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Los grandes maestros del cine no suelen hacer las películas que nos gustaría ver, sino que tienen la osadía de obligarnos a mirar hacia donde no querríamos dirigir la mirada. En estos tiempos de aislamiento y distancia social, anhelamos que el cine nos devuelva la fe en aquello que nos anima a seguir adelante: nuestra capacidad de amar, de compartir experiencias, de intentar legar un mundo digno a las siguientes generaciones...

Un deseo de recobrar la joie de vivre que fulgura con fuerza en el prodigioso prólogo y en los primeros compases de Annette’, sexto largometraje de Leos Carax, que arranca el festival de Cannes con un tiple salto mortal: homenaje a Godard –Carax aparece a los mandos de una mesa de mezclas, reeditanto la icónica imagen de Godard frente a la mesa de montaje–, una apertura musical donde los actores-personajes se presentan al espectador, y una concatenación de escenas que ilustran la historia de amor danzante y a la vez estatuaria entre Henry McHenry (Adam Driver) y Ann Defrasnoux (Marion Cotillard). Sin embargo, el director de Chico conoce a chica, maestro de la melancolía fílmica, se encarga de plantar, bien desde el principio, la semilla de un malestar y un fastidio profundos. Con la cámara situada entre el patio de butacas del teatro Orpheus de Los Angeles, ‘Annette’ nos muestra, en plano secuencia, el espectáculo de “humor” del monologuista Henry. Su título: “The Ape of God” (“El simio de Dios”). Su contenido: un derroche de cinismo y una colección de provocaciones banales con las que el protagonista alimenta su colosal ego.

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Samir Hussein//Getty Images
Marion Cotillard y Adam Driver, en Cannes 2021.

Así, entre la ácida disección de las miserias del mundo del espectáculo y el envolvente retrato de un amor en los tiempos de la banalidad, Carax compone un musical total (los personajes apenas intercambian diálogos hablados) que reclama, a través de la tragedia, un despertar colectivo. Si en ‘Holy Motors’, Carax iniciaba el film mostrando una platea plagada de espectadores durmientes (invocando la fuerza del subconsciente pero también ilustrando la negativa de los espectadores a mirar más allá), en ‘Annette’, la audiencia del “comediante” Henry McHenry se reduce a una turba becerril que se dedica a ensalzar la mediocridad y condenar cualquier forma de incorrección política.

Siempre atento a las corrientes subterráneas de la historia del cine, Carax inserta en el metraje de ‘Annette’ las grotescas carcajadas de la muchedumbre de Y el mundo marcha, la obra maestra de King Vidor sobre la destrucción del sueño americano. Pero además de ser un ejemplar historiador, Carax siempre ha demostrado una habilidad singular para capturar, de forma extrañada, parabólica, el aire de los tiempos, el zeitgeist (cómo olvidar ese virus innombrable que evocada la epidemia del SIDA en ‘Mala sangre’).

En ‘Annette”, se hace referencia al drama de la violencia de género, pero también al linchamiento público de los héroes caídos del entertainment. Luego, en una escena en la que se recrea el half-time show de una Superbowl yanqui, los jugadores aparecen hincando la rodilla en el suelo, en referencia al gesto que popularizó Colin Kaepernick como denuncia de la violencia policial contra los afroamericanos. Con espíritu kamikaze, sin casarse con nadie, Carax dispara contra todo, y se atreve también, en un loable gesto de rebeldía, a exaltar la entereza de la alta cultura –representada por los espectáculos de ópera que protagoniza Ann– y denunciar la decadencia de la cultura popular. ¿Existe algo más a contracorriente, hoy en día, que abrazar un cierto elitismo?

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Concentrada en las desventuras de cuatro personajes (además de Henry y Ann, figuran una niña-marioneta y un tercer amante en discordia, interpretado por Simon Helberg, el Howard Wolowitz de ‘The Big Bang Theory’), ‘Annette’ halla su norte definitivo gracias al nacimiento de la hija de los protagonistas, cuyo nombre da título a la película. Desde la escena del parto de Ann, filmado como si se tratara un gag de El detective cantante –con la pantalla que captura los latidos del bebé convertida en un sensor multicolor de ondas musicales–, la película se sumerge en unas tinieblas en las que late el espíritu siniestro de Edgar Allan Poe (el primer nombre en los agradecimientos de Carax en los créditos finales). La tragedia se magnifica en cada giro de un guion que, a lomos de las canciones compuestas por el grupo Sparks, da forma a una fábula macabra con costuras de ampuloso espectáculo operístico. Carax, el eterno amigo del exceso, siempre se ha sentido cómodo lanzando brochazos sobre lienzos monumentales: sus obras parecen existir en una fuga perpetua hacia la autodestrucción. Estamos ante un cine del desbordamiento que vierte su energía desaforada más allá de los límites de la pantalla y la razón, un cine feliz e inherentemente imperfecto (cabe decir que el declive final del personaje interpretado por Driver se mueve entre lo redundante, lo ridículo y lo sublime).

No parece casual que ‘Annette’ encuentre el núcleo de su discurso –más allá de la intempestiva historia de amor entre Henry y Ann– en la desazón en el que se sumerge el personaje de Henry al no saber afrontar el desafío de la paternidad. Por un lado, el personaje interpretado por Driver (con su autoridad habitual) encuentra el coraje para mirarse en el espejo de los grandes comediantes agitadores, de Lenny Bruce a Andy Kaufman. Pero, al mismo tiempo, el desconcierto existencial del personaje le empuja hacia un abismo amoral. Para cerrar el círculo de relaciones paterno-filiales, Carax dedica la película a su hija, Nastya Golubeva Carax, quién acompaña a su padre en el prólogo y el epílogo de la película.

¿Y qué es de Annette? La triste odisea de la pequeña –una niña-marioneta que haría las delicias de Jan Svankmajer o del titiritero al que interpretaba John Cusack en ‘Cómo ser John Malkovich’– convierte la película en un llamado a la responsabilidad de las generaciones adultas, culpables del descalabro cultural y moral que amenaza el presente y el horizonte de las nuevas generaciones. La contundente crítica de Carax contra el estado de las cosas culmina en una secuencia en la que se juzga al personaje de Henry McHenry por sus pecados, un pasaje que remite al proceso judicial por el que debía pasar Charles Chaplin en la clausura de la magistral Monsieur Verdoux, versión cómico-macabra de Barba Azul. Verdoux (Chaplin) y Henry (Driver) se revelan como criaturas sobreadaptadas a un mundo en el que el narcisismo y el beneficio económico cotizan mucho más alto que los más elementales valores humanitarios. Carax apunta, cuestiona, condena e invita a cantar, a cantar sin parar, abrazando una radicalidad subversiva revestida de puro inconformismo.

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