OBJETIVIDAD EN ANTROPOLOGÍA: UNA TRAMPA
MORTAL 1
La objetividad se nos presenta como un requisito
absolutamente imprescindible para garantizar la cientificidad del
trabajo del antropólogo, para acceder a las grandiosas cumbres
de LA VERDAD. Ella sería la piedra de toque que revela al
antropólogo de calidad. Pero poco acuerdo hay acerca de lo que
ella significa. “Desprenderse de prejuicios y juicios de valor”,
“arrancar de sí la subjetividad”, “ser fiel a los hechos”, “ser
imparcial y no tomar partido”, “estar comprometido solo con la
antropología misma”, son apenas algunas de las fórmulas con las
cuales se pretende caracterizarla. Algunos llegan hasta el
extremo de recetar la “puesta en blanco de la mente”,
“despojándose de los conceptos que encierran, todos, una
preconcepción del objeto de estudio”.
Quizá todo esto no sea otra cosa que expresión de un
positivismo ya bastante trasnochado, pero sus implicaciones
políticas hacen que se mantenga en vigencia y que se preconice
su aplicabilidad actual. La docencia dentro de la academia sigue
haciendo énfasis sobre la necesidad de la objetividad y ella sigue
siendo el eje alrededor del cual giran muchos de los esfuerzos en
el campo de la metodología y la investigación. Por ello,
prestaremos atención a algunos de sus puntos de vista y a las
consecuencias que de ellos se derivan, sin pretender agotar, por
supuesto, la totalidad de sus sentidos.
Como afirma Jean Copans, la antropología ha hecho suyo
como objeto de estudio el campo empírico del colonialismo, de
los pueblos, etnias o nacionalidades subyugados y explotados. Es
decir que mientras la expansión capitalista por el mundo
despojaba a infinidad de sociedades de su carácter de sujetos de
su propia historia, de su autonomía y posibilidad de vivir de un
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Publicado en Uroboros. Ciencias Sociales/Antropología, Universidad Nacional de
Colombia, Bogotá, No. 1, abril-junio, 1987, p. 7-9.
modo propio, haciéndolos receptores pasivos de una historia
ajena y decidida en las metrópolis, objetos de la historia universal
capitalista, la antropología hacía lo propio en el campo del
conocimiento.
De entrada, se declaró inválido el conocimiento que estas
sociedades tenían de sí mismas y de su entorno, se postuló su
incapacidad de producir un conocimiento valedero de sus formas
de vida, de las leyes que las rigen, y se llegó hasta negar el
derecho a su existencia como sociedades y culturas diferentes.
Se afirmaba: solo la antropología puede producir un
conocimiento adecuado de ellas; solo el discurso de Occidente
puede ser científico. Oigamos a Malinowski: “La clave para
interpretar la cultura no la pueden ofrecer los informadores
nativos porque ellos la desconocen conscientemente. Es más
adecuada la visión que ofrece el antropólogo”. En ese sentido,
objetividad es reducir a las sociedades estudiadas por la
antropología a la calidad de meros objetos de conocimiento,
despojándolas de su propia subjetividad, negando su capacidad
de autoconocimiento, irguiendo frente a ellas al sujeto que
conoce: el antropólogo.
Así, la antropología se hace un eslabón más en la cadena de
mecanismos a través de los cuales se ejerce la dominación sobre
tales sociedades. Por eso ellas la perciben como a un enemigo.
“Los pueblos colonizados verán en la antropología la expresión
objetiva de una relación de fuerzas entre nuestra sociedad y las
suyas”, captó Lévi-Straus.
Pero también la segunda parte de la ecuación, aquella del
antropólogo como sujeto de la investigación, es una ilusión, una
falacia y un mecanismo de dominación, esta vez dentro de
nuestra propia sociedad. Porque cuando se prescribe que la
objetividad es despojarse de la propia subjetividad del
investigador, del antropólogo, se le está queriendo aplicar una
dosis de la misma medicina que se aplica a los pueblos
estudiados por él: reducirlo a la cualidad de un mero objeto de su
disciplina, la única con la cual puede comprometerse. Se trata de
objetivar también al investigador, hacerlo instrumento ciego de
las fuerzas e intereses que dominan a la sociedad misma y, con
ella, a la ciencia que allí se desarrolla.
Despojado de su subjetividad o, mejor, viendo cómo ella le
es negada, cómo se le exige dejar de ser un sujeto activo,
pensante, con intereses propios, y actuar solo en pro de la
ciencia, el investigador va siendo reducido a instrumento del
verdadero sujeto del conocimiento, de la antropología y, a través
de ella, de la sociedad de clases que domina y explota, en el caso
colombiano, a los pueblos indios, entre otros sectores sociales.
Como ellos, el antropólogo cae en la condición de objeto y, como
tal, de dominado, de instrumentalizado. Todo ello con la
creencia, falsa, de que puede ser neutral, de que no está
implicado en las relaciones de dominación y explotación de la
sociedad colombiana sobre los indios.
Reduciendo a los pueblos indios y las clases dominadas, así
como a los investigadores sociales, al papel de objetos, los
capitalistas y explotadores aseguran su hegemonía como los
sujetos de la sociedad de clases.
Pero, incluso, como ya lo vio Lévi-Straus, se trata de una
relación de fuerzas. Esa visión de la objetividad es el proyecto de
las clases dominantes y solo pueden imponerlo en la medida en
que la correlación de fuerzas lo permita. No es algo que se de
mecánicamente y sin impugnación. Los pueblos indios, las clases
dominadas, algunos antropólogos y científicos sociales luchan
contra ese proyecto, tratan de romper esa dominación, de
hacerse sujetos de la historia y del conocimiento, de tomar en
sus manos su destino.
La renuncia a su subjetividad por parte del investigador no
es posible en términos absolutos, engendrando permanentes
contradicciones dentro del sistema de ejercicio de la ciencia, de
la antropología. Cada día, más investigadores descubren que
renunciar a su subjetividad, tratar de hacerlo, es renunciar a su
creatividad, a su posibilidad de aportar positivamente al
conocimiento, a derivar de él elementos para su realización
personal, a hacer de él algo más que una profesión de la cual
devengan sus medios de vida.
Porque este es otro sentido de la objetividad que el sistema
científico exige al antropólogo: la separación entre profesión y
sociedad, entre profesión y personalidad. No se quiere que haya
una reflexión acerca de cómo las actividades del antropólogo,
sus temáticas y metodologías de investigación, sus formas de
relación con los indios afectan a estos, a las relaciones que con
ellos mantiene nuestra sociedad. ¿Los favorecen?, ¿van en su
contra?, ¿refuerzan su dependencia, su explotación, su
negación?, ¿sirven para debilitarlos? Pensar en todo esto afecta
la objetividad profesional. Se supone que el ejercicio de la
profesión debe ser pulcro, limpio, neutral, al margen de las
implicaciones de la política, que lo mancharían, lo contaminarían.
Se quiere que el investigador ignore los resultados de su trabajo
y que, al ignorarlos, continúe sirviendo a los intereses de las
clases dominantes que se benefician con ellos. Se quiere hacer
creer que el ejercicio profesional está al margen de las relaciones
sociales y que no las afecta.
Toda la academia está marcada por la separación entre
profesión y personalidad. Se estudia antropología para tener un
título profesional que autorice y capacite para ejercer las
actividades profesionales de un antropólogo y, mediante ellas,
ganarse la vida. Pero no para ser un antropólogo. Esto se evita
cuidadosamente. Los estudiantes deben aprender las ideas que
se mueven en su campo, pero no hacerlas suyas, no deben hacer
de la antropología una concepción del mundo, una actitud hacia
la vida, no debe ser algo que forme parte de la propia
personalidad. Todo el tiempo se trata de ideas prestadas, ajenas,
extrañas, que discurren por un cauce diferente al de la propia
vida. Por ello es posible tener un título de antropólogo y ejercer
la profesión y, al mismo tiempo, ser racista, insultar a alguien
llamándolo indio, considerar a estos como inferiores que deben
desarrollarse para desaparecer.
Una actitud diferente, una concepción de la antropología
como forma de una vida abierta al otro, a lo diferente, se
rechaza, se la califica de huida o de escapismo; y si lleva al
compromiso con el indígena, con el explotado, se la rechaza
también, calificándola despectivamente de misión.
Se presenta la objetividad como fidelidad a la verdad de los
hechos. Pero, ¿a cuál verdad? ¿Acaso hay en la sociedad una
sola verdad? Ya oímos a Malinowski: fidelidad a nuestra verdad, a
la de Occidente, a la de las sociedades que dominan sobre los
indios, a la de las clases que dominan sobre el resto de la
sociedad. La antropología, contraviniendo sus propios principios,
siempre ha declarado su propia verdad como la única, como LA
VERDAD. Aceptar la verdad del otro, del diferente, del indio,
quizá dejaría a la antropología sin objeto, al antropólogo sin
oficio o, mejor, desnudaría el verdadero carácter de la verdad
con la cual trabaja y en aras de la cual se afana: el discurso de
los explotadores de Occidente sobre los pueblos subyugados,
discurso que juega un efectivo papel en el mantenimiento de esa
subyugación; imposición de la verdad de los capitalistas frente y
sobre la verdad de los explotados, que es subversiva.
Se proclama una verdad por encima de las clases, por
encima de la dominación y explotación étnicas, por encima de las
leyes de la historia. Y solo porque estas leyes revelan el carácter
fatalmente caduco de los sistemas de explotación y dominación,
porque estas leyes no favorecen a sus detentadores. Cuando la
historia corre a favor de los hoy dominados y explotados, se
prescribe la objetividad como apoliticidad y como no
compromiso.
La objetividad se predica también como no intervención. El
antropólogo debe actuar de manera que su trabajo introduzca
los mínimos cambios posibles dentro de las sociedades o
sectores sociales que estudia. El ideal es la modificación cero. No
es esta la tarea del antropólogo, excepto cuando del cambio
dirigido (por el sistema, por supuesto) se trata; si interviene
dentro de los fenómenos que estudia se vicia la objetividad de la
investigación, “no podría saber cuánto de lo conocido pertenece
realmente al objeto de su investigación y cuánto al resultado de
su participación”. La intervención se queda para los políticos, es
algo impropio de los científicos. Pero la neutralidad, la no
participación en relaciones de dominación étnica y de clase es
favorecer a los usufructuarios de la situación actual, intervenir
en su favor. La única no neutralidad que se rechaza es aquella en
favor de los indios, de los dominados, aquella que pudiera pesar
en el balance de la relación de fuerzas y contribuir a inclinarla en
favor de estos y no de las clases dominantes.
Al contrario, la verdad muestra que los intereses del
capitalismo y de los capitalistas pertenecen objetivamente al
pasado, así tengan fuerza aún en algunos sistemas como el
nuestro, que no pertenecen al futuro. El futuro es el de los
pueblos. Ir en esa dirección es marchar con las leyes objetivas
del desarrollo de la humanidad; luchar contra la explotación y la
dominación, eso es la objetividad.
Objetividad se expresa también como no compromiso con
el investigado; es distanciamiento entre este y el investigador.
Es la negación de que el investigado puede elevarse a la
categoría de sujeto de conocimiento a través de una
investigación que sea una acción conjunta entre él y el
antropólogo, nacida de un compromiso entre ambos, no al
margen del sistema sino contra él. El compromiso es rechazado
cuando se plantea en estos términos, solo se acepta cuando es
con el empleador, con el dominante, con el patrón.
Pero también se plantea la objetividad como la no creación
de lazos profundos, afectivos, personales con los pueblos
indígenas, con los dominados. Es una negación como vacuna
contra lo que ellos representan como formas de vida, como
proyecciones de futuro, como alternativas sociales frente a lo
que somos en el capitalismo, en nuestra sociedad. Esta
objetividad no es nada distinto que una barrera, un muro, una
discriminación contra el otro, es el rechazo a la pluralidad y a la
posibilidad, incluso, de cambiar de bando.
En este sentido, la subjetividad podría lanzarnos en “brazos
del enemigo”. Y este solo debe ser estudiado, no aceptado,
mucho menos querido.
La objetividad garantiza contra que en la subjetividad
podamos encontrar, quizá, una salida a lo que rechazamos en
nuestra sociedad, pero que ella nos impone en forma férrea,
monolítica. Se prescribe que solo se puede vivir a la manera de
nuestra sociedad, que solo resulta válida su forma de vida pues
solo ella asegura el bienestar de los explotadores. Por eso, la
objetividad es también prohibición de vivir las vidas que
investigamos. Así, el capitalismo ha hecho de nuestra vida una
cárcel y a través suyo nos mantiene cautivos, toda ella es un
gigantesco mecanismo de dominación y de explotación. Nuestra
vida no nos pertenece. No podemos ir de ella hacia otras formas
de vida, de pensar, de conocer. No se debe ser subjetivo. La
subjetividad es peligrosa.