Todo en una noche (Stage Dive - 1) de Kylie Scott - cap 1 a 3 by Libros de Seda - Issuu

Todo en una noche (Stage Dive - 1) de Kylie Scott - cap 1 a 3

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Todo en una noche Libro 1 de la serie Stage Dive Título original: Lick, Stage Dive, 1

© Kylie Scott, 2013, 2014 © de la traducción: Cristina Bracho Carrillo © de esta edición: Libros de Seda, S. L. Paseo de Gracia 118, principal 08008 Barcelona www.librosdeseda.com www.facebook.com/librosdeseda @librosdeseda info@librosdeseda.com Diseño de cubierta: Mario Arturo Maquetación: Payo Pascual Ballesteros Imágenes de cubierta: © Stokkete/Shutterstock Primera edición: febrero de 2017 Depósito legal: B. 26.770-2016 ISBN: 978-84-16550-94-4 Impreso en España – Printed in Spain Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).


Para Hugh. También para Mish, que quería algo sin zombis.


CAPÍTULO 1

A

manecí tirada en el suelo del cuarto de baño, con el cuerpo entero dolorido y un sabor de boca espantoso, además de la sensación de estar deshecha. ¿Qué diablos ocurrió anoche? Lo último que recuerdo es la cuenta atrás hasta las doce con la emoción de cumplir veintiún años (¡por fin una adulta hecha y derecha!). También me acuerdo de bailar con Lauren y creo que hablé con algún tipo, pero después de eso… ¡Bang! Entró en plena acción el tequila. Una fila larguísima de vasos de chupito con sal y limón a ambos lados. Lo que decían sobre Las Vegas era cierto: aquí suceden cosas malas, terribles, y yo ahora solo quería hacerme una bola y morir. Por Dios bendito, ¿en qué estaba pensando para beber de aquella manera? El mero hecho de emitir un quejido me produjo palpitaciones. No contaba con este dolor en mis planes de diversión. —¿Te encuentras bien? —escuché que me preguntaba una voz masculina profunda y agradable. Demasiado agradable. Un escalofrío me recorrió a pesar del malestar que me atenazaba; mi pobre cuerpo roto y revuelto en lugares que ni siquiera sabía que existían. —¿Vas a vomitar otra vez? —repitió. Oh, no. Abrí los ojos y me incorporé, echando a un lado mi pelo grasiento. Contemplé su rostro borroso frente a mí y me tapé la boca. El aliento debía de olerme a rayos. —Hola… —murmuré. 7


Poco a poco sus rasgos cobraron forma. Era superatractivo, guapísimo, y por algún motivo me resultaba vagamente familiar. Pero no, no podía ser. Jamás había conocido a alguien así. Parecía más cerca de los treinta años que de los veinte. Y no me cabía duda de que se trataba de un hombre, no ningún muchacho. El pelo largo y oscuro le bajaba por las patillas y le caía sobre los hombros; y los ojos, de un azul intenso, sencillamente no eran de este mundo, aunque a decir verdad me habría quedado igual de embelesada si no los tuviera tan brillantes. Me parecían increíbles incluso con las venas rojas fruto del cansancio. Llevaba un brazo cubierto de tatuajes, al igual que la mitad de su pecho desnudo. Lucía un pájaro negro en el cuello, con la punta del ala extendida hasta la oreja. Yo llevaba un bonito vestido blanco, ese que Lauren había insistido en que me pusiera, aunque ya se veía bastante sucio. Me costó decantarme por esta opción tan atrevida porque me ocultaba algo el pecho, pero el guaperas me superaba enseñando carne: solo vestía unos jeans, unas botas negras llenas de rasguños, un par de pendientes plateados y un vendaje medio suelto en el brazo. Los pantalones le sentaban tan bien… Eran de talle muy bajo, extremadamente sugerentes, y se le ajustaban en los sitios adecuados. Ni siquiera mi monstruosa resaca me negaba aquella fantástica escena. —¿Quieres una aspirina? —me ofreció. Creo que me lo estaba comiendo con los ojos. Le observaba fijamente y él me devolvía una sonrisa cómplice y traviesa. —Sí, por favor. Se puso una maltrecha cazadora de cuero negro que recogió del suelo; por lo visto, esa prenda me había servido de almohada. Menos mal que no vomité ahí. Claramente, este maravilloso hombre semidesnudo me había visto en todo mi esplendor vomitando varias veces. Definitivamente me quería morir de la vergüenza. 8


Vació el contenido de los bolsillos y depositó uno por uno los objetos sobre las frías baldosas blancas del suelo: una tarjeta de crédito, varias púas de guitarra, un teléfono móvil y un puñado de condones, que por un instante me dejaron sin aliento hasta que un montón de trozos de papel con números garabateados cayeron al suelo y desviaron mi atención. Se ve que el tipo era el señor Popularidad, pero, eh, yo lo entendía perfectamente. Lo que no me explicaba era qué hacía allí conmigo. Al final consiguió sacar un pequeño bote de analgésicos. Qué alivio. Me daba igual lo que acababa de ver y quién era: solo por eso ya le amaba. —Debes hidratarte —me dijo, y llenó un vaso de agua en el lavabo. El baño era muy pequeño, apenas cabíamos los dos. Dada nuestra situación económica, se trataba del mejor hotel que nos podíamos permitir Lauren y yo. Ella vino decidida a celebrar mi cumpleaños con estilo, pero mis verdaderas intenciones diferían mucho de las suyas; sin embargo, y a pesar de la presencia de mi atractivo amigo, no me cabía duda de que había fracasado: no notaba nada en la entrepierna. Me habían dicho varias amigas que las primeras veces dolía (la primera, en concreto, bastante), pero probablemente mi vagina era la única parte de mi cuerpo que no me daba punzadas. Con todo, eché un vistazo disimulado a mi vestido. Aún podía ver un trozo de plástico escondido en una esquina del sujetador. Lo llevaba ahí porque de esa manera jamás me pillaría desprevenida, pero el preservativo seguía de una pieza. ¡Qué decepción…! O no. Porque si por fin hubiera sonado la campana, por decirlo de alguna manera, y no recordaba nada, sería terrible. El chico me tendió el vaso de agua y me dejó dos pastillas sobre la palma de la mano. Después volvió a su posición inicial para seguir observándome. Su persona desprendía un carisma al que no estaba acostumbrada. 9


—Gracias —contesté, y me tragué la aspirina. El estómago emitió una serie de rugidos. Estupendo, Ev, esto es muy femenino. —¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó. Su boca perfecta dibujó una sonrisa como si compartiéramos una broma íntima. Solo que la broma era yo. Dada mi situación actual, solo podía quedarme mirándolo. Era demasiado para mí. Su pelo, su cara, su cuerpo, esos tatuajes… Todo en conjunto. Alguien debía inventar una palabra en superlativo para describirlo tal y como se merecía. Al cabo de una larga pausa caí en la cuenta de que esperaba una respuesta mía. Asentí, reacia a liberar mi aliento mañanero, y esbocé mi mejor intento de sonrisa. Penoso. —Muy bien, me alegro —contestó. Desde luego, era muy atento. No sabía qué había hecho para merecer tanta amabilidad. Si me lo había llevado a la habitación con promesas de sexo y yo había pasado la noche entera con la cabeza metida en la taza del váter, sin duda tenía derecho a sentirse decepcionado. Quizá tenía la esperanza de que ocurriera por la mañana. ¿Era eso? Sí, esa parecía la única explicación plausible por la que aún estaba conmigo. En condiciones normales le consideraría muy lejos de mis posibilidades, y aunque fuera por mantener íntegro mi orgullo, también a años luz de mi prototipo de hombre ideal. A mí me gustaban decentes y limpios; los tipos malos estaban muy sobrevalorados. Dios sabe cuántas muchachas he visto abalanzarse hacia mi hermano a lo largo de los años. Él siempre aprovechaba la ocasión si le interesaba lo que le ofrecían, y después simplemente seguía con su vida. Los hombres malos no buscan relaciones serias, aunque tampoco es que yo anoche quisiera echarle 10


a alguien el lazo, tan solo pretendía tener una experiencia sexual positiva, algo que borrara el recuerdo de Tommy Byrnes enloqueciendo por una mancha de sangre en el asiento de atrás del automóvil de sus padres. Por Dios, qué recuerdo tan horrible. Al día siguiente el muy imbécil me sustituyó por una del equipo de atletismo que me llegaba por la cintura. Además, intentó ofenderme propagando ciertos rumores sobre mí, pero yo no me había vuelto más arisca ni retorcida con el sexo opuesto por eso. Pero ¿qué demonios pasó anoche? Mi cabeza seguía inmersa en un desastre caótico y los detalles se dibujaban vagos e incompletos. —Deberías comer algo —me dijo—. ¿Quieres que pida pan tostado o algo para desayunar? —No. Pensar en comida me ponía enferma. Ni siquiera me apetecía un café, y siempre suelo tener ganas de un buen café. Me vi tentada de buscarme el pulso por si estaba muerta, pero en lugar de eso me llevé las manos a la maraña de pelo y me lo aparté de los ojos. —No. ¡Au! Los mechones se engancharon en algo y noté un tirón. —¡Mierda! —dije, sin poder moverme. —Espera. Tendió la mano hacia mí y desenredó el pelo cuidadosamente de lo que fuera que lo estaba reteniendo. —Ya está —se levantó complaciente. —Gracias. En ese momento percibí un destello en mi mano izquierda que me llamó la atención al instante. ¿¡Un anillo!? Y no un anillo cualquiera, sino uno impresionante, maravilloso, reluciente. —Oh, joder… —susurré. No podía ser verdad. Era tan grande que rozaba lo grotesco, con una gema que, a juzgar por su tamaño, seguro que debía de haberle costado una fortuna. 11


Me quedé mirándolo perpleja, girando la mano para contemplarlo al trasluz. El aro era grueso y macizo, y la gema centelleaba como si fuera el no va más. Solo como si lo fuera. —Ah, sí. En cuanto a eso… —comenzó a decir. Se le veía un poco avergonzado por lo que lucía en mi dedo—. Si quieres devolverlo y cambiarlo por uno más pequeño, no pasa nada. Tenías razón, es demasiado grande. Me asaltó de nuevo la sensación de que lo conocía de algo que no tenía nada que ver con la noche anterior, ni con esta mañana, ni con el anillo tan ridículamente bonito. —Tú… ¿me has comprado esto? —pregunté. Asintió. —Anoche, en Cartier. —¿En Cartier? —repetí con un suspiro—. ¿Por qué? Se me quedó mirando un buen rato. —¿No te acuerdas? No quería contestar a esa pregunta. —¿De cuántos quilates es? ¿De dos? ¿Tres? —Cinco. —Guau. —¿Qué es lo que recuerdas exactamente? —preguntó. El tono se volvió más serio. —Bueno… la verdad es que poco. —Venga ya —contestó, frunciendo mucho el ceño—. Te estás quedando conmigo. ¿En serio no lo sabes? ¿Qué podía decir? Me había quedado con la boca abierta, apenas reaccionaba. Me faltaba demasiada información, pero hasta donde llegaban mis conocimientos, Cartier no se dedicaba a fabricar bisutería precisamente. Se me nubló la cabeza. Me subió una sensación muy desagradable por el estómago y noté el sabor de la bilis en mi garganta. Me encontraba mucho peor que antes, pero no pensaba vomitar frente a él. Otra vez no. 12


Dio una bocanada de aire, se le notaba que resoplaba por las fosas nasales. —No me di cuenta de que habías bebido tanto —dijo—. Noté que ibas un poco borracha, pero… Mierda, ¿en serio? ¿No recuerdas cuando subimos en las góndolas del Venetian? —¿En una góndola? —Joder. ¿Ni tampoco cuando te compré una hamburguesa? —Ay, lo siento… —No, en serio —exclamó, mirándome con los ojos entornados—. Te estás quedando conmigo, ¿verdad? —Lo siento mucho. Retrocedió y se alejó de mí. —Dime la verdad, ¿no recuerdas absolutamente nada? —No —contesté, tragando saliva con dificultad—. Perdona. ¿Qué hicimos anoche? —¡Nos casamos, joder! —gruñó. Esta vez no me dio tiempo de llegar hasta la taza del váter. Decidí que me divorciaría de él mientras me lavaba los dientes, y mientras me enjabonaba el pelo ensayé el discurso que le soltaría, pero estas decisiones no se pueden tomar a la ligera (no como anoche, que me lancé de cabeza al matrimonio). Volver a tomar una decisión a lo loco estaría mal, sería absurdo. O eso, o era una cobarde dándose la ducha más larga del mundo, y todo apuntaba a lo segundo. Valiente cagada, qué desastre. No sabía cómo afrontarlo. Casada, ¡yo! No me respondían los pulmones, estaba al borde de un ataque de pánico. Ya no podía ocultar las ganas de quitarme de encima ese marrón. Sin duda, vomitar en el suelo al instante le dio una gran pista de por donde empezar. Gemí y me tapé la cara con las manos solo de recordarlo. Su mirada de asco me perseguiría hasta el fin de mis días. 13


Mis padres me iban a matar. Yo tenía planes, prioridades en la vida. Estudiaba arquitectura, como mi padre, y un matrimonio simplemente no encajaba en mi proyecto vital. Quizá dentro de diez o quince años sí, pero ¿casarme a los veintiuno? Ni en sueños. Ni siquiera había conseguido una segunda cita en años, y ahora llevaba un anillo en el dedo. No había por dónde cogerlo. Me había condenado yo solita. Y no podía esconderles esta locura. O sí. Quizá mis padres no lo descubrieran jamás. Con los años había adquirido la costumbre de no involucrarles en asuntos desagradables, innecesarios o sencillamente estúpidos, y ese matrimonio sin duda entraba en las tres categorías. De hecho, nadie tenía por qué enterarse. Si no lo contaba, ¿cómo se iba a saber? Era imposible. La respuesta resultaba tan lúcida como sencilla. —¡Sí! —Exclamé y lancé un puñetazo al aire, descolgando la alcachofa de la ducha sin querer. El agua salpicó por todas partes y me cegó los ojos, pero me daba igual: había encontrado la solución. Asunto concluido. Me llevaría el secreto a la tumba. Nadie se enteraría jamás de mi tremenda irresponsabilidad etílica. Sonreí con alivio y el ataque de pánico descendió lo suficiente como para permitirme respirar. Oh, gracias a Dios, todo iría bien. Tenía un nuevo plan para volver a mi vida normal. Fantástico. Sacaría fuerzas, le miraría a la cara y dejaría las cosas claras. Las personas de veintiún años con planes de futuro por delante no se casan con completos desconocidos en Las Vegas, ni siquiera con los guapos. Todo iría bien, él lo entendería. De hecho, también probablemente estuviera ahí fuera pensando en la forma más rápida de quitarse de en medio y huir. El diamante brillaba en mi mano. No era capaz de quitármelo todavía, parecía un árbol de Navidad: poderoso, brillante y reluciente. Aunque ahora que lo pensaba, mi marido temporal no tenía 14


pinta de ser precisamente rico, con esa cazadora y esos jeans desgastados. ¿Quién era? Por lo pronto, era todo un misterio… Un momento. ¿Y si estaba metido en algo ilegal? ¿Y si me había casado con un criminal? El pánico regresó con fuerza y se cobró su venganza. Se me revolvió el estómago y sentí de nuevo palpitaciones en la cabeza. No sabía absolutamente nada sobre la persona que me esperaba ahí fuera, en la habitación, ni lo más mínimo. Le eché del cuarto de baño sin preguntarle siquiera cómo se llamaba. Llamaron a la puerta y me sobresalté. —¿Evelyn? —Oí su voz, demostrando que al menos sabía mi nombre. —¡Un momento! Cerré el grifo y salí de la ducha, envuelta en una toalla lo suficientemente ancha como para cubrirme, pero el vestido estaba manchado de vómito, así que quedaba descartado volver a ponérmelo, al menos delante de él. —Hola —dije, abriendo la puerta del baño. Estaba de pie frente a mí. Me sacaba media cabeza y yo no era bajita, ni mucho menos. Me di cuenta de que su presencia me intimidaba bastante, al ir solo con una toalla. Independientemente de lo que hubiera bebido la noche anterior, le seguía viendo muy atractivo, todo lo contrario que yo, pálida, mortecina y con el pelo mojado pegado en la cara. Las aspirinas no me habían hecho efecto. Aunque, claro, las había vomitado. —Oye… —dijo sin mirarme a los ojos—. No te preocupes, me encargaré de todo, ¿de acuerdo? —¿Encargarte? —Sí —aseguró, evitando todo contacto visual. Al parecer, la moqueta verde del hotel le apasionaba—. Mis abogados lo solucionarán todo. —¿Tienes abogados? Claro, todos los criminales los tenían. Mierda. 15


—Sí. No tienes que preocuparte de nada, te enviarán todo el papeleo o lo que haga falta. No sé cómo va esto. Me lanzó una mirada de irritación, con los labios muy apretados, y se puso la cazadora de cuero sobre el pecho desnudo. Su camiseta seguía colgada del borde de la tubería, secándose. Supongo que en algún momento de la noche la mancharía con mi borrachera. Espantoso. Si estuviera en su lugar, me divorciaría al momento, sin pensármelo dos veces. —Ha sido un error —dijo, verbalizando mis pensamientos. —Vaya. —¿Qué? —dijo, y en ese momento me miró fijamente a los ojos—. ¿No piensas lo mismo? —Sí, sí. ¡Vaya que sí! —intenté aclararle. —Eso pensaba. Supongo que te di mucha pena anoche, ¿eh? —se pasó una mano por el pelo y se acercó a la puerta—. En fin, cuídate. —¡Espera! Intenté sacarme el estúpido y maravilloso anillo del dedo, sin éxito. Tiré y le di vueltas, sometiéndolo por la fuerza hasta que al final cedió y me dejó el nudillo casi en carne viva. Me hice un rasguño. Otra mancha más en una sórdida historia de amor. —Toma. —Se lo tendí. —Por el amor de Dios —miró con el ceño fruncido a la gema que brillaba en la palma de mi mano. Parecía tomárselo como una ofensa personal—. Quédatelo. —No puedo. Ha tenido que costarte un dineral. Se encogió de hombros. —Por favor.… —rehusó, con un ademán. Se lo extendí con la mano temblando, deseando librarme de la prueba de mi estupidez etílica. —Es tuyo. Llévatelo. —No. 16


—Pero… —dije, y me quedé sola hablando. Sin mediar palabra, salió hecho una furia y dio un portazo. Las paredes vibraron con la fuerza del golpe. Guau. Dejé caer la mano. Desde luego el chico tenía carácter, aunque no le hubiera provocado. Me encantaría poder recordar lo que pasó entre nosotros, cualquier indicio me habría bastado. De repente sentí un picor en la nalga izquierda. Me incliné todo lo que pude con un gesto de dolor, rascando con cuidado la zona. Por lo visto, no solo había perdido la dignidad, sino que también me debí de haber raspado el trasero en algún lugar, golpeado contra algún mueble o tropezado con mis flamantes tacones nuevos, esos tan caros que Lauren quiso que me comprara porque pegaban con el vestido y que ahora se hallaban en paradero desconocido. Recé por no haberlos perdido, aunque nada me sorprendería a estas alturas, sobre todo después de un matrimonio. Regresé al baño con el vago recuerdo de un zumbido y una risa que me retumbaba en la oreja, de la voz de… por cierto, ¿cómo se llamaba?… susurrándome al oído. Era absurdo. Me di la vuelta y levanté la toalla, poniéndome de puntillas frente al espejo para explorar mi trasero. ¿Qué era eso? Había tinta negra y la piel estaba enrojecida. Me quedé sin respiración. Una palabra en la nalga izquierda. Un nombre: David. Vomité automáticamente sobre el lavabo.

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CAPÍTULO 2

L

auren, a mi lado en el avión, jugaba con mi iPhone. —No entiendo cómo puedes tener un gusto musical tan pésimo. Somos amigas desde hace años, ¿es que no has aprendido nada de mí? —A no beber tequila. Puso los ojos en blanco. Se encendió la señal del cinturón. Una voz muy educada nos pidió que enderezáramos el respaldo de nuestros asientos porque aterrizaríamos en pocos minutos. Me terminé el asqueroso café del avión con una mueca de asco, aunque lo cierto es que no existía cantidad de cafeína posible que pudiera mejorar aquel día. No se trataba de una cuestión de calidad. —Hablo totalmente en serio —dije—. No pienso volver a poner un pie en Las Vegas en lo que me queda de vida. —Estás exagerando un poco. —En absoluto, señorita. Había encontrado a Lauren en el motel apenas dos horas antes de que saliera nuestro vuelo. Pasé el rato empaquetando mi escaso equipaje una y otra vez, en un intento de poner mi vida en orden. Ver a Lauren sonreír me ayudaba, aunque tuvimos que pegarnos una buena carrera para llegar a tiempo al aeropuerto. 19


Me contó que mantendría el contacto con el guapo camarero que había conocido. Ella siempre tenía mucho éxito con los hombres; yo me encasillaba más bien como «la amiga de la guapa», la flor del jardín de calidad estándar. Mi plan de echar un polvo en Las Vegas había sido un intento deliberado de escapar de dicha categoría. Al menos esa era la idea. Lauren estudiaba economía y era preciosa, por dentro y por fuera. Yo era más bien «difícil de mover», por eso me esforzaba en caminar mucho por Portland e intentaba no probar ninguna tarta del escaparate de la cafetería en la que trabajaba. Me mantenía en mi peso, con mi cinturita, aunque mi madre me seguía echando discursos sobre la necesidad de cuidar la línea, y me mataba si me veía echar azúcar al café, aunque tampoco me iban a estallar los muslos, ni nada parecido. Volviendo al tema, Lauren tenía tres hermanos mayores y sabía cómo tratar a los hombres. Nada la intimidaba, mi amiga desprendía encanto. Yo tenía un hermano mayor, pero no estaba con él más allá de las vacaciones familiares. Desde que dejó una nota y se fue de casa de nuestros padres hace cuatro años, no le volví a dirigir la palabra. Nathan tenía muy mal carácter y un don natural para meterse en problemas. Fue el malo del instituto, siempre metido en peleas y saltándose las clases. Realmente echar la culpa de mi fracaso con los hombres a la inexistente relación con mi hermano era patético. Así que decidí atribuirme a mí misma, exclusivamente, el mérito de mis carencias con el sexo opuesto. —Escucha esto. Lauren me enchufó los auriculares en su teléfono móvil y el sonido de las guitarras eléctricas me taladró el cráneo, provocándome un dolor punzante. La cefalea volvió a aparecer en mi terrible existencia. Estaba segura de que se me había derretido el cerebro y había quedado reducido a un charco de líquido sanguinolento. Me arranqué los auriculares con la poca energía que tenía. 20


—No, por favor… Ahora no. —¡Pero si son los Stage Dive! —Muy bien, suenan estupendamente —le dije, cerrando los ojos y apoyando mi cabeza atrás—. Pero mejor en otra ocasión. —A veces me preocupas, quiero que lo sepas. —¿Qué hay de malo en escuchar música country bajita? Lauren resopló y se ahuecó su pelo negro. —La música country es atroz, da igual si suena alta o baja. Bueno, cuenta, ¿qué hiciste anoche, además de pasártelo fenomenal vomitando? —Prácticamente lo has resumido todo. Cuanto menos dijera, mejor. ¿Cómo podría explicárselo, si no? Aun así, me invadió la culpa y me revolví en el asiento. Sentí una punzada en la zona del tatuaje a modo de protesta. Ni siquiera le había contado a Lauren mis intenciones de pasar una buena noche de sexo, porque habría querido ayudarme, y sinceramente no pienso que sea un tema como para necesitar ayuda más allá la presencia de la pareja sexual, claro. Pero seguro que mi amiga habría intentado endosarme a cualquier chico atractivo prometiéndole mi facilidad para abrirme de piernas. La quería mucho y no ponía en duda su lealtad hacia mí, pero era lo más indiscreto del mundo. Dio un puñetazo a una chica en quinto de primaria porque se había metido con mi peso, y desde entonces nos convertimos en inseparables. Siempre sabía de qué palo iba, y la mayor parte del tiempo lo agradecía, pero resultaba muy poco útil cuando se requería un poco de discreción. Por suerte, mi estómago irritado sobrevivió a las turbulencias del aterrizaje. Solté un suspiro de alivio en cuanto las ruedas se posaron sobre la pista. Por fin en casa de nuevo, en la bella Oregón y la encantadora Portland. Jamás volvería a irme de aquí. El lugar era una gozada, con montañas a lo lejos y árboles en la ciudad. Seguramente exageraba un poco en mi intención de limitarme a vivir en 21


el mismo lugar toda la vida, pero ¡sentaba tan bien estar en casa! La semana siguiente comenzaba unas prácticas importantísimas que mi padre me había conseguido moviendo algunos hilos, y también tenía que empezar a planear las clases del próximo semestre. Todo iría bien, había aprendido la lección. Ya no pasaría de tres copas, ese era un buen número. Con tres podía coger el puntillo sin precipitarme directamente hacia el desastre. Jamás volvería a cruzar los límites y sería la misma de siempre: una persona organizada y estándar. Las aventuras no molaban, ya había tenido suficiente. Nos levantamos y cogimos las bolsas de mano de los compartimentos superiores. Todo el mundo se amontonaba, deseosos por desembarcar. Las azafatas nos dedicaron unas sonrisas muy calculadas a medida que avanzábamos por el pasillo y salíamos por el túnel. Pasamos el control de seguridad y nos encaminamos en masa hacia la salida. Nosotras solo llevábamos una bolsa de mano, así que no tuvimos que entretenernos en la cinta de equipaje. Me moría de ganas de llegar a casa. Más adelante se escuchaban flashes. Seguro que en el avión venía alguien famoso. Las personas que teníamos por delante se dieron la vuelta y yo también miré alrededor por si reconocía a alguien, pero no me sonaba ninguna cara. —¿Qué pasa? —preguntó Lauren, observando la multitud. —No lo sé —contesté mientras me alzaba de puntillas, emocionada por tanto revuelo. Entonces, de repente, sonó mi nombre por todas partes. Lauren abrió los ojos de par en par y yo me quedé con la boca apretada. —¿Para cuándo esperáis al bebé? —Gritó una voz. —Evelyn, ¿David viene contigo? —Alguien le siguió. —¿Celebraréis una segunda ceremonia? —Y otro más… —¿Cuándo piensas mudarte a Los Ángeles? 22


—¿Va a venir David a conocer a tus padres? —Evelyn, ¿esto supone el fin de Stage Dive? —¿Es cierto que os habéis tatuado el nombre del otro? —¿Cuánto tiempo lleváis David y tú saliendo? —¿Qué tienes que decir ante las acusaciones de que has provocado la ruptura de la banda? Mi nombre y el de David se repetían una y otra vez entre una lluvia de preguntas interminables. Todo era un caos, una nube de ruido que apenas podía comprender. Me quedé inmóvil, boquiabierta, sin poder creer lo que sucedía mientras los flashes me cegaban y la gente me presionaba. El corazón se me iba a salir del pecho. Odiaba las multitudes, y ahora apenas podía vislumbrar la salida. Lauren reaccionó antes. Menos mal. Me colocó sus gafas de sol y me tomó de la mano para abrirme paso entre la multitud a codazo limpio. Todo se volvió borroso a mi alrededor por culpa de sus gafas graduadas; tuve suerte de no caerme. Corrimos por el bullicioso aeropuerto y salimos hasta subirnos en un taxi, saltándonos la cola. Alguien nos gritó, pero no hicimos ni caso. Los paparazzi se acercaban cada vez más. Los malditos periodistas. Una situación surrealista, de no ser porque prácticamente los tenía encima. Lauren me empujó hacia el asiento trasero del taxi. Me adentré gateando y me dejé caer en un intento de ocultarme. Ojalá hubiera podido desaparecer por completo. —¡En marcha, rápido! —gritó Lauren al taxista. El conductor le tomó la palabra al pie de la letra. Salió pitando del sitio y nosotras dimos trompicones en los asientos de vinilo agrietado. La frente me rebotaba contra el asiento de delante, menos mal que estaba acolchado. Lauren me puso el cinturón de seguridad y lo abrochó no sin dificultad. Las manos no nos respondían, todo se movía a trompicones. 23


—Bueno, di algo —dijo. —Ehh… —No me salían las palabras. Me levanté las gafas de sol y las coloqué sobre mi cabeza, quedándome mirando al horizonte. Me dolían las costillas y sentía cómo me latía el corazón con fuerza. —Ev… —Lauren me dio una palmadita en la rodilla con una sonrisita—. ¿Por casualidad no te habrás casado en Las Vegas? —¿Yo…? Pues… creo que sí. —Guau. En ese momento me salieron las palabras a borbotones. —Dios, Lauren, la he cagado muchísimo y no me acuerdo de nada. Solo sé que me desperté y él estaba allí, y después se enfadó un montón y ni siquiera puedo culparle. No sabía cómo contártelo. Incluso iba a hacer como que no había sucedido. —No creo que eso sirva para nada. —No. —Pero no te preocupes. Así que te has casado. Lauren movió la cabeza con la cara completamente relajada. Sin ira, sin reproches. Me sentí terriblemente mal por no haber confiado en ella. Nosotras lo compartíamos siempre todo. —Lo siento —le dije—. Debería habértelo contado. —Sí, deberías haberlo hecho. Pero no importa. Se estiró la falda como si estuviéramos sentadas tomando el té. —Bueno, ¿y quién es el novio? —Creo que… David. ¿Se llama David? —me dije a mí misma. —¿David Ferris, por casualidad? Ese nombre me sonaba bastante. —A lo mejor. —¿Adónde vamos? —preguntó el taxista, que no quitaba ojo del tráfico. Esquivaba los vehículos a una velocidad sobrenatural. Si me hubieran pedido que sintiera algo, habría sido miedo y náuseas. y un terror ciego, probablemente. Pero no sentía nada. 24


—Ev… —Lauren se dio la vuelta y echó un vistazo a los que nos seguían—. Aún no los hemos perdido. ¿Adónde quieres ir? —A casa —contesté, pensando en el primer lugar seguro que me vino a la mente—. A casa de mis padres, quiero decir. —Buena idea. Allí hay una valla protectora. Lauren le pasó la dirección al taxista. Después me volvió a poner las gafas de sol. —Déjatelas puestas. Solté una risa áspera mientras veía cómo el mundo a mi alrededor se volvía borroso e indefinido. —¿De qué me van a servir ahora? —No lo sé —contestó, sacudiéndose su larga cabellera—. Pero la gente que se ve envuelta en estas situaciones siempre las lleva. Hazme caso. —Ves demasiadas películas. Cerré los ojos. Las dioptrías de las gafas de mi amiga no ayudaban con la resaca. De hecho, nada la disminuía, y todo era por mi maldita culpa. —Siento no haberte contado nada, no pretendía casarme. Ni siquiera recuerdo cómo sucedió. Joder. Esto es un… —¿Desastre? —Sí, eso es. Lauren exhaló un suspiro y apoyó la cabeza en mi hombro. —Tienes razón. —Posó una mano en mi pierna—. No deberías volver a probar el tequila en tu vida. —Lo sé. —¿Me haces un favor? —Dime. —No provoques la ruptura de mi grupo preferido. —Oh, Dios mío —me levanté las gafas y fruncí el ceño con tanta fuerza que me dieron palpitaciones en las sienes—. Ya lo sé. ¡El guitarrista! ¡Es el guitarrista! Claro, de eso me sonaba. 25


—El guitarrista de Stage Dive —dijo—. Muy aguda. David Ferris. Llevaba años viéndole en un póster en la pared del dormitorio de Lauren, claro que también era la última persona con la que esperaba despertar en un baño o en cualquier otro lugar. ¿Cómo demonios no le había reconocido antes? —Por eso se podía permitir aquel anillo —pensé en voz alta. —¿Qué anillo? Me revolví penosamente por el asiento y saqué aquella preciosidad del bolsillo de los pantalones, limpiándole las pelusas. Lauren comenzó a temblar detrás de mí y ahogó una risa. —¡Madre del amor hermoso, es enooooorme! —Lo sé. —Lo digo en serio. —Ya. —Que le den a todo, ¡me voy a mear en las bragas! —gritó, abanicándose la cara y dando saltos de emoción dando cabezazos en el respaldo—. ¡Vaya pedrusco! —Lauren, para ya. Si las dos perdemos el juicio, no llegaremos a ninguna parte. —Tienes razón, perdona —se aclaró la garganta e intentó con todas sus fuerzas recuperar el control— ¿Cuánto cuesta? —No quiero saberlo. —Es una maldita locura. —Se tapó la boca para no gritar. Nos quedamos mirando la joya en silencio. De repente, saltó en el asiento de nuevo, como una niña con sobredosis de azúcar. —¡Ya sé! ¡Véndelo y nos vamos de mochileras por Europa! Sí, Joder, ¡nos daría para dar la vuelta al mundo dos veces! Piénsatelo. —No —dije, por muy tentador que sonara—. Hay que devolvérselo, no puedo quedármelo. —Qué lástima —dijo, sonriendo—. En fin, enhorabuena, amiguita. Te has casado con una estrella del rock. 26


Volví a guardar la joya en el bolsillo. —Gracias. ¿Qué demonios hago ahora? —Sinceramente, no tengo la menor idea —contestó. Sacudía la cabeza con los ojos llenos de asombro—. Has superado todas mis expectativas. Quería que te soltaras la melena un poco, que vivieras la vida y le dieras una oportunidad al resto de los humanos, pero has alcanzado un nivel de locura que jamás hubiera imaginado. —Me escudriñó con los ojos entornados—. ¿En serio te hiciste un tatuaje? —Sí. —¿Con su nombre? Suspiré y asentí. —¿Y dónde, si se puede saber? —En la nalga izquierda —murmuré, cerrando los ojos. Lauren no pudo más y estalló en carcajadas tan sonoras que el taxista pegó un frenazo. Tuvimos que indicarle por señas que continuara conduciendo. Maravilloso.

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CAPÍTULO 3

E

l teléfono móvil de mi padre sonó antes de medianoche. El mío llevaba tiempo apagado. Cuando el teléfono fijo de casa sonaba sin parar, lo desenchufábamos. La policía tuvo que acudir dos veces a pedir a la gente que se marchara de nuestra entrada. Mamá se tomó sus pastillas para dormir y se fue a la cama. No le había sentado muy bien presenciar cómo su pulcro y ordenado mundo se iba al infierno. Sorprendentemente, y a pesar del enfado inicial, mi padre llevaba muy bien la situación. Yo me deshacía en disculpas y le aseguraba que pediría el divorcio, pero él lo achacaba todo a las hormonas. Sin embargo, todo cambió cuando miró la pantalla de su teléfono móvil. —¿Leyton? Contestó mientras me clavaba la mirada desde el otro lado de la habitación y el estómago me daba un vuelco en consecuencia. Solo los padres pueden conseguir un efecto así. Le había decepcionado, ambos lo sabíamos. El nombre de Leyton solo podía significar una cosa, y el hecho de que le llamara a aquellas horas era por una razón concreta. —Lo sé —susurró mi padre—. Se trata de una situación muy desagradable para nosotros. Las líneas de la comisura de sus labios se le marcaron hasta que se convirtieron en arrugas. —Sí. Lo entiendo perfectamente. Sí. Buenas noches. 29


Apretó el teléfono con fuerza y a continuación lo dejó sobre la mesa del comedor. —Han cancelado tus prácticas. Me quedé sin respiración, como si los pulmones se hubieran reducido al tamaño de unas monedas. —Leyton cree, y con razón, que dada tu situación actual… No terminó la frase. Le había costado pedir favores de muchos años para conseguirme unas prácticas en uno de los despachos de arquitectura más prestigiosos de Portland, y todo se había ido al garete en tan solo treinta segundos. De repente llamaron a la puerta. No contestamos. La gente llevaba molestándonos todo el día. Mi padre iba y venía por el salón, y yo le observaba pasmada. Este tipo de situaciones siempre seguían el mismo patrón, lo había comprobado durante toda mi infancia: Nathan se enzarzaba en una pelea en el colegio; entonces llamaban a mi madre y sufría una crisis nerviosa; Nate se encerraba en su habitación, o peor, desaparecía durante días; después mi padre llegaba a casa e intentaba poner calma. Y ahí estaba yo, que procuraba hacer de mediadora, la experta en no levantar olas en el océano, así que… ¿qué demonios hacía ahora en mitad de aquel maldito tsunami? De niña siempre me había conformado con poco. Saqué muy buenas notas en el instituto y en la facultad, la misma a la que había asistido mi padre. Quizá careciera de su talento innato para el dibujo, pero invertía horas de esfuerzo para conseguir un aprobado. Llevaba trabajando a media jornada en la misma cafetería desde los quince años. Y la mayor emoción de mi vida había consistido en ir a vivir con Lauren. En definitiva, era una persona maravillosamente aburrida. Mis padres intentaron que me quedara en casa y ahorrara dinero. Todo lo que había conseguido fue gracias a subterfugios para que mis 30


padres pudieran dormir tranquilos, aunque tampoco es que hiciera nada del otro mundo; una vez acudí a una fiesta muy rara, y también recuerdo lo del episodio de Tommy cuatro años atrás. Fin. Así que no, no estaba preparada para lo que me estaba sucediendo. Además de los periodistas, el césped estaba repleto de gente que gritaba y sujetaba pancartas en las que proclamaban su amor hacia David. Un hombre alzaba bien alto un radiocasete antiguo en el que sonaba una canción llamada San Pedro, que parecía ser la favorita de aquellos fans. Los gritos iban in crescendo cada vez que el cantante entonaba el estribillo: «Pero el sol estaba bajo y no había dónde ir…». Por lo visto, más tarde intentaron quemar mi efigie. No me importaba, quería morirme. Mi hermano Nathan había ido a recoger a Lauren para llevarla a su casa. No nos habíamos visto desde Navidades, pero situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Los alrededores del apartamento que Lauren y yo compartíamos también estaba abarrotado de gente. Por supuesto, descarté ir allí, y Lauren no quería involucrar a su familia ni a otros amigos. No estaría bien decir que Nathan disfrutaba de verme en apuros, aunque no me faltaría razón, pero sin duda no quedaba bien decirlo. Él era el que siempre se había metido en problemas, pero esa vez todo el peso recaía sobre mis hombros, la buena de Evelyn. Nathan nunca se casó por accidente ni volvió tatuado de Las Vegas. Sí, un periodista muy capullo preguntó a mi madre qué pensaba sobre el tatuaje de su hija, así que el secreto se hizo público. Por lo visto, ningún muchacho decente de buena familia querría casarse conmigo jamás. Hasta ese momento había sido imposible conseguir ligar, por mi cuerpo y los granos, pero ahora lo sería por el tatuaje. Preferí evitar contestarle a mi madre que realmente ya estaba casada. No dejaban de llamar a la puerta principal. Mi padre me miró y yo me encogí de hombros. 31


—¿Señora Thomas? —irrumpió al otro lado una voz profunda—. Me envía David Ferris. Oh, muy bien. —¡Voy a llamar a la policía! —grité. —No, por favor, espere —contestó la voz masculina—. Lo tengo al teléfono. Abra la puerta un poco y se lo pasaré. —¡No! Sonaron gritos ahogados de la multitud. —Me ha pedido que le pregunte sobre su camiseta —dijo. ¿La que se había dejado en Las Vegas? La llevaba en la mochila, todavía mojada. Mmm, quizá le enviaran de verdad, pero aún no me convencía. —¿Y qué más? —pregunté. El barullo exterior continuaba. —Dijo que seguía sin querer el… —carraspeó—, discúlpeme, señora, «el puto anillo». Mi padre resopló. Abrí un poco la puerta con la cadena echada y apareció un hombre que me recordaba a un bulldog con traje negro. Me pasó un teléfono móvil. —¿Sí? —Acepté la llamada. La música sonaba muy alta en el patio y se escuchaban muchísimas voces, pero pude comprobar que David no se había calmado tras el incidente del matrimonio. —¿Ev? —Dime. Silencio. —Escucha… probablemente no sea mala idea que desaparezcas un tiempo hasta que las aguas se calmen, ¿de acuerdo? Sam te sacará de ahí. Tranquila. Forma parte de mi equipo de seguridad. Sam esbozó una sonrisa educada. ¿Había visto montañas más altas que aquel tipo? —¿A dónde me llevará? —pregunté desconcertada. 32


—Eeeh… Pues… conmigo. Buscaremos una solución juntos. —¿Contigo? —Sí. Hay que firmar los papeles del divorcio y otra mierda más, así que puedes estar aquí sin problemas. Mi primera reacción fue decir no, pero me tentaba demasiado la seguridad de despejar de una vez la entrada de la casa de mis padres, además de desaparecer antes de que mamá se despertara y se enterara de lo de las prácticas. Aun así, con o sin razón, no podía olvidar la forma en la que David se despidió de mí por la mañana. Un plan de contingencia cobró forma en mi cabeza: sin las prácticas, podría volver a trabajar en la cafetería. A Ruby le encantaría poder contratarme a jornada completa durante el verano, y yo adoraba trabajar allí, pero jamás podría trabajar así, con una horda de personas pisándome los talones. Me quedaban pocas alternativas y ninguna de ellas me atraía, pero a pesar de ello, le di evasivas. —Es que… No sé… —¿Y qué vas a hacer? Buena pregunta. La locura se extendía detrás de Sam. La gente no dejaba de gritar, parecía una película. Si el día a día de David consistía en lo mismo, no me imaginaba cómo podía vivir. —Mira, tienes que salir de ahí pitando —dijo de forma abrupta, bastante irritado—. Todo pasará pronto. Mi padre se retorcía las manos detrás de mí, a la espera del siguiente paso. David tenía razón: lo menos que podía hacer por mis seres queridos era alejar toda esta locura de ellos. —Ev… —susurró mi padre. —Perdona. De acuerdo. Está bien, acepto la oferta —contesté—. Gracias. —Estupendo. Pásame a Sam —concluyó David. Lo hice y abrí la puerta del todo para dejarle entrar. No era demasiado alto, pero sí estaba bien formado, el tipo era bastante 33


voluminoso. Sam asintió varias veces, pronunció unos cuantos «sí, señor» y colgó. —Señora Thomas, el chófer le espera fuera. —¡De ninguna manera! —dijo mi padre. —Papá… —No te fíes de ese hombre, mira lo que ha provocado. —No es culpa suya del todo. Yo también he participado en esto, no lo olvides. Aquella situación me avergonzaba muchísimo, pero de nada servía huir y ocultarme. —Necesito solucionar esto cuanto antes. —No —repitió, poniendo punto y final a la conversación. La cosa es que ya no era ninguna niña, y la situación no consistía precisamente en hacerme callar así, por las buenas. —Lo siento, papá, pero he tomado una decisión. Enrojeció y me dirigió una mirada de incredulidad. Antes, en las contadas ocasiones que había tenido de imponerme, yo habría cedido (o habría actuado tranquilamente a sus espaldas), pero esta vez no pensaba dejarme convencer. Por primera vez mi padre me pareció un hombre viejo e inseguro. Además, se trataba de mi problema, no del suyo. —Por favor, confía en mí. —Ev, cariño, no tienes por qué hacerlo —dijo, intentándolo por una vía distinta—. Lo solucionaremos nosotros. —Sé que podríamos hacerlo, pero ya hay varios abogados metidos. Esto es lo mejor para todos. —¿No necesitarías tu propio abogado? —preguntó. Le habían salido más arrugas, como si hubiera envejecido de golpe en un solo día. El peso de la culpa cayó sobre mis hombros. —Preguntaré por ahí —continuó—, buscaré a alguien adecuado para esto. No quiero que se aprovechen de tu situación. Seguro que alguien conoce a un buen abogado matrimonial. 34


—Papá, no soy precisamente rica para tener una buena defensa. Acabemos con esto cuanto antes —contesté con una sonrisa forzada—. No pasa nada. David y yo nos encargaremos de ello y después volveré. De verd… —¿«Nos»? —me cortó—. Cariño, apenas conoces a ese tipo, no puedes fiarte de él. —El mundo entero sigue mis movimientos de cerca, ¿qué es lo peor que me puede pasar? —contesté, rezando para no obtener jamás una respuesta a esa pregunta. —Estás cometiendo un error —suspiró mi padre—. Sé que lo de las prácticas te ha decepcionado tanto como a mí, pero debemos pensar con la mente despejada. —Ya lo he hecho. Y quiero alejar este circo mediático de mamá y de ti cuanto antes. Mi padre echó una mirada hacia la oscuridad del vestíbulo que llevaba hasta la habitación en la que mamá dormía un sueño inducido por pastillas. Lo último que quería era que mi padre se sintiera dividido entre nosotras dos. —Todo irá bien —dije, deseando acertar—. Te lo prometo. Por fin dio su brazo a torcer. —Ev, creo que te equivocas, pero llámame si necesitas cualquier cosa. Si quieres volver a casa, si pasa algo inesperado… Asentí. —Lo digo en serio. Llámame si lo necesitas. —De acuerdo. Mentira. Recogí mis cosas, aún metidas en la bolsa de viaje de Las Vegas. No había tiempo para sustituir la ropa, la tenía toda en mi apartamento. Me eché el pelo hacia atrás y lo coloqué detrás de las orejas con cuidado, en un intento de lucir un aspecto algo mejor. —Siempre has sido una buena hija —dijo mi padre con un aire de nostalgia. 35


No supe qué contestar. Me puso una mano en el hombro. —Llámame. —Sí —contesté con un nudo en la garganta— Despídete de mamá de mi parte. Hablamos pronto. Sam avanzó hacia mi padre. —Su hija está en buenas manos, señor. No esperé a escuchar la respuesta. Salí de casa por primera vez en muchas horas y se desató el apocalipsis. Me costaba reprimir el instinto de salir por patas, huir y esconderme, pero con Sam a cargo de mi protección me sentía más segura que antes. Me protegió con un brazo y me condujo por el camino del jardín hacia la multitud expectante. De repente salió otro hombre vestido con un traje negro y nos abrió paso entre la masa. El ruido era ensordecedor. Una mujer me gritó que me odiaba y que era una puta, y alguien me pidió que le dijera a David que le amaba, pero sobre todo me hacían preguntas. Muchas preguntas. No paraban de agitar cámaras y de cegarme con el resplandor de los flashes. Me tropecé, pero Sam me agarró antes de que me cayera. Mis pies apenas tocaban el suelo, hasta que él y sus compañeros me metieron en el automóvil. Lauren se habría decepcionado mucho al enterarse de que no era una limusina, sino de un moderno sedán tapizado de cuero. Cerraron la puerta con fuerza, y Sam y los demás se montaron en el automóvil. El conductor me saludó con un gesto por el espejo retrovisor y aceleró con cuidado. La gente se agolpó contra las ventanas y corrieron a la par que nosotros. Me hundí en el asiento central y pronto los dejamos atrás. Me disponía a reunirme con David. Mi marido.

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