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A flor de piel

Novela

Antonio de Hoyos y Vinent





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Prólogo

     En la tarea que me he impuesto de dar, pese a lo anómalo y, materialmente, poco propicio de las circunstancias, una colección de autores españoles clásicos y contemporáneos, no podrá faltar en la BIBLIOTECA SOPENA Antonio de Hoyos y Vinent, uno de los ingenios más peregrinos de la literatura actual, que, une a la rara percepción del misterioso ritmo de ocultas fuerzas, un estilo, donde, junto a violencias extraordinarias, fulguran magnificencias de orfebrerías orientales.

     Rara vez un gran escritor se ha ido revelando poco a poco; por regla general ha surgido de súbito y su obra ha hecho volver a él todas las miradas. La aparición de Antonio de Hoyos y Vinent en el palenque literario con su novela Cuestión de Ambiente, fue un escándalo, literaria y socialmente. El autor, entonces un chiquillo de diez y siete años, no se limitaba a escribir una novela, un tanto escabrosa, sino que, lanza en ristre, arremetía contra la buena sociedad a que por su nacimiento y hábitos pertenecía, y así se daba el caso de que el aristócrata linajudo que recibía reyes en sus palacios de Madrid y de Viena, cuando su padre era embajador [10] en la orgullosa Corte de Austria, flagelase sin piedad los vicios y ridiculeces de su clase. Pero no era esto solo lo que había en la novela; había algo mucho más difícil de encontrar, algo de eso que es el fuego que anima la obra de arte; había un poco de genio.

     La segunda novela, Mors in vita, que pronto ofrecerá la BIBLIOTECA SOPENA a sus lectores, es un libro lleno de fervor romántico y de apasionada rebeldía, donde campea ya esa extraordinaria amenidad que hace a los amantes de las letras buscar afanosamente las obras de Hoyos y Vinent.

     Hemos elegido, sin embargo, entre todos los libros de este autor, tan vario, complejo, multiforme y camaleóntico, la novela A FLOR DE PIEL, porque es una obra que, además del interés apasionante que nos lleva a leerla de un tirón, a pesar de sus grandes dimensiones, representa, en la labor total de Antonio de Hoyos, la transición. En ella aun existe el elemento genuinamente aristocrático; es una novela mundana como las del Padre Luis Coloma (aunque con mucha más profundidad que las del célebre jesuita), pero al mismo tiempo se abren de vez en cuando ventanas sobre obscuros abismos en cuyo fondo se mueven larvas informes, y, aun, en un relámpago lívido, creemos entrever la araña peluda de la lujuria que tiende sus patas para aprisionarnos.

     A FLOR DE PIEL es una novela admirable, de fuerza, de gracia, de intensidad y vida; es una gran novela. Hay mucho chic, mucho movimiento, una vida luminosa y brillante, pero bajo ella mucho cieno, muchas lágrimas y muchas miserias, y así al final, aunque Lina y Willy, entre el rumor de los valses de moda y la canción del mar, olviden, nosotros no podemos olvidar...

..........................................

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     ¿Y la amenidad? Pocos, muy pocos autores podrán competir con Antonio de Hoyos y Vinent en ser amenos, en aprisionar desde la primera página el interés del lector que sigue afanoso las peripecias del drama y no puede dejar el libro hasta el final.

     Otras obras vendrán después del mismo autor que darán a nuestros fieles la medida de este raro escritor que, junto al convencional veneno de las decadencias, hace dar fruto al árbol de la vida.

                                                                                                                            EL EDITOR.

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Épigraphe pour un lyre condamné

                                                                                         CHARLES BAUDELAIRE



                                          Lecteur paisible et bucolique,                   
sobre et naïf homme de bien,
jette ce livre saturnien,
orgiaque et mélancolique.
 
   Si tu n'as fait ta rhétorique 5
chez Satan, le rusé doyen,
jette! tu n'y comprendrais rien
ou tu me croirais hystérique.
 
   Mais si, sans se laisser charmer,
Ton æil sait, plonger dans les gouffres, 10
Lis-moi pour apprendre à m'aimer;
 
   Ame curieuse qui gouffres
Et vas cherchant ton paradis,
Plains-moi!... Sinon, je te maudis!

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Libro primero



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- I -

                                                                                    Hay un trágico cotidiano que es mucho más real, mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero que el trágico de las grandes aventuras.       
                                         MAETERLINCK.


                            ...      ...      ...      ...      ...
   Tus lunares van a ser causa
que me echen a mí de esta casa.
...      ...      ...      ...      ...
Que me echen a mí de esta casa.

     ...Y Lucerito Soler, grácil y vibradora, se marcó un tango con toda la sal de la tierra de María Santísima y toda la voluptuosa, languidez de las danzas moras, haciendo destacarse lujuriantes las divinas formas de su cuerpo bajo el vergel florido de un mantón de Manila de largos flecos. [16] Un brazo en alto, sosteniendo sobre los bandós de pelo negro, brillante y azulado, que recortaban la pura frente de helénico entrecejo, el redondo sombrero de color tabaco, y el otro un poco echado hacia atrás, dibujando armoniosa curva que remataba castañeteante la fina mano de corte aristocrático, mareaba con los piececitos de niña los compases del baile, mientras sus ojos, inmensos, misteriosos, nostálgicos, indefinibles, languidecían henchidos de picardías y deseos, y sus dientes, blancos y menudos, mordían ansiosamente la fruta prohibida de sus labios rojos, en vago prometer de voluptuosidades.

     Hallábase el teatrucho aquella noche casi vacío. En la pequeña sala, pintada de verde claro y alumbrada por algunos brazos de bronce dorado, con tulipas de luz eléctrica, el director de orquesta, un anciano de plateada trova, luenga barba nevada y enorme nariz roja de alcoholizado, que evocaba en su apostura los retratos de los grandes genios musicales fotografiados en las fototipias de las cajas de cerillas, llevaba con la venerable cabeza el compás de la canallesca musiquilla, mientras sus torpes dedos corrían el teclado del destemplado piano; de los violines, el uno, adolescente, pálido, de rostro alargado, raído traje, corbata a la diabla y largas guedejas rojizas -hacía pensar en esas figuras semidolorosas, semigrotescas, que entrevemos al recorrer las páginas de un álbum de Gavarny -tocaba con aire ora arrobado, ora ensoñador; y el otro, un vulgar padre de familia, exornada la cara de dorados lentes y espesa pelambrera peinada en cepillo, arrancaba de mala gana desgarradas notas a su violín, ansioso de que llegase la hora de marchar, y maldiciendo de aquel público que hacía repetir una y otra, vez los mismos [17] aires. En las primeras filas de butacas, unos cuantos viejos verdes y algunos niños calaveras pateaban, coreaban, aplaudían y gritaban obscenidades; dos o tres paletos permanecían embobados ante las artistas.

     -Maño, ¡qué pantorrillas! ¡Si lo supiese la parienta!

     Y allá, al final del patio, enamorada pareja -barbudo el galán, frágil la niña- departían tiernamente. Arriba, en el gallinero, hacinábanse algunos chulos -pianistas, vividores, maletas y follones-, que recordaban extrañamente los príncipes velazqueños, con soldados y prostitutas.

    En un proscenio, el excelentísimo señor don Pomponio Augusto Gómez; el «Héroe de la Pampa» se inclinaba sobre el barandal en contemplación de aquellas curvas, amenazando con estrellar la cabeza ilustre, nimbada por la gloria, respetada por las balas, donde tantos admirables planes guerreros se habían incubado, contra los vulgares tablones del salón-concert.

     Tenía el general, con aquel rostro (tan moreno de color que le hacía parecer mulato) en que brillaban torvos los negros ojos, cobijados por enormes cejas, y en que la nariz de presa se inclinaba buscando por encima de los enhiestos mostachos los gruesos labios, y aquella estatura, que el ademán de noble fiereza agigantaba, el aspecto heroico de un bandolero italiano del siglo XVII, o de un guerrillero español de la epopeya de la Independencia. Su historia debió de ser aventurera y romancesca, y fue una de tantas borrosas historias como circulan por cuenta de los personajes sudamericanos. De origen desconocido, apareció, primero, como modesto industrial; después, acaparando todas las acciones (las malas, según María Montaraz) de varias [18] Compañías de seguros sobre vidas y capitales, Compañías que dieron al traste con no pocas existencias y fortunas; prófugo después de declararse en quiebra, se alzó un buen día con la presidencia de la República después de la acción del fuerte de San José, en que, al frente de un pelotón de cincuenta jinetes, tomó el famoso reducto que se tenía por inexpugnable, y que defendían veinte cañones y dos mil quinientos hombres, según él, pues malas lenguas (Tinita Franqueza y la Pancorbo) afirmaban saber de buena tinta que los cañones no disparaban y que los hombres eran veinticinco, contando nueve, enfermos y once borrachos. Ahora viajaba por Europa en estudio de costumbres, que con trascendentales reformas deseaba implantar en su país, y el marqués de San Balandrán -embustero y lioso, que, cosa rara, sabía sacar partido de su vanidad en provecho propio-, siempre esclavo del protocolo, le servía de cicerone y sujetaba en aquel momento por los faldones del frac. El guerrero volviose, brillantes los ojos y congestionado el rostro:

     -Es curioso... curioso... típico -y se frotó las manos satisfecho.

     San Balandrán, gran amante, como buen español, de las tradiciones castizas -¡le importaban un bledo las tales tradiciones, pero posaba de serio y de castizo!-, habló de nuestros bailes.

     -¡Oh el tango! ¡hermosa danza! ¡Lástima grande que lo hayan adulterado bailándolo mujerzuelas! ¡Y para qué público! ¡Había que ver qué publiquito!... Soez...

     Bien lo sabía el general: era aquél achaque de los pueblos de raza latina.

     -La sangre, querido marqués, la sangre.

     Y satisfecho de su profundo sentenciar, hizo un [19] gesto de suficiencia, y volviose para seguir contemplando a la bailaora.

     Mientras una sonrisa concupiscente profanaba la noble majestad del rostro heroico, el marqués seguía lamentándose con homéricos acentos de la dolorosa decadencia habida en las danzas clásicas españolas. ¡Oh! los peregrinos bailes que tenían algo de las vetustas danzas sagradas, y algo de las lánguidas danzas moras. No conocía el general la de los Seises de la catedral de Sevilla. -La tradición...- Y el marqués seguía, seguía disertando latamente sobre el acabamiento de las verdaderas costumbres nacionales, sin que el héroe, a caza de algún encanto entrevisto en los rápidos movimientos del baile, prestase atención a sus palabras.

     -Es doloroso -jeremiaba el marqués-, bailes tan artísticos caídos tan bajo.

     -Un dolor, mi amigo -asintió el general-. Porque la tal Lucerito ¡será una pieza...!

     ¡Una bribona de la peor especie! Se contaban de ella verdaderos horrores: se decía que mató a otra mujer por celos. ¡Una hembra bravía! Y eso que apenas si cumplirá los veintiún años.

     Los ojos del general brillaron, mientras sus manos hacían un gesto de trágico espanto y sus labios formulaban trémulos:

     -¿Veintiún años? ¡Qué horror! -y luego, distraídamente, como quien no quiere la cosa-: ¿Y dónde vive esa desdichada?

     ¡Pch! San Balandrán no la trataba; pero, si el general tenía empeño en conocerla, Julito Calabrés podía presentarle.

     ¿Empeño? ¡Ninguno! Curiosidad, mera curiosidad... Como había venido a estudiar costumbres...

     -Claro está. ¡Naturalísimo! [20]

     Frente por frente, en una platea, se desbordaba procaz la cocotesca elegancia de «aquellas locas». En primer término, María Montaraz, vistiendo roja falda, blusa blanca con almidonado cuello y sangriento corbatín torero, coronados los rizos, negros como el azabache, por ladeado sombrerillo del mismo color que la corbata, adornado con enorme pluma, se abanicaba escandalosamente con el «perico» de taurómaco país, y flechaba con sus ojos de sacerdotisa de Osiris al Niño de las Verónicas, que tres filas más atrás lucía su empaque torero. Junto a María, inquietante en aquella su belleza de ocaso, la princesa Wladimirosky, de paso en Madrid, lucía la artificiosa blancura de su escote ubérrimo entre los terciopelos de un traje verde obscuro, ostentaba sobre sus cabellos de color de lino pequeño birrete negro adornado con dos plumas esmeraldinas que le caían hasta media espalda, y entusiasmada aplaudía las españolas danzas. Detrás de la Montaraz, y un poco al abrigo de las miradas insolentes del público, Lina Monreal, envuelta en gasas de un tono bleu Sèvres, al pecho enorme ramo de rosas rojas de Bengala, entre los rubios cabellos rosas y plumas a modo de lambalesco tocado, miraba con frecuencia al fondo del palco, donde se adivinaba fina silueta donjuanesca.

     Había envejecido mucho Lina Monreal desde aquel glorioso triunfo que le costara la vida a Adolfo Luna. Junto a la jocunda cara de la alocada morena, resaltaba más la tristeza do sus ojos verdes, donde el sufrimiento esparciera una sombra melancólica. En su frente, antes tersa como hojas de magnolia, el beso trágico del sufrimiento que floreciera en el declinar de su vida, había impreso un pliegue doliente. Su rostro se crispaba en gesto sobresaltado, casi ansioso, y sus movimientos, antaño [21] gatunos, plenos de sutil gracia, eran ahora lentos, con un no sé qué de dejadez que impresionaba.

     El telón acababa de alzarse nuevamente, y en el centro del reducido escenario, alumbrado por algunas luces rojas y verdes, reapareció Lucerito Soler. Falda sedeña de color musgo, mediana cola, y anchos volantes, descendía de su cintura grácil; un mantón verde también, donde florecían enormes rosas amarillas, de calentura, ceñía, el cuerpo andrógino, casi impúber, dibujando las suaves curvas de los senos y las más opulentas de las caderas. No podía decirse si era bella; era inquietante, perversa; turbadora en la alegría de su gracia gitana; reveladora en la divina languidez de su melancolía moruna. Tenía terso el pecho de niña o de adolescente, marcándose apenas el nevado montículo de las sagradas colinas; el cuello no muy largo, fino, lechoso, filigranado de venas azules, se erguía sosteniendo ladeada la bella cabeza. La frente clásica, tal ateniense estatua de Minerva; el pelo negro, de un negro azulado como las alas del cuervo, encrespado, formaba cortos rizos en torno a la cabeza. Sus ojos eran bellos y eran trágicos; ojos de misterio, ojos de lujuria, ojos de dolor. No eran negros como la noche, ni celestes como el ensueño; eran sombríos y brillantes. Guardados en el cofrecillo de alabastro de sus párpados que las pestañas de seda cerraban, cobijadas por el arco armonioso de la ceja, tenían fulgores de negra luz. Hacían pensar a veces en las carceleras, en las soleares, en los cantares serranos donde se llora a la madre muerta y al amor que pasa, donde se canta el azulado flamear de las navajas y las rejas carcelarias, a las calladas ternuras y a los amores trágicos en que la sangre corre mezclada con los vinos de oro, y otras evocaban los [22] fieros ojos de las heroínas bíblicas, los fieros ojos de Judith. matadora. Y desgarrando la palidez marmórea del rostro, se abría, tal sangrienta herida, la boca, de finos labios bermejos.

     La orquesta preludiaba las notas de la Farruca, y había en el aire como una evocación de guzlas morunas tañendo en Alhambras filigranadas como encajes, añorar de canciones entonadas por el agua al caer en los tazones de mármol del patio de los Leones, nostalgias del cielo de Damasco y de los cármenes de Granada. Tenía aquella música voluptuosidades y misterios: primero notas temblorosas, como despertar de sensualidades; después más intensas, sostenidas en trémolos interminables, como palpitaciones de contenida pasión; luego violentas, brutales, agudas, vibradoras, tempestades de lujuria demoníaca, para concluir en una nota temblorosa, interminable, cansada, gemidora.

     Lucerito, de pie en el centro del escenario, ligeramente ondulado el cuerpo, un brazo en alto, a la par del pecho el otro, danzaba lentamente, moviendo el cuerpo con ritmo ofidiano, entornados los ojos y entreabiertos los labios por leve jadear. Danzaba despacio, con espasmos interminables de cansada lujuria; después más deprisa, sacudida por un vendaval de pasión, retorciéndose, descoyuntándose, flageladora la cabellera de enroscadas sierpes, en blanco los ojos y crispada la boca en un gesto casi doloroso; y de pronto, como poseída de un vértigo de locura, saltaba prodigiosamente, iba y venía en giros rapidísimos, caía y tornaba a levantarse, desbaratándose, en el claroscuro rembrantesco de la luz roja y verde, las líneas divinas de su cuerpo, para volver presto a unirse con apariencias monstruosas de goyesco capricho. Y al fin, en un desesperado chirriar de los [23] violines, caía de rodillas para seguir retorciéndose, presa de diabólico maleficio, hasta quedar inerte en supremo desfallecer.

     La silueta del que en el fondo del palco yacía aburrido, fumando cigarrillo sobre cigarrillo, se había ido incorporando. Ahora Willy Martínez miraba interesado, y en su enfermiza imaginación desnudaba a aquella mujer. El escultor dejaba paso al hombre, y éste se recreaba, en imaginar la leve gracia del cuerpo casi infantil. Sin querer había mirado dos o tres veces a Lina, y comparaba aquella pubertad semejante a espléndido amanecer de los trópicos con la cansada belleza de otoñal crepúsculo veneciano de la Monreal. E hizo un parangón entre los ojos que tenían el fulgor de los brillantes negros con las pálidas esmeraldas que tantas veces viera veladas de lágrimas, y la sangrienta herida de la boca con las pálidas rosas que florecían en los marchitos labios de su amiga. Y pensó en las pasiones fuertes que consumen con su llama todas las demás pasiones, como el incendio de un bosque anula fundiendo en sí pastoriles hogueras, y en aquellas otras pobres pasiones que tenían la vergonzosa tristeza de un Calvario. Y Willy, egoísta como todos los que se sienten muy amados, pensó en la molestia de ayudar a soportar la cruz a quien por él la llevaba, y ansió vivir y ser dichoso, pensando con brutal egoísmo: «Antes estoy yo que ella».

     Los ojos tristes se posaban en él interrogantes con inquieta sorpresa. Al fin, Lina, no pudiendo contenerse más, fue hacia donde él estaba. Apoyó la rodilla en el diván y la mano en su hombro.

     -¿Qué te pasa?

     -Nada.

     -¿Te aburres? [24]

     -¡Pch!

     Callaron. Ella cubría la vista del escenario y le miraba ansiosa. El se inclinó para seguir contemplando a la gitana que en el tablado ritmaba sensualidades.

     -Willy...

     -¿Qué quieres?

     La voz del galán tenía dejos de impaciencia. La pobre mujer, con esa clarividencia de los que aman mucho, notolo, y sus ojos tornáronse más tristes.

     -Siento que hayamos venido -dijo-. Si hubiese sabido que ibas a aburrirte... Pero, por obsequiar a Edda.

     -Ahora no me aburro. Déjame ver.

     Con la garganta seca preguntó la dama:

     -¿Te gusta la Soler?

     Y aunque quería aparentar alegre ironía, la voz sonaba, con extraño timbre metálico.

     Hizo él un gesto de impaciencia.

     -¡Qué me va a gustar!... Baila. bien... Déjame ver.

     -¡Hijo, que aproveche! -la voz de la dama era desgarrada, llena de despecho; pero no se movió.

     El calló, deseando acabar la cuestión, y siguió mirando.

     Lina rompió el silencio:

     -¿Ves? ¿Lo ves como no se puede ir contigo a ninguna parte?

     Willy clamó, impaciente:

     -Contigo es con quien no se puede ir ni a la esquina, ¿oyes?, ¡ni a la esquina! Lo único que nos faltaba, un escandalito delante de ese demonio de extranjera. ¡Si acabaremos por no poder estar con nadie! Tendremos que pasar todo el día solos, como los amantes de Teruel, tonta ella, y tonto él. [25]

     -¡Ojalá! -y aquella palabra, que apenas formularon sus labios, cobraba en los de aquella mujer no sé qué grandeza, como ráfaga de un gran misterio de dolor que rompía la corteza de su frívolo vivir.

     Cada vez más irritado, prosiguió:

     -Pues, ¿para qué me has traído aquí? Será para lucirme como a un faldero, o para estar mirándote toda la noche como a retablo gótico.

     -¿Y por qué no?

     Y había lágrimas en su voz y en sus ojos.

     -Vamos, déjame en paz o me voy.

     Un «canalla» desfloró apenas sus labios; luego murmuró, doliente:

     -¡Qué felices son las mujeres honradas!

     María Montaraz se daba a todos los demonios (ninguno la quería). ¡Aquella Lina estaba desatinada! Iba a llegar día en que no se podría ir en su compañía. Cuidado, que ella -María- no era estrecha, de manga (¡qué había de ser!); pero aquellas escenas eran tan desagradables, de un mal gusto... Y más, delante de gente extraña... ¿Qué pensaría la princesa? (que, dicho sea entre paréntesis, la tal princesa era una cualquier cosa). Y se volvió a ella para explicar la conducta un poco extraña de su amiga; pero, ¿cómo? Si la decía que Lina y Willy vivían englobaos, no la iba a entender. Buscó mentalmente en su diccionario... Si la decía que eran amoureux mentía a sabiendas... Un menage... ¡Justamente! ¡al pelo! un menage. Y comenzó a explicárselo con todos sus pelos y señales. Ya podía comprender, ponerse en su caso. (¡Se habría puesto tantas veces, que una más...!)

     Sí, sí. La princesa lo comprendía todo (según la Pancorbo, a fuerza de estudiarlo). Ella no se asustaba (estaba curada de sustos). En aquellas [26] cosas... María volvió por los fueros de aquellas cosas.

     -No, si se suelen llevar muy bien; pero hoy...

     Y, nerviosa, dejó escapar el abanico que aleteaba entre sus dedos, y que, chocando primero contra los forjados hierros del barandal, fue a estrellarse contra el entarimado del suelo, moviendo gran estrépito. Al verlo caer, lanzó débil grito acompañado de un gesto de cómica consternación.

     Una voz allá, en el gallinero, repitió el grito, y luego otra y otra. Un «no te asustes, prenda» fue acompañado de algunos ¡olés! La morena, se volvió a Julito Calabrés, que de pie en el palco exhibía su empaque lorrainesco, satisfecho de verse objeto de la pública expectación.

     -Se están pitorreando de nosotros -dijo.

     -Si eres atroz... Estoy azorado.

     Y se volvía a todas partes, sonriendo satisfecho, buscando alguien conocido que contase al día siguiente la aventura de «aquellas locas», incluyéndole a él como principal actor.

     En butacas estaba Rosendo Calvet -chismoso como una portera- con aquella toilette de pretenciosa cursilería, que pregonaba a la legua el quiero y no puedo, y aquél sería su Homero...

     Mientras, el escándalo iba en crescendo. Los gritos, las risas, los aplausos aumentaban por momentos. El general habíase salido del palco. Él, como guerrero invicto y caballero ilustre, no podía ver afrentar a damas en su presencia, y por eso... al comenzar un peligro, se ausentaba discretamente. María se puso en pie, aproximándose a Lina.

     -Hija, ¿qué pasa? -preguntó ésta-. ¿La degollación de los Santos Inocentes?

     -De los santos indecentes, querrás decir.

     Y rió alocadamente.

     La Wladimirosky estaba encantada. ¡Oh, qué [27] cosa tan española! ¡Qué bello país galante! Porque aquella dama no comprendía más que una España de pandereta, la España de navaja y alamares que amaron Dumas y Gautier. Era una extravagante por carácter y por pose. Polaca, casada con un gran señor ruso, sintiose arrebatada por las evangélicas doctrinas de Tolstoi, y tan honda compasión sintió por los siervos, y tales fueron sus aproximaciones a ellos, que su marido, que aun conservaba algo de la brutalidad de sus antepasados, quiso que con sus esclavos compartiera, el knut, de que (y -habla la Pancorbo- no era cosa de dudarlo, cuando tantos amigos afirmaban haberlas visto) aun conservaba en su cuerpo las señales. Divorciada después de esta aventura, y errante por Europa, la vida fue para ella, perpetuo correr de sensacionales lances. Conspiradora en Polonia, apóstol del feminismo en Norte-América, sportwoman en Inglaterra, 'dilettanti en Italia, había viajado por Andalucía, acariciando la secreta esperanza de hacerse amar de un toreador y secuestrar por un facineroso con patillas de boca de hacha, calañés y polainas.

     El vocerío amainaba; pero Lina, impaciente, más por los celos que por temor al escándalo, se quería ir.

     -Esto se acabó. ¿Vamos?

     Y se puso en pie.

     María se acercó al barandal, y miró a su pobre abanico caído.

     -Julito, mi vida, ¿sabes lo que debías de hacer? Bajar por mi abanico.

     -Estás fresca. Jamais de la vie!

     -¡Qué amable!

     Y fijó sus ojos, llenos de pena, en el abanico, y luego en el Niño de las Verónicas. Este se alzó de [28] su asiento, y lento, con andares toreros, se aproximó al palco, recogió del suelo el «perico» y se lo tendió a la dama, llevándose la mano al sombrero. Ella rió, flechando en él los ojos, que quiso hacer matadores (y no fueron más que banderilleros); después murmuró:

     -¡Al pelo!... Gracias.

     En el teatro resonó una salva de aplausos.

..........................................

     Bajo los focos de luz eléctrica, mezclados los negros gabanes de los caballeros con los llamativos abrigos de las damas, formaban grupo, bulliciosos y parleros, junto al Panhard de Lina, que trepidaba de impaciencia.

     Algunos golfos comentadores les contemplaban con impertinente curiosidad; a unos cuantos pasos de ellos, el Niño de las Verónicas ponía varas a María Montaraz, que reía escandalosamente y se timaba con una desvergüenza admirable. Entre las risas en sordina, vibraban como notas agudas el hablar exótico de la Wladimirosky, que arrastraba las erres y se comía las jotas, y las notas agudas, ceceantes, de María. La morena les embromaba con sus proyectos para aquella noche, y las palabras, llenas de frívola banalidad, se clavaban en el corazón de Lina, que disimulaba, fingiendo regocijo.

     ¡Ay, general! -chillaba la Montaraz-. ¡Dios sabe dónde irán ustedes ahora!

     -A la cama.

     -Detalles no, ¡por Dios!

     Y fingió pudoroso espanto. Luego, volviéndose a Julito:

     -Hijo, no sé cómo os gusta iros con esas prójimas. ¡Tan brutas! [29]

     El caballero murmuró algo que sonó a la dama, como rivalidades del oficio o competencias.

     -No, si es un pendón. No compares, haz el favor. A mí todavía no me han sacado en ninguna procesión.

     -¡Qué injusticia! ¡Estás postergada!

    -¡Guasón!

     -¡No te apures, que ya te llegará el turno!

     -¡Magras!

     Mientras, Lina hablaba acaloradamente con Willy.

     -¿Vienes en el auto?

     -¿No ves que no cabemos?

     -Como caber...

     El hizo un gesto de impaciencia.

     -Como no me siente encima de la Wladimirosky...

     Ella preguntó con voz que, pese a sus esfuerzos por parecer natural, denunciaba su inquietud:

     -¿Te vas a tu casa?

     -Sí.

     Fue un «sí» largo, nervioso, aburrido.

     -¿Vendrás a almorzar mañana?

     -Iré.

     -No me des mico.

     El galán se impacientaba.

     -No, no. Iré, sin falta.

      Subieron al automóvil. Sonaban las voces de los caballeros, protestando débilmente, y las risas locas de las damas, en banvillesca algarabía. De pronto, una nota más hueca, más sonora, rasgó el melódico concierto. ¡Bah!, nada. A Lina, que se le habría desgarrado la risa. María la miró. Las tristezas que vivían en el fondo de su corazón se asomaban a las ventanas de sus ojos, y perlaban una lágrima en el borde de las pestañas de oro.

[31]

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- II -

                                                                                                                                       Elle est la fleur superbe et froide des poisons,
et le péché mortel aux âcres floraisons
de sa chair vénéneuse en parfums noire transpire.
                                                        ALBERT SAMAIN.

     -¿Entramos, sí o no?

     El automóvil había descendido rápido, y después de penetrar en la puerta del Sol, girado y desaparecido a su vista, cuando Julito formuló su pregunta encarándose con el general. Iba éste, propicio siempre a cuanto significaba estudio, a contestar afirmativamente, cuando el marqués intervino atajándole la palabra:

     -Ustedes harán lo que quieran; en cuanto a mí, tengo que madrugar para asuntos del Ministerio, y no puedo acostarme a las mil.

     -Yo también debía madrugar -afirmó Julito, por no parecer menos, llevado de aquel loco prurito que le hacía desear ser en los bautizos el recién nacido, en las bodas el novio y en los entierros el muerto-; pero no puedo, no tengo naturaleza para ello.

     -A mí me espanta madrugar -y hablaba Willy con aquella su voz sonora, un poco hueca-. Ya ven ustedes si deseo adelgazar: pues, para, conseguirlo haría todo, todo menos gimnasia, madrugar o ser persona respetable.

     Rieron Julito y el general la patochada, y el [32] marqués se encogió de hombros con la misma sonrisa de benévolo desdén con que podría hacerlo ante la salida de tono de un niño precoz. Señor, ¡qué necesidad había de hacer gala de un cinismo en que él, el marqués de San Balandrán, no creía! Y recordó aquella máxima que estampara en un momento de espontaneidad en su libro de memorias: «los seres que dicen carecer de ese enojoso apéndice llamado honor, pueden dividirse en dos grupos: seres que dicen no tenerlo, pero que en realidad lo tienen, y seres que, careciendo de él, pretenden poseerlo: de los primeros son todos los inconvenientes sin ninguna de las ventajas; de los segundos, todas las ventajas sin ninguno de los inconvenientes»; máxima que tanto le ayudara a medrar en la vida, bajo aquella noble capa de religiosidad que no tenía, de moralidad a la que miraba con desdén, y de recta honradez que no sentía, capa en la que supo envolverse con la noble majestad de un calatravo y que siendo para todos, como era, transparente, todos en ella aparentaban creer, como los cortesanos de aquel cuento de Anderson, que aplaudían la magnificencia del regio traje cuando el rey iba desnudo.

     Julito insistió:

     -¿Vamos adentro?

     Willy vacilaba; el deseo de conocer a aquella mujer que desde el tablado le impresionara luchaba en él con la perspectiva, de una cuestión con Lina, pues que ésta ignorase la aventura siendo Julito de la partida era punto menos que imposible, pues pedir secreto al chismoso era pedir peras al olmo; hizo al fin un gesto de desdén.

     -Es una lata: yo no entro.

     El elegante, seguro de pinchar en firme, murmuró: [33]

     -Si es por Lina...

     -¿Por Lina?... Vamos allá.

     E irritado, penetró en el portal.

     ¡Era mucho cuento! Se habían llegado a creer que él era un monote de aquella dichosa Lina. ¡Estaba divertida! Ya no podía más. Hasta la punta de los pelos. Llamó.

     -¿Venís?

     El héroe se despidió del marqués; él entraba. Curiosidad, mera curiosidad... y con Julito fueron a reunirse a Willy.

     Un golfo empujó a otro con el codo:

     -¡Ninchi, cómo la va a correr el abuelo!

     Y una mujer no muy vieja, pero sí muy envejecida, que arrebujada en raidísimo mantón, tocada la cabeza de mugriento pañuelo de percal que dejaba escapar lacios mechones de su pelo rubio, cenizoso, y llevando de una mano mocoso rapaz, imploraba un bien de caridad, comenzó a plañir:

     -¡Bribonas! ¡bribonazas! ¡Puás! Allá adentro dándole regalo al cuerpo, y ella, una madre de familia... ¡Lástima de jarabe de fresno donde yo me sé!...

     Los golfos rieron burlones.

     -Vamos, señá Nicasia, entre a ver si la convidan.

     -¡Granujas, más que granujas! ¡hijos de mala madre! ¡golfos! ¡si os cojo!

     Y amenazadora corrió tras ellos calle arriba, arrastrando en pos de sí al crío, que lloraba, apretándose rabiosamente los ojos con el puño libre.

     Una vieja menudita, cubierta de pies a cabeza por un manto color ala de mosca, la detuvo.

     -Déjeles, señora, déjeles, que no es a bien que una persona decente alterne. [34]

     -¡Válame Dios, señora, válame Dios, que una se vea así!

    Y volviéndose hacia el teatro fulminó con el brazo en alto, tremolando el cerrado puño con ademán apocalíptico, agoreras palabras preñadas de anatemas:

     -¡Comidas de sarna sus veáis, grandísimas tales! y vosotros así lloréis más lagrimas que aguas tiene la mar.

     Y lentas se alejaron, renqueando la vieja, maldiciendo la joven, seguidas del niño, que berreaba sin tregua.

     Un can famélico les aulló al pasar.

..........................................

     -Esa mujer es un peligro para ti, créeme.

     -Y Julito, apoyado en el brazo de su amigo, le hablaba casi al oído, mientras el general se atusaba los mostachos, soñando tal vez con guardar prisionera entre sus guías alguna prójima.

     -No es capaz de querer -siguió el elegante-, y tiene algo en sí que atrae, que fascina. Creo que no ha querido nunca, y para una vez que dicen que quiso le costó la vida al interesado. Además, ha rodado mucho. Si fueses sólo un snob, pase; pero tú eres un detraqué, y es peligroso. Ten cuidado: es un instrumento de placer que puede matar: éter, atchis o morfina.

     Willy sonrió entre serio y burlón.

     -¿Lorrain?

     -No te rías. A la española: luz en los ojos, miel en los labios, fuego en las venas; basta.

     Habían llegado a la puerta del cafetín, bautizado con el pomposo nombre de foyer de artistas; Willy, por toda respuesta, empujó la vidriera. Densa humareda llenaba el local, ni amplio ni alto de techo. Emanaciones de tabaco, de bebidas, de perfumes [35] baratos y de cuerpos sudorosos hacían la atmósfera irrespirable. Decoraban las paredes pésimas pinturas representando diversos pasos de bailes inverosímiles y algunos cuadros dorados conteniendo postales con el retrato de artistas célebres en los tablados de los cafés conciertos; divanes de terciopelo verde bastante sucios rodeaban el salón. En un ángulo, un caballero viejo, reclinada la cabeza en el respaldo del sofá, fumaba, entornados los ojos, sin prestar sino vaga atención a una mujer pequeñita y morena que, conservando aún el traje de escena, bajo el abrigo color de ratón, le hablaba, apoyados los codos en el mármol de la mesa y el rostro en las palmas de las manos, interrumpiéndose de vez en cuando para toser con tos seca y desgarrada. Más allá unos cuantos jóvenes de bohemio atavío discutían de pintura bebiendo cerveza. Bulliciosos, se agrupaban en torno a dos veladores cuatro o cinco cadetes y otros tantos mozos imberbes que reían y gritaban en compañía de algunas prójimas cosmopolitas -Margaritas de Tolón, Lucrecias napolitanas-, y por fin, casi junto a la puerta del escenario, Lucerito Soler, una dama de venerable aspecto que vestía negro traje y peinaba en cocas los argentados cabellos, la Gioconda y el Niño de las Verónicas departían amigablemente.

     Cruzó Julito la sala con amanerados andares, sin hacer caso de algunas risas que el exagerado entallado de su gabán levantó en el grupo de los bullangueros, y seguido de sus amigos llegose a la peña, saludó con un «¡hola, barbianas!», y procedió a las presentaciones, pomposamente, con ademanes afectados de corrección exquisita.

     -Lucerito Soler, reina sin trono; su imperio es [36] uno de esos imperios del Sol, fabulosos y magníficos; un imperio de ensueño.

     -Pero, ¡qué cosas tienes, guasón!

     Y rieron locas. Julito prosiguió, señalando a la vieja:

     -Doña Trotaconventos, noble dueña. Fue compañera del buscón Pablillos en sus andanzas cortesanas; fabricadora de untos para reedificar doncellas.

     -¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué cosas tiene este don Julio de mis pecados!

     Y la interesada (¡y tan interesada!) mostró en sonrisa servil la dentadura, que negra mella mancillaba con algo de innoble, inspirador de aversión.

     .Julito siguió, cogiendo por la barbilla a la otra pájara:

     -Mi Gioconda. Fíjate en el enigma de esos ojos

Tout chargés de mystère.

     El introductor gustaba de epatar con raros nombres, citas extrañas y peregrinas sentencias que fluían brillantes de sus labios como chispas de una rueda pirotécnica en un festival de fuegos de artificio. Sin embargo, en esta ocasión decía bien. La criatura que ofrecía a Willy bajo el peregrino nombre de la Gioconda era una mujer fina, con el pelo partido en crenchas iguales aureolando el rostro donde los finos labios de carmín, y los ojos grises punteados de verde, parecían callar un enigma.

    -Pero -prosiguió Julito-, aquí donde la ves, el encanto exige que permanezca muda, inmóvil; porque si habla, si ríe, queda roto, y mi Gioconda se convierte en hermosa verdulera deliciosa de ordinariez -y acariciándole la barbilla amicalmente-: [37] ¿Verdad que has nacido para pintura o estatua, mi chula?

     -¡Pa poste!

     -No; para estatua. Para dormir en las salas de un museo.

     -¡Quita de ahí, esaborío!

     Y, al reír, el enigma quedaba roto: los ojos brillaban alegres y los labios se abrían mostrando el triunfo de una dentadura plebeya.

     Llegó su turno al torero, tipo aflamencado, de fino perfil, vivos ojos y chulesco atavío. El elegante, apoyando familiarmente la mano en su hombro, hizo las presentaciones:

     -Mi amigo Esteban, el Niño de las Verónicas, émulo de Costillares; Willy Martínez, escultor -y con fina ironía-: los dos artistas.

     Sintió nerviosa repugnancia de ofrecer su mano al torero; pero ante la que éste le ofrecía abierta, no quedole otro remedio que estrecharla fuertemente bajo la mirada burlona de su amigo.

     -Tanto gusto.

     -Servidor.

     Se sentaron todos. Willy junto a la gitana, en sitio que amable le hiciera doña Trotaconventos, recogiendo los nobles pliegues de su falda brochada, los otros a la buena de Dios. Charlaron. El general se comía con los ojos a una jamona que, dejando admirar bajo el traje de mora que lucía morbideces apetitosas, acababa de entrar; la zurcidora de gustos asentía bondadosa a todo; el Niño de las Verónicas, con reserva espartana, contentábase con monosilabear de vez en cuando; Willy contemplaba codicioso el nevado cuello de la Soler, y la Gioconda hacía con Julito el gasto de la conversación. Habíase encarado Calabrés con el torero:

     -¿Qué tal ese flirt con mi amiga? [38]

     Él se encogió de hombros, echándose con un golpecito del índice sobre el ala redonda de su sombrero éste hacia la nuca, mientras la colilla que conservaba en la comisura de los labios cambiaba de sitio; la rubia saltó agresiva:

     -¿Sabes lo que te digo? ¡Que la tal amiga no tiene ni pizca de vergüenza!

     -¡Noticia fresca!

     -¡Ni pizca! ¡Ni tú tampoco!

     -¿Y para qué quiero yo eso? Mira, ¿sabes lo que es la vergüenza? Una cosa que para nada sirve y para todo estorba.

     -¡Desaprensivo! Tengo yo para daros lecciones con toda vuestra prosopopeya.

     -¿Has puesto cátedra? El maestro Ciruela...

     -¡Quita, de ahí! A que te señalo...

     -¡Miau!

     Reían todos. La rubia, escandalosamente, con desgaire; doña Trotaconventos, con reír discreto, como correspondía a tan alta señora; sólo en los ojos de Lucerito había vida; sólo en aquellos ojos de abismo había pasión, que dormía quieta, callada, impenetrable al mirar profano, como las aguas de un estanque antes que arrojemos la piedra en él, dispuestas a volver a cerrarse después de recibir el choque. Poco a poco Willy y la cantaora se habían ido alejando del conversar general y haciendo más íntimo su coloquio. Hablaban de amores, por ser éste terreno en que todos los humanos son viejos conocidos, y el escultor exponía su ideal de amor, aquella extraña teoría en que sus dejos de romántico se unían a las canallerías de vividor. Lucerito hablaba de su existencia azarosa, recordando hechos de ella. Había sido la suya, pese a su juventud, una vida de tristes abyecciones, aunque ennoblecida una vez por la pasión, alegrada muchas [39] por aventuras llenas por la picaresca gracia que inspirara a la regocijada musa del buen Boccaccio. Penas y alegrías, miserias y goces habían pasado enlazados, sin darle tiempo a discernir dónde acababa el dolor y dónde empezaba el placer. Mientras hablaba, sus ojos brillaban vertiendo raudales de luz por el rostro, de movilidad extraordinaria, que reflejaba como admirable espejo las rápidas sensaciones que se sucedían en su alma inquieta. Y aquella boca de veintiún años que sabía del misterio de la vida fecundada por la pasión más que otras bocas caducas, tenía una crispación de sensualidad provocadora. Tales historias despertaban en el muchacho sensación de repugnancia que aumentaba su deseo, como si el pasado de aquella niña, que apenas entrada en la vida tenía ya pasado, le llevase a desear el gustar en sus labios de la bella fruta.

     La voz gangosa, casi monjil, de la dueña, cortó su conversación.

     -El señor nos va a acompañar, ¿verdad?

     Todos se habían puesto de pie. El general discutía con la robusta odalisca algo indudablemente trascendental -¡cuestiones de estrategia!-, y la Gioconda pedía achares a su torero; los demás consumidores se habían ido ya, y los camareros comenzaban a amontonar las sillas sobre el mármol de los veladores; Lucerito se volvió a la vieja, y con naturalidad perfecta:

     -Sí, viene con nosotros -dijo.

     Sintió que se le chafaba, el ensueño en contacto con aquella realidad brutal; deseó ardientemente retardar la posesión, no ir aquella noche, y pretextó la hora. Con su amabilidad melosa, la vieja intervino conciliadora:

     -Si no son más que las tres. [40]

     Aun insistió:

     -El sereno... puede chocarle.

     -¡Bah! ¡Ni que fuera la hermana tornera! ¡Ya está acostumbrado!

     Sintió el brutal cinismo de la frase como bofetada recibida en pleno rostro; pero las miradas de todos estaban fijas en él, y se sintió ridículo.

     -Vamos -dijo.

     Y sus manos, en el bolsillo del gabán, se crisparon de rabia.

     Salieron a la calle. La noche era hermosa, noche del mes de septiembre madrileño; el cielo azul, profundo, tachonado de luceros. En lo alto colgaba la lámpara argentada de la luna, dejando caer su luz blanca en la calle, que tortuosa, en cuesta, con sus casas de desigual nivel, tenía, bañada en la plateada claror del satélite, el prestigio de una evocación medioeval. Un jorobado bufonesco y cínico, que dormitaba en el quicio de la puerta, se puso en pie, y vino a ofrecerles un décimo.

     -¡Llévenmelo, palomas, que es el de la suerte!

     Se separaron. Julito, el general, la Gioconda y su amante, en dirección a la Puerta del Sol; ellos, internándose por el dédalo de callejones del viejo Madrid, cuyo silencio sólo alteraba a aquellas horas el lento pasear de alguna vendedora de amor o tal o cual pareja de chulos trashumantes. Lucerito y Willy marchaban silenciosos; la algebrista de voluntades hablaba sin cesar de su mucha honradez y señorío.

     ...Porque ellas eran muy señoras, pero muy señoras. Su marido (¡de Dios gozara!) un perfecto caballero, y su sobrina, una artista... ¡Pues poco que se había opuesto la familia a que abrazara la carrera del teatro!... pero nada, la vocación. ¡En eso había salido a su madre, que era más terca que [41] una mula, aunque sea mala comparación!... Y a ella que no la dijesen... Nada de tonteos... algún señor serio... ¡Las cosas, como Dios manda!

     Y la charla fluía de sus labios, lenta, monótona, inacabable, como el zumbar de un insecto de mal agüero. Ellos no le escuchaban. Lucerito, de vez en cuando, fijaba, en él sus ojos, y la divina luz que emanaba de sus pupilas iluminaba el rostro peregrino. ¡De veras que le gustaba el señorito aquel, con sus grandes ojos grises, misteriosos como remansos de río, y su boca torturada de pasión! Era el primero que le impresionaba desde aquel hecho cruel que tronchó sus ilusiones en flor, y con ellas su vida. Y recordó la noche trágica, cuando en la estancia, sumida en semiobscuridad cómplice, viose con el rostro senil del sátiro junto a su rostro de diez y ocho abriles, que sólo los apasionados besos de Manoliyo habían desflorado, y ceñido su cuerpo virgen por los brazos, temblorosos de lujuria, del fauno. Y recordó cómo sus gritos se perdieron en el nocturno silencio que pesaba sobre la casa como losa de plomo, y recordó algo más cruel aún: la frase de su tía cuando, al entrar en la estancia después de cometido el crimen, la halló sollozante, acurrucada en un rincón, como bestia herida: «¡Bah! No llores. Más vale así. Tarde o temprano, había de ser...» Y recordó aún más: recordó a su gitano, su Manoliyo, aquel chulo de corazón de león e ingenuo mirar de niño, blandiendo la navaja ensangrentada, y más tarde camino de la cárcel; y venían luego en el cinematógrafo de su rememorar las cartas escritas en el abandono de la celda carcelaria, llenas de pasión, y los cantares tristes como el recuerdo de dichas perdidas para siempre: [42]

                               A las rejas de la cárcel                        
no me vengas a llorar;
ya que no me quites penas,
no me las vengas a dar.

     Miró a Willy. La figura elegantísima de muchacho se erguía con delicada arrogancia a su lado. El sombrero bohemio, un poco caído hacia atrás, dejaba al descubierto lo noble de la frente, y la luna ponía su luz de plata en el fondo de los acerados ojos. La cantaora posó la rizada cabeza sobre su hombro; él bajó las pupilas, y sus miradas se encontraron, y tras sus miradas sus labios.

     -¿Quién te va a querer a ti, chalao?

     Doña Trotaconventos sonrió, benévola. ¡Cosas de chicos! Más valía así. El parecía muy decente.

     Willy no pensaba, sentía, y las sensaciones herían sus nervios en tensión, arrancándoles bárbaras vibraciones, semejantes a las que produce la mano inexperta de un niño en la guitarra caída en su poder. Los mil detalles pedestres, hasta chabacanos, de aquella peregrinación al través del vetusto Madrid, irritaban su morbosidad de neurótico, haciéndole la caminata interminable. Al fin llegaron. En la calleja desierta, alumbrada, por algunos mecheros de gas, erguía su pesada mole el viejo palacio de los Ponferradas, con su soberbia portada plateresca y sus ventanas de forjado hierro. A su lado, mancillando la augusta nobleza de la señorial mansión con la innoble saña de una prostituta afrentando a una reina, se alzaba una casucha de dos pisos, con la fachada, de un gris triste, oprimente, manchada por grandes desconchaduras y hondos surcos marcados por el agua al resbalar. Ante ella se detuvieron. La dueña, con voz que, pese a su engolamiento, sonó cascada, aguardentosa, gritó:

     -¡Pepeee... Pepeee...!

     Se vio a lo lejos oscilar la luz de un farol de un vigilante nocturno, y luego caminar en dirección adonde ellos estaban. El sereno se acercaba, una sonrisa de camaradería en los labios:

     -Empieza el fresco, ¿eh?...

     Y luego con grosera malicia:

     -Con qué gusto se toma la cama, ¿eh?

     Willy se sintió humillado, y sorda irritación crispó sus nervios. La celestina, en su elemento, rió amable; Rosarito no hizo caso.

     Ascendieron lentos por la escalera lóbrega, sucia, estrecha, que chirriaba bajo sus pies como si fuera a hundirse, alumbrados por la vieja, que sostenía en su mano una cerilla, a cuya luz tomaban las cosas aspecto siniestro. En el piso segundo se detuvieron, y doña Trotaconventos tiró del cordón de la campanilla, que repiqueteó procaz haciéndole estremecer. Tras breve espera, una fámula desgreñada, soñolienta, estremecida de frío, les abrió la puerta. En la antesala, pendientes de una soga, unas medias de color de carne se balanceaban insultantes, impúdicas, semejantes a dos piernas de prostituta tras un postrer espasmo. La zurcidora de voluntades se encaró con la criada:

     -Acuéstese, Cirila; yo alumbraré al señor.

     La bestia de carga se alejó sumisa, cubriéndose los pechos flácidos con la roja toquilla.

     Penetraron en el santuario. Willy paseó por él los ojos. Papel gris florido de amarillo cubría las paredes, que decoraba un espejo con dorado marco; los muebles eran negros, tapizados de reps encarnado, y entre ellos se destacaba el tocador colgado de gasa roja, pieza de mancebía, que irritó [44] su nerviosidad. La cama -único mueble decente- era de nogal, muy baja e inmensa, pero fría, sin atrayente coquetería ni voluptuoso secreto.

     Estaban solos, frente a frente, y el gran misterio de amor, ese misterio de que depende a veces el porvenir, dicha o desdicha, de una vida entera, se aproximaba. Desposeído del gabán, habíase sentado el escultor en el sofá, y después de dejar vagar un rato su mirada por el cuarto habíala detenido en la sombra de la gitana, que oscilaba en la pared. Era una silueta elegantísima, sutil, llena de armoniosa gracia, que, al reflejarse en el muro, tenía un no sé qué de inmaterial, de aéreo, como sensual ensueño de un voluptuoso. Las vestiduras fueron cayendo una a una, lentamente, y cada uno de sus movimientos, el más insignificante de sus gestos, tenía una gracia definitiva. Pero al perder el ropaje la figura perdió su elegancia, aquella serenidad en el reposo y en la acción, que tenía algo de quimérico, y la silueta graciosamente desvergonzada de mujer, con pantalón y corsé, evocaba las ilustraciones de una novela de Paul de Kock para uso de estudiantes y viejos libidinosos. Willy cerró los ojos, temiendo que el ensueño que renacía volviese a morir en germen. Cuando los abrió nuevamente, la figura de pornografía estudiantil habíase evaporado, y vio erguirse en su lugar, espléndida y turbadora en su perversa belleza, retratada en el muro como en diabólica linterna mágica, la satánica arrogancia de Astarté, el demonio de la lujuria, la trágica hermosura de Medusa. Una silueta de mujer desnuda, de perversidad baudelairesca, se dibujaba sobre el sucio fondo. Rizos crespos como enroscadas sierpes nimbaban la cabeza, que se ladeaba sobre el airoso cuello. [45] Las colinas suaves de sus pechos se erguían provocadoras; armoniosa, la suave curva del vientre impúber. Las piernas eran nerviosas, de rara elegancia. Y aquella figura se movía con algo de serpiente sabia, que inquietaba. Nuevamente cerró los ojos. Una fragancia intensa le envolvía, ahora: aroma de nardo indiano que mata, de ovonia que enloquece, olor de mujer joven y hermosa, olor de vida, mezcla crispadora de olores, fragancia de naturaleza y de perfumes. Y sintió una respiración jadeante que le quemaba la piel, y sus manos temblorosas corrieron las curvas llenas de armonía del desnudo cuerpo, que se le ofrecía, con sencillo impudor, seguro de su belleza victoriosa, y unos labios frescos como cerezas, ardientes como brasas, mordieron sus labios, y unos brazos le aprisionaron en un abrazo de infinita pasión...

..........................................

     Encendió un cigarro y se subió el cuello del gabán. Escuchose el ruido de la llave al rechinar en la cerradura; después el arrastrar de pies de la celestina, que se alejaba, y después nada; un silencio de muerte posesionose de la calle. Clareaba. En la luz verdosa del amanecer, esfumábanse las casas en una vaguedad de ensueño. La muerte, victoriosa, parecía haber cruzado la ciudad, sumiéndola en una inexistencia sideral. Arriba, en el cielo, de un verde acuoso, se apagaba el globo esmerilado de la luna; abajo, en la calle, ni una puerta abierta, ni alma humana que transitara. Willy, parado en el umbral, sentía la tristeza infinita de las cosas y el presagio de los grandes dolores. Algo fatal que dormía en el fondo de su alma, como duerme la planta venenosa en el fondo de un estanque, acababa de despertar.

     Un carro pasó redoblante por el otro extremo [46] de la calle, alegrándola con el tintineo de sus campanillas; un viejo somnolaba en lo alto, y un rapaz pelirrojo llevaba la mula de la brida, entonando una tonadilla:

                                     Por la vida adelante                                    
voy caminando;
penas y alegrías
me van llegando.
...      ...      ...      ...      ...      ...
...      ...      ...      ...      ...      ...

     La tristeza sin límites de lo irremediable conturbó su espíritu.

[47]

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- III -

                                                                                                    PASTOR. -¿Pero qué es esto? ¿Qué significa esto?
MME. ALVING. -(Con voz ronca.) ¡Espectros!
                                                              IBSEN.

     «Esa mujer es un peligro para ti, créeme; no es capaz de querer, y tiene en sí algo que atrae, que fascina. No ha amado nunca, y para una vez que dicen quiso le costó la vida al interesado. Ha rodado mucho. Si no fueses más que un snob, pase; pero tú eres un detraqué, y es un peligro para ti». Las palabras de Julito repercutían en su memoria con esa claridad con que vibran en el oído las notas de una canción oída por la noche al despertar después de pesado sueño. Fue aquella la primera sensación de ser; la segunda un sabor acre, un poco acidulado, el gusto de aquellos labios maestros en un besar sabio que parecía sorber la vida.

     Tenía pesada la cabeza, dolorido el cuerpo, con impresión tan grande de repugnancia moral que casi degeneraba en malestar físico. No sentía sueño, ni tampoco ganas de levantarse, y no queriendo encender luz por temor a que el conocimiento de la hora en que vivía despertase en él impaciencias e inquietudes, permaneció en la cama, sumido en las tinieblas. Aquel estado letárgico de estacionamiento, [48] alejadas preocupaciones, le agradaba por su consonancia con el de su espíritu, víctima del desequilibrio constante entre su querer y su sentir. Para que la calma fuese completa deseó alejar el recuerdo de la aventura nocturno; pero ésta le obsesionaba con esa extraña, fascinación que mueve a contemplar por segunda vez el espectáculo que nos hizo retroceder la primera, asqueados. Y como los fantasmas alejan los fantasmas, trató de evocar los de su infancia, adolescencia, y juventud: hechos, ideas y sentimientos de aquel vivir fragmentario compuesto de sensaciones, vibraciones de sus nervios sin conexión ni enlace.

..........................................

     A aquel extraño estado espiritual en que vivía no le había llevado ni una gran catástrofe pasional ni un terrible dolor, sino una serie de pequeñas tragedias sentimentales. Ni férrea mano que le trazara un camino para marchar por la vida, ni excelso ideal que le sirviese de faro, ni un gran cariño que la llevase de la mano; por eso la suya, dejada al propio impulso como nave a merced de las olas, ya se había remontado a las cumbres del ensueño, ya se había arrastrado por todos los lodos de las pasiones. Ideales y deseos distintos se habían sucedido en su alma con rapidez cinematográfica, sin dejar otra huella que el amargor de la desilusión.

     Compuesto de matices que se esterilizaban mutuamente, carecía su alma de matiz alguno, y sólo cobraban relieve en la policroma monotonía algunas ráfagas de sensualidad más imaginativa que real y tal cual cabriola de su desordenada imaginación; y pasando sobre él, anonadándole, impidiéndole todo esfuerzo, una abulia extraña, especie de impotencia creadora. [49]

     Verdad es que el ambiente de suave nebulosa en que se deslizaron los primeros años de su vida fue propicio al desenvolvimiento de aquel raro carácter de un decadentismo y una exquisitez de fin de raza.

     Por qué raro capricho del azar, del matrimonio de don Casimiro y doña Purificación Martínez, honrados comerciantes de un prosaísmo abrumadoramente burgués, y sobre los restos de aquella casa de préstamos La Providencia, donde radicaba, el origen de su fortuna, nació su padre, alma digna de uno de esos príncipes del Renacimiento italiano, artistas y grandes señores a un tiempo mismo, un Médicis o un Borgia, y que, como uno de los más ilustres de éstos, se llamó Alejandro, es cosa que no podríamos explicar, pero que, sin embargo, como tantas otras cosas inexplicables, sucedió.

     Ocho años llevaban de casados, y ocho de explotar aquel negocio de préstamos sobre ropas y alhajas, y ya pensaban en retirarse del comercio con un saneado capitalito hecho a fuerza de privaciones, tan sólo con la ayuda de su honrado trabajo -la honradez no se les caía de la boca, pues no hay que olvidar la cáustica ironía de nuestro amado señor don Francisco de Quevedo Villegas, que nos dice que «conciencia de mercader es como virgo de cotorra, que se vende sin haberse», cuando al primer anuncio de la tarda satisfacción del mayor y ya desesperado deseo de su miserable vida les hizo delirar: ¡un hijo! Porque seguramente sería hijo, y por añadidura listo, guapo, bueno. Aquello acabó de decidirles dejar el comercio. Traspasarían la tienda, para lo que se les ofrecía ocasión propicia en los deseos emprendedores de un dependiente, y quedaríanse con lo que a préstamos [50]- con un diez por ciento mensual de interés y garantía de su sueldo- a empleados y militares se refería. Acordado ya tan interesante extremo, comenzaron a hacer castillos en el aire por cuenta de aquel vástago que el propicio destino les enviaba. Sería... ¡qué sé yo! Político, diputado, ministro; quizás, quizás, tirándole más la milicia, general, caudillo victorioso, árbitro de la nación; o tal vez, prefiriendo las glorias religiosas, obispo, cardenal, papa... Pero no, eso no: ellos querían que perpetuase la raza de los Martínez, que seguramente se ennoblecería con una de aquellas coletillas -de Fonseca, de Alfarache, de Malferir- que veían en los documentos hipotecarios de herederos de casa grande, documentos que en la ampliación de sus negocios comenzaban a guardar en los cajones de la cómoda, contrayendo andando el tiempo matrimonio con alguna de aquellas linajudas damiselas necesitadas de un revoque en sus desconchados blasones, y que fuese título. La idea de ser marqueses progenitores hacíales estremecerse de gozo. ¿Dinero?... ¡Bah! Eso no les importaba. Ya tendrían ellos buen cuidado de dejarle el riñón (léxico martinesco) bien cubierto.

     La fecha del fausto suceso se avecindaba, y era preciso buscar nombre al nonnato infante. A los héroes, reyes y guerreros de la historia contemporánea, única que -es un decir- conocían, fue pasada revista, pero fueron todos rechazados: unos por feos, otros por haber servido a antipáticas personalidades, otros por el mal fin de sus primitivos portadores. Decidiéronse. Decoraban las paredes de la sala en su nueva casa una colección de litografías, resto del negocio, representando las victorias de Alejandro el Grande en la India -infames dibujos en que aparecía el guerrero con anacrónico [51] atavío medioeval rodeado de negros salvajes empenachados de hórridas plumas-, y aquello fue un rayo de luz. El niño se llamaría Alejandro, y el nombre traería suerte.

     Y acertaron. El Destino, que a veces tiene raros antojos, tuvo el de complacerles; y como en esos cuentos en que apenas formulado un deseo aparece un hada benéfica que se apresura a convertirlo en realidad, así el Deseado fue tal y como ellos le soñaron.

     Ya en su infancia, una rara distinción en su figura le hacía destacarse del plebeyo marco; después, y según crecía, sus condiciones se afinaban más y más. Era un carácter de sensibilidad exquisita lleno de delicadeza, de gusto artístico, que rechazaba instintivamente cuanto trascendía, a vulgar; tenía apasionado amor por todo lo bello, por todo lo alto, por todo lo noble. Según crecía, el innato instinto estético que había en él acrecentábase. -Este niño será un gran artista, -decían cuantos le veían. ¿Un gran artista? ¡Bueno! No sería ministro, ni general, ni príncipe de la Iglesia, pero sería pintor insigne, genial escultor. De sus manos saldrían aquellas obras cuyo valor intrínseco no apreciaban, pero cuyo valor material no les era desconocido. Y humildes en su paternal orgullo, no cesaban de exclamar como plegaria de admiración un perpetuo «¡Pero a quién ha salido este chico! ¡No parece hijo nuestro!»

     No escatimaron medios: maestros, colegios, viajes. Creció. Ansiosos esperaron la obra que le inmortalizara. Y esperaron inútilmente. Pasaron los días, los meses y los años, y la obra no llegaba. Y no llegaba porque faltábale la gran fuerza creadora: la voluntad. Su espíritu era como el mar: ondulaba perpetuamente, reflejando todas las imágenes, [52] todos los matices, todos los cambiantes, desde las borrascas pasionales a las melancolías crepusculares y las glorias matutinas; pero al igual del mar, su hermano, carecía de facultad fijadora, y apenas reflejada la imagen se iba desdibujando lentamente hasta desvanecerse. Era un artista de la vida que cincelaba la existencia como antaño los sacros cálices el divino orfebre.

     ¡Qué bien recordaba Willy a aquel padre que en circunstancias azarosas fue su único amigo, maestro y compañero! ¡Qué bien evocaba su figura de elegancia, un poco bohemia, pero viril, noble, sin decadentismos! Parecíale ver asomar su rostro de presa, sus ojos audaces y aquel su aire un poco fanfarrón. Decían que se le parecía, y tal vez fuese cierto; pero, de ser así, la semejanza sería la que podía haber entre un aventurero florentino y un su descendiente poeta montemartesco. Creeríase que entre Alejandro y Willy habían vivido generaciones enteras apurando todos los goces y todos los dolores despilfarrando la vida, porque hay razas que desgastan en años lo que otras tardan siglos en desgastar.

     Recordaba Willy aquel escepticismo que hacía temblar perpetuamente el labio paterno con gesto vagamente desdeñoso. Era entonces, aún, amable escepticismo de hombre corrido sin crueldades ni ensañamientos; su ironía mostraba, el lado grotesco de las cosas; sentimientos y pasiones dejaban caer ante su mirada perspicaz los oropeles en que desfilaban envueltos por el carnaval de la vida y le mostraban sus pobres personalidades un poco ridículas, y él se contentaba con sonreír y poner un epitafio irónico sobre la tumba de aquella nueva ilusión que moría. Para él no había sino una religión: el arte. Y un culto: la belleza. Honor, [53] deber, creencias, no eran sino vanas palabras del formulismo social con que aquellos que no eran bastante grandes para vivir bajo las supremas leyes del arte trataban de encauzar sus existencias.

     Su madre, tal y como ahora la veía, roto aquel velo que hacíala aparecer como melancólica sombra de belleza y de ternura, era mujer de una frivolidad abrumadora, que no vivía sino de su belleza y para su belleza, y por reflejo del lujo y la elegancia como medios de hacerla resaltar. Para ella el mundo era escenario donde se exhibía como una gran muñeca mecánica, sin sentimientos, sin cariños, casi sin pensamientos, y como una gran muñeca, a quien no se puede ni besar, por miedo a que se despinte, la recordaba ahora. Su matrimonio con Alejandro Martínez fue una de tantas románticas locuras como éste hizo. Se conocieron en Roma, en una galería del palacio Doria, ante un cuadro de Patinir. Era por aquel entonces Flavie Corsini, de la patricia familia de los príncipes Corsini Cavalcanti, una belleza pálida, de virgen cristiana. Su cabello, de un oro deslucido, sin rojas flamas a lo Ticiano, se partía en crenchas rígidas, que bajaban, acariciando sus sienes, a ocultar sus orejas. La frente era estrecha, de candor virginal y albura de azucena; los ojos azules, luminosos, ensoñadores, mirando ingenuos bajo el áureo trazo de la ceja, y los labios finos y descoloridos. Alta, delgada, de florentina elegancia de líneas, caminaba pausada, lenta, sin perder jamás su armonía estatuaria.

     Alejandro amola, primero con locura, paseando su idilio por las viejas ciudades italianas, luego por los lagos suizos, después por los invernáculos de la costa Azul, por los cafés-concerts de París más tarde, y, por fin, muerta su ilusión ante aquella plástica [54] hermosura que, sin tener alma, hablaba al alma, comenzó a mirarla, como a un objeto artístico más, mejor aún, como a su obra. Prodigiosos brocados, de superba magnificencia medioeval; joyeles de asiática suntuosidad, preseas y atavíos dignos de una Teodora de ensueño, trazaron el cuadro y moldearon la estatua. Y, cosa rara, aquella mujer que no supo representar una comedia de amor, encarnó a maravilla aquella farsa de arte.

     En aquellos tiempos, su hogar, si hogar puede llamarse aquel campamento bohemio, sin raíces que lo ataran al pasado, ni anhelos que lo ligaran a lo porvenir, hallábase instalado en un risueño hotel, donde toda frivolidad tenía morada, y toda locura hacía su habitación. Por aquella casa desfilaban, en perpetua farándula, gentes de todos linajes y condiciones, que reían las patochadas de su padre y admiraban las elegancias de su madre. Allí se comía, se bailaba, se jugaba, y el desfile era interminable. Próceres, políticos, artistas, aventureros, histriones, se sucedían sin cesar; pero sobre todo brillaban en aquel cielo esas efímeras estrellas, personalidades de raro cosmopolitismo, que huían, dejando una estela de escándalo -duelos, quiebras, adulterios suicidios.

     De aquel primer período de su vida no conservaba claro recuerdo más que de una escena, precisamente la que puso fin a él.

     La mañana era brumosa, fría, gris. Al través de la tenue neblina se veían agitarse, sacudidas por intermitentes ráfagas de viento, las ramas esqueléticas de los árboles, semejantes a brazos de torturados que apostrofaran al firmamento en una súplica desesperada de piedad. Un movimiento insólito animaba el hotel, y Willy, olvidado en sus habitaciones del piso segundo, sin atreverse a salir [55] ni a llamar, permanecía con la frente apoyada en los cristales, que empañaba su aliento, contemplando con ojos extáticos el largo paseo desierto, con sus dos hileras de bancos alineados a los lados, tal una doble fila de abandonados sepulcros.

     Frontero el mediodía, Dolorosa, la vieja doncella, encanecida en el servicio de su casa, subió por él. Había en sus ojos, de humildad canina, tristeza tan lastimera, conmiseración tan profunda, sintió deseos de llorar. Sin decir nada, cogiole de la mano y bajó con él. Un viento helado de desolación parecía haber pasado por allí, barriendo la dicha para siempre. Las chimeneas apagadas, las macetas sin plantas y grandes manchas obscuras que se destacaban sobre la tenue coloración de las sedas que tapizaban las paredes, indicando el lugar que ocupaban los cuadros, daban una impresión de hundimiento, de catástrofe. En el gabinete de su madre -prodigioso camarín de bizantina fastuosidad- estaba ella, en pie, modestamente vestida de gris, tocada la cabeza de sencillo sombrero de fieltro, del que pendía un gran velo, alzado ahora para secar las lágrimas que se perlaban en sus pupilas de ensueño y resbalaban por su faz de virgen cristiana. Al verle, ni un gesto de dolor, ni un suspiro de consuelo; permaneció inmóvil, petrificada. Al poco rato entró su padre, hosco, taciturno. Cambiaron algunas palabras agrias, duras. Cuando Alejandro hubo partido, cogiole ella, y nerviosa, conteniendo los sollozos, le besó en la frente; luego murmuró egoísta:

     -¡Pobre de mí!

..........................................

     Ahora el escenario había cambiado. Al risueño hotel sucediera la destartalada casona, de laberínticos pasillos y grandes salas entarimadas, residencia [56] antaño de los Montalto, propiedad hoy día, merced a uno de aquellos préstamos hipotecarios origen de su riqueza, de su abuela.

     El carácter de la vieja habíase amargado. Perdida la fe en su hijo, la tacaña sordidez de sus primeros años había retoñado en ella. Una ira sorda, rencorosa, había nacido en su alma contra aquellos seres que dilapidaban imbécilmente lo que a fuerza de privaciones había reunido en laborar de una vida entera, y día por día, hora por hora, expió, desde, su madriguera, aproximarse la catástrofe con tan violenta rabia, que deseara a veces su pronta llegada, que le volviese a aquellos seres, vencidos, indefensos.

     La vida se deslizaba allí con una monotonía miserable, en absoluta soledad moral. Y recordó la insuperable tristeza de aquellos yantares, cuando, congregados ante los manteles de hostil blancura monástica, comían silenciosos, interrumpiendo tan sólo la calma, de muerte una lágrima que temblaba en las pestañas de su madre, una imprecación contenida, que era como trueno de la tempestad que bramaba en el alma de su padre, o una frase amarga, mojada en hiel, que dejaba caer la vieja.

     Una noche...-¡con qué claridad se ofrecía a sus ojos la escena que aisló para siempre a aquellas almas! -una noche, pues, comían los cuatro bajo la triste luz de una lámpara de petróleo. De pronto una palabra más amarga, una protesta más violenta de Alejandro, provocó la tempestad. Habló la vieja, y habló cruel, implacable, como el destino, sin importarle que aquel a quien hería fuese su propio hijo. ¿Por qué se quejaba? ¿Quién sino él tenía la culpa? En la vida, tarde o temprano, se recogen siempre los frutos de nuestras obras. ¿No habían pasado su padre y ella la suya sacrificados, esclavos [57] de él? ¿No habían vivido para verle rico, grande, feliz? Y él, loco, imbécil, lo había tirado todo a rodar. Siguió ahondando la herida, ensañándose sin piedad, sin compasión hacia aquel ser, alma de su alma, carne de su carne. ¿De qué había servido su sacrificio, su cariño? ¿de qué? ¡Todo tiene límites en el mundo!

     Estalló. ¡Ah! ¿Creía ella, por azar, que aquello era cariño, aquello amor? ¡No, no! ¿Medir la ternura según el éxito de las empresas? ¿Pero no veía que era irrisorio sarcasmo? Amar es poner, no ya nuestra vida, nuestra alma, entera al servicio de nuestro amor, y no éste al de falsos convencionalismos sociales en que no creen ni aun aquellos que aparentan acatarlos. Amar es sacrificarse perpetuamente, tener piedad, perdonar siempre. Es callar y ocultarse en los momentos de dicha, acechar los de dolor para brindar refugio. No es cariño aquel que nos traza un camino, y, al verle desdeñado, espera casi satisfecho que nos estrellemos para decir: «¿Ves? ¿ves cómo tenía razón?»; querernos es tratar de conducirnos hacia la dicha; y si no nos dejamos guiar, si erramos, esperar pacientes, acumulando perdón y ternura para el momento en que, vencidos, vamos a caer, tender los brazos y murmurar una palabra de consuelo y de esperanza.

     Exaltado, se había puesto en pie, y hablaba poniendo en cada palabra su pobre corazón, que sangraba dolores, desengaños y tristezas. Su madre le miraba silenciosa, casi enternecida; en los dulces ojos de Flavia, brillaban dos lágrimas, y por un instante pudo creerse que al empuje del sentimiento aquellos tres punzantes dolores se fundirían en un solo dolor, más dulce, más llevadero. Fue [58] sólo un momento; las tres almas tornaron a alejarse, y ahora para siempre.

     Desde entonces la vida corrió más triste aún, más monótona, más anonadadora. Los recuerdos se confundían luego en la bruma incolora de aquel vegetar, y sólo evocaba claramente la frívola tragedia de la muerte materna. Fue como había sido su vida entera. Aquella ave de peregrino plumaje, que pasara la vida gorjeando, tenía que morir al ponerse en contacto con el frío de la pobreza y el olvido. Y fue su muerte, dolorosa, una protesta contra la recidumbre de su destino que no la dejara gozar, una suprema rebelión contra la vejez y la fealdad. No pensó, al morir, en Dios, ni en su marido, ni en su hijo; pensó en que dejaría de ser bella, y dejaría de gozar.

................................................

     Peregrinos Alejandro y Willy por el mundo, y perdida el primero toda ilusión para sí mismo, púsolas en su hijo, pues son de tan rara condición las humanas ilusiones, que aun aquellos mismos que dicen carecer de ellas, tan sólo de ellas viven. Quiso que aquel ensueño de arte y de gloria, imposible para él, fuera patrimonio del heredero; quiso hacerle fuerte, invulnerable a las humanas debilidades, emprendedor, osado.

     Había cambiado mucho Alejandro Martínez a los crueles latigazos de la vida. Aquella suave ironía que apenas si era antes grato cosquilleo, habíase trocado en terrible bisturí que desgarraba creencias, ideas y sentimientos, mostrando sus deformidades y gangrenas. Rompía las envolturas gratas o tolerables, y tras de disecarlas para recreo de la vista, mostraba el contenido nauseabundo. Ante los ojos asombrados del adolescente, que, al ver, veía, aquella realidad, mostró tras de cada fe [59] una superstición o una cobardía, tras de cada amor una lujuria, tras de cada cariño un egoísmo, de cada amistad un interés. E implacable, cruel, no se contentó con analizar los ajenos sentimientos, sino que desgarró sin compasión su propio corazón, y cuando le vio sangrar no se detuvo, sino que siguió estrujando hasta que ya no rezumaba ni una gota. Asistía Willy horrorizado a aquella impía anatomía moral, a aquella amputación ilusoria. Comenzaba a ser hombre, y, según es ley natural del vivir, a aclararse sus ideas y sentimientos.

     Era en lo físico un muchacho de complexión delicada, enfermiza nerviosidad -tal vez heredada de su madre- e imaginación espléndida. Y en cuanto a su espíritu se refiere, como formado en la escuela del florentino, que vivía en su padre, informábale una carencia absoluta de sentido moral. Todas esas bellas utopías por que luchan los hombres eran para él monsergas. Deseó desde muy joven ser escultor. Los dioses y diosas que viera surgir ante sus ojos en los museos italianos, le fascinaban como fragmentos de una bella vida remota que imposible cataclismo hubiese petrificado. Amaba la escultura por cima de todo. Era su arte. Él no comprendía el alma que puede palpitar en el fondo de las cosas, y tenía, en cambio, prodigioso instinto de percepción para la forma. No comprendía que un matiz provocara un sentimiento, y percibía, en cambio, la belleza, de una mueca dolorosa o la magnificencia de un gesto trágico. Bajo sus dedos hábiles el barro se moldeaba en suaves líneas, y el mármol se caldeaba con un soplo de vida. Pero la abulia, aquella fatal herencia, pesaba, sobre él, esterilizando sus esfuerzos. Apenas en su imaginación, soberbia fragua forjadora de quimeras, concebía una obra, y antes que el cincel y el buril [60] diesen remate a ella, un ensueño de gloria se cernía sobre la innata maravilla. Escapábase su pensar por campos de irrealizables esperanzas; sus manos quedaban inertes, y poco a poco la abulia descendía sobre él, le envolvía en su velo gris. La concepción se esfumaba hasta borrarse, y la obra quedaba inacabada. Así, en su estudio dormían el sueño piadoso del olvido en los grandes bloques de mármol la crispación lasciva de un torso femenil o el enigma de unos labios sádicos.

     Dos desengaños crueles, dos catástrofes sentimentales acabaron de trazar aquel carácter. Fue la primera su iniciación de amor; la segunda, la muerte del postrer ídolo ante que se arrodillaba aún.

     Refugiado en su estudio una tarde de verano, reposaba. Tropical calor caía a plomo, anonadándole. Willy leía. Las páginas dolorosas de Le Calvaire le ofuscaban con una sensación casi morbosa. De la azotea próxima venía un vaho de infierno. Voz de mujer cantaba a lo lejos, y las chocarreras notas de aquel cantar llegaban a él apagadas, fatigosas.

                               Cogiditos de la mano
   ¡Riquitrún!
Se marcharon de paseo
   ¡Riquitrún!
Mi primita Encarnación
Y su tío don Tadeo.
Riquitrún, riquitrún,
Riquitriquitriquitrún.
...      ...      ...      ...      ...      ...

     Willy, aburrido, salió al terrado. El sol caía de plano sobre los rojos ladrillos del empedrado, recociéndolos; algunos tiestos de albahacas morían en la asfixia de la tarde de fuego; en el cielo ni una [61] nube; un azul intenso teñía el horizonte, que de vez en cuando estelaban de negro una bandada de errabundos pájaros. Atraído por la voz femenina, se aproximó a una ventana abierta.

     El reflejo solar reverberaba en el blancor de las paredes enyesadas, dañando los ojos; en un hornillo caldeado al rojo se calentaban algunas planchas, y ante enorme mesa vestida de blanco lienzo, una mujer planchaba. Era hembra fuerte, alta, vigorosa, de animalidad potente; tenía el pelo rojo, los ojos grises, pequeños, pitañosos, de raras pestañas e hirsutas cejas; la boca grande, lujuriosa; en la albura de su piel la viruela había dejado sus huellas; goteándole el sudor de la frente, remangadas las mangas, dejando ver al desnudo los recios brazos y entreabierta la chambra, mostrando el prominente seno agitado por leve jadear, respiraba intenso olor de bestia en celo. Willy quedósele mirando curioso; ella, al sentirse contemplada, fijó en él los ojos un instante asombrada; luego rió neciamente. Entablaron palique. La mujer seguía su trabajo, deteniéndose de vez en cuando con la plancha en alto para mirarle y reír, mostrando los dientes grandes y amarillos. De pronto sintió el muchacho ansiedad extraña, ola de fuego que invadía su cuerpo todo, con un deseo indefinido, ansioso, violentísimo, que hacía arder su sangre en anhelos desconocidos. Seca la boca, palpitante la nariz, inyectados los ojos, se aproximó a ella, y sus manos, que temblaban, tentaron el cuerpo sudoroso. La prójima resistió primero débilmente, riéndole en los labios; después se entregó allí mismo, entre los montones de ropa húmeda, con sumisión de bestia familiar.

   Rodaron... [62]

..........................................

     Los años habían corrido y cumplido Willy los veinticinco, cuando murió su padre. Sintió el muchacho al verse solo impresión de abandono, de soledad moral inmensa. De la feroz demolición interior llevada a cabo en su alma por su maestro, sólo una ilusión quedaba en pie, su madre; y a ella se asió. Jamás las acres palabras del vencido, implacables con todos y con todo, habían manchado la dulce sombra de Flavia. Y según el tiempo corría, ejerciendo sus funciones de Jordán, borrando los pecados y dando mayor brillo a las virtudes, la figura de la italiana, limpia de frivolidades. y ligerezas, se agrandaba y embellecía envuelta en suave bruma de bondad y ternura, y en la aridez del alma de Willy era, aquel refugio a su pensamiento, fuente de paz.

     Al morir su padre y verse solo en el mundo, aquel su enfermizo sentimentalismo heredado de su madre, sugiriole una idea romántica: anheló abandonar París, donde en medio del barullo y animación se hallaba más abandonado, más solo, y buscar refugio en el vetusto caserón madrileño en que corrieron tristes años de su vida, y allí vivir, hallando consuelo en la memoria, de aquella madre tan santa, tan dulce y tan desgraciada. Y pensado y hecho: púsose en camino.

     Cuando aquella tarde un poco bochornosa de mediados de mayo pisó el umbral de la casa familiar, latíale con violencia el corazón. Sin detenerse, con la ansiedad de aquel que después del naufragio va a caer en los brazos de la persona amada, penetró en las habitaciones de su madre. Todo estaba como años atrás. Allí la inmensa cama de palo de rosa y bronces, donde agonizara (1); allí el largo diván guarnecido de encajes, en que tantas horas implacables le vieran languidecer de tedio, una novela [63] entre las manos; allí aquel arpa raras veces tañida en crisis de romántica tristeza; allí el pupitre de peregrinas incrustaciones de maderas preciosas; y allí, en fin, el retrato de la amada muerta. ¡Qué bella estaba! El óvalo prodigioso de su rostro de madona angélica se dibujaba bajo el oro pálido de los bandós hieráticos. Los ojos de cielo brillaban serenos en la nacarada albura de la tez, cobijados bajo la línea irreprochable de la ceja, y en sus labios florecía aquella sonrisa, que era a la vez plegaria y beso. Hallábase sentada en un escabel; una vestidura de cándido blancor ceñía su cuerpo; blanca paloma yacía en su regazo, prisionera entre sus manos, no menos blancas que ella. A sus pies en búcaro de peregrina elegancia, florecían azucenas litúrgicas, cándidas como flores del huerto de Sión, y al través de unas arcadas que sostenidas por pétreos pilares cerraban el fondo del cuadro, divisábase un paisaje de bíblica ingenuidad pueril.

     Willy sintió deseos de arrodillarse y rezarle como una santa; después otro no menos vehemente de abismarse en el pasado y de volver a vivir su vida. Con unción abrió el mueblecillo de las incrustaciones; un conjunto de marchitas fragancias -olor de antiguos encajes, de viejos abanicos, de olvidados papeles, de mustias flores- que daban una sola fragancia, la fragancia del pasado, le hirió haciendo llenarse sus ojos de lágrimas. Comenzó a revolver cosas, y con cada nueva surgía un recuerdo, y su alma, yerta como tierra quemada por un sol de verdad, se inundaba de bienhechora melancolía. Caía la tarde; Willy, abismado en las dulces memorias, no veía llegar la noche. En un cajoncito halló un paquete de cartas atadas por una cinta azul. Lleno de emoción, creyendo serían de su padre, se aproximó a la ventana [64] para leerlas. Rompió la cinta y miró la letra. No era de Alejandro. Trató de leer, y no había luz; sólo algunas palabras -amor... cariño... te juro...- le quemaban los ojos. Ansioso, desasosegado, buscó cerillas, y no las halló; trató de encender la luz eléctrica, y no funcionaba... Impaciente, nervioso, decidió marcharse, irse a un café para leer allí.

     Salió a la calle. Había caído un chaparrón, y las losas de la acera espejeaban; una emanación intensa de humedad subía de la tierra mojada. La multitud transitaba ruidosa por la amplia vía, y Willy, deseando huir, refugiose en el primer café que halló al paso. Era un café popular, de grandes dimensiones, decorado con infames pinturas y enormes espejos, que reflejaban la profusa iluminación de bombillas eléctricas y arcos voltaicos. El pianista acababa de tocar la Rapsodia húngara, y el numeroso público que llenaba el local aplaudía a rabiar. Willy sentose a una mesa y pidió coñac. En la de al lado a la suya, una señora gorda y frescota, tocada de clásica mantilla, con facha de tendera, endomingada, acompañaba a dos pollitas esmirriadas, luciendo presuntuosos sombreros, y las tres paladeaban sendos sorbetes de mantecado. En frente, dos obrerillos tomaban café. El muchacho sacó sus cartas, y comenzó a leer. ¡Eran cartas de amantes! De amantes, sí, en plural; de dos amantes. Y ni siquiera latía en el fondo de ellas el fuego de una pasión irresistible, sino la amable ligereza de unas relaciones mundanas. Citas, proyectos de diversiones, celos de vanidad, quejas de amor propio: ¡total nada! No podía leer. El pianista aporreaba el teclado, y parecía, descoyuntarse llevando con todo el cuerpo el compás del Vals de las olas. La señora gorda y sus niñas comentaban a [65] gritos chismes de vecindad, y los obreros reían chabacanerías. Su dolor, la revelación de su deshonra, la desilusión sentimental, se borraban confundidos en el ensordecedor horrísono. Le parecía tener ante sí una novela, cuyo asunto fuera una de aquellas crueles disecciones de almas que su padre realizara tantas veces a su vista. Una pasión fuerte, invencible, que atropella por todo, que lo sacrifica todo, que lo barre todo, puede perdonarse; una pasión criminal, traidora solapada, llena de infamias y bajezas, puede hasta admirarse; ¡pero aquello! Al fin salió. No quería ni pensar en ello para poder conciliar el sueño, que bien lo había menester. A la siguiente mañana, analizaría, meditaría tras de leer las cartas reveladoras. Hondo horror sentía por la crisis moral que le esperaba: deseo de dormir, de no volver en sí jamás.

     Y por la mañana, al despertar, se halló tranquilo, indiferente, sin inquietudes ni amarguras, casi contento de vivir, curado. Leyó las cartas, una a una, entre bostezos, como páginas de un viejo romance de amores sin frescura, lleno de artificio.

     He aquí por qué extrañas derivaciones sentimentales llegó a ser un canalla teórico. Y digo teórico porque tenía -sin morder la sagrada manzana- la clave del bien y del mal. Sabía planear fría, hábilmente aquellas arriesgadas empresas, y luego, en el momento decisivo, una de aquellas dos fatales fuerzas que yacían en su alma, la sensualidad o el enfermizo sentimentalismo, surgían arrollándolo todo y destruyendo su obra.

     Seguro de su talento, pero seguro también de su esterilidad al faltarle con la voluntad la gran fuerza motriz, comenzó a rodar por la bohemia parisiense. Según corría el tiempo, ansia insaciable [66] de goces le invadía, sed de dinero le abrasaba. Deseaba llegar a la gloria, pero no por la gloria misma, sino como medio de gustar de los placeres. Fue un arrivista. No perdonó ocasión ni medio; escéptico, amoral, sin escrúpulos, emprendió varias veces la conquista de la vida, pero siempre lo flaco de su voluntad y lo descabellado de su imaginación dieron al traste con su empresa. Un descorazonamiento inmenso pesaba sobre él, y comenzaba a desesperar, cuando en uno de aquellos cenáculos de la bohemia elegante, en casa del pintor holandés Wander Helden, simbolista, morfomaníaco y diabolista, que ganó su fama con una tabla prerrafaélica, «Las nupcias de la Muerte y el Amor», y acabó recluido en una casa de salud, conoció a Lina.

     Diose inmediatamente cuenta de la impresión causada sobre la española dama, y vio desde luego en ella el instrumento de su triunfo.

     Aquella mujer, que después de cruzar la vida en absoluta aridez de corazón buscaba en las postrimerías de ella un amor, sería la escalera por donde Willy subiría a la gloria, a la posición y a la fortuna. Lina Monreal pondría a sus pies, para servirle de pedestal, toda aquella fuerza acumulada en una existencia de lucha.

     Comenzó bien; pero pronto su naturaleza resurgió, y en vez de subir él, al amparo de aquella mujer, comenzó a arrastrarla hacia el abismo.

     Hacía unos días que hiciera firme propósito de salvarla para salvarse él con ella; y no bien comenzó a poner en práctica tan loable proyecto, hete aquí que en el momento de prueba surgía ante él el enigma de los ojos gitanos y la atracción del cuerpo quimérico de la Soler. Pero ahora no. Estaba decidido. Ahora... [67]

     -¡Delicioso! Todos en conmoción por ti... Lina sumida en el dolor... María sin saber qué hacer para llevar consuelo al alma atribulada... Yo en tu persecución, ¡y tú durmiendo a pierna suelta! ¡épatant!

     Era Julito Calabrés, que había penetrado en la alcoba, y abriendo la ventana para dar paso a la luz de un triste día otoñal, hablaba con afectada voz timbrada de prosopopeya y de ironía; rebuscando las palabras para dar sonoridad a las frases.

     Willy se había sentado en la cama, y contemplaba al elegante, que iba y venía por el cuarto, jugando con liviano junquillo, tocándolo todo, destapando los tarros, probando los perfumes, hojeando los libros, impertinente, curioso, inquieto. Un traje de paño morado, de exageradísimo entallado, le ceñía el cuerpo; llevaba al cuello una chalina de crespón malva, sujeta por dos perlas monstruosas, repulsivas, como raros bichos, unidas por leve cadena de platino; una pulsera de crisopacios y brillantes azules ceñía su muñeca; peinaba sus cabellos a lo Alfredo de Musset, y brillaba en su diestra extraña gema de acuosa coloración, regalo, según él, del rey de las islas Dahomet, exótico monarca con quien trabó gran amistad en Baden-Baden durante su estancia allí -tres días inacabables de aburrimiento, el tiempo de enviar postales a todas sus amigas-, y ostentaba en la izquierda mano un férreo anillo con arábiga inscripción, que, si había de ser creído (no lo era), fue cogido del dedo de una favorita del rey de los creyentes, muerta de amor; tenía trágica leyenda, pues su poseedor no podía amar sin ser fatal a la persona amada.

     Era Julito un poseur por gusto y por conveniencia. Habíase impuesto un papel en el teatro de la [68] vida, y desempeñábalo a maravilla. Allá en el fondo de su ser era el primero en reírse «de sus cosas», pero quería a toda costa llamar la atención, chocar siempre, destacarse. Habíase propuesto hacer única y exclusivamente su santísima voluntad, sin imposiciones ni respetos, y escudado con aquella capa de extravagancia, salíase con la suya. Sostenía las más raras y descabelladas teorías, apoyado en extravagantes textos; vestíase con insólitos atavíos, y dueño de un aplomo a toda prueba, cruzaba el mundo sonriendo irónico, caminando a su fin sin importarle el clamoreo de la chusma, como esos actores que vemos hablar y sonreír ciegos y sordos ante las iras deshechas del público. Unos le despreciaban, otros le temían, algunos, los menos, pero los más videntes, le admiraban, y todos le agasajaban, reían sus chistes, comentaban sus rarezas y temblaban sus malevolencias.

     Interrogó Willy:

     -Bueno, ¿qué pasa?

     -¿Que qué es lo que pasa? ¡Y me lo preguntas! ¡Y tienes valor! -clamó Julito con graves aspavientos-. ¡Qué va a pasar! Que Lina, tu dichosa Lina, está que se le puede ahogar con un cabello.

     -¡Qué barbaridad!... Y, ¿por qué?

     El farsante tuvo un gesto melodramático.

     -Lo sabe todo.

     -¿Para qué se lo has dicho? -respondió el bohemio.

     -¿Yo? ¿Yo? ¡Jamás! -clamó el aludido, llevándose ambas manos al pecho con un ademán de sinceridad teatral.

     -¿Quién iba a ser?...

     -El general, el marqués... cualquiera menos yo. [69]

     Ya sabes mi lema: Sprechen ist Silbern Schewergen ist Golden.

     Willy no hacía gran caso, y se vestía cuidadosamente, sin prestar sino muy mediana atención a las palabras del poeta. ¡Bien sabía él su valor! Julito adoraba cuanto trascendía a lío o trapisonda; gustaba de enzarzar a los demás, ejerciendo de mediador, y no había embrollo que no provocara él por el solo gusto de desenredarlo luego. Siguió:

     -Y cuenta, cuenta tu aventura, tu viaje sentimental a Citherea, con mi bella gitana. ¿Verdad que tiene unos ojos trágicos, unos ojos de misterio y de muerte? Los versos del poeta parecen hechos para ella:

                               Los ojos de las reinas fabulosas,
de las reinas magníficas y fuertes,
tenían las pupilas tenebrosas
que daban los amores y las muertes.

     Willy se dejó caer desdeñoso:

     -Sí, vale bastante.

     -¡Adiós, tú! Mira, guarda tu desdén para mejor ocasión. ¡Es admirable, portentosa, ideal! Es gitana, y Dios sabe de qué remoto monarca descenderá; tal vez es fruto de los amores de Salomón con la reina de Saba. ¡Parece que lleva la muerte en la boca y en los ojos!... Pues y el cuerpo... Cuando anda, ¡qué ritmo!... A mí me recuerda a Baudelaire:

                               A te voir marcher en cadence,
   Belle d'abandon,
On dirait un serpent qui danse
   Au bout d'un bâton.

     El escultor tuvo un estremecimiento involuntario [70]. La figura de la bailaora habíase esfumado un instante en la semipenumbra.

     Calabrés seguía hablando, ligero, risueño, baladí; saltando, en su charlar sutilmente incongruente, de unos temas a otros, desflorándolos todos sin insistir en ninguno, con amable frivolidad de conversador mundano.

     -Pues, ¿qué me dices de la sin par e inenarrable doña Trotaconventos? ¡Tan gran dama! ¡tan señora! Siempre con su traje de seda negra y sus pendientes de colgantes... Luego, de fijo te habrá hablado de su gran pundonor y mucha decencia. Antes de pedirte nada, te jura por sus entenados y difuntos que no es amiga de dineros. Yo, cuando hablo con ella, me parece hacerlo con la quevedesca doña Tal de la Guía, y te aseguro que si ésta, no sale por la puerta del humo es porque ahora hay chubesquis.

     Willy, vestido ya, reía las ocurrencias de su amigo.

     -Bueno, ¿dónde vamos?

     -¡Dónde hemos de ir! A casa de María, donde está Lina.

     El amante de la Monreal hizo un gesto de resignación.

     -Vamos allá.

     A la distraída miró la hora. Las cuatro. A las cuatro y media tenía cita con la Soler. Recordó sus planes, sus meditaciones, su resolución inquebrantable. No iría.

     Salieron. Ya en la calle, y ante el eléctrico de Julito, sintió flaquear sus propósitos. La imagen de la bohemia hirió su imaginación con punzante recuerdo, y sin detenerse a analizar impresiones ni a musitar proyectos, decidiose de súbito a [71] ir, aunque sólo fuese un momento, y volviéndose al componedor:

     -Mira, vete tú delante; ahora iré yo -dijo.

     -No te dejo: no irías.

     -Sí, iré.

     Y echó a andar.

     El otro se encogió de hombros, y entrando en el automóvil, dió las señas de la marquesa de Montaraz. Después miró a Willy alejarse, y meditó. La vida es un conjunto de novelas. Allí había una. ¡Pobre Lina! Podría llamarse... ¡Qué trouvaille! Podría llamarse, y así en francés y todo, para mayor claridad... podría llamarse Oubliée.

[73]

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- IV -

                                                                          J'allais, hautain et fort, drapé dans ma pensée,
posant mon pied vainqueur sur l'avenir vaincu;
Moi acul régnais sur moi; mais vous êtes passée
et je n'ai plus compris de quoi j'avais vécu.
                                             EDMOND HARANCOURT.

     -Ja! ¡Ja!... ¡Divino!

     -...

     -¿Y dices que el general con una ninfa contemporánea de Mari-Castaña y Willy con la Soler?

     -...

      -¡Qué atrocidad! ¡Ni que le hubiese dado flechazo!

     -...

     -¿Que sí? ¿Que le ha dado flechazo? ¡Hombre, no seas exagerado!... Cualquiera que te oyese creería que era la Venus del mirlo, como diría ella...

     Y María Montaraz dejó el cigarrillo turco en el borde del teléfono para reír a sus anchas, a la vez que cogía el otro auricular, interesada, por la historia que de los acontecimientos de la pasada noche le hacía con todos sus detalles, más algo que ponía él de su cosecha, Julito Calabrés desde el club.

     Hallábase la dama subida sobre un sitial; un kimono de seda verde florido de crisantemos de oro dibujaba la armoniosa línea de su torso de adolescente, y los negros rizos que ornaban su [74] cabeza pequeña y redonda hacían más apetitoso el cuello de piel tenuemente bronceada.

     -¡Pobre Lina! -clamó la loca con fingida conmiseración, bañándose en agua de rosas ante los disgustos de su carísima amiga-. ¡Y la prójima esa no vale nada! ¡Tan pintadita!

     -...

     -¿Que no está pintada? ¿Que es una maravilla? ¡Qué barbaridad!... ¡Estoy por creer que te ha chalao a ti también!

     -...

      -¿De veras?... Y ella será una tiorra, por supuesto.

     -...

     -¡Ah! Muchísimo. De la patria del Cid... Su padre...

     -...

     -¿Un sindicato? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! No seas majadero y cuéntame. ¿Lina no sabrá nada?

     -...

     -¿Que hay que contárselo? No seas mal intencionado.

     -...

     -Lo haré por complacerte. Unos cuantos capotazos y un descabello. ¡Al pelo!

     Abriose la puerta y el lacayo anunció:

     -La señora condesa de Monreal.

     En el dintel se dibujó la figura elegantísima de Lina. Traje de paño de un azul prestigioso marcaba las formas llenas de armonía de su cuerpo; pequeño fieltro azul, adornado de un pichón gris que reposaba la cabecita en los rubios rizos, tocaba la ladeada testa, y toda su persona respiraba gracia y armonía, aunque así, en plena luz, notábanse mejor en ella los estragos del tiempo, pues si bien el conjunto conservaba su belleza, el rostro, [75] a pesar del sabio retoque, habíase marchitado. Sus ojos, siempre bellos, verdes, expresivos, eran ahora tristes, cansados, y los rodeaban anchos círculos azulados; la boca, caía levemente en la comisura de los labios y algunas arrugas no trazadas, apenas delineadas, surcaban la frente.

     María, salió a su encuentro, y besándola ruidosamente, comenzó a gritar:

     -¡Mujer, qué gusto! Yo que me aburría como una ostra... Pues no te esperaba hasta las cinco.

     -A esa hora había yo pedido el coche para venir; pero estaba tan triste, tan sola, tan desesperada...

     -Pues, ¿qué te pasa?

     ¡Qué me ha de pasar! Willy, que ni ha ido a almorzar, ni ha avisado, ni ha parecido por casa... Si no hay paciencia. ¡Te digo que estoy harta!

     -¡Qué atrocidad!

     Y María, fingiendo asustarse, buscaba el modo de dar aquellos capotazos ofrecidos a Julito.

     -Pero, mujer, siéntate y cuenta.

     Y llevándola hasta el diván, la empujó suavemente, para que se acomodase, e hízolo ella acurrucándose como mona amaestrada sobre los cojines de un puf.

     Más que camarín de bella era aquel saloncito despacho de muchacho aficionado a los deportes. Cierto que las paredes estaban pintadas de blanco, decoradas con molduras y grandes cuadros de damasco verde, sobre los que se destacaban algunos retratos del primer Imperio -Napoleón, Josefina, Madame de Recamier, L'Eglion-; pero en los muebles, cuya mayoría obedecían a las modas reinantes durante la epopeya napoleónica, había María, en aras de la comodidad y de su capricho, cometido verdaderas herejías decorativas y anacrónicas. [76] Así, por ejemplo, había instalado aquel diván turco, cálido, nido de almohadones donde gustaba descansar al regreso de sus excursiones, diván que, según los maliciosos, podría contar, si fuérale concedido el don de la palabra, sabrosas historias. Tampoco hacían juego con los demás muebles las dos enormes butacas inglesas de piel -procedencia Mepple-, que ofrecían su muelle refugio a ambos lados de la chimenea, y menos aún la sillita de caballete de roble que también se veía allí. La mesa de escribir era demasiado grande para ser de mujer, y estaba llena de papeles, mezclados con ceniceros y cajas de pitillos. Emblemas o cuadros de caza ornaban todos los accesorios del escritorio, y presidiendo la mesa lucían en marco de roja piel -¡oh escándalo de las personas honradas!- un retrato de la Otero dedicado a la excelentísima señora marquesa de Montaraz. Junto a la mesa de escribir, y al alcance de la mano, una pequeña biblioteca giratoria contenía los libros favoritos de la dueña. A ella, que no la diesen Lorrains, Rachildes ni Essebacs; eso para el memo de Julito, que pasaba de perverso, o para la necia de Lina, que también se las daba de desequilibrada; a ella que le diesen libros jocosos, verdes y picantes, pero modernísimos, porque Boccaccio y Aretino le reventaban. Algunos de Paul de Kock, bien escogidos -La Casa Blanca, La dama de los tres corsés, Entre niñas y brigadieres-, todo Willy, su favorito, y algo de Zola para cuando no podía dormir. Pero lo que más llamaba la atención en la estancia, y pintaba a su dueña de cuerpo entero, era una estatua de la Venus de Médicis, terciado un capote de paseo y sombreada la frente por el cordobés.

     Sentose, pues, María, y cogiendo mimosamente [77] las manos de su amiga, dispúsose a cuadrarla para la famosa estocada:

     -Conque cuenta, monísima, cuenta. Decías que Willy, anoche...

     La otra alzó vivamente la cabeza, con un gesto de ansiedad:

     -Yo no he dicho eso... pero tú sabes algo. ¡Dímelo, mujer, por Dios!

     -Pero, criatura, ¿qué quieres que sepa yo? -protestó hipócrita la morena.

     -Sí sabes, sí, María; ¿por qué negármelo? Tú has hablado con Julito, y Julito estuvo con él. ¿No ves que esta duda es atroz? ¿No ves que tengo que ponerme en lo peor? Anda, sé buena, salada.

     Y había dolorosa humildad en su súplica.

     La Montaraz se compadeció.

     -Mira, no es nada extraordinario; pero como tú eres tan celosa y te impacientas...

      -Tendré paciencia.

     Y era sumisa.

     -Pues verás -comenzó la chismosa, con las de Caín-, no tiene nada de particular, al fin y al cabo; anoche, después de irnos, se volvieron al foyer, y allí cenaron con la Soler.

      Lina saltó exasperada:

     -¡Y te parece poco! ¡Y dices que no tiene nada de particular! Pues, ¿sabes lo que te digo yo? ¡que es una infamia!

     María trató de calmarla.

     -¡No seas loca! Se puede querer a una persona...

     La otra protestó airada:

     -Si es que no me quiere.

     -Pues si tan segura estás...

     -Pero es que le quiero yo -afirmó rotunda; [78] y con gesto rápido alzó el tul que velaba de azul el rostro peregrino, y nerviosa enjugó con el pañolito de encajes una lágrima más imaginaria que real.

     -Pero aunque así sea, -predicó María-, si no te quiere, haces mal en seguir. ¿A qué comprometerte, desprestigiarte, luchar, si tan cierta estás? Aunque siempre sea peligroso, todavía cuando tiene una seguridad de encontrar la felicidad, aun se puede echar todo a rodar; pero así...

     Lina tomó ese aire de misterio peculiar a quien va a hacer a un extraño la revelación que oculta tragedia interna o a iniciarle en raro fenómeno de psicología.

     -Mira, María -comenzó-, te voy a hacer una confesión, a ser franca, franca como no lo he sido ni lo seré con nadie; no quiero tener en este momento ni amor propio de mujer guapa, ni siquiera de mujer. Pues óyeme: ahora, segura de que no me quiere, engañada por él, traicionada, humillada, ¡soy feliz queriéndole! Y hasta pienso a veces que somos más dichosas cuando queremos que cuando nos quieren a nosotras. De que nos quieran nos cansamos; de querer nonos cansamos nunca.

     María la contempló asombrada. ¡Pero, aquélla no era su Lina! ¡Se la habían cambiado! ¡Y ella que llegó a admirarla en un tiempo! ¡Cómo se conocía que se iba haciendo vieja, y por eso, como toda mujer al sentirse declinar, se aferraba a su pasión con el cruel temor de que fuese la última!

     Lina siguió:

     -Y en el fondo tengo la esperanza. de que Willy llegue a quererme. Verá en mí tal cantidad de amor de cariño, de ternura, que a la fuerza acabará [79] por convencerse de que jamás en nadie lo hallaría igual, y se dejará vencer.

     María fue leal.

     -¿Quieres que te sea franca? Pues yo, no. Aparte de que en el amor soy partidaria del flechazo, y creo que se quiere o no desde la primera mirada, no tengo fe nunca en que un inferior nos ame. Podrá querernos; amarnos, jamás. Tiene que ver en nosotros instrumento o dueño: al instrumento no se le ama; al dueño se le engaña. Para amarnos hemos de buscar un igual; mejor, un superior. Para un inferior somos lo necesario -nadie aprecia lo necesario más que cuando carece de ello-; para un igual, lo común -nos es indiferente, por regla general-; para un superior, la locura, y todos aman su locura.

     Lina calló un instante; luego dijo:

     -No sé, no sé; pero ya ves; además, estoy tan sola, no tengo a nadie en el mundo... (porque tener a Perico y a Baby no es tener a nadie) y necesito que me quieran o, al menos, que me lo digan.

     María se encogió de hombros.

     -¡Bah! Eso no te ha de faltar...

     Lina alzó los ojos. Una mirada triste pasó por sus rostro, como la sombra de una rosa por un espejo de plata.

     -Sí, ya lo sé. Pero yo he perdido mi facultad de creer. Cualquiera que viniese después de Willy supondría que lo hacía por interés o por vanidad, no por amor. Willy ha matado en mí la fe, y, ya sabes, el amor es como un cristal de ilusión: si de pronto se rompe, volvemos a ver las cosas tal y como son.

     María se hacía cruces. ¡Loca, Señor, loca, de remate! [80]

     La Monreal calló un instante; luego murmuró doliente:

     -¡Qué felices son las mujeres honradas!

     La cínica hizo una mueca despectiva:

     -Hija, no puedo decirte. No soy voto en la materia.

..........................................

     La primera vez que la condesa Carolina de Monreal sintió aquella sensación de tedio, de tristeza, de abandono, fue en Monreal-Cottage.

     Monreal-Cottage era su gloria y su elegancia. En sus tiempos felices de apoteosis había querido tener, a semejanza de los que las grandes damas inglesas poseen en Escocia, un coto de caza con campestre y señoril residencia, donde pasar la primera parte del otoño -paréntesis abierto en su vida mundana entre el agosto de Saint-Moritz, Ostende o Carlsbad, y el octubre parisién-. Y dada a buscar lugar propicio, recordó que entre los bienes heredados de tía Carmina había unas posesiones allá en la provincia de Ávila, donde, según es fama, tuvieron su casa solariega los Monreal, y, según María Montaraz, la cueva desde donde salían a robar a la carretera. Quiso que aquella residencia tuviera carácter, mucho carácter, y asesorada por Julito, persona de exquisito gusto y de un barniz estético a la violeta, comenzó las obras. Donde se asentaba el antiguo caserón hizo levantar uno nuevo, pero conservando todo el corte del primitivo. Enormes estrados de enyesadas paredes, que hacían destacarse más los retratos de familia (cada uno de la suya, según María) -viejos hidalgos, cenceños, avellanados, terrosos, melancólicas damas de palidez marfileña o rígidas abadesas- pintados por Carreño o Pantoja de la Cruz. Altos techos surcados de vigas; viejos [81] reposteros blasonados, cerrando las puertas; enormes galerías, escaleras de piedra y vetusta capilla presidida por una efigie de la mística Doctora, la Beata Madre Teresa de Jesús. Separando el palacio de los campos de caza, un jardín, mitad galante, mitad monacal -monjil Versalles-, abría sus calles de bojes y arrayanes, guardadas por altos álamos o puntiagudos cipreses, sus arcos de follaje y sus plazoletas, donde en las quietas aguas, manchadas de líquenes, de las fuentes, se miraban airosos, como en aquellos otros que fueron gala y regalo de los provenzales jardines, testigos de las peregrinas Cortes de Amor, góticos pináculos.

     Aquel año, tres después de la muerte de Adolfo Luna, y un año después de la caída del Ministerio de que formó parte Pedro de Monreal, fue cuando el tedio por vez primera hízola su fatal salutación.

     Había muerto Fernando Santa Ana con cruel oportunidad, en el preciso momento en que iba a fracasar. Fue siempre el político español un espíritu de rara sutilidad y exquisitez. Era un artista y un sabio; admirable político teórico, había nacido para las grandes luchas, y las pequeñas intrigas le vencían, le fatigaban. Sin verdadera, voluntad, incapaz de imponerse, con mano de hierro, vacilaba tambaleándose a cada paso. Había llegado al poder con los honores del triunfo, sonando clarines y repicando tambores; a banderas desplegadas. A sus planes irrealizables nadie contestó con una negación que le enardeciera, ni una protesta que le hiciera luchar; parecieron todos conformarse conquistados, y luego, a sus generosos impulsos, opusieron la inercia, y a sus arranques una pasividad absoluta, contemplando curiosos cómo se debatía [82] contra lo imposible, seguros de que saldría vencido; y cuando descorazonado, aniquilado en la lucha con aquellos invisibles enemigos, iba a caer, la muerte sintió compasión, y ciñó su frente con el frío laurel de lo que hubiera sido, arrebatando a Lina su apoyo.

     Había, pues, muerto Fernando Santa Ana; Pedro Monreal, alejado de la política, vuelto a sus hábitos de juego y disipación; Manolo Catalañazor, casado con una americana millonaria, ambulaba por Europa; Adolfo Luna había pasado en su corazón al rincón de las cosas olvidadas con tía Carmina, con el errante soñador que cruzara antaño como un fantasma por su camino; y en aquella vacuidad sentimental vivía Lina tan sólo de satisfacer vanidosos goces cuando surgió la fatalidad.

     Había sido aquel año la atracción, el clou, como decían ellos, de la otoñada en Monreal-Cottage, la estancia allí de la duquesa de Ponferrada, -que les había dado la lata a todos con su manía filarmónica, pues lo mismo era descuidarse que empezar ella a lanzar aullidos lastimeros, que pretendía hacer pasar por arias y romanzas, y que, mirando de quién venían, todos se veían obligados a aplaudir, sin perjuicio de que luego Calabrés afirmase, con general beneplácito, que la dama cantaba como un grillo con dolor de barriga -y de una ilustre dama francesa, la comtesse de la Tour-Maville, flor del faubourg. Completaban la colonia Pepita Pancorbo, la Franqueza, María Montaraz, el marqués de Zacinto, Julito Calabrés, Paco Estrada, el marqués de San Balandrán y el conde viudo de Casa Silvante, gran coleccionista de décimos vencidos de la lotería.

     Tocaba el mes de septiembre a su fin; habían desfilado ya la Ponferrada y la francesa, y disponíanse [83] todos a hacer otro tanto, cuando Lina comenzó a sentirse mal. Primero eran pequeños escalofríos que le acometían al caer de la tarde, después destemplanza, y por fin cayó postrada con calentura. La Pancorbo y Tinita, en cuanto se cercioraron de que no era cosa mayor, se largaron a Lourdes a hacer su anual visita a la Virgen, no sin ofrecerla rogar por su pronta mejoría; Julito, invitado en Bélgica al castillo de lady Rumbold -donde pensaba aburrirse con dignidad-, se largó también; los demás caballeros siguieron su ejemplo, y quedó sola María, que en los primeros días de octubre, y viendo convaleciente a su amiga, no pudo resistir sin el París de su alma, y se fue. Quedó, pues, abandonada Carolina en medio de la naturaleza, que moría con el otoño; sola, quizás por primera vez después de la triunfal venida a la corte; sola, enferma, aburrida.

     Los primeros días pasolos tediosa, recluida en su cuarto -prodigio de cálida, elegancia, que contrastaba en la yerta tristeza del palacio como resaltaría, un rosal florecido en el yermo- leyendo novelas y viendo correr las horas insulsas. Pero, una tarde sintió la tristeza infinita de las cosas que se van para no volver, la melancolía de lo fatal e irremediable.

     Yacía Lina tendida en un diván; sus ojos se habían alzado de las páginas del libro, y vagaban por el jardín en calma; descendió el crepúsculo; sobre el cielo albeante las copas de cipreses dibujaban sus siluetas negras semejantes a mortuorios obeliscos; en la amarillez de las calles enarenadas las hojas trazaban laberintos obscuros, y el pináculo de la fuente mirábase inmóvil en las aguas manchadas de liquen. Así visto el paisaje a través del cristal, inmóvil, petrificado, tenía apariencia quimérica [84] de luctuoso panorama. Y Lina sintió la tristeza de las cosas pretéritas, la melancolía inmensa de su soledad.

     Quiso vivir un recuerdo, y buscó anhelosa en el fondo de su alma algo que fuera antídoto de su amargura. No lo halló. Su marido, jugándose la fortuna en compañía de Lola; Baby, un muñeco de cera; Adolfo Luna, y el solitario que cruzara antaño su camino eran sombras, y como sombras se evaporaban. Sintió la quemante humedad de las lágrimas, y permaneció así hasta que los velos piadosos de la noche la envolvieron.

     Desde entonces aquella sensación le hirió de vez en cuando.

     Había transcurrido un año, y hallábase Lina en París, cuando conoció a Willy. El octubre había sido de los más divertidos. Lina, María y Julito, libres en la independencia propicia de París, desbarraban. Llevaban corridos cuantos bailes raros, cuantos cenáculos alborozados, cuantos cabarets de fama dudosa o francamente, mala conocían, cuando un día presentose Julito con un convite para una sesión de ocultismo en casa del célebre pintor holandés Wander-Helden. La Monreal había comenzado por negarse en redondo a ir; pero la insistencia de sus amigas, que decían tomar sobre su conciencia aquella locura, junto con su curiosidad y con la certeza de que de no ir ella irían las demás, la decidieron.

     Dos criados exóticos, un rubio y un egipcio, vistiendo raros trajes de oriental magnificencia, abrieron la puerta del estudio, inclinándose a su paso, y halláronse los españoles en el más inquietante de los escenarios. Paños de terciopelo negro, bordados en raros emblemas de plata, pendían de las paredes como en una cámara mortuoria; [85] flores monstruosas, de belleza inquietante, morían en ambiguos vasos etruscos; extrañas plantas surgían de grandes tibores chinos, que elefantes de pórfido sustentaban sobre sus grupas en los ángulos de la estancia. Una estatua de la diosa Kali surgía trágica en su horrible fealdad, asentada en un trono izado sobre cuatro esqueletos de caballo. El frente principal ocupábalo el cuadro que, inmortalizando a Wander-Helden, lo inutilizara para siempre: «Las nupcias del Amor y de la Muerte». Desde el primer instante aquella pintura producía una opresión extraña, una angustia indefinible.

      Sobre un fondo de residencia feudal del siglo XIII, de una vaguedad de ensueño, avanzaba un cortejo nupcial. La figura del novio respiraba alegría confiada; sus cabellos de oro caían sobre la frente con una onda llena de gracia, y sus labios rojos, un poco carnosos, parecían sonreír a la vida. Pero contemplando bien aquella figura, observábase que sus ojos eran turbios, vidriosos, como si invisible venda impidiérale ver. En cambio, los de la pálida princesa que se apoyaba en su brazo brillaban como siniestros fuegos fatuos, tan hondos, tan profundos, que no aciertan a divisarse sus pupilas. Era criatura de belleza admirable; su rostro, demacrado, tenía la palidez del nardo; su cuerpo, esbeltísimo, parecía dotado de un no sé qué de inmaterial, de etéreo. Pero las albas rosas que coronaban su frente palidecían con ese amarillento colorido que toman las flores en contacto con un cuerpo muerto; los argentados bordados de su túnica fastuosa parecían parodiar las líneas del esqueleto humano, y toda su figura respiraba algo de irreal, de quimérico. Tras aquella pareja avanzaba otra y otra, y luego otra, [86] hasta perderse en las lejanías del gótico claustro como una procesión de ultratumba.

     El autor de la obra y dueño de la casa salió al encuentro de las españolas, encantado de recibir a tan principales damas. Su tez vagamente azulada, sus párpados hinchados, sus ademanes tardíos, cansados, y su persona toda que respiraba vencimiento, denunciaban en él al morfinómano. Elegancia afectada, exquisita, envolvía su persona. Amable, procedió a presentar a las recién venidas a la asamblea, congregada ya en torno al trono de la diosa.

     La luz crepuscular, que al filtrarse al través de la vidriera historiada con el Santo Entierro tomaba tintes lívidos, envolvía en su claridad de cripta los extraños invitados.

     Eran nueve o diez. Una condesa italiana, gorda, fofa, inmensa, que parecía atacada de elefantiasis, supersticiosa y sensual, que imploraba de la Madona la fidelidad de sus amantes; un príncipe alemán, de fieros ojos y enhiestos mostachos, que renunciara a las preeminencias de su estirpe para debutar como duetista excéntrico en compañía de una perdida; una lady inglesa, con el cabello cortado y viril empaque, excéntrica y eterómana, que había paseado Europa en masculino arreo; Willy Martínez, escultor español, y cuatro o cinco artistas bohemios. Wander-Helden procedió a las presentaciones: -La contessa Baldoni... el príncipe Rodolfo de Wertestein... Lady Floria, Willy Martínez...

     Los ojos de Lina, verdes y acuáticos, reflejaron en los ojos acerados y misteriosos del español, y sintió una sensación extraña, como si algo la previniera que había hallado la fatalidad de su vida, esa fatalidad que tarde o temprano todos [87] encontramos, y a la que no pocos sucumben. Desde aquel instante sus pupilas se clavaron en él insistentes, provocadoras.

     La nigromántica -una mujer anciana, bajita, con el cabello blanco y modesto traje negro -había llegado, y leía en las manos de la contessa Baldoni su destino, todo un futuro de amor. Aprovechando un instante en que la atención de todos se hallaba fija en las palabras de la adivina, la Monreal se acercó a Willy.

     -Vivimos María y yo en el hotel Ritz -dijo-. Tendremos mucho gusto en recibir su visita. Entre compatriotas...

     La voz cansada de Wander-Helden cortó sus palabras. Le llegaba el turno de interrogar al destino. Cuando se halló frente a la maga, y los ojos de ésta, fríos, triangulares, se clavaron en ella fascinadores, sintió temor y se arrepintió de haber interrogado a los hados. La mano sarmentosa de la adivina corría por la suya con una tenuidad de extraña pesadilla, trazando raros dibujos, y de pronto la voz de la sibila, sonó agorera, profética, como eco de la fatalidad:

     «Jugará usted su vida a un amor como fortuna a una carta... ¡y perderá!»

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     Sin vacilaciones, sin dudas, fatal e inconscientemente, se entregó a Willy a la primera palabra; no esperó a hacerse valer ni a hacerse desear; se entregó por una necesidad moral de abdicación y de renunciamiento. Ella que había dejado correr su vida sin amar jamás, sacrificándolo todo -sentimientos, ternuras y creencias- a su ambición, comenzó a desandar el camino, sintiendo en el declinar una extraña ansiedad de afecto. Ella que viera morir con un gesto de desdén a Adolfo Luna; [88] ella que asistiera impávida al fracaso y agonía de Fernando Santa Ana, su instrumento y pedestal; que en su carrera triunfal por la vida pasó indiferente al acatamiento de todos, sintió vehemente pasión por aquel vividor canalla que hallara en su camino. Por lo mismo que él no puso nada de su parte, sintiose ella más ligada, prisionera de su indiferencia.

     De vuelta en Madrid, comenzó una lucha extraña. El escultor no la amaba; veía en ella un instrumento, una escalera, algo necesario, preciso en su vida... y no la amaba. Y Lina, por el contrario, quería ser para él el amor. Al sentirse envejecer, al no respirar ya aquella atmósfera de deseo tan pesada que casi la palpaba flotando en torno suyo, quería hacerse desear y hacer ver a los demás que era deseada.

     Segura de su decadencia, tal vez con el íntimo convencimiento de que aquel amor era el último, se aferraba a él queriendo que la amasen por sí y no por lo que representaba en la vida. Era lo imposible. Una rebeldía ingénita contra el dueño llevaba al escultor a amar a todas las mujeres, menos a ella. Entonces celos rabiosos agitaban con furores de vendaval el alma dominadora de la Monreal; celos irrazonados, violentos, invencibles. Una mirada, una palabra, un aparte, bastaban a desencadenar la tormenta.

     -¿Ves? ¿ves como eres un canalla? ¿Cómo no me quieres? -clamaba desatentada, loca.

     Él se sentía harto, cruel.

     -Pues bueno, ¡no te quiero! ¡y se acabó!

     Entonces la ira se deshacía en llanto. Imploraba triste, quejumbrosa, humilde. El veía lo que podía perder, sentía lástima de ella y le prodigaba una limosna de ternura, una migaja de pasión. [89]

     Consolada, feliz, quería exhibir su triunfo, y corría a María. Sonrisa irónica o mirada ambigua de ésta volvíanla a sus desconfianzas, y despechada, no vivía hasta hallar a Willy y recomenzar la escena.

     La vida así era imposible. Todo se torcía, se derrumbaba, caía, en la existencia de la condesa de Monreal. Su marido, dejado a sí mismo, vagaba en compañía de perdidas por los grandes centros de juego de Europa, y no contento con ello, había comprometido su fortuna en dudoso negocio con una compañía navieras hispanoamericana. Las gentes de su mundo comenzaban a mirar aquello no como una aventura, sino como un escándalo. Y Lina, en lugar de retroceder, herida en su amor propio, avanzaba más. A los desdenes y murmuraciones contestaba con puñados de barro que les arrojaba al rostro. De un fracaso se reponía con un triunfo que le costaba una finca. Cada pasajera victoria eran algunos miles menos. Caminaba ciega a la ruina. Ella y María, decididas a ser libres, costara lo que costara, se aislaban para hacer su voluntad sin freno ni barrera. Una horda de parásitos que con tal de ir con ellas pasaban por todo, les rodeaban en la vida; y todo vacilaba, se desmoronaba, amenazando hundirla. Y por cima de todo, borrando lo demás como un leitmotiw funesto, lucía una idea: ser querida, deseada, eternamente amada, victoriosa, joven...

[91]

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- V -

                                                                                                                           Momentos había en que parecían mirarnos
desde lo alto de una torre.
                                                          MAETERLINK.

     -Rosas... Son las últimas...

     Y con ademán pleno de gracia, Baby dejó caer dos pobres rosas de otoño, pálidas y fragantes, sobre la falda de su madre. Ella le atrajo hacia sí, y apartando los cabellos color de lino, que caían sobre la frente lívida, le besó con unción devota.

     -No te canses, mi vida.

     -No. Estoy mejor, mucho mejor.

     Y sonrió con aquella su sonrisa de melancolía infinita. Después desasiose de las manos maternas, y avanzó por entre las calles de bojes.

     A pesar de sus trece años, apenas había variado. Su cabeza enorme, de linosos cabellos, se bamboleaba, siempre sobre sus hombros estrechos. En su faz de cera, los ojos azules, muy claros, eran raramente bellos, con una tristeza resignada, llena de bondad, que parecía nacer de la certeza de algo que los otros ignoraban, y en sus labios pálidos flotaba una sonrisa de conformidad humilde. Así vestido de terciopelo negro, y seguido de Orión, su fiel terranova, tenía la noble apariencia [92] de un príncipe vandikesco. Lina le siguió con los ojos, triste, vencida.

     Caía la tarde. Por el cielo, muy claro, rodaba el sol, rojo, redondo, como gigantesco proyectil de una guerra de mundos. Leve brisa plateaba las copas de los cipreses, que cabeceaban lentos, graves. Hacía frío. Ni una mariposa, ni un pájaro alteraban la calma de la atmósfera; sólo de vez en cuando una racha más violenta de viento arrastraba las hojas secas con un crujido lúgubre. Entre los árboles divisábanse a lo lejos los blancos muros de Monreal-Cottage, surcados por grandes manchas de humedad. Baby se había alejado por las avenidas del jardín; miss Gold leía la historia de Oliwier Twist. Lina, sintiendo la necesidad de hablar, de dirigir la palabra a algún humano, se encaró con ella.

     -¿Cómo encuentra usted hoy al niño?

     La mercenaria hizo un gesto ambiguo.

     -¿Cree que le hará daño el frío? Sería mejor entrar...

     La voz un poco áspera de la inglesa asintió servil:

     -Lo que la señora mande.

     Lina calló. Sentíase anonadada, sola. Un mes llevaba recluida, en el señorial caserón, cultivando su dolor como a flor ponzoñosa. Había ido a refugiarse allí, víctima de su naufragio sentimental. Los acontecimientos habíanla vencido, precipitándose durante aquel mes de octubre del otoño madrileño. Willy, caído en manos de la Soler, sólo para ella existía. En pocos días aquella mujer extraña había tomado sobre él un ascendiente inmenso. Primero veladamente, después sin disimulos, se había dejado llevar de su pasión. Lina, desde el primer instante, presintió, con esa rara [93] perspicacia de los que aman mucho, el peligro que la amenazaba; aquel amor no era uno de tantos caprichos que le hacían padecer unos días, para luego devolvérselo más afectuoso, mejor, arrepentido; aquello era algo más grave, más peligroso, que se enseñoreaba de él, que se filtraba en su sangre y conturbaba, su espíritu. Luchó: primero, súplicas desesperadas, ruegos humildes, lágrimas; después reproches violentos, quejas, amenazas; y por fin, en noble sublevación de su orgullo, el rompimiento. Retirose a su casa, ofendida, herida en su amor propio por la desdeñosa, indiferencia del muchacho. ¡Ah! No sabía él lo que había hecho. Cuando volviese a buscarla, y volvería -¡tenía la triste certeza de que la necesitaba!-, ya sabría ella vengarse, dejar caer sobre él el peso de su fuerza; le humillaría, le rechazaría, le haría rogar, arrastrarse cobarde, rastrero, y a sus palabras contestaría con un sarcasmo; a sus súplicas, con un desdén; a su amor, con despego altivo, injurioso. ¡Ah! ¡Cómo gozaría ella al verle bajo, ruin, y al podárselo escupir a la cara!

     Pero esperó vanamente: Willy no volvió. Los días pasaron para ella en ansiosa incertidumbre; sus propósitos de rigor, limados por las horas, se fueron pulverizando; ya no le maltrataría, altiva; lo reprocharía, bondadosa, tierna, su conducta; le haría ver su injusticia. Y los días pasaron, y el bohemio no tornó al nido, y ya sólo deseó un pretexto que le permitiese conceder aquel perdón que nadie le pedía, y el pretexto no vino. Pensó atropellar por todo, buscarle, reconquistar lo suyo a cualquier precio; pero las miradas irónicas de María y Julito, sus confidentes, la detenían con un juicio burlón suspendido sobre su cabeza como nueva espada de Damocles. Experimentó la necesidad [94] de vivir su dolor sin la máscara de frívola indiferencia que la presencia de los seres que rodeábanla en la vida le imponía; quiso hallar un refugio, paz, cariño -esas dos necesidades de cuantos se sienten envejecer y han perdido su fe en la alegría y el amor-, y pensó en Baby, olvidado en las frondas de Monreal-Cottage. Las noticias que de él recibía eran alarmantes. Lenta consunción parecía llevarle hacia la muerte; los mejores médicos se habían declarado impotentes, para luchar contra aquel mal extraño que le poseía. Al llegar Lina, una impresión penosísima le oprimió el corazón: con la clarividencia de los que sufren vio la mano de marfil de la Enemiga, posada en las crenchas rubias. El médico le habló sincero. El niño estaba irremisiblemente condenado a muerte. Lina escribió a su marido, que otoñaba en París; telegrafiole luego, apremiante; no vino. Y la mundana, presa de una hiperestesia de amor maternal, dedicose a su niño, poniendo en aquel cariño la esperanza de refugio para su alma dolorida. Era preciso salvarle, para que su vida tuviese un objeto. Inválida del amor, sería ángel de piedad; y si pecó mucho, porque mucho amó, sabría redimirse amando más, pero con otro amor. Hora tras hora, día tras día, comenzó su batalla con la muerte. Y fue trágica epopeya la de aquella mujer, que quiso hallar en la abnegación el olvido.

.................................................

     Caído el libro sobre las rodillas, reclinada la cabeza, que sencillo peinado avejentaba, en el respaldo del sillón, seguía con sus verdes ojos nostálgicos a Baby, que se aproximaba a las lindes del jardín. Al través de la verja se veía, tal en los paisajes ascéticos, la polvorienta carretera que serpenteaba [95] por entre los campos yermos. Allá en la lejanía descendía por las lomas un rebaño de ovejas seguidas de viejo pastor que de vez en cuando se detenía apoyándose en su cayada para llamar al rezagado mastín. Y los nevados toisones albeaban sobre los terrones grisosos. Camino adelante venía un rapaz pelirrojo, delgadito y encogido, que como en las santas consejas que nos hablan de remotos tiempos, cuando, bajo el humilde sayal, recamado de conchas, de los peregrinos, erraba por las veredas nuestro Señor Jesucristo para saber de las buenas almas en que anida la compasión, se detuvo para implorar una limosna.

     -¡Santas y buenas tardes! ¡Tengan mis señores compasión! -plañió el niño.

     Al contrario de los golfos de las grandes ciudades, tienen estos pordioseritos ambulantes por los caminos una humildad resignada que vive en el fondo de sus pupilas y tiembla en el borde de sus labios. Aquéllos parecen tener seguridad de vivir, decisión de andar a bofetadas con el hambre; éstos son resignados, melancólicos, y saben de la tristeza y de la muerte.

     Baby entabló conversación con él. Uno en el pináculo de la vida, el otro en el último escalón social, parecían hermanos. Miss Gold se sintió indignada.

     -¡Baby, ven aquí! No se habla con esa gente imperó.

     El paria alejose sendero adelante, humilde, sumiso, y el niño, brincando, acudió al llamamiento. A medio camino se detuvo; luego comenzó a avanzar lento, jadeando tenuemente, y al llegar al grupo de su madre y el aya se dejó caer en la butaca cerrando los ojos. Lina se alzó asustada.

     -¡Baby! ¡Baby! ¡hijo mí! ¿ves cómo no [96] puedes correr, cómo te cansas?... Vaya, no, te asustes; eso no es nada...

     Y con el pañuelo enjugó la transpiración que humedecía su frente. Se había arrodillado ante él, y, asustada, le palpaba las manos; estaban frías, húmedas, viscosas. Aterrorizada interrogó:

     -Jack, niño mío, mi vida, ¿estás mejor? ¡mira a tu madre!

     El niño no contestó. Un hilito tenue de sangre corría por la comisura de los labios. La madre clamó horrorizada:

     -¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Se muere!... ¡Miss Gold, corra usted, que vayan a Ávila!... Un médico... Un telegrama al señor... deprisa, deprisa, en el coche; cualquiera... Usted misma,... ¡Dios mío!.¡Dios mío, mi hijo! ¡Lo único que me queda en el mundo!

     Dolorosa, augusta en su tristeza, cubrió de besos el rostro de mortuoria palidez.

     -¡Cielo mío! ¡mi niño! ¡háblame, mírame!

     Baby abrió los ojos y los fijó en su madre con resignación tranquila, casi compasiva.

     -No llores... Tienes bonitos los ojos... son verdes y te los vas a estropear.

     La mundana sintió que se le desgarraba el corazón.

     -¡Baby, vida mía, no hables así! Mis ojos son para verte, para mirarte siempre, ¿verdad? Por eso son bonitos.

     Sonrió con una sonrisa de tristeza tan intensa, que parecía una mueca fantasmagórica.

     -No me verán.

     -¡Jack, hijo mío, no digas eso!... Mira, ahora te cuidas mucho, mucho; tu madre no se separa de ti, y cuando estés mejor, nos vamos los dos lejos, [97] a países donde hay flores y pájaros... ¿Quieres, di, quieres?

     Los ojos del niño parecían contemplarla desde la eternidad. Sus miradas eran luminosas, profundas, lejanas.

     -Yo me voy solo, allí...

     Y con las pupilas señaló al cielo, que palidecía en el crepúsculo.

     -¡No digas eso, no digas eso, por Dios! -y se abrazó a él.

     Había vuelto a cerrar los ojos, y la sangre corría nuevamente, lenta, constante. Sus manos se enfriaban, y el cuerpecillo enclenque, quedaba inerte. La sangre dejó de correr. Lina, espantada, loca, se puso en pie.

     -¡Miss Gold! ¡Miss Gold! -llamó. Nadie vino-. ¡Manuel! ¡Mariana! ¡Que el niño se ha muerto! -tornó a clamar.

     Nada. Su voz se perdió en la llanura inmensa.

     El aire habla cesado, y ni una hoja se movía en la copa de los árboles, ni un ruido alteraba la tranquilidad. La naturaleza, indiferente a su dolor, envolvíale irónica en su augusta calma, tranquila ante aquella tragedia, que no alteraba en nada el magno equilibrio de sus leyes.

     Con extraviadas pupilas la Monreal miró en derredor buscando unos ojos amigos, una palabra de consuelo. Estaba sola. Orión la miraba atónito, sin comprender. De la ciudad lejana, vibrando en la yerta calma, llegaron a ella las campanadas del Angelus.

     Y Lina se dejó caer al suelo, sollozante.

.................................................

     El reloj dió las campanadas de la tercera hora. Alzó Lina la cabeza, y. con ojos atónitos, hinchados [98] de llorar, miró en torno a sí. A la luz de la lámpara que ardía lejana al lecho, vio en éste el cadáver de su hijo. Sobre los encajes de la almohada, el rostro lívido del niño era como un gran iris de muerte; los labios pálidos estaban entreabiertos; el oro de las pestañas tendían su velo en las mejillas marchitas, y los cabellos albinos caían sobre la frente en lacios mechones. Entre sus manos cruzadas languidecían algunas flores que esparcían por la estancia el inquietante aroma que adquieren en contacto con la muerte. A los pies de la cama una religiosa, que arrodillada habíase dormido, una plegaria en los labios, fingía orante estatua sepulcral. Sobre los muros blancos, Jesús Niño tendía sus brazos en cruz. Las maderas del balcón abiertas dejaban ver los campos estériles, prolongándose en lontananza, semejante a un mar de arena; y allá a lo lejos, como en la Isla de los muertos de Boeklin, bañada en claridad lunar, la ciudad murada. El cielo litúrgico tenía como en las vitelas con que monjes artífices ilustraron los breviarios medioevales, un tinte azul cobalto en que bogaba el esquife de plata de la luna en medio de una lluvia de estrellas de oro. Venus, Sirio y Arturo temblaban su gloria en la bóveda celeste, y la Vía Láctea abría la albura de su senda por los campos de azur.

     En la calma ultranatural de la noche diose Carolina cuenta mejor que nunca de su soledad. Melancolía anonadadora, oprimió su pobre alma, fatigada en la lucha. Ansia inmensa de ternura desbordose en su corazón.

     Lenta, con pasos de somnámbula, se acercó al lecho, se inclinó sobre el cadáver, y sus labios se posaron en la frente del niño.

     La sensación de viscosa glaciedad le hizo retroceder, [99] sintiendo un escalofrío correrle por la nuca y erizársela la raíz de los cabellos; el horror a la soledad la arrancó un grito:

     -¡Miss Gold! ¡Miss Gold!

     La puerta se abrió, y alarmada, la inglesa, penetró rápida; la hermana se puso en pie.

     -¿Está mala madame?

     -¡Jesús! ¿Está indispuesta la señora condesa?

     Lina, miroles alternativamente al rostro. El de la inglesa reflejaba servil precipitación. El de la monja, curiosidad sobresaltada. Ante el mercenario interés, Lina recobró su presencia de ánimo. ¿Para qué quejarse ni entregarse a su dolor, si no había de hallar ni compasión, ni amor, y sí sólo sumisión o respeto?

     -No, nada. Es que me adormilé, y al despertar...

     -¿Por qué no se acuesta, señora?

     -Sí, madame; sería lo mejor.

     -No, velaré.

     Y sentose a la cabecera del lecho. La inglesa salió, la religiosa tornó a sus rezos, el silencio volvió a pesar sobre la estancia, y Lina meditó. ¡Qué sola estaba! ¡Qué triste, qué inmensa, qué abrumadoramente sola! ¿Sería aquel abandono consecuencia de su carácter o de los hechos que le habían llevado a vivir sin pasado? Allí estaba el mal. Había venido a desempeñar un papel en el teatro del mundo, y a aquel papel se había atenido sin tomarse el trabajo de crear fuera de los bastidores un rincón donde hallar descanso. Y hete aquí que un día no se había contentado con las fórmulas -fórmulas de amor, de cariño, de amistad, de compasión-, que cada cual tenía escritas en su papel; había hallado que eran demasiado necias, demasiado hueras, demasiado frívolas, que se oía con [100] excesiva claridad la voz del apuntador, y había querido vivir su vida, y se encontraba con que, rota la ilusión y fuera del escenario, estaba sola. Fortuna, posición, vanidades, con el cortejo de parientes, de amigos, de devotos, aquello eran bambalinas que se desplomaban al primer soplo de la desgracia, vejez, enfermedad o ruina. Era preciso algo más verdadero, más grande: cariño o amor. Pensó en Willy. Volvería a él. ¿Qué le importaba su amor propio de mujer hermosa, su vanidad da mundana ante la dicha de su vida? Lo sacrificaría todo e iría a él. Reconquistaría lo suyo, lo que le pertenecía, costara lo que costara, arrojaría a la intrusa y reinaría sola en el corazón del bohemio.

     Paz augusta descendía sobre su alma, y el sueño posó la mano en su frente.

     Amanecía.

[101]

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- VI -

                                                                                                                             Honte à moi! Chaque jour, et chaque jour plus fort,
le dégoût vient gonfler mon cœur qui te renie;
Mais devant le splendeur de ta grâce impunie,
s'agenouille ma haine et couche mon remord.
                                                             EDMOND HARANCOURT.

     En el impaciente pasear por la estancia con que entretenía su espera Willy, se detuvo ante la estatua de Astarté, su obra maestra inacabada. Por raro capricho imaginativo del artista, habíase encarnado la divina Dama del Sol en quimérica alimaña de trágico horror.

     De viejo paño de terciopelo rojo rameado de oro de bizantina magnificencia, empalidecido por los años, surgía el bloque de nevada albura. Sobre inmenso peñasco un adolescente parecía agonizar, en espasmo, no sé si de dolor o de voluptuosidad. Su cabeza, de clásico perfil de Ganimedes, pendía inerme fuera del mármol, mostrando su belleza insuperable de semidiós heleno; su cabello recortaba la frente estrecha, y caía hacia atrás en pequeños bucles; sus labios se entreabrían en un gesto de doliente voluptuosidad, y en el fondo de sus ojos entornados titilaban sus reflejos acuosos dos zafiros pálidos. Su cuerpo, de viriles líneas llenas de gracia y de belleza, como de noble luchador griego, se retorcía en crispación espasmódica, bajo la caricia del monstruo que le estrechaba. [102] Era éste un pulpo enorme, de largos tentáculos que se enlazaban a las piernas nerviosas de acerados músculos, apresaban los brazos finos y aprisionaban la fresca juventud del tronco con su inmundo abrazo. Y surgiendo del cuerpo repulsivo un rostro de mujer de belleza perversa, se inclinaba sobre el suyo. No tenía edad, como no la tiene lo eterno, lo inmutable -el amor, el dolor, la lujuria, la muerte- era sencillamente hermoso, dolorosamente hermoso, con la belleza de la fatalidad. Sus labios se tendían voraces hacia los del mancebo, como si fuesen a sorber su vida, y sus pupilas, incrustadas de glaucas esmeraldas, buscaban las miradas puras, azules.

     Aquel grupo, que impresionara en cualquier lugar, tornábase inquietante en el extraño decorado del estudio. Cubrían los muros prodigiosos tapices de la fábrica de los Gobelinos, reproduciendo la fábula de Hermafrodita. En los boscajes de mirtos de Halicarnaso, la ninfa Salmacis estrechaba entro sus brazos al esquivo hijo de Venus y Mercurio, implorando de los dioses la uniesen a él; los centauros galopaban por entre frondas de laureles-rosas; las sirenas -Leucosie, Ligea y Parthénope-, meciéndose sobre las ondas azules del mar Tirreno, atraían los pasajeros con sus dulces cantos, a nada comparables, y las esfinges solitarias en los desiertos de arena guardaban su enigma.

     En un rincón, y sobre un caballete revestido de un viejo brocado del siglo XV, un agua-fuerte de Goya lucía obsesionante. Por obscura callejuela madrileña marchaba con firme paso, rico en donaire, una maja; su cuerpo, de opulentas curvas, era sensual como el de su desnuda compañera; el seno erguido, amplia y redonda la cadera como jarra talavereña; firme la pierna, parecía [103] que al andar, en torno a su falda ceñida de madroños, las castañuelas repicaban las alegres notas de un fandango, mientras sus pies, menudos, calzados de escarpines de alto tacón, hechos a pisar las capas de grana de los toreros, disponíanse a marcar los pasos de la danza; y de pronto, como en siniestra obsesión, entre las blondas de la mantilla que le caía con salero sobre los rizos, aparecía en todo su horror una calavera. Un viejo, caídos los embozos de la capa, le iba a los alcances, casi le tocaba. En el rostro senil, crispado en babosa sonrisa, lucía una claridad de lujuria casi demoníaca, mientras al quicio sombrío de miserable mancebía, la celestina, con toda la noble apariencia de una sierva de Satanás, reía procazmente mostrando el cuévano inmundo de su boca desdentada. Una leyenda rezaba al pie del cuadro: «¡Anda, que ya la alcanzas!»

     Un antiguo paño litúrgico, bordado al estilo gótico con los misterios de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, cubría la cola del piano, a cuyo lado se erguía, sobre truncada columna de mármol, un busto de Medusa, lívida la faz, de transparente alabastro, flameante la cabellera, de broncíneas sierpes, fascinadores los ojos, empedrados de enigmáticas gemas.

     Irguiéndose sobre pedestales de extrañas formas, estatuas fragmentarias -María de Magdala, Salomé, Judith, Parsifae, de Creta, Calimanthe- surgían de labradas estofas, historiadas de inverosímiles fieras y exóticos pájaros que evocaban al remoto Oriente, y por todas partes, en los búcaros de tornasolado vidrio veneciano, en las cinceladas copas de orfebrería italiana del siglo XVI, en los barros españoles y en los policromos tibores chinescos, flores, muchas flores en plétora de matices [104] y fragancias. Flores, muchas flores: crisantemas trágicas como desmelenadas cabecitas de princesas del imperio del Sol naciente; rosas de enfermiza albura, que semejaban rostros de niñas a quienes la Amiga besó en la frente en la pasada Primavera; lirios cándidos, como aquel que el arcángel ofreciera a María con las palabras santas: «¡Bendita tú eres entre todas las mujeres!»; o morados, como las tristezas, como los crepúsculos, como las vestiduras de pasión; gardenias y nardos, las flores que envenenan, y violetas, las humildes florecillas de amable aroma. Crisantemas, rosas, lirios, gardenias, nardos y violetas, mezclando sus tintes y sus perfumes en peregrinos ramilletes.

     Willy miró el reloj -el Tiempo jugando con la Vida- y tornó a pasear presa de impaciente ansiedad. Esperaba a Lucerito; la esperaba como siempre, porque aquella mujer tenía el don de hacerse esperar, tardando el suficiente tiempo para provocar ansioso temor, sin dar lugar a que su víctima se resignase ni estallara en violenta ira. La gitana tenía en sí, no por estudio, sino por merced de la naturaleza, todas las artes del poder femenino. Sabía ser altiva, y humilde, tierna o desdeñosa, con una rara intuición del ajeno estado de espíritu.

     En un mes de relaciones, aquella mujer había tomado un dominio absoluto sobre el bohemio, se había infiltrado en su sangre como sutil veneno que matara deleitando, y llegó a ser para él imprescindible, como lo es su droga al morfomaníaco. Aquella fatal fuerza, aquel gran peligro, la sensualidad que dormía callada en él, habíase despertado en contacto con el cuerpo moreno.

     En un principio mirola como modelo admirable, [105] que era, además, una pose más que cultivar; extravagancia de artista, de cuyos detalles se cuidaba como de los de una escultura. La oposición de Lina, el ansia de afirmar su libertad, precipitole, y cuando se dió cuenta del peligro era tarde: la pertenecía. Y sentía hostilidad contra aquella mujer que poseía su cuerpo por completo sin poseer su alma. Cierto que a Lina tampoco le había amado; que había sentido por ella la sorda hostilidad del esclavo por su amo; pero Lina, a lo menos, era el instrumento necesario, y la Soler la sima sin fondo en que sus ilusiones iban a perderse. A Lucerito no la quería, puesto que querer no quería a nadie. Su alma, como soberbia águila, remontaba su vuelo por cima de las más altas cumbres. Aseguraba su vida; el anhelo de gloria había renacido, y como en el mundo es imposible vivir un ensueño y realizarlo en manos del arte a un tiempo mismo, no amaba a nadie. Pero la gitana le dominaba. Un deseo loco de ella ardía en Willy a todas horas, consumiéndole; era inútil que en ausencia suya forjara proyectos de rebelión; una mirada, un gesto, una caricia bastaba para vencerle. Y ella, tranquila, risueña, segura de sí, sabía negarse y entregarse en alternativas que aumentaban el amor del escultor por ella.

      Él, que siempre contempló a los demás con altivo desdén, con reposada indiferencia, sentía ráfagas brutales de celos que agitaban furiosamente su espíritu, desencadenados con una mirada de los ojos sombríos, apaciguados con un beso de la roja boca. No trabajaba; la figura, obsesionante le poseía como diabólico maleficio; los ojos fabulosos de tenebroso brillo lucían perpetuamente ante él, y el cuerpo desnudo se le ofrecía por doquier como en baudelairesca pesadilla. Sentía el jadear de los [106] labios sobre los suyos y el macizo temblar de los senos erectos entre sus brazos como una condenación. Comprendía que era suyo a muerte, y la palabra terrible parecía escrita, como en el festín de Baltasar, en caracteres ígneos ante él. El demonio de que hablan los místicos había hecho morada en su cuerpo, y no había humano exorcismo que le echara de allí. ¡Y, sin embargo, no la amaba! ¡Estaba seguro de no amarla! Por el contrario, la odiaba. Una ira inmensa se alzaba en el fondo de su alma egoísta contra aquella criatura que desbarataba su vida. A veces en las sombras fantasmagóricas del estudio, al morir del crepúsculo, una idea cruzaba su cerebro escalofriándole como el roce de las alas de un pájaro siniestro. ¡Matarla! Así se liberaría y sería fuerte, fuerte, para siempre. Su descabellada imaginación le presentaba, como en un álbum prodigioso de cobres, los sutiles crímenes de la Edad Media, los venenos que quitaban la vida en un festín, en una orgía, en una noche nupcial; los dramas de aquellas cortes políticas, artistas y crueles; los asesinatos de los Borgias, de los Médicis, de los Valois; aquellas alcobas sombrías tapizadas de viejos Flandes, donde en lechos erguidos sobre salomónicas columnas, como túmulos imperiales, agonizaban, entre damascos color de púrpura, y sangre, un decadente príncipe que estorbaba a la política del privado o una princesa pálida, como azucena, mística, que era obstáculo a las ambiciones de una favorita. Forjaba descabellados planes, y luego, cuando en casa de Lina hablaban de una reciente excursión en automóvil, o en el club una partida de «poker», se encontraba ridículo y se reía de sí mismo; pero allá en lo íntimo de su ser seguía deseando un cataclismo que matase a aquella criatura, [107] que les separase para siempre... y al sonar la hora corría loco a sus brazos y lo olvidaba, todo para sólo pensar en ella.

     La Vida hizo girar entre sus manos de bronce la esfera de cristal de roca, y el Tiempo, irónico, señaló la hora. Willy tornó a detenerse impaciente ante la estatua de Astarté, y sus dedos largos y finos, en que brillaba, como escarabajo de luz, un diamante negro, corrieron por el torso del monstruo en leve caricia. Así, sobre el superbo fondo del estudio, podía apreciarse mejor en toda su noble elegancia la persona del escultor. A pesar de su atavío montemartresco, evocaba vagamente su figura la de uno de aquellos sutiles príncipes florentinos, artistas y envenenadores. Las líneas de su cuerpo, armoniosas, llenas de viril y nerviosa elegancia, se dibujaban bajo el negro terciopelo -¡oh suntuosos terciopelos del Tintoreto!- del traje bohemio, y resaltando en el marfil del sedeño cuello de su camisa, que se abría sobre la chaqueta, el rostro muy pálido, de líneas finas, un poco crueles, ensangrentado por el leve trazo de los labios irónicamente perversos e iluminado por la fría luz de las pupilas, que en sombrías cejas altivas, brillaban grises, aceradas, perspicaces, mostrábase, como en un claroscuro. Una cabellera castaña con imprevistos reflejos de cobra completaba su figura. Laxitud enfermiza envolvíale traidora; languidez malsana, matizaba sus gestos, dándole cansado aspecto de vencido.

     Un timbrazo largo, sostenido, impaciente, hizo latir su corazón, y antes de que hubiese tenido tiempo de reponerse entró en apoteosis de luz y de alegría Lucerito Soler. Quiso mostrarse serio, ofendido.

     -Mira la hora... [108]

     Ella saltó a su cuello.

     -¡Chaval!

     Desarmado, rió. Después se besaron.

     Doña Trotaconventos, discretamente rezagada como correspondía a su elevado ministerio, contemplaba, ensimismada en esa afición de las almas artistas por las cosas bellas, un soberbio candelabro de plata, calculando mentalmente su empeño; cuando creyó pasado el primer transporte volviose hacia ellos:

     -Bueno, Lucero, aquí te quedas. ¡A ver si estáis como Dios manda! En usted fío. Formalidad -y tornándose festiva- ¡cuidadito con don Willy, que es un picarón! -y se digirió a la puerta.

     Al llegar se detuvo con grandes muestras de consternación:

     -¡Jesús Nazareno! ¡Qué cabeza la mía!... ¡Pues no me he dejado la bolsa en casa y he de ir a la droguería!... Y ahora tener que subir setenta escalones -siguió plañidera-. ¡Válgame la Virgen bendita de los Dolores! Que estoy yo para subir y bajar... ¡Ampáreme nuestro Señor! ¡Si donde no hay harina todo es mohína!... ¿Tú tienes ahí dinero? -preguntó encarándose con su sobrina.

     Lucerito la tendió el portamonedas. Lanzole, la zurcidora de gustos una mirada asesina capaz de pulverizarle. ¡Pues no faltaba más! ¿Para qué están los hombres? ¡Que pagase aquel panoli!

     -Mujer, no olvides que has de ajustar a la modista con eso hoy -y sonriendo con su boca mellada se volvió al escultor-: ¡Si tuviese usted ahí dos duros!...

     Willy se llevó la mano al bolsillo. No tenía plata. Allí, muy dobladito, estaba el billete de cincuenta [109] pesetas, resto del empeño de la sortija de brillantes. Lo sacó de mala gana, con la esperanza de que no lo aceptasen, y se lo ofreció a la vieja.

     -No tengo suelto; si quiere...

     -Bueno, ya se lo daré...

     Y los dedos de rapiña trincaron rapaces el papelito verde.

     La gitana protestó:

     -Pero, tía...

     -¡Bah! Al señor qué le importa si me conoce bien -¡y tan bien como la conocía!- y sabe que presto se lo he de devolver; entre amigos, ¡qué pinturerías ni qué...! hoy por ti, mañana por mí.

     Y amable, melosa, salió tras de mucho encargar a Willy cuidase su niña, su único tesoro, en lo que ciertamente no mentía.

     Quedaron solos. Lucerito, plena de gracia, ambulaba por el estudio y contemplaba las estatuas como a grandes muñecos, inconsciente de las trágicas fuerzas que evocaban, como inconsciente era de su propia y fatal fuerza, como inconscientes son todos los grandes poderes de la naturaleza: el vendaval, el rayo, el mar. Ante la estatua de la diosa se detuvo fluctuante entre el horror y la risa. Se decidió por ésta, y rió; rió sin cansancio, y sus alegres carcajadas, frescas, cristalinas, sonoras, vibraron en el estudio, ensombreado por el anochecer. Su vida victoriosa parecía llenarlo todo; de su cuerpo emanaba una reverberación de júbilo imponderable: iba y venía, risueña y sonora, pueril, tarareando coplas en que mezclaba sentimentales lamentaciones con obscenidades, imprecaciones de fe y amor con callejeros donaires, modulando pases de danzas que dejaba inacabados. La falda de lana azul, sencillamente plegada, moldeaba [110] los flancos, que se movían rítmicos, incitadores, y dejaba entrever, en sus rápidos giros, la torneada pantorrilla ceñida por calada media de seda negra, y el pie inverosímil de niña calzado de charol; una blusa de tafetán cereza ceñía el busto en suave curva, y el velo de Almagro echado por cima de su bella cabeza, sin sujeción de agujas ni horquillas, dejaba rizarse la corona de negros bucles que ornaban la testa, y tendiendo sobre la clásica frente su indiscreto velo aumentaba el brillo de las pupilas, que, sombrías, inmensas, vagaban acariciándolo todo con su caricia de fuego.

     Cansada, fue a sentarse en un diván hecho con pieles de oso, y con su mano ensortijada, vestida de negros mitones, llamó a Willy.

     Sentose él a su lado, muy cerca, y la miró intensamente, apasionado, loco. Ella le pasó los dedos por el pelo.

     -¡Te quiero! -murmuró.

     -¡Eres mala! -afirmó Willy.

     Lucero abrió mucho los ojos, ingenua, asombrada.

     -Contigo, no... Mira, gitano -y le hablaba con pueril seriedad, ladeando la cabeza-; he sido muy perra con muchos, unos por primos, otros por chulos; ¿pero, con mi niño?... -y le acariciaba tenuemente- hasta la última gotita de mi sangre daría por ti.

     Y como prueba suprema:

     -Ya ves, ni te pido nada ni quiero nada tuyo más que tu corazoncito; pero ha de ser para mí sola, ¿verdad, churumbeliyo de mi alma?... ¡Y -prosiguió- mira tú que estoy currelada y que he pasado! -e hizo un gesto como para apartar un recuerdo sombrío- pero yo soy así... cuando quiero. [111]

     Apasionado besó sus manos.

     -¡Gitana!

     Ella siguió:

     -A veces pienso que soy como esas serpientes que son muy feroces, y el domador las pone en el pecho, y allí se están quietas, quietas...

     Y toda encogida se refugió en sus brazos.

     Un escalofrío le corrió al escultor por el espinazo, y pareciole que, efectivamente, tenía un reptil oculto en el pecho. Para romper el doloroso encanto la miró al rostro.

     -Como guapa, no lo eres -dejó caer tras breve contemplación-, pero tienes luz en la cara.

     Mirole primero seria; luego abrió los ojos, luminosos, espléndidos, inundando de claridad el rostro, en que brilló la blancura de los dientes; luego, poco a poco, con gesto de infinita voluptuosidad, entornó los párpados y le brindó los labios rojos, que se entreabrían, tal una flor al sol de la mañana. Él mordió su divino veneno en un beso largo, largo; después gimió quedamente:

     -¡Mía, mía, nada, más que mía! Mira, nena, no quiero que te toque nadie, que te habla nadie, que te vea nadie...

     Luego imploró:

     -Si es verdad que me quieres, deja ese cochino teatro... ¡Tengo celos, y te mataré!

     Ella rió.

     -¿Y de qué voy a vivir?

     Inconsciente en su pasión, afirmó:

     -Yo te sostendré.

     Ella denegó:

     -No puede ser. Dejaría de quererte. Yo soy como los gorriones: necesito luz, alegría, libertad.

     El timbre, que repicaba insolente, cortó su madrigalizar. Primero no hicieron caso, o intentaron [112] seguir su charla; pero el timbre vibraba procaz, implacable, y al fin el escultor, aburrido, se levantó y salió a la antesala. Al abrir la puerta con ademán violento de impaciencia, lo único que distinguió en la penumbra crepuscular que invadía ya la escalera fue una sombra. Era una mujer enlutada, tocada, la cabeza de minúsculo sombrero y cubierto el rostro por espeso velo.

      -¿Qué se le ofrece? -interrogó.

     Con voz doliente, pero firme, respondió la figura sombría:

     -Soy yo, Lina. Ha muerto Baby, y vengo a traerte perdón y amor.

     -¿Ha muerto Baby?

     Y la sorpresa le hizo retroceder un paso, que la sombra aprovechó para penetrar en el recibimiento y cerrar la puerta.

     -Sí, ha muerto -afirmó Carolina-; estoy sola, sola, y he venido a ti. Ya ves, sacrifico vanidad, coquetería, hasta mi dignidad,... pero te quiero.

     Sintió él inmensa lástima por aquella orgullosa criatura que se humillaba hasta implorarle. ¡Qué inmensa catástrofe sentimental había tenido que anonadar a aquella mujer fuerte para que mendigase una limosna de afecto! ¡Qué inenarrable metamorfosis había tenido lugar en aquel corazón de luchadora, para llevarla hasta el renunciamiento! Mirola, tratando de descifrar sus facciones en la semiobscuridad de la habitación. No pudo. Sólo acertó a ver un rostro que albeaba entre las negras vestiduras como azucena mortuoria. Misericordioso, iba a dejarse llevar de aquel primer impulso, cuando las notas de una melodía, apenas esfumadas en las teclas del piano, le recordó la existencia, pared por medio, de la gitana; y así [113] como un chispazo produce una llamarada, así aquel recuerdo le hizo ver claros los peligros. Las dos mujeres, la amada y la imprescindible, frente a frente, querellando, y las dos perdidas para siempre, o peor aún; doña Trotaconventos volviendo inopinadamente, el escándalo, y luego, quién sabe, tal vez el divorcio de la Monreal, y luego para toda la vida, la carga de aquella mujer vieja, enamorada, celosa.

     Ella también había oído, y una ira insensata agitó su alma. Olvidó sus planes de mesura, de habilidad, de política, aquel prudente obrar según las circunstancias, y con voz dura, metálica, muy distinta de la que usara anteriormente, preguntó severa, juzgadora:

     -¿Quién está ahí?

     Sorprendido, perplejo, murmuró:

     -Nadie.

     -Bueno, pues déjame entrar: estaremos mejor.

     Cogido en mentira, azorado, sin saber qué partido tomar, fue a la ventura.

     -Tengo ahí amigos...

     -¿Quiénes?

     Cada vez menos dueño de sí, juguete de aquella fatalidad, dió el primer nombre que le pasó por la imaginación.

     -Julito...

     -Si es Julito, no importa que me vea; entraré.

     Y dió un paso, resuelta, desconfiando de la veracidad de sus palabras, decidida, en su excitación, a cerciorarse.

     Willy le obstruyó el camino. ¿Qué hacer? Lucerito iba a impacientarse, y saldría, provocando la temida escena. La Monreal -la conocía bien- no cedería fácilmente, y, por otra parte, aquella [114] imagen enlutada, arrebatada en un vendaval de pasión y tristeza, le infundía pavor y lástima y... un vago placer. Turbado, inquieto, no acertaba con una solución. Al fin, murmuró, a la buena de Dios:

     -Hay otros amigos...

     -¡Mientes!

     Le escupió al rostro.

     No quiso cuestionar. Conciliador se acercó a ella y le cogió la mano.

     -Mira, vete ahora; los despido, y dentro de media hora estoy en tu casa.

     Le rechazó airada y tornó a flagelarle.

     -¡Mientes!

     -Te aseguro...

     -¡Cobarde! ¡No mientas! ¡Di quién está ahí! ¡Está esa mujer! ¡esa perdida! ¡esa...! ¡Dilo, no seas miserable, dilo! ¡ten siquiera el valor de tu canallería! ¡ten siquiera la franqueza de decir que estás con ella porque es tu igual, tu igual -insistió insultante-, tan indecente tú como ella, tan bajo, tan despreciable!

     Y crispados los puños, lágrimas de ira resbalando por el rostro lívido, escupía las injurias como venenosos salivazos.

     Irritado, audaz, clavó su puñal.

     -Sí, está. Bueno, ¿y qué? ¡Me gusta! ¿Lo quieres más claro? ¡Me gusta!

     Se tambaleó; luego irguiose fiera, y con ironía venenosa que desgarraba como una navaja, habló lenta, en voz baja, concentrada.

     -Déjame, déjame que pase... Yo la echaré. ¿No tienes por ahí una escoba para no mancharme? Porque tocarla yo, ¡qué asco!

     E hizo ademán de dirigirse al estudio.

     Él cortola, el paso, y sujetándola suavemente, [115] habló replegado en sí, haciendo esfuerzos para no dejarse llevar de la ira que le estallaba dentro.

     -Escándalos, no. Si quieres irte, te juro que voy detrás de ti; si no, nada.

     Violenta, quiso pasar a la fuerza.

     -Entraré.

     La rechazó, y ceremonioso, con ira blanca, dijo:

     -Le advierto a usted, señora, que, está en mi casa, y me veré obligado a echarla.

     Mirole trágica, y luego, empequeñeciéndose, rió con risa cruel, insultante.

     -¿Su casa?... ¡Ja! ¡ja! ¡ja!... ¿Y a quién le debe usted todo?... ¿Qué era usted cuando le encontró en París?... ¡Un pelagatos! ¡Un escultorcillo de bazar! ¡¡de bazar!! ¿Y yo he hecho de usted lo que es para, que en mi casa -y subrayó el mi- reciba, queridas? Diga usted.

     Apretó él los puños de rabia.

     -Porque es usted mujer, no quiero pegarla; porque es una perdida, no mato a su marido.

     Ella siguió glacial, inalterable ahora.

     -Talento no tiene usted ni pizca; nombre, tampoco; dinero, menos. ¿Qué iba a ser de usted sin mi protección, sin mi posición y mí fortuna?

     Le humillaba. Estalló al fin. Grosero, rió también.

     -¿Su posición y su fortuna? ¡Valiente posición y valiente fortuna! ¿Dónde estarán ya? Me río de ellas... ¿Sabe usted lo que es? ¿lo sabe usted?... ¡Pues una pobre vieja!

     Alzó Carolina la mano para abofetearle. Esquivó el golpe y siguió implacable.

     -¡Ahora sí que hemos concluido! Quiero ser libre y no tener que aguantar imposiciones ridículas de la vanidad de nadie, y menos que me echen [116] en cara porquerías; quiero poder querer a quien me parezca...

     Y, canalla, ultrajó:

     -¡Yo no soy el chulo de ninguna vieja!

     Gimió como si hubiese recibido un latigazo. El escultor continuó sin piedad:

     -Mañana recibirá el señor conde de Monreal el dinero que le adeudo. Y ahora, salga usted de mi casa, señora.

     Lina, altiva, le midió con una mirada desdeñosa.

     -¡Miserable!

     Y se dirigió a la puerta que Willy había abierto. Salió. Cerrose la puerta tras de ella, y comenzó a descender orgullosa, erguida. Al llegar a medio tramo, sintió que flaqueaba; hizo un esfuerzo, y siguió bajando entre las tinieblas nocherniegas.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

[117]

ArribaAbajo

Libro segundo

ArribaAbajo

- I -

                                                                                                                         En una sociedad de gentes bien educadas
no debe el amor borrar todas las
relaciones de la vida.
                                    BARBEY D'AUREVILLY.

     De un tirso de rosas de Francia surgía el tablado flamenco. Mantones de Manila, sostenidos por estoques toreros y banderillas, a manera de alzapaños, cubrían la pared, haciendo las veces de telón de fondo, y los geranios rojos, las chinescas rosas de arrebol y los claveles de oro, resaltando sobre el vivo tinte de los crespones filipinos, escalaban la pared en orgía de matices, tendían su pintado dosel por cima del escenario, y colgaban en manojos de flecos policromos, semejantes a fantásticas estalactitas, poniendo una nota hórrida de color en la grave magnificencia del hall, decorado a la moda del Renacimiento. Por cima de las tapicerías de labrado damasco rojo, que hacían destacarse intensamente dos soberbios retratos de Van Dick y una «Gloria» del Tiziano, bordeando el zócalo de roble, enriquecido de admirables tallas; corriendo la línea del friso, y pendiendo en guirnaldas, [118] purpúreas rosas, enlazadas con bombillas eléctricas, semiocultas en los sangrientos pétalos, alegraban la vista.

     Apenas si, el soberbio horario de mármol y bronce, marcaba las diez y media, y sólo se agrupaban aún en la inmensidad del salón los comensales al finado banquete y cuatro o seis convidados madrugadores. M. Forel, el mayordomo, marchando de un lado para otro, seguido de dos gigantescos lacayos que conducían los licores en recipientes de viejo cristal de Bohemia, ofrecía sobre áurea bandeja las minúsculas tazas de Sajonia conteniendo el café a los invitados.

     Agrupábanse éstos según sus simpatías o conveniencias. La Pancorbo, luciendo, con un mal gusto abrumador, traje de terciopelo verde mar con vivos de raso azul (-De cuando me casé; ¡aquellas eran telas, y no estas porquerías de ahora! -no hay que olvidar que pasaba de muy española, de muy castiza, muy «a la pata la llana»- de cuando me casé; ¿no lo creerán ustedes? -repetía incesantemente; y con sólo mirarla lo creía todo el mundo), habíase instalado a la entrada, en el mejor sitio, para darse cuenta y murmurar la primera, formando grupo con Tinita, trapajosa, como siempre, y la Wladimirosky, «el arte en el desnudo», que, mostrando entre los tornasolados de su traje rojo cuanto Dios la dió y ella se añadió, les contaba, llena de entusiasmo, la nueva excursión que acababa de realizar por Andalucía, antes de dejar España, cosa que tendría lugar en breve. Elisita, se indignaba con la incalificable conducta de su administrador de Córdoba, que no había permitido la entrada en la morada de los Pancorbo a la princesa (por orden expresa, de la dama, a quien, según frase gráfica, no le daba la gana de aguantar [119] que aquel pendón de extranjera le revolviese su casa). E imaginariamente, en jarras, se decía, riéndose con aquel desgaire ordinario de madrileña neta: «¡Anda, y que se vaya a revolver la suya... si es que la tiene!» Mientras, plañía, con su vozarrón jeremiante la torpeza de los servidores viejos:

     -Calle usted, señora, calle usted! ¡Si no hay paciencia!... Y lo siento. ¡Una casa tan curiosa! Toda llena de trofeos taurinos: capotes de paseo, espadas, cabezas de toros disecadas... ¡Recuerdos de mi marido, que no he querido tocar!... El pobre (que de gloria goce) era ciego por las cosas de toros.

     La polaca, pese a las pequeñas contrariedades, volvía encantada de su excursión por la tierra de María Santísima.

     -¡Oh, España! ¡Qué bello país galante! En Sevilla todos los cantaores haber hecho cosas sobre mí.

     Y ante el gesto que hizo Elisita para contener el chorro de la risa que se le escapaba a borbotones, gesto que hizo estremecer la media luna de brillantes entre sus embadurnados rizos, y estuvo a punto de obligarle a tragarse, con el esfuerzo, la dentadura postiza, y ante el rápido persignarse de la Franqueza, creyó ver una sombra de duda, y ratificó veraz:

     -Sí, sí, todos. ¡Y bellas cosas!

     Un poco más allá, Lidia Alcocer, rodeada como siempre de medio Club, mostraba desafiadora, la maravillosa desnudez de su cuerpo, envuelto entre gasas rosas floridas de lirios negros, que hacían resaltar más sus cabellos de bruñido cobre, sus ojos garzos y sus labios rojos. Al verla entrar la Pancorbo, no había podido contener su severa crítica: [120] «¡A la modista se le ha ido la mano en el escote!», murmuraba. Y María, que pescó la frase al vuelo, puso su comentario mordaz:

     -¡Si no fuese más que a la modista, pase!

     Era Lidia tipo exótico en la noble tierra del garbanzo, exótico aun entre las que posaban de elegante cosmopolitismo. Despreocupada, loca, segura del prestigio de su belleza incomparable, artista, -pintora, música, escritora-, romántica y sentimental, valiente y diplomática, había vivido vida de aventuras, contándose de ella que paseara antaño su idilio con un gran artista, atacado de mal de pecho, por los canales venecianos y los lagos helvéticos, y que al verle agonizar, en vez de lágrimas, vertió rosas sobre su lecho mortuorio. Ahora la vida habíale trabajado; el mundo en que vivía, pesando sobre ella, paralizaba sus alas de quimera, y engañaba su ansia de amor con aquellas vulgares aventuras, de las que no le quedaba después sino el amargor de la desilusión, mientras su alma inquieta soñaba tal vez aquella pasión soberbia que, acobardada, no se atrevería ya nunca a vivir.

     Enriqueta Barbanzón, exagerado aún más que nunca su altivo empaque de reina de opereta, hablaba, erguida la cabeza coronada de brillantes, ceñido de perlas el cuello y moldeado el cuerpo de estatua por los pliegues de su vestidura de crespón bleu paon, bordado de colas de pavo real en sedas de colores, hablaba con Ito Samos de Roldán, son mari pour le moment.

     -No lo niego -decía con su sonora voz-: Lina parece que levanta la cabeza. La fiesta de hoy...

     Y añadió venenosa: [121]

     -¡Buena falta le hacia, porque si hubiese seguido así seis meses con ese rastacuer!...

     Y dogmatizando:

     -Una mujer que se precie tiene que saber escoger sus amantes... Dime con quién andas...

     A Ito -su cuerpo enclenque, su cabeza enorme y su quijada prominente denunciaban su abolengo y mostraban el arte de elección de la peroradora- no se le ocurrían, como siempre, más que majaderías e iba seguramente a lanzar una de ellas, cuando el marqués de Zacinto, aproximándose al grupo, cortó el diálogo. Enriqueta le interrogó:

     -Oiga, marqués: usted, que es amigo de la casa, ¿será verdad que Lina pone tierra por medio para hacerse olvidar y reponer el bolsillo, y que esta fiesta en honor de la gran duquesa y la presencia aquí de Peralta y de Álvarez no significan otra cosa que arreglos monetarios?

     El marqués, siempre caballeresco y buen amigo, negó lo que de cierto sabía.

     -Por Dios, marquesa, no creo...

     -Pues eso dice todo el mundo.

     -Pero nosotros no debemos creerlo.

     La dama, pese a sus ínfulas de gran señora, sintió deseos de darle un abanicazo. ¡Habrase visto pelele! ¡Claro, el muy gorrón!...

     Mientras, María Montaraz, de negro -llevaba alivio por un tío suyo, muy raro, que había tenido la oportunidad de morirse quince días antes en plena season. ¡Al demonio se le ocurre! Lo que es si se había creído que iba a llevarle luto ella, ¡estaba fresco!-, del brazo de Julito, ganaba un diván tapizado de pérsico paño, algo retirado, y se dejaba caer allí.

     -¿Has visto? ¡Todos, todos han venido! ¡No [122] ha faltado nadie!... ¡Si te digo que Lina sabe camelar a la gente!...

     Y satisfecha del triunfo de su amiga, que era en parte su triunfo:

     -¡Me alegro! ¡Para que se pongan moños!

     -La verdad es que sí, que han venido todos.

     -¡Todos, hijo, todos! Mira, ahí tienes a la Ponferrada, inaccesible, encastillada en su virtud, en su poder, en su posición, tan gran señora, tan independiente; ahí tienes a la Valsario, con sus cuarenta años de éxitos, como la Emulsión Scott, que para que en sus tertulias -virtud se exige- no hubiese más que mujeres honradas, no tenía sino irse ella, y ahí tienes a la San Apolinar y a Enriqueta, y ¡qué sé yo!...

     Julito, con la mano ensortijada de raras gemas, acarició el rizado volante de su camisa.

     -Y la comida preciosa.

     -Todo al pelo.

     -Me parece -afirmó el elegante- que Lina le ha echado el ojo al bueno del señor de Álvarez.

     -¿Tú crees? -interrogó la morena-. Pues le compadezco.

     Siguió dejándose llevar, a pesar de tratarse de su mejor amiga, de una ráfaga de maldad.

     -Lina tiene jettatoria, y persona en quien pone la mano, muere.

     -¡Mujer! ¡Tú exageras! ¡Parecería Madrid un campo de batalla!

     La entrada de la Montalbán, otra de las excelsitudes, con su inseparable atavío imperio, les distrajo. María empujó a Julito, y murmuró:

     -La perfecta casada.

     -¿Sin ironía? -interrogó él.

     -Sin ironía. Además de todo, no me choca. [123]

     ¡Su marido es tan miope! ¡Engañar a un hombre que no puede verlo carece de encantos!

     -Pues no lo entiendo.

     -Es una romántica moral. Sus cuatro bodas...

     -¿Cuatro?

     -Cuatro, sí. Yo le pregunté una vez si llevaba los corazones de sus difuntos, como su tocaya Margarita de Navarra, pendientes de la cintura.

     -¿Y qué te dijo?

     -Que ninguno lo tenía.

     -No está mal. Sí, tonta no es...

     -Pues contenta está contigo. Dice que has dicho que va de pire en pire.

     Julito afirmó gravemente.

     -Se está poniendo Madrid imposible... ¡Ya no se puede ni hablar mal de la gente!

     María, no menos grave, se adhirió.

     -Es atroz. ¡Eso de que cuando no esté uno delante digan... la verdad!

     Siguieron su observación.

     En un sofá gótico de alto respaldo, labrado con las armas de los Monreal, la condesa de Fuensalvada daba conversación a doña Pacomia Álvarez, viendo en ella un anfitrión posible, y la buena señora, gorda, formidable, ahogándose en su traje de terciopelo gris bordado de oro, y agobiada por las joyas enormes, pregonadoras de los millones de su esposo, amasados en la honrada empresa de envenenar a sus semejantes, pavoneaba orgullosa de codearse, ella, hija de unos modestos industriales de la Habana, que había pasado su vida repasando ropa, primero en el hogar paterno y luego en el bohío de su marido, con aquellas señoronas, condesas, marquesas y duquesas, que descendían de reyes, príncipes y héroes, y que le contaban las [124] unas de las otras porción de porquerías que no le importaban.

     Junto al hogar de campaña donde dos inmensos troncos se consumían, trocados por las llamas en rubíes, como columnas del palacio de Aladino, Charito y Pepe Breñalva se reían bastante escandalosamente.

     El ilustre general don Pomponio Augusto Gómez, sentado junto a Herminia Álvarez, que los cálculos de Lina, le destinaban, y que más que virgen recién presentada en el gran mundo semejaba un golfillo disfrazado de señorita, abandonábala, al frívolo palique de Luis Alfar-Náñez para escuchar extático, cautivado, las arrebatadas palabras de Magda Florián.

     Sentada en alto sitial, y al pie de salomónica columna que sustentaba un jarrón de rosado alabastro en que tendía sus hojas una palmera colosal, destacábase la figura de una elegancia culebreante de Magda, moldeada más que vestida por los negros crespones del traje que arrastraba en largos pliegues. Sus brazos, de prodigioso moldeamiento, que poseían teatral belleza de ademán, su blancura de alabastro, sus ojos sombríos y fulgurantes y sus cabellos negros adornados de dos enormes plumas que caían sobre la albura de los hombros, hacían más bellos los arrebatados decires que florecían en sus labios finos y rojos.

     Aquella mujer se había hecho una leyenda de pasión de que unos se reían, y a la que otros tomaban por una pose. Huérfana, rica, sola, había vivido en el mundo aislada de la frivolidad ambiente por noble altivez que defendía a las miradas profanadoras el secreto de su alma. Neurótica, arrebatada en un ensueño de amor imposible, vivía cultivando su ideal con malsanas lecturas [125] y raros lances sentimentales y poniendo por cima de todo su lema,: Vivir del amor y para el amor.

     Loco capricho se enseñoreaba del caudillo por aquella pasionaria hallada en el jardín del placer, y que parecía brindársele en sus arrebatadas razones. Claro que eso no significaba renunciar a su boda con la americanita, que su bondadosa amiga Lina Monreal le buscara; pero lo cortés no quita a lo valiente ni lo sensato a lo amador, y aquel proyecto matrimonial no sería obstáculo a correr una aventura con aquella desequilibrada que le andaba buscando tres pies al gato. ¡No iba por escrúpulos ridículos a tirar la fruta madura que le caía entre las manos sazonada y apetitosa!

     No se engañaba. Una ráfaga de pasión había pasado por aquel corazón dolorido por los frívolos devaneos juveniles, fugaces como rosas de abril. El viejo tenorio, con su aspecto heroico, había conturbado a la apasionada. Aquella figura noble de viejo guerrillero había, por contraste con las insignificantes personalidades que le rodeaban, hecho nacer en su alma el amor. Además, era evocación de una tierra lejana donde aún vivían los sueños de gloria, donde los cañones no hacían de las guerras una lucha de máquinas destructoras arrasando las ciudades al primer grito de rebelión, y donde los gauchos galopaban sobre los potros bravos en pelo, flotantes los ponchos, como fantasmas de una victoria remota, y duermen al pie de los ombús mecidos por la voz del payador que canta a la majestad del Inca. Quería seguirle a aquella tierra de sol, de amor, de fuerza, y allí, ya que no es dado en este mundo el ser el primer y último amor, ser el postrero para él, recoger el último beso de sus labios en tórrida llanura, mientras la sangre [126] generosa correría por la libertad, ese divino imposible.

     ¡Ah! ¡No quería que el que ella amase sobreviviera a ese amor para profanarlo luego! ¡Qué bien comprendía el gesto de las emperatrices antiguas cuando ponían la vida por precio de una noche de voluptuosidad! ¡Qué bien el gesto de esos amantes que absorben el veneno que delibra con el último beso de sus fiestas nupciales! Ya que el amor había de morir, era preciso matarlo cuando aun nos dejaba la melancolía de su muerte, sin esperar a que el hastío le despidiese como a un viejo bufón inútil. Y tornándose a su galán, habló así:

     -A mí el mundo no me importa; no me ha importado nunca. Comprendo el dolor, el amor, la compasión, todo lo que llevamos en nuestras almas; pero las palabras deber, obligación, conveniencias, leyes sociales, me crispan, me irritan, me excitan a la rebeldía. Siento deseos de sublevarme, de gritarle al mundo cara a cara: «¡Tus leyes son cobardes, son inicuas, injustas! ¡Faltas a tus leyes a cada paso, a sabiendas, fingiendo acatarlas! ¡Eres hipócrita, falso, embustero! ¡Yo, yo, una mujer, una pobre mujer, te lo escupo a la cara sin miedo! ¡Tu fe es mentida, tu honor una sangrienta burla, tu amor una parodia miserable! ¡Te desprecio!»

     Y bella sobre toda ponderación, miró a su cortejador. Hizo él un gesto de entusiasmo, mientras pensaba para sus adentros: «¡Qué tía!», sin el menor respeto. Ella siguió:

     -Por eso amo su tierra y les estimo a ustedes. La vida allí es más sincera, más verdadera; los sentimientos y las pasiones no son una cosa convencional; son -y le flechó con sus ojos de fuego. [127]

     Él estrechola la mano con arrebato de pasión, mientras con la otra estrechaba la de Herminia Álvarez, su futura esposa.

     Lina triunfaba. Estaba bella así, ceñido el cuerpo, pleno de gracia, por la túnica de muselina malva grecada de plata; por los hombros argentado brial; al cuello un hilo de enormes perlas; en los cabellos, de un rubio un poco ceniciento ahora, dos plateadas rosas; engarzadas las soberbias esmeraldas de sus ojos en el oro de las pestañas, y en los labios una sonrisa que mostraba la doble hilera de perlas de sus dientes, inclinada hacia el obeso banquero americano don Carlos Octavio Álvarez, a quien la satisfacción de verse agasajado por tan ilustre señora, hacía sudar orgullo por todos sus poros, sin contar lo mucho que le hacía sudar el calor.

     Sentíase el ricacho inquieto, molesto en las apreturas del frac, deseando verse, en un espejo para cerciorarse de su corrección, y echando de vez en cuando miradas interrogantes a su consorte, no menos atontada que él. Pero era preciso casar a la niña, aquella Herminia, heredera única de sus millones y que a ellos semejaba modelo de distinción, tocando la guitarra y ¡hasta el piano, señor, hasta el piano!; y la condesa, tan amable tan buena amiga, que no pensaba más que en la conveniencia de los demás, se ocupaba en ello. Aquella noche precisamente habíale hablado de lo conveniente que sería una boda, con el heroico general don Pomponio Augusto Gómez, el héroe de la Pampa, y de la posibilidad de obtener, por mediación de ella, mujer de influencia política, un título nobiliario para los cónyuges; y había llegado hasta insinuarle que el don Carlos Octavio Álvarez, «el Boyero» allá en su tierra, tenía grandes condiciones [128] políticas (¡lo que averiguan las señoras de Europa con poco que le traten a uno!) y podría desempeñar buen papel en el campo liberal, para lo cual no habría la Monreal de cejar hasta obtenerle una senaduría vitalicia. Con todo esto el americano reventaba de satisfacción y ansiaba hallarse a solas con su Pacomia para dar rienda suelta a su entusiasmo y quitarse aquellas malditas botas de charol que le apretaban. No pareciole, pues, cosa mayor aquel préstamo de un millón de pesetas que, so pretexto de un negocio de barcos, deseaba Lina, y a las primeras palabras explicativas atajole:

     -¡Por Dios, señora condesa!

     Arrepintiose ella de no haber pedido más, y prometiose a sí misma repetir el sablazo, mientras que, amable, le pasaba la mano (moralmente, se entiende) por su lomo de buey.

     -¡Qué hermosa fortuna! ¡Da envidia!... ¡Y qué mérito, sólo con su trabajo!... Y ¿cómo la ha hecho usted?

     Tomó resuello.

     -Pues verá usted: primero arreando de firme, y luego fui tomando excremento, excremento...

     Lina se mordió los labios para no reír. En aquel momento la baronesa del Solar de las Victorias, una de las reinas del «elenco», entraba, y se dirigía a ella.

     Lina sonrió triunfal.

     Decididamente ganaba la partida. Iban quince días desde aquel en que Willy, derrotado, enfermo, próximo a naufragar entre las manos de la Soler, había vuelto a ella. Siempre lo esperó, segura de serle imprescindible; pero no creyó verle llegar tan humilde, entregado a discreción, pidiendo piedad. Verdad que tornaba a ella enfermo, postrado, [129] triste; pero, ¿qué importaba? volvía, era suyo, sólo suyo, otra, vez, y no sólo su amor por él, pero su vanidad, su orgullo, todo su ser, gozaba con aquella revancha. Y habíale enganchado ahora a su carro triunfal, exhibiéndole sin piedad a su cansancio, cruel hacia aquel mal adquirido en brazos de la rival odiada, pensando sólo en devolverla aquella mortal ofensa del estudio. Además, por capricho del destino, su marido también había retornado a ella, y puesto en sus manos era instrumento propicio; y para colmo, los asuntos no presentaban mal cariz. Y la suerte, que es mujer, y como mujer se inclina al lado del vencedor, habla traído a Madrid aquella su Alteza Imperial la gran duquesa, María Inmaculada Vasilski-Peterhoff, que ella conociera en Mónaco, y pensó que una fiesta a la presencia de S. A. diera brillo acabaría de levantarla, y organizó aquella típica zambra española.

     Era Lina de esas criaturas nacidas para la lucha, a quienes el fragor de la batalla alegra y el pelear enardece, y que sólo piensan en la victoria momentánea, en triunfar a toda costa, cueste lo que cueste. Así no pensó en que Willy era un moribundo galvanizado, su marido jugador y perdido, hastiado momentáneamente por un desengaño, y la mejora en sus asuntos un alto en el camino de la ruina. Vio sólo en lo primero una victoria de su belleza sobre la fatal de la gitana, que sabía en tres meses, como vampiresa cruel, chupar una vida; en el retorno conyugal el triunfo de su habilidad, y en el mejoramiento de los negocios un paso hacia el arreglo de su fortuna. Además, no pensaba; luchaba, y excitada no veía nada más que la batalla a ganar, y puesta a trazar planes, quiso llevar la revancha de su amor propio muy [130] allá, y llamó al empresario del teatrucho donde bailaba la Soler. Quería un cuadro de baile muy completo... muy típico... algo notable... Era para que una princesa extranjera juzgara... Ya podía lucirse. Era cuestión de patriotismo. A ver qué tenía... La Soler, por ejemplo...

     La bailaora comprendió el reto, pero no vaciló. Iría. Además, experimentaba ansia loca de ver a Willy.

     Tal vez por la antítesis misma, la bohemia, cuyo divino cuerpo parecía reverberar vida en torno a sí, deseaba con salvaje pasión a aquel pálido decadente que moría; ansiaba beber en un beso hasta el último aliento de su ser. Decididamente, era demasiado apasionada para cortesana.

     En el umbral del hall, envuelta en aquel aura de elegancia, un poco cansada, saboreaba su triunfo, inclinándose amable, con una frase graciosa para cada recién llegado. ¡Su triunfo! S. A. I. que iba a llegar, la Montalbán, la Ponferrada, la Valsaris, la Barbanzón, que la saludaban fríamente y habían jurado no ir a su casa, circulando por los salones; don Carlos Octavio brindándole la bolsa abierta; su marido cubriéndola, con el manto de su respetuoso acatamiento; la Soler, la rival odiada, aguardando allá adentro con los criados, humillada con la cruel humillación del que tiene que depender de los demás, bajando de su papel de rival al de histrionisa; y Willy, un poco triste, un poco enfermo, sí, pero vencido, suyo.

     Los ojos verdes buscaban inquietos al muchacho. Huyendo de la bulla, había ido a refugiarse a un rincón del salón, junto a soberbia armadura adamasquinada del decimotercer siglo. ¡Qué abatido, qué melancólico, qué enfermo se encontraba! ¡Lucerito le había matado! Aquel presentimiento de [131] un gran dolor que le asaltara la madrugada en que por vez primera salió de casa de la bailaora, habíase realizado. Tres meses de una pasión brutal, sin tregua ni matices, en una calentura constante de sensualidad perversa, consumieron su vida, que se apagaba como una lámpara a la que se le acaba el aceite. ¡Qué misterioso encanto, qué fatal maleficio tenía que haber en aquella criatura para haberle arrastrado sin amarla a darle la vida! Porque no la amaba; de eso estaba seguro. No puede amarse a una persona a quien se deseaba todo mal, la muerte, la enfermedad, la desgracia, algo que la aleje de nosotros para siempre. Él la odiaba y, sin embargo, bastaba una mirada de sus ojos, una sonrisa -¡divinas sonrisas que inundaban de luz el rostro moreno!- para que cayese vencido a sus pies, indefenso, cobarde, mendigando lo que horas antes maldecía. Tenía el veneno de aquella mujer infiltrado en la sangre, y moría de él. Y cuando he aquí que en un supremo esfuerzo, y ante el terror de fenecer, rompía el sortilegio y corría a Lina, no hallaba en ella la piadosa bondad que es bálsamo a las heridas del alma, sino el orgullo de mundana ultrajada que, vencedora en una lucha con el mundo, quiere exhibir su presa sentimental -la que ha de darle patente de juventud-, como trofeo de gloria. Además, se hallaba más extraño que nunca en aquella sociedad. Antes de su aventura era mirado corno algo raro, curioso, que se contemplaba como una cosa extravagante, anómala; después de su aventura, sentía el ambiente francamente hostil a él. Su carácter, de una sensibilidad enfermiza, le hacía replegarse en sí, huir, y se convertía en espectador, que al no dejar ver su interior, era molesto testigo para los demás. Para [132] las mujeres era el «querido de Lina»; para los hombres, un canalla que no era de su clase.

     Aquella noche sentíase peor que nunca. La opresión del pecho apenas le dejaba respirar; un dolor agudo, molestísimo, le clavaba su aguijón en las espaldas; tenía la cabeza dolorida, y un cansancio inmenso le anonadaba. De pronto sintió algo tibio, glutinoso, que le subía por la garganta y le llenaba la boca, y algunos borbotones de sangre mancharon el pañuelo. Púsose en pie, y tambaleándose alcanzó la escalera de tallado roble, alfombrada de un tapiz de Smirna que daba la vuelta al hall y llevaba a las habitaciones de Lina.

     Ésta, en una de sus ojeadas, percibió la dolorosa escena, y un frío de agonía corrió su cuerpo. ¡Todo estaba perdido! El azar irónico se burlaba de ella una vez más, y en el momento del triunfo echaba todo por tierra. El dolor de verlo morir no existía en ella; sólo ante su horror se abría el misterio de su destino roto. ¿Qué sería de ella perdiendo de un golpe amor y posición? Y su pensamiento era sólo una interrogación a la fatalidad formidable.

     Dejó su puesto y avanzó hacia la escalera. Nadie, excepto María y Julito, se había apercibido de la catástrofe. La alcanzaron cuando ponía el pie en el primer escalón.

     -¿Qué le ha pasado a Willy? -interrogaron a la vez.

     Mintió sin haber trazado aún plan alguno, tratando de ganar tiempo.

     -Nada. Le suelen dar ahora mareos... no lo contéis, para no asustar a la gente.

     Y sin pararse a ver si le creían o no, subió recatándose. Al llegar arriba tomó por un pasillo, y, ya a salvo de las miradas indiscretas, dejó caer la máscara. y diose a correr aterrorizada. Entró en la [133] alcoba, donde, según el código de la elegancia, que manda que en el cuarto de dormir haya pocas luces, sólo las del tocador ardían, haciendo fulgurar los brillantes que trazaban los escudos de Monreal sobre el espejo. En la semiobscuridad las guirnaldas de plateadas flores rebrillaban sobre el fondo rosa descolorido de las paredes, y el psiquis reflejaba en su veneciana luna las imágenes. Sentado en una butaca, con un codo apoyado en la cama y la cabeza en la palma de la mano, el rostro lívido, los ojos cerrados, la frente bañada en sudor, el pelo lacio, pegado a las sienes, la pechera manchada de sangre y el cuello abierto, yacía Willy Martínez. A sus pies, Natalia, arrodillada, sostenía, muy pálida, una palangana con sangre. Y era siniestro aquel hombre que parecía iba a morir en el galante decorado de la alcoba, entre el bullir de una multitud alegre y las notas de la música cercana.

     A dos pasos del moribundo se detuvo Lina, perpleja. Así, en la vaga claridad que dejaban filtrar las rosadas pantallas, envuelta en las gasas de suave coloración malva estriadas de plata, sombreado el rostro por la rubia cabellera, semejaba un pálido fantasma de horror.

     -¡Willy! ¡Willy! ¿Qué es esto? -clamó trémula.

     Él abrió lentamente, los ojos y fijó en ella su mirada mortecina; pero ni sonrió, ni le envió una palabra de afecto. Con desaliento amargo murmuró:

     -Ya lo ves: que me muero.

     El recuerdo de Baby agonizando en un hilo de sangre, ante la calma augusta de la tarde campesina, le hirió como una maldición, y tornó a verle tal un Jesús Niño muriendo por los pecados ajenos. Pasose la enguantada mano por la frente, como [134] para arrancar de allí el cuadro siniestro, y su imaginación volvió a escribir ante ella la enorme interrogación: ¿Qué hacer?

     Willy tornó a gemir cobarde:

     -¡Me muero!

     Un criado apareció en la puerta:

     -Señora, señora, Su Alteza que llega.

     Lina vacilaba. Resuelta al fin, echó una ojeada a su doncella, le indicó con un gesto al enfermo, y sin mirarle ya, sin hablar, sin volver la cabeza, salió.

    En el pasillo, ante un espejo, arreglose el pelo y siguió su camino. Al llegar a la escalera se detuvo un instante para recobrar la calma (2), y de un golpe abrazó el escenario en que iba a representar aquel acto de la comedia de su vida.

     En el majestuoso esplendor del hall se agrupaban sus invitados. Las colas de los vestidos femeninos, inmensas, fastuosas, serpenteaban mezclando sus colores como en colosal paleta; las espaldas desnudas albeaban bajo la luminosa cascada de piedras preciosas, y las patricias testas se inclinaban al peso de las coronas diamantinas. En el tablado, surgiendo de la gloria de rosas, bajo el vistoso entoldado de los pañolones chinos, se acomodaba el cuadro de baile. La figura innoble del cantaor bajito, rechoncho, de color malsano e hinchado cuello, contrastaba con la chulesca elegancia del bailaor, de quien el suntuoso Barbey hubiera dicho que, a no dudar, llevaba en las venas la sangre azul de una duquesa de Benavente, mezclada con la roja de un torero sevillano. A su lado, enigmática en su carnavalesco arreo de española «a lo Carolina Otero», la Gioconda dejaba dormir el misterio de sus pupilas verdes punteadas de oro; la Cotufera, con su bata azul de cielo, que arrastraba [135] en pomposa cola, erguía el rostro enharinado de polvos baratos bajo los cabellos negros aceitosos, agobiados de claveles amarillos; y por fin, un poco separada, en el centro del escenario, Lucerito Soler.

     Su cuerpo andrógino se erguía aprisionado en un mantón rojo bordado de flores blancas; sus cortos rizos, sin hojarascas ni adornos, eran cautivos de pequeñas peinetas de celuloide rosa, como las que usan las gitanas; sus ojos profundos, sombríos, ojos que habían mirado mucho al través de la noche, fulguraban siniestros, velados por las largas pestañas, y en la tostada lividez del rostro la boca era como sangrienta herida incurable.

     Lina bajó rápida las escaleras, llegando a la sala en el instante en que las puertas que daban sobre el atrio se abrían para dejar paso a Su Alteza Imperial la gran duquesa María Inmaculada Vasilski-Peterhoff -alta, delgadísima, vestida de negro terciopelo, que arrastraba en larga cola inacabable, al pecho regio collar de esmeraldas, entre los nevados cabellos peinados con sencillez alta corona de perlas y brillantes-, honrando con su brazo a Pedro de Monreal y escoltada, por su grande maîtresse, obesa, insignificante, y su chambelán de marcial apostura militar.

     La condesa trazó una reverencia versallesca y fue al encuentro de su augusta convidada, que, tras algunas frases amables para la dueña de la casa, cruzó en su compañía la estancia, inclinando la cabeza, en los labios esa sonrisa amablemente inexpresiva que no abandona nunca a las personas reales cuando se hallan en medio de una multitud desconocida, y que, sin significar nada, es susceptible de que cada cual tome de ella la parte que le plazca, y fue a sentarse ante el tablado. [136]

     María, semioculta, entre los macizos de plantas que bordeaban el escenario, llamó a Lina, y muy alto, para que la Soler, próxima a ellas, pudiese oírla, preguntó a su amiga:

     -¿Y el pobre Willy?

     La luchadora adivinó la intención, y olvidándose de la enamorada para dar paso a la mujer, contestó en el mismo tono:

     -Muy malito el pobre...

     Y tornándose a la bailaora, que había palidecido:

     -¿Qué hacen ustedes? Ya está Su Alteza, y se puede empezar.

     En los ojos trágicos de Lucerito brilló un relámpago de ira, y luego, al parecer sumisa, avanzó hacia el centro del tablado, mientras su rival, contenta de verla humillada, volvía junto a la gran duquesa.

     La caja de la guitarra estalla en un raudal de notas; tremolantes sus cuerdas, como heridas por el filo de navaja albaceteña, preludiaron un cantar; las palmas repicaron jaleadoras, y el bastón del cantador redobló en las tablas; la gitana, envuelta en la llamarada de su traje, de pie en medio del escenario, clavó sus pupilas como puñales en el rostro pintado de su enemiga, y con voz no muy potente, cargada de efluvios de pasiones y pena, voz en que había odios y amores, achares y quereres, juramentos y lágrimas, cantó:

                                  Qué me importa que a tu vera
mi pobre amor se me muera,
¡si sé que muere por mí!

     Después, alzando los brazos lentamente, como víbora sabia que se irguiese, despacio, muy despacio, comenzó a danzar moviendo el cuerpo con un [137] lento ritmo de amor, arrasados de lágrimas los ojos y entreabiertos los labios, entre el redoblar de las palmas y vibrar de las cuerdas que desgarraban penas.

     María, tras de mirar a Lina, se volvió a Julito:

     -¿Has visto? Fuera de programa. ¡Eso ya no es una saeta, es una puñalada!

     -Trágico -asintió el poeta.

     -¡De chipén! ¡Chúpate esa!

     Mientras, la gran duquesa aplaudía entusiasmada.

     -¡Oh, charmant!

     Y Lina, muriendo mientras sonreía:

     -¿No se lo dije a Su Alteza? No hay como la Soler. ¡Es admirable!

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