(PDF) La reina Blanca y Navarra | Eloísa Ramírez Vaquero - Academia.edu
La reina Blanca y Navarra ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO E stas páginas, al igual que otras publicadas en esta revista1, se ocupan de una figura hasta cierto punto muy conocida, pero, en buena medida, mal conocida; de ahí en parte la oportunidad de dedicarle unas jornadas de estudio. Reina soberana de Navarra en la primera mitad del siglo XV, tal circunstancia es más significativa de lo que en principio pueda parecer; no era raro que las mujeres transmitieran los derechos sucesorios en las monarquías peninsulares, o los ejercieran directamente, pero este hecho tampoco era frecuente en ese concierto de reinos –en Navarra, curiosamente, cabe decir que sí–, y en general introducía un elemento interesante en la vida política: la vertiente profesional de una mujer, en este caso combinada con la del marido, puesto que no se trata de una viuda que acoge los deberes que éste había dejado, sino del sujeto directo de esas obligaciones. La ocasión ofrece la oportunidad, ante todo, de repasar una trayectoria que no es necesariamente novedosa –al menos en su mayor parte–, pero sobre todo de llevar a cabo una reflexión pausada sobre la reina y su trascendencia política. Por esa razón el aparato crítico que acompaña a estas líneas, basadas en circunstancias conocidas, es escueto, y las pautas generales, salvo indicación de lo contrario, remiten a la bibliografía habitual2. Es preciso se- 1 S. TRAMONTANA, Il matrimonio con Martino: il progetto, il capitoli, la festa (pp. 11-21); J. VALDEÓN BARUQUE, Castilla en tiempos de doña Blanca (pp. 23-32); Á. SESMA MUÑOZ, “La reina doña Blanca y Aragón” (p. 33-45), en Príncipe de Viana, 60, n. 216, 1999, y M. R. LO FORTE SCIRPO, La questione dotale nelle nozze siciliane di Bianca, (p. 277-291); L. SCIASCIA, Bianca di Navarra, l’ultima regina. Storia al femminile della monarchia siciliana (p. 293-309); S. FODALE, Blanca de Navarra y el gobierno de Sicilia (p. 311-321). 2 Más adelante se reseñan expresamente algunos casos más específicos para acompañar lo que cabría calificar, sobre todo, de una reflexión de la circunstancia vital de la reina, organizada originalmente como una conferencia, ofrecida en Olite en el mes de octubre de 1998, en el marco de un coloquio sobre “Blanca de Navarra y Sicilia”, coordinado por la Universidad Pública de Navarra. Para las directrices políticas generales basta señalar a J. Mª LACARRA, Historia del reino de Navarra desde sus orígenes hasta la Baja Edad Media, Pamplona, 1973, vol. III y a J. R. CASTRO, Carlos III el Noble, rey de Navarra, Pamplona, 1967 (para el período hasta 1425, en que accede al trono). Un acercamiento más reciente a las crisis del siglo XV navarro, donde se iniciaron en su momento las reflexiones que aquí se han intentado retomar, es la de E. RAMÍREZ VAQUERO, Solidaridades nobiliarias y conflictos políticos en Navarra, 1387-1464, Pamplona, 1990. [1] 323 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO ñalar, sin embargo, que han resultado especialmente interesantes las aportaciones de los especialistas sicilianos sobre la experiencia de la reina en aquellas tierras, en particular las relativas al propio régimen sucesorio, como luego se abordará con más detenimiento. Al mismo tiempo, conviene indicar que las afirmaciones aludidas más arriba –muy conocida, mal conocida– requieren alguna aclaración. Blanca resulta ser una soberana más o menos presente en la mente de la mayor parte de la gente y de la que se conocen rasgos más o menos generales: madre del príncipe Carlos de Viana y relacionada con la raíz de sus conflictos sucesorios; interesada por obras constructivas del calibre de la catedral de Pamplona; residente habitual, como reina, de uno de los palacios más emblemáticos del reino –Olite–; con fama de una religiosidad exaltada, casi mística, que se encarna en una fuerte tendencia a las peregrinaciones piadosas y la atención por los necesitados, etc. En el fondo, sin embargo, estas no son más que pinceladas, más o menos anecdóticas, que han trascendido a una personalidad y a una trayectoria vital que, en cambio, permanece frecuentemente en la sombra. Y hay varias razones para ello; por una parte, la vida y aconteceres de las mujeres se perciben en general con muchas dificultades a lo largo de la historia, y más cuanto más nos alejamos en el tiempo, a menos que estén solas, que la responsabilidad de todos sus actos sea enteramente suya. En esta misma línea, además, Blanca tuvo a su lado, como reina de Navarra, a la personalidad sin duda más arrolladora del siglo XV peninsular, y una de las más singulares de todo el Occidente europeo, sin duda ninguna: el rey don Juan. Juan II de Navarra –todavía es preciso seguir recordando que es también el segundo de su nombre en Navarra– y más tarde, muchos años después de muerta la reina, Juan II también de Aragón3. La figura de la reina, por tanto, ha quedado en buena medida minimizada, opacada, como en un contraluz, de forma que siempre la vemos por contraposición a don Juan. Conviene tener en cuenta, en ese sentido, que los propios perfiles de los personajes contribuyen a una imagen de este tipo: don Juan, noble castellano, infante y luego heredero de Aragón, es un hombre incombustible, de una vitalidad desbordante y una actividad incesante de punta a punta de la Península, dotado de una mente privilegiada que maneja siempre todos los hilos a su alcance. La reina, en cambio, es una mujer muy menuda, de salud muy frágil, de pocos gestos políticos conocidos, a la que casi hay que intuir en muchas ocasiones y cuyas acciones apenas tienen relevancia aparente. Junto a esas pinceladas citadas al principio, casi lo único que se suele añadir sobre la reina es que se ocupó tranquilamente del reino mientras su marido atendía sus asuntos particulares en Castilla y en Aragón. Y que, antes de eso, claro, había sido reina de Sicilia, en una especie de parén- 3 Aunque aparece todavía en algunos casos mencionado como Juan I, ya J. Mª Lacarra había aclarado que el reino había tenido ya otro Juan I, hijo póstumo de Luis I y hermano de la reina Juana I, que murió pocos días después de nacer, y de haber sido reconocido como rey tanto en la nómina francesa –capeta– como en la navarra, por haber nacido una vez que ya había muerto su padre. El marido de Blanca, por tanto, no es el segundo por mimetismo aragonés, sino porque es el numeral que le corresponde como rey de Navarra, y que coincide con el que tendrá luego en Aragón. 324 [2] LA REINA BLANCA Y NAVARRA tesis de su vida, cerrado y olvidado, de donde había vuelto diez años antes de asumir el trono navarro. Y junto a eso, que es bastante poco y hasta cierto punto simple, está el hecho indiscutible de la poca simpatía que, sobre todo desde el auge de los movimientos romanticistas a finales del siglo XIX, despertó en general el rey don Juan. Se presentó entonces, de la mano de historiadores muy conocidos y todavía necesarios4, al rey con un perfil terrible, calculador, perverso, y usurpador del trono de un hijo que, una vez más como contrapunto, se mostraba sensible, sentimental, digno, culto, débil, etc. Esa misma polarización se trasladaba entonces hacia atrás, entre el monarca y la madre del príncipe, Blanca, que, como el príncipe, era igualmente sensible, sentimental, etc., y lógicamente débil. Más aún, podemos decir que esa misma imagen se proyecta luego hacia el frente, en las relaciones de don Juan con sus dos hijas, Blanca y Leonor, sobre todo la primera; en ese contexto se inscribe tanto la oscura desaparición de Blanca como la complicada relación paterno-filial con Leonor hasta la muerte de ambos –con escasos días de diferencia–, en 1479. Todo esto ha provocado, sin duda, que sea relativamente fácil “repartir” papeles, eso por más que la investigación moderna, a partir de un historiador impecable como fue Jaime Vicens Vives5, haya intentado colocar a cada uno en su sitio, quitando una buena parte de malignidad, por un lado, y bastante dosis de sensibilidad por el otro, para dejarnos un panorama mucho más equilibrado, aunque sea menos emocionante. En este caso concreto, conviene abrir un poco el horizonte, y no perder de vista, tampoco, que estamos refiriéndonos a una época muy complicada en los reinos peninsulares, donde el ejercicio del poder presenta una gran complejidad, porque no se limita ya a cada uno de ellos por separado, sino que adquiere un gran entrelazamiento de intereses, preocupaciones, deberes y derechos que los alcanzan a todos en diversa medida y que llega incluso, en algunos aspectos, a otros territorios europeos, como Francia o la península italiana y sus islas. Aplicar en esa tupida red los parámetros de nuestro tiempo y las fronteras de nuestra realidad ha significado, a veces, olvidar que el hombre del siglo XV se ubica en unos códigos y en una sociedad donde las pautas de comportamiento no son necesariamente las nuestras. Estamos hablando de una época donde los términos “política interior” y “política exte- 4 Sobre todo, G. DESDEVIZES DU DEZERT, Don Carlos d’Aragon, prince de Viane. Étude sur l’Espagne du Nord au XVè siècle, París, 1889. También alude a su figura, aunque se centra en el período posterior, P. BOISSONADE, Histoire de la réunion de la Navarre a la Castille. Essai sur les relations des princes de Foix-Albret avec la France et l’Espagne (1479-1521), París, 1893 (ed. Slatkine-Megariotis Reprints, Ginebra, 1975). Las primeras historias generales del reino, todavía en el siglo XVII, presentaban una visión bastante incompleta y llena de lagunas de una realidad por lo demás relativamente cercana. Es el caso de Pedro de Agramont y Zaldívar, Historia de Navarra y de sus patriarcas, gobernadores y reyes, desde la creación del mundo, 1632; ed. dir. F. Miranda García y E. Ramírez Vaquero, Mintzoa, Pamplona, 1996, pp. 800-906, y también el de F. ALESÓN, Annales del reino de Navarra, Vol. V, ed. Tolosa, 1891. 5 Aunque más centrado en el ámbito aragonés y catalán, J. Vicens Vives acometió la tarea de desbrozar la intrincada red de relaciones políticas e intereses de todo tipo durante el reinado de Juan II, y apuntó ya entonces las líneas básicas de investigaciones posteriores (J.VICENS VIVES, Juan II de Aragón (1398-1479). Monarquía y revolución en la España del siglo XV, Barcelona, 1953). El paso siguiente, al menos para el espacio navarro, lo daría J. Mª LACARRA (Historia del reino, Vol. III), allanando ya definitivamente el camino posterior. [3] 325 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO rior” son muy relativos, y donde el tejido de redes familiares y de compromisos políticos no tiene fronteras, y en cambio sí tiene mucho peso. Por lo tanto, es muy difícil aislar a Navarra de un contexto peninsular en el que está inmersa desde mucho antes, y muy especialmente desde el reinado de Carlos III, a quien es preciso vincular estrechamente con el devenir histórico del resto del siglo XV, que le tocó iniciar. Por todas estas razones, pretender considerar que las acciones de don Juan en Castilla y en Aragón son asuntos exclusivamente privados y particulares y que, por tanto, no tienen nada que ver con su mujer, su hijo o su reino navarro, y que por lo tanto, ellos se veían arrastrados a algo de lo que hubieran querido permanecer al margen, es, cuando menos, inexacto y, sin duda, empobrecedor. El título de esta exposición se refiere expresamente a “Navarra y la reina Blanca”; este enunciado pretende, y por eso cabe extenderse en estas consideraciones, poner de relieve la figura de la reina como algo más que un contrapunto, que también lo fue, de su marido, e intentar asomarse de alguna manera a los movimientos y motivaciones de la soberana. El telón de fondo es Navarra, lo cual no deja de tener su complicación en lo espacial y en lo temporal; en lo espacial porque, ya se ha anunciado, Navarra no es un islote desentendido del resto de los reinos peninsulares, y mucho menos en el siglo XV; en lo temporal, porque nos estamos refiriendo a un período muy corto, 16 años escasamente si nos contentáramos estrictamente con el reinado, y 26 si incluimos sus años de heredera después de volver de Sicilia. Y ese arco temporal tan ajustado no deja de representar un corte artifical, una ventana, en un panorama mucho más amplio, que no empieza con la vuelta de la reina –mucho menos con la muerte de su padre– ni acaba con la desaparición de Blanca. Por lo tanto, habrá que intentar no perder de vista aspectos que desbordan claramente este espacio y esta cronología pero que son imprescindibles para colocar personajes y acciones en un contexto coherente. En primer lugar hay que considerar que las pautas generales del que podemos llamar “siglo XV” navarro empiezan, verdaderamente, durante el reinado de Carlos III6. La cronología, al fin y al cabo, no es una ciencia exacta, y los cambios de siglo no marcan necesariamente cambios de contexto, porque el ritmo de las cosas y de los tiempos viene dado por otro tipo de movimientos. Y en ese sentido tenemos una pista fundamental. Carlos III había planteado una nueva política de intereses y vinculaciones desde antes incluso de su llegada al trono, acentuada lógicamente a partir de la muerte de su padre, y en esa línea había zanjado en 1404 un cúmulo de problemas arrastrados agónicamente por la corona desde el segundo tercio del siglo XIV, con Francia básicamente. Los asuntos pendientes desde, nada menos, la entronización de su abuela la reina Juana II, una capeta casada con el conde Felipe de Evreux, habían enrarecido ya los últimos años de la vida de aquella7, y habían sido retomados por Carlos II en el contexto en principio favorable de la 6 Aparte del capítulo correspondiente de J. M. Lacarra, existe una biografía exhaustiva y profusamente documentada (J. R. CASTRO, Carlos III) y otra más moderna y breve (B. LEROY y E. RAMÍREZ VAQUERO, Carlos III el Noble, Pamplona, 1991) 7 Sobre las relaciones de Juana II con Francia vid especialmente, F. MIRANDA GARCÍA, Felipe y Juana de Evreux y la guerra de los Cien Años (1337-1349), en La Guerre, la violence et les gens su Moyen Age. 1. Guerre et violence, dir. Ph. Contamine y O. Guyotjeannin, París (CTHS), 1996, pp. 81-95. 326 [4] LA REINA BLANCA Y NAVARRA Guerra de los Cien Años8. El desarrollo posterior de los hechos, sin embargo, con la pertinaz derrota del monarca navarro en todas la facetas de su enfrentamiento con Francia, que jamás cedió un ápice de las reclamaciones que se iban acumulando, sumió al reino navarro en una postración insalvable en 1379. A partir de entonces había empezado a actuar el hijo, el futuro Carlos III, restaurando pacientemente la confianza castellana, primero, y francesa después. Una vez zanjada, al menos, una mínima compensación, meramente testimonial, que salvara la dignidad de la corona9, Carlos III desarrollaría una clara reorientación de la política navarra hacia derroteros claramente peninsulares, sumergiéndose en la red de relaciones personales que vinculaba en diversos grados a las familias reinantes de Aragón, Castilla y Portugal. Esta circunstancia tiene dos consecuencias básicas: La primera ha sido siempre resaltada de forma muy clara, y a veces quizá excesiva: el reino entró en un período de tranquilidad generalizada, que permitió una paz continuada, un desarrollo considerable de la vida cortesana, en todo su sentido, y también, como no, una difusión importante de las formas de cultura y del pensamiento que emanaban desde el ámbito italiano hacia todo el continente. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que esa tranquilidad, no es sólo fruto de los acuerdos con Francia, y con Castilla, sino que es resultado, también, de la maduración indiscutible de unos resortes del poder, de unas instituciones y de unos mecanismos de gestión eficaces y operativos. La segunda consecuencia, en cambio, se recuerda menos y es sin embargo la que más incide en el desarrollo político del resto del siglo XV navarro: esa política peninsular de Carlos III, es decir, las alianzas establecidas a través de su propio matrimonio, primero, y de los de sus hijas, después, sumergieron al reino de Navarra en la complicada trama de derechos y deberes peninsulares y con ello en todos sus problemas y proyectos. En otras palabras, Carlos III modificó sustancialmente la línea de intereses políticos del reino, haciendo girar su peso específico, sus escenarios principales y sus focos de atención hacia el marco hispánico, una vez saldados los compromisos con Francia. No hay que olvidar, por otra parte, que las deudas y reclamaciones francesas fueron saldadas, quizá de forma realista, pero también poco satisfactoria; se trataba sobre todo de conseguir una salida honorable del escenario francés para dar por terminado un capítulo largamente enrarecido desde hacía más de medio siglo. A este respecto, no está de más insistir en que los compromisos familiares, y los derechos y deberes que ellos comportan son una cuestión muy seria y de la mayor relevancia para el que los ostenta o los representa. De la 8 Sobre Carlos II, en medio de una gran abundancia bibliográfica que se ocupa de los más diversos aspectos, resulta especialmente interesante el volumen de artículos publicado como número especial de esta misma revista, en el año del centenario de su muerte: “VI Centenario de Carlos II de Navarra”, Príncipe de Viana, 48, 1987. 9 Las negociaciones con Francia concluyeron en 1403 con la entrega de un conjunto de rentas dispersas, asentadas al este de París –fuera de las zonas conflictivas para la guerra franco-inglesa– que recibieron el nombre de “ducado de Nemours”. Después de este acuerdo el rey de Navarra no tendría ya más asuntos pendientes con Francia excepto la solución del Cisma, donde el vasallaje debido a Francia por las tierras de Nemours lo obligaron todavía a secundar su política en un último viaje a Francia entre 1408-1411. [5] 327 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO misma forma que Juana II, Carlos II y Carlos III no pudieron obviar sus derechos y obligaciones familiares, de linaje, en la Francia del siglo XIV, aunque el resultado no fuera el esperado, y aun a costa de involucrar al reino en asuntos aparentemente ajenos, tampoco los herederos de Carlos III podrán luego pasar por alto los derechos y deberes que se derivaron de las nuevas alianzas e intereses establecidos por él mismo en la nueva coyuntura. Hubiera sido impensable en un hombre del siglo XV, como lo era en uno del XIV; y no se trata de que fueran cuestiones privadas o públicas, o asunto personal del rey o de la reina. Los reyes de Navarra tienen, por tanto, serios compromisos con los de Castilla y Aragón desde el tránsito del siglo XIV al siglo XV. Podemos recordar un poco: Carlos III se había casado con una hija del rey de Castilla y hermana del siguiente, Leonor de Trastámara, y lo había hecho en un contexto de compromiso de colaboración con Castilla que se plasmó, entre otras cosas, en una presencia efectiva del todavía infante en aquel reino y una ayuda concreta en la guerra de Portugal. De esta forma, por ejemplo, varios de los hijos de ambos nacerán en Castilla; la propia Blanca no se trasladaría a Navarra hasta que cumplió los 7 años. Mucho más tarde, pero todavía durante el reinado de Carlos III, en 1412, un nuevo rey alcanzará el trono de Aragón, y este nuevo rey sería de la misma familia Trastámara, en concreto era sobrino de Leonor, Fernando de Antequera, o de Aragón a partir desde entonces. Por tanto, ya tenemos un bloque muy compacto de relaciones personales en la cúpula de tres monarquías peninsulares, en la que se incluye Navarra. Pero la cosa no parará ahí. Entre ambas fechas, la del matrimonio de Carlos III y la de la entronización de los Trastámara en Aragón, tienen lugar otras circunstancias. Cuando todavía no sabía que Navarra sería heredada por una mujer, Carlos III tuvo un deliberado interés en casar a sus hijas con infantes aragoneses y castellanos, o del entorno político de ambos reinos. Cabe empezar por un primer ejemplo, con un infante aragonés; pero no con uno cualquiera, sino con Martín, que ya era rey de Sicilia, viudo, y heredero de la Corona de Aragón. Y la elegida, elegida por el padre del novio, fue precisamente Blanca. Y vamos con un segundo ejemplo, porque una hermana de Blanca quedó luego comprometida con un noble castellano. Y, otra vez, no es un noble cualquiera; pertenece a una rama de la propia familia real, es un sobrino del rey Enrique III de Castilla, don Juan. Hijo de Fernando de Trastámara, el posterior Fernando II de Aragón, y de su esposa Leonor de Alburquerque –llamada la “ricahembra”, por su cuantiosa fortuna– formaban la línea familiar más poderosa de los Trastámaras después de la que ocupaba el trono, la de mayor prestigio, riqueza y poder, con un control señorial inaudito en toda la cuenca del Duero, Extremadura y parte del meseta meridional10. Seguimos moviéndonos en la misma familia, y llegamos al hom- 10 Sin salir del nivel de las síntesis generales, sobre la familia Trastámara es preciso tener en cuenta, por un lado, obras que cabría calificar como clásicas y todavía imprescindibles, las de L. SUÁREZ FERNÁNDEZ: Los Trastámaras de Castilla y Aragón en el siglo XV (1407-1474), en Historia de España, dir. R. Menéndez Pidal, XV, Madrid, 1964, pp. 3-318; La época de los infantes de Aragón, en Historia general de España y América, V, Madrid, 1981, p. 353-404. Del mismo autor, aunque referida concreta- 328 [6] LA REINA BLANCA Y NAVARRA bre, este Fernando, que en 1412 llegaría a ser rey de Aragón y que antes se ha mencionado. Verdaderamente, es como un círculo concéntrico de redes familiares, con las mismas familias y hasta con las mismas personas, que Carlos III aprovechó a fondo. Siguiendo con los matrimonios de las hijas de Carlos III, un tercer caso es el de la hermana mayor, especialmente interesante porque no se casó con un castellano ni un aragonés, sino con un hijo del conde de Foix, por lo tanto, un francés. Sin embargo, hay algunas cuestiones dignas de ser tenidas en cuenta; ya en Francia no nos movemos en la línea de la realeza, en el entorno del poder regio, como ocurre con los demás enlaces, sino en el de una familia nobiliaria marginal, cercana a Navarra y de viejos lazos familiares con Navarra. Más todavía, el condado de Foix era un espacio cercano por otro tipo de razones a la propia Corona de Aragón; el matrimonio de Juana tuvo ese otro componente, muy distinto de los de sus otras dos hermanas. Pero la rueda de la Fortuna es muy curiosa. Porque la hermana de Blanca destinada para don Juan no se casó finalmente con él, porque surgieron otras coyunturas ajenas a Navarra, pero él sí acabó casándose con una navarra, que fue la propia Blanca, viuda del rey de Sicilia desde 1409. Este cambio de parejas, aparentemente inocente, es muy interesante para lo que estamos comentando; en las alianzas matrimoniales anteriores, Carlos III no se planteaba todavía que el trono lo heredaría ninguna de estas hijas suyas, por lo tanto sus matrimonios no suponían decisiones graves en cuanto al futuro del reino. Pero cuando llega el turno de Blanca y Juan estamos ya en 1419 y la situación ha cambiado mucho: Carlos III ha perdido a sus hijos varones siendo muy niños, no prevé ya tener más hijos, y sólo le quedaban dos hijas, una viuda y sin hijos, y la otra soltera. Y no tiene otros nietos, con lo cual es evidente que del matrimonio que se elija para la heredera, que es Blanca, se va a derivar una sucesión determinada. La elección ahora, por tanto, presenta una importancia mucho mayor y es reveladora de unas directrices políticas determinadas, porque se prepara un cambio dinástico que el monarca diseña personal y conscientemente en la misma línea política que venía desarrollando desde antes de iniciar su reinado. Y Carlos III elige al don Juan que ya hemos mencionado, hijo de Fernando II de Aragón, ya muerto, y hermano por tanto del nuevo rey de Aragón, Alfonso V. Uno y otro tenían otros hermanos de vida activa e intensa entre la nobleza de Castilla, de donde eran originarios todos, plenamente integrados en la gestión de los inmensos patrimonios familiares y sumergidos en las redes de la política interna castella- mente al propio don Juan de Navarra y al patrimonio familiar: “Las rentas castellanas del infante don Juan, rey de Navarra y Aragón”, Hispania, 19, 1959, pp. 192-204. En el mismo volumen de la Historia de España dir. por R. Menéndez Pidal, el apartado catalán correspondió a J. VICENS VIVES (Los Trastámara y Cataluña. (1410-1479), pp. 599-789. Un panorama sobre el Aragón de tiempos de Fernando I es el de E. SARASA SÁNCHEZ, Aragón en el reinado de Fernando I (1412-1416). Gobernación y administración, constitución política, hacienda real, Zaragoza, Inst. Fernando el Católico, 1986. En este mismo número de revista se ofrecen sendas reflexiones sobre Castilla y Aragón en el siglo XV, y en concreto en relación con el reino navarro, a cargo –respectivamente– de J. VALDEÓN y Á. SESMA, ya mencionadas. [7] 329 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO na. Es decir, Carlos III apostó por un miembro del linaje castellano más poderoso, el de los Trastámara, familia que, por distintas coyunturas, había alcanzado el trono de Aragón, aunque de momento no se pudiera prever que don Juan acabaría siendo el heredero de esta corona. Por lo tanto, y es la idea que quería resaltar en medio de este árbol enrevesado de relaciones matrimoniales, a la muerte de Carlos III hay una herencia ineludible de vinculaciones con la realeza castellana y aragonesa, y con la nobleza más poderosa y más rica de Castilla. Y esa construcción, esa arquitectura, procede de la política desarrollada por Carlos III antes de su desaparición, en 1425. Y hay que tener en cuenta, para mayor complicación, que los reyes de Castilla y de Aragón en esa fecha, la de la muerte de Carlos III, que eran primos entre sí, como no puede ser menos, se casaron cada uno con una hermana del otro. Es imposible concebir ni una sola actuación castellana, aragonesa o navarra que no repercutiera de algún modo en cualquiera de los otros reinos vecinos, porque todos ellos se encuentran vinculados por una red ineludible de solidaridades familiares. El reinado de Blanca y de su marido, por tanto, recibiría una herencia complicada en este sentido: un reino atado a una serie de compromisos imposibles de perder de vista. Y esos compromisos se iban a complicar más todavía ante la variedad de responsabilidades asumidas ya, y por asumir, en Castilla y en Aragón. Los avatares de la política castellana, la competencia nobiliaria para ejercer una influencia junto al trono, harían que don Juan perdiese confiscados todos sus bienes patrimoniales, que formaban un dominio cuantioso y representaban una presencia de primer orden en las decisiones de la corte. Y ello supuso que, para recuperarlo, el rey de Navarra tuviese que infiltrarse más aún en los círculos políticos castellanos –las facciones o bandos– más cerrados. Junto a esta circunstancia, que apunta directamente a la corte castellana, hay que tener en cuenta que no mucho más tarde, en 1435 por lo menos, ese mismo Juan II de Navarra puede ser considerado ya como heredero de la Corona de Aragón, porque su hermano Alfonso no estaba dispuesto a tener hijos –con su mujer legítima– y centraba sus ocupaciones en Italia. Es decir, en un plazo más o menos imprevisible, el rey de Navarra podía ponerse al frente de Aragón, Cataluña, Valencia y los demás territorios que configuraban la Corona de Aragón. Eso sin dejar de lado, sin abandonar, sus intereses en Castilla, que, no hay que olvidarlo, era su lugar de origen y el solar de su patrimonio. Interesa destacar especialmente que estos dos aspectos, como dos fuerzas centrífugas que arrastran al monarca fuera de Navarra, no son una cuestión que afectara solamente a don Juan, no son asunto suyo solamente; son cuestiones que afectan también –sobre todo– a sus herederos, al príncipe de Viana en primer lugar, que estaba llamado a herederar las posesiones de su padre en Castilla, y, sobre todo, le corresponde también la herencia de la Corona de Aragón. El príncipe Carlos estaba destinado a ser rey de Navarra y rey de Aragón por derecho de sucesión en los dos casos, re-editando una unidad navarro-aragonesa de vieja tradición para el reino, aunque ahora con unos perfiles totalmente distintos y unas dimensiones inesperadas. Y estaba destinado también a ser el próximo duque de Peñafiel, por citar el título castellano más importante de su padre, por el que se sentaba en la corte castellana como el primero de los nobles. 330 [8] LA REINA BLANCA Y NAVARRA LA REINA Y ¿dónde está la reina en todo esto? Antes se ha aludido a que hay pocas actuaciones políticas conocidas de la reina. Por esa razón cabe intentar espigarlas de alguna manera, con la esperanza de que nos permitan forjar una idea más acabada de la soberana, de traerla un poco hacia adelante en el escenario. Porque la reina, en primer lugar, no es una reina consorte como su coetánea María de Aragón, que también asumió poderes de gobierno por delegación de Alfonso V, más ocupado en Italia, o una reina que, como su madre Leonor o su abuela Juana, pudo asumir la gobernación del reino circunstancialmente en ausencia de su marido. La situación de Blanca es muy distinta, porque ella es la reina soberana, propietaria del reino, que recibe por derecho propio de sucesión directa; el consorte es su marido, y ese detalle, que puede pasar desapercibido en vista de la aparente libertad de movimientos del rey, no es insignificante en realidad. El monarca necesita siempre la cobertura jurídica que le da la reina, el aval de su firma y de su asentimiento, que aparentemente nunca niega pero es necesario; y la cancillería lo sabe y lo recuerda con toda naturalidad cuando la designa siempre como “señora natural” y “propietaria”. Repasando la vida política de Blanca, cabe empezar por la salida de Sicilia, que conocemos un poco a través del cuaderno de las cuentas de su viaje, donde algunas noticias dan pistas interesantes11. La reina partía después de unos trece años en la isla, de los cuales los últimos seis habían sido de una gran intensidad, sola a cargo del gobierno12. Y conviene detenerse a observar la salida de la reina, porque se observa que Blanca tardó diecisiete días, más de dos semanas, desde que subió al barco en Lentini, en el extremo oriental de la isla, hasta que dejó el último puerto siciliano, de Trápani. En esos días recorrió los principales puertos de la parte sur y oeste de la isla, para permanecer finalmente cuatro días completos, más el de llegada y salida, en Trápani. ¿Qué hacía la reina? Pues al menos dos cosas, una de ellas la suponemos: despedirse. Blanca no tenía necesidad, seguramente, de toda esa serie de escalas lentas a no ser que fuera para despedirse del lugar donde había gobernado durante tanto tiempo, recorriendo los centros de actividad y seguramente las diversas fuerzas nobiliarias que con tanta intensidad había tenido que lidiar. Y la otra razón la sabemos ahora con certeza, gracias a las cuentas del viaje, la reina estuvo en Trápani con don Juan, el nuevo representante de la corona argonesa e hijo del rey Fernando. Es decir, el que venía a sustituirla. Y con el que acabaría casándose cuatro años más tarde13. Siempre había parecido que la reina pudo haber conocido al infante don Juan en Sicilia, por coincidencia manifiesta de fechas (casi tres meses) pero ahora, con las cuentas del viaje, es posible comprobar claramente que se reu11 Sobre el viaje de la reina, E. RAMÍREZ VAQUERO, “El viaje de la reina Blanca desde Sicilia, 1415”, Estudios de Lingüística Hispánica. Homenaje a María Vaquero, San Juan de Puerto Rico, 1999, pp. 501530. 12 Sobre el gobierno de Blanca vid. especialmente las aportaciones de S. FODALE, Blanca de Navarra, y L. SCIASCIA, Bianca di Navarra, l’ultima regina, ya citados. 13 El viaje de don Juan hasta Sicilia, poco antes de la salida de Blanca, también ha sido objeto de un interesante estudio (M. MERCÈ COSTA, El viatge de l’infant Joan (futur Joan II) a Sicília (1415), La Corona d’Aragon in Italia (secc.XIII-XVIII), XIV Congresso di Storia della Corona d’Aragona, III (Comunicazzioni), Sassari, 1996, pp. 287-302. [9] 331 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO nieron, al menos por última vez, en Trápani, donde él se encontraba. Hubiera sido impensable, verdaderamente, un traspaso de poderes sin entrevista; al menos es lo lógico, máxime si tenemos en cuenta que el gobierno de Sicilia no había sido fácil; había incluido guerras internas y conflictos nobiliarios serios, y la reina no podía irse de allí sin hablar largo y tendido con su sucesor en el cargo, que además era el hijo del soberano aragonés que contra viento y marea la había sostenido a ella en el vicariato siciliano; y eso fue lo que hizo. Y seguimos con el viaje, porque después de parar muy brevemente en Cerdeña y pasar por Mallorca sin detenerse más que lo imprescindible, la siguiente escala pausada de la reina fue junto a Barcelona, donde permaneció nada menos que dos semanas completas. Parte de ese tiempo pudo ser de descanso de la travesía marítima, desde luego, pero hay que pensar que la retirada de quien había tenido que hacer frente a los complicados problemas sicilianos durante trece años, representando el poder aragonés, no podía acometerse sin un informe personal de la tarea. En este caso, sin embargo, no sería ante el rey de Aragón que, por lo que sabemos estaba en Perpignan y en un estado de salud muy precario ya –no tardó mucho en morir–, pero sí ante los consejeros de Barcelona, que habían tenido bastante que ver con los asuntos sicilianos. Por lo tanto, tenemos una cierta sensación de rendición de cuentas, y de conclusión de una tarea, clausurando una etapa que para Blanca quedó ya cerrada. Nunca volvería a Sicilia, aunque la experiencia de gobierno y de gestión no quedaría aparcada, desde luego, y daría a la reina un bagaje político imposible de eludir. Y empieza otra función distinta, la de heredera en ejercicio del trono de Navarra, que lo era desde dos años antes. En este caso su primera obligación será casarse, porque había que asegurar la sucesión, y la política paterna, y la aragonesa, fueron las que seguramente decidieron el matrimonio. Es interesante resaltar cómo la corona navarra vuelve a buscar un marido aragonés, esta vez para la heredera, como antes se ha destacado; es decir, hay una línea de sintonía clara, a pesar de las apariencias. Si en algún momento ha podido parecer que el rey de Navarra tenía contenciosos pendientes con el aragonés, fruto de la larga y complicada solución del Cisma en esos mismos años –en conexión finalmente con los demás reinos hispanos–, o de la reiterada insistencia de la corona navarra, a lo largo también de varios años, para conseguir la vuelta de Blanca, es evidente, a la vista del acuerdo matrimonial, que no hay roce de ningún tipo con el reino vecino. Blanca empezó a gobernar Navarra con 35 años, algunos más que el rey, su marido, y con una considerable experiencia a sus espaldas, la que traía de Sicilia, aunque inmersa en un contexto político y familiar diferente, el que antes hemos comentado, mucho más denso. Se tiene la idea, más o menos generalizada, de que la reina gobernaba el reino mientras su marido se ocupaba de todo lo demás; pero ¿qué quiere decir eso en realidad? Suponiendo que eso sea así, porque un acercamiento puntual a los itinerarios de ambos arroja una presencia de don Juan en Navarra mucho más abundante de lo que pudiera parecer a primera vista. Mucho más importante aún, hay que tener en cuenta que en 1425 Navarra presenta unos órganos de gestión que no plantean problema alguno; la maquinaria de la administración y hasta de la justicia está tan bien engrasada, que el reino, cabría decir, se organiza solo. Sobre una herencia de organización administrativa, financiera y judicial efi332 [10] LA REINA BLANCA Y NAVARRA caz e independiente, Carlos III había perfilado más algunos organismos y figuras contables, hasta conseguir un cuadro de gestión que no necesitaba excesiva atención. En cierto modo, cabe considerar que la “maquinaria del estado” está plenamente conseguida, y Blanca y Juan II pudieron y supieron contar con ella. Quizá hay que reseñar, en ese sentido, una actuación concreta de gran trascendencia relativa precisamente a las finanzas de la corona. Poco tiempo después de llegados los nuevos soberanos al trono realizaron una encuesta general del panorama financiero y humano del reino, ante la sensación, sin duda, o la queja, de un deterioro económico que cabía situar en los últimos 25 o 30 años, fruto de una importante presión, sobre todo fiscal. A finales del reinado de Carlos III el reino no iba tan bien como parecía, al menos en el plano económico, seguramente porque las necesidades de una corte esplendorosa como la suya, y de una política diplomática intensa a lo largo de todo el reinado, habían pasado factura. El resultado de esta inquietud regia fue, en 1428, la última relación nominal de la población del reino –aunque no se ha conservado completa– y, más que eso, una nueva valoración de su capacidad económica, el fruto de las rentas patrimoniales de la corona, y la capacidad fiscal de sus habitantes, que se traducía –esta última– en el pago de contribuciones directas e indirectas de carácter general. Y el resultado obligó a una rebaja generalizada de estas tasas, que siguió vigente al menos hasta la muerte de Juan II. Después aún se rebajarán más14. Es decir, hay ante todo una necesidad de acercamiento a la realidad económica del reino, a través del recuento de fuegos y tasas, para un ajuste de balances y presupuestos, que vendría a continuación. Pero la organización del reino, sus mecanismos de gestión, no necesitan mayores precisiones, y son la herencia fundamental de sus antepasados en el trono. Sin embargo, la reina no está vegetando. Sabemos que don Juan fue expulsado de Castilla en 1428, en un contexto que no es posible comentar aquí y para el que cabe remitir, aparte de a la bibliografía ya mencionada, a la síntesis y valoración presentada por J. Valdeón con motivo de este mismo coloquio. Sí interesa resaltar, en cambio, que fue la reina Blanca quien brindó un cauce de salida honorable para su marido, remitiéndole una solicitud oficial de comparecencia en Navarra, porque la coronación, que seguía pendiente tres años después del ascenso al trono, se había retrasado ya demasiado. Interesa señalar también que Blanca envió a Castilla, en busca de su marido, al más fiel colaborador de ella misma y leal servidor de la corona navarra, Pierres de Peralta15, que, curiosamente, siempre ha sido reconocido luego como el consejero por excelencia de Juan II. Pero es que el padre de ese Pierres ya había sido consejero imprescindible de Carlos III; la había llevado a ella a Sicilia en 1402, y él mismo la había ido a recoger y traer sana y salva al reino16. 14 Sobre estas cuestiones, vid. E. RAMÍREZ VAQUERO, “Patrimonio de la corona e ingresos fiscales en Navarra en el siglo XV”, Revista Huarte de San Juan, 2, 1995, pp. 73-98. 15 Sobre los Peralta, vid. E. RAMÍREZ VAQUERO, Solidaridades nobiliarias, pp. 159-166. 16 Pierres de Peralta tenía ya experiencia en los asuntos castellanos; poco antes de morir, el mismo Carlos III lo había enviado a la corte aragonesa a mediar entre Alfonso V y Juan II de Castilla, entre los cuales se preparaba una intervención armada por el apresamiento en Castilla de un tercer hermano, don Enrique (La noticia es de J. ZURITA, Annales de Aragón, Ed. Á. Canellas, 5, XIII, pp. 631-632.) [11] 333 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO Y fue la propia Blanca la que promovió al obispado de Pamplona al hijo ilegítimo del primer Pierres, Martín (1426-1457)17; y luego también fue ella misma la que se ocupó de que la corona aportase fondos –como había hecho antes su padre– para colaborar en la construcción de la catedral de Pamplona, que seguía su proceso, y cuya sede ocupaba este obispo Martín de Peralta18. Pierres era, por tanto, consejero de la reina, “heredado” del rey Carlos III, y la familia de los Peralta, encumbrada primero por el padre, lo fue luego por ella, antes de serlo por Juan II. Y seguimos viendo actuar a la reina. Poco después de la coronación, en octubre de 1429 es una embajada de la reina la que llega de nuevo ante el rey de Castilla. Otra vez Pierres de Peralta, ahora con el prior de Roncesvalles –otro futuro apoyo incondicional del rey don Juan– y con un alcalde de la Cort. El objetivo es muy significativo; se trata de reclamar y protestar por la confiscación que se ha hecho a su marido después de salir de Castilla el año anterior, porque, indica la reina de forma incisiva, esos bienes son también de ella –parte de ellos estaban declarados como arras en las capitulaciones matrimoniales– y además, sigue diciendo, porque son la herencia indiscutible de su hijo, el príncipe don Carlos, príncipe que había nacido precisamente en los estados patrimoniales de su padre, en Peñafiel. Es decir, los derechos que se han lesionado no son una cuestión particular o privada de don Juan, son de la familia real, y eso la incluye a ella y a su hijo heredero19. Siguieron otras embajadas de Blanca a Castilla y a Aragón pero lo que interesa observar en este caso es la iniciativa política de la reina, en hechos concretos, y utilizando a sus personas de confianza, que curiosamente siempre se han identificado luego con su marido. Es la misma situación que se va a dar ante las treguas de Majano, que en 1430 detuvieron la guerra entre Castilla y Navarra por la cuestión de las confiscaciones. La embajada navarra la formaba, una vez más, el mismo Pierres de Peralta, acompañado del confesor de la reina, Pedro de Beraiz, y del deán de Tudela, Ramiro de Goñi. Más tarde, cuando se plantee el aplazamiento del fin de las treguas, esos serán los consejeros de la reina. Las prórrogas serán varias, que sabemos negoció ella con toda claridad, entre otras razones porque el rey estaba en Italia. No deja de ser significativo que luego, en la paz definitiva de Toledo (22 noviembre, 1436), parte de la compensación económica que debe ajustar Castilla, un 30%, se dirige expresamente a la reina y a su hijo20. 17 Sobre Martín de Peralta, obispo de Pamplona, vid, especialmente J. GOÑI, Historia de los Obispos de Pamplona, S. XIV-XV, Pamplona, 1979, Vol. II, pp. 489-521. 18 Sobre el papel de la reina en esta cuestión, vid. E. RAMÍREZ VAQUERO, La fábrica de la catedral de Pamplona, ¿una obra pública?, “Tecnología y sociedad. Las grandes obras públicas en la Europa Medieval”, XXII Semana de Estudios Medievales (Estella, 1995), Pamplona, 1996, p. 197-234. 19 Las capitulaciones matrimoniales (23 mayo, 1419), en CODOIN, XXVI, 283 (Índice, n. 6886) 20 Aparte de la bibliografía ya citada, el texto de las treguas de Majano (25 julio, 1430), en AGN, Comptos, Doc., Caj. 129, n. 32. y, de 16 julio, en CODOIN, XXXVII, 74 (Índice, 2601). Tanto en uno como en otro archivo consta abundante documentación sobre esta cuestión, y sobre los procesos de paz iniciados a partir de esa fecha, que culminaron en Toledo cinco años más tarde. Poco antes de firmada la tregua, en octubre, la misma reina había ordenado a la Cámara de Comptos de Navarra –en cuyo archivo se guardaban– que le remitiesen las cartas de alianza firmadas por su padre, Carlos III, con el rey de Castilla, así como sus propios contratos matrimoniales, que necesitaba, seguramente, para completar las negociaciones (AGN, Comptos, Doc., Caj. 130, n. 28, II). 334 [12] LA REINA BLANCA Y NAVARRA En la paz de Toledo se acordó también, como es bien conocido, el matrimonio de la infanta Blanca, hija de la reina y de don Juan, con Enrique, príncipe de Asturias; un enlace ajustado en el contexto de estos conflictos con el objeto de encauzar la devolución de bienes a la familia navarra y que, a la vista de lo que estamos analizando, no necesariamente fue una operación exclusivamente del rey. Esta infanta era la segunda hija de los reyes, y para entonces ya su hermana pequeña se había comprometido, mientras seguía pendiente el matrimonio del heredero, Carlos. Cabe analizar de forma conjunta los distintos matrimonios y la intervención de la soberana; junto a la tarea negociadora y pacificadora de la reina, ésta de diseño de acuerdos matrimoniales –negociaciones al fin y al cabo– es la otra actividad que tradicionalmente se observa, o trasciende, en las mujeres de la época, aumentada en este caso por la dignidad soberana de Blanca. El matrimonio de Leonor, la hija pequeña, y la más alejada, en principio, de la sucesión –porque tenía dos hermanos mayores que ella– fue un asunto seguramente encarrilado por la madre: el elegido fue Gastón de Foix, hijo del conde Juan de Foix. Este Juan de Foix había estado casado con la hermana mayor de la propia reina (1402), heredera del trono durante cierto tiempo aunque fallecida antes que su marido, convertido ya en conde de Foix (1413); él mismo se presentaría luego como candidato para la propia Blanca cuando volvió viuda de Sicilia (1415), pero Carlos III haría la elección que ya conocemos. Viudo de la infanta Juana, que no le dejó herederos, Juan de Foix se había casado finalmente por otro lado, y ofrecía ahora la mano de su hijo heredero, Gastón, para una hija de Blanca y Juan II de Navarra, y en 1434 se llegó a un acuerdo matrimonial que don Juan ratificó después en 1436. El matrimonio se llevaría a cabo ya muerta la reina Blanca, en 1442. El matrimonio del príncipe ya era otra cuestión, porque se trataba del heredero del trono y la elección tuvo mucho que ver con la alta política, como era de esperar; conviene tener en cuenta, además, que don Carlos era, desde 1435, también heredero de la Corona de Aragón, después de su padre. Y el matrimonio del príncipe iría precisamente en la línea de los intereses aragoneses, a través de un acuerdo con la corte de Borgoña. El contexto, bien conocido, sería muy largo de explicar aquí21 pero se encuentra relacionado con las redes de relaciones internacionales que se plantean desde la Corona de Aragón –que plantea don Juan desde la Corona de Aragón– como alianza política frente a Francia y que luego tuvieron también otro tipo de derivaciones. Carlos se casará en 1439 con una sobrina del duque de Borgoña, Inés de Clèves, que llegó a Navarra con una escolta impresionante de 200 caballeros a caballo. Se resalta este detalle, aparentemente inocente, porque en ocasiones se ha considerado que el príncipe enlazó con una rama “pobre” de la casa de Borgoña, carente de la relevancia suficiente, percepción que contrasta un poco con tan fastuosa comitiva; hay que decir, por otra parte, que lo que se buscaba era ante todo el entronque familiar en la línea de las alianzas teji- 21 Junto a la bibliografía ya citada para el siglo XV hispánico, y aragonés en particular, hay que señalar otra más reciente, referida específicamente a Fernando el Católico, que analiza, entre otras cosas, la política de la Corona en la segunda mitad del siglo XV: Á. SESMA MUÑOZ, Fernado de Aragón, Hispaniarum Rex, Zaragoza, Gob. de Aragón, 1992. [13] 335 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO das y por tejer en el seno de la diplomacia aragonesa, objetivo cumplido plenamente con el enlace. Y siguiendo con las bodas, llegamos a la de la pequeña Blanca, segundogénita de los reyes, con el príncipe de Asturias. Segunda en la línea sucesoria, y en una familia donde las mujeres llevaban ocupando puestos de herederas durante dos generaciones, su matrimonio tenía una gran relevancia, a pesar del hermano mayor, porque podía efectivamente llegar a alcanzar la sucesión. Y, si la boda del primogénito había girado en la órbita de intereses aragoneses, por el flanco de la política continental e italiana, este otro girará en la misma línea, pero en su vertiente de relación con la política peninsular, castellana; era el otro polo de intereses de la familia, y del reino, desde el reinado de Carlos III, y uno de los frentes principales del linaje Trastámara, asentado en tres de los cuatro tronos hispánicos. Y aquí vemos la última actuación en vida de la reina; en primer lugar una boda encuadrada en el seno de las largas negociaciones que desde Majano habían culminado en la paz de Toledo, como antes se ha indicado, y una ceremonia, luego, para la cual doña Blanca acompañó a su hija a Castilla en 1440, circunstancia que aprovechó para realizar una peregrinación al santuario de Guadalupe, en Extremadura, cerca de las tierras patrimoniales de su suegra, Leonor de Alburquerque. Más importante que la peregrinación, siempre resaltada por la historiografía, resulta el hecho conocido de la difícil situación castellana cuando se lleva a cabo la boda y el esfuerzo negociador de la reina por acercar las posiciones de don Juan y sus enemigos en Castilla. Aparte de a casar a su hija, la reina va a Castilla a eso, y eso se trasluce ante todo en su itinerario castellano, moviéndose insistentemente por el cogollo del núcleo político castellano, donde se desarrollan, se tejen y se destejen los conflictos de la corte de Juan II de Castilla, rodeado, además, por las posesiones familiares de Juan II de Navarra. No es casual la muerte de la reina en Nieva, muy cerca de los focos principales de la política castellana: Segovia, Valladolid, Olmedo, Cuéllar y de los patrimonios de su marido, Peñafiel sobre todo, donde había nacido su hijo Carlos de Viana. La reina no estaba simplemente “de paso” hacia Navarra, como a veces puede parecer; estaba allí ejerciendo una labor política intensa y seguramente agotadora, que los hechos posteriores muestran como fracasada. En el funeral de la reina –nieta y sobrina de reyes castellanos, prima del monarca del momento, y duquesa de Peñafiel, entre otras cosas y aparte de soberana de Navarra– no se consiguió reunir, siquiera, a toda la corte castellana, escindida por los conflictos, como luego sucedió en el cabo de año22. EL TESTAMENTO DE BLANCA Y finalmente una última de estas pinceladas, de estos atisbos de la personalidad de la reina en la política y en el desarrollo y la gestión del reino. Pinceladas que, como se ha indicado al principio pretenden ir más allá del tópico ya acuñado de una reina anodina a la sombra de su marido. El testamento. No hace falta repetir aquí toda la cuestión sucesoria, más o menos cono- 22 Vid. E. RAMÍREZ VAQUERO, “Los restos de la reina Blanca y sus funerales en Pamplona”, Príncipe de Viana, 208, 1996, pp. 345-357. 336 [14] LA REINA BLANCA Y NAVARRA cida, y germen de una intensa discrepancia que afectó gravemente al reino: la reina muere en abril de 1441, y en lugar de abrirse la sucesión, es don Juan quien permanece en el trono, mientras su hijo recibe y asume el título de lugarteniente del rey. No es posible tampoco detallar todo el contexto, bien conocido de las cláusulas matrimoniales anteriores, poco claras en este punto concreto; ni es posible detenernos en el análisis de la tradición sucesoria del reino, ni en los hechos puntuales y conocidos que van desde 1441 hasta 1450, en que el hijo rompe con su padre23. Interesa destacar, en concreto, la actuación de la reina en previsión de su muerte, porque lo cierto es que, en su testamento, redactado antes de trasladarse a Castilla a la boda de su hija, lo que la reina hace realmente, y con plena conciencia de sus actos, es reinterpretar los contratos matrimoniales en el punto específico que no se había recogido e iba a tener lugar si ella desaparecía entonces. Porque si ella moría entonces se iba a producir la única circunstancia no prevista por las capitulaciones matrimoniales, donde sí se habían indicado puntualmente todas las demás posibles: un padre superviviente, rey hasta entonces por derecho de su mujer, y un hijo mayor de edad, capaz de asumir el trono. Llegados a este punto, la reina declara que, por naturaleza, por costumbre y porque así se recogió en los contratos matrimoniales de sus propios padres, el heredero legítimo es Carlos, y a él corresponde la sucesión sin ninguna duda, pero el príncipe no deberá asumir la corona sin el permiso de su padre. Y hay que precisar que en la afirmación de la reina no se plantea un ruego hacia su hijo, no se le pide que procure obtener el permiso paterno; se le dice textualmente que “observe inviolablemente este presente ordenamiento y última voluntad”. Con toda rotundidad, por esa razón no hubo duda ninguna para don Carlos; el príncipe tuvo que asumir esa cláusula. Y eso es una actuación política seria, consciente y deliberada, y procede de la reina. ¿Por qué esta cláusula sucesoria? ¿contra la opinión, quizá, del heredero? Cabe plantear el asunto como una cuestión de lealtad conyugal, según la cual la reina no habría querido decidir, lo cual en mi opinión es poco serio, o al menos resulta excesivamente aventurado. Entre otras razones, porque para no decidir, le bastaba con no haber dicho nada, con no poner una condición a su hijo, y eso es precisamente lo que no hace: no deja posibilidades abiertas a la interpretación; interpreta ella lo que se debe hacer. Creo, en cambio, que denota un conocimiento y un sentido muy profundo de la situación política peninsular, en primer lugar, de la castellana y aragonesa por supuesto; y de la Navarra y de su propio hijo, en segundo lugar, que no estaba todavía sumergido en esa política. Conviene recordar que Blanca llevaba más de treinta años volcada en la política peninsular, desde los ya lejanos tiempos de su llegada a Sicilia, tiempos que, quizá, no estaban tan olvidados como pueda parecer, a la vista, precisamente, de estas complicadas disposiciones testamentarias. Alejar del trono navarro a don Juan significaba debilitar a los aragoneses, entendiendo por aragoneses tanto a los partidarios 23 G. DESDEVIZES, entre otros, dedica un largo repaso a la cuestión sucesoria (pp. 123-137). Vid. también, sobre la etapa previa al inicio de la guerra, E. RAMÍREZ VAQUERO, Solidaridades nobiliarias, pp. 64-70 y 211-235. El testamento de la reina (Pamplona, 17 de febrero, 1439), original en pergamino con copia adjunta, se conserva en el AGN, Comptos, Doc., Caj. 161, n. 4. [15] 337 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO de los intereses de don Juan en Castilla como al vecino reino de Aragón, al que estaba llamado a acceder su propio hijo Carlos. Debilitar a los aragoneses en Castilla y minar todos sus proyectos significaban la posible pérdida de toda su influencia allí, en una corte totalmente dividida, donde los bienes de la familia Trastámara volvían a estar en peligro y a donde iba a llevar a su hija Blanca, destinada a ser reina de Castilla. Eran varios los proyectos pendientes: dos hijos de la reina iba a ser, en principio, reyes en Aragón y en Castilla, y eso requería una política minuciosa e inteligente. No desarrollarla bien perjudicaba los intereses de Navarra doblemente: porque perdía posesiones de la familia real –ya la reina las había reivindicado una vez–, y porque su hijo, como heredero de la Corona de Aragón, también estaba vinculado al bando aragonés de Castilla, aunque él no supo darse cuenta, y cuando se introdujo en aquellos terrenos, lo hizo en el campo contrario. Quitarle el trono a don Juan significaba, por tanto, jugar en contra de él y de “sus reinos” en el contexto de la política peninsular, y en cambio, dejarlo en el trono le daba la oportunidad de zanjar los problemas que seguían abiertos en tantos frentes. No es posible saber si la reina suponía que don Carlos acabaría recibiendo Navarra cuando la situación se encarrilase, en plena sintonía con su padre, y como preludio de la herencia aragonesa que vendría a la muerte de Juan II. O si pensaba que su hijo debía esperar para heredar ambas coronas juntas, Navarra y Aragón. O si opinaba que el príncipe no era capaz de asumir todavía la responsabilidad del trono navarro, ante la magnitud de los problemas; el historiador, además, no puede hacer ese juego de adivinanza. Desde luego, la responsabilidad de lo que se avecinaba iba a ser enteramente de la reina, para bien o para mal, sin que pudiese prever cuál iba a ser el desarrollo posterior; Blanca no podía saber que ni su hijo sería nunca rey de Aragón, ni Blanca reina de Castilla. Pero, con los elementos que tenía a su alcance, y con su experiencia política, preparó, simplemente, una plataforma. Es en este punto, precisamente, donde algunos datos procedentes del pasado siciliano de la reina pueden aportar alguna luz, o, al menos, un interesante motivo de reflexión que realza el calado de la decisión testamentaria de la reina. Blanca había llegado a Sicilia con apenas 17 años, a un reino en intensa ebullición y, lo que más interesa ahora, con una complicada situación sucesoria24. Martín el Joven, rey de Sicilia vinculado a la Corona de Aragón –heredero de la misma–, acababa de perder, precisamente, la legitimación de su propio trono siciliano al morir su primera mujer, María, la auténtica reina propietaria de la isla. Se había dado en Sicilia, por tanto, una situación muy similar a la navarra posterior: faltaba la legitimación del poder aragonés, en una isla, además, pendiente del hilo de la presión angevina y sus derivaciones pontificias e imperiales. Pero estaba claro que había que hacer prevalecer el trono “aragonés” sobre los intereses “ajenos”, y todo eso en medio de una nobleza complicada. Blanca se casa con Martín, efectivamente, porque había que apuntalar el trono, dándole el heredero que María no pudo darle; 24 Sobre esta cuestión han resultado especialmente sugerentes las aportaciones de S. FODALE y L. SCIASCIA, especialmente el primero, en este mismo volumen. También repasa cuidadosamente las circunstancias sucesorias F. GIUNTA, La presenza catalonao-aragonese in Sicilia, La Corona d’Aragon in Italia (secc.XIII-XVIII), XIV Congresso di Storia della Corona d’Aragona, I (Relazzioni), Sassari, 1993, pp. 89-111, en especial, pp. 105-109. 338 [16] LA REINA BLANCA Y NAVARRA y el matrimonio tenía que estar en la órbita aragonesa, razón por la cual Martín el Viejo, rey de Aragón, había acudido a Carlos III de Navarra25. Era el recurso, por tanto, a una combinación de urgencia; no es preciso buscar aquí –como tampoco luego en Navarra– una justificación en el Derecho privado; se trata más bien de hacer primar los intereses dinásticos para salvaguardar los objetivos que se consideran primordiales. Martín el Joven tenía una corona en precario, porque había desaparecido el cauce que la legitimaba –su primer matrimonio–, pero retenía el derecho regio en un difícil equilibrio, con el compromiso ineludible de buscar descendencia “del trono”. Y no acabaron ahí los problemas sucesorios de Blanca en Sicilia. Porque la reina no conseguiría dar un heredero al trono –al siciliano y al aragonés– y quedará viuda muy pronto, planteando un grave conflicto en la isla, y en la propia Corona de Aragón. Y una vez más, sin tratarse de una regencia –que hubiera justificado mejor su papel– se retuvo el poder real a la espera de una coyuntura apropiada para solucionarlo de manera más adecuada: ese fue el largo –seis años– y complejo gobierno siciliano de Blanca. Es decir, hay en la vida de la reina una intensa experiencia política, y relacionada además con las cuestiones sucesorias; no parece por tanto que la soberana navarra estuviera improvisando, ni mucho menos, al dictar disposiciones específicas sobre ese punto concreto en su testamento. La coyuntura es muy parecida, salvando, como siempre, las diferencias en el tiempo y en el espacio: una situación de urgencia donde los intereses de la corona, los navarros y aragoneses –no hay que olvidar que van ligados intensamente, por más que se trate de reinos distintos y que desde la perspectiva actual pueda parecer algo totalmente ajeno– están en verdadero peligro, que sólo puede subsanar una postura unitaria en ambas coronas, y ante la cual una falta de sintonía, o una debilidad, en el trono, puede resultar desastrosa. La reina reinterpreta así la sucesión que se avecina, porque además el cauce había quedado abierto. Era la única que podía hacerlo, y lo hace en el sentido que ya conocía directamente desde su experiencia siciliana; salvaguardar “el trono” y los intereses generales, en un paréntesis –el hijo lo recibiría más tarde– que ella misma legitimaba con su decisión testamentaria. *** El testamento es el último acto político de la reina en Navarra, aparte de su labor negociadora en Castilla hasta el mismo día de su muerte, y el de mayores consecuencias. Pero la reina no podía prever que pasados casi diez años de paréntesis todo desembocaría en una guerra. Antes se ha aludido a cómo el historiador no puede adivinar comportamientos ni aventurar otras salidas para el caso de que las coyunturas hubieran sido de otra manera. Pero sí puede analizar los pasos de unos y otros, buscar la razón que los rodea, intentar comprender su significado, o su contexto, o dar con las coordenadas más precisas. Se trata, entre otras cosas, de intentar dar un poco más de volumen a 25 Es interesante recordar que Martín el Humano elegió personalmente la hija de Carlos III que había de casar con Martín de Sicilia (J. R. CASTRO, Carlos III, pp. 250-256), y descartó a Juana, la heredera del trono navarro entonces, porque le pareció “muy frágil”. En cambio, Blanca presentaba un aspecto mucho más saludable, por lo visto, previsiblemente más fuerte para acometer el viaje, y la obligación de darle un heredero, que tampoco consiguió. [17] 339 ELOÍSA RAMÍREZ VAQUERO las pinceladas sueltas que en este caso, tratándose de una mujer, cobran un significado todavía más relevante, porque se escapan con más facilidad. Después de ese análisis, y para este caso concreto al menos, se perfila la figura de una mujer interesante, inteligente en aquello que conocemos de ella, activa e incansable, de la que hay que descartar los viejos tópicos de una vida dedicada exclusivamente a paseos y devociones, y que, quizá, no tuvo tiempo de “acabar la tarea”, como ocurre tantas veces. Compañera, sin duda, de una de las personalidades más abrumadoras y brillantes del siglo XV, tiene sin embargo una presencia, ella, que aflora en las situaciones críticas, con actuaciones concretas –acertadas o no– que denotan un oficio muy bien aprendido, una soltura política más que notable y una personalidad que no por callada y austera fue menos operativa. 340 [18]