Las historias van más allá de la distancia. En 2011 Crisálida sobre un escenario junto a Lana Lee. Canciones que son nebulosas, distancias, astronomía, festividades extrañas, el giro de que nos devuelve el día y la noche, pero druidas y sacerdotes, del tercer planeta. Qué habrá, agua, hombres, gravedad aumentada o disminuida. Crisálida, que recorrieron los caminos polvorientos (Náufragos en la ciudad en 2007 o La revolución de terciopelo en 2013 , ahora, van, con baterías y con vapor, con electricidad y acústicas, más allá de la Vía Láctea en su nuevo disco Horizontes.
Crisálida nos habla de nómadas, vida microscópica, autómatas, nos presenta las historias de otros planetas, como si volviéramos a los años setenta, a la ciencia ficción de libros baratos. Como una especie de SOAP OPERA, una voz replicante, una voz que no sabemos si superaría el Test de Turing nos ofrece un texto, una introducción. Cierra los ojos y sumérgete. El primero lugar, la primera parada, Cortocircuito (número cinco), en los ochenta, el robot que tiene corazón, que quiere hacer neurología en sus resistencias codificadas, unas guitarras acústicas, un slide, un piano, todo se abre camino hacia la atmósfera cero de Lori Meyers, el recuerdo de los noventa, cuando David Bowie tenía miedo de los americanos, con una inflexión de intensidad sobresaliente en la voz de Alejandro, que es un salto cualitativo. La señora azul, las pastillas para el Mayor Tom, unas guitarras rítmicas entomológicas, nos adentramos en el terruño, donde los insectos tienen apetito, mezcla los delirios de Alicia. Sobrevive, para cualquier araña, mosca, gusano, la ciudad es un laberinto ineludible. Es curioso cómo trabajan, con los coros y los arreglos, para citar a Lorca y hacer rock en “Insectos en el aire”.
¿Qué es “Veterno”, son percusiones casi tribales, son, otra vez -qué bellas-, una pared de guitarras acústicas, un órgano que sostiene el acorde perfecto? Este planeta me recuerda a una ínsula, a las canciones con las que La Búsqueda se convirtieron en perfectos desconocidos, aunque plenos de plata y de serpientes. Belleza, así, sin más en “El verano”, canción para la lista de lo mejor del año. Una armónica dylaniana, oxímoron, centeno y cobijo, la luz que se abre como un cuchillo afilado en mitad de la pantalla que separa el día de la noche, así suena “El guardián de la noche-Centinela nocturno”. Nos recuerda que, más allá, puede haber un asteroide donde la noche dure para siempre y el alcohol se reparta entre los vasos y las lámparas. Hablaba la voz de “El jardín-hortus”, de esos destellos rítmicos, del crujido de la quitina, de las guitarras que entrecruzan eléctricas con acústicas. Suavidad, no ñoñería. Hay algo de casas del sol naciente, de imágenes que no había conocido en la obra de Crisálida. No pierden la esencia, pero ofrecen un salto cualitativo, atrevido y bello, cargado de inflexiones inesperadas. No es soft-rock espacial, no es la marca blanda de Vetusta Morla o Love of Lesbian, casi pienso más en los discos más oscuros de Gram Parsons o algunos de los momentos del final de los noventa, cuando se creía en la carretera con saturación y con limpieza, Uncle Tupelo o los Beachwood Sparks. Estribillos y puentes. Jazmín que deja un aroma magnífico, hasta llegar al final, al planetario último, la simulación perfecta, la que uno fabrica para no escapar, una canción que tiene algo de incendio, “Ojos siderales”, ¿te enamoraste de ella? ¿Y, ahora, qué? La Vía Láctea es tan grande como un garito al encender las luces, más cuestión de suerte que de matemática.