Ayuso y Page, toreros vestidos de azul, una cascada y un vocinglero en el Día de la Tauromaquia
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06 de junio de 2024

Mario de las Heras
ContracrónicaMario de las Heras

Ayuso y Page, toreros vestidos de azul, una cascada y un vocinglero en el Día de la Tauromaquia

Las Ventas es un poco corrala, teatro, circo y arena y entre los vecinos, tan juntitos, siempre surgen desencuentros en forma de pitos, voces o gestos

Madrid Actualizada 10:27

Sebastián Castella lidia su segundo toro

Sebastián Castella lidia su segundo toroEFE

Lo que pasa con los minutos de silencio es que hay algunos, cada vez más, que están deseando aplaudir al final y ni siquiera dejan que transcurran los sesenta segundos. Siempre aparece la primera palmada con prisas que se adelanta y claro, después aplauden todos los demás. La moda de los aplausos en el duelo resulta tan irritante como la moda de no llevar calcetines en pleno invierno: esos grados bajo cero, la bufanda, los guantes, el gorro y los tobillos al fresco.

Uno siempre ha querido preguntar a un descalcetinado invernal el por qué de su descalcetinamiento, del mismo modo que le gustaría preguntar al aplaudidor por qué rompe el silencio respetuoso de la pena de forma tan inapropiadamente alegre. El caso es que en Las Ventas, en el Día de la Tauromaquia, el 16 de mayo en que murió Joselito el Gallo (en quien se mira Morante) se guardaba un minuto de silencio por «el rey de los toreros» y, cómo no, apareció el aplaudidor abortivo ante la irritación de los duelistas.

El gin-tonic

Las Ventas es un poco corrala, teatro, circo y arena y entre los vecinos, tan juntitos, siempre surgen desencuentros en forma de pitos, voces o gestos. Al aplaudidor anónimo entre la multitud, salvo para los cercanos, recibió un poco de todo aquello (no sería Page, camuflado en el tendido), pero en el próximo minuto de silencio, volverá a adelantarse, incapaz de guardar sesenta segundos de respeto. Más allá de las molestias, los tendidos tenían un aire enfurruñado a pesar de la sonrisa de Ayuso, presente y maja y sonriente en el callejón. Hacía viento y frío y eso entristece, incluso enfada (y más a algunos cuando el toro es pequeño, por ejemplo, como era el caso), el talante taurino, de natural festivo.

Cuando todo se pone en contra lo que apetece al personal es quejarse, que es todo lo contrario al estoico. Aunque estoicos taurinos también los hay, pero no se les siente porque no dicen nada o lo dicen por lo bajo. Se habían puesto de acuerdo en el vestido los tres matadores, Castella, Manzanares y Rufo, menos mal que no era una boda, aunque los toros son un poco como una boda que el mal tiempo puede arruinar: no era lo suficientemente malo para que el torero se sobrepusiese a la inclemencia mediante el heroísmo, ni lo suficientemente bueno para que se sintiese a gusto en el ruedo.

José María Manzanares durante la faena de muleta de su primer toro

José María Manzanares durante la faena de muleta de su primer toroEFE

Pero en los toros siempre pasa algo, aunque sea por barrios. En unos pasan unas cosas y en otros pasan otras, pero siempre pasan. La de este lado de la Plaza fue que era tarde de profanos, como turistas. Los había por todas partes y, uno de ellos, situado en lo más alto del palco, había colocado su revelador gin-tonic en una de las exiguas y débiles mesitas donde escriben los cronistas. Era como un frágil esquife en medio de una tormenta y, por supuesto, naufragó de modo catastrófico.

El gin-tonic se derramó sobre las filas anteriores como una espumosísima cascada, mayormente caída en el infortunado parroquiano más cercano, lo que no impidió que el líquido frío y pegajoso alcanzase hasta las primeras filas de modo que, más o menos, unas diez personas se vieron afectadas por el accidente impropio de tan sacrosanto lugar de la Plaza donde a los gin-tonics se les mira mal y a sus propietarios peor. Lo que ocurrió después fue que el máximo perjudicado, con la cabeza completamente empapada de gin-tonic, comenzó a a acordarse a grandes gritos de toda la familia del propietario del gin-tonic despeñado, y eso que no la conocía.

'Los Santos Inocentes'

Todos los agredidos trataban de limpiarse como buenamente podían a sí mismos del imprevisto ataque, mientras el propietario del gin-tonic y su señora, al mismo tiempo que su víctima continuaba declamando su árbol genealógico con inusitada vehemencia, trataban de limpiarle los hombros y secarle la cabeza con pequeñas servilletas de urgencia de dudosos empleos anteriores, a juzgar por su apariencia. La escena podía haber sido perfectamente sacada de Los Santos Inocentes de Delibes o de Camus: el señorito Iván despotricando y Paco y Régula tratando de arreglar con cara de pena el desaguisado de Azarías, que no se arregló, pero sí se fue secando, como los improperios.

Y todo esto sucedió mientras Manzanares había encontrado un pequeño filón con la derecha que hizo las efímeras delicias de la presidenta de la Comunidad, que no pasó de unos olés sin recorrido. El gin-toniquismo y similares movimientos venteños pidieron orejas a gogó. Ninguna fue concedida salvo a Rufo, que fue volteado y llevado en volandas después por su cuadrilla unos segundos que fueron falsa alarma, pues no había sido corneado como parecía. De entre todo el batiburrillo salió una oreja impensable, como impensable (o no tanto) era que los tres toreros vestidos de azul (con su camisita y su canesú) dejaran escapar tan buenos ejemplares, mientras la mayoría no se daba cuenta de que los estaban dejando escapar.

Tomás Rufo es volteado

Tomás Rufo es volteadoEFE

Lo último que sucedió es el protagonismo que cobró un vocinglero, al principio inidentificable (y no era Page, no, callado como con Lambán), que no paraba de repetir: «¡Se te ha ido un toro, Sebastián»! o «¡El toro es bueno, Josemari!», indiferente a las crecientes críticas que el vecindario le dedicaba por la molesta insistencia que terminó provocando risas y ambiente, como si fuera un loco, un personaje, cuando en realidad tenía casi toda la razón.

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