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450 años de La noche de San Bartolomé: Una historia literaria del horror

- Leopoldo Cervantes-Ortiz - Sunday, 25 Sep 2022 07:19 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La barbarie humana tiene una larga historia e infinidad de episodios: la llamada noche de San Bartolomé (1572), masacre perpetrada por los católicos en contra de los protestantes en Francia hace 450 años, es un lamentable ejemplo. François Dubois (1529-1584), pintor hugonote, fue testigo de la tragedia. Aquí se retoma el contexto histórico de su famoso cuadro

 

La masacre de San Bartolomé.

 

 

 

Los asesinatos se hicieron más frecuentes, las campanas de las iglesias redoblaron con intensidad, los más devotos entraron en convulsiones, las mujeres se desmayaban atravesadas de éxtasis, los enfermos empezaron a curarse, los poetas mojaron sus plumas para escribir sonetos y tragedias que conmemoraban la victoria católica. Todos creyeron, finalmente, que Francia reverdecía por el aniquilamiento de los míos. Era como si Dios hubiera aprobado, con estas manifestaciones fehacientes, la hecatombe.

Pablo Montoya, Tríptico de la infamia.

 

Varios sucesos relacionados con las reformas religiosas del siglo XVI son recordados de manera idealizada por quienes se consideran sus herederos. La Noche de San Bartolomé (23 y 24 de agosto de 1572), hace 450 años, es uno de ellos. Los hugonotes, ópera de Giacomo Meyerbeer, es de 1836. De 1994 es La reina Margot, película de Patrice Chéreau, basada en la novela de Alexandre Dumas hijo (1845). Han aparecido nuevos estudios acerca del papel que desempeñaron Catalina de Médici y su familia. En Las guerras de religión (2017), Nicolas Le Roux hace un planteamiento
inquietante:

 

El destino de la monarquía francesa del Antiguo Régimen se jugó en la segunda mitad del siglo XVI. Período de caos político y de violencias institucionales sin precedentes, las Guerras de Religión fueron analizadas por los contemporáneos más como luchas de facciones aristocráticas que como enfrentamientos ‘por la religión’. […] Aunque la crisis abierta estalló efectivamente tras la muerte por accidente de Enrique II, en 1559, que trajo consigo profundos cambios en el funcionamiento de la corte, es más bien el auge del protestantismo lo que rompió el ideal de unidad sobre el que descansaban la vida social y el sistema monárquico.

 

Le Roux explica que Francia estuvo sumergida en diversos conflictos con escasos períodos de paz, entre 1562 (masacre de Wassy) y 1598 (Edicto de Nantes), con ocho guerras de por medio.

Después de un intento de reconciliación religiosa, Carlos IX, impuesto por la familia Guisa, autorizó el asesinato del jefe de los protestantes; la situación degeneró en una masacre general.

El Tratado de Saint-Germain en 1570, un nuevo intento de tolerancia civil, que cerró la tercera guerra religiosa, despertó la ira de los círculos ultracatólicos liderados por los Guisa, que lo consideraban demasiado favorable a los protestantes.

La reina madre Catalina de Médici, con la esperanza de sellar la reconciliación nacional, promovió el matrimonio del rey Enrique de Navarra, futuro Enrique IV, que era protestante, con Margarita de Valois, hermana de Carlos IX. El matrimonio que tuvo lugar el 18 de agosto provocó la llegada a París de muchísimos nobles protestantes de la corte del rey de Navarra (www.museoprotestante.org).

Felix Benlliure (Los hugonotes, un camino de sangre, 2006) describe los espeluznantes momentos vividos por los protestantes franceses. El texto del Museo Protestante continúa la narración:

 

El 22 de agosto se perpetró un atentado contra el almirante de Coligny cuando salía del Louvre donde asistía al Consejo del Rey. El ataque falló y el almirante solo resultó herido. […]

En la noche del 23 al 24 de agosto, se reunió un Consejo Real, durante el cual se decidió asesinar al almirante de Coligny y a varios líderes hugonotes. […]

El almirante fue asesinado salvajemente en su casa y defenestrado mientras muchos caballeros hugonotes fueron masacrados en el Louvre y en la ciudad, sorprendidos de noche sin posibilidad de defensa, “asesinados como ovejas en el matadero” como escribió Teodoro de Beza.

Se consumó, así, uno de los mayores crímenes en la historia de Francia, pues las matanzas se extendieron a quince ciudades: “Las violencias se iniciaron al conocerse la hecatombe parisina en La Charité, Orleans y Meaux, […] Bourges, Angers, Saumur, Lyon, Troyes y Rouen y, en fin, un mes más tarde, del 3 al 6 de octubre, en el sudoeste, en Burdeos, Toulouse, Gaillac, Albi y Rabastens, cuando la guerra ya había recomenzado.”

En 2014, el colombiano Pablo Montoya publicó Tríptico de la infamia, que obtuvo el Premio Rómulo Gallegos al año siguiente, en la que se ocupa de tres artistas protestantes de habla francesa, uno de ellos, François Dubois (1529-1584), testigo directo de lo sucedido en la masacre, y quien dejó constancia plástica de la misma en una obra muy conocida. De los tres episodios de la guerra religiosa que narra, es en el consagrado a Dubois donde su arte literario alcanza grandes alturas por causa de su profundidad histórica y psicológica, pues la reconstrucción contiene fuertes dosis de realismo y efectividad: “La novela traza una línea que traspasa estos tres momentos históricos, los cuales sirven como base para la construcción de una reflexión estética que Montoya elabora como denuncia ante la infamia en el proceso de transformación del pasado, posibilitando así al lector una asimilación de la historia” (Rubén Rafael Cardona Sánchez).

La descripción de la vida de Dubois, exquisita y minuciosa, prepara largamente lo que sucedería esa infausta noche. Narra detenidamente las esperanzas en que de verdad vendría la paz como resultado de esa boda arreglada y, por un instante, atisba a uno de los personajes principales: “Desde lejos pudimos ver a Margarita de Valois, ataviada de terciopelo violeta, su cuerpo sacudido por un fulgor de zafiros y diamantes. El calor era aplastante a pesar de los numerosos abanicos que intentaban alivianar el aire.” Los católicos armados llenaban el ambiente con sus críticas hacia las supuestas virtudes de los hugonotes. De repente, corrió la noticia del ataque a Coligny, con lo que todo se trastornó y comenzó la violencia demencial. Cerca del taller de Dubois todo era un vendaval de muerte: “Cuando sé que éste [el horror], tal como suele presentarse, no necesita ni prolegómenos, ni símiles maravillosos, ni tampoco ornamentaciones apocalípticas. El horror es tan puro y elemental que no exige explicaciones y la descripción de sus maneras resulta inútil.”

Lo que sigue es la descripción de los ruidos de la masacre, caballos y arcabuces en sucesión insoportable. Dubois trató de escapar cuando derribaron la puerta del lugar y entró en una vorágine terrible. Buscó a su amante embarazada sin encontrarla. Luego huyó hacia Ginebra y su reflexión, ya allí, es extremadamente lúcida: “Yo estuve en París durante esos días y sé que no hubo ni hay ni habrá tal apaciguamiento. La humanidad siempre está al borde del abismo y su sed de destrucción no disminuye. […] Después de las matanzas queda una pausa detrás de la cual se adivina nuestro deseo secreto de saborear otras fronteras del horror.”

A continuación, se prohibió a sí mismo pintar, pero su unión con París era francamente espiritual, “como un Cristo tortuoso a su cruz”. Y comenzó a experimentar el insomnio, el más cruel, en medio de días sumamente estériles. Allí aparece su crítica profunda del catolicismo, con sus asesinatos y su intolerancia: “Incluso, para justificar su crimen, ebrios de júbilo y seguros de su labor redentora, dijeron que un espino blanco, marchito desde hacía años, había florecido en el mismo cementerio gracias a la sangre vertida de los herejes.” Fue entonces cuando comenzaron sus paseos por la ciudad y las preguntas lo asaltaron: “¿Qué tiene que ver el color con el dolor?” Se enteró, después, de las teorías de la resistencia de Beza, Hotman y Duplessis-Mornay y, luego de mucha resistencia, decidió pintar la tragedia, acicateado por su amigo Goulart. Le dice que la gran lucha es contra el olvido: “Debemos hablar de la crueldad a la que hemos descendido los hombres.” Su trabajo inició muy vacilante y se planteó etapas para llevarlo a cabo de manera febril. Los detalles de la obra lo ocuparon incesantemente y, por fin, la concluyó, en el extremo de su situación anímica, sobre todo al momento de incluir a su amante:

 

Esta masacre marca un desarraigo tanto humano como artístico en la vida de Dubois por causa de las contiendas de poder político y religioso entre los bandos católicos y protestantes, en las que los primeros buscaban extirpar la nueva religión. […] La catástrofe existencial es el punto de inflexión en la experiencia de Dubois, y su teología se enfrenta a la infamia produciendo una deconstrucción que determina en gran manera su cosmovisión, y lo lleva al desamparo: “Cuando reflexiono, en todo caso, en esos ojos que algún día mirarán mi posible testimonio, me entran el escalofrío y la duda. […] ¿de qué servirá entrometer mi experiencia del desarraigo en la orfandad de una población que fue exterminada y nada hasta ahora ha podido redimirla? ¿Podría la factura de un óleo curarme no sólo de mis heridas aún no cerradas, sino de las laceraciones que padecen mis contemporáneos de Ginebra? Y me pregunto, todavía más, si una pintura, así logre erigirse como símbolo de una tragedia colectiva, ¿podría otorgarme una sola pero necesaria palabra de consuelo por parte de los agresores? Ahora bien, ¿es perdón lo que mi amargura reclama?”

 

Esa obra es la más representativa de lo sucedido, pero Dubois pidió que se conociera después de su muerte. La inmersión en esa mente creativa es sobrecogedora. Así lo muestra el poema de Montoya (Trazos, 2007):

 

Soy François Dubois. Nací en Amiens. Viví en París hasta el verano de 1572. Luego me trasladé a Lausana. Soy pintor de profesión. Mi credo religioso se apoya en los principios de Calvino. […] Esa madrugada, cuando todo empezó, yo no dormía. Mi mente, supongo, estaba en blanco. El calor era insoportable. Los mosquitos tenían la insistencia del asedio. […] Unos caballos, afuera, pasaron raudos. Del silencio del verano emergió un grito. Un grito que en París terminaría días después. Un grito que en mí aún no ha culminado. […] Y lo vi todo. Alguien tocó mi hombro más tarde. Y fue como si yo despertara. […] Luego fue la configuración de lo que yo soy ahora. Recuerdos. Sólo recuerdos. Ellos han hecho posible este cuadro. El único que pude pintar. Con el que he logrado romper la promesa.

 

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