The Lure | Crítica | Película | Cine Divergente

The Lure

El regreso de los monstruos Por Samuel Lagunas

“—¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal?
Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos.
¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces,
podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas”.
Hans Christian Andersen, “La sirenita”

No hace mucho Mary Louise Pratt escribió un artículo titulado “Globalización, desmodernización y el retorno de los monstruos1. En él, daba cuenta de que los archivos históricos de relatos de náufragos, piratas, esclavos y diásporas masivas que pertenecían a los siglos XVII y XVIII resurgían actualizados en testimonios de migrantes centroamericanos a finales del siglo XX. Se trataba de un perverso reciclaje de experiencias que como humanidad creíamos haber dejado en el pasado. En medio de ese catálogo redivivo de atrocidades también volvían a aparecer los monstruos, ya no como anomalías esporádicas sino como alegorías exactas de las “fuerzas desagregadoras del neoliberalismo voraz y predatorio”. Para Pratt, el monstruo resurge, paradójicamente, como la corporeización del cuerpo amenazado, la representación corporal del cuerpo que se sabe vulnerable pero que, desde esa condición, intenta sobrevivir y liberarse de los dispositivos y las normas —políticas, económicas y sociales— que lo restringen.

Las imágenes de los monstruos en el cine nunca han faltado, si bien es cierto que las sagas adolescentes se encargaron de reducir la aterradora y ambigua figura a un manojo de reacciones pueriles en medio de una trama melosa y superficial. Eso, al menos, fue lo que consiguió Crepúsculo (2008-2012) con los vampiros y los hombres lobo; los primeros, planteados como seres muy ad hoc a una sensibilidad prepúber portadora de un existencialismo ligero y amodorrado; y los segundos, dejados como símbolo de los sentimientos no correspondidos y, de paso, de un incipiente culto al cuerpo masculino. En esta línea, el resurgimiento cinematográfico del monstruo vino acompañado de un redescubrimiento de la complejidad de la adolescencia. Allí están, al menos, la enigmática y fascinante historia de Una chica regresa a casa sola de noche (A girl walks home alone at night, Ana Lily Amirpour, 2014) y la arrobadora y terrible Crudo (Grave, Julia Ducournau, 2016). Es en este linaje de adolescentes fatales que podemos introducir a las sirenas que protagonizan The Lure, primer largometraje de la directora polaca Agnieszka Smoczynska.

The Lure

Ambientada entre las luces neón de un club nocturno y el interior de un desvencijado departamento, The Lure nos cuenta la historia de dos hermanas que salen de aguas europeas con el propósito último de llegar a Estados Unidos. Smoczynska, y su guionista Robert Bolesto, desdoblan en esta amenazante y seductora dupla el mítico personaje de la sirena que fuera popularizado por Hans Christian Andersen en su cuento titulado “La sirenita”. Pero olvidemos la versión de Disney que dirigió Ron Clements (The Little Mermaid, 1989) y que dejó en la memoria de innumerables niños una canción interpretada por toda una orquesta marina que se llamó “Bajo del mar”. En el relato de Andersen, como en los textos homéricos, una sirena ve a lo lejos un hombre y se siente atraída por él, casi se enamora. En The Lure es una mujer la que descubre a Golden y a Silver mientras éstas cumplían su legendaria tarea de atraer y devorar hombres en las orillas del río Vístula, lugar que en la imaginería polaca está de por sí fuertemente asociado con estas criaturas míticas que, al parecer, se han convertido en guardianas de la ciudad. De ahí que no sea extraño el monumento en Powiśle realizado por Ludwica Nitschowa que adquirió mayor valor simbólico y afectivo al ser uno de los pocos que sobrevivieron los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.

El argumento de The Lure, en su superficie, no se aparta de la narración tradicional. En la discoteca, Silver (Marta Mazurek) se enamora del chico que toca el bajo, Mietek, (Jakub Gierszal) y se encuentra en la difícil decisión de sacrificar su cola de pez y su voz a cambio ya no de piernas, sino de genitales. El simbolismo del cuento se expresa en la cinta en su forma más pura cuando vemos sin mediación los cuerpos asexuados de las sirenas, escenas que de inmediato provocan en el espectador un grado de intimidad al que no estamos habituados, intimidad que, sobre todo, sirve como señuelo y que, sin darnos cuenta, nos atan más que a la trama, al caudal de imágenes y canciones que vertebran toda la cinta. Golden (Michalna Olszanska consagrada ya como femme fatale del cine polaco reciente tras su aparición en Yo, Olga. Historia de una asesina [Petr Kazda, Tomás Weinreb, 2016]), la antítesis de Silver, encarna el impulso primigenio, bestial, de devorar hombres y exhorta continuamente a su hermana a no perder de vista su objetivo y a no olvidar quiénes realmente son. Es entonces que The Lure toma la forma de un coming-of-age no menos asfixiante y complicado que la ya mencionada Crudo en donde la sexualidad y el amor se convierten en una terrible amenaza para la identidad y el cuerpo de ellas y de ellos. La posibilidad del sexo se despliega como un dulce peligro en donde la sangre y el agua se convierten en los fluidos que saturan y suturan la imposible relación entre Silver y Mietek.

The Lure 2015

Al igual que en el relato de Andersen, la frustración del deseo —en Andersen visto como sacrificio y en The Lure como irreparable daño— deforma el cuerpo hasta disolverlo en una acumulación de espuma de mar sobre el cuerpo de Mietek al ritmo de un vals que nunca pudo ser. La secuencia es fantástica y su desenlace brutal nos enfrenta a ese momento de la pasión interrumpida y del violento resentimiento que nos queda. Pero la apoteosis última se consigue menos por el tropezado desarrollo de la trama que por las canciones que enhebran toda la historia, escritas por el dueto femenino polaco Ballady I Romanse. Al igual que en las tragedias griegas, en The Lure las melodías y los coros poseen su propio desarrollo emotivo y aún dramático y son ellas las que nutren la cinta proveyéndola de consistencia y profundidad. La enajenación que provoca el amor, la necesidad que tenemos de él, el cortejo, el romance, las ilusiones, el desengaño y la fatalidad aparecen bellamente expresados en las letras, además de que la música refuerza la atmósfera de decadencia, pero, simultáneamente, de la gozosa libertad que puede encontrarse en medio de esa atmósfera degradante. El guionista Robert Bolesto ya ha manifestado esta capacidad liberadora de la música —tecno, disco, punk— en sus cintas previas Hardkor Disko (Krzysztof Skonieczny, 2014) y The Last Family (Jan P. Matuszynski, 2016). En todas ellas, la música representa una vía para hacer frente, emocional y físicamente, a la brutalidad y al hastío de la realidad.

Decía al principio del texto que para Pratt el monstruo nos revela un uso político del cuerpo. El monstruo es un ser amenazado y amenazante. En The Lure el monstruo vuelve a ser alegoría de los años adolescentes pero la elección de la sirena no deshecha una interpretación política y social. Para Smoczynska no es insólita la figura de la sirena, de ahí la naturalidad con que son recibidas en el club nocturno. Tampoco su hallazgo, sin embargo, deja de ser fascinante. Pero la sirena en The Lure se alejan el arquetipo de la supervivencia y de la exaltación de valores cívicos en una sociedad atormentada aún por fantasmas lejanos y no tan lejanos. Las sirenas son más ambiguas, de ahí el acertado desdoblamiento que Smoczynska hace de ellas: la candidez y la crueldad, la pertenencia y el desarraigo coexisten como posibilidades de ser y condicionan la forma en que los cuerpos interactúan y se mueven en el territorio. La historia ya no pude ser tan sencilla: ya no sólo se trata de mártires y sobrevivientes. Se trata de admitir que esos sobrevivientes también son/somos un catálogo de monstruos, de ahí que ni siquiera nuestro primer amor conserve algo de inocencia. Sí, los monstruos regresan, y regresa lo fantástico también como lenguaje para expresar nuestras ilusiones (véase, por ejemplo John From [João Nicolau, 2016]) y nuestros miedos, nuestros deseos (allí está Ava [Léa Mysius, 2017]) y nuestros demonios, todo eso que va dando forma a nuestro cuerpo y a nuestro comportamiento. Ojalá que, como sociedades, cantáramos y bailáramos mucho más. Seguramente así nos entenderíamos mejor.

  1. Pratt, Mary Louise: Globalización, desmodernización y el retorno de los monstruos. Revista de História (1º semestre de 2007)
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