Julien Green: entre la conciencia del pecado y la gracia | Tierra Adentro
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Retrato de Julian Green, 1933. Imagen de dominio público, recuperada de Wikimedia Commons
Retrato de Julian Green, 1933. Imagen de dominio público, recuperada de Wikimedia Commons

Es conocido que, la ausencia de leyes que penalizaran la actividad sexual con personas del mismo género, en el Código napoleónico, permitió que muchas personas homosexuales, especialmente artistas, hicieran carrera en Francia bajo el auspicio de una sociedad relativamente tolerante hacia ellas. Esta permisividad de principios del siglo XIX se consolidó en las décadas posteriores, de modo que a finales de ese siglo y principios del XX una cantidad considerable de ellas se presentó ante la sociedad francesa sin tapujos.

El caso de Julien Green, sin embargo, no es el primero que viene a la mente cando se piensa en algún ejemplo. Los casos de Oscar Wilde, Verlaine y Rimbaud, o Francis Poulenc suelen captar la atención en este sentido. Y al igual que muchos de ellos —Poulenc, Jean Cocteau o André Gide—, la homosexualidad de Green estuvo marcada por el profundo sentimiento de su pertenencia a la Iglesia y su praxis católica.

Esta consciencia, oculta de un posible escarnio público, es el rasgo distintivo de la novela católica típica de su tiempo y su cultura, que cuenta con exponentes de la talla de François Mauriac y Georges Bernanos. Otro gigante de la literatura francesa, André Maurois, profesó pública admiración cuando, en el prefacio de Adrienne Mesurat (1927), se refirió a su autor como “el mejor escritor de su generación”.

Nacido el 6 de septiembre de 1900, Julien Green se crio en el ambiente episcopaliano conservador de una familia sureña de Estados Unidos otrora dueña de plantaciones y esclavos. Su abuelo fue senador de los Estados Confederados. Ese conservadurismo permeó toda su obra, desde lo gramatical —es notable en ella el uso del passé simple, tiempo verbal en desuso ya desde entonces— hasta lo espiritual —su identificación con el catolicismo más reaccionario—.

Su temperamento estuvo inclinado desde muy joven hacia el mundo de la literatura y las artes. En 1916, poco después de su padre y tras la muerte de su madre, se convierte al catolicismo. Las razones no han quedado del todo claras: por alguna razón intuyó que su madre se sentía atraída por las formas de culto de la Iglesia católica, así que acudió al ámbito donde siempre se sintió cómodo, el de la literatura. Se encontró con una edición de The Faith of Our Fathers (1876) del cardenal estadounidense James Gibbons (1834-1921), cuya estructura y argumentación lo sedujeron a tal punto que su conversión fue casi inmediata.

Por ese mismo tiempo se alistó para combatir en la Primera Guerra Mundial, pero fue echado de las filas al descubrirse su edad. De Francia volvió en 1919 para estudiar en la Universidad de Virginia hasta 1922. Fue ahí donde mantuvo su primer noviazgo, rigurosamente casto, con un compañero de estudios, que terminó siendo un desastre para su vida espiritual, atormentada por la posibilidad de la condenación eterna que suponía como destino ineludible de las personas homosexuales.

Aún no superada la conmoción que fue para él descubrirse homosexual, el 22 de noviembre de 1924 conoció a quien fuera su pareja sentimental por más de 60 años, el escritor y periodista Robert de Saint Jean (1901-1987), perteneciente a una familia francesa acomodada que pudo costear sus estudios en Reino Unido.

El estatus socioeconómico de la joven pareja —y la admisión de Green a la Académie française, aunque sin nacionalizarse nunca francés— le permitió codearse con las figuras más representativas de la alta sociedad parisina. Además de los ya mencionados André Gide, Jean Cocteau, André Malraux y François Mauriac, eran frecuentes las tertulias con Christian Bérard y Pavel Tchelitchev, Salvador Dalí y Marie-Laura de Noailles, afamada modista y pintora, descendiente del marqués de Sade.

Si bien en vida Julien Green divulgó siempre que pudo la castidad que guardaba su relación con Saint Jean, la publicación póstuma de sus Diarios da cuenta de lo contrario, y con lujo de detalle. Sabemos que su relación, de casta, sólo tenía la fachada; de hecho, se mantuvo abierta de por vida. Los pormenores de la vida sexual de Green descritos en sus Diarios son una suerte de exhibicionismo literario, del que algo se puede vislumbrar en su obra, sobre todo en las descripciones corporales de sus personajes masculinos.

En El otro sueño (1931), el joven Denis se atormenta en toda la novela por identificar en Satanás el origen de la belleza, que en un principio reconoció dentro de un almacén repleto de esculturas humanas desnudas, y luego en la contemplación del cuerpo de su primo dormido:

Una sábana se arrollaba en una de sus piernas, arrugada y plegada como aquellas telas que los escultores griegos empapaban en agua antes de aplicarlas sobre los miembros de sus modelos. La otra pierna, larga y llena, lucía en la penumbra con un reflejo que dibujaba sus músculos, y sobre la blancura de la cama parecía casi negra.

Escena similar la encontramos en Mil caminos abiertos (1964), una autobiografía que va de 1916 a 1919, justo los años de su efervescencia de converso. Ahí narra una anécdota de su época de soldado en la Primera Guerra Mundial, cuando quedó pasmado contemplando a otro recluta dormido en una habitación compartida en Venecia:

Permanecí inmóvil en el dintel y el corazón me latía con fuerza. ¿No era extraño deseo el de inclinarme sobre el durmiente y poner mi mejilla sobre la suya que el sueño ponía aún más rosa que de ordinario? Con todo el oro de sus cabellos esparcido por la almohada y la poderosa línea de su largo cuerpo sinuoso, me pareció tan bello que experimenté una alegría mezclada de pavor, pero no podía explicarme ni la una ni el otro.

No es casualidad que sea el plano onírico aquél en el que Green se explaya cuando se trata de elogiar la belleza masculina. Como buen católico, sabe que el pecado está en la delectación, no en la inclinación, y aun cuando el yo lírico se regodea en la contemplación de una corporalidad tentadora, el riesgo de consumar el pecado es nulo si la otra parte no está siquiera consciente.

En esto se evidencia la impronta platónica con la que Green se presentó toda su vida, ésa que presenta el cuerpo como una cárcel del alma. Lo atestigua Partir antes del día (1963), la autobiografía de sus primeros dieciséis años, cuando describe la educación que recibía en casa: “El cuerpo era el enemigo, pero también era la fortaleza visible del alma y, principalmente, el templo del Espíritu Santo. Todo resultaba a la vez peligroso y sagrado en lo referente a la carne”.

Es en esta tensión que se revela una de las profundas contradicciones de la personalidad espiritual y social de Julien Green: su incapacidad para digerir la Encarnación del Cristo, aun como creyente, pues ésta supuso para Jesús “un gran dolor”. “¿Quién de nosotros no ha sufrido, en algún momento, por sentirse aprisionado en un cuerpo? Prisión que llevamos con nosotros por todas partes, con los continuos límites que impone el alma”, escribía en sus Diarios el escritor de 43 años.

La dificultad para asimilar la encarnación del hijo de Dios le vino a Green de su incapacidad de asimilar su propia sexualidad, con el elemento corporal que conlleva. Así, ante el carácter supuestamente irreconciliable del mundo material y el espiritual, optó por entregarse por completo a los placeres del cuerpo siempre que se mantuvieran en lo secreto, mientras hacía apología de un ascetismo hipócrita siempre que se mantuviera en su vida pública.

Los últimos años de Green estuvieron marcados por la exacerbación de su dicotomía entre lo material y lo espiritual, así como por una nostalgia rayana en lo enfermizo respecto del culto católico preconciliar. Es sabido que, al igual que su contemporáneo J. R. R. Tolkien, aprovechaba cualquier oportunidad para denostar las reformas litúrgicas del Concilio Vaticano II, en las que veía una vulgarización de lo sagrado, una pulverización de la tradición cristiana en aras de una celebración que, por comprensible, perdía sacralidad.

Viudo desde 1987, Julien Green expiró hace 25 años. Sus restos reposan en la parroquia austriaca de san Egidio, junto a los restos del también escritor Éric Jouard, su hijo adoptivo, fallecido en 2015.

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