En un tramo de su célebre Noites tropicais, Nelson Motta relata un viaje sanador a Roma en agosto de 1983. Tras un álgido romance con una psicoanalista carioca con la que se había sumergido en las profundidades del alcohol y la cocaína, Motta asiste al Festival Bahía de todos los Santos, organizado por el cineasta independiente –fan inclaudicable de la cultura brasileña– Gianni Amico. Los italianos celebraban así la MPB, y con ella a la región que, en alguna medida, la vio nacer, a principios de los años 60. La grilla del festival era fantástica. Iba de Dorival Caymmi y Joao Gilberto a Caetano Veloso y María Bethania. Parecía no faltar nadie. Bahía dominaba Roma, la colonizaba por un par de días. El Circo Massimo, con entradas agotadísimas, era escenario principal para que, siempre seductor e inteligente, Caetano abriera el festival y dejara en claro, por si acaso hiciera falta, lo amputada que quedaría la cultura de Brasil sin el aporte de los bahianos. Viejos y novos. De samba y de bossa. De tropicalismo y de lo que vendría.

Pero la actuación de aquellas noches romanas que realmente conmovió a Motta fue la de Gal Costa. “Cuando ella canta ‘Noites cariocas’ o un choro de Jacob do Bandolim, lloro copiosamente. Lloro por mi revés amoroso, pero en parte también por Brasil. Y al mismo tiempo lloro de alegría, infinitamente contento por el testimonio de arte refinado de Gal, su consagración frente a un público culto y exigente.” Llorar de alegría: eso provocaba la voz de Gal; más aún si era apreciada en concordancia con su cuerpo atravesado por la música. En “Forza estranha”, el tema de Caetano, ella se adueña completamente de las palabras y la primera persona del autor pasa a ser la de su intérprete favorita: “Por eso, esa fuerza me lleva a cantar/ Por eso, esa fuerza extraña/ Por eso es que canto, no puedo parar/ Por eso esa voz grandiosa”.

Gal como una diosa generosa del canto. Una belleza plástica y sonora. “Tan buena como Ella Fitzgerald o Sarah Vaughan”, remata Motta, sin exagerar demasiado. Sólo se equivoca al considerar esa presentación romana como el hecho consagratorio frente a “un público culto y exigente”. La verdad es que en 1983 Maria da Graça Costa Penna Burgos estaba completamente “consagrada”, cualquiera sea el significado que queramos darle a esa palabra. Ya había participado del espectáculo Nos, con el que se inauguró el teatro Vila Velha en Salvador y se traccionó la Tropicalia. Luego había grabado los mejores discos de su carrera (desde Domingo, junto a Caetano, y su primer LP solista hasta los bellísimos Aquarella do Brasil, Gal Tropical y Fantasía) y era parte inalienable del Brasil post-bossa, a la par de sus compinches Zé, Caetano y Gil. (A propósito, las versiones de “London, London” y “Mini misterio” incluidas en el psicodélico y soulero Legal pueden escucharse como documentos exquisitos de la cultura brasileña en tiempos de dictadura y exilio).

Si lo contamos como fábula, cabe reconocer que, en la trilogía de canto de mujer brasileña post-1960, María Bethania encarnó el pathos; Elis Regina, la versatilidad soberana, y Gal Costa, la entonación siempre joven, revelada de una vez y para siempre. Su popularidad trascendió la subcultura tropicalista en la que se formó. Esto se debió, en parte, al apetito omnívoro de su canto y su grácil andar por los confines de la canción brasileña. Técnicamente, ella podía cantarlo todo, si bien nunca se alejó mucho de las tradiciones bahianas y sus derivas modernas. Su destino de intérprete “pura” en una época de cantautores le restó el aura intelectual de sus compañeros de ruta. Pero a diferencia de lo que sucedió con Elis en sus comienzos, Gal gozó de la bendición de un verdadero movimiento cultural que la incluyó y celebró: no hubo que descubrirla, ella siempre estuvo allí. Revisen las fotos de época: Gal con su look hippie de chaleco con flecos y vincha encrespada, con la canción “Baby” a flor de labio, cantando como ninguna otra, sin necesidad de alzar demasiado su voz cristalina como de manantial sereno.

En sus comienzos, junto a Gil, Caetano y Bethania, Gal participó del culto a Joao Gilberto consistente en reproducir sus mágicas armonías (la tarea recayó en Gil, el mejor guitarrista de aquel grupo) e intentar cantar sin vibrato, de modo desafectado y un concepto rítmico sutil, abstracción cool del expansivo samba. Jamás abandonaría la devoción por Joao, pero, afortunadamente, supo zafar de la afectación aniñada de Astrud y su modesto destino de cantante muzak. Un poco más tarde, en el auge del tropicalismo, su voz y su potencia interpretativa terminaron de definirse en términos de estilo. Cuando Caetano y Gil partieron al exilio londinense, ella se quedó en Brasil como guardiana de la nueva estética que asimilaba el pop a la bossa, y el rock al samba. Caetano, en gran medida responsable de su carrera, recuerda con amor aquellos comienzos en los que la joven intérprete, por entonces posible presa de empresarios deseosos de convertirla en otra cantante comercial más, se impuso a fuerza de canto superior: “Existía un culto en torno a la afinación y la belleza de la voz de Gau (así escribíamos el apodo que sólo usaban los muy íntimos hasta que Guilherme Araujo cambió la grafía y lo transformó en Gal) y a su timidez. Hoy todos la llaman Gal, sin más. Es internacional y pop, pero también personal y regional hasta la raíz. Es un hallazgo de profunda poesía, hecho de equívocos y azar. Funciona como síntesis del drama tropicalista”.

Esa síntesis “del drama tropicalista” de la que hablaba Caetano habita claramente en una discografía de más de 30 álbumes de calidad sorprendentemente pareja, de amplio registro cultural (entre su homenaje a Ary Barroso y el disco medio electrónico Recanto de 2011 hay un abismo que la voz de Gal cruza sin problemas). Aquel ciclo grande se cierra con el bailable –y acaso olvidable– A pele do futuro. Solista y campeona de duetos (con Rita Lee, con Chico Buarque, con Nelson Gonsalves y obviamente con Gil y Veloso), en estudio o en vivo, en onda rupturista o mainstream, Gal Costa pasó por la vida cantándole a los diferentes rostros de un Brasil hecho de canciones más que de ninguna otra cosa. Mientras muchos de sus compañeros de generación descubrieron el arte del canto después de haber probado otros oficios, Gal nació para eso, una fuerza extraña la impulsó a cantar desde que abrió sus bellos ojos al mundo y hasta que los cerró hace unos días, dejándonos a todos como a Motta aquel vez en Roma: llorando.