una expresión
totalitaria -para utilizar este rótulo moderno- y, de verdad, esto puede
demostrarse fácilmente con la crítica que hace de Platón en la Filosofía del
Derecho.)
Con el fin de proporcionar al lector una visión inmediata de la platoni
zante adoración hegeliana de! Estado, citaremos algunos pasajes antes de
iniciar e! análisis de su filosofía historicista. Estos pasajes demuestran que el
colectivismo radical de Hegel depende tanto de Platón como de Federico
Guillermo IlI, rey de Prusia durante el período crítico que comprendió y
sucedió a la Revolución Francesa. La teoría en ellos sustentada es la de que
el Estado es todo y e! individuo nada, ya que todo se lo dcbe al Estado: su
existencia física y su existencia espiritual. Tal, pues, el mensaje de Platón,
del prusianismo dc Federico Guillermo y de HegeL «Lo Universal ha de
hallarse en el Estado», manifiesta Hegel. R «El Estado es la Divina Idea tal
como existe sobre la Tierra... Por consiguiente, debernos adorar al Estado
en su carácter de manifcstación de la Divinidad sobre la Tierra y considerar
que, si es difícil comprender la naturaleza, es infinitamente más arduo cap
tar la Esencia del Estado ... El Estado cs la marcha de Dios a través dcl mun
do ... El Estado dcbc ser comprendido como un organismo ... La conciencia
y e! pensamiento son atributos esenciales del Estado completo. El Estado
sabe lo que quiere... El Estado es real, y la verdadera realidad es necesaria.
Lo que es real es eternamente necesario El Estado ... existe por y para sí
mismo... El Estado es lo quc existe realmente, es la vida moral materializa
da ...9 Esta selección de pensamientos bastará para mostrar el platonismo de
Hegel y su insistencia en la autoridad moral absoluta del Estado, que ril',e
toda moralidad personal y toda conciencia. Se trata, por supuesto, de un
platonismo altisonante e histérico, pero esto sólo hace más obvio la vincu
lación de! platonismo con el totalitarismo moderno..
Cabría preguntarse si, dada esta inmensa influencia ejercida sobre la his
toria, Hegel no habrá sido un verdadero genio. No creemos que esta cues
tión sea de real importancia, puesto que sólo obedece a nuestros prejuicios
románticos el que pensemos siempre en función de lo «gcnia!»; y fuera de
esto, no creemos que el éxito demuestre cosa alguna o que la historia sea
nuestro juez; estos dogmas forman parte, más bien, del hegelianismo. Pero
en cuanto a Hegel se refiere, no creemos siquiera que tuviera talento. En
efecto, Hegel es un autor indigerible, tanto, que aun sus más ardientes apo
logistas deben admitir'? que su estilo es «incuestionablemente escandalo
so». y en cuanto al contenido de su obra, por Jo único que se destaca es por
su sobresaliente falta de originalidad. No hay nada en la obra de Hege! que
no haya sido dicho antes y mejor. Nada bay en su método apologético que no
Iiaya sido tomado de sus antecesores.' I La tarea ele Hegel consistió en dedi
car estos pensamientos y métodos prestados, con un criterio unitario si bien
carente del menor brillo, a un solo objetivo: luchar contra la sociedad abier
ta y servir, de este modo, a su superior Federico Guillermo dc Prusia. Lo
confuso de Hegel y su desapego a la razón son, en parte, necesarios para al
canzar este fin y, en parte, manifestaciones accidentales, aunque bien natu
rales, de su estado de espíritu. Y la verdad es que no valdría la pena relatar
la historia del caso Hegel si no fuera por sus siniestras consecuencias, 10 cual
demuestra con cuánta facilidad puede convertirse un payaso en «realizador
de la historia». I,a tragicoll1ed ia del surgimiento del "idealismo alemán»,
pese a los horrendos crímenes a que condujo, se parece ID<lS que nada a una
ópera cómica, y estos comienzos pueden contribuir a explicar por qué al
gunas veces es tan difícil decidir si sus héroe» posteriores se han escapado de
al~una escena de las grandiusas óperas tcutóuicas de Wagncr o de una farsa
de Olfcnhach.
Nuestra .ifirrn.icióu de que la filosufía de Hegel [uc inspirada por moti
vos ajenos a la inquietud filosóFica propiamente dicha, es decir, por su inte
rés en la restauración del gobierno prusiano de Federico Guillermo 111 y de
que, por lo tanto, no puede ser considerada seriamente, no es nueva, Esta
historia la conocen muy bien tudos aquellos que se hallaban al tamo de la
situación política y ha sido relatada con todas sus letras por los pocos quc
se sentían entonces lo bastante indcpcndicnn-c para hacerlo. El mejor tes
tigo fuc Schopenb,llIer, idealista platónico él mismo y conservador, si no
rcaccionnrio,':' pero hombre de suprema integridad al que le preocupaba la
verdad ante todo. Su competencia como juez en asuntos filosóficos no pue
de ponerse en tela de juicio. Por lo menos, hubiera sido difícil encontrar en
su tiempo quien lo superase. Scliopcnhaucr, que tuvo el placer de conocer a
Hegel personalmente y que sugiriól\ el uso de las palabras de Shakcspcarc
-«esa charla de locos que sólo viene de la lengua y no del cerebro»- para
definir la filosofía de Hegel, trazó el siguiente cuadro, excelente en verdad,
del maestro: «Hegel, impuesto desde arriba por el poder circunstancial con
carácter de Gran Filósofo oficial, era un charlatán de estrechas miras, insí
pido, nauseabundo e ignorante, que alcanzó el pináculo de la audacia gara
248
249
bateando e inventando las mistificaciones más absurdas. Toda esta tontería
ha sido calificada ruidosamente de sabiduría inmortal por los secuaces mer
cenarios, y gustosamente aceptada como tal por todos los necios, que unie
ron así sus voces en un perfecto coro laudatorio como nunca antes se había
escuchado. El extenso campo de influencia espiritual con que Hegel fue do
tado por aquellos que se hallaban en el poder, le permitió llevar a cabo la co
rrupción intelectual de toda una generación». Y en otro lugar, Schopen
hauer describe el juego político del hegelianismo del modo siguiente: «La
filosofía, jerarquizada nuevamente por Kant... no tardó en convertirse en
una herramienta al servicio de toda clase de intereses: por arriba, los intere
ses estatales, y por debajo, los intereses personales... Las fuerzas impulsoras
de este movimiento no son, en oposición a todos estos aires y afirmaciones
solemnes, ideales, sino que vienen a llenar fines perfectamente concretos,
esto es, personales, oficiales, clericales, políticos, ctc.; en suma: toda suerte
de intereses materiales ... Los intereses partidarios agitan,' vehementemente
las plumas de innumerables amantes puros de la sahiduria... Por cierto que
es la verdad lo que menos les preocupa... La filosofía es desvirtuada por par
te del Estado, porque se la utiliza como herramienta, y por la otra, porque se
la emplea para obtener provecho... ¿Quién puede creer realmente que de este
modo salga alguna vez a la luz la verdad, aunque no sea m.is que COlDO sub
producto? ... Los gobiernos convierten la ¡l/oso/la en un medio r-r« seruir los
intereses estatales y las penonas hacen de ella una mercancía ...», La opinión
de Schopenhauer de que la condición de Hegel no era otra que la de agente
al servicio del gobierno prusiano, se halla corroborada por Schwcglcr, discí
pulo y admirador de Hegel." He aquí lo que de éste dice Schwegler: «La ple
nitud de su fama y actividad sólo data, sin cmbargo, de su visita a Berlín en
1818. Allí se desarrolló, en torno a él, una escuela nutrida, amplia yen ex
tremo activa; fue allí, también, donde adquirió, a raíz de sus vinculaciones
con la burocracia prusiana, cierta influencia política para sí y para el reco
nocimiento de su sistema como filosofía oficial del país, aunque no siempre
para beneficio de la libertad interior de su sistema o de su valor mora". El
editor de Schwegler, lB. Stirling," el primer apóstol británico del hegelia
nismo, defiende a Hegel, por supuesto, del ataque de Scbwcglcr, advinien
do a sus lectores que no deben tomar demasiado al pie de la letra «la ligera
insinuación de Schwcgler, contra... la filosofía de Hegel como filosofía es
tatal». Pero algunas páginas después, Stirling confirma, sin proponérselo,
la interpretación de Schwegler de los hechos, así como también la opinión
de que el propio Hegel era consciente de la función política partidista y
apologética de su filosofía. (La prueba suministrada" por Stirling demues
tra que Hegel se refirió de forma más bien cínica a esta función de su filo
sofía.) Y un poco más tarde, Stirling descubre sin advertirlo, el «secreto de
Hegel» cuando pasa a tratar las siguientes revelaciones, poéticas y proféti
cas a la vez, 17 con referencia al ataque relámpago de Prusia contra Austria en
1866, un año antes de que escribiese: «¿No es a Hegel, acaso, y especial
mente a su filosofía de la ética y la política, a quien Prusia debe esa podero
sa vitalidad y organización que se halla actualmente en rápida vía de desa
rrollo? ¿No es el formidable Hegel, en verdad, el centro de esa organización
que, tras secreta maduración en un cerebro invisible golpea como el rayo,
como la mano armada con el mazo? Pero en cuanto al valor de esta organi
zación, se hará más palpable si decimos que, en tanto que en la Inglaterra
constitucional los tenedores de acciones privilegiadas y obligaciones se
arruinan por la prevaleciente inmoralidad comercial, los accionistas corrien
tes de los ferrocarriles prusianos gozan de un porcentaje seguro delS,33 'X,.
Por cierto que esto es testimonio sumamente elocuente ele la influencia de
Hegel».
«Los rasgos fundamentales de I lcgcl deben ser evidentes ahora, creo yo,
para todos los lectores. Es mucho lo que ha ganado con Hczcl.¿», continúa
diciendo Stirling en su panegírico. Nosotros r.unhién esperarnos que los
rasgos ele Hegel sean ahora evidentes y confiamos en que lo que Stirling ha
bía ganado no haya sufrido demasiado por la amenaza de la inmoralidad
comercial prevaleciente en la Inglaterra constitucional y no hegeliana.
(¿()uién podría resistirse, a estas alturas, a mencionar el hecho de que
los filósofos marxistas, siempre listos a acusar a las teorías del adversario de
hallarse afectadas por los intereses de clase de sus autores, omiten habitual
mente aplicar este método a Hegel? En lugar ele denunciarlo como apolo
gista del absolutismo prusiano, se lamentan" de que las obras del creador de
la dialéctica y, en particular, sus obras acerca de la lógica, no sean más leídas
en Inglaterra, a diferencia de Rusia donde los méritos dc la filosoFía hege
liana en general y los dc su lógica en particular, han sido reconocidos ofi
cial mcntc.)
Volviendo al problema de los motivos políticos de Hegcl, diremos que
existen razones m.is qne suficientes, al parecer, para sospechar que su filoso
fía sufrió la influencia de los intereses del gobierno prusiano a cuyo servicio
se encontraba. Pero bajo el absolutismo de lcdcrico Guillermo U 1, esta in
fluencia suponía mucho más de lo que Schopcnhauer o Schwcgler podían
adivinar, pues sólo en las últimas décadas fueron dados a luz los documen
tos que prueban la deliberación y consecuencia con que este rey insistió en
la más completa subordinación de todo conocimiento a los intereses del Es
tado. «Las ciencias abstractas --se lee en su programa cducacional-i-" que
sólo tocan el mundo académico y sirven nada más que para iluminar a este
grupo, carecen de valor, por supuesto, para el bienestar del Estado, y así, si
bien sería necio restringirlas por completo, es altamente saludable mante
250
251
Comenzaremos el análisis de la filosofía de Hegel con una comparación
general entre el historicismo de Hegel y el de Platón.
Platón creía que las Ideas o esencias existen con anterioridad a los ob
jetos sujetos al flujo, y que la tendencia de toda evolución constituye un
alejamiento de la perfección de las Ideas y, por lo tanto, un descenso, un mo
vimiento hacia la decadencia. En la historia de los Estados, especialmente,
no es sino el relato de la degeneración, degeneración que obedece, en última
instancia, a la degeneración racial de la clase gobernante. (Debemos recordar
aquí la estrecha relación entre los conceptos platónicos de «raza», «alma»,
«naturaleza» y «esenciav.r" Hegel cree, con Aristóteles, que las Ideas o
esencias se encuentran en los objetos sujetos al flujo o, dicho con mayor
precisión (si es que se puede tratar a Hegel con precisión), Hegel enseña que
son idénticas a los objetos sujetos al flujo: «Todo objeto real es una Idea»,
nos declara. u Pero esto no significa que se cierre el abismo abierto por Pla-
tón entre la esencia de un objeto y su apariencia sensible; en efecto, Hegel
expresa que: «Cualquier mención de la Esencia indica, de suyo, que la dis
tinguimos del ser (del objeto) ...; considerarnos a este último, en compara-
ción con la Esencia, algo así como una mera apariencia o semejanza... He
mos dicho que toda cosa tiene una esencia, vale decir que las cosas no son lo
que parecen ser inmediatamente». También, al igual que Platón y Aristóte
les, Hegel concibe las esencias, por lo menos las de los organismos (y por
consiguiente, también las de los Estados), COIlJO almas o «Espíritus».
Pero para Hegel, a diferencia de Platón, la tendencia de la evolución del
mundo sujeto a flujo no es descendiente, no se aleja de la Idea, en continua
decadencia, se dirige, más bien, tal como lo enseñaran Espeucipo y Aristó
teles, hacia la Idea, hacia el progreso. Si bien declara,2J con Platón, que «1.1
cosa perecedera tiene su base en la Esencia, y se origina en cll:;» l-Jcp;el in
siste, esta vez en oposición a Platón, en que incluso las esencias evolucio
nan. En el universo dcH egel, C0l110 en el de 1Icráclito, lodo se halla sujeto
al flujo, y las esencias, introducidas en un principio por Platón a fin de con
tar con algo estable, no se hallan libres de éste. Pero ---téngase bien prcscn
tc->- este flujo no es decadencia: el historicismo de 1:Iegel es optimista. Sus
esencias y Espíritus son capaces, al igual que las almas de Platón, de mover
se, desarrollarse y crearse por sí solas. Y se autopropulsan en la dirección de
la «causa final» aristotélica o, como dice Hegel," hacia la «automatcrialixan
t.e causa final, automarcrializada en sí misma». Esta causa final u objetivo de
la evolución de las esencias es lo que Hegel denomina «Idea absoluta» o,
simplemente, «la Idea». (ESLl Idea es, según nos dice Hegel, bastante corn
p1cja; en efecto, es, por sí sola, lo Hermoso, el Conocimiento y la Actividad
Práctica, la Comprensión, el Bien Superior y el Universo Científicamente
Contemplado. Pero en realidad, no tenemos por qué preocuparnos por di
ficultades secundarias como éstas.) Podría decidirse que el mundo hegelia
no del flujo se halla en un estado de «evolución creadora» o «emergente»;"
252
253
nerlas dentro de los límites adecuados> La visita de Hegel a Berlín, en 1818,
tuvo lugar durante la pleamar de la reacción, durante el período iniciado
con la purga que efectuó el rey, en su gobierno, de los reformadores y libe
rales nacionales que tanto habían contribuido a su éxito en «[a guerra de li
beración». En vista de este hecho, cabe preguntarse si la designación de He
gel no habrá sido una maniobra para «mantener a la filosofía dentro de los
límites adecuados», de tal modo que se conservase sana y pudiese servir «al
bienestar del Estado», es decir, el de Federico Guillermo y su gobierno ab
soluto. Se impone la misma pregunta cuando leemos lo que expresa de He
gel un gran admirador suYO:20 «y siguió siendo en Berlín, hasta su muerte
acaecida en 1831, el dictador reconocido de una de las escuelas filosóficas
más poderosas que haya visto la historia del pensamiento universal». (A mi
juicio, convendría reemplazar la palabra «pensamiento», por la expresión
«falta de pensamiento», pues no se nos ocurre qué es lo que pueda tener que
ver un dictador con la historia del pensamiento, aun cuando sea un dictador
de la filosofía. Pero por lo demás, este revelador pasaje sólo es demasiado
cierto. Por ejemplo, los esfuerzos armoniosamente concertados de esta in
fluyente escuela lograron, mediante la conspiración del silencio, mantener
oculto al mundo durante cuarenta años el hecho mismo de la existencia de
Schopenhauer.) Vemos, pues, que Hegel debe haber tenido realmente la fa
cultad de «mantener a la filosofía dentro de sus límites adecuados», de
modo que nuestra pregunta parece justificarse plenamente.
En lo que sigue trataremos de demostrar que toda la filosofía de Hegel
puede ser interpretada como una respuesta enfática a ese interrogante; res
puesta, claro está, afirmativa. Y trataremos también de mostrar cuán claro
se torna el hegelianismo si se lo interpreta de este modo, vale decir, como
apología del prusianisrno. Nuestro análisis se dividirá en tres partes, que se
tratarán en las secciones IJ, Ill y IV de este capítulo. La sección JI está de
dicada al historicisrno y al positivismo moral de Hegel, como así también al
fondo teórico más bien abstruso de estas doctrinas, a su método dialéctico
ya su llamada filosofía de la identidad. La sección l II habla del surgimien
to del nacionalismo. En la sección IV diremos algunas palabras con respecto
a la relación de Hegel con Burke. Y en la sección V nos ocuparemos, final
mente, del grado de dependencia que guarda el totalitarismo moderno con
las teorías de Hegel.
11
"·"':¡lrlili!llmlTIl!!ffi!flffmmmmllll""I!
cada una de esas etapas contiene a las anteriores, en las cuales se origina,
y cada nueva etapa sobrepasa todas las precedentes, acercándose cada vez
más a la perfección. De este modo, la ley general de la evolución es una ley
de progreso, pero, como veremos más adelante, no de un progreso simple y
directo, sino «dialéctico».
Como ya hemos demostrado con diversas citas, el Hegel colectivista
-al igual que Platón- concibe el Estado como un organismo y, siguiendo
los pasos de Rousseau, que lo había dotado de una «voluntad general» co
lectiva, Hegellc suministra una esencia consciente y pensante, su «razón» o
«Espíritu». Este Espíritu cuya «esencia misma es la actividad» (lo que mues
tra su dependencia de Rousseau), es, al propio tiempo, el colectivo Espíritu
de la Nación, que constituye el Estado.
Para un esencialista, el conocimiento o comprensión del Estado debe
significar, evidentemente, conocimiento de su esencia (l espíritu. Y, como
vimos'" en el capítulo anterior, podemos conocer la esencia y sus «faculta
des latentes» sólo a través de su historia «concreta». Llegamos así a la posi
ción fundamental del método historicista, a saber, la de que el método para
adquirir el conocimiento de instituciones sociales tales como el Estado, debe
consistir en el estudio de su historia (l la historia de su «Espíritu». Y tam
bién se siguen de aquí las otras dos consecuencias historicistas consideradas
en el capítulo anterior. El Espíritu de la nación determina su oculto destino
histórico, y toda nación que desee «emerger a la existencia» debe afirmar su
individualidad o alma saliendo a la «Escena de la historia», es decir, luchan
do con las demás naciones; y el objeto de esta lucha es la dominación del
mundo. Se desprende de esto que Hegel, al igual que Heráclito, cree que la
guerra esla madre y reina de todas las cosas. y, también al igual que Herá
clito, considera que la guerra es justa: «La Historia del Mundo es el tribunal
de justicia del Mundo", nos manifiesta Hegel. Y nuevamente como Hcrá
clito, generaliza esta teoría, extendiéndola al mundo de la naturaleza, inter
pretando los contrastes y diferencias de los objetos, la polaridad de los
opuestos, como una especie de guerra, como una suerte de [ucrza propul
sora de la evolución natural. Y también al igual que Heráclito, Hegel cree en
la unidad e identidad de los opuestos; en realidad, la unidad de los opuestos
desempeña un papel tan importante en la evolución, en el progreso «dialéc
tico», que podemos considerar a estas dos ideas heraclitcanas, la guerra de
los opuestos y su unidad o identidad, como las ideas primordiales de la dia
léctica de Hegel.
Hasta aquí, esta filosofía se nos presenta como un historicisrno bastante
decente y honesto, si bien carente, quizá, de originalidad;" y no parece ha
ber ninguna razón para calificarla, con Schopenhauer, de charlatanería.
Pero esta apariencia eomienza a transformarse si volvemos la vista hacia el
análisis de la dialéctica de Hegel. En efecto, éste defiende su método po
niéndose en guardia contra Kant, quien, en su ataque a la metafísica (de
cuya violencia da muestra la frase que sirve de epígrafe a nuestra «Intro
ducción), había tratado de demostrar que todas las especulaciones de este
tipo eran insostenibles. Hegel nunca intentó refutar a Kant; en lugar de eso,
prefirió inclinarse y tratar de convertir la concepción de Kant en su opues
to. Tal fue la forma, pues, en que «la dialéctica» de Kant, el ataque a la me
tafisica, se convirtió en la «dialéctica» de Hegel, la principal herramienta de
la metafísica.
Kant, en su Crítica de la razón pura afirmó, bajo la influencia de Hume,
que la especulación o la razón pura, siempre que se aventura dentro de una
esfera en que IlO puede ser verificada por la experiencia, suele caer en con
tradicciones o «antinomias», produciendo aquello que calificó, de forma
nada ambigua, de «meras fantasías», «sinscntidos», «ilusiones», «dogrnatis
mos estériles» y «pretensiones superficiales de conocerlo todO».2H Así trató
de demostrar que a toda aseveración o tesis metafísica concerniente, por
ejemplo, al comienzo del universo en el tiempo o a la existencia de Dios,
puede contraponerse una afinnación contraria o antitcsis, pudiendo ambos
proceder de los mismos supuestos y ser probados con igual grado de «evi
dencia». En otras palabras, cuando abandona el campo de la experiencia,
nuestra especulación no puede aspirar al nivel científico, puesto que para
todo argumento debe haber un conrraaraumcnto igualmente válido. El pro
pósito de Kant era el de detener de una vez para siempre la «malhadada fe-
cundidad" de los dilctantt¡ de la metafísica, Pero dcsur.iciadamcntc
el clcc
d
to fue bien distinto, Lo que Kant logró detener Iuc, tan sólo, la intención de
estos dilciaru ti de usar argu montos racionales; lo ún ico que abandonaron
fue el propósito de enseñar, pero no el de subyugar al público (como dice
Scliopcuhaucr)." Kant mismo tiene, sin duda, buena parle de culpa por este
desenlace, pues el oscuro estilo de su obra (que escribió con extrema pre
mura, aunque sólo después de haberla Inedil.ado largos arios) contribuyó
considerablemente a rebajar aún m.is el ya bajo nivc] de cl.uid.«] de los es
critos teóricos alemanes. 10
Ninguno de los scuclomctafísicos que sucedieron a Kant hizo tentativa
alguna de refutarlo, 11 y I-.legel, en particular, llegó a tener la audacia incluso
de ensalzar a Kant por «haber revivido el nombre de la dialéctica, a la que
deooloio su puesto de honor». Hegel enseñó que Kant tenía plena razón al
señalar las antinomias, pero que erraba al preocuparse por ellas. Según He
gel, es atributo natural de la razón el que se contradiga a sí misma, y no es
por debilidad de nuestras facultades humanas sino por la esencia misma de
toda racionalidad que debe operar con contradicciones y antinomias; en
efecto, es ésta, precisamente, la forma en que se desarrolla la razón. Hegel
254
255
afirmó que Kant había analizado la razón como si se tratase de algo estáti
co, olvidando que la humanidad se desarrolla y, con ella, nuestro patrimo
nio social. Pero aquello que nos complace llamar nuestra propia razón no es
sino el producto de este patrimonio social, del desarrollo histórico del gru
po social en que vivimos, esto es, la nación. Ese desarrollo tiene lugar dia
lécticamente, vale decir, con un ritmo de tres tiempos. En primer lugar, se
sustenta una tesis; ésta producirá una crítica, y sus adversarios, al afirmar su
opuesto, darán forma a la antítesis; por fin, del conflicto de estas dos con
cepciones surge la síntesis, es decir, una especie de unidad de los opuestos,
una especie de avenencia o conciliación alcanzada sobre un plano más ele
vado. La síntesis absorbe, por así decirlo, las dos posiciones opuestas origi
nales, superándolas; las reduce a la categoría de componentes de una terce
ra entidad, negándolas, así, al tiempo que las eleva y preserva. Y una vez
lograda la síntesis, puede repetirse todo el proceso nuevamente, en un pla
no superior al alcanzado primero. He ahí pues, sucintamente, el ritmo de
tres tiempos del progreso que Hegel llamó la «tríada» dialéctica.
Estamos perfectamente dispuestos a admitir que no es ésta una mala
descripción de la forma en que suele desarrollarse a veces el examen crítico
y, por consiguiente, también el pensamiento científico. En efecto, toda crí
tica consiste en señalar algunas contradicciones o discrepancias, y el pro
greso científico, en gran medida, en la eliminación de las contradicciones
allí donde las encuentra. Esto significa, sin embargo, que la ciencia opera
sobre la base del supuesto de que las contradicciones no son permisibles ni
inevitables, de tal modo que el descubrimiento de una contradicción obliga
al hombre de ciencia a realizar todos los esfuerzos posibles para eliminarla
y, en realidad, toda vez que se admite la presencia de una contradicción, se
derrumba el rigor cicntifico." Pero Hegel extrae una lección muy distinta
de su tríada dialéctica. Puesto que las contradicciones son el medio a través
del cual avanza la ciencia, concluye éste que las contradicciones no sólo son
permisibles e inevitables, sino también altamente deseables. Sin embargo,
esta doctrina hegeliana debe destruir todo raciocinio y todo progreso, pues
si las contradicciones son inevitables y deseables, no habrá ni ngllna necesi
dad de eliminarlas, de modo que todo progreso habrá llegado a su fin.
Pero esta teoría es precisamente uno de los dogmas capitales del hege
lianismo. La intención de Hegel es operar libremente con todas las contra
dicciones. «Todas las cosas son contradictorias en sí mismas», insiste," para
defender una posición que significa el fin, no ya de toda ciencia, sino inclu
so de todo argumento racional. Y la razón por la que tanto desea dejar lu
gar a las contradicciones es su intención de detener la argumentación racio
nal y, con ella, el progreso científico e intelectual. Al tornar imposible el
raciocinio y la crítica, Hegel procura poner a su propia filosofía a salvo de
256
toda objeción, de tal que pueda ser impuesta como un dogmatismo invul
nerable, a resguardo de todo ataque y a manera de cúspide insuperable de
todo desarrollo filosófico. (Encontramos aquí el primer ejemplo de un típi
co viraje dialéctico; en efecto, la idea del progreso, altamente popularizada
en un período que va a desembocar en Darwin, pero poco adecuada a los in
tereses conservadores, es virada a su opuesto, esto es, la del desarrollo que
ha alcanzado ya su meta: la evolución dctenida.)
y basta por ahora de la tríada dialéctica de Hegel, uno de los dos pilares
sobre -los que se asienta su filosofía. La significación de la doctrina podrá
apreciarse mejor cuando pasemos a considerar su aplicación.
El otro de los dos pilares fundamentales del hegelismo es la llamadajz-
losojia de la identidad, que es, a su vez, una aplicación de la dialéctica. No
es mi intención hacerle perder tiempo al lector tratando de encontrarle
sentido, especialmente cuando ya he tratado de hacerlo en otro sitio;" en
su contenido esencial, la filosofía de la identidad no es sino un desvergon
zado equívoco y, para usar las propias palabras de Ilegel, s610 consiste en
«fantasías, incluso estúpidas». Es una especie de laberi nto donde han sido
atrapadas las sombras yecos de filosofías prctórit as. I lcr.iclito, Platón y
Aristóteles, así como también Rousseau y Kant y donde celebran ahora
una especie de aquelarre de brujas, procurando dcsut.ulamcntc confundir
y engañar al espectador ingenuo. La idea rectora y, al mismo tiempo, el es
labón entre la dialéctica de I-legel y su filosofía de la identidad es la doctri
na de Heráclito de la unidad d e los opuestos. «La senda que lIcva hacia
arriba y la que lleva hacia abajo son iclcnucus», había dicho 1 lcr.iclito, y
Hegel no hace sino repetir esto cuando declara: «El camino del oeste y el
del este es el mismo». Esta teoría hcraclitcana de la identidad de los opues
tos es aplicada a una serie de reminiscencias de los viejos sistemas Iilosó
ficos que quedan, de este modo, «reducidos a componentes» del propio
sistema de 1legel. Esencia e Idea, singularidad y pluralidad, sustancia y ac
cidente, forma y contenido, sujeto y objeto, ser y devenir, todo y nad.i,
cambio y reposo, actualidad y potencia, apariencia y realidad, m.ucri.. y
espíritu, y, en fin, todos aquellos fantasmas del pasado parecen merodear
el cerebro del Gran Dictador, mientras éste ejecuta la danza con su globo,
con sus problemas inflados y ficticios referentes a Dios y al universo. Sin
embargo, su locura no carece de método, incluso de método prusiano. En
efecto, detrás de la aparente confusión asoman los intereses de la monar
quía absoluta de Federico Guillermo. La filosofía de la identidad cumple
la función de justificar el orden existente. Su resultado principal es un po
sitivismo ético y jurídico, la doctrina de que lo que es, es bueno, puesto que
no puede haber normas sino normas existentes; es la teoría de que la fuer
za es derecho.
257
¿Cómo se llega a tal doctrina? Simplemente, a través de una serie de
equívocos. Platón, cuyas Formas o Ideas, según hemos visto, son completa
mente diferentes de las «ideas de nuestra mente», había dicho que sólo las
Ideas eran reales y que las cosas perecederas eran irreales. Hegel extrae de
esa doctrina la ecuación I dcal = Real. Kant hablaba, en su dialéctica, de las
«Ideas de la Razón pura», utilizando el término «Ideas» con el sentido de
«ideas de nuestra mente». Y de aquí, Hegel extrae la doctrina de que las Ideas
son algo mental o espiritual o racional susceptible de ser expresado median
te la ecuación Idca = Razón. Combinando estas dos ecuaciones o, mejor di
cho, equivocaciones, se obtiene Real = Razón, lo cual le permite a Hegel
sostener que todo lo razonable debe ser real y que todo lo real debe ser ra
zonable y que la evolución de la realidad es la misma que la de la razón. Y
puesto que no puede haber patrón más elevado en la existencia que el desa
rrollo último de la Razón y de la Idea, todo aquello que es real o concreto
en la actualidad existe por necesidad, y elebe ser, a la vez, ruzonablc y bue
no. 35 y como veremos en se¡;uida, el Estado prusiano de existencia concre
ta es particularmente bueno.
He aquí, pues, la filosofía de' la identidad. Aparre del positivismo ético,
también sale a luz una teoría de la verdad a manera de subproducto (para
emplear las palabras de Schopenhauer), que es, por 10 demás, sumamente
conveniente. Según acabamos de ver, todo lo razonable es real. Esto sip;ni
fica, por supuesto, que todo lo razonable debe conformarse a la realidad y
ser, por consiguiente, cierto. La verdad se desarrolla del mismo modo q ue
la razón y todo aquello que atrae a la razón en su último grado de desarro
llo, también debe ser verdadero para ese grado. En otras palabras, todo aque
llo que parece cierto a aquellos cuya razón se halla plenamente desarrollada,
debe ser verdad. La sola evidencia es lo mismo que la verdad. Con tal de que
uno esté bien desarrollado, todo lo que necesita es creer en una doctrina;
esto solo basta, por definición, para hacerla cierta. De este modo, la oposi
ción entre lo que Hegel denomina do Subjetivo», es decir, la creencia, y «lo
Objetivo» esto es la verdad, se convierte en una identidad, y esta unidad de
los opuestos explica, asimismo, el conocimiento científico. «La Idea es la
unión de lo Subjetivo y Objetivo... La ciencia presupone que la separación
entre ella y la Verdad ya ha sido salvacla.»"
Pero dejemos por ahora la filosofía de la identidad de Hegel, el segundo
pilar de la sabiduría donde se asienta su historicismo. Con su examen, fina
liza la tarea algo causadora de analizar las teorías más alisrractas de Hegel.
En lo que resta del capítulo nos circunscribiremos a las aplicaciones políti
cas prácticas realizadas por Hegel sobre la base de estas teorías abstractas. Y
estas aplicaciones prácticas terminarán de mostrarnos, con toda claridad, la
finalidad apologética de toda su obra.
I .a dialéctica de Hegel, afirmamos, obedece en gran medida a la inten
ción de pervertir las ideas de 1789. Hegel tenía plena conciencia del hecho
de que el método dialéctico podía ser utilizado para transformar a una idea
en su opuesto. «La Dialéctica -declara-37 no es ninguna novedad en la fi
losofía. Sócrates... solía fingir el deseo de alcanzar un conocimiento más
preciso acerca del tema discutido y, después de formular toda clase de pre
guntas con esa finalidad, llevaba a aquellos con quienes conversaba exac
tamente a la conclusión opuesta de la que les había parecido correcta a
primera vista.» Como descripción de las intenciones de Sócrates, esta afir
mación de Hegel no es quizá del todo justa (si se tiene en cuenta que el prin
cipal objetivo de Sócrates era alcanzar una seguridad absoluta más que con
vertir a la ¡.;entc a la creencia opuesta de lo que pensaban en un primer
momento); pero como declaración de las propias intenciones de Hegel es
excelente, aun cuando en la pr.ictica el método de l Icgcl resulte más emba
razoso de 10 quc podda suponerse por su programa.
Como primer ejemplo de este uso de la dialéctica, escogeremos el pro
blema de la libertad tL« pcns.tmicnto, de la independencia de la ciencia y de
las normas de la verdad objctiv.i, tal corno lo trata 11cp;c! en su Filoso/la del
Derecho (§270). Ilegel comienza su tr"lujo con lo que sólo podría ser inter
pretado como tina exigencia de la libertad dc pens;m,iento y de su corres
pondicm c protección por parte del Estado: «El EstadD -expresa- tiene...
al pensamiento por principio esencial, De este modo, la liberL,d de pensa
miento y la ciencia solo pueden originarse en el Estado; fue la Ip;iesia quien
quemó a Giordano I$runo y obligó a GalileD a rctract.usc La ciencia, por
10 tanto, debe buscar la protección del Fstado, puesto que la finalidad de
la ciencia es el conocimiento de la verdad objetiva». Tras este promisorio
comicnv.o que debe tomarse como una expresión dc In que a «primera vista»
parece cierto a sus adversarios, I lcgel procede a llcv.ulos «a la conclusión
opuesta de la que les bahía pan'cido correcta a primera vista", cubriendo
este carnhio de frente mediante otro simul.icro de ataque ;1 l.i Iglesia: "}'ero
claro cstá que este couocimicnto no siempre se conforma a los patrones de
la ciencia, pudiendo degenerar en mera opinión ...; y para estas opiniones...
ella (1.1 ciencia) puede llegar a reclamar los mismos pretenciosos derechDs
que la Iglesia, a saber, el de la libertad en sus afirmaciones y convicciones».
De este modo, se califica de «pretenciosos>' 1.1 exigencia de libertad de pen
samicnto y el derecho de la ciencia de jU/.¡.;ar por sí misma; pero ¿:ste es tan
sólo el primer paso en el viraje de Hegel. Se nos dice en seguida que frente
a las opiniones subversivas, "el Estado debe proteger la verdad objetiva"; lo
cual plantea la cuestión fundamental: ¿Quién ha de juzgar qué no es la ver
dad objetiva? He aquí la respuesta de Hegel: «El Estado debe decidir. .. por
regla general, cuál ha de ser considerada la verdad objetiva», Ante semejan
258
259
'i¡illllllllW\i'lIíllí!llfillilllt!ltilllillHlIl""1t1
sus opuestos.
Veamos primero el viraje de la igualdad a la lksigualdad: « La afirmación
de que los ciudadanos son iguales ante la ley -admite Hegel_Y! contiene
una gran verdad. Pero expresada de esta manera, sólo es una tautología,
pues no hace sino afirmar, en general, la existencia de una situación legal,
del imperio de las leyes. Pero si hemos de ser más concretos, los ciudada
nos ... son iguales ante la ley sólo en los puntos en que también son iguales
[uera de la ley. Sólo la igualdad que poseen en bienes, edad... etc., puede me
recer igual tratamiento ante la ley... Las propias leyes ... presuponen condi
ciones desiguales ... Debe reconocerse que es precisamente el gran desarro
llo y madurez de la forma en los Estados modernos lo que produce la
suprema desigualdad concreta de los individuos en la actualidad».
En esta reseña del viraje que da Hegel a la «gran verdad» del igualitaris
mo, convirtiéndola en su opuesto, hemos abreviado fundamentalmente su
razonamiento y debemos advertir al lector que nos veremos obligados a se
guir haciendo lo mismo en todo el capítulo, pues sólo de este modo es po
sible exponer de forma legible su verborragia y la maraña de sus pensa
mientos (que, a no dudarlo, es patológica)."
Pasemos a considerar ahora la libertad. «En lo que se refiere a la libertad
-declara Hegel-- en épocas anteriores se denominaban "libertades" los
derechos legalmente definidos como, por ejemplo, el derecho privado o pú
bLico de una ciudad, etc. En realidad, toda ley auténtica constituye una li
bertad, pues contiene un principio razonable...; lo cual significa, en otras
palabras, q ue entraña una libertad... » Pues bien, este argumento que trata de
demostrar que <da libertad» es lo mismo que «una libertad» y, por consi
guiente, lo mismo que "la ley», de donde se deduce que cuantas más leyes
haya, mayor será la libertad, no es, evidentemente, sino una engorrosa afir
mación (engorrosa porque descama en una especie de juego de palabras) de
la paradoja de la libertad descubierta por primera vez por Platón y ya exa
minada brevemente más arriba;" paradoja que podría expresarse diciendo
que la libertad ilimitada conduce a su opuesto, dado que sin su protección
y restricción por parte ele las leyes, la libertad debe conducir a una tiranía de
los fuertes sobre los débiles. 1':s1:a paradoja, enunciada nuevamente, si bien
con cierta vaguedad, pur Rousscau, fue res uc]t.a por Kant, quien exigió que
la libertad de cada hombre se restringiese lo suficiente como para salva
guardar un grado igual de libertad en los demás. Claro está que Hegel co
noce la solución kan! iana pero no le gusta, y entonces la presenta desfigu
rada, sin mencionar a su autor, del siguiente modo: «Hoy día, nada más
familiar lJue la idea de que cada uno debe restringir su libertad en relación
con la libertad de los demás, que el Estado es condición necesaria para estas
restricciones recíprocas y que son las leyes quienes representan estas res-o
triccioncs. Pero ·---prosigue la crítica de la tcorfa k.mtiana-c- esto expresa la
clase de concepción que ve en la libertad un placer gratuito y la autonomía
de la voluntad». Con esta enigmática observación, Hegel descarta la teoría
igu;l1itaria de Lt justicia, de Kant.
Pero el propio r ¡egel siente que la pequeña pirueta que le ha permitido
identificar la libertad con la ley no es del todo suficiente para sus fines y, no
sin cierra vacilación, rq"rcsa a su problema original, a saber, el de la consti
tución. «La expresión libertad política ..·_..-nos d ice-'12 se lisa a menudo para
designar una participación [orrna] en los negocios públicos del Estado por
parte de ... aquellos q uc, de otro modo, desempeñan su principal [unción en
los fines y asuntos paniculares de la sociedad civil (en otras palabras, de los
ciudadanos ordinarios).'!' se ha hecho ... costumbre asign<lrle el título de
"constitución" sólo a aquella parte del Estado que sanciona dicha participa
ción... y considerar todo Estado en que eso no se ejecuta formalmente, un
Estado sin constitución.» Por cierto, la costumbre existe realmente. Pero,
¿cómo escabullirnos de ella? Muy simple, mediante una trampa verbal, una
260
261
te conclusión, la libertad de pensamiento y los derechos de la ciencia a esta
blecer sus propios patrones se convierten, finalmente, en sus opuestos.
Como segundo ejemplo de este empleo de la dialéctica, escogeremos el
tratamiento que hace Hegel de la exigencia de una Constitución política,
que combina con su tratamiento de la igualdad y la libertad. Para apreciar
el problema de la constitución, debemos recordar que el absolutismo pru
siano no reconocLlley constitucional alguna (aparte de principios tales como
la plena soberanía del rey) y que el lema de la campaña en pro de una re
forma democrática en los diversos principados alemanes era que el prínci
pe otorgase "al país una constitución». Pero Federico Guillermo estaba de
acuerdo con su consejero Ancillon en que jamás debería ceder a los pedi
dos de dos exaltados, ese grupito ruidoso y activo que desde hace algunos
años viene arrogándose la representación de la nación y exigiendo una
constituciól1'>.3H y si bien, bajo la gran presión ejercida, el rey prometió
una constitución, jamás cumplió su palabra. (Corría entonces el cuento de
que un inocente comentario acerca de la «constitución» del rey le valió el
despido al médico de la cortc.) Pues bien, ¿cómo trata Hegel este delicado
problema? "Como espíritu vivicutc --expresa-- el Estado es un todo or
ganizado, articulado en diversos agentes ... La constitución es esta articula
ción u organización del poder estatal... La constitución es la justicia exis
tente... La libertad y la igualdad son ... los objetivos y resultados últimos de
la constitución.» Pero claro está que esto sólo es la introducción. Sin em
bargo, antes de asistir a la transformación dialéctica de la exigencia de una
constitución en la de una monarquía absoluta, debemos ver primero cómo
transforma Hegel los dos «objetivos y resultados», libertad e igualdad, en
definición: "En cuanto al uso del término, lo único que cabe decir es que
por constitución debemos entender la determinación de las leyes en gene
ral, es decir, de las libertades». Pero nuevamente experimenta Hegel la pa
vorosa pobreza de su razonamiento y, en la mayor desesperación, se zam
bulle en un misticismo colectivista (a la hechura de Rousseau) acompañado
de una buena dosis de historicismo: 4J «La pregunta u¿A quién... corresponde
la facultad de hacer una constitución?" es la misma que" ¿Quién tiene que
hacer el Espíritu de una Nación?" Distíngase entre la idea de constitución
-exclama I-Icgel- y la del Espíritu colectivo como si éste existiese o hu
biese existido sin una constitución y se verá de inmediato que esto sólo pue
de hacerse cuando se ha captado muy superficialmente el nexo que los une
[es decir, el Espíritu y la constitución] ... Es el Espíritu ingénito y la historia
de la Nación-que no es más que la historia del Espíritu--Ios que han he
cho y hacen las constituciones». Pero este misticismo es todavía demasiado
vago para justificar el punto de vista absoll11isl<l. Hay que ser rn.is específi
co y por eso Hegel se apresura a aclarar: «I.a totalidad realmente viviente, la
que preserva y produce continuamente el Estado y su constitución, es el
Gobierno ... En el gobierno, considerado corno totalidad orgánica, el Poder
Soberano o Principado es ... la Voluntad del Estado que todo lo sustenta y
todo lo decreta; es la más alta Cumbre y la Unidad que todo lo penetra. I':s
la forma perfecta del Estado, donde todos y cada uno de los elementos ... ha
alcanzado UI1<1 existencia libre, esta voluntad es la de un l ndtuiduo real que
legisla (no ya de una mayoría donde la unidad de la voluntad Iq.;islativa 110
tiene existencia rCttl): es la rnonarquia. La constitución mo n.irquic.¡ es, por
lo tanto, la constitución de la razón evolucionada; y todas las denüs consti
tuciones corresponden a grados inferiores de evolución y de la .iut.muntc
rialización de la razón». Y para ser más explícito todavía, I Icgel explica en
un pasaje paralelo de su hlosojií:r del Derecho (todas hs citas anteriores han
sido tomadas de su FnciclojJcdia) que «la decisión última... la autonomía ab
soluta constituye el poder del príncipe como tal», y que «el elemento .ihso
Íutarncrm- decisivo en el todo... es un solo individuo: el monarca».
y ahora llegamos adonde queda llevarnos Hegel. ¿Cl)mO puede haber
alguien tan estúpido que pida una "constitución» para un país que tiene so
bre sí la bendición de una monarquía absoluta, el grado m.is elevado posi
ble de todas las constituciones? Aquellos que formulan semejantes exigen
cias ignoran, cvidentcmcnn-, lo que hacen y lo que piden, clcl mismo modo
que aquellos que reclaman libertad son lo bastante ciegos P;lr:l no ver que en
la monarquía absoluta prusiana, «todos y cada uno de los elementos han al ..
canzado una existencia libre». En otras palabras, tenemos aquí la prueba
dialéctica absoluta de Hegel de que Prusia constituye la «más elevada cum
bre» y la fortaleza misma de la libertad; que su constitución absolutista es la
262
meta (goal) (y no, como algunos podrían pensar, la prisión [gaol])" hacia la
cual avanza la humanidad, y que este gobierno preserva y vigila, por así de
cirlo, el más puro espíritu de la libertad... concentrada.
La filosofía platónica, que en un tiempo reclamó para sí' su señorío en el
Estado, se transforma, con Hegel, en su más servil lacayo.
Estos despreciables servicios," cabe señalar, fueron prestados volunta
riamente. En aquellos felices días de la monarquía absoluta no había ningu
na intimidación totalitaria, ni tampoco era extremada la censura, como la
demuestran las incontables publicaciones liberales. Cuando Hegel publicó
su Enciclopedia era profesor en Heidelberg. E inmediatamente después de
la publicación fue llamado a Berlín para convertirse, como dicen sus admi
radores, en el «dictador reconocido» de la filosofía. Pero todo esto -po
drían argüir algullos-- aun siendo cierto, no demuestra nada en detrimento
de la excelencia de la filosofía dialéctica de I--Iegcl, o de su I~¡'ancleza como fi··
lósoío. Ya hemos mcnciound» la respuesta de Schopenhauer a esa preten
sión: «La filosofía es desvirtuada, por parte del Estado, porque la utiliza
COIJlO herramienta, y por la otra, porque se la emplea para obtener prove
cho personal. ¿ Q¡úén puede creer realmente quc de este modo salga alguna.
vez 11 /.1 IH2 /IZ ucrdn d, dtlnquc no sea más que como subproductoi ».
Estos pasajes nos suministran una visión de la forma en que se aplica en
la práctica el método dialéctico de Hegel. Pasaremos ahora a examinar la
aplicación combinada de la dialéctica y la filosofía de la identidad.
Ilcgel sostiene, según hClJloS visto, que todo se halla sujeto al flujo, in
cluso las esencias. Esencias, Ideas y Espíritus evolucionan todos por igual y
su desarrollo es, por supuesto, autopropulsado y dialéctico." y el grado fi
nal de todo desarrollo debe ser razonable y, por lo tanto, bueno y verdade
ro, pues constituye la cúspide de todos los desarrollos anteriores, a los cua
les supera. (De este modo, los objetos sólo pueden cambiar para rncjor.)
Todo desarrollo real, puesto que es real, dclic ser, de acuerdo con la filoso
ría de la identidad, un proceso racional y razonable, y es evidente que esto
debe valer también para la historia.
Heráclito hahía sostenido que existía una razón oculta en la historia. Para
Hegel la historia se transforma en un libro abierto. Y el libro es una apolo
gética pura. Apelando a l.i sabiduría de la providencia, ofrece una apología de
la excelencia de la monarquía prusiana, y apelando a la excelencia de la rno
n.irquía prusiana, ofrece una apología de la sabiduría de la providencia.
La historia es el desarrollo de algo real. De acuerdo con la filosofía de la
identidad debe ser, por lo tanto, algo racional. La evolución del mundo real,
"~o
Hay aquí un juego de palabras intraducible, basado en la similitud entre los
meta, y gao! oc, prisión. (N. del t.)
términos íngleses goal
0=
263
de la cual es la historia la parte más importante, es considerada por Hegel
«idéntica» a una especie de operación lógica o proceso de razonamiento. La
historia, tal como él la ve, es el proceso del pensamiento del «Espíritu abso
luto» o «Espíritu universal». Es la manifestación de este Espíritu; es una
especie de enorme silogismo dialéctico," razonado, por así decirlo, por la
Providencia. El silogismo es el plan por el cual se guía la Providencia, y
la conclusión lógica a la que se arriba al final y que persigue la Providencia
es la perfección del universo. «El único pensamiento -declara Hegel en su
Filosofía de /'1 Historia-r- con que la Filosofía enfoca a la Historia, es la sim
ple concepción de la Razón, es la doctrina de que 1<1 Razón es la Soberana
del Mundo, y que la Historia del Mundo nos enfrenta, por 10 tanto, con un
proceso racional. Esta convicción e intuición no es... ninguna hipótesis en el
dominio de la Filosofía. Está probado allí... que la Razón... es Sustancia, así
como también Poder Infinito ..., MateriLl l nlinit« ..., Forma infinita ..., Encr
gía Infinita ..., que esta "Idea" o " Rai'.(ín" es la Esencia Verdadem, Etcrn.: y
absolutamente Poderosa; que se rcvcl.t a sí misma en el universo y que nin
guna otra cosa se revela en ese universo sino c'sta y su honor y su gloria, es
la tesis que, como hemos dicho, ha sido prohada en 1<1 filoso ría y considera
mos aquí como ya demostrada.»
Este torrente vcrborrágico no nos lleva muy lejos. En efecto, si volve
mos la vista al pasaje de la «Filosofía» (esto es, su Enciclopedia) al cual se
refiere Hegel, entonces veremos con más claridad su propósito apologéti-
ca. He aquí el texto: «Que 1<1 Historia y, sobre todo, la Historia U ru vcrx.i],
se basa en un objetivo esencial y concreto, que es/á y cst,¡riÍ concrct amen
te matcrialir.ado en ella, a saber, el Plan de la Providencia; que hay, en
suma, Razón en la Historia, debe ser admitido sobre una base estricta
mente filosófica, de donde se desprende su car.ictcr esencial y necesario».
y bien, puesto que el objetivo de la Providencia «esLl coucrctamcntc ma
terializado» en los resultados de la historia, cabría sospeclur que esta
materialización ha tenido lugar en la Prusia concreta. Y así cs en efecto; se
nos llega a demostrar, incluso, la [orma en que ha sido .ilcanz.ul o este ob
jetivo, a través de tres pasos dialécticos del desarrollo histórico de la razón
o, como dice Hegel, del «Espíritu», cuya vida «es un ciclo de encarnacio
nes progresivas»:17 El primero de estos pasos es el despotismo oriental; el
segundo corresponde a las democracias y aristocracias griegas y romanas
y, el tercero y más alto, a la Monarquía Cermánica que es, por supuesto,
una monarquía absoluta. y Hegel deja bien .iclarado que no se refiere a
una monarquía utópica del futuro: «El Espíritu ... no tiene ni pasado ni fu
turo --expresa-, sino que es esencialmente presente; esto indica necesa
riamente que la forma actual del Espíritu contiene y supera todas las eta
pas anteriores».
264
Pero Hegel puede llegar, incluso, a ser más franco todavía. Así, subdivi-
de el tercer período de la historia, el de la monarquía germana o «Mundo
Germano», en tres épocas, de las cuales expresa." «En primer término, de
bemos considerar la Reforma en sí misma, el Sol -que todo lo ilumina
que siguió a los albores que coincidieron con la terminación del período
medieval, luego, el desenvolvimiento de ese estado de cosas que sucedió a la
Reforma y, por último, los Tiempos Modernos, que se remontan a los fines
del siglo anterior», esto es, el período comprendido entre llWO y 1830 (el úl
timo año en que fueron pronunciadas estas conferencias). Y Hegel demues
tra nuevamente que la Prusia de su tiempo es el pináculo, el bastión y la
meta de la libertad, con las siguientes palabras: «Sobre la Escena de la His
toria universal, donde se lo puede observar y captar, el Espíritu se desplie
ga en su realidad más concreta». Y la esencia del Espíritu, sostiene l Icgcl, es
la libertad. «La libertad es la única verdad del Espíritu.» En consecuencia, el
desarrollo del Espíritu debe ser el desarrollo de la libertad y el grado más
elevado de libertad se debe haber alcanzado en esos treinta arios de la mo
narquía germana, que representan la última subdivisión del desarrollo his
tórico. Y, en verdad, se nos dice." «El Espíritu Germano es el Espíritu del
nuevo Mundo. Su objetivo es la materialización de la Verdad absoluta como
una forma de la autonomía ilimitada de la Liucrtad». Y tras realizar la ala
banza de Prusia, cuyo gobierno, nos asegura Hegel, «descansa en el mundo
oficial, cuya cúspide es la decisión personal del monarca, pues como se de
mostró más arriba, es absolutamente necesaria la existencia de una decisión
última», Hegel alcanza la coronación de su trabajo con la siguientc conclu
sión: «Tal es el punto alcanzado por la conciencia, y éstas son las fases prin
cipales de esa forma en que la Libertad se ha realizado a sí misma; en efec
to, la Historia del Mundo no es sino el desarrollo de la Idea de la libertad ...
La verdadera Teodicea, la justificación de Dios en la l Iistoria es esa mate
rialización del Espíritu que representa la J Iistoria del Mundo... Lo que ha
sucedido y sigue sucediendo... es, en esencia, Su Obra... ».
Cabe preguntarse si no tendríamos razón cuando dijimos que I !cge1llos
ponía frente a una apología de Dios y de Prusia al mismo tiempo y si no es
tará perfectamente claro que el Estado que 1Iegelnos manda que adoremos
como la Idea Divina sobre la Tierra es, simplemente, la Prusia de Federico
Guillermo que va de 1800 a 1830. Y cabe preguntarse si es posible superar en
modo alguno esta despreciable perversión de toda decencia; perversión no
sólo de la razón, la libertad, la igualdad y demás ideas de la sociedad abierta,
sino también de la fe sincera en Dios y, aun, del patriotismo auténtico.
Hemos descrito, pues, la forma en que partiendo de un punto aparente
mente progresista y hasta revolucionario y procediendo luego en confor
265
midad con el método dialéctico general de trastrocar las cosas -y que ya
debe ser perfectamente familiar allector-, Hegel alcanza finalmente resul
tados sorprendentemente conservadores. Al mismo tiempo, relaciona su
filosofía de la historia con su positivismo ético y jurídico, dándole a este úl
timo una especie de justificación historicista. La historia es nuestro juez.
Puesto que la Historia y la Providencia le han dado vigencia a los poderes
existentes, su fuerza debe ser justa, incluso, divinamente justa.
Pero este positivismo moral no satisface plenamente a Hegel, sino que
quiere aún más. Así como se opone a la libertad y a la igualdad, exactamen
te del mismo modo se opone a la hermandad de los hombres, al humanita
rismo o, como dice él, a la «filantropía». La conciencia debe ser sustituida
por la obediencia ciega y por una ética hcracliteana romántica de la fama y
del destino, y la hermandad de los hombres por un nacionalismo totalitario.
En la sección III y, especialmente.s? en la sección IV de este mismo capítu
lo veremos cómo se llega a eso.
III
Ahora pasaremos a realizar una breve reseña o, mejor dicho, una extraña
relación de la forma en que surgio el nacionalismo germano. Indudable
mente, las tendencias denotadas por esta expresión encierran una fuerte afi
nidad con la rebelión contra la razón y la sociedad abierta. El nacionalismo
halaga nuestros instintos tribales, nuestras pasiones y prejuicios, y nuestro
nostálgico deseo de vernos liberados de la tensión de la responsabilidad in
dividual que procura reemplazar por la responsabilidad colectiva o de gru-
po. No es por casualidad que en los tratados más antiguos de teoría políti
ca, incluso en e! de! Viejo Oligarca, pero más ostensiblemente en los de
Platón y Aristóteles, encontramos opiniones francamente nacionalistas,
pues dichas obras fueron escritas con e! propósito de combatir a la sociedad
abierta con sus nuevas ideas de imperialismo, cosmopolitismo e igualitaris
mo." Pero este temprano desarrollo de la teoría política nacionalista se de
tiene bruscamente con Aristóteles. Con e! imperio de Alejandro el auténti
co nacionalismo tribal desaparece para siempre de la práctica política y,
durante largo tiempo, de la teoría política. De Alejandro en adelante, todos
los Estados civilizados de Europa y Asia constituyeron imperios que com
prendieron poblaciones de un origen infinitamente entremezclado. La ci
vilización europea y todas las unidades políticas en ella incluidas se han
conservado, desde entonces, internacionales, o, mejor dicho, intertribales.
(Parece ser que tanto tiempo antes de Alejandro como dista ahora entre
Alejandro y nosotros, el imperio de la antigua Sumeria había creado la pri
266
mera civilización internacional.) y lo que resulta eficaz en la práctica polí
tica es adoptado por la teoría política, de modo que, hasta hace unos cien
años, e! nacionalismo platónico-aristotélico había desaparecido práctica
mente para la teoría política. (Si bien, por supuesto, los sentimientos triba
les y localistas siempre fueron sumamente fuertes.) Cuando resucitó e! na
cionalismo, unos cien años atrás, el fenómeno se produjo en una de las
regiones más heterogéneas de todas las mezcladas regiones de Europa, esto
es, en Alemania, y, especialmente, en Prusia, con su considerable población
eslava. (Pocos saben que no hace más de un siglo, Prusia, con su población
predominantemente eslava entonces, no era considerada en absoluto un Es
tado alemán; si bien sus soberanos, quienes, como los príncipes de Bran
den burgo eran «electores» del Imperio germánico, eran consider'1dos prín
cipes germanos. En el congreso de Viena; Prusia fue registrada C0l110 «reino
eslavo», y en uno, Hegel todavía decía, incluso de Brandenburgo y Mee
klenburgo, que se hallaban pobladas por «eslavos genuanizados».)'2
De este modo, hace muy poco tiempo que el principio del Estado na
cional volvió a ser introducido en la teoría política. Pese a ello, se halla tan
ampliamente difundido en nuestros días, que habituahnente se da por sen-
tado y con SUma frecuencia sin tener conciencia de ello. Actualmente cons
tituye un supuesto tácito, por así decirlo, del pensamiell\o político popular.
Muchos lo consideran, incluso, el postulado b'1sico de la ética política, es
pecialmente a partir del bien intencionado pero no tan bien meditado prin
cipio de la autonomía nacional de Wilson. Resulta difícil comprender cómo
alguien que haya tenido el menor conocimiento de la historia europea, del
desplazamiento y mczcl., de todas clases de tribus, de las innu mcrablcs olea
das de pueblos procedentes de su medio asi.ítico original que se habían des
perdigado y cruzado al IIq~ar a ese laberinto de penínsulas que es el conti
nente europeo; cómo alguien, conociendo todo esto, pudo haber propuesto
principio tan inaplicable. La explicación es que Wilso n, que era un dcmó
crata sincero (y también Musaryk, uno de los n1<1S grandes luchadores por la
sociedad ahiertaY'-\ cayó víctima de un movimiento sUl-gido de la filosofía
política más reaccionaria y servil que se huhiera impuesto nunca a la dócil y
sufrida humanidad. Cayó víctima de su educaci6n regida por las teorías po
líticas metafísicas de Platón y I Iegcl, Y delmovimiellto nacion.ilisr.¡ que en
ellas se hasahn.
El principio dell:stctdo nacional, vale decir, la exigencia política de que
el territorio de cada Estado coincida con el territorio habitado por una na
ción no es, de ningún modo, tan evidente como parece resultar/e a mucha
gente en la actualidad. Aun en caso de que todos supieran lo que quieren
decir cuando hablan de nacionalidad, no sería nada claro por qué habría de
aceptarse la nacionalidad como una categoría política fundamental, más im
267
portante, por ejemplo, que la religión, el nacimiento dentro de cierta región
geográfica, la lealtad a una dinastía, o un credo político como la democra
cia (que constituye, podría decirse, el factor unificador de la políglota Sui
za). Pero en tanto que la religión, el territorio o el credo político pueden de
terminarse con bastante claridad, nadie ha logrado explicar nunca lo que
entiende por nación de tal modo que este concepto pueda constituir una
base para la política práctica. (Claro está que si decimos que una nación es
el número de personas que viven o que han nacido dentro de cierto Estado,
entonces no hay ninguna dificultad; pero esto equivaldría al abandono del
principio del Estado nacional, que exige que el Estado sea determinado por
la nación y no a la invcrsa.) Ninguna de las teorías q uc sostienen que una
nación se halla unida por un origen común o un idioma común o una histo
ria común, es aceptable o aplicable en la práctica. El principio del Estado
nacional no sólo es inaplicable, sino que nunca ha sido concebido con clari
dad. Es un mito, un sueño irracional, romántico y utópico, un sueño de na
turalismo y colectivismo tribal.
Pese a sus intrínsecas tendencias reaccionarias e irracionales, el naciona
lismo moderno ---por extraño que parezca-- [uc, durante su corta existen
cia antes de Hegel, un credo revolucionario y liberal. Por una suerte de ac
cidente histórico _··la invasión del territorio alemán por parte del primer
ejército nacional de Francia bajo el mando de Napoleón y la reacción pro··
vacada por este suceso- se había abierto camino hacia el campo de la li
bertad. No estará de más reseñar la historia de este desarrollo, así como la
forma en que Hegel hizo regresar el nacionalismo al campo totalitario que
le había correspondido desde la época en que Platón sostuvo por primera
vez que los griegos se hallaban con respecto a los bárbaros en la .misrna re
lación que los amos respecto de los esclavos.
Como se recordará," Platón fue poco feliz al formular su problema po
lítico fundamental mediante el interrogante: ¿Quién debe gobernar? ¿La
voluntad de quién debe ser ley? Antes de Rousseau, la respuesta habitual a
esta pregunta era: el Soberano. Pero Rousseau le dio una nueva respuesta
revolucionaria. No es el monarca quien debe gobernar _·-sostuvo-- sino el
pueblo; no la voluntad de un solo hombre sino la de todos. De esta manera,
se vi.o inducido a inventar la voluntad del pueblo, la voluntad colectiva o la
«voluntad general» como la denominó; y el pueblo, una vez dotado de una
voluntad, debió ser exaltado a la categoría de superpersonalidad; «en rela
ción con lo que le es externo [es decir, en relación con otros pueblos] -de
elara Rousseau- se convierte en un ser único, en un individuo». En esta
invención había buena parte de colectivismo romántico pero ninguna ten
dencia hacia el nacionalismo. Sin embargo, las teorías de Rousseau conte
nían, evidentemente, el germen del nacionalismo, cuya doctrina más carac
268
terística es la de que las diversas naciones deben ser consideradas como dis
tintas personalidades. Y cuando la Revolución Francesa inauguró el primer
ejército popular basado en una conscripción nacional, se dio el primer paso
práctico hacia el nacionalismo.
Otro autor que contribuyó a la teoría del nacionalismo fue]. G. Herder,
ex discípulo y, en cierta época, amigo personal de Kant. Herder sostuvo que
un buen Estado debe poseer límites naturales, es decir, fronteras que coin
cidan con. los lugares habitados por su «nación»; esta teoría fue expuesta
por primera vez en su obra Algunas ideas para una filosofía de la historia de
la humanidad (1785). <<1<:1 Estado más natural v-ccxprcsó-c" es aquel com
puesto por un solo pueblo con un solo carácter nacional... Un pueblo es UD
producto natural del crecimiento, como una familia, sólo que se halla más
ampliamente difundido... Corno en todas las comunidades humanas ..., en el
caso del Estado, el orden natural es el mejor, es decir, el orden en el que cada
uno cumple la función para la cual lo creó la naturalcza.. Esta teoría, que
trata de dar una respuesta al problema de los límites «naturales» del Esta
do só --respuesta que sólo plantea el nuevo problema de los límites «natura
les» de la nación-, no tuvo, al principio, mucha influencia. Es interesante
observar que Kant comprendió de inmediato el peligroso romanticismo
irracional contenido en esa obra de Herder, de quien se convirtió en enemi
go acérrimo por su franca crítica. Citaremos aquí un pasaje de dicha crítica
porque resume magníficamente, de una vez por todas, no sólo la de Herder,
sino también toda la filosofía oracular posterior, como la de Fichtc, Sche
lling, Hegel y todos sus sucesores modernos: «Una sagacidad ágil para el
descubrimiento de analogias --escribió Kant-- y una imaginación audaz
puesta a su servicio se combinan con cierta capacidad para reclutar ernocio
nes y pasiones ;l fin de obtener el interés del público para su objeto, siempre
velado por el misterio. Estas emociones son fácilmente confundidas con su
puestos esfuerzos poderosos y profundos pensamientos o, por lo menos,
con alusiones hondamente significativas, y despiertan, de este modo, gran
des expectativas que un juicio frío y reposado no encontraría justificadas...
Los sinónimos son tornados como explicaciones y las alegorías ofrecidas
como verdades».
Fue Ficlite quien suministró al nacionalismo germano su primera base
teórica. Los límites de una nación ·-·-·sostuvo él-- se hallan determinados
por el idioma. (Esto en nada mejora las cosas. ¿En qué punto fronterizo las
diferencias dialectales se convierten en diferencias idiomáticas? ¿Cuántos
idiomas diferentes hablan los eslavos o los teutones, o son sus diferencias
tan sólo dialectales?)
Las opiniones de Fichte sufrieron una evolución sumamente curiosa, es
pecialmente si se tiene en cuenta que fue uno de los fundadores del nacio
269
...
~"
nalismo germano. En 1793, defendió a Rousseau y a la Revolución France
sa y en 1799 todavía declarabar" «Es evidente que de ahora en adelante sólo
la República Francesa podrá ser la patria de los hombres rectos, a la que de
dicarán todos sus esfuerzos, puesto que no sólo las más caras esperanzas de
la humanidad sino también su existencia misma se hallan indisolublemente
vinculadas con la victoria de Francia... Por mi parte, dedico todo mi ser y
todas mis facultades a la República». Cabe advertir que cuando Fichte
efectuó estas declaraciones se hallaba tramitando un puesto universitario en
Mainz, ciudad que se hallaba entonces bajo el dominio francés. «En 1804
-expresa E. N. Andcrson en su interesante estudio acerca del nacionalis
mo- Fichtc... ansiaba abandonar los servicios que prestaba a Prusia y acep
tar una invitación de Rusia. El gobierno prusiano no lo había apreciado en
la medida financiera deseada y tenía esperanzas de que en Rusia se le rin
diese un reconocimiento mayor; de este modo, al dirigirse al encargado
ruso de su gestión, le declaró que si el gobierno 10 hacía miembro de la Aca
demia de Ciencias de San Pctcrsburgo y le pagaba un sueldo no menor de
400 rublos, "se haría de ellos hasta la muerte" ... Dos aiios m.is tarde ---con
tinúa diciendo Anderson-- finalizaba completalllente la transFormación del
Fichte cosmopolita en cl lichtc nacionalista."
Cuando Berlín fue ocupada por las tropas francesas, 1'icluc, de puro p:1
triota, tuvo un gesto que, como dice Anderson «no permitió ... que p;lsara
inadvertido al rey y al gobierno prusianos». Cuando A. Mucllcr y W. von
Humboldt fueran recibidos por Napoleón, lichtc indignado le escribió la
carta siguiente a su mujer: «No envidio a Mucllcr y llumboldt y mucho es
lo que me alegra no habcr obtenido este vergonzoso houor.; Es mejor P;lI';1
la propia conciencia y también, indudablemente, pirra el éxito futuro ... ha
ber demostrado abiertamente fidelidad a la buena causa». I.o que Anderson
comenta así: «En realidad, tuvo razón; no cabe ninguna duda de que su in
greso a la universidad de Berlín resultó consecuencia directa de este episo
dio. Esto no le quita patriotismo a su acción, pero la coloca, simplemente,
en su sitio justo». A todo 10 cual cabe añadir que la carrera de i"ichte como
filósofo se basó, desde el principio mismo, en el fraude. Su primer libro vio
la luz anónimamente, cuando todo el mundo esperaba la publicación de la
filosofía de la religión, de Kant, con el título Critica de toda reoelacion. Trá
tase de una obra en extremo aburrida, lo cual no le impcclía ser una copia
fic! del estilo de Kant, y se tomaron todas las providencias necesarias, ru
mores inclusive, para hacerle creer a la gente que el autor del libro era Kant.
El asunto se ve con toda claridad cuando se tiene en cuenta que Fichte sólo
consiguió editar merced a la bondad de Kant (que nunca pudo [ccr más que
las primeras páginas del libro). Cuando la prensa le atribuyó el libro a Kant,
éste se vio obligado a hacer una declaración pública de que el autor era Fich
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J,)ensan,1Íen,t~):'.
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te y no él, y Fichte, sobre el que había descendido la fama repentinamente,
fue nombrado profesor en Jena. Pero más tarde Kant se vio forzado a efec
tuar una nueva declaración, a fin de desligar su nombre del de aquél; en ella
aparecen las siguientes palabras." «Quiera Dios protegernos de nuestros
amigos, De nuestros enemigos nos podemos proteger solos».
He ahí, pues, algunos episodios que jalonan la carrera del hombre cuya
«retórica» dio origen al moderno nacionalismo, así como también a la mo
derna filosofía Idealista, edificada sobre la perversión de las doctrinas kan
tianas. (He optado por seguir los pasos de Schopcuhauer al distinguir entre
la «retórica» de Fichtc y la «charlatanería» de Hegel, si bien admito que in
sistir en esta diferencia puede ser, quizá, algo pcclanrc.) Toda esta cuestión
adquiere sumo interés por la luz que arroja sobre la «historia de la filosofía»
1 'No so'1o me re f rcro a 11 lec 1,
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'1rurnorrs'
Y la « hirstoria- en genera.,
10" qurz.a
tico que escandaloso, dc que estos payasos sean tomados en serio y de que
se los convierta en objetos de reverencia y de solemnes -'-,aunque frccucn
(cm ente aburridos-- estudios; no sólo me refiero al hecho fabuloso de que
el retórico Ficlrtc Ji el charla.t;ín l. Icgcl se,al1 colocac~o~ en un misl.no plano
que hombres como Dcmócrito, Pascal, Descartes, Spinoz.i, Locke, Hume,
I(an~,.J. S. Mili Ji Bcrrraud Russcll, y de que sus enseñanzas morales sean
consideradas scnamcnt c y, tal vez, reputadas supenores a las de estos otros
maestros, sino también ;d hecho de que muchos de estos lisonjeros historia
dores de b filosofía, iucapaces de discriminar entre el pensamiento y la [an
tnsía --por no decir luda del bien y el mal-- se atreven a declarar que su
historia es nuestro juez, () que su historia de la filosofía constituye una cr
E.n
es evitica implícita de I,os diferentes'«:,sist:ll,las del
dente, creo yo, que su adulación solo puede ser una crrtica implicita de sus
hi~torias de la filosofía y de esa vana pompa y ruido con que se trata de ~~lorificar a la filosofía. Parece ser ley de lo que a esta gemc le gusta denominar
«naturaleza humana», que la fatuidad se desarrolle en razón directamente
proporcional con la deficiencia del pensamiento e inversamente proporcio
nal con el ~alor de los ser~icios prcstado,;.,~1 bienesta~- hUlll;lno..
,
l:or la epoca ~n que hchte~: COIlV~rtI0 ~'I.l el apost~)I_del naC1on,a]¡sn~o,
surgla en Alemania, COIllO rcaccion a la mvaston napoleónica, un uacionalis ..
mo instintivo y revolucionario, (Era una de esas reacciones tribales típicas
contra la expansión de un imperio supcruacional.) E':! pueblo exigía reformas
democráticas en el mismo .sentido en qlle las habían concebido Rousscau y
la Revolución Francesa, pero sin la participación de los conquistadores
franceses. Como consecuencia, se volvieron a un tiempo contra sus propios
soberanos y contra el emperador. Este nacionalismornicial se desarrolló
con la fuerza de una religión nueva, como una especie de fruto nacido del
deseo humanitario de libertad e igualdad. «El nacionalismo ---declara An
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derson-e-" se desarrolló a medida que declinaba el cristianismo ortodoxo,
reemplazándolo con la creencia en una mística experiencia propia.» Es la
mística experiencia de la comunidad con los demás miembros de la tribu
oprimida; experiencia que reemplazó, no sólo al cristianismo, sino, en par
ticular, el sentimiento de fe y lealtad para con el rey, cuyos abusos absolu
tistas habían terminado por destruirlo. Es evidente que esta nueva religión
democrática e indómita tenía que estar destinada a constituir una fuente de
profunda irritación y aun de peligro, para la clase gobernante y, en particu
lar, para e! soberano de Prusia. ¿ Cómo podía subsanarse este peligro? Tras
las guerras de liberación, Federico Guillermo trató de contrarrestarlo, en
primer lugar, destituyendo a sus consejeros nacionalistas y nombrando,
en su lugar, a Hegel. En efecto, la Revolución Francesa babía demostrado
prácticamente la influencia de la filosofía, punto éste debidamente destaca
do por Hegel (puesto que era la base de sus propios servicios): «Lo Espiri
tual-e-declara-e-" constituye actualmente la base esencial de la estructura la
tente y, de este modo, la Filosofía ha adquirido gran preponderancia. Se ha
dicho que la Revolución Francesa fue fruto de la l'ilosofía y no sin razón se
la ha calificado de Sabiduría Universal; la hlosofía no s610 es Verdad en y
por sí misma... sino también Verdad tal como la requieren Jos asuntos mun
danos; por tanto, jamás deberemos contradecir el aserto de que la revolución
recibió su primer impulso de la Filosofía.» Esto es un claro indicio de que
Hegel conocía la tarea inmediata que tenía entre manos, a saber, imprimirle
un impulso contrario, con lo cual·-y no por primera vezo-la filosofía ven
dría a estimular las fuer/as de la reacción. La perversión de las ideas de li
bertad, igualdad, ctc., formó parte de esta tarea; pero quizá aún más urgen
te era la de domeñar la religión nacionalista revolucionaria. llcgel llevó a
cabo esta tarea teniendo presente en el espíritu el consejo de Parct.o: «Sacar
provecho de los sentimientos, sin desperdiciar las propias energías en vanos
esfuerzos para destruirlos». Hegel domó .il nncioualisrno, no mediante una
franca oposición, sino transform.indo]o en un autoritarismo prusiano bien
disciplinado. y ocurrió que dcvol v ió al campo dc la sociedad cerrada un
arma poderosa quc siempre le había pertenecido.
Todo esto fue llevado a cabo de forma bastante poco h,ibil. Ilegcl, en su
afán de complacer al gobierno llegó, a veces, a atacar a los nacionalistas dema
siado abiertamente. «Algunas personas --expresól ' ¡ en la Filosofía del Dere
cho- han comenzado a hablar recientemente de la "soberanía del pueblo"
en oposición a la de! monarca. Pero cuando se la contrasta con la soberanía
del rey, entonces la expresión "soberanía del pueblo" no resulta sino una de
las tantas nociones erróneas nacidas de una idea equivocada de lo que es el
"pueblo". Sin su monarca... el pueblo es una mera multitud nrnorfa.. Con
anterioridad, en la Enciclopedia> había escrito: «Frecuentemente se llama
nación a la suma de personas particulares. Pero una suma tal es un popula
cho, no un pueblo, y en ese sentido, uno de los objetivos del Estado es que
la nación no adquiera, en su poder y en su acción, e! carácter de un conglo
merado de este tipo. En una nación así imperan la ilegalidad, la inmoralidad
y la ignorancia. La nación sólo podría ser, entonces, una fuerza ciega, salva
je y amorfa, semejante a la tempestad de los mares, con la diferencia de que
ésta no se autodcstruyc y la nación, por su elemento espiritual, sí». Sin em
bargo, frecuentemente se alude a este estado de cosas dándole el nombre de
«libertad pura». Se trata aquí, evidentemente, de una inequívoca referencia
a los nacionalistas liberales, a quienes el rey odiaba como a la peste. Y esto
se torna aún m.is claro cuando se observa la alusión de Hegel a los primiti
vos sueños de los nacionalistas, de reconstruir el Imperio germánico: «La
ficción dc un impcriov-xlcclarn en su panegírico de los últimos progresos
realizados por Prusia--- se ha desvanecido por completo, dando lug;lr a va
rios Estados Soberanos». Sus tendencias antiiibcralcs lo indujeron a consi
derar a 1nglaterra el ejemplo más acabado de nación en el mal sentido. «Tó
mese el caso de Inglaterra -manifiesta- que, debido a quc las personas
particulares tienen una participación predominante cn los negocios públi
cos ha sido considerada la nación dotada de la constitución más libre. La ex
pericucia demuestra que ese país, si se lo compara con los demás Estados ci
vilizados de Europa, es el más atrasado en su legislación civil y penal, en el
derecho y libertad de la propiedad y en las disposiciones para las artes y
ciencias, y que la libertad objetiva o derecho racional es sacrificado al dere
cho [orm.rl'" ya los intereses privados particulares, y esto sucede aun en las
instituciones y bienes dedicados a la rcligión.» Asombrosa declaración, por
cierto, especialmente porqUe se han incluido en ella las «artes y ciencias» y
ningún país podría haber estado más atrasado quc Prusia, donde la univer
sidad de Berlín había sido fundada sólo bajo la influencia de las guerras na
poleónicas, y con la idea, como dijo el rcy,?' de quc «el Estado reemplazase
con conquistas intelectuales lo que había perdido en fuerza física». (Unas
páginas m.is adelante, l Icgcl se olvida de lo que hahía dicho acerca de las ar
tes y ciencias en Inglaterra, pues habla allí de «Í nglaterra, donde el arte de
los trabajos históricos ha sufrido un proceso de purificación que le ha otor
gado un carácter m.is firme y más maduro».)
Comprobamos, así, que Hegel sabía que su tarea consistía en combatir
las inclinaciones liberales e incluso imperialistas delnacionaJismo. y la llevó
a cabo tratando de persuadir a los nacionalistas de que sus exigencias colec
tivistas se satisfacían automáticamente en un Estado todopoderoso y que lo
único que debían hacer era ayudar a aumentar e! poder de! Estado. «La Na
ción Estado es Espíritu en su racionalidad sustantiva yen su realidad inmc
diata -expresa-/A es, por consiguiente, el poder absoluto sobre la Tierra...
272
273
·1!1"''''m!!!lll''f~''
El Estado es el Espíritu del propio Pueblo. El Estado concreto se halla ani
mado de este espíritu en todos sus negocios particulares, en sus Guerras y
sus Instituciones ... La autoconciencia de una nación particular es el vehícu
lo para el... desarrollo del espíritu colectivo...; a ella, el Espíritu del Tiem
po le confiere su Voluntad. Contra esta Voluntad, los demás espíritus na
cionales no tienen ningún derecho: esa Nación debe dominar al mundo>
De este modo, es la nación, su espíritu y su voluntad las que actúan sobre la
escena de la historia. La historia es la lucha de los diversos espíritus nacio
nales por la dominación del mundo. Se desprende de aquí que las reformas
propiciadas por los nacionalistas liberales son innecesarias, dado que la na
ción y su espíritu son, de todas maneras, los principales actores: además,
«toda nación... tiene la constitución que le pertenece y le es más apropiada».
(Positivismo jurídico). Vemos, pues, que Hegel reemplaza los elementos li
berales del nacionalismo, no sólo con una adoración platónico-prusiana del
Estado, sino también con la adoración de la historia, del éxito histórico.
(Federico Guillermo había tenido algunos éxitos frente a Napolcón.) De
este modo, Hegel no sólo inició un nuevo capítulo en la historia dcl nacio
nalismo, sino que le suministró UIJa nueva teoría. Como ya vimos, Ficbte
había elaborado la teoría de que se hallaba basado en el idioma. FI egel ideó
la teoría histórica de la nación. Según él, la nación se halla unida por un es
píritu que actúa en la historia. Se halla unida por el enemigo común y por la
camaradería originada en las guerras libradas. (Se ha dicho que una raza es
un conjunto de hombres unidos, no por su origen, sino por un error común
con respecto a su origen. De manera semejante, podríamos decir que una
nación, en el sentido de Hegel, es el número de hombres unidos por un
error común con respecto a su historia.) La vinculación de esta teoría con el
esencialismo historicista de Hegel resulta manifiesta: la historia de una na
ción es la historia de su esencia o «Espíritu» que reafirma su existencia so
cionalismo sucedió algo parecido. Hegel, que lo había domado, trató de
reemplazar el nacionalismo germano por el prusiano. Pero al así «reducir el
nacionalismo a un componente» de su prusianismo (para usar su propia je
rigonza), Hegel lo «preservó» y Prusia se vio forzada a seguir tratando de
sacar partido de los sentimientos del nacionalismo germano. Cuando com
batió con Austria en 1866, debió hacerlo en nombre del nacionalismo ale
mán y bajo el pretexto de garantizar la hegemonía de «Alemania». Y debió
anunciar Ll dilatada Prusia de 1871 como el nuevo «Imperio Alemán», la
nueva «Nación Alemana» (soldada por la guerra en una sola unidad, de
acuerdo con la teoría histórica de Hegel de la nación).
En nuestros propios tiempos, el histérico historicismo de Hegel si~ue
siendo, todavía, el fertilizador al que el totalitarismo moderno le debe su rá
pido crecimiento. Su utilización ha preparado el terreno y ha educado a los
círculos cultos en la deshonestidad intelectual, como se demostrará en la
sección V de este capítulo. Todavía debemos aprender la lección de que la
honestidad intelectual es fundamental para todo aquello que nos importa.
IV
bre la «Escena de la historia».
Como conclusión de esta reseña del surgimiento del naeionalisl1Jo, no
estará fuera de lugar una observación acorde con los hechos que acaccieron
hasta la fundación del Imperio germánico de Bismarck. La política de lIc
gel había consistido en sacar provecho de los sentimientos nacionalistas, en
lugar de desperdiciar las energías en inútiles esfuerzos para destruirlos. Sin
embargo, este famoso método parece tener, a veces, consecuen.cias bastante
extrañas. La conversión medieval del cristianismo en un credo nuroritarista
no pudo suprimir por completo sus tendencias humanitarias; una y otra vez
el cristianismo brota debajo de la capa autoritaria (y es perseguido como he
rejía). De esta manera, si bien el consejo de Pareto sirve para neutralizar las
tendencias que ponen en peligro a la clase gobernante, también puede con
tribuir, involuntariamente, a preservar esas mismas tendencias. Con el na
Pero ¿es esto todo? ¿Es esto justo? ¿No hahd alguna ra:/.(ín en la afir
mación de que la grandeza de I Icgcl reside en el hecho de haber creado una
nueva Forma de pensar histórico, un nuevo sentido histórico?
Muchos amigos me han criticado por mi actitud hacia Ilq;c1 y por mi
miopía para apreciar su grandeza. Por supuesto que tenían toda la razón del
mundo, puesto que, efectivamente, fui incapaz de verla (y sigo sin verla to
davía). A fin de subsanar esta deficiencia, he llevado a cabo una illlbgación
lo más sistcm.itica posible de la cuestión de dónde rcsiclia la grande/ea de
Hegel.
Pero el resultado fue decepcionante, Sin duda que todo lo escrito por
11egel acerca de lo vasto y gralldioso del drama histórico creaba una atrnós
lera de interés en torno a la historia; sin duda que sus amplias generali/ea
cienes históricas, sus discriminaciones pcrioclicas y sus interpretaciones
fascinaron a algunos historiadores, induciéndolos a producir valiosos y de
tallados estudios históricos (que demostraron, casi invariablemente, la po
breza de los descubrimientos de Hegel y de sus métodos), Pero, ¿se debió
este influjo estimulante a la autoridad de un historiador o de un filósofo?
¿No habrá obedecido, más bien, a la actividad de un propagandista? He
comprobado, en general, que los historiadores tienden a valorar a Hegel
(cuando esto sucede) como filósofo y los filósofos creen que sus contribu
ciones de importancia (si las hubo) tuvieron lugar en el campo de la histo
274
275
ria, Pero el historicisrno no es historia y creer en él revela no poseer ni com
prensión ni sentido históricos. Y si queremos justipreciar la grandeza de
Hegel, corno historiador o como filósofo, no debemos preguntarnos si al
guien halló o no inspiración en su visión de la historia, sino si había o no
verdad en esta visión.
Por mi parte, sólo he podido encontrar una idea de importancia y que
podría juzgarse implícita en la filosofía de Hegel. Es la que lo impulsa a ata
car el racionalismo e intelectualismo abstractos que no aprecian la deuda de
gratitud que tiene contraída la razón con la tradición. Trátase aquí de la cIa
ra comprensión del hecho (que Hegel olvida, no obstante, en su Lógica) de
que los hombres no pueden partir del vacío, creando un mundo de pensa
mientos de la nada, y de qLle, lejos de ello, sus pensamientos son en gran
medida producto de un patrimonio intelectual.
Estoy perfectamente dispuesto a admitir que es éste un punto impor
tante y que, si se lo busca especialmente, es posible encontrarlo en HegeL
Pero niego que haya sido una contribución propia de HegeL Por el contra
rio, es más bien propiedad común de los románticos. Que todas las entida
des sociales son productos de la historia, que no son invenciones planeadas
por la razón sino formaciones provenientes de los caprichos de los sucesos
históricos, de la interacción de ideas e intereses, de los sufrimientos y de las
pasiones, es cosa sabida desde mucho antes de HegeL En efecto, ello se re
monta a Edmund Burkc, cuya apreciación del significado de la tradición
para el funcionamiento de todas las instituciones sociales hahía tenido una
inmensa influencia sobre el pensamiento político del movimiento románti
co alemán. En Hegel puede hallarse la huella de su influencia, pero sólo bajo
la forma insostenible y exagerada de un relativismo histórico y evolucionis
ta, bajo la forma de la peligrosa teoría de que lo que se cree hoyes verdad,
de hecho, para hoy, yen su corolario igualmente peligroso de que Jo que era
verdad ayer (verdad y no meramente «creíclo») puede ser falso mañana; doc
trina ésta que, a no dudarlo, no es la más apropiada para alentar una apre
ciación del significado de la tradición.
v
Pasarnos ahora a la última parte de nuestra crítica del hegelianismo, esto
es, al análisis del grado de dependencia entre el tribalismo o totalitarismo
moderno y las teorías de Hegel.
Si fuera mi intención escribir una historia del advenimiento del totalita
rismo, tendría que empezar por tratar el marxismo, pues el fascismo se de
sarrolló, en parte, a raíz del derrumbe espiritual y político del marxismo.
276
(Y, como veremos más adelante, el mismo juicio podría formularse con res
pecto a la relación que media entre el leninismo y el marxismo.) Pero pues
to que lo que más interesa es el historicismo, parece más acertado dejar el
marxismo para después, por ser ésta la forma de historicismo más pura que
se haya dado nunca, dedicándonos ahora a encarar el fascismo.
El totalitarismo moderno es sólo un episodio dentro de la eterna rebe
lión contra la libertad y la razón. Se distingue de los episodios más antiguos,
no tanto por su ideología como por el hecho de que sus jefes lograron rea
lizar une; de los sueños más osados de sus predecesores, a saber, convertir la
rebelión contra la verdad en un movimiento popular. (Por supuesto que no
debemos sobreestimar su popularidad; la intelligcntsia también constituye
una parte del pueblo.) El factor que lo hizo posible en los países involucra
dos fue el desmoronarniento de otro movimiento popular: la Democracia
Social o la versión democrática del marxismo que, a los ojos de la clase tra
bajadora simbolizaba las ideas de libertad e igualdad, CU;1I1do se hizo eviden
te que no fue por casualidad que este movimiento no logró, en 1914, detener
el estallido de la guerra; cuando se puso de manifiesto que se halhba inerme
para hacer frente a los prohleJJl<ls de la paz y, sohre lodo, al de la desocupa..
ción y la depresión económica, y cuando, por fin, este movimiento se de
fendió tibiamente de la agresión fa~;cista, entonces la fe en el valor de la li
bertad yen la posihilidad de la iguaklad se vio seriamente amenazada, y la
perpetua rebelión contra la libertad pudo, a tuertas o a derechas, adquirir un
respaldo más o menos popular.
El hecho de que el fascismo haya tenido quc asimilar parle del patrimo
nio marxista explica el rasgo «original» de la ide(llogía fascista, en el único
punto en que se desvía de la configuraciúll tradicional de la rebelión contra
la libertad. Ellópico a que me refiero es que el fascismo no tiene granl1ece
sidad ele apelar abicrtamoun, a lo sobrenatural. Esto no quiere decir que
haya de ser, necesariamente, ateo o que carezca totalmente de elementos
místicos o religiosos. Pero la difusión del agnosticismo a través delmarxis
rno condujo a una situación tal que ningún credo político que aspirase a la
popularidad entre la clase trabajadora podía atarse a ningun;l de las formas
rc1igiosas tradicionales. l:,st<l es la razón por la cual el fascislllo aíladió a su
ideología oficial, por lo menos en sus primeras etapas, cierta dosis del mate
rialismo evolucionista del siglo XIX.
De este modo, la fórmula del «preparado» fascista es la misma en todos
los países: Hegel + UIJa pizca de materialismo tipo siglo XIX (especialmente
el darwinisrno, en la forma algo burda que le dio Haeckel)." El elemento
«científico» del racismo puede remontarse a HaeckcI, quien fue responsa
ble, en 1900, de la organización de UD concurso que tenía por tema lo si
guiente: «¿Qué conclusiones pueden extraerse de los principios del darwi
277
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nismo con respecto al desarrollo interno y político de! Estado?». El primer
premio fue adjudicado a un voluminoso trabajo racista de W. Schallmeyer,
que se convirtió, así, en el abuelo de la biología racial. Es interesante desta
car lo mucho que se parece este racismo materialista, pese a su origen tan
diverso, al naturalismo de Platón. En ambos casos, la idea básica es que la
degeneración, en particular la de las clases superiores, se halla en la raíz de
la decadencia política (léase: de! avance de la sociedad abierta). Además, e!
moderno mito de la Sangre y el Suelo tiene su contraparte exacta en e! mito
platónico de los Terrígenos. Sin embargo, la fórmula del racismo moderno
no es «Hegel + Platón», sino «:Hcgel + Hacckel». Como veremos más ade
lante, Marx reemplazó el «Espíritu» de Hegel por la materia y los intereses
económicos. Del mismo modo, el racismo sustituye el «Espíritu» de Hegel
por algo material, el concepto casi biológico de la sangre o raza. Ya no es e!
«Espíritu» sino la Sangre la esencia autopropulsada; ya no es el «Espíritu»,
sino la sangre, el Soberano del mundo y Señor de la Escena de la historia, y
ya no es e! «Espíritu» de una nación, finalmente, el que determina su desti
no esencial, sino su Sangre.
La transformación del hegelianismo en racismo, o del Espíritu en san
gre, no modifica en mayor medida la principal tendencia de esta escuela.
Sólo le confiere un matiz de biología y de evolucionismo moderno. El pro
ducto es una religión materialista y mística al mismo tiempo, muy parecida
a la religión de la evolución creadora (cuyo profeta fue el hegeliano'? Bcrg
son); una religión que G. B. Shaw, más profética quc profundamente, ca
racterizó en cierta ocasión como «una fe que contemporizaba con la prime
ra condición de todas las religiones que alguna vez han dominado a la
humanidad: a saber, que debe ser... una merabiologfa». Y por cierto, esta
nueva religión racista muestra claramente un componente-meta y un com
ponente-biología, por así decirlo, o una mezcla de la mística metafísica de
Hege! y la biología materialista de Hacckel.
En cuanto a la diferencia entre el totalitarismo moderno y el hegelianis
mo, si bien significativa desde el punto de vista de la popularidad, carece de
importancia en lo que se refiere a sus principales tendencias políticas. Pero
si enfocamos ahora las similitudes, el cuadro cambia por completo. Casi to
das las ideas más importantes del totalitarismo moderno están heredadas di
rectamente de Hegel, quien coleccionó y conservó lo que A. Zimmer Ila
ma'" el «arsenal de armas para los movimientos autoritarios". Aunque la
mayoría de esas armas no fueran forjadas por el propio Hegel, sino tan sólo
descubiertas en los diversos botines de guerra antiguos que guardan memo
ria de la eterna rebelión contra la libertad, fue sin duda su esfuerzo el que
hizo redescubrirlas y colocarlas en manos de los totalitarios modernos. He
aquí una breve lista de algunas de las más preciadas de esas ideas. (Omitire
278
mas, sin embargo, el totalitarismo y tribalismo platónicos, pues ya han sido
tratados extensamente, así como también la teoría del amo y el esclavo.)
a) El nacionalismo, bajo la forma de la idea historicista de que el Estado
es la encarnación del Espíritu (o, según la versión actual, de la sangre) de
la nación (o raza) creadora de! Estado; una nación elegida (actualmente, la
raza elegida) está destinada a la dominación del mundo. b) El Estado, como
enemigo natural de todos los demás Estados debe afirmar su existencia en la
guerra. c) El Estado se halla exento de toda clase de obligación moral. La
historia, esto es, el éxito histórico, es el único juez; la utilidad colectiva es el
único principio de la conducta personal; la mentira y la deformación de la
verdad con fines propagandísticos son permisibles. d) Se impone la idea
«ética» de la guerra (toral y colectivista), en particular de las naciones jóvenes
contra las antiguas; la guerra, el destino y la fama son los bienes más desea
bles. e) El papel creador del Gran Hombre, la personalidad histórico-uni
versal, el hombre de conocimientos profundos y grandes pasiones (actual
mente, el principio del conductor). 1) El ideal de la vida heroica «<vivir
peligrosamente») y del héroe, en oposición al despreciable burgués y su
vida de chata mediocridad.
Esta lista de tesoros espirituales IlO es ni sistemática ni completa. Todos
ellos proceden directamente del viejo patrimonio y fueron almacenados y
preparados para el uso, no sólo por las obras de Hegel y sus discípulos, sino
también por el espíritu de una clase culta nutrida exclusivamente, durante
tres largas generaciones, con ese corrompido alimento espiritual que Scho
pcnhaucr no tardó en calificar(,H de «seudofilosofía destructora de la inteli
gencia,> y «cmpleo maligno y criminal del lenguaje», Pasemos ahora a eEec-
tuar un examen más detallado de los diversos puntos de la lista.
tl) De acuerdo con las doctrinas totalitarias modernas, el Estado Como tal
no constituye la meta más elevada. Es ésta, más bien, la Sangre, el Pueblo, la
Raza. Las razas superiores poseen la facultad de crear Estados. El objetivo
más elevado de una raza o nación es el de formar un Estado poderoso que
pueda servir a manera de potente insrru rncrnr, para su autoconservación.
Estas ideas (si se exceptúa lu sustitnciór, del Espíritu por la Sangre) se deben
al Icgcl, quien escribió." «En Ía existencia ele una Nación, el objetivo sus
tancial es llegar a ser UlJ Estado y preservarse como tal. Una Nación que no
se haya consolidado bajo la forma de un Estado-,-una simple nación-ca
rece, en rigor, de historia, al igual que las naciones ... que se desarrollaron en
la barbarie. Lo que le ocurre a una Nación... tiene su significación esencial
en relación con el Estado». El Estado así constituido debe ser totalitario, es
decir, que su poderío debe impregnar y controlar la vida entera del pueblo
y todas sus funciones: «El Estado es, por lo tanto, la base y centro de todos
los elementos concretos de la vida de un pueblo: el Arte, el Derecho, la Mo
279
$
ral, la Re!igión y la Ciencia... La sustancia que... existe en esa realidad con
creta que es e! Estado, es el Espíritu del Pueblo mismo. El Estado concreto
se halla animado por este Espíritu en todos sus asuntos particulares, en sus
guerras, instituciones, etc.». Puesto que el Estado ha de ser poderoso, debe
rivalizar en fuerza con los demás estados. Debe afirmar su existencia sobre
la «escena de la historia», debe aprobar su esencia o Espíritu peculiar y su
carácter nacional «estrictamente definido», mediante hazañas históricas y
debe aspirar, en última instancia, a la dominación de! mundo. He aquí un
resumen de este esencialismo historicista en las palabras de Hegel: «La
esencia misma del Espíritu es la actividad; ella actualiza lo potencial y hace
de sí misma su propia labor, su propia obra... Del mismo modo sucede con
el Espíritu de una Nación; es un Espíritu dotado de características estricta
mente definidas que existen y perduran ... en los sucesos y transiciones que
configuran su historia. {~sa es su obra, eso es lo que es esta Nación particu
lar. Las naciones son lo que son sus actos ... Una Nación será moral, virtuo
sa y fuerte mientras se OCLIpe en la realización de sus grandes objetivos... Las
constituciones dentro de cuyo marco los pueblos histórico-universales han
alcanzado su culminación les son peculiares ... En consecuencia, de.,. las ins
titucioncs políticas de los antiguos Pueblos histórico-universales, tuda pue
de aprenderse... Cada Genio nacional particular debe ser tratado corno sólo
Un Individuo en el proceso de la historia». El Espíritu o Genio nacional
debe ponerse a prueba a sí mismo, finalmente, en la dominación del mundo:
«La autoconciencia de una Nación particular. .. es la n.:ali<bd objetiva a la
cual el Espíritu del Tiempo le confiere su Voluntad. Contra esta Voluntad
absoluta los otros espíritus nacionales particulares no tienen ningún dere
cho; esa Nación domina al Mundo... ».
Pero Hegel no sólo elaboró la teoría histórica y totalitaria del naciona..
lismo, sino que previó también claramente sus posihilidades psicológicas.
Así, comprendió que el nacionalismo satisface una necesidad, el deseo de
los hombres de descubrir y conocer su lugar definido dentro del universo,
y de pertenecer a un cuerpo colectivo poderoso. Al mismo tiempo, exhibe
esa notable característica del nacionalismo germano, a saber, su intenso
complejo de inferioridad (para utilizar la terminología más reciente), espe
cialmente con respecto a los ingleses. YeI alemán recurre conscientemente,
con su nacionalismo o rribalismo, a aquellos sentimientos que hemos des
crito (en el capítulo 10) como la tensión de la civilización: «Todo inglés
-expresa Hegel 70 - os dirá: nosotros somos los que navegamos el océano
y dominamos el comercio de! mundo, y es a nosotros a quienes pertenecen
las Indias Orientales y sus riquezas... La relación del hombre individual con
ese espíritu... consiste... en que... le permite tener un lugar definido en el
mundo, ser algo. En efecto, encuentra... en el pueblo al que pertenece, un
280
','
mundo firme, ya establecido ... al cual debe incorporarse. En ésta su obra, y
por lo tanto su mundo, e! Espíritu de! Pueblo goza de su existencia y en
cuentra su satisfacción».
b) U na teoría común a Hegel y a todos sus secuaces racistas es la de que
el Estado, por su esencia misma, sólo puede existir mediante la contraposi
ción con otros Estados individuales. I-J. Frcver, uno de los primeros soció
logos de Alemania en la actualidad, manifiesta:" «Un ser que se desarrolla
en torno a su propio núcleo crea, incluso involuntariamente, la línea limí
uofc. y la frontera, aun cuando sea involuntariamente, crea al enemigo». Y
Ilegel, de forma similar: «Así como el individuo no es una persona real a
menos que se halle relacionado con otras personas, del mismo modo el Es
tado no scrti una individualidad real a mcnos que se halle relacionado con
otros Estados ... La relación de un Estado particular con otro presenta... el
más mudable juego de ... pasiones, intereses, objetivos, talentos, virtudes, fa
cult.rdcs, inju~tici,]~, vicios y meros azares externos. Es un juego en donde
hasta el Todo 1~~1 ico ·_-Ia Independencia del Fstado- se halla expuesto a las
contingencias». ¿ No dchcrí.uuos intentar, por lo tanto, regular este infortu
nado cxr.u]o de cosas mccliant.c la adopción de los planes kantianos para el
cstahlccimicuto de la pa/, cierna por medio de una unión federal? POI' cicr
lo que no ······contesta Hegel··..· comentando el proyecto de Kant para la paz:
«Kant propuso una alian/.;] dc soberanos», declara 1 Icgel de forma bastante
inexacta (pues Kant proponía una federación de lo que llamamos ahora ['~s
tados dcmocr.iricox), "que resolviesen las controversias de los I'~stados, y la
Santa Alianza probablemente aspiró a ser una institución de este tipo. El
"~stado, sin emhargo, es un individuo y la individualidad contiene, esencial
mente, la negación. Cierto número de Estados puede erigirse en una lami
liu, pero esta confederación, como individualidad, dcbcr.i crear 0l)()sici<~)n Y
engendrar un elH:mig<H. Esra couclusión se debe a que en la dialéctica de
Ill'gel h negación es igual a la limitación y, por cOllsiguil:nte, no s(',lo signi
fíe;t Iíllea Ii m itro!c o fronteriza, si no t.un bién la creación de un .ul vcrxnrio:
«l .os .uicrrox y aelos dc los l~stados en su relación recíproca revelan la dia
lccric.i de la u.uurnlcz.i finita de estos Espíritus». Estas citas han sido toma...
das de la Filoso/l,t del Derecho, si bien en su Enciclopedia, anterior a aqué
lla, la teoría de I Iegel anuncia las teorías modernas, por ejemplo la de
'''reyer: «El aspecto final dcl Estado es aparecer en la realidad inmediata
como una sola nación ... como individuo único es excluyente de otros indivi
duos semejantes. En sus relaciones mutuas, también e! azar y la discordia tie
nen su lugar. .. Esta independencia .., reduce las disputas entre ellos a térmi
nos de violencia mutua, a un estado de guerra... Es esta situación de guerra
en la que se manifiesta la omnipotencia del Estado ... », De este modo, e! his
toriador prusiano Treitschkc sólo demuestra cuán bien comprende e! esen
281
cialismo dialéctico de Hegel cuando repite: «La guerra no es sólo una necesi
dad práctica, sino también una necesidad teórica; una exigencia de la lógica.
El concepto del Estado implica el concepto de guerra, pues la esencia del Es
tado es el Poder. El Estado es el Pueblo organizado como Poder soberano".
e) El Estado es la Ley, tanto moral como jurídica. De este modo, no
puede hallarse sujeto a ninguna norma, ni en particular al patrón de la mo
ralidad civil. Sus responsabilidades históricas son más profundas y su único
juez es la Historia del mundo. El único patrón posible para el juz¡;allliento
del Estado es el éxito histórico universal de sus actos. Y este éxito, el poder
y la expansión del Estado, debe privar frente a toda otra consideración de la
vida particular de los ciudadanos; la justicia es lo que si rvc al poder del Es
tado. Es ésta, a la vez, la teoría de Platón, la teoría del totalitarismo moclcr
no y la teoría de Hegel: es la moral platónico·-prusiana. "El Estado -··dedil-·
ra Hegcl-- 72 es la concreción de la Idea (~licil. Es el Espíritu ético revelado
como la Voluntad sustancial .Y consciente de sí." En consccucuci.i, uo pue
de babel' ninguna idea ética por encima del Estado. "Cuando las Voluntades
particulares de los Estados no pueden I\c¡;ar a un acuerdo, Sil controversia
sólo puede resolverse por la ¡;ucrra. Cu.ilcs ofensas liabr.in de ser conside,·
radas como transgresiones de un tratado o violaciones de! respeto y el ho
nor, no es cosa que pueda precisarse exactamente... FI Estado puede idcnti
ficar su infinitud y honor con cada uno de sus aspectos. "En electo ..., la
relación entre los Estados fluctúa y no existe nin¡';{lIljucz capaz de dirimir
sus diferencias.» En otras palabras: «Frcruc al Estado no existe Il1ngún po··
del' capaz de decidir qué es... justo... Los ESLldos ... pueden celebrar acucr
dos mutuos pero son, al mismo tiempo, superiores a esos acuerdos ¡vale de
cir que no están obligados a cumplirlos l.·. l.os tr.uados celebrados entre
Estados... dependen, en última instancia, ele hs voluntades de los soberanos
particulares y, por esta razón, no deben merecer una confian/.a ahsolut.a».
De este modo, el único tipo de «juicio» posible pucde recaer sol.irc !()S
actos y sucesos histórico-universales: su resultado, su éxiu.. licgel puede
identificar, por consiguiente,71 "el destino esencial·"·· -cl o/Jjeti'uo absolut.o"··
con el resultado verdadero de la ll istoria universal>. Tener l~Xjt(), est.o es,
surgir como el más [ucrtc de la lucha dialC:etica librada entre los distintos
Espíritus Nacionales por el poder, por la dOlJlinaci6n del mundo, es, pues,
el fin único y último, así como la sola base de juicio o, C01\\O dice Hegel más
poéticamente: "De esta dialéctica surge el Espíritu Universal, e! ilimitado
Espíritu del Mundo, pronunciando su scntoncia-e-y este fallo no tiene ape
lación- sobre las Naciones finitas de la Historia Universal, pues la historia
del Mundo es el Tribunal de Justicia del Mundo».
Freyer tiene ideas muy similares pero las expresa más [rancamcnte:"' «Es
el tono viril y osado el que prevalece en la historia. El botín será del fuerte.
282
Quien da un paso en falso se encuentra perdido ... El que quiere dar en el
blanco tiene que saber cómo se tira». Pero todas estas ideas son, en última
instancia, sólo repeticiones de Heráclito: «La guerra... demuestra que unos
son dioses y otros sólo hombres, al convertir a estos últimos en esclavos y a
aquéllos en amos ... La guerra es justa». Según esas teorías, no puede haber
ninguna diferencia moral entre la guerra en que somos atacados y aquella en
que atacamos a nuestros vecinos; la única diferencia posible es la victoria. El
señor F. Haiscr, autor del libro Slauery: lts Biological Foun.dation and Mo
ra(!listij"icati(m (1923) (!.a esclavitud: su fundamento biológico y su justifi
cación moral), profeta de una raza y d<.: una moralidad señoriales, arguye:
«Si debemos dercndcrnos, entonces debe cxisti r algú II a¡.;resor. .. Y si es así,
¿por qué no hemos de ser nosotros los agresores?". Pero incluso esta doc
trina (su nntcccsora es la famosa teoría ele Cl.iuscwitz, quien sostenía que un
ataque era siempre la mejor defensa) es hegeliana, pues llegel, al referirse a
las ofensas que llevan a la ¡;uerra, no srilo demuestra la necesidad de que
toda "¡;uerra de defensa» se convierta en "¡;UeITa de conquista», sino que
nos informa de que algunos I!.stados poseedores de una fuerte individuali
dad, «se halL1ll naturalmente más inclinados a la irritahilidacl», a [in de jus
tifical'lo que dcnominn. eufemísticamente, b «activid.u] intensa».
Con el cstahlccimicuto del éxito liisrórico como único juez en los .isun
I.os concernientes a los Esudos o naciones, y con la tcnt.u iva de desechar las
distinciones morales, tales C0l110 las existentes cut re la agresiún y la defell
sa, se vuelve necesario razonar contra la Illoralidad de la coucicucia. (Iegel
lo lleva a cabo mcdi.uu« e! estahlecil11ietl{o dc lo que llama «vcrdacicru ruo
ralidad», o, rn.is bien. virtud s<>cial, a diferencia dc b -Iuls.t mornliclarl-. Casi
no hace falta decir que cst.i -vcrcl.ulcrn l1loralidad" es h moralidad totalita
ria platónica, COIl una buena dosis de historicixmo, en tanto que la "falsa
moralidad" ··":1 la que también dcscr il»: como «rectitud ximplcmcutc for""
nul»- es b de la conciencia personal. «Se puede p<.:rfecl.alllente· -ru.uu
fiesta l Icgcl- i:> csi.ihlcccr los verdaderos principios de la llIoralidad, o mc
jor dicllll, de la virtud social, en ()I)osiei/I/) ;1 la fal.~a 1l1Or:didad, pues la
I listoria del Mundo ocupa un siti<> superior al de la nwr:llidad, que es de ca"·
r.ictcr personal, a saber: la conciencia de los inclivicluox, su voluntad y modo
de conducta particulares, ct.c, 1.0 que exige y si¡;nifica el [in al.soluto del Es··
píritu, lo que hace la Providencia, trasciende ... la imputación de móviles
buenos o malos ... l'~n consecuencia, so]o es la rectitud formal, abandonada
del Espíritu viviente y de Dios, lo que alienta a aquellos que se aferran obs
tinadamcntc al derecho y al orden amiguos.» (Es decir, los moralistas que se
refieren, por ejemplo, al NUeVL) 'I'cstamcnto.) «Las hazañas de Jos Grandes
Hombres, de las Personalidades históricas universales... no deben chocar
con razones morales que nada hacen ,11 caso. No debe levantarse contra ellas
283
la letanía de las virtudes privadas, de la modestia, de la humildad, de la filan
tropía y de la indulgencia. La historia del mundo puede, en principio, ignorar
por completo el círculo dentro del cual reside la moralidad.» Encontramos
aquí, por fin, la perversión de la tercera de las ideas de 1789, la de la frater
nidad o, como dice Hegel, de la filantropía, junto con la ética de la concien
cia. Esta teoría historicista, platónico-hegeliana, ha sido repetida luego una
y otra vez. El célebre historiador E. Meyer, por ejemplo, habla de la «chata
estimación moralizante que juzga las grandes empresas políticas con la vara
de la moralidad civil, pasando por alto los factores más profundos y más
verdaderamente morales del Estado y de las responsabilidades históricas».
Cuando se sostiene semejantes opiniones, debe desaparecer, forzosa
mente, toda vacilación con respecto a las mentiras propagandistas y las de-o
formaciones de la verdad, especialmente si con esto se logra acrecentar el
poderío del Estado. El enfoque que hace Hegel de este problema es, sin em
bargo, bastante sutil: «Una gran mentalidad ha planteado públicamente la
cuestión --cleclara-76 de si es permisible o no engañar al Pueblo, La res
puesta es quc el pueblo jamás permitirá que se lo engañe con respecto a su
base sustancial». (F Haiscr, el moralista por excelencia, manifiesta: "No es
posible ningún error allí donde dicta el alma racial»), «sino que se engúud
él mismo -sigue diciendo tlegel-- acerca de la forma en que la conoce... La
opinión pública merece, pues, ser t.an estimada como despreciada... De este
modo, la primera condición para llegar a lograr algo grande es apartarse ele
la opinión pública... y las graneles conquistas están destinadas, por cierto, a
ser reconocidas y aceptadas por la opinión pública... », En suma: lo que cucn
t.a siempre es el éxito. Si Ía mentira tuvo éxito, entonces no era una mentira,
puesto que el Pueblo no fue engañado con respecto a su base sustancial,
d) Hemos visto que el Estado, especialmente en su relación con los de
más Estados, se halla más allá del bien y del mal: es amoral. Cabe esperar,
por consiguiente, que se nos diga que la guerra no es un mal moral, sino
moralmente neutral. Sin embargo, la rcoría de Hegel sobrepasa esta expec·
tativa, pues se desprende de ella, en realidad, que la guerra es buena en sí
misma. Así, nos declara que «existe un elemento ético en la guerra>'!! y que
«es necesario reconocer que lo Finito, como la propiedad y la vida, es acci
dental. Esta necesidad se nos presenta bajo la forma de una fuerza de la na
turaleza, pues todas las cosas finitas son morales y transitorias. Sin embar
go, en el orden ético, en el Estado..., esta necesidad es exaltada a un plano de
libertad, a una ley ética... La guerra... se convierte ahora en un elemento ...
de ... la justicia... La guerra tiene la profunda significación de que gracias a
ella se preserva la salud ética de una nación y afloran a tierra sus objetivos
finitos ... La guerra preserva a la gente de la corrupción que terminaría por
acarrearle una paz permanente. La historia nos muestra una cantidad de
ejemplos de cómo las guerras victoriosas han puesto término a la inquietud
interna... Estas Naciones, destrozadas por la lucha intestina, logran la paz
en su seno mediante la guerra en el exterior». Este pasaje, extraído de la Fi
losofía del Derecho, revela la influencia de las enseñanzas platónicas y aris
totélicas con respecto a los «peligros de la prosperidad»; al mismo tiempo,
es un buen ejemplo de identificación de lo moral con lo saludable, de la éti
ca con la higiene política, () del derecho con el poder; todo esto conduce
directamente, como se verá por el siguiente pasaje de la Filosofk1 de la His
toria'de Hegel, a la identificación de la virtud con el vigor. (Se encuentra in
mediatamente después del pasaje ya mencionado, referente al nacionalismo
como medio de superar los propios sentimientos de inferioridad, y sugiere
que hasta la guerra puede rcsuhnr un rucdio apropiado para alcanzar tan no
ble fin.) Al mismo t icmpo, se da por sent.ada claramente la teoría moderna
de la virtuosa agresividad de los países jóvenes que nada tienen, contra los
viejos y ruines que todo lo posecn. «Una Nación -·····manifieslallegel-·-- es
moral, virtuosa y vigorosa micntr.is se halla cntrq.;ad'l ,1 la realizaci<ín de
grandes objetivos ... Pero una vcz que l:StoS han sido aIC:J11',,1lIos, la actividad
despleg;ub por el lspíritu de! Puehlo ... deja de ser necesaria... Es mucho to
davía lo quc la Nación puede llevar a cabo en la gue[l'a y la paz". 1'<:1"0 puc··
de decirse que ha cesado, pr.icucamcntc, la actividad del alma misma, vi..
viento y sustancial. .. Ll Nación vive [a misma clase de vida quc el individuo
cuando pasa, de b m.ulurcv a la vejez ... Esu-vit1a uni/i¡rme (como el reloj de
cuerda que man:h;l por sí solo) es la quc lleva a la muerte n.uural. .. Y así
como perecen los individuos, t amhicn perecen los puchlos.; Un pueblo
sólo puede sucumbir por muerte violenta cuando ya se lr.illn n.n urulnu-nrc
muerto pOI" dentro." (Las ulrimas observaciones encuadran denl ro de la ITa..
dicióu de la declinación v c.ud.i.)
Las ide;ls de [ lcgcl con respecto a la guerra son sorprendentemente mo
dcru.is, tauro que Ilq.',a a vixlumhr.u-, incluso, las consecuencias morales de
la Illccanización o, mejor dicho, ve en la guclTa mee.in ica las consecuencias
dd Espíriw ético dclloulitaris1lJO o colectivismo;" ., Existen distintas c!a-·
ses de valentía. El coraje del animal o del ladrón, la bravura originad.l en el
sentido del honor, la valentía caballeresca no son, sin ernbargo,'lorJn;\s au
ténticas de valentía. I':n las naciones civilizadas la verdadera valcm ía consis
te en la diligencia para consagrarse por entero al servicio del l'~stado, de
modo que el individuo sólo cucntc como uno entre muchos» (alusión a la
conscripción universal). «Ningún valor personal es significativo; lo impor
tante reside en la autosubordinacion a lo uniuersal. Esta forma superior hace
que... la valentía parezca más mecánica... La hostilidad no va dirigida contra
individuos aislados, sino contra un todo hostil» (se observa aquí un antici
po del principio de la guerra totaly;«... el valor personal se torna impersonal.
284
285
No debe creerse que la invención del cañón es casual; por el contrario, obe
dece a este principio...». Dentro de una tónica semejante, Hegel dice de la
invención de la pólvora que: «La humanidad la necesitaba y entonces hizo
su aparición». (¡Cuánta bondad por parte de la Providencia!)
Los fundamentos del filósofo E. Kaufmann son, pues, del más puro he
gelianismo, cuando razona, en 1911, contra el ideal kantiano de la comuni
dad de hombres libres: «No la comunidad de hombres de libre voluntad,
sino una guerra victoriosa: he ahí el ideal social... pues es en la guerra donde
el Estado despliega su verdadera naturaleza»;" otro tanto puede decirse
de E. Banse, el famoso «militarista científico», cuando expresa en 1933: "La
guerra signifiC<l la mayor intcnsificación ... de todas las energías espirituales
de una época... Ella representa el esfuerzo extremo del poder Espiritual del
pueblo... en ella se unen el Espíritu y la Acción. En realidad, la guerra su
ministra la base sobre la cual el alma humana puede manifestarse en toda su
plenitud .... De ninguna otra manera puede la Voluntad ... de la Raza... alcan
zar la existencia de forma tan integral como mediante la guerra». Y el gene
ral Ludcndorff prosigue diciendo en 1935: «Durante los años de la llamada
paz, la política... sólo tiene sentido en tanto que prCf)ara la guerra total». 1)C
este modo, no hace sino formular con más precisión una idea sustentada
por el famoso filósofo esellcialista Max Scheler en 1915: «La guerra signifi..
ca el Estado en su crecimiento y desarrollo rnás actualizados; significa polí
tica». La misma doctrina hegeliana vuelve a ser expresada por Freyer en
1935: «El 1',sLldo, desde su primer momento de existencia, se instala en la
esFera de la guerra... La guerra no es s(,lo la forma más perfecta de actividad
del Estado, sino que constituye el elemento mismo en que se aloja el I':sta··
do; claro esta que dentro del término debe incluirse la guerra pospuesta, la
guerra solapada, la guerra prcvcnidu o rehusada, ctc.». Pero quien extrae
la conc!usiónm;Ís atrevida es ". l.cnz, quien, en su libro La raz" como prin..
cipio del ualor, plantea cautelosamente la siguiente cuestión: «Pero si b hu"
manidad Fuera la meta de la moral, entonces ¿ no habríamos tornado noso
iros, después de todo, la senda equivocada?», para desechar de imncdiato
esta alternativa con la .siguientc respuesta: «Lejos de nosotros la idea de que la
humanidad pueda condenar a la guerra; al contrario, es la guerra la que con
dena a la humanidacl». Esta concepción se halla vinculada con el historicis··
mo de E. Jung, quien observa: «El humanitarismo, o la idea de la humani
dad... no es el regulador de la historia». Pero es el precursor de Hegel,
Ficlite -que mereció de Schopenhauer el calificativo de «rctóricov-i-, a
quien debe atribuirse el argulllento antihumanitarista original. Refiriéndo
se a la palabra «humanidad», Fichte escribió lo siguiente: «Si se le hubiera
presentado a un alemán, en lugar de la palabra de origen latino "humani
dad", su adecuada traducción sajona ("manhood", "Menschheit natura
leza humana), entonces... habría dicho: "[Después de todo no es tanta la di
ferencia entre ser hombre o una bestia salvaje!" He aquí lo que hubiera di
cho un alemán, cosa que para un romano habría sido imposible. En efecto,
en la lengua germana, el término (manhood, Menschheit) sólo ha conserva
do una denotación meramente fenoménica, sin trascender una idea superior
como entre los latinos. Quienquiera que intente introducir astutamente de
contrabando este símbolo latino extraño a nosotros [es decir, el término
"humanismo"] en la lengua germana, adulteraría abiertamente, de este
ruedo, nuestros patrones éticos ... », Spengler repite la teoría de Fichte, al de
cir: «Nuestro término sajón (manhood == Menschheit) es una expresión zoo..
lógica o una palabra vacía»; y lo mismo Rosenbcrg, quien declara: «La vida
interior del hombre se vio adulterada cuando ... se le imprimió en el espíritu
un concepto extraño: salvación, humanitarismo y cultura humanista»'.
Kolnai, a cuya obra debo la consulta de un sinnúmero de datos que, de
otro modo, no me hubiera sido posible conocer, dice Ho de forma terminan
te: ,/fodos los que estamos por... los métodos de gobierno racionales y ci
v.ilizados y la organización social, coincidimos en que la guerra es, en sí mis
ma, un mal, ...» , y tras de añadir que, en la opinión de la mayorta (salvo Jos
pacifistas), puede convenirse, en ciertas circunstancias, en un mal necesario,
continúa diciendo: «La actividad nacionalista es diferente, si bien no supo..
ne necesariamente el deseo de un guerrear perpetuo o Frecuente. No ve un
mal en la guerra sino, al contrario, un bien, aUII cuando sea un bien peligro
so, como un vino fuerte que conviene reservar para las ocasiones excepcio
nales». La guerra 110 es un mal común y frecuente, sino un bien precioso y
raro: t.al sería la síntesis de las ideas de IIegel y sus sucesores.
U no de los aciertos de 1 Iegel fue la resurrección de la idea licraclitcana
del destino; éste insistió" en que la gloriosa idea griega dcl destino expresa
ba la esencia de una persona o de una nación, en oposición a la idea hebrea
nominalista de las leyes universales, ya fueran de la naturaleza o de la mo
ral. La doctrina esencialista del destino puede deducirse (corno se demostró
en el capítulo anterior) de la opinión de que la esencia de una nación sólo
puede revelarse en su historia. No es «{atalisra» en el semi do de que esti
mule la inactividad; no ha de confundirse, pues, el «destino» con la «pre
destinación». Todo lo contrario; uno mismo, la esencia real de 11110, el alma
más íntima, la sustancia de que está hecho (voluntad y pasión más que ra..
zón) son de importancia decisiva en la configuración del propio destino. A
partir de la ampliación que hizo Ilegel de esta teoría, la idea del destino se
ha convertido en una obsesión favorita, por así decido, de la rebelión con
tra la libertad. Kolnai acierta al destacar la relación entre el racismo (es el
destino el que lo hace a uno pertenecer a determi nada raza) y la hostilidad a
la libertad: «Con el principio de la Raza ---declara Kolnai-s-" se quiere en
0=
286
287
gloria».
e) Sin embargo, no todos pueden alcanzar la gloria; el culto de la gloria
supone el antiigualitarismo, supone el culto de los «Grandes Hombres». El
racismo moderno, en consecuencia, «no reconoce igualdad entre las almas
oi igualdad entre los hombres>" (Rosenberg). De este modo, no hay nin
gún obstáculo que nos impida adoptar del arsenal de las armas contra la li
bertad, el Principio del Conductor o, como lo llama :Hegel, la idea de la Per
sonalidad Histórica Universal. Es éste uno de los conceptos favoritos de
Hegel. Al examinar la abominable «cuestión de si es o no permisible enga
ñar a un pueblo» (ver más arriba) expresa: «En la opinión pública todo es
cierto y falso a la vez, pero corresponde al Gran Hombre descubrir la ver
dad. El Gran Hombre de su tiempo es aquel que expresa la voluntad de su
tiempo: aquél que dice a su época lo que quiere y lo lleva a cabo. El Gran
Hombre actúa de acuerdo con el Espíritu y Esencia interiores de su época,
materializándolos. Y aquel que no sepa cómo despreciar la opinión pública,
según se deja oír aquí y allá, jamás llegará a ser nada grande", Esta excelen
te descripción del Conductor como publicista se halla combinada con un
refinado mito de la Grandeza del Gran l Iomhrc, que consiste en su C1Líc-
ter de instrumento sobresaliente para realizar el Espíl"itu en la liistorin. En
su examen de los «Hombres Históricos Universales», dice Ilcgel: -Lr.m
hombres prácticos, políticos. Pero al mismo tiempo, eran pensadores que
conocían las exigencias de la época y lo que estaba maduro para des.uro
llarsc... Los Hornhrcs Ilistóricos Universales ----los l lérocs de cad;ll'poca--··'
deben ser rccouociclos como tales, por lo tanto, pOI" su visiún de Lu~;o al..
can ce; sus acciones, sus palabras, son las mejores de su tiempo ... I'ueron
ellos quienes mejor comprendieron los problemas de I':stado, y de quienes
aprendieron los demás, aprobando, o, por lo menos, aceptando su política.
En efecto, el Espíritn que ha dado este nuevo paso en la I Iistor ia es cl alma
más íntima de todos los individuos, pero en la condición inconsciente que
despierta a los grandes hombres... Sns compatriotas deben seguir, por lo
tanto, a esos Conductores Espi rituales, pues ex pcri mcnt an el irresisti hlc
poder de su propio Espíritu interior así encarnado». Pero el (;ran l lomhre
no es súlo el hombre de mayur entendimiento y sabiduría sino también el
Hombre de las Grandes Pasiones, prcfcrcnrcrncnrco-claro cst.i->- de las pa
siones y ambiciones políticas. I':s capa/" pur lo tanto, de despertar pasiones
en los demás. «l.os Grandes llornhrcs obedecen al propósito de satisfacer
se a sí mismos y no a los dcm.is Son Grande» precisamente pUl"q uc han
querido y alcanzado algo grande Nada Grande se ha llevado a cabo en el
universo sin pusion... Podriamos llamar a esto la astucia de Ía rll.",óll, t¡ saber,
la de hacer quc las pasiones obren pard ella... I,a pasión, cierto es, no cons-
tituye la palabra más adecuada para lo que deseo expresar. No quiero signi-
ficar aquí nadu más que la actividad humana resultante de los intereses pri
uados --designios particulares o, si se quiere, egoístas- con el requisito de
que toda la energía de la voluntad y del carácter se halla dirigida a su conse
cución... Las pasiones, los objetivos privados y la satisfacción de deseos
egoístas son ... los resortes más efectivos de la acción. Su fuerza reside en el
hecho de que no respetan ninguna de las limitaciones que la justicia y la mo
ral pudieran imponerles, y en que estos impulsos naturales tienen una in
fluencia más directa sobre sus compatriotas que la disciplina artificial y te
288
289
carnar y expresar la más completa negación de la libertad humana, la nega
ción de los derechos iguales, verdadero desafío éste al género humano». Y
también insiste con razón en que el racismo tiende a «combatir la Libertad
con el Destino, la conciencia individual con el apremiante llamado de la
Sangre, más allá de todo control y razón». Hasta esta última tendencia ha
lla expresión en Hegel, si bien, como de costumbre, de manera bastante os
cura: «Lo que denominamos principio, objetivo, destino o la naturaleza o
idea del Espíritu -expresa Hegel- es una esencia oculta, sin desarrollar,
que, como tal-por auténtica que sea en sí misma- no es todavía comple
tamente real... La fuerza propulsora que ... les da ... existencia es la necesidad,
el instinto, la inclinación y la pasión de los hombres». El filósofo moderno
de la educación total, E. Krieck, se orienta hacia la línea fatalista: «Toda vo
luntad y actividad racionales del individuo se circunscriben a su vida coti
diana; más allá de esta esfera sólo puede alcanzar a cumplir un destino su
perior en la medida en que esté sujeto a los poderes supcriores del destino».
Parecería que hablase por su experiencia personal cuando dice, a continua
ción: «El individuo no puede llegar a convertirse cn un ser creador y signi
ficativo mediante planes racionales, sino tan sólo a través de las fuer/,as que
obran por encima y debajo de él, y que no se originan en su propio ser sino
que rondan y se abren camino a través del mismo... », (Pero lo que es ya una
generalización gratuita de las experiencias personales más íntimas dcl filú
sofo es su afirmación de que no sólo «la época de la ciencia" objel iva no" 1i
hrc" ha concluido» sino también la dc la «r;¡:;,()11 purav.)
Junto con la idea del destino, Hegel resucita su colltrapartc, a saber, la
idea de la fama: «Los individuos ... son instrumentos... Lo que gan,ul perso
nalmente... , mediante la participación individual en el negocio sustancial
(preparado y designado con independencia de los mismos) es... la Fama,
que no es sino su recompensa»." y Stapcl, difusor del nuevo cristianismo
paganizado, se apresura a repetir: «Todas las grandes hazañas fueron hechas
por la fama o la gloria». Pero este moralista «cristiano» se muestra todavía
más radical que Hegel: «La gloria metafísica es la única moralidad verdade
ra» y el «Imperativo Categórico» de esta única moralidad verdadera se
muestra acorde con dicho precepto: «Haz aquellas acciones que llamen a la
diosa tendente al orden y a la moderación, a la ley y a la moralidad> De
Rousseau en adelante, la escuela romántica de la filosofía comprendió que
el hombre no es exclusivamente o siquiera fundamentalmente racional.
Pero, en tanto que los humanistas se aferran a la racionalidad como meta
deseable, la rebelión contra la razón explota este conocimiento psicológico
de la irracionalidad del hombre para sus fines políticos. El llamado fascista
a la «naturaleza humana» está dirigido, en realidad, a nuestras pasiones, a
nuestras necesidades colectivistas místicas, al «hombre anónimo». Utilizan
do las palabras de Hegel que acabamos de citar, podríamos denominar a
este llamado la astucia de la rebelión contra la razón. Pero esta astucia llega
a su culminación con uno de los virajes dialécticos más atrevidos de Hegel.
Después de rendir su palabrero homenaje al racionalismo, después de de
fender a voz en cuello la «razón», con mayor vigor que hombre alguno an
tes () después de él, concluye finalmente en el irracionalislllo, en una apoteo-·
sis, \10 sólo de la pasión, sino de la fuerza bruta: «Es interés absoluto de la
Razón -expresa l--[cgc!- que este Todo Moral les decir, ell':stado I exista,
y aquí reside la justificación y el mérito de los héroes, los rumiadores de los
Estados, por crueles que hayan podido ser. .. A estos hombres les está per·
mitido tratar otros grandes, incluso sagrados, intereses, sin la menor cOl1Si
deración... Pero una forma tan poderosa deberá pisotear, por fuerza, rn.is de
una flor inocente; más de un objeto se hará pedazos a su paS l ) " .
La concepci{)ll que nos pinta al hombre más como un animal heroico
que racional no fue inventada por la rebelión contra la razón, sino que cs
una idea típicamente t.ribalísta. Debemus distinguír, pues, entre este idcal
del Héroe y la consideración más razonable del heroísmo, Úste cs y será
siempre admirable; pero nuestra admiración debe depender, en gran llled i··
da - a nuestro juicío-, de nuestra estimación de la causa a la quc el héroe
ha dedicado sus esfuerzos. No creemos que la heroicidad entre pistoleros
merezca gran respeto. Pero debemos admirar al capitán Scou y su expedi
ción y aún más, si cabe, a los héroes de la investigación de los rayos X y de
la fiebre amarilla, y también, por cierto, a aquellos que defienden la libertad.
La idea tribal del Héroe, especialmente bajo la forma fascista, se basa cn
diferentes concepciones. Por \0 pronto, constituye un ataque directo contra
aquellas cosas que para la mayoría de nosotros hacen del heroísmo algo ad
mirable, aquellas que favorecen el curso de la civilización. Ln efecto, conS
tituye un ataq uc contra la idea. de la propia vida civilizada, a la q uc se acusa
de superficial y materialista, en razón de la idea de seguridad que con ella va
aparejada. ¡Vivir peligrosamente! es su imperativo; la causa por la cual se si
S5
gue este imperativo es de importancia secundaria o, como dice W. Best:
«Una buena lucha como tal, no una "buena causa" ... es lo que importa... Lo
que interesa es cómo se pelea, y no por qué». Una vez más comprobamos
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290
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que este razonamiento es el resultado de las ideas hegelianas: «En tiempos
de paz -expresa Hegel-la vida civil alcanza una mayor amplitud, cada es
fera se diferencia nítidamente de las demás dentro de su cerco... y por fin,
todos los hombres se estancan ... Desde los púlpitos mucho es lo que se pre
dica acerca de la inseguridad, vanidad e inestabilidad de las cosas tempora
les pero, eso no obstante, todos ... creen que ellos, por lo menos, se las arre
glarán para conservar la propiedad de sus bienes ... Es necesario admitir
que... la propiedad y la vida son accidentales ... iHagamos que la inseguridad
"\legue Finalmente bajo la forma de húsares armados de sables resplande
cientes y nos muestre su grave activiclad!». En otro lugar, Hegel traza un
cuadro sombrío de lo que se denomina «mera vida rutinaria»; con esta ex
presión parece querer design;lr cieno tipo de vida civil: «La rutina es una ac
tividad sin oposición ... donde la plenitud y el celo no tienen la menor parti
cipacióu: tr.itasc simplemente de una mera existencia externa y sensual [es
clccir, lo que algunos contemporáneos nuestros llam.u-ian "materialista"]
que ba dejado de proyeel:lrse cutusiastamcntc sobre su objeto..., existencia
desprovista de intelecto o vitalidad". Ilegel, siempre fiel a su liisroricismo,
fundamenta esta actitud anticivil y l:Ullbién .mtiut ilitnria (a dilcrcucia de los
comentarios utilitarios de J\rist(")teles acerca de los «peligros de la prospcri
d.ul») en su intcrprctuciún de la historia: «1 .a Ilistoria del mundo no es nin
¡'>;Útl teatro de felicidad. Los períodos :lforlLlll;ldos son, en él, páginas en
blanco, pues constituycu períodos de armouia». I k este modo, elliberalis
mo, la lil1L'rtad y la r.izóu SOIl, como de costumhrc, objeto de los ataques de
Ilcgel.l .os gritos histéricos: ¡(,)uerenlos nuestra historia! ¡()uerelllos nucs ..
tro destino! ¡()ueremos nuestra lucha! ¡(;)ucrelllos nuestras cadenas], re
suenan en todo el ;lnil)il'o dl'l cdificio del hcgelianismo, esa fortaleza de la
sociedad CCIT;Hla y de b rebelión cOIIlr;1 b libertad.
l'cse al optimismo oficial -por así dccirlo...... de 1 kgd, basado en su
teoría de que lo quc es raciona] es real, se .uivicru.u ciertos rasgos que po..
<irían atribuirse a ese pesimismo t.nt característico de los m;ís illtl'ligentcs de
los moderno» filúsofos racistas; no unto q uiz.i en el caso de los primeros
(COI1l0 Lagank, 'J'rcitschke, o Moelkr van d<'ll Bruck), sino m.is bien de
aquellos que sucedieron ;l Spcngler, el LlIllOSU historicista. Ni cl liolismo
biológico de este último, ni SIL comprcusión intuitiva, ni su I':spíriw colec
tivo o su Espíritu de la época, ni siquiera su romanticismo, Jo salvan de UJJ;l
concepción del mundo sumamente pesimista. En el «austero» activismo
que les concede a aquellos dotados de la facultad de adivinar cl lut.uro y que
se sienten, por lo tanto, instru III en tos para su materialización, se advierte
cierto ¡.>;rado inconfundible de vacía desesperanza. Cabe observar que esta
sombría visillll de las cosas es igualmcnte compartida por las dos alas de los
racistas, a saber, el ala «atea" y el ala «cristiana".
291
Stapel. que pertenece a esa última (pero también hay otros autores,
86
como por ejemplo, Gogarten) expresa: "El hombre se halla bajo el peso
del pecado original, en su totalidad... Los cristianos sabemos que le es abso
lutame-nte imposible vivir fuera del pecado... Lleva su nave, por consiguien
te, lejos de la mezquindad de la gazmoflería moral... Un cristianismo teñido
de ética ya no es cristianismo... Dios ha hecbo perecedero a este mundo y lo
ha condenado a la destrucción. ¡Vaya pues a los perros, conforme a su des
tino! Aquellos hombres que se imaginan capaces de hacerlo mejor, que
quieren crear una moralidad "más elevada", no hacen sino iniciar una ínfi
ma y ridícula rebelión contra Dios..- La esperanza del cielo no significa la
expectativa de una felicidad paTa los bienaventurados; sólo significa obe
diencia y Camaradería Guerrera» (el retorno a la tribu). "Si Dios le orde
na a Su hombre que vaya al infierno, entonces su fiel juramentado... irá con
secuentemente al infierno... Si Í;,l le tiene destin<ldo un infortunio eterno,
también tendrá que ser soportado... La fe no es sino una palabra más para la
victoria. Es la victoria lo que exige el Señor...»
Un espíritu muy similar alienta en la obra de dos filósofos rectores de la
er
Alemania contemporánea, los «existencialistas» Fl.cidegg y Jaspers, am
bos discípulos, originalmente, de los filósofos esencialistas llusscrl YSebe
ller. Heidegger adquirió vasto renombre al revivir la filosofía hegeliana de
S7
lanada; Hegel había "establecido" la teoría de que el "Ser Puro» y la "Nada
pura» son idénticos. Para llegar a esta conclusión había razoIJ;ldD que si se
trata de pensar un ser puro, debe hacerse abstracción de todas las "determi
naciones particulares del objeto», tras 10 cual, por consiguiente --como \
dice Hegc\-, "no queth nada». (Este método heracliteano bien podría ser
vir para probar tuda suerte de bonitas identidades, tales como las de la ri
queza pura y la pobreza pura, el señorío puro Y la servitlumhre pura, la ca
lidad de ario puro Yla de judío puro, ctc.) Heidegger aplica ingeniosamente
la teoría hegeliana de la Nada a una PilosoJía práctica de la Vida, o de la «Exis
tencia». Sólo puede comprenderse la Vida, la Existencia, si se comprende la
er
Nada. En su obra ¿Qt-té es la metafísica?, dice fleiL1egg : "La indagaciól\
debe orientarse hacia lo Existente, 0, si no, h;lcia la nada ...; sólo hacia lo
existe, y más allá de estos límites, a la Nada»: Se hace posible la indagacióL1
de la nada (<<¿Dónde hemos de buscar la Nada? ¿Dónde podemos encontrar
la Nada?») por el hecho de que «nosotros conocemos la Nada» y la conos
cemo a través de la angustia; «la angustia nOS revela la Naja'>.
Els miedo, la angustia de la nada, la angustia de la muerte: he ahí las catct4]
gorías básicas de la Filosofía de la Existencia de Heidegger; de la filosofía
HH
la vida cuyo verdadero significado reside en "haber sido lanzada a la eXI
tencia, en dirección hacia la muerte'>. La existencia humana debe ser inte
pretada como una «Tormenta de Acero»; la «existencia determinada» de !
qU~
Ll~!
hombre consiste en «ser un yo apasionadamente libre para morir. .. en ple
na angustia y conciencia de sí mismo». Pero estas sombrías confesiones no
carecen por completo de un aspecto reconfortante. El lector no tiene por
qué sentirse abrumado ante la pasión de Heidegger por la muerte. En efec
to, la voluntad de poder y la voluntad de vivir no aparecen en él menos de
sarrolladas que en su maestro, Hegel. «La Voluntad de Esencia de la Uni
versidad alemana -escribe Heidegger en 1933- es una Voluntad de
Ciencia; es una Voluntad de misión histórico-espiritual de la Nación Ale
mana, como Nación que se experimenta a sí misma en su Estado. La Cien
cia y el Destino Germano deben alcanzar el Poder, especialmente en la Vo
luntad esencial." Este pasaje, si bien 110 es un monumento de originalidad o
claridad, 10 es por cierto de lealtad a sus amos; y aquellos admiradores de
Heidegger que, a pesar de todo, siguen creyendo en la profundidad de su
«Filosofía de la Existencia», deben recordar las palabras de Scliopenhaucr:
,,¿Quién puede creer, realmente, que también la verdad salga a la luz algu
na vez, a manera de suhproducto?»; y en vista de la últ.irna cita de Heideg
ger dchcr ían preguntarsc también si el consejo de Scliopcnhaucr al precep
tor deshonesto no habr;Í. sit1u administrado con el mayor éxito pOl" muchos
educaciouisrns a una prornisoria juventud, dentro y fuera de Alemania. Me
refiero a este pasaje: "Si alguna vez os proponéis abotagar el ingenio de un
joven y anular su cerebro para cualquier tipo de pensamiento, entonces no
podríais hacer n.ida mejor que darle a leer a lJegel.En efecto, estos mons
truosos cúmulos de palahras que se anulan y contradicen entre sí hacen
atorrncruarsc a la mente, que procura vanamente encontrarles algún senti
do, hasta que fill:lllllcllIe se rinde de puro exhausta. De este modo, queda
tan acabadamcntc destruida toda facultad de pensar que el joven termina
por tomar por verdad profunda una verbosidad vacía y huera. El tutor que
tema que su pupilo se torne demasiado inteligente para sus proyectos, po
dría, pues, evitar esta desgracia, sugiriéndole inocentemente la lectura de
Hegel».
Jaspers dcclnr.i" sus tendencias uilul isra» con mayor franqueza todavía
-si cabe""- que Heidegger. Sólo cuando estéis frente .t 1;1 Nada, a la aniqui
lación ----procLllna Jaspers"----- podréis experimentar y apreciar la Existencia.
A fin de vivir en el sentido esencial, es necesario vivir en crisis. A fin de gus
tar la vida, no sólo hay que arriesgar, sino que también ¡hay que perder!
Como se ve, Jaspers lleva incansablemente la idea historicista del cambio y
del destino a su extremo nús siniestro. Todo debe perecer; todo termina en
el fracaso. 1-1e ahí la forma en que la ley historicista del desarrollo se pre
senta a un intelecto decepcionado. Pero, ¡enfrentad la destrucción y encon
traréis la emoción de la vida! Sólo en las «situaciones marginales», sobre el
filo que separa la existencia de b nada, podemos vivir realmente. La bendi
293
292
!!
ción de la vida coincide siempre con el fin de su inteligibilidad, especial
mente con las situaciones extremas y, sobre todo, con el peligro físico. No
se puede saborear la vida sin saborear el fracaso. ¡Regocijaos pereciendo!
Ésta no es otra filosofía que la del jugador, la del gángster. De más está
decir que esta demoníaca «religión del Impulso y el Miedo, de la Bestia Vic
toriosa o Acosada» (Kolnai)," este absoluto nihilismo en el sentido más
completo de la palahra, no es un credo popular. Es más bien una confesión
característica de un grupo esotérico de intelectuales que han rendido su ra
zón y, con ella, su humanidad.
Existe tamhién otra Alemania, la del pueblo ordinario cuya mente no ha
sido envenenada con el devastador xistcm.i de la educación superior. Pero
esta «otra» Alemania no es cienament.c la de sus pensadores. Verdad es que
Alemania tuvo también algunos «otros- pensadores (entre ellos, principal
mente, Kant); sin cmbarzo, la reseña que acahamos de reali:l.ar no es alcnta
dora, y comparto plenamente la observación de !\oln;lÍ:"1 "quizá no sea...
una paradoja mitigar nuestra decepción frente a la cultura .ilcrnnna, con la
consideración de que, después de todo, existe otra A\eIll;lIli;l de Cenerales
prusianos además de la A1cIll;lIli'l de los Pcnsadores p rusuuros».
VI
Hemos tratado ya de d<:ll1ostrar la identi(lad (kl historicislllo hegeliano
con la [ilosofía del totalitarismo nH)(krno. 1(;11';1 vez se c(lInprem!e con toda
claridad esta identidad. El historicixmo hq!,eliano se ha convcrt ido en el
idioma de vastos círculos de intelectuales, incluso de ingcnuos .<antiLlscistas»
e «izquierdistas». 1 lasta tal punto forma parte de su atl1lÚSfCLl im clcctual
que, para muchos, ya resulta LUl poco pcrc<:ptihlc, y su l1l;lnifiesta dcsho
nestiJad tan po<:o ovidcntc, con ro el .urc qU(' se respir;l. Sin cl1lhargo, algunos
fililsofos racistas tienen plelLl conciencia dc la dcuda dc gratillld contraída
con Hegel. Ejemplo d<: ello es 11. O. Zie t\lcr, quicu Cl\ su estudio sobre La
Nación moderna, d<:serihe correct.arnente')! la introducción por part<: de
Hegel (y de A. Mueller) de la idea de dos Espírit.us colcctivos concebidos
como Personalid;](\cs», como la "revolución coperllic;uu de la h\osolú de
la Nación». Puede hallarse otro ejemplo de esta conciencia de la si¡'>;llifica
ción del hegelianismo --que podría ser de particular iutcrcs para los lccto
res ingleses- en los juicios contenidos en una reciente historia alemana de
la filosofía británica (por R. Metz, 1935). Se critica allí a un hombre de la ex
celencia de T. H. Green, no, claro está, por la influencia recihida de llegel,
sino por haber «caído en el típico individualismo inglés... Creen eludió las
consecuencias radicales a que había llegado IIege],>. A IIobhouse, que lu
294
chó valientemente contra el hegelianismo, se le describe desdeñosamente
como el representante de "una forma típica de liberalismo burgués, que se
defiende de la omnipotencia del Estado,porque siente amenazada su liber
tad por éste»; sentimiento que a mucha gente podría parecerle bien funda
do. Y claro está que se alaba a Bosanquct por su auténtico hegelianismo.
Pero el hecho significativo es que todo esto sea tomado con perfecta serie
dad por la mayoría de los comentaristas británicos.
He mencionado este hecho principalmente porque deseo demostrar lo
difícil, y al mismo tiempo lo urgente, que es proseguir la lucha iniciada por
Schopenhaucr contra esta superficial charlatanería (q uc el propio Hegel
sondeó exactamente cuando dijo de su propia filosofía que era de «la más
elevada profundidncl»). De este modo contribuiremos, por lo menos, a que
la nueva generación se libere de este fraude intelectual, cl mavor quizá, en la
historia de nuestra civilización y sus qUcrC.,[L1S con sus cncmiuos. ()uiz;Í
ellos justifiquen, por fin, las expectativas de Sch0l'enhaucr, quien, en I X40
profetizó" que -vst.i colosal mistificación'> luhrfa de proporcionar «a Ll
posteridad una fuente iU;lgolahlc dc sarc.ismo». (1 )oude se ve que el grau
pesimista l uc capa:!. de un insólito opt.imisuu: eOJl respecto ,1 b poslcrid;l(l.)
La farsa hegdi;llla Y'l ha hecho demasi,ldo daiio y ha Ileg:H1u cl mome-nto de
detenerla. Dehemos hablar, aun al precio de mnncharno» .il tOC;lr esta es
candalosa abominación que tan cl.tr.uncru« fue puesta al l\cseuhiert(1 ···in··
lortunadnmcnn- sin éxito-·· hace )';1 un siglo. [)cmasiados fil{'sofos han pa
sado 1)01' alto las advort.cncins inccs.uucmcnrc repetidas por SciJop('llhauer;
pero las olvidurou, no tanto en dctrimcn¡« propio (no les fue tan mal) COUIO
en perjuicio de aquellos a quienes ensenah;lll )' de la tod" luuu.inid.ul.
Paróccme, pnes, que Ll mejor forma de concluir d capitulo scr.i dejar la
palabra a Se!Jopenhaller, el autinacioualist;[ que esnil,ió de flege! hace ya
cien años: «Ejercil\ no sólo sobre la filosofía sino sobre todas las lornms de
la Íitcraturn ~ennana, una influencia devastadora o, ll;lhbndo con m.is rif~or,
alet.ar¡.>;ante y ---hasta casi podría decirse·····pcst ilcra, I':s deher de lodo aquel
quc se sicut.a capa!, dc juZ!!"lI' con independencia, combatir esta infi.Ul'IKi,l te
nazmente y en toda ocasión. Porqu«, si nosotros callamos, ¿ql1ihl f¡,¡hl.·frái'"
295
EL MÉTODO DE MARX
Capítulo 13
EL DETERMINISMO SOCIOLÓGICO DE MARX
Los colccrivisrn»... sienten el afán del progreso, la
simpatía hacia los pobres; sc consumen en UIl ardiente
sentido dc lo quc l:st;ímal y en el impulso hacia las gmn
des acciones: cualidades todas 'lIle han faltado al libera
lismo de las últimas é'1'0C<1S. Pl'rO su e¡ellei;1 se basa en
un profundo m.ilcmcndido... y sus aecioncs son, por Jo
tant.o, prolurtd.uncntc .,,"strue! iv;\s y rean:io llari;1s. Así,
des! roZ;lIl los cora/'Olll's de los homhres, divitlt.'11 sus
mentes y les pr'CSI'IlLlll .iltcru.uivu» in\posihks.
WAL:nR I,II'I'MANN
Siempre ha formado parte de la estrategi'l de la rebelión contra b liber
tad «sacar partido de los sentimientos sin desperdiciar L1S propias cner~ías
en vanos esfuerzos para destruirlos».' LIS ideas m.is c.uus a los hum.uuta
ristas frecuentcmcnte han sido proclamadas a voz en cuello por sus morta
les enemigos, quienes. de cste modo, entraron disfr;I/,'ldos de :ulligos al
campo humanitarisra, provocando la desnni('>ll y confusión m.i» completas.
La estratagema ha tenido, gcneralmentc, un gLlIl éxito, corno lo muestra el
hecho de quc muchos luuuanit.uistns auténticos rcvcrcuci.in la idea platóni
ca de Lt «justicia», la iclc.i medieval del ;lLItorit'lrisJ1lo "cristiano", b ¡dea de
Rousscau de la «volulll:ad gClll'l"ai» o las idc'1s de ¡,'iclltc y Ilel~c1 de la di
bcrrad uacional»." No ohsurnt«, este mciodo dc aS'lltar, dividir y confundir
el campo hum.initarista, estructurando un.i quiniu columna intclcct u'JI, en
~ran parte inconsciente y, por lo t auto, doblemcnte chelz, a1c:lIl/'/) su ma
yor éxito sólo después de quc cl hq,;c!iani.slllo se hubo cst:lbkcido como
base de un movimiento verdaderamente hum.mit.uist a, a saber, cl marxis
1110, la forma más pura, m,ís dcsanollada y mis peli~rosa del historicismo,
de todas las quc hemos examinado justa ahora.
Resulta tentador explayarse sobre hs grandes similitudes que existen
entre el marxismo, el ,üa hegeliana izquierda y su contraparte hscista, Sin
embargo, seria pro!und.uncn te i nj listo pasar POl- alto la di [crcncia que las
separa. Pese a que su origen intelectuales casi idéntico, no puede dudarse
296
del impulso humanitario que mueve al marxismo. Además, en franco con
traste con los hegelianos del ala derecha, Marx realizó una honesta tentativa
de aplicar los métodos racionales a los problemas más urgentes de la vida so
cial. El valor de esa tentativa no es menoscabado por el hecho de que en gran
medida no haya tenido éxito, según trataremos de demostrar. La ciencia pro
gresa mediante el método de la prueba y el error. Marx probó, y si bien erro
en sus principales conceptos, no probó en vano. Su labor sirvió para abrir los
ojos y aguzar la vista de muchas maneras. Ya resulta inconcebible, por cjcm
plo, un regreso a la ciencia social anterior a Marx, y es mucho lo que todos
los autores ll1odernos le deben a éste, aun cuando no lo sepan. J':.sto vale es
pecialmente para aquellos que no están de acuerdo con sus teoría.s, como en
mi caso, no obstante lo cual admito 'lbienal1len\e que mi tr'lt'lIniento de Pla
tón 1 y Ilegel, por ejemplo, lleva el sel\u inconfundible de su iniluencia.
Nu se puede hacer justicia a Marx sin reconocer su sinceridad. Su am
plitud de criterio, su sentido de los hcchos, su desconfianza de las meras pa
labras y, en particular, de la verbosidad moralizante, le convirtieron en uno
de los luchadores univCl"sales de 1I1'lyor influcnci,¡ contra la hipocresía y el
fariseíslllo. Marx se sint ió movido pur el ardiente deseo de ayudar a los
oprimidos y tuvo plcu.i conciencia de la necesidad de ponerse a prueba no
sólo en las palabras sino también cu los hechos. 1)olado principalmcnte de
talento tl'(írico, dcdicó ingentes esfuerzo,s a Iorj.u lo que él suponí;l las aro.
mas científicas con que podría lucharse par'llllejorar hsuer(e de la gLlII m.i
yorÍ:l de Jos hombres. A mi juicio, la sinceridad en la bLJsqncda de la verdad
y su honestidad intelectual lo dislinguel1netalllenle de Illtlchos ele sus discí-
pulos (si bien no escapó porcolllpicto, desgral'iadanlenle, a la infllll'llci'l co
rmptora de uu.i educaci(~)n impregnada por la a(1ll<Íslcra de la dial(-nicl he
gdiana, «destructora de toda illl"eligc ncia» I segLíLI Sdlolwnhauer), 1,:1 illll'!"(-s
de Ma rx por la cicncia y la filosofía SOci'lics era, hrndalllelllahlH:IJle, de ca
r<Ícler pract ico. S()lo vio en ell"<lltocimiclllo un luedio apropi'l<io p,¡ra pr(l
mover el progreso del honJ!lre,'i
¿Por qué, entonces, atacar a Marx? I'ese a (-odo,s sus Ill(-ritos, Marx fue,
a mi cnl:l'ndcr, LUI falso pro/-eu. Profeliz(-j soln'e el curso de h historia y SIlS
profecías no resultaron cÍertas. Sin embargo, no es (-sta nli principal '1CUS;)-
cron. Mucho m.is illlportallle es que haya cOIHlucido por la senda equivoca
da a docenas dc poderosas mentalidades, convenciéndolas de que la [)rofe-
cía histórica era el mél'odo científieo indicad(l para la resolnci<Ín de los
problemas sociales. Marx es responsable de la dcv'lst,ldo
influencia del
ra
método de pensamiento historicista en las filas de '1 uicncs desean defender
la causa de la sociedad abierta.
Pero, ¿es cieno que el marxismo sea una expresión pura del historicis
mo? ¿No hay cierto grado de tecnología social en el marXlsmo? El hecho de
297
que Rusia haya realizado audaces y a veces exitosos experimentos en el cam
po de la ingeniería social ha llevado a muchos a la conclusión de que el mar
xismo, como ciencia o credo que sirve de base a la experiencia rusa, debe ser
una especie de tecnología social 0, por lo menos, favorable a su práctica. Sin
embargo, nadie que conozca un poco acerca de la historia del marxismo
puede cometer este error. El marxismo es una teoría puramente histórica,
una teoría que aspira a predecir el curso futuro de las evoluciLlnt~s económicas
y, en especial, de las revoluciones. Como tal, no proporcionó ciertamente la
base de la política del partido comunista ruso después de su advenimiento
al poder político. Puesto que Marx había prohibido, prácticamente, toda
tecnología social -a la que acusaba de utópica-" sus discípulos rusos se
encontraron, en un principio, totalmente desprevenidn5 Y taltns de prepa··
ración para acometer las gr<1l1des empresas necesarias en el campo de la in
geniería social. Como no tardó en comprender Lenin, de poco o nada ser
vía la ayuda que podía prestar el marxismo en los problemas de la economía
prácticl. «No cono7.CO a ningún socialista que se haya ocupado de estos
problemas», expresó Lcuiu,' después de su advenimiento al poder; «nada de
esto se halbb,\ escrito en los textos bolcheviques, o en 105 de los l1lenchevi
ques». Tras un período de infructuosa experimentación, el llamado "período
de la batalla cOIl1l1nista», Lonin decidió adoptar ciertas medidas que signifi
caban, cn realidad, una rcgresi6n limitada y pasajera a la empresa priv:lc\a.
La llamada N.E.P. (Nueva política Económica) y los experllllentos p\lste
rjo rcs .-.pbnes quinquenales, etc.·-- no tienen ahsolutamentc nncla que ver
con las teorías dd socialislno científico sllswntad:ls en otro tiempo por
Marx y l.ngcls. No es posible apreciar cabalmcnte ni la situación 11eculiar cn
que se cncolltn) Lenin antes de introducir el N.P.F.., ni sus cOllquisl<l.~, sin
la debida consideración de este punto. Las vastas invest¡¡o;aciorll~s eCOnl1ll1i
cas de Marx no roz.aron siquicra los problelIws de una política econ(")mica
cOl1structiva, por ejemplo, la planific:\ción econ(lInica. COIl\O 'l<lmite Lcrun,
di(icibt/cn/c húyülf.11l1 f1é/ldlna sobre I¡J. ¡,cllrw¡nfd de! soci¡;¡limw en la obra de
M{lrX, apartc dl' esos iuútiles" lemas como el de dar «c,\da uno según su ca
pacidad y a cad,l uno de acuerdo con su necesiebd". La ra'Ú')J) estriba en que
la investigación eCOIH)lnica de Marx se 11;\1\::1 C(1111plctamente supulit;llb a su
prof<:ti:t.:,r histórico. Pero cahc decir más 'lún.Marx destacó vehementc
mente la oposición ex:istente entre el m("lOdo puramente historicista Y roda
tentativa de rca1i:t,ar un :m:ilisis económico en función de una planificación
racional. Marx acusó a 105 intentos de este tipo dc utópicos e ilícitos. En
consccuencia, los marxistas ni siquiera estudiaron lo quc los llamados «eco
nomistas burgueses» habían logrado cn este campo. Por su educación, se
hallaban todavía menos preparados para la obra constructiva que los pro
Marx creyó ver su misión específica en la liberación del socialismo de
su trasfondo sentimental, moralista y visionario. El socialismo debía pasar
de la etapa utópica a la científica;') debía basarse en el método cicntífico de
la causa y el efecto y cn la predicción científica. Y puesto que suponía que la
predicción cn el campo de la sociedad debía ser la misma que la profecía
histórica, el socialismo científico habría de basarse cn el estudio de las cau
sas y efectos históricos y, finalmente, en la profecía de su propio aclveni
miento.
Los marxistas, cuando cncucutran que sus teorías son blanco dc ata
ques, se retiran a menudo a la posición de que el marxismo no es, primor
dialmente, tanto una doctrina COIllO un método. Afirman, así, que aun en el
caso de que alguna parte panicular de bs doctrinas de M:lrx o de algunos de
sus discípulos fuera superada, su ruéroclo seguiría siendo incxpugnable. A
mi entender, es pcrfcct.unentc correcto insistir en quc cl marxixmo consti
tuye, Iund.uncrualmcurc. un m':todo. Pero ya no es tan correcto creer quc,
C01ll0 método, haya de estar a salvo dc todo at:HjUe. 1,,/ hecho es, simple
mente, quc todo aquel que quiera ju,gar almarxisnH) dcbcr.i ronsicicrarlo y
critiearlocolllo método, es decir, quc tcndr:í qllc medirlo COII sus patrones
metodológicos. Así, dcbcr.i preguntarse si es UII método fructífero o estéril,
es decir, si es o no cap,l/, de estimular la labor de la cicnci.i. lk este modo,
105 patrones mediante los cuales debemos juzgar elll1t-lodo nurxisla son d(~
nat uralcv.a práctica. Al descrihi r al m.ux ismo como la forma más Jlura del
historicisuu. creo lulwl" c!cj:,do hielJ sentado quc, .l mi juicio, el mérodo
marxista es, en verdad, surnn mcntc pobre. ro
Marx rnism» hubiera estado de acuerdo COII este cnloqu« practico de la
crítica de su método, pues fue 01 In 10 de los primeros filósofos en desarro
llar las concepciones denominadas, más tarde, <'praglll:ít iras». Marx se vio
conducido a esa posición, creo )'ll, por su convencimiento de quc el polft.i
co practico, con lo cual dehc cnt cndcrxc, por supnesto, el político socialis
u, llccesitaha urgcrucmcntc un fundamento cicnt ílico. l,a ciencia, pensaba
Marx, debe producir resultados pr<íeticos. i Miremos siempre los frutos, las
consecuencias fll":ícticas de una tcorín! 1':Jlos IIOS hablan, incluso, de su cs
tructur.i científica. Una teoría o una ciencia que no produce resultados
pnicticos se limita a interpretar, tan sólo, el mundo en quc vivimos; sin cm
haq"o, puede y debe hacer más, debe trausforrnar al mundo. «Los filósofos
·-escribió Marx en los albores de su carrera-JI sólo han interpretado al
mundo de diversas maneras; lo importante, sin embargo, es cambiarlo.» Fue
quizá esta actitud pr:lgm,úiea la que le hizo anticipar la importante teoría
metodológica de los pragmatistas posteriores, de quc la tarea más caracte
ristica de la ciencia no está en adquirir conocimientos sobre hechos pretéri
tos, sino en predecir el futuro.
pios «cconomistas burgueses».
298
299
Esta insistencia en la predicción científica -descubrimiento metodoló
gico de gran importancia y significación para el progreso- no llevó a Marx,
desgraciadamente, por el buen camino. En efecto, el argumento plausible de
que la ciencia puede predecir el futuro sólo si el futuro se halla predetermi
nado --si el futuro, por así decirlo, se halla presente en el pasado, incrustado
en éste-·-lo condujo a sustentar la falsa creencia de que un método riguro
samente científico debe basarse en un determinismo rígido. Las «inexorables
leyes» de la naturaleza y del desarrollo histórico, de Marx, revelan nítida
mente la influencia de la atmósfera laplaciana y de los materialistas france
ses. Pero actualmente podemos decir que la creencia de que los términos
«científico» y «determinista» son, si no sinónimos, al menos miembros de
una pareja inseparable, es una de las tantas supersticiones de otros tiempos
que todavía no han caducado cornpleramcntc." Puesto que nuestro interés
se centra principalmente en las cuestiones de método, debernos felicitarnos
de que al examinar el aspecto metodológico sea totalmente innecesario em
barcarse en una polémica con respecto al problema metafísico del dctcrmi
nisrno. En efecto, cualquiera que fuere el rcsu lt.ado de esas controversias
metafísicas -como, por ejemplo, la relación entre la teoría de los quanta y
el «libre albedrfov-s- hay, sin embargo, algo seguro. No existe ningún tipo
de determinismo, ya sea que se lo exprese como el principio de la uniformi
dad de la naturaleza o como Ía ley de la causacióu universal, que pueda se
guir siendo considerado un supuesto necesario del método cicnr.iiico; en
efecto, la física, la más adelantada de todas las ciencias, nos ha demostrado,
no sólo que puede arreglarse sin semejantes supuestos sino también que,
hasta cierto punto, hay hechos que los contradicen. No puede decirse, por
consiguiente, que el método científico lavorczca la adopción del deiermi
nismo estricto. La ciencia puede ser rigurosamente científica sin necesidad
de este supuesto. Claro que no cabe culpar a Marx. de haber sostenido lo
contrario, cuando los mejores hombres de ciencia de su época adoptaron
idéntica actitud.
Cabe advertir que no fue tanto la doctrina abstracta, teórica, dd deter
minismo lo que desvió a Marx del buen camino, sino más bien la influencia
práctica de esta doctrina sobre su visión del método científico, sobre su vi
sión de los objetivos y posibilidades de una ciencia social. La idea abstracta
de las «causas'> que «determinan» las evoluciones sociales es, como tal, per
fectamente inofensiva mientras no conduzca al historicisrno. Y, en verdad, ,
no hay ninguna razón para que esta idea haya de inducirnos a adoptar una
actitud historicista hacia las instituciones sociales, en extraño contraste con .
la actitud evidentemente tccnologica asumida por todo el mundo y, en par
ticular, por los deterministas, hacia el maquinismo mecánico o eléctrico. No
hay ninguna razón para que creamos que, entre todas las ciencias, ha de ser
300
la ciencia social la única capaz de realizar el viejo sueño de poder revelar 10
que el futuro nos reserva. Esta creencia en la adivinación científica no se
basa solamente en el determinismo; su otro fundamento reside en la confu
sión entre el concepto ele Ja predicción científica, tal como la conocemos en
el campo de la fí.~jca o de la astronomía, y las profecías históricas a gran es
cala, qllC nos anticipan en grandes líneas las tendencias principales del futu
ro desarrollo de [a sociedad. Estos dos tipos de predicción son sumamente
diferentes (como he tratado de demostrar en otra parte)," y e] carácter cien
tífico del primero no constituye argumento alguno en favor del carácter
científico del segundo.
La concepción historicista de Marx de los objetivos de la ciencia social
trastornó profundameIlte el pragmatismo que originalmente lo había indu
cido a insistir sobre la función predictiva de la ciencia. Ella lo obligó a mo
dificar su idea original dc quc la ciencia podía y debía lransformar al mun
do. En efecto, si había de existir una ciencia social y, en consecuencia, el
profetizar Ínstórico, el curso principal de la historia debÍ:! hallarse predeter
minado y ni la buen'l voluntad ni la raz,)n tendrían facuit'ldes suficientes
para alterarlo. Todo lo que nos lJuedaba por hacer, dentro del radio de una
interferencia razolJablc, era asegurarnos, mediante la profecía histórica, cu.il
sería el curso de este desarrollo. «Cuando UI];] socied;Jd ha descul1ie!"lo"....ex..
presa Marx ('U su obra El CtlJnúl...._I .1 1:1 ley n.u ura l que clctcrmina su propio
movirniellto ... aun entonces no puede ui superponer las fases naturales de su
evolución, nj desecharlas de un pIumazo. Pero si puede hacer esto: abreviar
y disminuir ¡os dolores del nacinricnro.» IIe ;thí, pues, las idcas que llevaron
a Marx a arusnr de '<utopistas" ;1 todos aquellos que mi,.;tscll las institucio.
nes sociales con los ojos del ingeuiero social, consi<ier;índlllas sujetas a la ra..
zón y voluntad humanas, y como parte de un.i esfera susceptihle de ser pb ..
nificadn racionalmcllte. Para Murx, estos «utopistas» internaban vanamente
guiar con sus fdgilcs manos humanas la colosal nave de la sociedad contra
las corricuros y tormentas natura les de la historia. Todo lo que un hOlllbre
de ciencia podía hacer en csrc caso, pCllsaba Marx, era pronosticar las tem
pestades y remolinos por arnicipado. Sus servicios pr;lcticos se reducirían,
por cousiguiciu«, a cru rt.ir una advertcllcia (';lda vez (¡ue un a roriucnr.i ame
nazase desviar la llave dd rumbo correcto (¡claro qlle el rumbo correcto era
el de la izquierda!), o a aconsejar a los pasajeros colocarse de ta] o cual lado
de la nave. Marx pensó que la verdadera tarea del soci;:dis11l0 científico era
la anunciación de la nueva era socialista. Sólo mediante esta anunciación
-sostenía- puede contribuir la enseñanza socialista científica a configurar
un mundo socialista, cuyo advenimiento es posible facilitar, haciendo cons
cientes a los hombres del cambio inminente, así como también de los pape
les que cada uno csui destinado a cumplir en el drama de la historia. De este
301
modo, el socialismo científico no es una tecnología social, pues no nos en
seña los medios y formas de crear instituciones socialistas. Las ideas de
M arx acerca de la relación que media entre la teoría socialista y la práctica
nos revelan el grado de pureza de su concepción historicista.
El pensamiento de Marx fue, por muchos conceptos, un producto de su
tiempo, tiempo en que todavía estaba fresco el recuerdo de aquel gran te
rremoto histórico que fue la Revolución Francesa. (Revivido por la revolu
ción de 1848.) Marx sentía que una revnlución semejante no podía ser orga
nizada y llevada a cabo por la r;lZón humana. Sin embargo, bien hubiera
podido ser prevista por una ciencia social historicista; el conocimiento sufi
ciente de la situación social habría revelado, a no dudarlo, sus causas. Que
esta actitud historicista era bastante típica de la época se desprende de la es
trecba similitud entre el historicismo de Marx y el dc ], S. Mil!. (Análoga,
por otra parte, a la sen1l'jan/.a entre las filosofías historicistas de sus prede
cesores Hegel y COl\lte.) Marx no tenía una opinión muy e1cv;uh de los
«economistas burguescs COIl\O ... J. S. Mill»," a quien considerah,\ un típico
representante de "un sincretismo insípido y sin cerebro». Si hien es cierto
que en algunas ocasiones Marx revela cierto respeto por las "tendencias mo
dernas» del "economista [il.mrrópico- Mili, me p;\rcce qne existen amplias
pruebas circnnstanciales de que no es posihle suponer que Marx haya reci
bido una influencia directa de las opiniones de aqu{~l (o Comt c) sobre los
métodos de la ciencia social. la coincidencia entre las ideas de Marx y las de
Mili es, por lo tanto, unto m.is I\utahlc. Así, cu.mclo Marx declara en el pre
facio de Fl elpilal que: ,,1".1 uhjct.o fUl\ll.lIJlel\L\l de esta ohra ('S exponer la...
ley dell\lovimiento de la socicd;ld 1l\()(icl"lla.>,I<'\¡iell podría haber manifes
tado que estaba llevando a la pr.iciica el progl'aIlla de MilI: d':l \)roh1cma
fundamental de la ciencia s,)cial cOl\sistl' en enCOIIIr.ir la ley de acuerdo con
la cual un ¡':stado dado ele L\ sociedad produce el Fs1;Hlo si¡.',uientc que p;\sa,
así, a reemplazarlo». Mili percihiú con toda lucidez h posihilidad de lo que
denumin(¡ <dos dos tipos de inda¡.',aci(in sociológicJ», de los cuales, cl pri ..
mero corrcspollde cstrcdlanlcnte a lo que nosotros hemos dellol\linado n-e
nolo¡.',ía social y, el sC¡.',lIl1do, a L\ profecía historicisL\; pues hicu, Mili se in
clinó por esta última, a la que definió COIllO "ciencia f;eneral de b sociedad
mediante la cual dehcn restringirse y COllt I"lllarse las construcciones ele la
una rama más específica de la investi¡.',ación». 1,'.stacicncia general de la so··
eiedad se basa en c11)rincipio de causalidad, dc acuerdo con b concepción
que tiene Mili del método científico; y él llama a este análisis causal de la so
ciedad con el nombre de "Método Histórico)" Los «estados de la socic
dad»17 de Mili con "propiedadcs... mudahles... de una edad a otra» equiva
len exactamente a los «períudos históricos" de Marx, y también su creencia
optimista en el progreso se asemeja a la de Marx, si bien cOl11l1ucha más in
302
genuidad que su gemelo dialéctico. (Mill pensaba que el tipo de movimien
to «al cual deben ajustarse los negocios humanos ... debe ser. .. uno u otro',
de los dos movimientos astronómicos posibles, a saber, una «órbita» o una
«trayectoria». La dialéctica marxista no está tan segura de la simplicidad de
las leyes del desarrollo histórico y adopta una combinación, por así decirlo,
de los dos movimientos de Mili, algo así corno un movimiento ondulatorio
o en tirabuzón.)
Existen todavía ¡m1S similitudes entre Marx y Mill; los dos, por ejemplo,
se declaraban insatisfechos con el liberalismo dellaisscz··j;úrc y ambos tra
taron de suministrar mejores fundamentos para llevar a la practica la idea
esencial de la libertad, Pero existe una importante diferencia en sus respec
tivas concepciones del método ele la sociología. MilI creía que el estudio de
la sociedad podía reducirse, en última instancia, a la psicología, y que las le
yes del desarrollo histórico podían explicarse en función de la naucralcza
humana, de las «leyes de la mcm c» y, en particular, de su car.ictcr progrc
sista. «El carácter progresista del géllero humano -v-cxprcsa Mill····_· es el
fundamento sobre el C11;1I se ha lcv.uuudo ... l.IU mélOelo de... la ciencia social,
muy superior a... los procedimientos ... anteriormente ... prcvaiccicrucs ... "i<
La teoría de qUL' la sociologÍ;\ debe poder reducirse, en principio, a la pxico
logia social> por d¡Fí'cil que resulte esta reducción debido a las complic.icio
ncs derivadas de la irucr.icción de innumerables individuos, bo\ alcalizado
gran au¡.',e entre muchos pensadores y es, en realidad, U 11;\ de las teorías quc
con frccuenci,\ S(' dan si mplcmcru.c por sentadas. Aqui lLuuarcmos psico
!ogislrlo 1'¡ (metodológico) a este enfoque de la s()(:iolo¡.',ia. Mil1-,\hora po
demos dccirlo->- creía en el psicologismo, pero no, en cambio, Marx. «Las
relaciones jurídicas ······aseveró i;ste·-···'~o y las diversas estructuras políticas no
pucdcn.,; explicarse por medio de ... lo que se ha IL\Iludo el "car.utcr Pl'O
gresisu" gel\er;)l de la mente human.i.» ()ui¡:á el mayor mérito de Marx
corno sociólogo sea el de haher puesto en tela de juicio el psicologismo. Fn
efecto, con esto se ahri,', el c.uuino hacia 1.1 na concepci(')!\ mis penetrante de
un reino específico de leyes sociológicas y de una sociologí;¡ por lo menos
parci.ilmcnrc .un.ótu una,
I.'~n los capítulos siguientes cxplicarcl\\os algulIos puntos del método de
Marx, tratando siempre de insistir cspcrialrucntc en aquellas ide;\s que crea
mos de mayor mérito. Por esta razón, pasaremos a tratar cn seguida el uta
que de Marx contra el psicologismo, es decir, sus argumentos en favor de
una ciencia social autónoma, irreductible a la psicología. Sólo después de su
examen, trataremos de demostrar la debilidad fatal y las perniciosas conse
cuencias de su historicisrno.
303
Capítulo 14
LA AUTONOMÍA DE LA SOCIOLOGÍA
Puede hallarse una concisa formulación de la oposición de Marx al psi
cologismo,' es decir, a la plausible teoría de que todas las leyes de la vida so
cial deben ser reductibles, en última instancia, a las leyes psicológicas de la
«naturaleza humana», en su famosa sentencia: «No es la conciencia del
hombre la que determina su vida, sino m.is bien la vida social la que deter
mina su conciencia»." La función del presente capítulo, así como también la
de los dos siguientes, consistirá, ante todo, en dilucidar este aforismo. y me
apresuro a declarar que al pasar a examinar lo que a mi juicio constituye el
antipsicologislllo de Marx, estaré tratando u na concep•.:il'JIl que comparto.
Como ejemplo elemental y también corno primer paso en nuestro exa
men, podemos referirnos al problema de las llamadas rq~las de la exogamia,
esto es, el problema de la explicacillll de la vasta distribucil)n entre las más
diversas culturas humanas, de leyes matrimoniales ideadas ap;trentemente
para impedir las uniones dentro de las mismas Familias. Mili y sn escuela
psicologista de la sociología (a la cual sc plegaron luego muchos psicoana
listas) quería explicar esas reglas acudiendo a la «naturaleza hum.ura», por
ejemplo, a una especie ele adversión instintiva al incesto (desarroILllLl, tal
vez, a través de la selección natural, o bien, a través de la ',represilíll»), y la
explicación ingenua o popnlar no parecería diferir gran cosa de esta posi
ción. Adoptando el punto de vista expresado en la frase de M;lrx, cahría
preguntarse, sin embargo, si no scr.i al revés, es decir, si el .iparcruc instinto
no será más bien producto de la educación y efecto m.is que causa de las
reglas y tradiciones sociales que exigen la exog,lmia y prohíben el incesto.]
Está bien claro que estos dlls enfoqnes corresponden exactamente al .uui
guo problema de si las leyes sociales son «naturales'> o «convencionales»
(tratado exhaustivamente en el capítulo 5). En una cu<:stión corno la esco
gida aquí a modo de ejemplo, resultaría difícil determinar cuál de las dos
teorías es la correcta, esto es, si la explicación por e] instinto de las reglas so
ciales tradicionales, o la de ese aparente instinto por las reglas sociales tra
dicionales. En un caso semejante se demostró, sin embargo, la posibilidad
de decidir estoS problemas por medio de la cxpcrirncntacióu; nos referimos
al de la aversión aparentemente instintiva que todos experimentamos hacia
li
I
304
las serpientes. Esta aversión encierra consigo una fuerte presunción en fa
vor de su carácter instintivo o «natural», en razón de que no sólo la presen
tan los hombres, sino también todos los grandes simios antropoideos y la
mayoría de los monos. Y sin embargo, los experimentos parecen indicar que
este miedo es convencional. Parece, ser, en efecto, un producto de la educación,
y no sólo en el género humano, sino también, incluso, en la de los chim
pancés, puesto que" tanto los niños pequeños como los chimpancés jóvenes
a quienes no se les ha enseñado a temer a las serpientes no revelan la pre
sencia de ¡'nstinto alguno. Este ejemplo debe servirnos de advertencia. En
efecto, nos encontramos aquí frente a una aversión aparentemente univer
sal, aun m;ís allá de los límites del género humano, y si bien del hecho dc la
no universalidad dc U11 h.ibito podríamos concluir que IlO se halla fundado
en un instinto (pero hasta este argumento es peligroso, PUl:S existen costum
bres sociales que ohligan a la supresión de los instintos), no puede afirmar
se, ciertamente, la recíproca. La universalidad de cierto rasgo de conducta
no conxutu yc un ;\rgumento decisivo en favor de su car.ictcr instintivo o de
su arraigo en LI «n.uuralcza humana».
Esperamos lJue esas consideraciones sirvan para clcmoxt.rur 10 ingenuo
que es suponer que lodas LIs leyes sociales deben poder derivarse, en prin
cipio, de la psicología de la «naturaleza humana»; pl:ro este an;ílisis es toda
vía, con todo, Instante burdo. A fin de avanzar otro paso, podemos tratar
de analizar de Forma más directa la tesis principal del psicologisJllo, vale de
cir, la teoría de que siendo la sociedad el producto de las mentes iutcruc
ruantes, las kyes sociales dehen ser reductibles, en última instancia, a IeYl:S
psicoi<"ígicas, puesto que los sucesos de la vida social, incluidas sus convcn
CiOIICS, dehcll ser el producto de causas provcuicru.cs de las mentes de los
hombres individu.ilc«,
1"rente a la tcoría del psicologismo, los defensores de la autonomía de la
sociología pueden oponer ideas instuucionalistas,' Pueden señalar, unte todo,
que ninf;un;l ncción pocir.i explicarse jamás teniendo cr: cuenta tan Slílo las
motivaciones 11lI1l1;1IJaS; si ('stas (o cualquier otro concepto psicológico o
conrluct ista) han lit: ;\p;\recer en la explicación, entonces deber.in ser com
p\emenLllhs por medio de una referencia a la situación geneLll y, especial
mente, al medio circundante. Ln el caso de las acciones humanas, este medio
es, en considerable medida, de naturaleza social, de tal modo que nuestras
acciones no pueden xcr explicadas sin una expresa referencia al medio social
en que vivimos, a las instituciones sociales y a su modo particular de fun
cionar. I':s imposible, por consiguiente -podrían argüir los institucionalis
tas-··- reducir la sociología a un análisis psicológico o conductista de nues
tras acciones; cualquier análisis de este tipo, por el contrario, presupone a la
sociología, la cual no puede depender enteramente, por consiguiente, del
305
análisis psicológico. La sociología, o en todo caso una parte importante de
ella, debe ser autónoma.
Contra esta opinión, los adeptos al psicologismo pueden replicar que
están perfectamente dispuestos a admitir la gran importancia de los factores
ambientales, ya sean naturales o sociales, pero que la estructura (puede ser
que prefieran la palabra de moda, «patrón» o «pauta» [patternJ) del medio
social, a diferencia del medio natural, es obra del hombre y debe ser expli
cable, en consecuencia, en función de la naturaleza humana, de acuerdo con
10 sostenido por la teoría psicologista. Por ejemplo, la institución típica que
los economistas denominan «mercado» y cuyo funcionamiento constituye
el objeto primordial de sus estudios, puede derivarse, en última instancia, de la
psicología del «hombre económico» o, para utilizar la terminología de Mill,
de los «fenómenos psicológicos... de la persecución de la riqueza»." Ade
más, los partidarios del psicologismo insisten en que se debe a la estructura
psicológica peculiar de la naturaleza humana el que las instituciones desem
peñen un papel tan importante en nuestra sociedad y el que, una vez esta
blecidas, demuestren cierta tendencia a convertirse en una p'lrte tradicional
y relativamente fija de nuestro medio circundante. Finalmente -y éste es el
punto decisivo-e- el origen como así también el desarrollo de las tradiciones
debe ser explicable en [unción de la naturaleza humana. Cuando rastreemos
el origen de las tradiciones e instituciones, encontraremos que su introduc
ción puede explicarse en términos psicológicos, puesto que, con uno u otro
fin, han sido ideadas por el hombre, y bajo la influencia de ciert,ls motiva
ciones. Aun cuando éstas se hayan olvidado con el transcurso del tiempo,
este mismo olvido, así como también nuestra prontitud para aceptar insti
tuciones cuya finalidad nos resulta oscura, se basa, a su vez, en la naturaleza
humana. De este modo, «todos los fenómenos ele la sociedad son fenóme
nos de la naturaleza humana»,' como dijo Mili, y «las leyes de los fenóme
nos de la sociedad no son ni pueden ser más que las leyes de las acciones de
los seres humanos», vale decir, «las leyes de la naturaleza humana indivi
dual». Los hombres no se transforman "por el solo hccho ele educarse jun
tos, en otra especie distinta...».H
Esta última observación de Mili pone de manifiesto uno de los aspectos
más encomiables del psicologislllo, '1 saber, su sana oposición al colectivis
mo y al holisrno, y su rechazo del romanticismo de Rousscau o He¡.;el con
su voluntad general o su espíritu nacional y, quizá, su mentalidad de grupo.
El psicologismo tiene razón, a mi juicio, sólo en la medida en que insiste so
bre lo que podría llamarse «individualismo metodológico», en oposición al
«colectivismo metodológico»; así, insiste acertadamente en que la «conduc
ta» y las «acciones» de los colectivos, tales como los Estados o grupos so
ciales, deben reducirse a las conductas y a las acciones de los individuos hu
306
manos, pero la creencia de que la elección de este método individualista su
pone la elección de un método psicológico es errónea (como veremos más
abajo en este mismo capítulo), aun cuando a primera vista pudiera parecer
muy convincente. Y que el psicologismo, aparte de su recomendable méto
do individualista, se mueve sobre un terreno bastante peligroso, se despren
de de los siguientes pasajes del argumento de MilI. En efecto, se comprueba
en ellos que el psicologismo se ve obligado a adoptar métodos historicistas.
La tentativa de reducir los hechos de nuestro meclio social a hechos psico
lógicos nos obliga a lanzarnos a la especulación sobre orígenes y cvolucio
nes, Al analizar la sociolo¡.;ía de Platón, tuvimos oportunidad de justipreciar
los dudosos méritos de un enfoque semejante de la ciencia social (véase el
capítulo 5). Ahora, al hacer la crítica de Mili, trataremos de darle el golpe de
gracia.
Es, sin duda, el psicologismo lo que fuerza a Mili a adoptar el método
historicista, tanto que tiene, incluso, una vaga conciencia de la esterilidad o
pobreza del lustoricismo, como se deduce de sus tentativas de explicar esta
esterilidad s6ülando las dificultades provenientes de b tremenda compleji
dad de la interacción de tantas mentes individuales. «Si bien es... impe
rioso -.-declara....·.. no introducir nunca una generalización... en las ciencias
sociales hasta no haber encontrado un apoyo suficiente en la naturaleza
humana, no creo que nadie se atreva a afirmar que hubiera sido posible, par
tiendo del principio de la naturaleza hum.ura y de las circunstancias genera
les de la posición de nuestra especie, determinar tI priori el orden en que ha
bría de tener lugar el desarrollo humano y predecir, en consecuencia, los
hechos geneL\les de la historia hasta L\ epoca actual.>" I.a razón que nos da
es la de que «después de los pm:os términos iniciales de la serie, la influen
cia ejercida sobre cada nueva gel1eLlción por las generaciones precedentes
se torna... cada vel'. m.is prcporulcr.inrc con respecto a todas las dermis in
fluencias. (En OtL1S palabras, el medio social adquiere un influjo dominan
tc.) Serie tan larga de acciones y reacciones... no podría ser abarcada por las
facultades humanas ... »,
Este argumento y, en especial, la observación de Mili acerca de ,dos po
cos términos iniciales de la serie», constituye una sorprendente revelación
de la debilidad de la versión psicologista del liistoricismo. Si todas las uni
formidades de la vida social. las leyes de nuestro medio social, de nuestras
instituciones, ctc., han ele ser explicadas, en última instancia, por las «accio
nes y pasiones de los seres humanos», y reducidas a éstas, entonces un en
foque semejante nos llevará, no sólo a la idea del desarrollo histórico causal,
sino también a la idea de los pasos iniciales de dicho desarrollo. En efecto, la
insistencia en el origen psicológico de las reglas o instituciones sociales sólo
puede significar quc su existencia puede remontarse a un estado en que su
307
introducción dependía únicamente de factores psicológicos o, dicho con
más precisión, en que no dependía de ninguna institución social establecida.
Así, el psicologismo se ve forzado, le guste o no, a operar con la idea del co
mienzo de la sociedad y con la idea de una naturaleza y una psicología hu
manas tales como existieron con anterioridad a la sociedad. En otras pala
bras, la observación de Mill relativa a «los pocos términos iniciales de la
serie» del desarrollo social no es un desliz accidental, como quizá pudiera
suponerse, sino la expresión exacta de la desesperada posición a que se vio
abocado. Y decimos que es desesperada porque esta teoría de una naturale
za humana presocial para explicar los fundamentos de la sociedad -versión
psicologista del «contrato social»- no sólo es un mito histórico, sino tam
bién -valga la expresión-un mito metodológico. No creemos que a nadie
se le ocurra sostenerlo seriamente, pues existen todas las razones para creer
que los hombres, o mejor dicho, sus antepasados, fueron sociales antes de
ser humanos (teniendo en cuenta, por ejemplo, que el idioma presupone
una sociedad). Pero esto significa que las instituciones sociales y, con ellas,
las uniformidades sociales típicas o leyes sociológicas'? deben haber existi
do con anterioridad a lo que alguna gente parece complacerse en llamar
«naturaleza humana» ya la psicología humana. Si hemos de intentar reduc
ción alguna, será más conveniente, por lo tanto, tratar de efectuar la reduc
ción o interpretación de la psicología en función de la sociología, quc a la
inversa.
Esto nos conduce de regreso al aforismo de Marx transcrito al comen
zar este capítulo. Los hombres -a saber, las mentes humanas, las necesida
des, las esperanzas, los temores y expectativas, los móviles y aspiraciones de
los seres humanos-- son, a lo sumo, el producto de la vida en sociedad y no
sus creadores. Debemos admitir, sí, que la estructura de nuestro medio so
cial es obra del hombre en cierto sentido, que sus tradiciones e instituciones
no son ni la obra de Dios ni la de la naturaleza, sino el resultado de las ac
ciones y decisiones humanas, pudiendo ser modificadas, asimismo, por és
tas; pero insistimos en que esto no significa que hayan sido diseñadas cons
cientemente y que sean explicables en función de necesidades, esperanzas o
móviles. Muy por el contrario, incluso aquellas que surgen como resultado
de acciones humanas conscientes e intencionales son, por regla general, los
subproductos indirectos, involuntarios y, frecuentemente no deseados, de di
chas acciones. «Sólo un reducido número de instituciones sociales son dise
ñadas deliberadamente, en tanto que la gran mayoría "crecen" simplemen
te, como resultado involuntario de las acciones humanas», según dijimos
antes.'! Y ahora podríamos agregar que incluso la mayoría de las pocas ins
tituciones que fueron introducidas conscientemente y con éxito (por ejem
plo, una universidad recién fundada o un sindicato), no evolucionan de
acuerdo con nuestros proyectos, debido, como siempre, a las repercusiones
sociales involuntarias resultantes de su creación deliberada. En efecto, ésa
no sólo incide sobre otras muchas instituciones sociales, sino también sobre
la «naturaleza humana», es decir, sobre las esperanzas, temores y ambicio
nes, primero, de aquellos involucrados más de cerca y, luego, frecuente
mente, de todos los miembros de la sociedad. Una de las consecuencias de
ello es que los valores morales de una sociedad -las exigencias y propues
tas reconocidas por la totalidad o la casi totalidad de sus miembros-e- se ha
llan íntimamente ligados con sus instituciones y tradiciones, y que no pue
den sobrevivir a la destrucción de las instituciones y tradiciones de una
sociedad (como se ind icó en el capítulo 9 cuando se cxami nó la decisión de
los revolucionarios radicales de «limpiar los licnzos»).
Todo eso vale con mayor razón para los períodos más antiguos del de
sarrollo social, esto es, para la sociedad cerrada, donde la creación delibera
da de una institución constituye un suceso en extremo excepcional, si no
absolutamente imposible. En la actualidad, las cosas pueden empezar a ser
de otro modo, dehido al avance, si bien lento, de nuestro conocimiento de
la sociedad, esto es, debido al estudio dc las repercusiones involuntarias
de nuestros planes y acciones; y día llegará en que los hombres sean, inclu
so, los creadores conscientes de una sociedad abierta y, de este modo, de
buena parte de su propio destino. (Como veremos en el próximo capítulo,
Marx alentaba esa misma csperanza.) Pero todo esto es, cu parte, una cues
tión d.e grado, y si bien podemos aprender a prever muchas de las consc
cucncias involuntarias de nuestras acciones (el objc:to principal de toda tcc
nología social), siempre qucclar.i un amplio margen para las que no seremos
capaces de prever;
El hecho de que el psicologislllo se vea obligado a operar COll la idea de
un origen psicológico de la sociedad constituye, :1 mi juicio, el argumento
decisivo en su coutr.i. Pero cst o no quiere decir que sea el único. (¿ui:r.á la
crítica de más peso que pueda liacérsclc al psicologismo sea la de que no ha
logrado comprender la principal tarea de las ciencias sociales explicativas.
No consiste esta, como creen los historicistas, en profetizar el curso fu
turo de la historia, sino más bien en descubrir y explicar las relaciones de
dependencia menos evidentes que actúan dentro de la esfera social, en po-
ner de manifiesto las dificultades que obstruyen la acción social, en estudiar
--por así decirlo-e- la densidad, la fragilidad o la elasticidad de la materia
social y su resistencia a nuestras tentativas de modelarla a nuestro antojo.
A fin de aclarar este punto, pasaremos a describir brevemente una teoría
ampliamente difundida pero que presupone lo que es, a nuestro juicio, el
opuesto mismo del verdadero objetivo de las ciencias sociales: nos referi
mos a lo que hemos dado en llamar «teoría conspirativa de la sociedad».
308
309
Sostiene ésta que los fenómenos sociales se explican cuando se descubre a los
hombres o entidades colectivas que se hallan interesados en el acaecimiento
de dichos fenómenos (a veces se trata de un interés oculto que primero debe
ser revelado), y que han trabajado y conspirado para producirlos.
Esta concepción de los objetivos de las ciencias sociales proviene, por
supuesto, de la teoría equivocada de que todo lo que ocurre en la sociedad
-especialmente los sucesos que, como la guerra, la desocupación, la po
breza, la escasez. etc., por regla general no le gustan a la gente- es resulta
do directo del designio de algunos individuos y grupos poderosos. Esta teo
ría se halla ampliamente difundida y es más vieja aún que el historicismo
(que, como lo demuestra su forma teísta primitiva, es un producto derivado
de la teoría conspirativa). En sus formas modernas es, al igual que el mo
derno historicismo y cierta actitud contemporánea hacia «las leyes natura
les», un resultado típico de la secularización de una superstición religiosa.
Ya ha desaparecido la creencia en los dioses homéricos cuyas conspiracio
nes explicaban la historia de la guerra de Troya. Así, los dioses han sido
abandonados, pero su lugar pasó a ser ocupado por hombres o grupos po
derosos -siniestros grupos opresores cuya perversidad es responsable de
todos los males que sufrimos- tales como los Sabios Ancianos de Sion, los
monopolistas, los capitalistas o los imperialistas.
Lejos de mí la intención de afirmar que jamás haya habido conspiración
alguna. Muy por el contrario, sé perfectamente que éstas constituyen fenó
menos sociales típicos y adquieren importancia, por ejemplo, siempre que
llegan al poder personas que creen sinceramente en la teoría de la conspira
ción. Y la gente que cree sinceramente que se halla dotada de la facultad de
hacer un paraíso en la Tierra, suele inclinarse por la teoría conspirativa
complicándose a veces en contraconspiraciones dirigidas hacia conspirado
res inexistentes. En efecto, la única explicación que se les ocurre para su im
posibilidad de crear dicho paraíso son las malignas intenciones del Diablo
que se halla especialmente interesado en conservar el infierno.
Que existen conspiraciones no puede dudarsc. Pero el hecho sorpren
dente que, pese a su realidad, quita fuerza a la teoría conspirativa, es que son
muy pocas las que se ven finalmente coronadas por el éxito. ros conspira
dores raramente llegan a consumar su conspiración.
¿Por qué? ¿Por qué los hechos reales difieren tanto de las aspiraciones?
Simplemente, porque esto es lo normal en las cuestiones sociales, haya o no
conspiración. La vida social no es sólo una prueba de resistencia entre gru
pos opuestos, sino también acción dentro de un marco más o menos flexi
ble o frágil de instituciones y tradiciones y determina -aparte de toda ac
ción opuesta consciente- una cantidad de reacciones imprevistas dentro de
este marco, algunas de las cuales son, incluso, imprevisibles.
310
Tratar de analizar estas reacciones y de preverlas en la medida de lo po
sible es, a mi juicio, la principal tarea de las ciencias sociales. Su labor debe
consistir en analizar las repercusiones sociales involuntarias de las acciones
humanas deliberadas, esas repercusiones cuyo significado, como ya diji
mos, ni la teoría conspirativa ni el psicologismo pueden ayudarnos a ver.
Una acción que se desarrolle exactamente de acuerdo con su intención no
crea problema alguno a la ciencia social (salvo la posible necesidad de expli
car por qué, en ese caso particular, no se produce ninguna repercusión in
-voluntaria). Podemos utilizar a manera de ejemplo para aclarar la idea de
acción involuntaria una de las acciones económicas más primitivas. Si un
individuo quiere comprar urgentemente una casa, podemos suponer con
certeza que no tendrá el menor deseo de elevar el precio de venta de las ca
sas en el mercado. Pero el solo hecho de que aparezca en el mercado como
comprador tenderá a subir los precios. Y las mismas observaciones caben
para el caso del vendedor. También podemos tomar otro ejemplo de un cam
po completamente distinto; supongamos que un hombre decide hacerse un
seguro de vida; lo más probable es que no tenga la menor intención, al ha
cerlo, de estimular a la gente para que invierta su dinero en acciones de la
compañía de seguros; sin embargo, éste será uno de los resultados de su de
cisión. Se desprende claramente de aquí que no todas las consecuencias de
nuestras acciones son voluntarias o queridas y, en consecuencia, que la teo
ría conspirativa de la sociedad no puede ser cierta, pues equivale a sostener
que todos los resultados, incluso aquellos que a primera vista no parecen
obedecer a la intención de nadie, son el resultado voluntario de los actos de
gente interesada en producirlos.
Estos ejemplos no refutan al psicologismo con la misma facilidad con
que echan por tierra la teoría conspirativa, pues bien podría argüirse que es
el conocimiento, por parte de los vendedorcs, de la presencia del comprador
en el mercado y su esperanza de obtener un precio mayor -en otras pala
bras, factores psicológicos-- los que explican las rcpercusiones descritas.
Claro está quc esto es perfectamente cierto; pero no debemos olvidar que
este conocimiento y esta esperanza no son los datos (j ltimos de la naturale
za humana y que pueden explicarse, a su vez, en función de la situación so
cial, en este caso, la situación del mercado.
Difícilmente sea reductible esa situación social a las motivaciones y le
yes generales de la «naturaleza humana». En realidad, la interferencia de
ciertos «rasgos de la naturaleza humana», como, por ejemplo, nuestra sen
sibilidad a la propaganda, puede determinar a veces algunas desviaciones de
la conducta económica recién mencionada. Además, si la situación social di
fiere de la considerada, entonces es posible que el consumidor contribuya
indirectamente, al comprar, a abaratar el artículo; por ejemplo, en caso de
311
que e! monto de la demanda hiciera más ventajosa la producción en masa. Y
si bien este efecto cae dentro de la esfera de sus intereses como consumidor,
su causa puede haber sido determinada tan involuntariamente como podría
haberlo sido la de! efecto opuesto y en condiciones psicológicas exactamen
te iguales. Parece claro, pues, que las situaciones sociales conducentes a re
percusiones involuntarias tan diversas, deben ser estudiadas por una ciencia
social que no esté atada al prejuicio de que «es imperioso no introducir ja
más ninguna generalización en las ciencias sociales hasta no haber hallado
razones suficientes en la naturaleza humana», como decía Mill. 12 Lejos de
ellos, deben ser estudiadas por una ciencia social autónoma.
Prosiguiendo nuestro argumento contra e! psicologismo, podemos de
cir que nuestras acciones son explicables, en considerable medida, en fun
ción de la situación en que se producen. Claro está que nunca pueden ex
plicarse totalmente en función exclusiva de la situación; la explicación, por
ejemplo, de la forma en que un hombre esquiva, al cruzar la calle, los coches
que pasan por su lado, puede trasponer los límites de la situación remitién
dose a sus motivos, al «instinto» de conservación o al deseo de evitar un do
lor, etc. Pero esta parte «psicológica» de la explicación suele ser trivial si se
la compara con la detallada determinación de su acción por parte de lo que
podría llamarse la lógica de la situación; además, es imposible incluir todos
los factores psicológicos en la descripción de la situación. El análisis de las
situaciones, la lógica de la situación, desempeñan un importante papel en la
vida social, así como también en las ciencias sociales. Es, de hecho, el méto
do del análisis económico. Para tomar un ejemplo fuera de la economía,
mencionaremos la «lógica del poder», LJ que puede ser utilizada a fin de ex
plicar las evoluciones de una política de fuerza, así como también el funcio
namiento de ciertas instituciones políticas. El método de aplicar una lógica
de la situación a las ciencias sociales no se basa en ningún supucsto psicoló
gico relativo a la racionalidad (o al revés) de la «naturaleza humana». Muy
por el contrario, cuando hablamos de «conducta racional» o de «conducta
irracional», queremos significar un comportamiento que está o no de acuer
do con la lógica de la situación. En realidad, el análisis psicológico de una
acción en función de sus motivos (racionales o irracionales) presupone
-como lo señaló Max Weber-I'I que previamente hemos adoptado un pa
trón con respecto a lo que ha de considerarse racional en la situación tratada.
Mis argumentos contra el psicologismo no deben ser interpretados de
manera errónea. [5 No es mi intención, por supuesto> demostrar que los es
tudios o descubrimientos psicológicos revisten muy poca importancia para
la ciencia social, sino por el contrario, que la psicología -la psicología del
individuo- es una de las ciencias sociales, aun cuando no sea la base de
toda la ciencia social. A nadie se le ocurriría negar la importancia en la cien
cia política de los hechos psicológicos, como, por ejemplo, e! deseo de po
der y los diversos fenómenos neuropáticos relacionados con el mismo. Pero
el «deseo depoder» es, indudablemente, un concepto social a la vez que psi
cológico: no debemos olvidar que si estudiamos por ejemplo la primera
aparición deeste deseo en la infancia, lo haremos dentro del marco de cier
ta institución social, v. gr., nuestra familia moderna. (La familia esquimal
puede dar lugar a fenómenos bastante distintos.) Otro hecho psicológico
significativo para la sociología y que plantea graves problemas políticos e
institucionales es el de que vivir al abrigo de una tribu, o de una «comuni
dad» próxima a la tribu, constituye para muchos hombres una necesidad
emocional (especialmente para los jóvenes, quienes, quizá de acuerdo con
cierto paralelismo entre el desarrollo ontogenético y filo genético, parecen
verse obligados a pasar a través de una etapa tribal o «indigenoamericana»).
Que nuestro ataq uc contra el psicologismo no va dirigido hacia todo tipo
de consideraciones psicológicas, se desprende del uso que hemos hecho (en
el capítulo la) del concepto de la «tensión de la civilización» que es, en par
te, resultado de esta necesidad emocional insastisfccha, Este concepto se re
fiere a ciertos sentimientos de inquietud y es, por consiguiente, un concep
to psicoló~ico. Pero, al mismo tiempo, también lo es sociológico, pues no
sólo caracteriza a estos sentimientos como desagradables y perturbadores,
sino que también los relaciona con cierta situación social y con el contraste
entre la sociedad abierta y la cerrada. (Muchos otros conceptos psicológi
cos, tales C0ll10 el de la ambición o el amor ocupan una posición análoga.)
Tampoco debernos pasar por alto los grandes méritos que corresponden al
psicolouism« por haber propugnado un individualismo metodológico, opo
niéndose al colectivislllollletodoJógico; en efecto, le presta apoyo, así, a la
importante tcor ia de que todos los fenómenos sociales y, especialmente, el
funcionamiento dc todas las instituciones sociales, deben ser siempre consi
deLldos resultado de las decisiones, acciones, actitudes, ctc., de los indivi
duos humanos, y de que nunca debemos conformarnos con las explicacio
nes elaboradas en función de los llamados «colectivos» (Estados, naciones,
ra/,as, ctr.j.I.n hlb del psicologismo reside en su prejuicio de que el indivi
dualismo metodológico cn el campo de la ciencia social supone el programa
de red ucir todos los fenómenos sociales y todas las uniformidades sociales
a fenómenos y leyes psicológicos. El peligro de este prejuicio estriba, según
ya liemos visto, en su inclinación al historicismo. Por otra partc, su caren
cia de solide/. nos la demuestra la necesidad de una teoría de las repercusio
nes sociales involuntarias de nuestros actos y la necesidad dc lo que hemos
denominado la lógica de las situaciones sociales.
Al defender y desarrollar la idea de Marx de que los problemas de la so
ciedad son irreductibles a los de la «naturaleza humana», me he permitido
312
313
iIiit1Hillli
ir un poco más allá de los argumentos realmente sostenidos por Marx. Marx
nunca habló de psicologismo ni lo criticó sistemáticamente; tampoco se re
fería a Mill cuando escribió la máxima citada al principio de este capítulo;
toda la fuerza de esta frase se halla dirigida, más bien, contra el «idealismo»
en su forma hegeliana. No obstante, en la medida en que se halla involucra
do el problema de la naturaleza psicológica de la sociedad, puede decirse
que el psicologismo de Mill coincide con la teoría idealista combatida por
Marx." En realidad, sin embargo, fue precisamente la influencia de otro ele
mento del hegelianismo, esto es, el colectivismo platonizante de Hegel, su
teoría de que el Estado y la nación son más «reales» que el individuo -quien
todo se lo debe a ellos- lo que llevó a Marx a la concepción expuesta en
este capítulo. (Lo que ejemplifica el hecho de que a veces pueden extraerse
valiosas sugerencias aun de las teorías filosóficas más absurdas.) De este
modo, en el plano histórico, Marx desarrolló algunas de las ideas de Hegel
con respecto a la superioridad de la sociedad sobre el individuo y se sirvió
de ellas para combatir otras ideas de Hegel. Pero puesto que considero a
Mill un adversario mucho más digno que Hegel, he preferido apartarme del
origen histórico de las ideas de Marx para darles la forma de un argumento
contra MilI.
314
Capítulo 15
EL HI5TORICI5MO ECONÓMICO
Ver a Marx desde ese ángulo, es decir, como adversario de toda teoría
psicológica de la sociedad, quizá sorprenda a algunos marxistas, y también
a muchos antimarxistas. En efecto, parece haber bastante gente que encara
las cosas de manera muy distinta. Marx -sostienen-- insistió en la influen
cia universal de los móviles económicos en la vida de los hombres; logró ex
plicar su fuerza irresistible, demostrando que «la necesidad más imperiosa
del hombre es la de procurarse un medio de subxistcncia»;' demostró, así, la
importancia fundamental de categorías tales como el móvil del beneficio o
el móvil de los intereses de clase para los actos, no ya de los individuos, sino
también de los grupos sociales, y mostró, Finalmente, cómo utilizar estas ca
tegorías para explicar el curso de la historia. En realidad, estas personas
piensan que la esencia misma del marxismo es 1.1 doctrina de que los móvi
les económicos y, especialmente, los intereses de clase, constituyen las fuer
/.as propulsoras de la historia, y que es precisamente esta teoría a la que se
alude con la expresión «mtcrprctacion. materialista de 111 historia>, o, «mate
rialismo histórico», con la que Marx y Engels trataron de caracterizar la
esencia de sus enseñanzas.
Con suma frecuencia nos cncomr.uuos ante estas ari rmacioncs; sin em
bargo, no me cabe ninguna duda de que con ellas se interpreta erróneamen
te a Marx. Podría llamarse marxistas vulgares a aquellos que lo admiran por
atribuirle dichas ideas (aludiendo a la denominación de «economista vul
gap> que le dio Marx a uno de sus adversarios):' E! marxista vulgar medio
cree q uc el marxismo pone al descubierto los siniestros secretos de la vida
social al revelar los móviles ocultos de la codicia de bienes materiales que
obran sobre las fuerzas que rigen la escena de la historia, fucrz~ls que, astu
ta y conscientemente, crean la guerra, la depresión, la desocupación, el ham
bre en medio de la abundancia, y todas las demás formas de miseria social,
a fin de satisfacer sus viles deseos de provecho. (Y el marxista vulgar se ve a
veces seriamente preocupado por el problema de reconciliar las afirmacio
nes de Marx con las de Freud y Adler, y si no se decide por ninguna de ellas,
es posible que concluya por afirmar que el hambre, el amor y el afán de po
der} son los Tres Grandes Móviles Ocultos de la Naturaleza Humana pues
315
tos al descubierto por Marx, Freud y Adler, los Tres Grandes Forjadores de
la filosofía de! hombre moderno...)
Ya sean o no atrayentes y plausibles, esas ideas tienen muy poco que
ver, por cierto, con la teoría a la que Marx dio e! nombre de «materialismo
histórico». Debemos admitir que habla, a veces, de fenómenos psicológicos
tales como la codicia y e! móvil de! beneficio, etc., pero nunca con el fin de
explicar la historia. Marx los interpretaba, más bien, como síntomas de la
corruptora influencia del sistema social, esto es, de un sistema de institucio
nes desarrolladas durante e! curso de la historia, como efectos más que como
causas de corrupción, como repercusiones más que como fuerzas propulso
ras de la historia. Con razón o sin ella, vio en fenómenos tales como la guerra,
la depresión, la desocupación y el hambre en medio de la abundancia, no el
resultado de una astuta conspiración por parte de los «grandes [inancistas»
o «traficantes imperialistas de la guerra», sino las consecuencias sociales in
voluntarias de acciones dirigidas hacia resultados distintos y procedentes de
sujetos apresados en la red del sistema social. Marx veía a los actores huma
nos del escenario de la historia, incluyendo también a los «grandes», como
simples marionetas movidas por la fuerza irresistible de los hilos económi
cos, de las fuerzas históricas sobre las cuales carecen absolutamente de con
trol. La escena de la historia -pensaba Marx- se levanta dentro de un sis
tema social que nos ata a todos igualmente; se levanta en el «reino de la
necesidad». (Pero día llegará en que las marionetas destruyan ese sistema
para alcanzar el «reino de la libertadv.)
Esta ingeniosa y original teoría de Marx ha sido abandonada por la ma
yoría de sus discípulos -quizá por razones de propaganda, quizá porque
no lo comprendían-e-, pasando a sustituirla una Teoría Conspirativa del
marxismo vulgar. Es éste, por cierto, un triste descenso intelectual, caída
medida por la diferencia de nivel entre El Capital y El mito del siglo xx.
y sin embargo, ésa y no otra era la verdadera filosofía de la historia de
Marx, denominada generalmente «materialismo histórico»; el contenido
de estos capítulos estará consagrado enteramente a su estudio. En el pre
sente capítulo explicaremos en grandes trazos su insistencia «materialista»
o económica, después de lo cual pasaremos a examinar más detalladamente
el papel de las guerras de clase y los intereses de clase y la concepción mar
xista del «sistema social».
Conviene vincular la exposición del historicisrno" económico de Marx
con la comparación que hicimos antes entre Marx y MilI. Marx coincide
con éste en la creencia de que los fenómenos sociales deben ser explicados
históricamente y de que debemos tratar de comprender cualquier perío
do histórico como el producto histórico de evoluciones previas. El punto
en que se aparta de Mili es, según ya vimos, el de su psicologismo (que co
rresponde al idealismo de Hegel). En las enseñanzas de Marx, éste es reem
plazado por lo que él llama materialismo.
Son muchas las afirmaciones insostenibles que se han formulado con
respecto al materialismo de Marx. El aserto frecuentemente repetido de que
Marx no 'reconoce cosa alguna más allá de los aspectos «inferiores» o «ma
teriales» de la vida humana constituye una desfiguración particularmente
ridícula de la verdad. (Es una nueva versión del más antiguo de todos los li
belos reaccionarios contra los defensores de la libertad, a saber, el viejo lema
de Heráclito de que sólo «se llenan los vientres como las bcstias-.)" Pero en
este sentido no podríamos llamar materialista a Marx en absoluto, aun cuan-
do hubiera sufrido una fuerte influencia por parte de los materialistas fran
ceses del siglo XVIlJ, y aun cuando se hubiera denominado a sí mismo mate ..
rialista, designación bastante acorde con gran número de sus teorías. En
efecto, existen algunos importantes pasajes que difícilmente podrían ser cla
sificados como marcri.ilisras. La verdad es, creo yo, que no le preocupaban
demasiado los problemas puramente lilosóficos "'-meno~ que a Engcls o a
Lenin, por ejcmplo-s-, sino que su interés primordial se centraba sobre el
lado sociológico y metodológico del problema.
Hay un célebre pasaje en 1:'1 Capital r, dondc Marx declara que «en la
obra de Hegel, la dialéctica csui cabeza abajo; es necesario ponerla llueva ..
mente al derecho ... ». Su tendencia es manifiesta. Marx deseaba demostrar
quc la «cabeza», es decir, el pensamiento hUJlI<1nO, no es en ~í misma la base
de la vida humana sino, más bien, una especie de superestructura asentada
sobre una base tísica. Se encuentra la expresión ele una tendencia semejante
en el siguieDte pasaje: «Lo ideal no es sino lo material una ver. trasvasado al
interior de la mente humana». Pero quizá no se haya reconocido en grado
suficiente que estos pasajes no revelan una forma radical de materialismo,
sino que indican, m;ís bien, cierta inclinación hacia un dualismo de cuerpo
y espíritu. Es, por así decirlo, un dualismo práctico. Si bien teóricamente la
mente sólo era para Marx, aparentemente, otra [orma (u otro aspecto, o tal
vez, un cpiícnómcno) de la materia, en la práctica djfiere de ésta, puesto que
es otra forma de ella. Los pasajes citados indican que, aunque debamos
mantener los pies, por así decirlo, firmemente asentados sobre el sólido te
rreno del mundo material, nuestras cabezas ---y Marx no desdeñaba por
cierto el pensamiento humano- se elevan libremente al mundo de los pen
samientos o de las ideas. En mi opinión, no puede apreciarse el marxismo y
su influencia a menos que se reconozca este dualismo.
316
317
Marx amaba la libertad, la libertad real (pero no, ciertamente, la «liber
tad real» de Hegel). Y hasta donde a mí se me alcanza, siguió los pasos de
Hegel en su equiparación de la libertad con el espíritu, en la medida en que
creyó que sólo podíamos ser libres en nuestra calidad de seres espirituales.
Al mismo tiempo, reconoció en la práctica (como dualista práctico) que so
mos espíritu y carne y, con bastante realismo, que la carne es, de los dos, el
elemento fundamental. He ahí, pues, por qué se volvió contra Hegel y por
qué sostuvo que Hegel había planteado las cosas al revés. Pero aunque reco
nociendo que el mundo material y sus necesidades constituían el lado fun
damental, no experimentó amor alguno por el «reino de la necesidad»,
como él mismo denominó a las sociedades esclavizadas por sus necesidades
materiales. Marx estimaba tanto el mundo espiritual, el «reino de la liber
tad» y el lado espiritual de la «naturaleza humana» como cualquier dualista
cristiano, y en sus escritos se encuentran a veces, incluso, rastros de odio y
desdén por lo material. Quizá lo que sigue sirva para demostrar que esta in
terpretación de las ideas marxistas se halla fundada en su propio texto.
En un pasaje del tercer tomo de El Capital,? Marx describe adecuada
mente diado material de la vida social y, especialmente, su aspecto econó
mico, el de la producción y el consumo, considerándolo una extensión del
metabolismo humano, es decir, del intercambio humano de la materia con
la naturaleza. Señala allí claramente que nuestra libertad debe hallarse siem
pre limitada por las necesidades de este metabolismo. Todo cuanto puede
alcanzarse en el camino hacia una mayor libertad --nos diee- es la «con
ducción racional de este metabolismo..., con un gasto mínimo de energía y
en las condiciones más adecuadas y dignas para la naturaleza humana. No
obstante lo cual, seguirá siendo todavía el reino de la necesidad. Sólo fuera
de éste, más allá de sus límites, puede comenzar ese desarrollo de las facul
tades humanas que constituye un fin en sí mismo: el verdadero reino de la
libertad. Pero éste sólo puede prosperar en el terreno ocupado por el reino
de la necesidad, que sigue siendo su base ... », Inmediatamente antes de esto,
Marx escribió: «El reino de la libertad sólo empieza efectivamente donde
terminan las penurias del trabajo impuesto por los agentes y necesidades
externos; se encuentra, pues, naturalmente, más allá de la esfera de la pro
ducción material propiamente dicha». El pasaje entero finaliza con una con
clusión práctica que muestra bien a las claras que su único propósito era el
de abrir el camino hacia el reino inmaterial de la libertad para tocios los
hombres por igual: «La reducción de la jornada de trabajo es el requisito
previo fundamental».
A mi juicio, ese pasaje no deja ninguna duda acerca cle lo que hemos lla
mado el dualismo de la concepción práctica de la vida, de Marx. Como He
gel, piensa que la libertad es el fin del desarrollo histórico. Como Hegel,
318
identifica el reino de la libertad con el de la vida espiritual del hombre. Pero
reconoce que no somos seres puramente espirituales, que no somos plena
mente libres ni capaces de alcanzar alguna vez la libertad completa, imposi
bilitados como estamos --y lo estaremos siempre- de emanciparnos por
completo de las necesidades de nuestro metabolismo y, de este modo, de la
obligación de trabajar para producir. Todo lo más que podemos lograr es
mejorar las condiciones de trabajo agobiantes e indignas, ponerlas más
acordes con los ideales del hombre y reducir la labor a una medida tal que
todos nosotros seamos libres durante cierta parte de nuestras vidas. Es ésta, a
mi juicio, la idea central de la «concepción de la vida» de Marx; central, asi
mismo, en la medida en que parece ser la que más influencia ha tenido de to
das sus teorías.
Debemos combinar ahora con esta concepción el determinismo meto
dológico que examináramos más arriba (en el capítulo 13). Según esta teo
ria, el tratamiento científico de la sociedad y la predicción histórica científi
ca sólo son posibles en la medida en que la sociedad se halla determinada
por su pasado. Pero esto significa CJue la ciencia sólo puede ocuparse del rei
no de la necesidad. Si les fuera posible a los hombres tornarse perfectamen
te libres, entonces la profecía histórica, y con ella la ciencia social, habrían
llegado a su fin. La «libre» actividad espiritual como tal, en caso de existir,
se encontraría más allá de los alcances de la ciencia, que siempre debe inte
rrogarse acerca de las causas, de los factores determinantes. Sólo podrá ocu
parse, por consiguiente, de nuestra vida mental en la medida en que nues
tros pensamientos e ideas sean causados, determinados o necesitados por el
«reino de la necesidad», por lo material, y, especialmente, por las condicio
nes económicas de nuestra vida, por nuestro metabolismo. Sólo pueden tra
tarse científicamente los pensamientos e ideas si se consideran, por un lado,
las condiciones materiales en que se originaron, esto es, las condiciones eco
nómicas de la vida de los hombres que les dieron origen y, por el otro, las
condiciones materiales en que fueron asimilados, vale decir, las condiciones
económicas de los hombres que los adoptaron. Se desprende de aquí que,
desde el punto de vista científico y causal, los pensamientos e ideas deben
ser tratados como «superestructuras ideológicas sobre la base de las condi
ciones económicas». Marx, en oposición a Hegel, sostuvo que la clave de la
historia, aun de la historia de las ideas, debe buscarse en el desarrollo de las
relaciones entre el hombre y el medio natural que lo circunda, el mundo
material, es decir, en su vida económica y no en su vida espiritual. He ahí,
pues, la razón por la que podemos calificar de economismo el sello histori
cista de Marx, a diferencia del idealismo de Hegel o el psicologismo de MilI.
Pero sería caer en una interpretación completamente errónea identificar el
economismo de Marx con ese tipo de materialismo que supone una actitud
319
":T'f1'1!'
despectiva hacia la vida mental del hombre. La visión marxista del «reino de
la libertad», esto es, de una liberación parcial pero equitativa de los hombres
de la esclavitud a que los tiene sometidos su naturaleza material, podría ser
calificada, más bien, de idealista.
Vista desde este ángulo, la concepción marxista de la vida parece bas
tante consecuente y se disipan, a mi juicio, las aparentes contradicciones y
dificultades observadas en su concepción parcialmente determinista y par
cialmente libertaria de las actividades humanas.
11
Es evidente la influencia de lo que hemos llamado el dualismo de Marx
y su determinismo científico sobre su concepción de la historia. La historia
científica, que es para Marx idéntica a la ciencia social tomada como un
todo, debe explorar las leyes de acuerdo con las cuales se produce el inter
cambio humano de materia con la naturaleza, debiendo ser su tarea central
la explicación del desarrollo de las condiciones de producción. Las relacio
nes sociales sólo tienen significación histórica y científica en proporción
con el grado en que se hallan vinculadas con el proceso productivo, ya sea
que lo influyan o reciban su influencia. «Así como el salvaje debe luchar con
la naturaleza a fin de satisfacer sus necesidades, para conservar la vida y re
producirse, del mismo modo ha de hacerlo el hombre civilizado, bajo cual
quier forma de sociedad y en todas las condiciones posibles de producción.
Este reino de la necesidad se expande con su desarrollo y otro tanto sucede
con la esfera de las necesidades humanas. Se observa al mismo tiempo, no
obstante, una expansión análoga de las fuerzas productivas, que viene a sa
tisfacer las nuevas neccsidades.>" He aquí, pues, sucintamente, la concep
ción marxista de la historia del hombre.
Las ideas expresadas por Engels son similares. La expansión de los mo
dernos medios de producción ha creado, según Engels, «por primera vez ...
la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad... una exis
tencia no sólo ... suficiente desde un punto de vista material, sino también...
capaz de garantizarle el... desarrollo y ejercicio de sus facultades físicas y
mentales»." Con esto, se hace posible la libertad, es decir, la emancipación
de la carne. «A esta altura... el hombre se desprende definitivamente del
mundo animal> dejando ... la existencia animal a sus espaldas para penetrar
en un universo realmente hurnano.» Sin embargo, el hombre todavía se ha
lla encadenado, exactamente en la medida en que lo domina la economía;
cuando «desaparece la dominación del producto sobre los productores..., el
hombre... se convierte por primera vez en el amo consciente y real de la na
320
turaleza, al tornarse dueño de su propio medio socia!... Sólo en ese momen
to y no antes podrá el hombre realizar, con plena conciencia, su propia his
toria... Es el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad hacia el de
la libertad».
Si comparamos ahora nuevamente la versión marxista del historicismo
con la de Mili, encontraremos que el economismo de Marx puede resolver
fácilmente la dificultad que, según habíamos demostrado, era fatal para el
psicologismo de MilI. Nos referimos a la teoría -casi diríamos monstruo
sa--'--- de un comienzo de la sociedad explicable en términos psicológicos,
teoría que hemos calificado de versión psicologista del contrato social. Esta
idea no encuentra equivalente en la teoría dc Marx. Sustituir la prioridad de
la psicología por la de la economía no crea ninguna dificultad análoga, dado
que la «economía» abarca el metabolismo del hombre, el intercambio de
materia entre el hombre y la naturaleza. Ya sea que ese metabolismo haya o
no estado siempre socialmente organizado, aun en épocas prehumanas, ya
sea que haya o no dependido exclusivamente alguna vez de un solo indivi
duo, no es ésta una cuestión que deba ser dilucidada para la aceptación de la
teoría. Tampoco se supone que la ciencia de la sociedad coincida con la his
toria del desarrollo de las condiciones económicas de la sociedad, denomi
nadas por Marx, comúnmente, «condiciones de la producción».
Cabe advertir, de paso, que el término marxista «producción» tenía por
finalidad original abarcar un amplio contenido, cubriendo todo el proceso
económico, incluidos la disuibución y el consumo. Estos ú ltirnos aspectos
nunca merecieron ma yor atención por parte de Marx y de sus discípulos, y
así, su interés se inclinó preferentemente por la producción en el sentido
más limitado de la palabra. Tenernos aq uí otro ejemplo de la ingenua acti
tud histórico-genética de la creencia de que la ciencia sólo debe interrogar
se acerca de las causas, de modo que, aun en la esfera de las cosas hechas por
el hombre, deba preguntarse: «¿Quién hizo csto?» y ,,¿De qué esta he
cho?», en lugar de «¿Quién lo utilizará?» y «¿Para qué fue hccho?».
L1l
Al pasar a criticar -con todo lo que de malo y bueno tiene-- el «mate
rialismo histórico» de Marx o, por lo menos, lo que hasta aquí hemos visto
del mismo, deberemos distinguir dos aspectos diferentes. El primero es el
historicismo, la afirmación de que la esfera de las ciencias sociales coincide
con la del método histórico o evolucionista y, especialmente, con la profe
cía histórica. A mi juicio, esta pretensión debe ser descartada sin tardanza.
El segundo es el economismo (o «rnatcrialismo»), es decir, la afirmación de
321
que la organización económica de la sociedad, la organización del inter
cambio de materia con la naturaleza es fundamental para todas las institu
ciones sociales y, en especial, para su desarrollo histórico. Este aserto es, a
nuestro entender, perfectamente razonable siempre que tomemos el térmi
no «fundamental» con su vago sentido ordinario, sin insistir demasiado en
su contenido. En otras palabras, no cabe ninguna duda de que prácticamen
te todos los estudios sociales, ya sean institucionales o históricos, pueden
beneficiarse si son llevados a cabo con la vista puesta en las «condiciones
económicas» de la sociedad. Incluso la historia de una ciencia abstracta
como la matemática no constituye excepción a la regla. 10 En este sentido,
puedc decirse que el economismo de Marx representa un adelanto en extre
mo valioso, en el aspecto metodológico de la ciencia social.
Pero, como acabamos de decir, no debemos tomar el término «funda
mental» demasiado al pie de la letra, que fue lo que le pasó, sin duda, a
Marx. Debido a su formación hegeliana, sufrió la influencia de la antigua
distinción entre «realidad" y «apariencia" y de la distinción correspondien
te entre lo «esencial" y lo «accidental». Dando un paso más que IJegel (y
Kant), se inclinó a identificar la «realidad» con el mundo material" (inclu
yendo el metabolismo del hombre) y la «apariencia" con el de los pensa
mientos o ideas. De este modo, todos los pensamientos e ideas tendrían que
ser explicados mediante su reducción a la realidad esencial subyacente, es
decir, a las condiciones económicas. Este punto de vista filosófico no es, por
cierto, mucho mejor" que cualquier otra forma de esencialismo. Y sus re
percusiones en el campo del método deben arrojar por resultado un énfasis
excesivo sobre el econornismo. En efecto, a.unque difícilmente pueda ser so
breestimada la importancia general del economisrno de Marx, es sumamente
fácil sobreestimar la importancia de las condiciones económicas en un deter
minado caso particular. Cierto conocimiento de las condiciones económicas
puede contribuir considerablemente, por ejemplo, a la historia de los pro
blemas de la matemática; pero el conocimiento de los problemas mismos de
la matemática es mucho más importante para ese fin, y hasta es posible es
cribir una excelente historia de los problemas matemáticos sin referirse para
nada a su «marco económico». (En mi opinión, las "condiciones cconómi
cas» o las "relaciones sociales» de la ciencia son tópicos en que fácilmente
puede exagerarse hasta caer en la perogrullada.)
Éste sólo es, sin embargo, un ejemplo secundario del peligro que entraña
la insistencia excesiva en el econornismo. Con frecuencia se interpreta, lisa
y llanamente, como la teoría de que todo desarrollo social depende de las
condiciones económicas y, en particular, del desarrollo de los medios físicos
de producción. No obstante, semejante doctrina es ostensiblemente falsa. Lo
que existe entre las condiciones económicas y las ideas es una interacción y
no, tan sólo, una dependencia unilateral de estas últimas con respecto a las
primeras. Lo que sí cabría afirmar, en todo caso, es que ciertas "ideas», las que
configuran nuestro conocimiento, son más fundamentales que los medios
materiales de producción más complejos, según se verá tras la siguiente con
sideración. Imaginemos que nuestro sistema económico, incluyendo toda la
maquinaria y todas las organizaciones sociales fuera un día totalmente des
truido, pero que el conocimiento técnico y científico se conservase intacto.
En este caso no cuesta concebir la posibilidad de una rápida reconstrucción a
breve plazo (en una escala más pequeña y no sin grandes hambres). Pero ima
ginemos ahora que desapareciese lodo conocimiento de estas cuestiones, con
servándose, en cambio, las cosas materiales. El caso sería semejante al de tina
tribu salvaje que ocupara de pronto un país altamente industrializado, aban
donado por sus habitantes. N o cuesta comprender que esto llevaría a la desa
parición completa de todas las reliquias materiales de la civilización.
Es una aguda ironía que la propia historia del marxismo suministre un
ejemplo claramente elocuente del peligro de exagerar la importancia del eco
nornismo. La idea de Marx encerrada en el lema: ,,¡Trabajadores del mun
do, uníos!'> luc de enorme significación hasta las vísperas de la revolución
rusa, ejerciendo una considerable influencia sobre las condiciones econó
micas. Pero con la revolución, la situación se tornó sumamente difícil, sim
plcmcntc porque, como el propio lcniu dehió admitirlo, no había ya ideas
constructivas (ver el capítulo 13). Entonces l.cnin LULf.Ó algunas ideas nue
vas que podrían sintctizarsc hrcvcmcntc con esta frase: «El socialismo es la
dictadura del proletariado, m.is l.i mayor introducción de la más moderna
maquinaria eléctrica». luc esta nueva idea la que vino a constituir la base de
una tranxtormación que modificó todo el marco económico y material de la
sexta parte del mundo. En una lucha contra tremendos inconvenientes, se
vencieron incontables dificultades materiales, y se realizaron incontables
sacrificios a fin de variar o, mejor dicho, crear ele la nada las condiciones de
producción. y la fuerza propulsora de este desarrollo luc el entusiasmo crea
do por una idea. Este ejemplo nos muestra que cu ciertas circunstancias las
ideas pueden revolucionar las condiciones cconómic.ts de un país, en lugar
de hallarse moldeadas por dichas condiciones. Para usar l.i tcrrninologfa de
Marx, podríamos decir que subestimó h fuerza del reino de la libertad y sus
posibilidades de conquistar el reino dt" la necesidad.
Donde mejor puede apreciarse el agudo contraste entre el desarrollo de
la revolución rusa y la teoría metafísica marxista de una realidad económica
y su apariencia ideológica es en los sig;uientes pasajes: «Al considerar estas
revoluciones -expresa Marx- siempre es necesario distinguir entre la re
volución material en las condiciones económicas de producción, que caen
dentro del radio de la determinación científica exacta, y la jurídica, política,
322
323
f44;;;;;;.:;;"'''';#;;;;M'''4$mm'''~QtM¡'''mii4i¡''''";¡¡'''h¡!f''''''Mffl""fflfi''''',""i'''''''f'''K'ff
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religiosa, estética o filosófica, es decir, en una palabra, las formas ideológi
cas de la apariencia...».13 En opinión de Marx, es vana la esperanza de lograr
algún cambio importante mediante el solo uso de recursos jurídicos o polí
ticos; una revolución política sólo puede desembocar en la transmisión del
mando de un grupo de gobernantes a otro, vale decir, en un mero cambio de
las personas que se desempeñan como gobernantes. Sólo la evolución de la
esencia subyacente, la realidad económica, puede producir transformacio
nes esenciales o reales, esto es, una revolución social. Y sólo cuando esta
revolución social se haya hecho una realidad, sólo entonces, podrán las re
voluciones políticas tener alguna significación. Pero incluso en este caso,
la revolución política sólo constituye la expresión de la transformación
esencial o real ocurrida previamente. Según esta teoría, Marx afirma que
toda revolución social se desarrolla del siguiente modo: las condiciones ma
teriales de la producción crecen y maduran hasta que comienzan a entrar en
conflicto con las relaciones sociales y jurídicas, rebasando sus límites y con
cluyendo, finalmente, por estallar. «Se abre entonces una época de revolu
ción social», nos dice Marx. «Con el cambio de los cimientos económicos,
toda la vasta superestructura se transforma con mayor o menor rapidez...
Jamás se originan relaciones nuevas y de mayor capacidad productiva den
tro de la superestructura antes de que las condiciones materiales requeridas
para su existencia hayan alcanzado la madurez dentro del vientre mismo de
la vieja sociedad.» En razón de este aserto es imposible, a mi juicio, identi
ficar la revolución rusa con la revolución social profetizada por Marx y, en
realidad, no posee con ella la menor similitud."
Cabe observar, en este sentido, que el amigo de Marx, el poeta Heine,
pensaba de manera muy diferente. «Fijaos en esto, vosotros, orgullosos
hombres de acción --expresa- nada sois sino inconscientes instrumentos
de los hombres de pensamiento que, a menudo desde el retiro más humilde,
os han indicado vuestra tarea. Maximiliano Robespierre no fue más que la
mano de Juan jacobo Rousseau ..."ls (Algo semejante quizá pudiera decirse
de la relación entre Lenin y Marx.) Se ve pues que Heine era -según la ter
minología de Marx- un idealista y que aplicaba, así, su interpretación idea
lista de la historia a la Revolución Francesa, que era uno de los ejemplos
más importantes utilizados por Marx en favor de su econornismo y que, en
realidad, no parecía acomodarse tan mal a su teoría, especialmente si la com
paramos con la revolución rusa. Sin embargo, a pesar de esta herejía, Heine
siguió siendo amigo de Marx," pues en aquellos días felices, la excomunión
por herejía era rara todavía entre aquellos que luchaban por la sociedad
abierta, y se toleraba aún la tolerancia.
No debe interpretarse por cierto que mi crítica del «materialismo histó
rico» de Marx entraña la menor preferencia por el «idealismo» de Hegel en
324
detrimento del «materialismo» de Marx; creo haber dejado suficientemente
claro que en este conflicto entre idealismo y materialismo mis simpatías es
tán del lado de Marx. Lo que deseo dejar bien sentado es que «la interpre
tación materialista de la historia» de Marx, por muy valiosa que sea, no debe
ser tomada demasiado al pie de la letra; debemos considerarla tan sólo una
sugerencia sumamente valiosa para no pasar por alto la relación de las cosas
con su marco económico.
325
Capítulo 16
LAS CLASES
1
En lugar preeminente entre los diversos postulados del «materialismo
histórico» de Marx, se encuentra su enunciado (y de Engels) de que «la his
toria de todas las sociedades que han existido hasta el presente es la historia
de la lucha de clases».' La tendencia de esta afirmación resulta bien clara;
significa, en efecto, que la historia es propulsada, y el destino del hombre
determinado, por la guerra de clases y no por la guerra de las naciones (a di
ferencia de lo sostenido por Hegel y la mayoría de los historiadores). En la
explicación causal de las evoluciones históricas, incluyendo las guerras nacio
nales, el interés de clases debe pasar a ocupar el lugar del interés pretendi
damente nacional y que, en realidad, sólo es el interés de la clase gobernan
te de la nación. Pero, por encima de esto, la lucha y los intereses de clases
pueden explicar fenómenos que la historia tradicional, en general, no podría
tratar de explicar siquiera. Un ejemplo de dicho fenómeno, que reviste una
gran significación para la teoría marxista, es la tendencia histórica hacia el
aumento de la productividad. Si bien la historia tradicional quizá pueda re
gistrar esta tendencia, dada su categoría fundamental del poder militar, es
completamente incapaz de explicarla. Los intereses y las guerras de clase sí
pueden, en cambio, explicarla acabadamente, según Marx. 1':n realidad, una
parte considerable de El Capital ha sido dedicada al análisis del mecanismo
mediante el cual, dentro del período del «capitalismo», como lo llama Marx,
se obtiene un aumento de la productividad por medio de estas fuerzas.
¿En qué forma se relaciona esa teoría de la guerra de clases con la doc
trina institucionalista de la autonomía de la sociología, que discutimos más
arriba P' A primera vista, podría parecer que ambas se encuentran en franco
conflicto, pues en la primera de ellas el interés de clase desempeña un papel
fundamental, con lo cual viene a ser, de este modo, una especie de móvil.
No creo, sin embargo, que haya una contradicción seria en esta parte de la
teoría de Marx. Diría, incluso, que no ha comprendido a Marx y, en parti
cular, su mérito mayor, esto es, su antipsicologismo, quien no vea cómo se
le puede reconciliar con la teoría de la lucha de clases. No hay por qué su
326
poner, corno quieren los marxistas vulgares, que el interés de clase debe ser
interpretado psicológicamente. Puede, sí, haber algunos pasajes en la obra
de Marx que encierren un ligero sabor de este marxismo vulgar, pero don
dequiera que considere seriamente el interés de clase, siempre se referirá a
un objeto dentro del reino de la sociología autónoma y no a una categoría
psicológica. Marx se refiere a una cosa, a una situación, y no a un estado
mental, a un pensamiento o a una sensación de hallarse interesado en una
cosa. Es simplemente esa cosa o esa institución o situación social lo que re
sulta ventajoso para una determinada clase. El interés de una clase es lisa y
llanamente todo aquello que contribuye a su poder y a su prosperidad.
Según Marx, el interés de clase en este sentido institucional o, si se nos
permite, «objetivo», ejerce una influencia decisiva sobre las mentes huma
nas; para utilizar la jerigonza hegeliana, podríamos decir que el interés ob-
jetivo de una clase se torna consciente en las mentes subjetivas de sus micm
bros, haciéndoles adquirir un interés y 111l<l conciencia de clase y actuar en
consecuencia. En el aforismo de Marx ya citado (al comienzo del capítulo
14) se nos describe el interés de clase corno una situación socia] objetiva o
institucional, así COIllO también la influencia que ejerce sobre las mentes hu
manas: «No es la conciencia del hombre la que determina stl vida, sino, más
bien, su vida social la que determina su conciencia». Sólo c.ihc agrq>;ar a este
aforismo que es más específicamente e¡lugar en que se cncucru ra un horu
brc en la sociedad, su situación de clase, la q uc determina, de acuerdo con el
.
..
marxismo, S1l coucicncra.
Marx da algunas indicaciones acerca de tI [orm.t en que opera cst.c pro·
ceso dc dctcrrninación. Según lo quc aprendimos de sus cuscnanzas en el ca.-'
pítulo autcrior, sólo podernos ser lihres C11 la medida e11 que nos e11I'I11cipa
mos del proceso productivo. Ahora aprenderemos que 11l.111C1 fuimos libres
todavía, considerando todas las sociedades existentes, ni siquiera en esa me
dida. l~:n efecto, ¿cómo hubiérarnos pod ido ~-se prcguntn-> cmanciparuos
del proceso productivo? ¡Jnicamclltc haciendo 'lne otros rc.ilizarau el sucio
trabajo por nosotros. Nus vemos forzados, así, .1 utiliz.nlo« comu Illedios
para nuestros fines: debemos dq;radarlo!,. S(llo POdClll\'S C(lrnpr;¡r un m.i
yor grado de libertad al coste de la esclavitud de otroshombres, de la di
visión de la humanidad en clases; la clase gohcmante adqnicrc libertad al
precio de la clase gobernada, los esclavos. Pero este hecho trae como conse..
cuencia el que los miembros de la clase goberllJllte dch,\\l pagar por su li
bertad con un nuevo tipo de esclavitud. En efecto, están ob{igtzdos a oprimir
y combatir a la masa gobernada, si quieren conservar su propia libertad y si
tuación social; se ven forzados a ello, puesto que el que no lo hace deja de
pertenecer a la clase gobernante. De este modo, los gobernantes se hallan
determinados por su situación de clase; no pueden escapar de su relación
327
social con los súbditos y están atados a ellos, puesto que se hallan indisolu
blemente ligados con el metabolismo social. De este modo, todo el mundo,
gobernantes y súbditos por igual, son apresados por la red y obligados a lu
char entre sí. Según Marx, es este vínculo, esta determinación, lo que pone
su lucha dentro del alcance del método científico y de la profecía histórica
científica, lo que hace posible tratar científicamente la historia de la socie
dad como si fuese la historia de las luchas de clase. Esta red social que apre
sa a las clases y las obliga a luchar entre sí, es lo que el marxismo denomina
estructura económica de la sociedad o sistema social.
Según esta teoría, los sistemas sociales o sistemas de clase cnmhi.m con
las condiciones de la producción, puesto que de estas condiciones depende
la forma en que los gobernantes pueden explotar y combatir a los goherna
dos. A cada período particular de desarrollo económico corresponde un
sistema social particular y lo que mejor caracteriza un período histórico es
su sistema social de clases; he ahí por qué hablamos de «feudalismo», «capI
ralisrno», etc. «El molino de aspas -expresa Marx---\ nos da una sociedad
con el señor feudal; el molino de vap()f nos da una sociedad con el capita
lista industrial.» Las relaciones de clase que caracterizan el sistema soci:1l
son independientes de la voluntad del individuo. El sistema social se asemeja,
así, a un enorme engranaje donde los individuos se ven cogidos y aplasta
I
dos. «En la producción social de sus medios de existencia ---declara M'lrx----:
los hombres se someten a relaciones definidas e ineviubks que no clcpcu
den de su voluntad. Estas relaciones productivas corresponden a la ct.apn
particular por que pasa el desarrollo de sus fuerzas productivas nun cri.rlcs.
El sistema de todas estas relaciones productivas constituye la estructura
económica de la sociedad», esto es, el sistema social.
Pese a seguir cierta lógica que le es propia, este sistema soci'll opera a
ciegas, irrazonadarneutc. Aquellos que quedan apresados en su engranaje
también se vuelven, generahllente, ciegos o casi ciegos. Tanto, que :;(1I] in-
capaces de prever, incluso, algunas de las m;1S importantes rcpcrcusroncs de
sus actos. Un determinado individuo puede impedir a gran número de per
sonas la adquisición de un artículo del que existen t;LlIH1cs cnnt idndcs dis
ponibles; así, puede comprar una pcquci'iísima cantid'ld e impedir, de e,ste
modo, una ligera disminución del precio en un momento critico. Otro, si
guiendo los dictados dc su bondad, puede distribuir sus riquezas y contri
buir así al debilitamiento de las luchas de clases, lo que puede motivar UI1;1
dilación en la liberación de los oprimidos. Puesto que es completamente
imposible prever las repercusiones sociales más remotas de nuestros actos,
puesto que todos nos hallamos igualmente presos dentro de la red, no po
demos realizar ninguna tentativa seria de combatirla. Evidentemente, no
nos es posible actuar sobre ella desde el exterior y, ciegos como estamos,
no podemos siquiera hacer plan alguno para mejorar desde dentro nuestra
situación. La ingeniería social es imposible y la tecnología social, por lo
tanto, inútil. No podemos imponerle nuestros intereses al sistema social;
en su lugar, es el sistema quien nos impone lo que creemos ser nuestro in
terés, forzándonos a actuar en conformidad con nuestros intereses de cla
se. Es inútil hacer cargar al individuo, aun al «capitalista» o «burgués» in
dividual, con la culpa por la injusticia y la inmoralidad de las condiciones
sociales, puesto que es este mismo sistema de condiciones el que obliga al
capitalista a actuar como lo hace. Y es inútil, también, esperar que se mejo
ren las circunstancias mejorando a los hombres; en lugar de eso, es más
probable que mejoren los hombres si el sistema en que vivimos es perfec
cionado. «Sólo en la medida --expresa Marx en El Cllpital--" en que el ca
pitalista es capital personificado desempeña un papel histórico .., Pero exac
tamente en esa misma medida, su ruóvil no es el de obtener y disfrutar
bienes útiles, sino el de aumentar la producción de bienes para el trucquc.»
(Que es su verdadera tarea histórica.) «Aferrado lcrvorosamcntc a la ex
pansión del valor, impulsa inexorablemente a los seres humanos a produ
cir nada m'1S que por la producción misma ... Junto con el miserable, com
parte la pasión por la riqueza. Pero lo que en el miserable es un.i especie de
manía, en el capitalista es el efecto del engranaje social del que s(')lo consti
tuye una pequeña pieza... El capitalismo somete a todo capitalista indivi
dual a las leyes inmanentes de la producción capitalista, leyes de c.ir.ictcr
externo y coercitivo. Sin darle tregua, la competencia 10 obliga a extender
su capital para poder couscrv.nlo.»
Tal la [orma en que, según Marx, el sistema social determina los actos
del individuo, ya sea gobernante o súbdito, capitalista o burgués o proleta
rio. Como vemos, constituye un ejemplo de lo que llamamos rn.is arriha la
«lúgica de la situación social». En grado considerable, todos los actos de 1In
capitalista son «una mera función del capital que, a través de la mediación
de aquél en calidad de instrumento, se ve dotado de voluntad y conciencia,
como dice Marx" en su estilo hegeliano. Pero esto significa que el sistema
social determina también sus pensamientos, pues los pensamientos o ideas
son, en parte, instrumentos de los actos y, e11 parte -----vale decir, si son pú
blicamente expresados- un importante tipo de acción social; en efecto, en
este caso, su objetivo inmediato es el de influir sobre los actos de los demás
miembros de la sociedad. Al determinar de este modo los pensamientos hu
manos, el sistema social y especialmente el «interés objetivo» de una clase se
torna consciente en las mentes subjetivas de sus miembros (como dijimos
antes en la jerigonza hegeliana)." La lucha dc clases, así como también la
competencia entre los miembros de la misma clase, son los medios a través
de los cuales se llega a esto.
328
329
1;IItI:li4UM;U,iMJJU,",;;r;;;:lhmn"¡;;¡¡mm"fR'''""",,''''''''''';::¡:'''''''''"",,,",,"''''''
~1 '.n'm"" " "' TTTH'~ 'T " " TH ' rr----
Ya hemos visto por qué, según Marx, la ingeniería social y, en conse
cuencia, la tecnología social, son imposibles; ello se debe a la cadena causal
de dependencia que nos liga con el sistema social y no a la inversa. Pero si
bien no podemos modificar a voluntad el sistema social,' tanto los capitalis
tas como los trabajadores están obligados a contribuir a su transformación
ya nuestra liberación definitiva de sus redes. Al impulsar a «los seres hu
manos a producir nada más que por la producción misma»," el capitalista
los compele a «desarrollar las fuerzas de la productividad social y a crear
aquellas condiciones materiales de la producción que son las únicas capaces
de formar la base material de un tipo superior de sociedad cuyo principio
fundamental sea el desarrollo pleno y libre de todos los individuos huma
nos». De esta manera, incluso los miembros de la clase capitalista deben
desempeñar su papel sobre la escena de la historia y favorecer el adveni
miento final del socialismo.
En razón de los argumentos subsiguientes, es pertinente agregar una
observación de carácter lingüístico con referencia a los términos marxistas
traducidos habitualmente con las expresiones «consciente de su clase» y
«conciencia de clase». Estos términos ind ican, ante todo, el resultado del
proceso analizado más arriba, a través del cual la situación de clase objeri
va (tanto el interés como la lucha de clases) y adquiere conciencia en las
mentes de sus miembros o, para expresar el mismo pensamiento con pala
bras menos emparentadas con Hegel, a través del cual los miembros de
una clase se tornan conscientes de su situación de clase. Al tener conciencia
de clase, no sólo conocen su lugar, sino también sus verdaderos intereses de
clase. Pero por encima de esto, la palabra alemana origin;:¡1 empleada por
Marx sugiere algo más que habitualmente se pierde en la traducción. El tér
mino deriva de una palabra alemana corriente, a la cual alude, que formó
parte de la jerigonza de Hegel. Aunque su traducción literal sería «cons
cientc de sí mismo» (autoconsciente), esta palabra tiene más bien, incluso
en el uso vulgar, el significado de ser consciente del propio mérito y capaci
dad, vale decir, de estar orgulloso y perfectamente seguro de lino mismo e
incluso satisfecho consigo mismo. En consecuencia, el término alemán que
traducimos por «consciente de su clase» no significa esto simplemente,
sino también la «seguridad u orgullo de la clase» y el vínculo que con ella
une por la conciencia de la necesidad de solidaridad. Ahí es donde reside la
razón por la que Marx y sus discípulos aplican la palabra casi exclusiva
mente a los trabajadores y casi nunca a la «burguesía». El proletario con
conciencia de clase es el obrero que no sólo conoce su situación de clase,
sino que también está orgulloso de ella, plenamente seguro de la misión
histórica de su clase y convencido de que su lucha sin cuartel habrá de pro
curarnos un mundo mejor.
¿Cómo sabe que eso habrá de suceder? Porque teniendo conciencia de
clase debe ser marxista. La teoría marxista y su profecía científica del adve
nimiento del socialismo forman una misma entidad con el proceso históri
co mediante el cual la situación de clase «emerge a la conciencia», asentán
dose en las mentes de los obreros.
II
Nuestra crítica de la teoría marxista de las clases, en la medida en que
atañe a su insistencia historicista, sigue las mismas líneas adoptadas en el ca
pítulo anterior. La fúrmula «toda historia es una historia de las luchas de
clase» es sumamente valiosa CO!\lO sugerencia de que debemos buscar el irn
portante papel desempeñado por la lucha de clases en la política, así como
también en otras actividades; sugerencia tanto más valiosa cuanto que el
brillante análisis platónico del papel desempeñado por las luchas de clases
en la historia de las ciud.ulcs-cstado griegas h:lbía caído casi en el olvido en
las últimas épocas. Pero tampoco aquí debemos, por supuesto, tomar las
palabras de Marx demasiado al pie de la letra. Ni siquiera la historia de los
problemas de clase es siempre una historia de 1:1 lucha de clases en el senti-
do marxista, si se tiene en cuenta el importante papel desempeñado por la
discordia en el seno de las propias clases. [':11 realidad, la divergcncia de in
tereses dentro de una misma clase -----ya sea la gobernante o la gobernada
alcanza tal magnitud que l.i teoría marxista de las clases debe ser considera
da una peligrosa simplificaciún de los hechos, aun cuando admitamos que el
abismo que separa a ricos y pobres entraña siempre una importancin funda-
mental. Uno de los grandes túpicos de la historia mcd icval, l.i lucha entre
papas y emperadores, puede servir de ejemplo de estas discordias de que ha-
blamos dentro de una misma clase. Evidentementc no es posible afinnar
que esta querella haya tenido lug;u cut re explotadores y explotados. (Claro
está que podría ampliarse el concepto marxista de «clase» de tal modo que
abarcase éste y otros casos similares, y restringirse el concepto de «historia»
hasta que la teoría de Marx resultase, por Fin, trivialmente cierta; y decimos
«trivialmente» porque ya no sería sino una mera t:lUtología, lo cual le qui
taría todo significado.)
Uno de los peligros de la fórmula de Marx es el de que si se la toma de
masiado al pie de la letra induce erróneamente a interpretar todos los con
flictos políticos como si fuesen luchas entre explotadores y explotados (o
bien como tentativas de salvar el «abismo real», el confl icto de clase subya
cente). El resultado práctico de esto fue que hnbo marxistas, especialmente
en Alemania, que interpretaron que algunas guerras, COIllO la primera mun
330
331
I""""""'ff"",,,n'ffim,,m''''''''''"''''''l'''mmnmt,,,i'ih',,, .,
dial, se libraban entre revolucionarios u opositores a los poderes centrales y
una alianza de países conservadores partidarios de dichos poderes; inter
pretación que podría esgrimirse para disculpar cualquier agresión. Es éste
sólo uno de tantos ejemplos del peligro inherente a la vasta generalización
historicista de Marx.
En cambio, su tentativa de utilizar lo que podía llamarse «lógica de la si
tuación de clase» para explicar el funcionamiento de las instituciones de!
sistema industrial, me parece admirable, pese a algunas exageraciones y al
olvido de algunos importantes aspectos de la situación; admirable, en todo
caso, como análisis sociológico de esa etapa del sistema industrial que Marx
tenía principalmente en e! pensamiento al escribir su obra: el sistema del
«capitalismo sin trabas» (como lo llamaremos de aquí en adelante}" de cien
años atrás.
Capítulo 17
EL SISTEMA JURÍDICO y SOCIAL
Estamos preparados ya para encarar e! punto probablemente culminan
te de nuestro análisis, así como también de nuestra crítica del marxismo; nos
referimos a la teoría marxista del Estado y -por paradójico que pueda pa
recer a algunos-- de la impotencia de toda política.
Puede expom:rse la teoría de Marx combinando los resultados alcanza
dos en los capítulos anteriores. El sistema legal o jurídico-político -el sis
tema de las instituciones legales impuestas por el Estado- debe ser enten
dido, según Marx, como una de las superestructuras levantadas sobre las
fuerzas productivas concretas del sistema económico, de las cuales son, al
mismo tiempo, expresión; Marx habla' en este sentido, de «superestructu
ras jurídicas y políticas». No es ésta, por supuesto, la única forma en que
hacen su aparición la realidad económica o material y las relaciones entre las
clases que le corresponden, en el mundo de las ideologías e ideas. Otro
ejemplo de estas superestructuras sería, según la concepción de Marx, el sis
tema moral prevaleciente. Éste, en oposición al sistema jurídico, no se halla
impuesto por el poder del Estado, sino sancionado por una ideología crea
da y controlada por la clase gobernante. La diferencia es, a grandes rasgos,
la misma que media entre la persuasión y la fuerza (como hubiera dicho
Platón)." El Estado, o, m.ís especialmente, el sistema jurídico o político,
emplea la fuerza. Ella consiste, como dice Engels/ «en una fuerza represiva
especial» para la coerción de los gobernados por los gobernantes. «El poder
político, así llamado con propiedad -declara el Man.ifiesto-4 es simple
mente el poder organizado de una clase para oprimir a la otra.» En Lenin se
encuentra una descripción semejante:" «Según Marx, el Estado es un órga
no para la dorninacum de clase, un órgano para la represión de una clase por
parte de otra; su objetivo es la creación de un "ordenamiento" que legalice
y perpetúe la opresión... », El Estado no es, en suma, nada más que una par
te del engranaje mediante el cual la clase gobernante lleva a cabo su lucha.
332
333
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Antes de pasar a desarrollar las consecuencias de esta concepción del Es
tado, cabe señalar que se trata de una teoría en parte institucional y, en par
te, esencialista. Lo primero, en la medida en que Marx trata de establecer las
funciones prácticas que tienen las instituciones legales en la vida social. Y lo
segundo, en la medida en que Marx no investiga la diversidad de fines a
cuyo servicio pueden hallarse estas instituciones (o ser puestas deliberada
mente), ni sugiere las reformas institucionales necesarias para que el Estado
sirva aquellos fines que él podría suponer deseables. En lugar de formular
las exigencias o propuestas convenientes con respecto a las funciones que él
desea para el Estado, las instituciones legales (l el gobierno, Marx se pre
gunta: «¿Qué es el Estado P», es decir, (lue trata de descubrir la función
esencial de las instituciones legales. Ya demostramos antes" que no puede
responderse de manera satisfactoria a estas preguntas típicamente esencia
listas y, sin embargo, dicho interrogante está acorde, indudablemente, con
el enfoque esencia lista y metafísico de Marx, según el cual el campo de las
ideas y las normas es sólo la apariencia de una realidad económica.
¿Qué consecuencias se desprenden de esta teoría del Estado? La más
importante es que toda la política, todas las instituciones leg'lleS y políticas,
así como también todas las luchas políticas, nunca pueden ser de importan
cia primordial. La política es impotente. En efecto, ella sol.i no puede alterar
de forma decisiva la realidad económica; la principal, si no la única tarea de
toda actividad política bien inspirada, es la de vigilar que las mod ificacioucs
del revestimiento jurídico político se mantengan acordes con los cambios
operados en la realidad social, es decir, con los medios de producción y con
las relaciones entre las clases; de este modo pueden cludirsc las dificultades
que surgirían inevitablemente si la política se quedase a la /',a¡.o;a de estas evo
luciones. En otras palabras, los desarrollos políticos, o bien son superficia
les, no condicionados por la realidad más profunda del sistema social, en
cuyo caso están condenados a pasar sin dejen- huella alguna y sin poder as
pirar a contribuir realmente en favor de los oprimidos y explotados, o bien
constituyen la expresión de un cambio en el fondo económico y en la situa
ción de clase, en cuyo caso adquieren el car.ictcr de las erupciones volc.ini
cas, de las revoluciones totales susceptibles de ser previstas, puesto que surgen
del sistema social, y cuya violencia puede moderarse abriendo las puertas a
las fuerzas eruptivas, cuyo avance jamás podrían detener las trabas ideadas
por la acción política.
Esas consecuencias nos muestran nuevamente la u nidad del sistema his
toricista del pensamiento de Marx. No obstante, si se considera que poquí
simos movimientos han hecho tanto como el marxismo para cstimu lar el in
terés en la acción política, se comprenderá que la teoría de la impotencia
fundamental de la política parezca algo paradójica. (Claro está que los mar
xistas podrían salir al encuentro de esta observación con cualquiera de estos
dos argumentos: el primero es el de que en la teoría expuesta, la acción po
lítica posee su función, pues aun cuando el partido de los trabajadores no
pueda mejorar con sus actos la suerte de las masas explotadas, su lucha des
pierta la conciencia de clase y prepara el ambiente, de este modo, para la re..
volución. Tal sería el argumento del ala radical; el otro argumento, preferi
do por el ala moderada, afirma que pueden existir períodos históricos en los
cuales la acción política resulte directamente beneficiosa, esos períodos en
que las fuerzas de las dos clases opuestas se hallan, nproxirnadarncnte, en
equilibrio. En dichas épocas, los esfuerzos y las energías políticas pueden
resultar decisivas para alcanzar significativas conquistas para los trabajado
res. Es evidente que este Sq';lllHJO argumcnto sacrifica pelnc de las posicio
nes fundamentales de la teoría, pero sin comprenderlo y" en consecuencia,
sin ir a la raíz de las cosas.)
Cabe destacar que, según la teoría marxista, el partido de los trabajado
res casi no puede incurrir en errores políticos de importancia mientras se
limite a desempeñar Sil papel asignado y a refirmar enérgicalllerne las aspi
raciones de su clase. En dCCLO, los errores políticos 1]0 pueden alectar ma
tcrialrncntc la xituacion de clase real)' menos aún la n~e·dideJ.(1 económica de
la cual depende todo, en última inst.uu.ia.
Otra cousccucncia importante de la teoría es que, en principio, todo
gobierno ----auI"I los democráticos--· .. es una dict.ulurn de la clase gobernan
te: sobre la ~obernada. ,<1;.1 poder ejecutivo de UII Fstado moderno ..-clccl.i
ra el MMÚflCSLo-..- J no es sino UI] cOll)ité para maucj.u los asuntos cconó
micos de toda la burguesía... » Lo quc nosotros ll.unamos dC!lIocr<lcia no es,
según esta teoría, sino ese tipo dc clictaclur.i de CLlSC que resulta rn.is con
veniente en cierta situación histórica. (Lsta doctrina no concuerda IllUY
bien, por cierto, con la teoría del cquiiibrio de clase sustentada por el ala
moderada y que n](~lIcionamos más arriba.) Y así COIllO el l':stado es, bajo el
capitalismo, una dictadura de la burgucsÍa, después de !el revolución social
será, al principio, una dictadura del proletariado. Pero este Estado prolct.a
rio deberá perder su [unción t,111 pronto como se derrumbe la rcsistcuci.i de
la vieja burguesía. I;,n efecto, la revolución proletaria conduce a una socic
dad integrada pUl' una clase única y, por consiguiente,;1 la sociedad sin cl.r
ses donde ya no son posibles las dictaduras de clase. De este modo el Esta-
do, privado de toda [uucion, debe desaparecer. Debe «marchitarse» como
dijo Engcls."
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335
Lejos de mí la intención de defender la teoría marxista del Estado. Su teo
ría de la impotencia de toda política y, particularmente, su concepción dc la
democracia, no sólo me parecen erróneas, sino fatalmente erróneas. Sin em
bargo, debe admitirse que detrás de estas teorías tan inflexibles como ingc
niosas, había una experiencia también inflexible y deprimente. y si bien Marx
no logró, a mi entender, comprender el futuro que tan ansiosamente deseaba
prever, me parece que aun sus teorías equivocadas dan prueba de su agudo
conocimiento sociológico de las condiciones imperantes en su tiempo, así
como también de su irreductible humanitarismo y sentido de la justicia.
La teoría marxista del Estado, pese a su c.ir.ict cr abstracto y filosófico,
nos suministra indudablemente una lúcida interpretación de su propio pe
ríodo histórico. Es plausible sostener, por lo menos, que la llamada «Kcvo
lución Industrial» se desarrolló principalmente, en un comicnv.o, como una
revolución de los «medios materiales de la producción», es decir, de las m.i
quinas; que esto condujo luego a la t.r.mslormación de la estructura de clu
ses de la sociedad y, de este modo, a un nuevo xistcma social, y que lus rl'
voluciones políticas y otras transformaciones del sistema jurídico lIegal'On
más tarde sólo como un tercer paso del mismo pl'Oceso. !\un cuando esta
interpretación del «surgimiento del capitalismo» haya sido cuestionada por
algunos historiadores que lograron poner al descubierto algunos de sus ci
mientos ideológicos profundamente arraigados (que quizá 110 lucrou del
todo pasados por alto por Marx,') si bien echan por tierra su teoría), 110 pUl"
den caber grandes dudas acerca del valor de la interpretación marxist.r COIllO
enfoque inicial, y del servicio prestado a sus sucesores en este tcrrcuo. Y si
bien algunos de los desarrollos estudiados por Marx fueron fomentados de
liberadamente por medio de disposiciones legislativ;ls, y sólo gracias a ellas
resultaron factibles (como admite el propio Marx}," fue d quien primero
destacó la influencia de los desarrollos e intereses cconomicos sobre la le..
gislación y la función de las medidas legisbtivas COIllO armas en las lllch;>s
de clases y, especialmente, corno medios para la creación de un "excellen-
te de población» y, con él, del proletariado industrial.
Se desprende claramente de muchos pasajes de Marx que estas observa..
cienes sirvieron para confirmar su creencia de qne el sistema juriclico-polí
tico era una mera «superestructura»ll levantada sobre el sistema social, es
decir, económico; teoría que, si bien la experiencia subsiguiente no tardó en
refutar," no sólo conserva un gran interés sino que también, me atrevo a su
gerir, contiene una buena parte de verdad.
Pero no fueron solamente las ideas generales de Marx acerca de las rela
ciones entre el sistema económico y el político las que sufrieron, de este
modo, la influencia de su experiencia histórica; en efecto, también sus ideas
concernientes al liberalismo y, en particular, a la democracia, a las que juz
gaba meros velos destinados a encubrir la dictadura de la burguesía, sumi
nistraron una interpretación perfectamente adecuada de la situación social
de su tiempo; tanto que, desgraciadamente, la triste experiencia no tardó en
corroborarla. Y no podía ser de otro modo; Marx vivió, especialmente du
rante su juventud, un período de la más desvergonzada y cruel explotación,
que, no obstante, encontraba cínicas defensas por parte de apologistas hipó
critas que recurrían al principio de la libertad humana, al derecho del hom
bre de determinar su propio destino ya participar libremente de los contra
tos que consideraba lavorablcs a sus intereses.
Poniendo en práctica el lema «competencia igual y libre para todos» de
este período, se resistió con éxito la introducción de una legislación obrera
hasta el .uio Il03, y su ejecución pr.ictica todavía durante algunos ;tilos m.is.':'
La consecuencia fue una vida dc desolación y miseria que difícilmente pu··
diera inlaginarse en nuestros días. I'.n particular, la explotación de mujeres
y ni ilos cond ujo a padecim ien tos increíbl es. 1 le aq uí dos ejemplos tomados
de 1:'1 Cllpilld, de Marx: "William WOOlI, de ') aííos, tenía 7 'lílos y die:r. me
ses cuando conH:n:r.<'l a trabajar... Lnu aba al trabajo todos los días de la se
mana a bs seis de la n t.ui.u ra y se iba;1 las nueve de la noche... ¡quince horas
de trahajo para un uiño de 7 ;lIIOS!», exclama un informcoficial'" presenta-
do por la Comisión Reguladora del Trabajo de Niños de 1X(,3. !\ otros ni..
líos se les obligaha a comenzar la jornada de tmb;ljo a las cuatro de la ma
n.ma, o a rr.iliaj.u durante toda la noche hasta las seis de la mariana y no era
raro el caso de niilos de (, ailos sometidos a una joru.ula di;lria de quince ho-
ras. « M ary Wal kley ha bía trahajado sin descanso vei utiscis horas y mcd in,
junto COII otras sesenta nirius, t1'l'int;l de ellas en la misma pieza... Un mcdi
co, el señor Keys, Ilcgú delnasiado tarde y declaní ante el tribunal que
"Mary Aune Walkley li.rlua mucrto por exceso de i.r.ibajo en una sala ates
tada de gente... ", Descoso de darle a este caballero una lecci(~ln de huenos
modales, el prcsidcut« del tribunal sentenció que "la víctima hahiu muerto
de apoplejía, si bien existen razolles para suponer que su muerte haya sido
acelerada por el exceso de trabajo en una habitación atestada de gellte".»I';
Tales eran, pues, las coudicioncs de la clase trabajadora en 1X(,3, cuando
Marx escribía /~I Capital; su ardiente protesta contra estos abusos, que no
sólo eran tolerados entonces sino hasta defendidos muchas veces, no ya por
economistas profesionales, sino incluso por los propios clérigos, le asegura-
rá para siempre un lugar entre los liberadores de la humanidad.
En vista de esas experiencias, 110 debe asombrarnos que Marx no tuvie
ra una gran opinión dcl liberalisn¡o y que no viera en la democracia parla
mentaria sino una forma velada de dictadura de la burguesía. Y nada más fá
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cil para él, ento nces, qu e int erp retar estos hechos como fund ament o de su
análisis de la relació n ent re el sistema jurídico y el social. Según el sistema
legal, la igualdad y la libertad se hallaban perfectamente estab lecidas, por lo
menos ap rox imada mente, pero ¡qué lejos de esto estaba la realidad! No de
bem os culpa r a Marx, en verdad, por haber insistid o en qu e los hechos eco
nó micos so n los únicos «reales>' y en que el sistema jur ídico es sólo un a
superestruc tu ra, un revestimient o de esta realid ad, a la vez qu e un instru
mento de la do minació n de clases.
Es en El Cap ital donde se ha desar roll ado con mayor claridad esta opo
sició n ent re el siste ma ju rídico y el soc ial. En un a de sus partes teó ricas (que
será o bjeto de un exame n más co mp leto en el capítulo 20), Marx enca ra el
análisis del sistema econó mico capitalista medi ante la hipót esis simplifica
dora e idealizant e de qu e el sistema juríd ico es perfecto en todos sus aspec
tos . Se supone, así, que la libert ad, la igualdad ante la ley y la justicia so n ga
rantizadas a tod os por igual. Ante la ley no existen clases pri vilegiadas. Y
por encima de esto, Marx supo ne que ni siquiera en el rein o de la economía
se produce ninguna infr acción o delito; supo ne qu e po r todos los bienes se
paga un «precio justo », inclu yend o la capacidad de tr abajo qu e el obrero
vend e al cap italista en el mercado labor al. El precio de todos estos bienes es
«justo » en el sen tido de qu e tod os ellos se co mpran y venden en prop or ción
al monto medio de tr abajo requ erid o para su reproducción (o, p ara utili zar
la termi nología de Marx, de acuerdo co n su verdadero «valo r»).'" C laro está
qu e Marx sabe perfectame nte qu e todo esto es una simple csq ue mat izac i ón,
pues en su o pinió n los obreros casi nunca recibe n este trato o, dicho con
o tras pa lab ras, habitu almente so n estafados. Pero part iendo de la base de
esas p remisas ideales, Marx procu ra demo strar qu e aun bajo ese excelente
sistema jurídico, el sistema eco nó mico habría de funcionar de t ~l l mod o que
los tr abajadores no se verían en co nd icio nes de gozar de su libert ad . Pese a
to da esta «ju sticia>', no se enco ntra rían mu cho mejo r qu e los esclavos ." En
efecto , si so n pob res, lo úni co qu e pueden hacer es venderse ellos y a sus
mu jeres e hijos en el mercado del trabajo por el precio neces ario para la re
produ cción de su capacidad de tr abajo. Es decir, qu e por el total de su capa
cidad de tr abajo no habrán de rec ibir más que lo mínim o indi spen sable para
su existencia. Esto nos mu est ra qu e la explotac ión no co nsiste tan sólo en la
defraud ación o el ro bo y q ue no puede elim inarse po r medio de meras d is
posicion es legales (y la crítica de Proudho n de que «la propiedad es un
rob o» es demasiado supe rficial)."
Como consec uencia de to do ello, Marx se vio impulsado a sos te ner qu e
los trab ajador es no pu eden esperar gran cosa de las mejoras logradas me
diante el sistema jurídico, qu e, co mo todo el mundo sabe, garantiza a ricos
y pobres por igual la libert ad de dormir en los bancos de las plazas y qu e
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amenaza po r igual con el con siguiente castigo si inte nta n vivir «sin recu rsos
visibles». D e esta manera, Marx llegó a lo qu e po d ría denominarse (en la
jerga hegeliana) la distinci ón entre la libert ad formal JI ma terial. La libert ad
Iorrnal'" o legal, si bien Mar x no la subestima, resulta ser to talmente insufi
ciente pa ra asegura rnos aquell a libert ad qu e representa, según él, la meta del
desarroll o hist ór ico de la hu manidad . Lo qu e imp orta es la lib ert ad real,
es decir, la libert ad eco nó mica o mat erial. Y ésta só lo puede ser alcanza da
mediant e una emancipac ión equita tiva del trab ajo y, a su vez, esta emanci
p ació n exige «la redu cción de la jornada de tra bajo co mo requi sito pr evio
fun da mental».
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¿Qu é direm os del análisis de Marx? ¿He mos de creer qu e la po lítica, o
el marco de las institu cione s legales, es intrínsecam ent e impote nte para re
mediar semejante situac ión y qu e s ólo una co mpleta revo lució n soc ial, un
camb io radical del «siste ma socia],' pueda rep resentar una so luc ión? ¿O he
mos de creer a los defen sore s de un sistema capitalista sin tr abas qu e insis
ten (co n raz ón a mi ent ender) en el tr emendo ben eficio qu e representa el
sistem a de los mercad os libres y qu e co ncluye n, de esta premisa, qu e lo más
conve niente para patronos y o breros es un mercado de trabajo co mp leta
mente libre?
Co nsidero que no pued e pon erse en tela de juicio la injusticia e inhu
manid ad del «sistema capitalista» sin trabas qu e nos describe Marx; pero
ello pu ede int erpretarse en fu nción de lo qu e llamamos, en un capítu lo an
terior / Ola «paradoja de la libert ad». Como vimos ento nces, la libertad, si es
ilimitada, se anula a sí mism a. La libertad ilimitada significa q ue Ull ind ivi
du o vigoroso es libre d e asaltar a o tro déb il y de privarlo de su libert ad . Es
precisamente por esta razó n qu e exigimos qu e el Estad o limite la libertad
hasta cierto punto, de modo qu e la libert ad de todos esté protegida por la
ley. N adie qu edar á, así, a merce d de otros, sino qu e to dos tendrán derecho
a ser protegidos por el Estado.
A mi juicio, estas co nsiderac iones, dest inadas origiualmcntc a ap licarse
a la esfera de la fuerza br ut a o de la intimidación física, deben aplicarse ta m
bién a la econó mica. Aun cua ndo el Estado pro teja a sus ciudada nos de ser
atropellados p or la violencia física (co mo ocu rre, en principio, bajo el sis
tema d el capitalismo sin trabas), puede burlar nuestro s fines al no lograr
prot egerlos del em pleo inju sto del pod erío eco nó mico. En un Estado tal,
los ciudadanos econ ómicamente fue rtes to davía so n libres de at ropellar a los
eco nó micamente débiles y de rob arles su libert ad. En estas circ unstancias,
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la libertad económica ilim it ada pu ede resul tar tan injusta como la lib ert ad
física ilimi tad a, pudiendo llegar a ser el poderío econ ómico casi tan peligro
so co mo la violencia física, pu es aque llos qu e pose en un excedente de ali
memos pu ed en o bliga r a aque llos que se mu eren de hambre a acep tar «li
b rem ente» la servidu m br e, sin necesid ad de usar la violencia. Y su po niendo
que el Estad o limite sus actividades a la su p resión de la violencia (y a la pro
tección de la propiedad ) seguirá siendo po sibl e que una min or ía eco nó mi
came nt e fuert e explote a la mayoría de los económicame nt e débil es.
Si este aná lisis es acept ado, " entonces la natu raleza del remedio salta a la
vista . D eb er á ser u n remed io político, semeja nte al qu e usam os contra la vio
lencia física. y co nsistirá en crea r ins tituc iones so ciales, impues tas por el
poder del Estado, para p ro tege r a los eco nó micamente débil es de lo s eco
nó micame nt e fuertes . El Esta do d eberá vigilar, pues, qu e nad ie se vea for
zad o a celebra r un cont rato d esfavorabl e por miedo al hambre o a la ruina
eco nó mica.
C laro está que eso significa que el principio d e la no intervención , del
siste ma econ ómic o sin tra bas, deb e ser aban do nado; si queremos la libertad
de ser salvaguardados, ento nces d eberemos exigir qu e la política de la liber
tad eco nó mica ilimi tada sea susti tuida por la int er vención económi ca r egu
lad ora d el Estado . Deberemos exigir qu e el capitalismo sin trabas d é lug ar al
intervencionismo econ ámico." Y esto es pr ecisam ente lo que ha ocurr ido en
la realidad. El sistema económico d escrito y criticad o por Marx ha dej ado
d e existir prácticament e en tod o el mu nd o para ser reemplazado, no por un
sistema en el cual el Estad o com ienza a perd er sus fu nc iones mostrando, en
consecuencia, signos d e «march itamiento », sino po r diversos siste mas in
terven cion istas, donde las fun ciones del Estado en la esfera econó mica se
extien d en mucho más allá de la protecció n de la propie dad y los «cont rato s
lib res». (Esta evo lución será examinad a en los capítu los siguientes.)
IV
Cabe señalar que el pun to aq uí alcanza do cons tituye el tópico centra l dC'
nu estro an álisis. Sólo aquí podemos comenza r a co mprender la sign ifica,
ción d el choq ue entre el hist ori cismo y la ingeniería soc ial y su efecto so bre
la po lítica de los amigos de la soc iedad abie rta .
El marxismo sostiene que es más que u na cienc ia y que su tarea con sis
te en algo más qu e en for mular una profecía histórica. El ma rxismo sostic
ne que de be ser la base de la acció n política. C ritica la soci edad existente y
afirma qu e él puede con ducirnos a un mundo mejor. Pero segú n la p ropiJ
teoría de Marx, no po de mos modificar la realid ad eco nó mica a voluur .ul,
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,
por ejemplo, med iant e reformas legales. Lo más que p ue de ha cer la política
es «acort ar y dism inuir lo s d olores del nacimi enro »." Es éste, a mi juicio, un
p ro grama po lítico extr emadament e pob re, y su pobr eza es cons ecuencia del
lu gar com pletamente secun dar io q ue se le asigna al pod er político en el or
den jerárquico de los poderes. E n efecto, segú n Ma rx, el verdadero pod er
reside en la evo luc ión de las m áquinas; lu ego , siguiéndole en importanc ia,
en el sistema de las relaciones econó micas d e clase y, fina lmente, y só lo en
tercer término, en la po lítica.
La posición alcanzada en nu estro an álisis supo ne un p u nt o d e vista to
talmente op uesto . Segú n ella, el pod er político es fun da mental y pu ed e co n
tro lar al poder económico. Esto representa un a inmensa ampliac ió n del cam
po d e las act ividades políticas. Podemos pr egu ntarnos qué deseamos lograr
y có mo lograrlo: p od emos, po r ejemplo, des arro llar un p ro grama polít ico
racional pa ra la p rotecció n de lo s económi came n te d ébiles: podemos san
cio nar leyes para restr ingir la explo tación; podemos limi tar la jo rnada de
tr abajo; y si bien tod o esto no es desp rec iable, to davía pod em os hacer mu
cho más. Mediante las leyes, pode mos asegurar a lo s tr abajado res (o mejor
aú n, a to dos los ciud adan os) contra la incap acid ad , 1:1 desocupaci ón y la ve
jez. D e esta manera, barem os imposi bles aqu ellas tormas d e exploraci ón ba
sadas en la des valida po sició n econ óm ica de UIl trab ajador que dehe aceptar
cua lquier co sa para no mo rirse de ham b re. Y cuando po damo s garanti zar
por ley un niv el de vida dig no a tod o s aqu ellos que estén disp uesto s a tr a
bajar - y no hay ningun a raz ón para que esto no se logre- entonces la pro
tección d e la libert ad del ciuda da no co nt ra el temor v la intimidaci ón eco
nóm icos será casi perfecta. Desde este punto de vi"sta, el poder pol ít ico
co nstituy ela llave d e la protecci ón eco nó mica. El po der p olí tico y su co n
trollo es todo. No debemos permitir q ue el pod er económ ico do m ine al
po lítico; y si es necesario, deberá co m batírselo hast a po ne rlo bajo el co ntro l
d el pode r po lít ico.
D esde la posición a que he mos arribado, pod emos de cir q ue la desp ee
I iva actitu d de Marx hacia el pode r político significa haber o m itido 11 0 só lo
el desarrollo de una teor ía de la más impo rtant e [u cruc potencial de mejora
mient o para los cconó mica mcn re d ébiles, sino también la con side raci ón dd
mayo r peligro poten cial para la libert ad hu man a. Su ingenua p resu nción de
qu e en un a sociedad sin clases el poder de l Estado hab ría de pe rde r su [u n
.ió n, «marchitándo se», mu est ra bien a las claras que Marx nu nca captó la
parado ja d e la libert ad y que tampoco co mprend ió la funció n que el poder
rxtata] pod ía y debía cum plir, al servicio de la libertad y la hum anid ad. (Lo
<lIal prueba además qu e M arx era. en últ ima instancia, ind ividualista, pese a
:.lISvibrantes llamados colecti vistas a la conciencia de clase.) D e este modo ,
1.1concepció n marxist a es análoga a la creencia liber al d e qu e todo lo que se
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necesita es «igualdad de opo rtunidades». P or cierto qu e la necesitamos,
pero eso so lo no basta. En efecto, ella no impide qu e los meno s dotado s, o
menos inflexibles, o men os afortunados se conviertan en objeto de explota
ción por part e de aquell os más dot ados o inflexibles o afortunados.
Además, desde e! puma de vista a que hem os llegado, lo qu e los marxis
tas llaman desde ñosamerue «mera libert ad fo rmal" se convierte en la base
de todo lo demás. Esta «mera libert ad formal», es decir, la democracia, el de
recho de! pueblo de juzgar y expulsar del pod er a sus gobernantes, es e! ún ico
medio conocido para trata r de prot egern os de! empleo incorrecto de! pod er
pol ítico;" su esencia co nsiste en el contro l de los goberna nt es p or part e de
los gobern ados . Y pu esto que el pod er políti co pu ede co nt rolar al econó
mico, la dem ocracia política será tambi én el único medio posibl e para poner
el cont rol del poderío económico en manos de los gobernados. Sin un co n
tro l democ rático, no pu ede haber razón alguna para qu e un gobierno no
utilice su pod er político y económ ico co n fin es bien difer entes de la pr ot ec
. ción de la libert ad de sus ciudadanos.
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Es el papel fund ament al de la «libertad fo rmal» lo qu e pasan por alto los
marxistas qu e creen qu e la dem ocracia form al no es suficiente y la qui eren
co mplementar co n lo q ue deno minan, generalmente, «democracia econó
mica», expresió n vaga y en extrem o superficial que oscurece el hecho de
qu e la «mera libert ad for mal» es la (mica ¡.;arantía de una política econó mica
democrát ica.
Marx descubrió la significaci ón del p od er econ óm ico y es co mprensible
qu e haya exagerado su magnitud. Así, él y sus discípul os ven el pod er eco
nómi co por to das part es, y el pilar de todas sus argumentacio nes es éste: d
qu e tiene dinero tiene poder po rq ue, si así lo qui ere, puede comprar las pis
tolas y los pistol ero s. Pero en realid ad se trata de un argumento indirecto,
pues se apo ya en la ad misión implícita de qu e tiene el poder aque l que po
see armas. Y si el qu e est á arm ado se percata de esto, ent onces no tardar á
mucho en poseer, a la vez, arm as y dinero. Sin embargo, en un capitalismo
sin trabas, cabe el argu mento de Marx hasta cierto pu nto , pu es u n régimen
dedicado a crear insti tu cio nes para el control de las ar mas y de los pistolc
ros pe ro no del poder qu e da el dine ro, tenderá a caer bajo su influencia.
Así, es bien posible que en un Estado semejante reine el «gangsterismo» in
co ntrolado de la riqueza. Pero el propi o M arx hubiera sido el primero, cree.
yo, en admitir q ue esto no vale para to dos los Estado s y que ha habid o m.i,
de una ocasión en la historia en que, por ejemplo, toda explo tación se redil
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cía al pillaje basado directament e en el pod er conferido por la lanza y un a
sólida armad ura. y ho y día no creo qu e haya mu chos qu e sos tengan la in
genua tesis de q ue el «pro greso de la histo ria» ha pu esto fin, de una vez po r
tod as, a esto s métodos de explot ación más directo s y qu e, un a vez alcanz a
da la libert ad for mal, nos será im posible caer nue vamente en la arbitrarie
dad de formas tan pr imit ivas de explotació n.
Es tas consider acio nes pod rían bastar para refutar la teor ía dogmática de
que el pod er eco nó mico es más fundame ntal qu e el físieo o el del Estad o.
Hay, sin embargo, otras consideraciones todavía. Co mo lo han destacado acer
tadamente diversos aut or es (entre ellos Bcrtrand Ru sscll y Wa lter Lip p
mann)," só lo la activa int er vención del Estad o - la pr ot ección de la prop ie
dad mediante leyes respaldadas por sancio nes físicas- es la qu e hace de la
riqu eza un a fuente potencial de pod er, pu es sin esta pr ot ecci ón los hom bres
no tardarían en verse despojado s de su riqueza. El pod er econó mico depen
de totalment e, por lo tanto , del poder po lít ico y físico . Russcll nos recuerda
varios ejemp los histór icos de esta dependencia y a veces, incluso, desa mp a
ro, de la riq ueza: «El pod er eco nó mico dentro del Estado - -expresa- ,2" si
bien der iva, en últi ma instan cia, de la ley y de la opin ión púb lica, fácilmen
te adquiere cierta ind epend encia. Así, p uede influ ir so bre la ley por la co
rrupción y sob re la opi nió n públi ca po r la propaganda; puede so meter a los
políticos a obligacio nes que interfieran co n su libertad y pu ede amenazar
co n el desencadenam ient o de una crisis financiera. Pero la esfera de lo qu e
pue de logra r tiene lím ites perfecta m ente definidos. A Cés ar lo llevaro n al
pod er sus acreedo res, qu ienes no veían o tro mod o de llegar a recup erar
sus pr ésta mos; pero lo qu e éstos no pr eviero n fue qu e cuando aquél llegara
.d poder ser ía lo suficientemente pode roso co mo para no pagarles. C arlos V
recabó de los Fugger el d inero necesario pam adq uirir su posición de emp e
rador, per o una vez coronado se burló en sus barbas y tuviero n qu e resig
narse a perder lo qu e le habían prestad».
D ebe desecharse el dogm a de qu e el pod er eco nó mico se halla en la raíz
de to do mal, sust ituyéndo lo por la concepc ió n de qu e han de tenerse en
cuenta to dos los peligro s derivados de cunlqnier forma de pod er inconrro
l.ulo, El dinero co mo tal no es particularm ente peligroso, salvo en el caso de
<fue pueda servir para adqu irir pod er, ya sea dircctamcnrc o esclaviza ndo a
los seres econ ó micamente débiles q ue deben venderse para pod er vivir.
D ebem os considerar estos pro blemas en térm inos aún más mat crialis
I.I s, si cabe, q ue Jos empl eados po r Marx. D ebemo s co mprende r que el co n
I ml del pod er físico y de la exp lotació n física sigue co nstit uyendo e! pro
"lema pol ítico cent ral. A fin de establecer este con tro l, debemos asegurar la
-Iibertad meramente fo rma l», U na vez. que la hayamos alcanzado y que ha
r .U110S aprendido a utilizarla para contro lar el p od er pol ítico, todo lo demás
'11.
343
<,
dependerá de nosotros. Y no podremos culpar a nadie más ni vociferar con
tra los siniestros demonios económicos que se mueven arteramente entre
bambalinas. En efecto, somos nosotros, en la democracia, quienes tenemos
la llave para mantener a buen recaudo a estos demonios. Los debemos do
mar y debemos comprender que somos capaces de ello; debemos utilizar la
llave; debemos construir instituciones para el control democrático del po
der económico y para nuestra protección contra la explotación económica.
Mucho es lo que han insistido los marxistas en la posibilidad de comprar
los votos, ya sea directamente o mediante una profusa propaganda. Sin em
bargo, una consideración más estrecha nos demuestra que se trata aquí de
un excelente ejemplo de la situación del poder político analizada más arri
ba. Una vez alcanzada la libertad formal, se puede controlar cualquier for
ma de influencia sobre los votos. Por un lado, existen leyes para limitar los
gastos electorales y, por otro, nos concierne exclusivamente a nosotros cui
dar de que se sancionen leyes de este tipo todavía más severas." Así, puede
hacerse de! sistema jurídico un poderoso instrumento para su propia pro
tección. Además, se puede influir sobre la opinión pública e insistir en la
adopción de un código moral mucho más rígido en las cuestiones políticas.
Todo eso está a nuestro alcance; pero primero debemos comprender que
nuestra tarea debe ser la ingeniería social de este tipo y que no debemos
esperar en vano que algún terremoto económico produzca milagrosamen
te para nuestro bien un nuevo mundo económico, creyendo que bastará
con que descorramos e! velo para arrojar la vieja vestidura política.
VI
Claro está que en la práctica los marxistas nunca confiaron plenamente
en la teoría de la impotencia del poder político. Siempre que tuvieron opor
tunidad de actuar o de planear alguna acción práctica dieron por sentado,
como todo e! mundo, que el poder político podía ser utilizado para contro
lar el poder económico. Pero sus planes y actos nunca se basaron en una re
futación precisa de su teoría original, ni tampoco en ninguna idea definida
con respecto al problema más fundamental de toda la política, a saber, el
control del controlador, de la peligrosa acumulación de poder que repre
senta el Estado. En efecto, los marxistas nunca comprendieron todo el sig
nificado de la democracia como único medio conocido para alcanzar este
control.
Como consecuencia, tampoco comprendieron nunca el peligro inheren
te a una política tendente a acrecentar el poderío del Estado. Si bien aban
donaron, más o menos inconscientemente, la doctrina de la impotencia de
344
la política, conservaron la idea de que el poder del Estado no representa un
problema de importancia y de que es malo sólo si se halla en manos de la
burguesía. No comprendieron pues que todo poder, y el poder político
-si no en mayor, por lo menos en igual medida que e! económico-- es pe
ligroso. De este modo, retuvieron su fórmula de la dictadura del proletaria
do sin comprender el principio (véase en el capítulo 8) de que toda políti
ca a L\rgo plazo debe ser institucional, no personal. Y sin considerar jamás,
a) reclamar la extensión de las facultades del Estado (en contraste con la idea
que del Estado tenía Marx) que bien podría suceder un día que estas facul
tades cayesen en malas manos. Esto explica, en parte, por qué, en la medida
en que rrat.iron la intervención del Estado, proyectaron conferirle a éste fa
cultades pr.icticamcntc ilimitadas en la esfera económica. Retuvieron, como
se ve, la creencia llOlisla y utlípiea de Marx de que sólo un flamante «siste
ma social" podía mejorar las cosas.
Ya criticamos ese enfoque utópico y romántico de la ingeniería social en
el capítulo '). <)uisiera añadir ahora que la intervención económica, aun me
diante los métodos graduales aquí defendidos, tiende a acrecentar el poder
del Estado. Se desprende, pues, que el intervencionismo es en extremo peli
groso. Esto IJO constituye, sin embargo, un argumento decisivo en su con
tra, pues el poder del Estado, pese a su peligrosidad, sigue siendo un mal ne
cesario. Pero debe servir como advertencia de que si descuidamos por un
momento nuestra vigilancia y 110 fortalecemos nuestras instituciones demo
cráticas, d.indol«, en c.unhio, cada vez más poder al Estado mediante la
-planificación- intervencionista, podrá sucedemos que perdamos nuestra
libertad. Y si se pierde la libertad, se pierde todo, incluida la «planificación».
En efecto, ¿por qué habrán de llevarse a cabo los planes para el bienestar de!
pueblo si cl pueblo carece de facultades para hacerlos cumplir? La seguri
dad sólo puede estar segura lujo el imperio de la libertad.
Se observa, así, que no sólo existe una paradoja de la libertad, sino tam
bién una paradoja dc' la planificación estatal. Si planificamos demasiado, si
le damos demasiado poder al Estado, entonces perderemos la libertad y ése
será el fin de nuestra planificación.
Estas consideraciones nos conducen de regreso a nuestra defensa de los
métodos gradlules de la ingeniería social, a diferencia de los utópicos u ho
listas. Y nos conduce nuevamente, también, a nuestra exigencia de que las
medidas adoptadas tiendan a combatir males concretos más que a establecer
algún bien ideal. La intervención del Estado debe limitarse a lo que es real
mente necesario para la protección de la libertad.
Pero no basta decir que nuestra solución debe ser una solución mínima,
que debernos mostrarnos vigilantes, y que no debemos darle al Estado
más poder del necesario para la protección de la libertad. Estas observa
345
ciones pueden plantear problema pero no nos muestran e! camino hacia
solución alguna. Parece concebible, incluso, que no haya ninguna solu
ción, y que la adquisición de nuevos poderes económicos por parte de un
Estado -poderes que, comparados con los de los ciudadanos, son siem
pre peligrosamente grandes- lo tornen irresistible. Efectivamente, hasta
ahora ni hemos demostrado que la libertad pueda preservarse ni cómo pue
de preservarse.
En esas circunstancias, convendrá recordar las consideraciones expues
tas en e! capítulo 7, con respecto a la cuestión del control del poder políti
co, y la paradoja de la libertad.
VII
El importante distingo que hicimos en esa oportunidad fue e! referente
a personas e instituciones. Señalamos allí que, en tanto que e! problema po
lítico de! día puede exigir una solución personal, toda política a largo plazo
--especialmente, toda política democrática a largo plazo-s- debe ser conce
bida en función de instituciones impersonales. Y dijimos también, en parti
cular, que el problema del control de los gobernantes y de la regulación de
sus facultades era, en esencia, un problema institucional, e! problema, en
pocas palabras, de idear instituciones capaces de impedir que los malos go
bernantes hagan demasiado daño.
Análogas consideraciones se aplican al problema del control de! poder
económico de! Estado. El peligro del que debernos cuidarnos es e! aumen
to de! poder de los gobernantes; debemos guardarnos de las personas y de
la arbitrariedad. Ciertos tipos de instituciones pueden conferir facultades
arbitrarias a una persona, pero no todas necesariamente.
Si examinamos nuestra legislación laboral desde este punto de vista, en
contraremos ambos tipos de instituciones. Gran parte de estas leyes agrc
gan muy poco poder a los órganos ejecutivos del Estado. Es concebible por
cierto, que las leyes contra el trabajo de los niños, por ejemplo, sean aproo
vechadas inescrupulosamcnte por un funcionario civil para intimidar y do
minar a un ciudadano inocente. Pero los peligros de este tipo carecen casi dI'
gravedad si se los compara con los inherentes a una legislación que confiera
a los gobernantes poderes discrecionales como, por ejemplo, la facultad dI'
dirigir el trabajo." De forma semejante, una ley que establezca que el mal
uso de un bien por parte de su propietario será castigado con su pérdida 11"
gal, sería incomparablemente menos peligrosa que otra que concediese a le 1,'
gobernantes o a los servidores del Estado poderes discrecionales pal'a ill
cautarse de los bienes de los ciudadanos.
346
Llegamos, así, a la distinción entre dos métodos enteramente distintos."
según los cuales puede proceder la intervención económica del Estado. El
primero consiste en idear un "marco legal" de instituciones protectoras (ejem
plo de ello serían las leyes que restringen las facultades de un terrateniente
o del propietario de un animal). El segundo, en facultar a determinados ór
ganos del Estado para actuar -dentro de ciertos límites- de la forma que
consideren necesaria para alcanzar los fines propuestos por los gobernantes
que acierten a detentar el poder. Podría calificarse e! primer procedimiento
de intervención «institucional" o «indirecta" y el segundo de intervención
«personal» o «directa". (Claro está que existen casos intermedios.)
No puede haber ninguna duda, desde el punto de vista del control de
mocrático, acerca de cuál de estos métodos es el preferible. La política ob
via de toda intervención democrática es el empleo del primer método, siem
pre que esto sea posible y la restricción del segundo sólo a aquellos casos en
que el primero resulte inadecuado. (Y estos casos existen. El ejemplo clási
co es e! del presupuesto, que es expresión de lo que el magistrado conside
ra equitativo y justo. Y es concebible, aunque altamente indeseable, que las
medidas anticíclicas tuvieran que tener un carácter similar.)
Desde el punto de vista de la ingeniería social gradual, la diferencia en
tre ambos métodos es de suma importancia. Sólo el primero, el método ins
titucional, hace posible la realización de ajustes a la luz de la discusión y la
experiencia. Sólo él permite la aplicación delmérodo del ensayo y del error
;\ nuestras acciones políticas. Es a largo plazo, pero el marco legal perma
nente puede ir modificándose lentamente, a fin de dejar cierto margen para
las consecuencias imprevistas e indeseables, para cambios en otros puntos
de dicho marco, etc. Sólo él nos permite descubrir, por medio de la expe
riencia y el análisis, lo que en realidad nos proponíamos cuando intervenía
mos con cierto objetivo en el pensamiento. Las decisiones discrecionales de
los gobernantes o funcionarios civiles caen fuera de los límites de estos mé
lodos racionales. Son disposiciones a corto plazo, transitorias, mudables de
un día a otro o, en el mejor de los casos, de uno a otro año. Por regla gene
ral (el presupuesto es la gran excepción) no pueden siquiera ser discutidos
públicamente, por un lado porque faltan los datos necesarios y, por otro,
porque se desconocen los principios sobre cuya base se adopta la decisión.
Yen caso de que existan, lo cual no siempre ocurre, habitualmente no se ha
llan institucionalizados, sino que forman parte de una tradición departa
mental interna.
Pero no es solamente por esta razón que podemos calificar el primer
método de racional y el segundo de irracional. Hay además arra razón com
pletamente distinta y de enorme importancia. El marco legal puede ser co
nocido y comprendido por el ciudadano individual, y debe ser ideado de tal
347
modo que resulte comprensible. Su funcionamiento debe ser previsible, in
troduciendo un factor de certeza y seguridad en la vida social. Cuando se lo
modifica, debe dejarse cierto margen, durante un período transitorio, para
aquellos individuos que hayan realizado sus planes basándose en la presun
ción de su constancia.
En oposición a eso, el método de la intervención personal se ve forzado
a introducir en la vida social un grado de imprevisibilidad cada vez mayor
y, con ella, un sentimiento cada vez más fuerte de que la vida social es irra
cional e insegura. Es probable que e! uso de los poderes discrecionales au
mente rápidamente, una vez que e! método haya sido aceptado, puesto que
siempre será necesario realizar ajustes, y los ajustes a las decisiones discre
cionales a corto plazo no pueden llevarse a cabo fácilmente por medios
institucionales. Esa tendencia debe acrecentar considerablemente la irra
cionalidad de! sistema, creando en mucha gente la impresión de que existen
fuerzas ocultas entre bambalinas e inclinándolos hacia la teoría conspira
cionista de la sociedad con todas sus consecuencias: cacerías de herejes y
hostilidades nacionales, sociales y de clase.
A pesar de todo eso, la política obvia de preferir, siempre que eso sea
posible, el método institucional, está lejos de gozar de aceptación general. La
resistencia a su adopción se debe, a mi entender, a diferentes razones. Una
de ellas es que se necesita cierto desprendimiento para embarcarse en una
tarea a largo plazo de reestructuración del "marco legal». Pero los gobier
nos viven de manos a boca y las facultades discrecionales son inherentes a
este modo de vida, aparte del hecho ostensible dc que los gobernantes desean
casi siempre esas facultades para sí mismos. Pero la razón más importante
es, sin duda, que no se comprende, generalmente, el significado de la distin
ción entre ambos métodos. En efecto, el camino para su comprensión se ha
lla bloqueado por los discípulos de Platón, Hegel y Marx. Y ellos nunca ad
vertirán que la vieja cuestión de "¿ Quiénes deben gobernar?» debe ser
reemplazada por la otra, mucho más realista, de "¿ Cómo podemos sujetar a
quienes gobiernan?».
su época, su in