Tienen 16 o 12, incluso 8 años. Van a la escuela, cenan en sus casas, juegan en sus computadoras, duermen bien. Si se caen y se lastiman, se largan a llorar y buscan a su mamá para que los cure, aunque a los más adolescentes ya les de vergüenza admitirlo. Y mientras hacen todo eso sólo piensan en una cosa: plata. Desde que nacieron, lo único que escuchan de las personas adultas a su alrededor es que tienen problemas con las tarjetas, los dólares, los plazos fijos y las deudas.

Aprenden sobre el ahorro y el gasto con un deseo de consumo desenfrenado, en un sistema digitado para volverlos pequeños adictos a los objetos y completamente incapaces de comprarlos. Conocen lo que es la devaluación antes de saber lo que es enamorarse. Hace un tiempo, uno de ellos, aún en la primaria, me explicó el concepto de inflación comparando la cantidad de caramelos que podía comprarse en el kiosco del barrio antes y ahora. Saben que para hacer cualquier cosa en este mundo -y en este país- hace falta plata y están dispuestos a todo para conseguirla.

Al menos, todo lo que esté a su alcance, que a esta altura del Siglo XXI es muchísimo. Los que tienen una bici se ponen a hacer pedidos en Rappi mostrando el DNI de algún hermano mayor para que las plataformas los dejen ser repartidores. Lo mismo con el auto. Si ya cumplieron los 16 y hay vehículo en la familia, ellos se transforman en choferes de Uber. Para los más pequeños, la posibilidad más concreta de manejar plata propia es meterse en la compra-venta de perfiles de Fortnite o algún otro jueguito Aunque se supone que tiene que tener al menos 13 años para participar, no hay controles reales a disposición.

Estos muchachos se abren cuentas de Paypal -también a nombre de alguien que les preste años- y le venden sus incontables horas de divertimento acumulado en puntos y rangos de diamante al mejor postor. Pueden llegar a cobrar 500 dólares por una buena clasificación, conseguida tras años de ser usuarios oficiales -o sea, pagos. Después, buscan algún otro perfil por el que puedan pagar un valor razonable, mejorarlo un poco y venderlo más caro. Nada en este caso es ilegal y hasta reciben consejos sabios de sus referentes adultos sobre cómo hacer un buen negocio. Los valores que manejan por dichas transacciones son miserables para todo el tiempo que pusieron en cada tarea. Salvo los valores de las apuestas.

Ellos van a la escuela y, mientras esperan que el resto termine el ejercicio de biología, se juegan unos pesos en algún partido de fútbol. Apuestan sobre resultados, si habrá o no penales, cuántos corners cobrará el referí y cuántas tarjetas amarillas sacará. Los que pueden, usan la tarjeta de crédito que le sacan a la mamá de la billetera o la extensión que les hizo papá. Los que no, utilizan los morlacos ganados en el trabajo o lo que les dieron para el almuerzo. Tampoco nadie controla la edad real de quienes participan de la ludopatía deportiva, que es un negocio que, solamente en 2020, registró una ganancia de 65 mil millones de dólares (datos citados de la nota Divide y apostarás de la Revista Crisis). Un porcentaje altísimo de ese dinero salió de las manos de niños que no tienen más de 15 años, y de sus familias, que quizás nunca se enteren cómo es que esa guita se esfumó de sus arcas.

Si son buenos con la tecnología, usan la inteligencia artificial para resolver tareas escolares y se las cobran a sus compañeros. O producen imágenes desnudas de actrices y personas conocidas a pedido y las trafican durante los recreos. Los más pesados también trafican pastillas, lo cual es claramente ilegal, a diferencia de lo anterior, sobre lo que no existe legislación alguna.

Con la plata que hacen -si es que la hacen y no la pierden- se abren una cuenta en algún banco online que les de intereses por los depósitos, comparan rendimientos entre sus amigos, los más osados hacen alguna inversión. Discuten sobre cripto, el euro y la prueba de inglés que tienen al otro día. Después se pasan horas viendo precios de celulares en distintas páginas hasta que encuentran el que quieren a un valor que pueden pagar con lo que tienen, venden el suyo, le suman la ganancia y logran, finalmente, tener el modelo nuevo de teléfono con la súper quíntuple cámara que jamás usarán porque apenas salen de sus casas. Ellos son los pibardos y esta es la historia de su amor imposible con el dinero.

Dinero, clase, edad y género

Cuando Benegas Lynch dice que los padres deberían poder elegir si mandar a sus hijos al trabajo o a la escuela, le está hablando a las familias pobres. Lo dice porque sabe que no es eso lo que ellas piensan, que confían cada vez más en las instituciones educativas. De hecho, la matrícula que más crece en todo el país, tanto en las escuelas públicas como privadas, es la de doble jornada, porque lo mejor que le puede pasar a lxs pibxs es estar ahí adentro y no en la calle solxs mientras lxs adultxs hacen jornadas de 14hs de trabajo. 

Además de que aquellos dichos son una apología del delito y una aberración en materia de derechos, es un cálculo matemático errado porque a lxs pibxs les pagan dos mangos por casi cualquier cosa que hagan y a las familias no les darían los números para la subsistencia. A pesar de todo lo que se cree, lo que se ve en los barrios es que lxs chicxs quieren terminar la escuela y hasta estudiar algo después que les permita una salida laboral rápida y efectiva.

Pero los pibardos no son estrictamente esa infancia pobre a la que hizo referencia el diputado. Tampoco son los niños ricos que, cuando se les antoja, trabajan en el cine y en publicidades, a cambio de excelentes remuneraciones y con más derechos laborales de los que vos y yo tendremos en nuestra vida adulta, y un cuidado por parte de los sindicatos realmente admirable.

Los pibardos, en masculino, son los hijos de la clase trabajadora y media a la que sólo le va peor desde que ellos tienen memoria. Y quieren involucrarse en los asuntos económicos que les competen para salir de esa situación, que es particularmente alarmante si consideramos que lxs menores de 16 años son el sector poblacional más pobre del mundo y que ha sido el mayor perdedor de la crisis económica post-pandémica, según informes de UNICEF de 2021 y 2022.

Mi primera chamba

Los pibardos también persiguen el dinero abriendo canales de youtube y perfiles de Tiktok. Le dedican miles de horas a conseguir vistas, likes y comentarios. Son generadores de contenido, sueñan con llegar a monetizar sus videos y están dispuestos a exponerse y ponerse bastante en peligro para lograrlo. Ya son famosos los challenges que terminan en tragedia. A los poquísimos que tienen éxito con el business les llegan propuestas de trabajo en publicidades y ofertas de canje. Cubren parte de sus gastos con eso, arengando el consumo de lo que sea a cambio de bienes gratuitos. Pero nada es gratis en este mercado.

Estos pibes generan valor, son agentes de creación, de consumo y de circulación. Sus datos son bienes preciados para las mega corporaciones que pagan un dineral por acceder a los algoritmos que componen sus acciones en internet. Son engranajes fundamentales de negocios multimillonarios como los i-sports, las redes sociales y los videojuegos. Pero no se ven a ellos mismos como trabajadores ni como productores, ni siquiera se sienten emprendedores. Muchos ganan más dólares que sus papás en un mes, pero desconocen cuánto sale la cuota del colegio al que asisten o el alquiler de su casa. No quieren tener chambas ni un jefe y no les interesan los contratos porque las personas adultas que conocen los tienen e igual no les alcanza para vivir.

Ellos no se creen el cuento de la meritocracia, no quieren esforzarse para pasarla bien. Al contrario, están al asecho de la guita fácil y se creen muy pillos cuando reciben el mail de confirmación de algún pago en divisa extranjera. Pero no consideran todo el trabajo que les llevó conseguir ese pago porque lo hicieron desde el escritorio de sus habitaciones. Y porque nadie nunca les habló de lo que significan el trabajo y la explotación en términos que sean significativos para sus vidas.

Educación sexual, educación (sobre el) capital

Me acuerdo cuando entré a mi primer trabajo formal que me abrieron una cuenta bancaria y yo no sabía ni qué era una tarjeta de débito. Me enojé porque en la escuela no me habían enseñado a leer un recibo de sueldo ni a chequear en ANSES que mis empleadoras me estuvieran haciendo los aportes correspondientes a la obra social y jubilación. 

Ahora me pregunto qué sería una buena educación económica para el estado actual del mercado de trabajo y del mercado financiero. Es un tema candente que recuerda ciertos debates en torno a la Ley de Educación Sexual Integral, cuando se discutía si lxs adolescentes de secundaria deberían o no hablar de sexualidad porque hoy la polémica gira en torno a si deberían o no hablar de dinero. Pero lo cierto es que lo hacen, y mucho. Y suelen hacerlo mal porque el conocimiento disponible es escaso. Mientras el gobierno actual quiere mandar a todxs -de todas las edades- a trabajar por sueldos de hambre y en condiciones denigrantes, no podemos solamente gritar que lxs niñxs deberían estar en la escuela y no preocuparse por el dinero. Porque ya están preocupados, como estamos todxs.

Mantenernos firmes en rechazar la explotación infantil no alcanza, porque eso no habla de las múltiples prácticas vinculadas al dinero que tienen las nuevas generaciones y sobre las que no les estamos brindando ninguna pista. Más que salir por la tangente punitivista y recrudecer castigos o reforzar legislaciones -que son sólidas en la Argentina en materia de derechos de lxs niñxs gracias a la Ley 26.061-, necesitamos conversar.

Así que, ¡economistas no libertarianos del mundo, uníos! Nos hacen falta sus saberes para entablar conversaciones con estos pibes y contarles algo de lo que aprendimos en este complejo arte de vivir atrevesadxs por el dinero. La derecha avanzó sobre ellos porque entendió que son parte del entramado económico y que están empobrecidos y frustrados, les dio protagonismo en el pensamiento económico, les ofreció un lugar, pauperizante y denigrante, pero les habló.

Este es un momento fantástico para que la disciplina que profesan deje de parecerse a una oscura alquimia que sucede en los cuartos secretos del poder y transformarla en instrumento de aproximación entre generaciones. No sólo en la tarea de asumir que las niñeces y adolescencias están íntimamente conectadas con la economía (no sólo como consumidoras pasivas), sino para decir que la economía también es saber calcular cuándo un trabajo conviene y cuándo es mejor rechazarlo y usar ese rato para hacer otra cosa.

Tenemos la oportunidad de desarmar la ficción del homo economicus, explicar por qué no existe e indicar que, incluso en los propios términos del cálculo costo-beneficio que predica, nada de lo que les están ofreciendo a los pibes les sirve. Vuelvo a la ESI, porque el silencio en estos asuntos es como dejar la educación sexual en manos de la pornografía mainstream y ya le dijimos que no a eso. A cambio, les ofrecimos espacios seguros donde pueden plasmar sus dudas y derribar mitos sobre intimidad, sexo y géneros. Estamos a un paso de poder hacer lo mismo en temas económicos. Demos ese paso.

*Dra. en Antropología (CONICET-UBA)