Gran Bretaña, la evolución ordenada - Breve Historia Del Mundo Contemporáneo. Desde 1776 Hasta
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Gran Bretaña, la evolución ordenada

«Un país feliz, mi amada y vieja Inglaterra.» Constable, que escribió esas palabras, pintó entre 1790 y 1837 la «esencia» misma del paisaje inglés: la suave ondulación de sus colinas, sus prados, los ríos; los caminos y los encantadores enclaves rurales; los molinos, el ganado, los árboles, los cielos nu- bosos. La Inglaterra de Constable fue la Inglaterra que, bajo el enérgico liderazgo de Pitt «el joven» (primer ministro en 1788-1801 y 1804-1806) había vencido a la Francia re- volucionaria y luego, entre 1806 y 1814 (gobiernos de Per- ceval y lord Liverpool) a la Francia napoleónica; la Inglate- rra que entre 1789 y 1815 había retenido sus instituciones y su integridad territorial, había encontrado sus nuevos mitos nacionales (Nelson y Trafalgar; sir John Moore y su heroi- ca muerte en La Coruña durante la «guerra peninsular»; Wellington y Waterloo) y empezaba a mandar en el mundo.

La visión de Constable reflejaba la autosatisfacción con que el país se contemplaba a sí mismo. Al hacer en enero de 1901 un balance del larguísimo reinado de la reina Victo- ria (1837-1901), The Times, el periódico londinense, escri- bió que Gran Bretaña había conocido desde 1837 una «evo- lución ordenada», lo que en comparación con la historia de Francia, Alemania, Italia, Austria-Hungría, Rusia, España, Portugal, o los propios Estados Unidos, era probablemente cierto. La evolución ordenada hacia un régimen plenamen- te parlamentario y liberal –gobierno de gabinete o consejo de ministros, elecciones limpias, alternancia en el poder, sis- tema estable de partidos políticos– fue, en efecto, el hecho definitorio de la Inglaterra victoriana. El parlamentarismo

británico fue el modelo ideal de la política de la Euro- pa del xix. El Parlamento, un solemne edificio neogótico obra de Charles Barry y Augustus Pugin construido entre 1840 y 1852, devino el edificio más característico de la Inglaterra decimonónica.

Las cosas no fueron, sin embargo, ni sencillas ni inme- diatas. El país vio, por ejemplo, desde 1816 una intensa agi- tación radical en demanda de la reforma del Parlamento y del sufragio universal (once personas murieron el 16 de agos- to de 1819 cuando la policía disolvió en Manchester una manifestación radical), amplias movilizaciones obreras en demanda del derecho de asociación sindical y crecientes exi- gencias de los católicos irlandeses por el derecho al voto. En razón de las escandalosas vidas públicas y privadas de Jor- ge IV (1820-1830) y Guillermo IV (1830-1837), la monar- quía estuvo, en los primeros años del siglo xix, gravemente desacreditada.

La evolución hacia el gobierno parlamentario fue un proceso gradual. Los tories aprobaron en 1824 y 1829, res- pectivamente, la Ley de Asociación, que legalizaba formas de sindicación para los trabajadores, y la Ley de Emancipa- ción, que daba el voto a no conformistas y católicos (esto es, a Irlanda). Tras dos años de lucha política, los liberales (go- bierno Grey, 1830-1834) lograron en junio de 1832 la apro- bación de la primera Ley de Reforma Política, el cambio más sustancial que hasta entonces se había hecho en la dis- tribución de los distritos electorales, en beneficio del electo- rado de las grandes ciudades y de las regiones industriales del país. En 1833 fue abolida la esclavitud en todo el Impe- rio. En 1834, se aprobó una Ley de Pobres que creó estable- cimientos especiales para el tratamiento del problema. La Ley de Corporaciones Municipales de 1835 (gobierno libe- ral de Melbourne, con lord John Russell en Interior, y Pal- merston en Exteriores) creó los ayuntamientos electivos y democráticos, y les transfirió amplias competencias (admi- nistración local, obras públicas, educación). Leyes de 1842 y 1847 prohibieron el trabajo nocturno de mujeres y niños,

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y fijaron su jornada laboral en diez horas. Tras ocho años de agitación de los movimientos anticerealistas, el gobierno conservador de Peel suspendió en 1846 las Leyes de Cereales, la legislación proteccionista a la que la opinión pública cul- pabilizaba, con razón, de la carestía de productos de prime- ra necesidad. El gobierno conservador de Disraeli aprobó en 1867 una Ley de Reforma Electoral que elevó el electora- do de 1,3 millones a 2,5 millones de electores (en una pobla- ción cercana a los treinta millones de habitantes). El gobier- no liberal de Gladstone de 1868 aprobó en 1872 la Ley del Voto secreto, y el gobierno Gladstone de 1880, las leyes de Prácticas ilegales y corruptas (1883) y de Representación del Pueblo y Redistribución de escaños (1884-1885) que es- tablecieron el delito electoral y elevaron el electorado a 5,6 millones de personas (el 30% de la población), y refor- zaron el peso electoral de Londres (de 22 a 62 escaños), Ir- landa y Escocia.

Todo ello fue resultado de distintas circunstancias, como: 1) la consolidación temprana –en torno a 1830-1840– de un sistema estable y coherente de partidos políticos, a pesar de que éstos siguieron siendo partidos de notables y no de ma- sas hasta el siglo xx, y a pesar de que la aristocracia tuvo un papel dominante en los partidos, en el Parlamento y en los gobiernos hasta la Primera Guerra Mundial y aún después; 2) la legitimidad histórica del Parlamento como institución, a pesar de que el electorado fuera muy pequeño hasta la reforma electoral de 1884, de que la Cámara de los Lores –hereditaria– tuviese poder de veto hasta 1910, de que la geografía de los distritos primase el voto rural y conserva- dor hasta muy tarde, y de que el clientelismo, la deferencia y el patronazgo constituyesen la base del poder electoral de un elevado número de diputados, muchos de los cuales dispu- sieron de distrito propio a lo largo de muchas legislaturas; 3) la coincidencia cronológica a lo largo del siglo xix entre liberalismo parlamentario, de una parte, y desarrollo indus- trial y expansión imperial, de otra: el liberalismo y el Parla- mento vinieron a ser el fundamento de la nacionalidad

moderna británica, elementos básicos de la cultura política del pueblo inglés, la tesis de Elie Halèvy en su formidable

Historia de Inglaterra en el siglo xix (6 vols., 1924); 4) la visión gradualista y pragmática que impregnó el pensamien- to y la política británicos –incluidos el pensamiento radical del xix y el laborismo del xx– , traducción política del peso que la tradición empirista tuvo desde el siglo xvii en la cien- cia y en la filosofía inglesas; 5) la reinvención de la función de la monarquía en los últimos treinta años del siglo xix que hizo de ella un símbolo de la tradición y continuidad del país, un instrumento sin poder ejecutivo pero esencial para articular y legitimar las instituciones, y garantizar así el or- den político (operación favorecida por la fortuna, pues la longevidad y la doble condición de mujer y viuda de la reina Victoria –que condicionó decisivamente su función pública– resultaron factores de primera importancia en el cambio), y 6) el liderazgo de políticos (Canning, Peel, Palmerston, Dis- raeli, Gladstone) con alto sentido del Estado y suficiente vi- sión política –derivados del pragmatismo desideologizado que los inspiraba– para adaptar la política a una sociedad crecientemente industrial y urbana como fue la Inglaterra del siglo xix, cada vez más integrada territorialmente, y con una opinión pública políticamente bien educada por una prensa prudente y no escandalosa (por lo menos hasta la década de 1890) y por la propia práctica política (clubs y partidos políticos, elecciones frecuentes, campañas naciona- les, mítines).

El Imperio, que mantuvo a Gran Bretaña en guerra per- manente, afianzó indudablemente los sentimientos de auto- satisfacción y orgullo de la población británica (cuyas clases medias, funcionariado y militares, con gran presencia de es- coceses e irlandeses, reproducirían en el Imperio el estilo de vida suntuoso y ornamental que la aristocracia terrateniente practicaba en la propia Inglaterra). En 1840, Gran Bretaña se anexionó Nueva Zelanda. En 1842 forzó la concesión de Hong Kong. Al año siguiente, empezó su penetración en Su- dáfrica. En 1857, tras el Motín de la India, revuelta que se

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extendió por todo el norte del país, Londres asumió el con- trol directo de aquel gigantesco subcontinente, convertido en Virreynato en 1876. En 1869 se abrió el canal de Suez. En 1877, Gran Bretaña se anexionó el Transvaal en Sudáfri- ca; en 1878, Chipre y en 1882 ocupó Egipto y asumió el control de su administración económica. El Imperio fue am- pliamente popular: desastres militares graves como el «mo- tín» de la India de 1857 o la muerte del general Gordon en Jartún (Sudán) en 1885, lejos de provocar protestas anti- imperialistas –que no las hubo hasta la guerra de los bóers en Sudáfrica, ya en 1899-1902–, tocaron la fibra emocional del país y reforzaron el prestigio de su despliegue militar.

La Inglaterra del xix pareció reunir las condiciones que, en su libro The English Constitution (1867), Walter Bage- hot dijo exigía el régimen parlamentario: confianza de los electores, mentalidad nacional sosegada, racionalidad polí- tica. Pese a los problemas del país –problemas de naturaleza sobre todo laboral y obrera a medida que avanzó la revolu- ción industrial–, prestigio institucional, consenso nacional, actitudes colectivas y cultura política bastaron para articu- lar la sociedad ordenadamente, sobre una clara diferencia- ción de funciones entre la élite gobernante y la mayoría de la población.

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