El amo del calabozo | Crítica | Película | Cine Divergente

El amo del calabozo

Sustitución de realidades Por Diego Salgado

I.

Los dos amores de Paul (Jeffrey Byron), un talentoso programador informático, son su pareja, Gwen (Leslie Wing), y Cal —X-CaliBR8—, una inteligencia artificial programada con atributos femeninos que permite al joven controlar lo que le rodea gracias a la manipulación de la electricidad y la electrónica. Gwen siente celos de la creación de Paul, hasta el punto de rechazar una propuesta matrimonial del joven. Pero cuando ambos se ven arrastrados a una dimensión pesadillesca dominada por Mestema (Richard Moll), entidad demoníaca que reta a Paul a superar siete desafíos si no quiere perder a Gwen, Cal se revelará de gran ayuda.

El lector que siguiese con asiduidad a lo largo de sus quince temporadas de emisión el programa televisivo Cazadores de Mitos (Mythbusters, Peter Rees, 2003-2016) escucharía más de una vez a uno de sus presentadores, Adam Savage, exclamar en la conclusión de las pesquisas que llevaba a cabo junto a Jamie Hyneman para averiguar la verosimilitud científica de leyendas urbanas, serpientes de verano y virales de Internet, “¡Rechazo tu realidad y la sustituyo por la mía!”

La frase procede de El amo del calabozo. Es una de las huellas sentimentales más visibles que esta película por episodios de Empire International Pictures, la primera productora y distribuidora fundada por el estadounidense Charles Band (1951-), ha dejado en las generaciones de espectadores norteamericanos que disfrutaron de ella en su infancia y adolescencia merced a su estreno cinematográfico, su distribución en VHS, y su emisión reiterada en los inicios de la televisión por cable.

El amo del calabozo

El amo del calabozo no puede ser adscrita a la época más consistente, prolífica y rentable de Empire International Pictures, la correspondiente a los estrenos de Ghoulies (Luca Bercovici, 1984), Guardianes del futuro (Trancers, Charles Band, 1984) y Re-Animator (Stuart Gordon, 1985). Tampoco a la que desembocó en 1988 en la insostenibilidad del estudio debido a su ambiciosa y equivocada estrategia de distribuir películas de otras compañías, algo que ocasionaría el arrumbamiento paradójico durante años de producciones propias como Pulse Pounders (Charles Band, 1988) —otra recopilación de episodios, entre ellos una secuela de El amo del calabozo con los mismos protagonistas— y Robot Jox (Stuart Gordon, 1990).

II.

La película que nos ocupa constituye un esfuerzo muy temprano de Empire. Más aun, uno de los títulos —junto a El alquimista (The Alchemist, Charles Band, 1983) y Ghost Warrior (J. Larry Carroll, 1984), proyecto gestado de hecho bajo égida ajena— que hizo realidad la existencia de la productora. Band creó Empire en un impulso, al comprender que, más allá de lo que se embolsaba como guionista, director y hasta productor trabajando desde principios de los años setenta para otros, existía la posibilidad nada remota de hacerse con los beneficios que generan las películas a través de su distribución; especialmente, en el caso del cine popular de bajo rango que él siempre ha practicado, a través de su distribución internacional y la que por entonces empezaba a despuntar, el mercado videográfico: “Había comprobado una y otra vez cómo los representantes de distribuidoras extranjeras se hacían con los derechos de mis películas, y, luego, se limitaban a ir a los grandes mercados del cine como Cannes o el Mifed, alquilaban una oficina, y vendían con comisiones abultadas lo que eran al fin y al cabo los frutos de mi labor y la de otros productores y directores. Así que me animé y usé la habitación del hotel donde me hospedaba durante la celebración en 1983 del Festival de Cannes para vender mis propios proyectos: Swordkill [finalmente, Ghost Warrior], que estaba a punto de rodar, y otros dos largometrajes que había pensado materializar a lo largo del año. Así surge Empire” 1.

En este sentido, es imposible no leer El amo del calabozo como declaración de principios, como manifiesto acerca de las intenciones de la recién nacida Empire International Pictures. En primer lugar, debido a los imaginarios varios en que se traducen los retos a superar por el protagonista del filme, Paul, para rescatar a su amada Gwen de las garras del mefistofélico Mestema; imaginarios que, como veremos, deben tanto a convenciones pretéritas del fantástico como a los modelos que contribuiría a institucionalizar en los ochenta el propio Band. También es significativa la asignación de los siete jalones en la aventura de Paul a otros tantos escritores y realizadores —el propio Band entre ellos— que, en casos como los de David Allen, John Carl Buechler, Peter Manoogian y Ted Nicolau, ya habían sido colaboradores suyos y tendrían peso específico en la vertiente creativa de Empire y su transición hacia la segunda productora y distribuidora de Band, Full Moon.

Por último, El amo del calabozo evidencia un sincretismo oportunista de géneros, una pobreza indisimulada de medios, unas imágenes tan voluntariosas como carentes en casi todo momento de valores formales. Defectos —cualidades, dirán algunos— que nos recuerdan que, como sucedería si estuviésemos escribiendo sobre Dwain Esper, Ed Wood, Roger Corman o Luc Besson, hacerlo de Charles Band y sus películas supone admitir que su dedicación al medio no tiene nada que ver con nuestra cinefilia cultural, pasiva, sino con una manera de vivir, de respirar el cine y, más en concreto, el cine fantástico, en la que resulta difícil —y quizás estéril— deslindar lo que es amor de lo que es explotación.

El amo del calabozo 2

El padre de Charles, Albert Band (1924-2002), también director y productor, solía decir de él que “siempre ha sido un enamorado de las películas de terror y de ciencia ficción, toda su obra la inspira su pasión por esos registros” 2. Pero en la práctica las actividades de su hijo han demostrado en muy pocas ocasiones su intención de honrar un determinado legado salvo por lo que toca a su persistencia en el mismo, amparada —como demuestra la anécdota sobre su marcha a Cannes y la creación de Empire— en su conocimiento del fantástico en tanto ecosistema de producción y distribución para consumo de fans cómplices y agradecidos. Un ecosistema susceptible, en definitiva, de procurar rendimientos económicos con más facilidad que otros géneros.

III.

Baste con apuntar que la versión original de El amo del calabozo, que llegó a estrenarse en Gran Bretaña en octubre de 1984, se titulaba Ragewar, e incluía un prólogo de tintes nudie y otras alteraciones en su montaje. Pero, tras barajarse también el título de Digital Knights —con el que, según la rumorología, se habría exhibido en algunos cines estadounidenses—, la película acabó por llamarse definitivamente en inglés The Dungeonmaster a fin de aprovechar el éxito por entonces entre los jóvenes del pionero juego de rol Dungeons & Dragons. También es obvio que la táctica de recurrir a episodios de carácter casi autónomo si no fuese por las apariciones en ellos de Paul y el endeble hilo narrativo que procuran los interludios protagonizados por un Mestema que, en ocasiones, parece un maestro de ceremonias televisivo dando paso a sketches, responde a la precariedad; al intento de armar una demo reel, un cajón de sastre o collage de apenas setenta minutos de metraje descontados unos exhaustivos títulos de crédito finales.

Tras un retrato de la cotidianidad de Gwen, Paul y el ingenio cibernético de este, Cal, cuyas dinámicas y estéticas están para el espectador de hoy en el límite de semejar una parodia pornográfica de títulos célebres del momento como Regreso al futuro (Back to the Future, Robert Zemeckis, 1985), las tensiones artísticas y crematísticas de un modo de hacer afloran en las imágenes de El amo del calabozo a partir del momento en que nuestros protagonistas son arrastrados al mundo de Mestema y Paul se ve inmerso, rebautizado como el guerrero Excalibrate, en cada uno de los desafíos que el hechicero le plantea.

En el primero, Stone Canyon Giant (El Gigante del Cañon Rocoso), dirigido por el renombrado artesano de la stop motion David Allen, Paul vence a una enorme criatura de roca animada con técnicas que recuerdan a las de Ray Harryhausen. El desarrollo de la acción es, y continuará siendo, nimio. Una simple consecución de objetivos, vía el uso acertado por parte de Paul de un arma láser incorporada a la versión esquemática de Cal que Mestema le ha permitido llevar en el antebrazo. En este aspecto, la semejanza de cada fragmento de El amo del calabozo con los videojuegos primitivos de la época tiene su atractivo. Podría pensarse que nos hallamos ante un único motor gráfico que, en cada pasaje de la acción, fuese empleado para la simulación de un interfaz representativo diferente.

El amo del calabozo 3

En el segundo capítulo, Demons of the Dead (Demonios de los muertos), obra de John Carl Buechler, Paul se enfrenta a un conjunto de muertos vivientes reminiscentes de los incursores tuskens vistos en La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), a los que lidera un extraño engendro similar a su vez a tantos y tantos animatronics de látex que hicieron fortuna en el cine de los ochenta. Todo hace indicar, de hecho, que es el mismo visto en Torok el troll (Troll, John Carl Buechler, 1986). Tras un paréntesis casi incomprensible en el que Mestema, Gwen y Excalibrate contemplan cómo se disputan el cielo dos dragones de dibujos animados, llega Heavy Metal, realizado por Charles Band, en el que los enemigos de Paul resultan ser un grupo de rock duro, W.A.S.P., que sacaría su primer disco en 1984. La conjetura en torno a un acuerdo promocional de algún tipo entre músicos y productores de la película es inevitable.

IV.

A continuación, el capítulo más psicotrónico de El amo del calabozo: Ice Gallery (Galería de hielo), realizado por Rosemarie Turko. Paul, acompañado esta vez por Gwen sin que sepamos demasiado bien la razón, ha de atravesar una cueva plagada de estatuas congeladas de “los peores criminales del mundo”, entre los que se encuentra… ¡Albert Einstein! Como era de esperar, las figuras vuelven a la vida, pero Paul se hace cargo de ellas destruyendo un misterioso cristal que sostiene en sus manos el célebre físico. Antes de que podamos preguntarnos qué sentido tiene la escena, Paul ya ha despertado en otra, quizás la más sugerente: Slasher, dirigida por Steve Ford, que, como indica su título, enfrenta al joven con un asesino en serie —el villano más popular de la época— que actúa en nuestro plano de realidad y que, aparte de amenazar la vida de Gwen, podría, vía los conjuros de Mestema, hacer que Paul fuese culpado de sus crímenes. La atmósfera ominosa y hasta fantastique de Slasher es preferible a la atonía que caracteriza el siguiente episodio o plataforma, Cave Beast (La bestia de la cueva), de Peter Manoogian, que tiene otra vez como escenario una gruta y, como habitante de la misma, otro monstruo de serie Z. Al menos, el último reto de Paul —antes por supuesto de su enfrentamiento final con Mestema— ocurre a cielo abierto, en un desgüace de aviones donde, por lo demás, todo adquiere delatoras semejanzas con Mad Max 2: El guerrero de la carretera (Mad Max 2, George Miller, 1981). Su título, Desert Pursuit (Persecución en el desierto). Su firmante, Ted Nicolaou.

Cuando Mestema y Paul llegan por fin a las manos —lucha que concluirá para el primero con un baño en un río de lava y, para el segundo, logrando que Gwen acepte su proposición de matrimonio—, la proclama del genio de la informática “¡Rechazo tu realidad y la sustituyo por la mía!”, mentada al comienzo de esta crítica, adquiere un relieve que va más allá de lo pintoresco o la nostalgia. Hay un argumento de fondo en El amo del calabozo del que parece no apercibirse el propio Charles Band, ya que solo queda esbozado. A fecha de hoy, sin embargo, alienta una lectura sugerente, que salva la película de la pérdida total de tiempo para el espectador. Tal lectura atañe a los poderes mágicos de Mestema y su creencia en que también Paul los tiene y que, por esa razón, puede ser rival para él tras siglos de combatientes que no estaban a su altura.

Mestema no comprende que las habilidades de Paul tienen más que ver con la ciencia, con la informática. Un error fatal que supone la desaparición del brujo y su realidad, sustituida por la que encarna el joven. De la misma manera, El amo del calabozo, con sus guiños a tipos diversos de fantasía en los que siempre se llevan el gato al agua los efectos más novedosos, no hace más que certificar el ocaso de unas tradiciones del género forjadas en las décadas previas a la realización de la película, a las que había contribuido el propio padre de Charles Band. El amo del calabozo aporta su granito de arena a la entronización de técnicas y formas inéditas del fantástico que cimentan al mismo tiempo en el mainstream estadounidense de entonces George Lucas, James Cameron, Steven Spielberg y Robert Zemeckis.

  1. FISCHER, Dennis (2000): Science Fiction Film Directors, 1895-1998, Volume I, Jefferson, NC: McFarland & Company, Inc., p. 84.
  2. FISCHER, óp. cit., p. 82.
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