Marco Antonio y Cleopatra: una historia de amor, poder y muerte

Muerte Marco Antonio Cleopatrs

Muerte Marco Antonio Cleopatrs

Cleopatra intenta suicidarse al ver a Marco Antonio muerto

Cordon Press

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1 de agosto de 30 a.C., derrotado por el ejército de Octavio y atrapado en el palacio de Alejandría, Marco Antonio se enfrenta al dilema de esperar a que lo capturen o quitarse la vida él mismo. 

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Derrotado por Octavio y traicionado por mi flota y mis legiones. No esperaba encontrar hoy una victoria redentora que me concediera el éxito que se me escapó hace un año en Accio, tan solo pretendía una muerte heroica en el campo de batalla, pero el destino me ha negado incluso esta miserable recompensa. También la de morir junto a ti, Cleopatra, mi amada reina. ¿Es cierto que te has quitado la vida como aseguran tus sirvientes?  

Oh, Fortuna, me has arrebatado el único motivo que podía tener para amar la vida. Nada me detiene de arrojarme sobre mi propia espada siguiendo la honorable tradición romana y reunirme con ella en el más allá. Ahora sí, este parece el patético acto final de la tragedia en la que se ha convertido la historia de amor más grande de todos los tiempos. 

¿Qué dirá de nosotros la historia, Cleopatra? Seguro que la propaganda de Octavio me presentará como un hombre débil que que se dejó corromper por los lujos orientales y los encantos de una pérfida reina extranjera. Pero la realidad es muy distinta a cómo la presentan los vencedores. Nuestra unión ha sido sin duda la de dos amantes y confidentes, pero en ella han jugado un papel no menos importante los intereses políticos de cada uno

Tú querías conservar tu trono, por lo que te convenía la protección del triunviro de Oriente y sus legiones y yo necesitaba tu flota y la riqueza de tu reino para gobernar las provincias orientales sometidas a Roma, tal como establecía el pacto al que llegué con Octavio. 

Recuerdo como si fuera ayer el día de nuestro primer encuentro en Tarso, a orillas del río Cnido. Llegaste en galera con popa de oro, velas de púrpura y  remos con palas de plata, movidos al compás de la música de flautas, oboes y cítaras. Estabas radiante bajo un dosel de oro y guirnaldas de flores perfumadas de exquisitos aromas. Parecías la propia Venus acompañada de su séquito de Nereidas y Gracias. Aquel día, reconozco, ya me imaginé reinando en Egipto junto a ti, convertido en un dios en la Tierra. 

Tu conversación dejaba clavado un aguijón en el ánimo. Quedé embelesado por tu belleza y tu intelecto igual que antes hiciste con el propio César. Todos estos años junto a ti, han sacado al Antonio más griego que romano. Un Antonio que debía guardar las apariencias en Roma ante un Senado puritano y que en Alejandría podía disfrutar de los placeres de la vida: banquetes, fiestas, excursiones para cazar y pescar en el Nilo. 

Águila romana y cocodrilo egipcio, una doble vida en la que he sido tu esposo en Egipto al tiempo que estaba casado en Roma con Octavia, la virtuosa hermana de mi propio enemigo. Solo me uní a ella para sellar con un vínculo de sangre un pacto político que evitara una guerra inevitable. Para mi, todo este tiempo tú has sido mi verdadera esposa, con quien debía gobernar el mundo. El triunviro y la reina del país más fértil del Mediterráneo.  

Pero el puritano Octavio nos ha desposeido de nuestro destino para apropiárselo. En esta República en la que el Senado se ha convertido en una reunión de títetres que tan solo refrendan las decisiones de los generales, temerosos de sus legiones, no hay lugar para que dos hombres poderosos como Octavio y yo compartamos la supremacía. 

Tras deshacernos de nuestros rivales comunes, los asesinos de Julio César, el enfrentamiento entre nosotros era inevitable y la guerra, necesaria, igual que ocurrió antes entre el propio César y Pompeyo. Marte, dios de la guerra, se ha puesto sin duda del lado de mi rival y el avance de Octavio hacia Egipto ha sido imparable hasta limitar nuestro reino a las paredes de este palacio.  

Derrotado ayer por tierra y por mar, todo estaba dispuesto al alba de hoy para la última batalla. Mis naves avanzaban hacia la flota de Octavio fuera del puerto de Alejandría, pero cuando se hallaban a poca distancia de las del enemigo, levantaron los remos para rendirse y unirse a las de Octavio. En tierra, la caballería también desertó, lo que provocó la rápida derrota de la infantería. 

Atónito ante esta capitulación sin entrar en combate, no quiero creer que todo se deba a una traición urdida a mis espaldas para entregar mi cabeza a cambio de asegurar el trono de Egipto para ti o tus descendientes. Siempre fue este tu primer objetivo, con César y conmigo, ¿por qué no deberías haberlo intentado con Octavio? 

No quiero creer que sea así, pero aunque lo fuera no podría culparte por ello. Tu primer deber es como gobernante y debes hacer lo que más convenga a tu reino. Si ello implicara mi sacrificio, esto sería un mal menor que no creo que hiciera de menos el amor que has sentido por mí. Si mi inmolación hubiera servido, al menos, para salvar a tus hijos –que son también los míos– y que algún día puedan gobernar un Egipto vasallo de Roma la consideraré un precio pequeño que pagar. 

Lo único que lamento es no haber podido acometer el camino preferible de los muchos que conducen hacia la muerte para un general de Roma, morir en el campo de batalla.  

Solo me queda una segunda opción, morir con el estómago atravesado por mi propia espada, un digno final para un romano vencido con valentía por otro romano. 

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