La reina del desierto | Crítica | Película

La reina del desierto

No es suficiente una cara bonita Por Samuel Lagunas

Una mujer en el desierto. Y no cualquier mujer. Una mujer nacida en 1868 que cambió su vida en la comodidad de los palacios imperiales por tenaces caminatas a través del desierto árabe; además, una mujer marcada no sólo por las constantes batallas y divisiones políticas de su territorio sino también, y sobre todo, por la muerte de sus amantes. La fórmula, en manos de Werner Herzog, sonaba bien. Cuadraba con el camino que sus personajes suelen tomar: desde el conquistador lunático Aguirre (Klus Kinski) hasta el engorroso y petulante teniente McDonagh (Nicolas Cage en Teniente corrupto [Bad Lieutenant: Port of Call New Orleans, 2009]), sus antihéroes suelen ser tipos marginales y marginados que arriesgan todo en pos de sus excéntricos y siempre riesgosos objetivos; en el peregrinaje, ya se sabe, acaban sumergidos en sus infiernos personales al tiempo que son acorralados por la ferocidad e inclemencia de los paisajes que penetran. Reitero: la fórmula sonaba bien. La historia de la exploradora-traductora-diplomática Gertrude Bell ofrecía al veterano director alemán la oportunidad para ahora explorar las perturbaciones de la identidad –del carácter y del comportamiento– en situaciones límite a través de una mujer. La elección de Nicole Kidman para el papel se vislumbraba desacertada desde un principio, aunque algunas de las interpretaciones previas de la actriz australiana sentaban un precedente positivo. Al final, ni siquiera la actuación de Kidman alcanzó la mediocridad que había conseguido en aquella aventura romántica dirigida por Baz Luhrmann que se llamó Australia (2008). Y es que, en La reina del desierto Herzog obtuvo caras bonitas antes que actuaciones convincentes. Ni Kidman, ni James Franco, ni Damian Lewis, ni mucho menos el involuntario vampiro Robert Pattinson interpretan con la fuerza requerida sus personajes. Aquella pasión que caracterizaba al inseparable de Herzog, Klaus Kinski, no se atisba ni un poco en alguno de ellos.

 La reina del desierto

La reina del desierto se inicia con una Gertrude Bell atosigada por las comodidades palaciegas y los bailes nocturnos. Desde el principio, la cinta intenta encausar al espectador a ver en Bell una mujer que luchó por tomar sus propias decisiones (¿vocación feminista? ni de cerca). Así, el hecho de que Bell decida abandonar la casa paterna en vez de resignarse al consabido matrimonio va cimentando su camino de mujer autónoma e independiente: heroína tradicional, al fin y al cabo. Sin embargo, de inmediato desembarca en tierras mesopotámicas Bell se descubre enamorada. Sí: la poesía del siempre feliz Omar Khayyam en labios de Henry Cadogan (Franco) la embriaga y la seduce. Especialmente cuando es recitada en farsi y en medio del desierto. Khayyam tuvo esa virtud: celebrar la vida en el desierto. Y también la tiene Peter Zeitlinger, fotógrafo inseparable de Herzog, quien logra, efectivamente, retratar las vastas soledades de las dunas como un paraíso inusitado. La poesía de Khayyam deja sitio a los versos de Hafez que Bell tradujo al inglés en 1892. Hafez fue un poeta con una alegría más meditada que la de Khayyam. Tal vez por eso Bell lo prefirió y dedicó a su obra algunos años de su vida. La cinta de Herzog precisamente elige una secuencia donde Bell está traduciendo un poema para cerrar el trágico y definitorio primer acto para dar pie al mucho más llamativo segundo acto en el que Bell se interna finalmente en compañía de Fattouh (Jay Abdo) entre los pueblos del desierto.

 La reina del desierto 2015

Es aquí, después de más de 40 minutos de haber comenzado la película, donde uno esperaría que Herzog hiciera estallar a la protagonista; no obstante, los sobresaltos del trayecto son suavizados en intensidad y dramatismo, reducidos a confesiones de admiración y muestras de pleitesía hacia la prudencia y belleza de Gertrude. En este sentido, las únicas decisiones difíciles que Bell debe tomar se circunscriben al rechazo de propuestas matrimoniales con siempre la misma respuesta: su corazón está comprometido con un muerto. Respuesta y, por ende, conflicto interior que exigían de Kidman una interpretación mucho más aguzada. Nada de eso: solamente algunos retazos monótonos del diario personal de Bell que fracasan en marcar los ritmos y las transiciones en la cinta.

La reina del desierto, presentada en la edición 65 del Festival de Berlín, aparece de nuevo en la reciente edición del Atlantida Film Fest que se ha propuesto bosquejar un panorama del pasado y presente europeo. Bajo esa mira, la propuesta de Herzog al final de la cinta se antoja ridícula y trivial. Y es que se supone, o se supondría, que el cineasta alemán, a estas alturas de su carrera, debería saber –y es claro que lo sabe pues lo ha demostrado en otras cintas y aún lo demuestra en algunas frases sueltas del guion, especialmente aquellas que suelta Lawrence (Pattinson) en sus esporádicas apariciones–; Herzog debería saber, lo repito, que para la solución de los conflictos político-sociales (lo mismo que para la consecución de una película efectiva) no es suficiente una cara bonita.

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