El capital humano | Crítica | Película

El capital humano

Un puzzle de decadencia a la italiana Por Enrique Campos

En ‘La vida, instrucciones de uso’, George Perec imaginó un edificio cualquiera de París, bien cimentado en los usos y costumbres de la alta burguesía; imaginó a sus inquilinos y casi cien años de soledades, intimidades y rarezas. De entre todos los pisos, Perec debiera haber habitado el del artesano que fabricaba puzzles, pieza a pieza, con segueta y fina madera. Porque eso era su novela: cientos de insignificantes trozos de existencia que juntos, sin faltar uno, sin sobrar uno, tornaban en mural majestuoso. Como el artesano, deconstruyó cuadros para volverlos a construir de acuerdo a sus propias normas. Salvando el monumental muro que los separa, en una obra mucho menos ambiciosa, mucho más moralista, Paolo Virzì propone un juego similar a partir de la novela ‘Human Capital’ de Stephen Amidon. Dos familias conectadas por el (supuesto) romance de sus dos churumbeles y por la muerte en dolosas circunstancias de un ciclista anónimo.

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La bicicleta que sale despedida de la carretera, embestida por un todoterreno, es el anzuelo. Quién cometió el delito, la coartada para que Virzì comience a serrar las cuatro piezas de su rompecabezas: tres personajes y un epílogo. Tres puntos de vista que se completan los unos a los otros, y que completan la historia. A picar piedra a la sala de montaje, en otras palabras. Tras mucho picar sale Virzì con un diamante en la palma de la mano. Primera lección: la luz no se refleja igual en objetos distintos. El agente inmobiliario que mira hacia arriba y se deslumbra con el Maserati del magnate. Él también quiere ser un magnate, aunque olvida que los magnates no pueden perder, los agentes inmobiliarios (con gemelos en camino) sí. La mujer del magnate, que a ojos del resto de los mortales viaja en el tren de la felicidad, pero cuyo diario habla sobre todo de patetismo y valium. Y los niños, los chicos. Tan jóvenes, tan guapos, tan enamorados, con el futuro tan perfectamente delineado… ¿Qué puede fallar? Todo puede fallar. Todo.

Quizá el elemento más trillado de El capital humano lo encarnen Valeria Bruni Tedeschi, la hermanísima, y su segmento “los ricos también lloran”. La joven prometedora que vendió sus vocaciones y su independencia por la seguridad de un palacete con piscina cubierta es una parábola tan antigua como la del hijo pródigo. Huele menos a cliché, no por infrecuente sino por impopular y poco publicitada, la figura del arribista, que se echa una timba con el diablo, le da los ahorros que no tiene y luego se queja, y llora, y patalea. “Tu banco me ofrecía un 3% de mierda de rentabilidad, él (el diablo) me ofrece un 40. ¿Sabes lo que eso significa?”, le espeta a su interventor de confianza. Claro que lo sabe, amigo. Claro que lo sabe. Los hijos de puta se hacen ricos porque hay un montón de aspirantes a ricos hijos de puta. Brillante. Impopular, ya ha quedado dicho; pero brillante. La cultura del pelotazo no ha sido nada elitista. “Apostamos a que Italia se hundiría y ganamos”, se congratula el magnate que invitó al populacho a apostar contra sí mismos, y perdieron.
El capital humano no duda en su juicio de valor ni evita posicionarse: estos borregos no desfilan hacia el matadero, cabizbajos; llaman a la puerta, entran con una sonrisa, silbando aquello de El puente sobre el Río Kwai.
¿Ya está? ¿El apocalipsis según Virzì/Amidon? ¿Es que no tenemos suficiente con los telediarios? ¿Somos todos carne de sumidero? No. Quedan los corazones puros y los idealistas; pero reciben las hostias que duelen de verdad, las colaterales. Son el canto agridulce de esperanza dentro de la decepcionante previsibilidad general. Los bichos raros. De acuerdo a la definición de “capital humano” que ofrecen los libros de texto de Economía Financiera, no tienen nada y no valen casi nada. Son artistas, con carencias emocionales no aufoinfligidas, espíritus libres atrapados en encrucijadas sociales. Considera el director que, llegados a este punto, no es necesario poner más estiércol delante de las narices del espectador. Se apiada de esos “hombres buenos”. El cine puede permitirse esas licencias: salidas airosas, bóvedas de luz en un mundo sin piedad. En el fondo, todos intuimos cómo termina El capital humano. Su fachada es tan transparentes como las del edificio de Perec. ¿Qué importa si el autor, dios por un día, aleja unos centímetros del abismo al muñequito? Lo improbable no es imposible, y la carga de profundidad ya está lanzada. Todos estamos en el equipo de los buenos, ¿no? Ya sabemos que las cosas pueden no acabar bien. Disfrutemos del cuadro.

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