20.000 especies de abejas (2023), de Estibaliz Urresola

Ane, casada con Aitor y madre de tres hijos, vive en Bayona, pero marcha con los niños unos días de verano a su pueblo en el País Vasco, donde viven su madre Lita y su tía Lourdes. En plena crisis vital, desea unos días de tranquilidad para trabajar en el taller que fuera de su padre, artista, en una obra que le permita acceder a una plaza de profesora en la universidad. No presta demasiada atención al más pequeño de sus hijos, Aitor, que se hace llamar Cocó, le gusta llevar el pelo largo y le gustan cosas de chicas. Y le supone una contrariedad el compromiso de tener que acudir con toda la familia al bautismo de un sobrino.

Debut sólido en el largometraje de Estibaliz Urresola, nominada antes al Goya al mejor corto con Cuerdas. La escritora y directora entrega un film sobre la infancia trans, vertebrado por una clara idea de fondo algo simplificadora, que cada uno es quien siente que es, chico, chica, y que no hay que asustarse si quien lo dice es un niño y la biología parecería indicar otra cosa. Hay que ser comprensivos y dejar que las cosas sigan su curso, que cada cual tome sus propias decisiones sin cortapisas para encontrar sus propia identidad, incluso a edad temprana.

Como la cuestión es delicada y el planteamiento no es fácil de trasladar al espectador, más por implicar a un niño –véase en España el revuelo social por la aprobación de la llamada “ley trans”–, y la cineasta lo sabe, en vez de transitar por sendas demasiado obvias en su discurso, tiene la astucia de contar la historia morosamente y con ambigüedad, tomándose todo el tiempo del mundo para evitar asperezas, y evitando que los personajes puedan resultar demasiado contundentes y ásperos expresando lo que piensan o sienten. Especialmente con la pequeña Sofía Otero muy natural a la hora de mostrar que su personaje no se siente niño, con una inocencia que pugna con su deseo de no disgustar a nadie, por lo que no sabe cómo mostrarse ante los demás; aquí se juega de un modo semejante a como se abordaría una travesura o un secreto infantil, que se desea mantener oculto ante unos adultos que no se enteran, fallando en su deber educativo. Aunque en el film hay una excepción a las reacciones de rechazo o cerrar los ojos sin complicarse, que representaría el justo medio del sentido común, la de quien simplemente escucha y sin asustarse se muestra natural, cuando oye al supuesto niño aplicarse adjetivos femeninos; estos distintos puntos de vista los encarnan con convicción Ane Gabarain, Itziar Lazkano y Martxelo Rubio.

De modo que prima la tranquilidad en el enfoque narrativo, al estilo de títulos rurales recientes como Alcarràs o Suro. Y hay abundante subtexto, en que se va percibiendo gradualmente un zumbido no reconocible al principio, pero que se va haciendo más nítido a medida que transcurre el relato. Ahí está la simbología de las abejas, tan diferentes unas de otras, con el papel principal de las hembras, frente al zángano macho; la metáfora de la fe, necesaria para el bautismo, por la que adquirimos certezas que no son evidentes, y que cabría aplicar a la identidad sexual; la libertad con que se deja a los niños, pero que hay que saber llevar a las últimas consecuencias; el engaño y el mirar a otro lado en tantas cuestiones, incluida la obra con que se concursa para obtener la plaza de profesora, sintomática de una actitud tramposa ante la vida.